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XII

Los domingos por la mañana son los días que más me gustan, momentos en los que el tiempo parece detenerse en la cama, demasiado tarde cuando me despierto como para no ver que la luz se filtra por la persiana. Y es que, a diferencia del resto de la semana, no es de noche cuando amanezco. Los domingos por la mañana son días de guardar entre las sábanas, de respetar el descanso sagrado y secular, de bendecir el sol que nos alumbra cuando, tirados en un banco frente al kiosco, empezamos a hojear el periódico y aprovechamos esos rayos de luz aún calientes que sabemos que no volverán hasta dentro de un tiempo, con el invierno atrás por fin y la promesa del verano tentándonos desde lejos. Luego mezclaremos el sabor del café tardío con el del vermú y pasearemos tranquilamente, y yo regaré las plantas y nos tragaremos cualquier comedia romántica que echen después de comer, y a media tarde me levantaré perezosa del sofá a recoger la ropa que tendí ayer y la doblaré con calma y decidiré a última hora que no la plancharé y mañana, lunes, iré a trabajar con la camisa arrugada y esa sensación de culpa que, en el fondo, no deja de ser deliciosa, porque todo el desorden y el caos obedecen, sencillamente, a un solo motivo: el placer de no hacer nada.

Adoro los domingos. Y odio los sábados. No tanto como el resto de la semana, como los horribles días laborables que empiezan con frío y terminan con sudor, que te despiertan y te echan a la calle con la pistola temblando contra tus costillas que tiritan y los gritos de tus superiores resonando y el hambre del calor de Ramón en la piel. No, los días laborables son una raza mucho peor. Pero los sábados son como sus primos lejanos, porque siempre esconden cosas por hacer; armarios que airear, hipermercados a los que ir, alimentos que esperan en la nevera a que los despiece y guise para comer entre semana, botones a medio caer y luego, cuando quisieras sentarte, amigos que esperan, esos amigos abandonados que no ves desde hace meses y por los que, sólo por ellos, vences el tedio de arreglarte y pintarte y salir a la calle congelada para quedar en un bar con humo, en un restaurante abarrotado de gente vocinglera, en una calle mojada de lluvia y confeti a celebrar que por fin os veis y a hablar del trabajo, de la hipoteca, de ese jefe cabrón que te amarga la existencia o de la última novia abandonada que espera un repuesto que, de una vez por todas, quizá salga bien.

Sin embargo los domingos, con su concierto de caricias mañaneras en la cama, con el calor de la modorra bajo las mantas, con el enorme acontecimiento de levantarse al mismo tiempo y compartir la ducha y beber zumo de naranja natural y untar las tostadas sin prisas. Qué de puta madre los domingos, y mañana lo es, todo el día, y además hoy no parece sábado, porque es festivo.

El bullicio de la verbena de barrio se agolpa en mi cabeza, oigo fuegos de artificio que estallan, niños con trompetas estridentes pasan bajo mi ventana y en la plaza, a mis pies, pandillas de adolescentes hacen botellón y ríen a gritos y un vecino borde y mayor, viejo cascarrabias que ya no sabe lo que es disfrutar, les tira una jarra de agua fría para que os calléis de una vez, degenerados, que no dejáis a las personas decentes vivir en paz. Pero Ramón y yo nos reímos de todos asomados en nuestro balcón con la gata escondida bajo la cómoda porque retumban cohetes en el cielo y brilla la pólvora teñida de colores y ya son las doce, viva la Virgen del Pilar y la madre superiora, es día de fiesta, suenan campanas, llega la hora de soltar palomas.

*

Vamos a pie, no está tan lejos. Cruzamos en silencio la tierra de albero del parque y nos cagamos mentalmente en el concejal que decidió poner esa arenilla roja que ensucia los zapatos y el bajo de los pantalones, pasamos junto al estanque donde se celebró hace dos tardes la regata de barcos de papel y que se hiela en invierno para que patinen sobre él niños inseguros, colegiales peyeros, chavales desocupados, sorteamos la tarima que sirvió como escenario a los titiriteros de la feria medieval, con sus falsas inquisiciones y sus hechiceras con medias de colores y reloj digital en la muñeca, evitamos los mil vasos de plástico rotos, las latas de refrescos tiradas, las servilletas arrugadas, las serpentinas aplastadas, subimos la colina forrada de colillas y condones y, de golpe, estamos cruzando la avenida repleta de coches con dos carriles cortados para instalar la noria de colores y las tómbolas de pantallas gigantes que rifan los peluches cutres de siempre, cutres remedos de los que están más de moda, con sus ojos mal pegados y sus colas torcidas, las dejamos atrás y llegamos a una zona asombrosamente silenciosa, plácida incluso, un pequeño remanso en este barrio en el que se alzan, majestuosas y firmes, varias torres de pisos de lujo. Pero no nos dirigimos al portal de suelos de mármol donde aguarda un conserje vestido con un traje azul marino casi tan elegante como los de Ramón, no, le esquivamos saludándole de lejos, preguntándole con gestos si ésa es la rampa que conduce al garaje. Y lo es.

Descendemos por ella como si fuéramos dos coches destartalados y algo cascados temerosos de mezclarse con los deportivos resplandecientes y las berlinas de quince kilos que duermen bajo sus lonas, y no nos hace falta buscar con la mirada a un vigilante que nos oriente, porque vemos los focos de los flashes de los lupas que parpadean y nos ciegan y percibimos casi instintivamente la presencia de los nuestros que alborotan.

Y entonces nos paramos un momento antes de llegar y meternos en faena. Una breve pausa para respirar antes de enfrentarnos a otro marrón más, y encima en domingo. Aprovechamos para volver furtivamente la cabeza, sigilosos y casi temerosos, hacia la tibia luz del día, arriba, al final de la rampa, y añoramos esta preciosa mañana que nos vamos a perder y París masculla que ya es mala suerte, joder, primero uno, luego dos y ahora tres muertos en la misma semana, a este paso no me voy a ir nunca de este horrible barrio. Parece una conjura, ningún homicidio en este distrito en todo el año y ahora tres, y los tres para mí, y yo sin oírle maldigo por lo bajo al policía de guardia que nos despertó a primera hora, con los pájaros cantando y los barrenderos aún sin retirar la basura del suelo y los borrachos roncando en sus bancos, para sacarnos de nuestro sueño bien merecido de currantes y decirnos con frialdad, casi con la venganza secreta del que se ha pasado toda la noche, la horrible noche del sábado de retén, que tenemos que levantarnos y acudir a un garaje, dos plantas bajo tierra, CO2 a raudales, miedo y pudor en la oscuridad y un horrible hallazgo que nos espera, a nosotros, que nos hemos perdido el cruasán y el magacín dominical y debemos atravesar el barrio desolado tras la verbena, el barrio dormido que ni nos ve, y bajar a los infiernos a trabajar.

Desde la distancia advertimos entre los nuestros a alguien a quien no conocemos. Es el testigo, el que encontró el cadáver, el verdadero protagonista de esta historia puesto que el vigilante, que dormitaba en la garita, no pinta nada. El joven de gafas redondas en cambio, con el pelo negro y rizado y las sienes inusualmente plateadas para su edad, refulge en el paisaje de uniformes y lo grisáceo del ambiente, y su silencio -porque está callado- puede oírse mucho más alto que las voces metálicas que salen de las radios de los zetas. Porque es el único aquí que tiene algo que decir.

– Usted halló el cadáver -afirmamos más que preguntamos.

– Sí -parco en palabras, no parece tímido ni alardea de su sangre fría. Presiento que será un buen testigo.

– ¿Puede relatarnos cómo lo descubrió?

Suspira como si estuviera cansado de repetir la misma historia una y otra vez, se arma de paciencia, se reclina sobre el capó de un coche, fija su mirada en nosotros, los policías vestidos de paisano que le rodeamos, amodorrados los dos, París tan alto, yo tan menuda, y sé que decide centrarse sobre todo en mí, me elige como interlocutora quizá porque mis ojos parecen más receptivos, o eso procuro, o tal vez sólo porque me tiene más cerca, y comienza:

– Ayer por la tarde decidí que, al ser hoy domingo y aprovechando que la mayor parte del vecindario estaría en sus chalecitos de la sierra, podría ser un buen día para lavar el coche en el garaje con tranquilidad. El mío, por cierto, es ese Ford Fiesta rojo de allí que, lo sé, está hecho una lata -y lo señala y comprobamos que, en efecto, reluce en la penumbra con destellos escarlatas-. Así que madrugué, me puse mis vaqueros y mi camisa más raída, llegué aquí y me encaminé al baño de caballeros. Entré sólo a la parte del lavabo, que tiene un espejo y un secador de manos que nunca ha funcionado. Nada más llegar me fijé en que la puerta metálica pintada de verde que da al retrete estaba cerrada, pero me dio igual, porque a lo que iba era a coger agua, así que llené el cubo y me fui. Media hora después tuve ganas de orinar y regresé, pero al empujar la puerta verde del retrete noté que algo la obstruía y sólo llegué a abrir un resquicio. Me sobresalté, porque supuse que estaba ocupado, y por la rendija pude confirmar que así era, ya que vi el rostro de un hombre sentado sobre la taza del inodoro que me miraba entre sorprendido y anonadado ante un mural de paredes mugrientas. Se trataba de un individuo medio calvo, algo rechoncho e impecablemente vestido que conozco porque también tiene el coche aquí aparcado. Algo azorado me disculpé y, sin esperar respuesta, salí pitando hacia el aseo de la otra planta. Después regresé a mi faena: sacudí las alfombrillas, aspiré los asientos, limpié los parabrisas… Calculo que transcurrieron unos cuarenta y cinco minutos hasta que terminé y volví de nuevo al baño para lavarme las manos y aclarar las bayetas. Fue entonces cuando advertí que la puerta del retrete seguía entreabierta tal y como yo la había dejado y, como soy de naturaleza gilipollas y no puedo evitar meter la nariz donde no me llaman, me acerqué a la rendija y allí seguía el mismo tipo con sus mismos ojos abiertos, su misma camisa blanca y su misma chaqueta gris. Todo igual.

– ¿Seguro que todo estaba exactamente igual? -cuestiona París escéptico.

– Seguro -responde con certeza aplastante y se diría que con desdén-. ¿Puedo continuar? -pregunta dirigiéndose sólo a mí, como si mi compañero, aun sin conocerle, ya le cayera fatal o imaginase que yo ostento mayor rango. Como le hago un gesto afirmativo, prosigue-. Lógicamente, aquello me extrañó muchísimo. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue que el hombre tenía un estreñimiento bestial, pero vaya soberana tontería, por qué quedarse una hora en el aseo repugnante del garaje, sin ventilación y bajo la luz dañina de esos neones que queman la retina, cuando seguro que tendrá en su casa un baño con hidromasaje y grifería de oro. No, debe de pasarle algo, quizá se encuentre mal, pensé. Y en fin, ya les he dicho que tengo un sexto sentido para meterme en problemas, así que, arriesgándome a parecer indiscreto y recibir una retahíla de improperios, le pregunté ¿se encuentra usted bien?, y al no obtener por respuesta más que esa mirada estupefacta, decidí entrar. En buena hora, porque tras empujar con todas mis fuerzas la dichosa puerta, comprendí al instante que la cosa era todavía peor, y es que lo que la mantenía atrancada haciendo palanca era una escopeta enorme tirada en el suelo. Mi única reacción, en lugar de salir corriendo, fue exigirle que me explicara por qué llevaba tanto tiempo en un lugar tan repugnante con un arma a sus pies. ¿Qué coño le pasa?, le grité, ¿no me oye? ¡Le he preguntado si se encuentra bien!, pero continuaba mirándome impasible, reclinado hacia atrás, con la boca fruncida en una especie de sonrisa macabra que a mí me pareció el colmo de la burla. Se me ocurrió que podría haber sufrido un infarto al hacer sus necesidades, no sería el primer caso, a otro de mis vecinos, un señor de setenta y pico años, le pasó exactamente lo mismo, el esfuerzo le provocó un ataque cardiaco y allí se quedó, en el sitio, o mejor dicho en el váter, y luego un servidor y el portero tuvimos que tirar la puerta abajo, ante los gritos desesperados de su esposa, para darnos de bruces con el fiambre y un olor a mierda que tiraba para atrás, en definitiva, un cristo. Pero esta vez era distinto, porque reparé en que el calvo tenía los pantalones subidos y abrochados, así que nada de infartos, aquello era otra historia y lo asumí nada más tocar su mano, gélida y rígida como un témpano, y ver cómo el cuerpo se desequilibraba, se venía hacia delante, su cara siniestra contra la mía revelándome, al caer a plomo sobre mí, la parte posterior de su cráneo que, sencillamente, se había volatilizado.

Se interrumpe no como si le faltara aire o le fallara la voz -es demasiado sereno para eso-, más bien como si necesitara ordenar sus ideas para pasar de relatar simples hechos a revelar sentimientos, esos que inevitablemente, por más fríos y equilibrados que seamos, nos asaltan ante la presencia abrupta de la muerte. A unos les da por golpear paredes, otros se adormilan como quien detiene el tiempo y necesita embarcarse en un sueño reparador para despertar después y comprobar la mentira de todo. Algunos incluso parecen contentos, es el alivio de los que sufren más por lo que temían que por lo que tienen delante y que, ahora que saben qué ha sucedido con el familiar que desapareció, se alivian porque, tras velarlo y enterrarlo, podrán seguir con su vida sin interrupciones ni más sustos, ni más incertidumbre ni más ansiedad. El testigo, por el contrario, lo que necesita para hacer frente al recuerdo de hallar a un cadáver con el cráneo reventado es pasear, dar algunas vueltas alrededor de sí mismo, situarse y después, con las manos en los bolsillos y los hombros hundidos, respirar hondo:

– Entonces lo percibí todo de golpe con una nueva visión que me revelaba detalles en los que antes no había reparado, con una nitidez que hacía tanto o más daño que la luz de los neones: sus ojos redondos, tan grandes, que relucían con reflejos vítreos de cristal reseco, estaban demasiado abiertos como para que alguien pudiera mantenerlos así sin parpadear, la sonrisa sardónica no era un gesto de burla sino la mueca de alguien que se ha metido un cañón en la boca y tuvo arrestos para disparar y la mugre de los azulejos, ese mar de suciedad, no era más que sangre seca y sesos desparramados. Incluso revoloteaban algunas moscas que, iluso de mí, no iban precisamente en busca de excrementos.

– ¿Y qué hizo? ¿Es suyo ese vómito? -pregunta París.

Él le mira y responde levemente exaltado, con un temblor sordo vibrando como una campana en su voz:

– ¿Usted por quién me toma, por alguien que vomita por las esquinas? Pues no, señor, no es mío, yo más bien me cagué en todo, porque menuda racha llevo, parece que tengo un imán, no paro de encontrarme muertos a todas horas. Hace un par de días fui al videoclub y el dependiente, que es amigo mío, y yo vemos a una anciana que pasa por la calle y que se apoya en el escaparate y se queda como traspuesta. Ya íbamos a preguntarle si le pasaba algo cuando comienza a escurrirse lentamente, poco a poco, y acaba tirada en el suelo. Se quedó pajarito, decía mi colega, se quedó pajarito. Tuvimos que esperar cuatro horas hasta que llegó el juez a ordenar el levantamiento, declarar y todo el rollo. Y hoy me vuelve a pasar lo mismo. Para vomitar estoy yo, sí, lo que estoy es hasta los cojones, no sé qué le pasa a la gente, ¿es que no pueden morirse en sus camas o en los hospitales como dios manda? -y como Clara y París se callan y le observan con cara de qué le digo yo a éste si vaya gafe que tiene, dos cadáveres en menos de una semana, es como para salir en El Caso, no le queda más remedio que continuar describiendo su reacción-. En cuanto a hoy, poco podía hacer. Primero pensé en coger el móvil para llamar a la Policía, pero luego caí en que tal vez sería mejor informar a los vigilantes para que estuvieran enterados, porque si no menudo follón se iba a montar en cuanto éstos, adormilados en su pecera, vieran aparecer en tropel a la madera rampa abajo. No se ofendan -matiza-, no va por ustedes. De modo que me marché del aseo sin tocar nada, cerré la puerta, no fuera que entrase otro aún más pringado que yo y se encontrara el pastel, y me dirigí hacia la caseta, pero los vigilantes habituales no estaban. Resulta que, como hoy es festivo, le han dejado el turno al más tonto de los tontos, a un chaval que trabaja por horas por cuatro perras y que sí, mucha voluntad y mucho sacrificio, pero no tiene ni idea de cómo funciona esto y, si me apuran, casi ninguna otra cosa. El chico se quedó de piedra cuando le conté lo ocurrido y, yo creo que más por miedo a lo que se le avecinaba que por mi actitud, me contestó que antes de llamar a nadie quería asegurarse por sí mismo de que no le estaba tomando el pelo. Así que no me quedó otra que guiarle hasta aquí. Y bien que le avisé de que lo que iba a ver era fuerte pero, como se emperró con que estaba de broma, entró tan alegremente hasta el retrete y… a la vista está, pude impedirle que tocara nada, pero no que echara el desayuno y hasta la primera papilla ahí al lado. Cuando por fin logré que se calmara, y poco me faltó para arrearle, que buena falta le hacía, le convencí de que ahora sí, y de una maldita vez, llamara a la Policía. Al cabo de sus buenos tres cuartos de hora aparecieron dos pringados casi tan jóvenes como el vigilante. Estaban de guardia, dijeron, pero yo creo que era la segunda vez en su vida que se ponían el uniforme. No vomitaron, pero a punto estuvieron, salieron pitando a tomar aire y, cuando regresaron, me pidieron que esperara a los de Homicidios, que esto les venía grande. De eso hace dos horas y aquí estamos: los que buscan huellas revoloteando alrededor del cadáver igualito que las moscas; los tres niñatos charlando juntos y diciéndose unos a otros lo machitos que son y yo cansado de esperar y con ganas de volver a mi casa de una puñetera vez.

– No se preocupe -lo tranquiliza un París arisco-, por nosotros puede irse de inmediato. Más adelante deberá acudir a comisaría para firmar su declaración -y cierra su libreta con desagrado, se guarda el bolígrafo y le da la espalda sin siquiera despedirse. Es obvio que no le cae bien.

– Muchas gracias -le digo yo con una sonrisa, para contrarrestar y porque, además, carezco de ese endiosamiento que lleva a muchos policías a creer que todos están a su servicio cuando, insólitamente para ellos, es al revés. A ver por qué este pobre va a perder su tiempo entre incompetentes, esperando que lleguen unos y otros, soportando preguntas estúpidas, repitiendo siempre la misma historia cuando es evidente que, hasta ahora, de todos los que han pasado por aquí el más inteligente, el único que tenía claro qué había que hacer, era él-. Su descripción ha sido muy precisa, se expresa usted muy bien, ¿es periodista?

– No, corrector de estilo.

– ¿Y eso qué es? -me pica la curiosidad.

– Me dedico a pulir textos, sobre todo novelas, a buscar expresiones mal hechas, frases que suenen mal o palabras que se repitan, que rechinen, para sustituirlas por un sinónimo, una metáfora o incluso una ironía que sólo unos pocos lectores sepan apreciar. Por eso estoy acostumbrado a ir al detalle. En el fondo usted y yo tenemos empleos parecidos, somos buscadores de erratas.

– Cierto, pero si a usted se le escapa alguna, no creo que muera nadie. Los gazapos que yo busco, en cambio, pueden ser letales.

– No crea, si yo le hablara de la ambición de gloria literaria de algunos…

– Su trabajo -y lo creo de verdad, no es el puro rollo que le endoso para que relajen y canten mejor a otros testigos- parece tremendamente interesante.

– Eso dice todo el mundo, pero si supieran que se gana bastante menos que por poner ladrillos subido a un andamio, que con suerte te pagan a sesenta días y sin ésta ni te cuento y que una buena mañana dejan de llamarte y si te he visto no me acuerdo, no pensarían lo mismo. Pero creo que la estoy aburriendo con mis lamentos -y me mira a los ojos y, vaya tontería, siento una culebrilla que me recorre el cuerpo, y por primera vez sonríe abiertamente y, al hacerlo, sus facciones cambian por completo, ya no es como un niño enfurruñado ni como un viejo gruñón cansado de esperar en la cola del pan, ahora sólo es lo que parece: un hombre joven, mordaz, cansado, inmerso en una situación inusual y negándose a perder la calma, empeñado en bromear pese a todo, con resignación.

Estamos sonriéndonos cuando aparece París para acosarnos con mirada furibunda, delatora, que me acusa en la penumbra del garaje, entre las paredes ahumadas que brillan a golpes de flash cegador, de ser una coqueta, una inmoral que osa flirtear con el primero que aparece y se posa en su flor, una adúltera, una mujer a fin de cuentas. Qué poca vergüenza, qué falta de profesionalidad. Y de un momento a otro sé que va a perder la compostura e inmiscuirse con cualquier excusa en nuestra conversación para abortarla sin piedad. Ya viene:

– Clara, deja que el testigo se marche -ladra sin disimulo ni consideración. Y, sorprendidos, nos ponemos serios como chiquillos ante un hermano mayor sin sentido del humor que se ha olvidado de jugar y nos riñe porque no alcanza a comprender dónde está la diversión de saltar sobre un colchón, de tirar por la ventana un globo de agua, de meter una lagartija viva en el congelador.

Ambos captamos su hosquedad de inmediato pero, por una rara rebeldía, no estamos dispuestos a dejar que nos dé órdenes así, sin más. Por eso me saco una pregunta de la manga, sólo para demostrarle a este imbécil que no soy tan pava ni tan estúpida como me cree, que aún sé hacer mi trabajo, que no tiene que imponer su autoridad y darme lecciones, y jamás de moral, y mucho menos cuando estoy hablando inocentemente con alguien en un tono de lo más cordial.

– No he acabado -le respondo seca y retadora-. Me gustaría hacerle una pregunta más, si no es abusar de su amabilidad.

– Dispare -contesta, y tiene un aire travieso, como si se hubiera percatado de toda, absolutamente toda la situación. Y de que sí, me gustaría abusar.

– ¿Puede darnos algún dato sobre el difunto? Al parecer no lleva nada que le identifique, cualquier información sobre él nos valdrá.

– Por fin alguien cae. Ya me parecía a mí que el único agente con olfato que hay aquí es usted -y hace una pausa, juraría que para guiñarme un ojo, antes de contestar-. Claro que sé quién es, ya les dije que le conocía.

– ¿Y a qué esperaba a decírnoslo? -exige París cabreado como una mona.

– Se llamaba Julio César Olegar. El más rico del edificio. Un hombre hecho a sí mismo, pero pulido, con estudios. El típico empresario que se pagó la carrera trabajando de camarero y que lo ha conseguido todo a golpe de riñón.

– ¿Le trató personalmente? -pregunta Clara contenta porque sí, por qué no reconocerlo, estaba convencida de que sería un buen testigo, un tío despierto, espabilado y que, además, le planta cara a París. Me encanta.

– Sí. Aparcábamos bastante cerca. Al principio sólo cruzábamos los saludos de rigor al entrar o salir, pero era un tipo agradable y fuimos cogiendo confianza. Un hombre educado y muy correcto. A veces tenía la sensación…

– Venga, ahora va a resultar que eran íntimos -farfulla mi compañero interrumpiéndole. Parece que prefiriera perder horas de interrogatorio a los vecinos, la familia y los amigos del difunto antes que tener que agradecerle nada.

– ¡Déjale hablar! Joder! -suelto sin pensar en la falta de respeto que es gritarle así a un superior ante un tercero. Pero es que me tiene harta. Es un bocas, un prepotente. Que se calle de una puta vez y escuche. Y he debido de ser suficientemente expeditiva o bien el propio París ha comprendido que se ha pasado tres pueblos, porque cierra la bocaza e indica con la cabeza que prosiga y por eso soy yo quien amable, incluso dulce, suplica-: Continúe, por favor.

El testigo duda un segundo, quizá paladea la derrota de su contrincante o tal vez sólo reorganiza sus recuerdos. Finalmente se aclara la garganta y se explaya.

– No éramos íntimos, pero tras saludarnos día tras día durante años en cierto modo llegamos a conocernos y mantener una relación cordial. Éramos muy diferentes y nuestras vidas también, pero cuando coincidía con Julio y veía su sonrisa ladeada, ese modo de andar con los hombros algo encorvados, tenía la certeza de que era buena gente, un tipo sencillo a pesar de su billetera, alguien que, en el fondo, sería más feliz sin tanta comida de trabajo, sin tanta responsabilidad sobre su cabeza. Por cómo hablaba se le veía un tipo seguro de sí mismo, con clase, con gran cultura y una ética muy marcada. Yo le respetaba, se podría decir que le admiraba por su integridad.

– Entiendo -dice Clara-. Pero no deja de impresionarme que de una relación superficial haya llegado a tener un concepto tan nítido de él.

– Acabo de explicárselo, Julio disfrutaba conversando, era muy amable y siempre preguntaba a todo el mundo qué tal, cómo van las cosas. Se paraba a escuchar, no como otros… Cuando nos encontrábamos, como sabía cuál era mi oficio, en alguna ocasión hablamos de libros. Hace unos años le comenté que andaba escaso de trabajo y me propuso corregir unos catálogos para su empresa. Decía que todos sus empleados habían estudiado varias carreras, títulos MBA y hasta idiomas pero, a la hora de la verdad no tenían ni idea de poner una palabra tras otra. Según él, la enseñanza más elitista de hoy se olvida de la calidad humana, de educar personas. No sé por qué, pero supuse que se refería a su hijo -y como comprende que está hablando demasiado se calla, mira directamente a los ojos a París y le pregunta con un punto de descaro-: ¿Le parece ahora suficiente contacto?

Éste se limita a desviar la mirada con desdén y responderle.

– Usted sabrá, parece que se pasa la vida en este garaje.

Para que la cadena de agravios no vaya a más, para que no se hablen en un tono cada vez más alto, desvío la atención con una nueva pregunta antes de que uno se olvide de las normas más elementales, el otro se quite las gafas, y ambos se líen a guantazos.

– Por lo que dice, parece que conoce también a su familia.

– Sólo de vista. Sé que hay varias niñas pequeñas además del hijo mayor, un estirado con traje de marca y maletín de piel que se va a comer el mundo. El típico producto salido de una escuela de negocios listo para triunfar. Ya sabe, de esos que te miran mal porque no sabes diferenciar una OPA amistosa de una hostil y que lo mismo te estrujan el corazón que te humillan en el campo de golf sin permitir que se les arrugue la raya del pantalón. O eso, o le gusta disfrazarse de Mario Conde. Parece un yuppie desfasado, siempre impecable, engominado hasta las cejas y con el móvil grapado en la oreja gritando: «¡Compra, compra!». Me recuerda a Patrick Bateman con veinte años de retraso. El de American Psycho -le aclara a París al ver su gesto de ignorancia absoluta-, ya sabe, la novela… Déjelo. Son como una raza aparte que se resiste a extinguirse. Supongo que nos despreciamos mutuamente, yo a él porque me recuerda a los peores especímenes de la época del pelotazo, y él a mí porque pensará que soy un cultureta que no debería vivir en esta urbanización tan selecta. Me encantaría explicarle que los culturetas también tenemos derecho a heredar pisos en barrios residenciales, pero no creo que lo comprendiera. Y es que para alguien que aspira a ser proclamado el Empresario Más Prometedor del Año, por mi profesión yo debo de parecerle un desclasado.

– ¿Y qué nos puede decir de la viuda? ¿La conoce?

– Una rubia explosiva operada de la cabeza a los pies. Es mucho más joven que su marido, así que no es difícil deducir que el hijo mayor será de un primer matrimonio de él, y es que casi podrían ser hermanos. Alguna noche he coincidido con el difunto y la barbie aquí abajo, siempre volviendo de compromisos sociales o fiestas de la jet. Casi nunca hablaban entre ellos. Daba la impresión de que ella sólo salía para exhibirse y él se dejaba llevar tenso, como si le apretaran los zapatos.

– ¿Y el hijo?, ¿qué tal se llevaba con la madrastra? -pregunta París, no tan despistado como se suponía.

– Pues ahí no llego, pero juntos no se les veía.

– Los pinta de lo más atrayente. ¿Y cómo se llama el chaval?

– Esteban. Esteban Olegar -responde alguien a nuestras espaldas como un burdo imitador de Bond, James Bond.

Los tres damos un respingo como ladrones pillados repartiéndose el botín, como tres viejas cotillas que descubren que el sujeto de sus maledicencias lleva un buen rato a su lado escuchando, como tres ratones que se comen el queso sin percatarse de que el gato los ha descubierto. Y allí está él, el ambicioso de la clase, el Empresario Más Prometedor, el dueño de un futuro de brillo nuclear, vestido de diseño en una mañana de domingo con toda la apostura y el donaire que sólo alguien tan convencido de su valía es capaz de aparentar.

Lo peor de todo -más que la vergüenza, las orejas rojas y el bochorno- es que es guapo el condenado. Muy guapo. Pelo negro, cejas negras, ojos negros, hoyuelo en la barbilla y unos labios carnosos, jugosos, ahora mismo fruncidos en una mueca de disgusto que le pone cara de reyezuelo cruel. Un amorcillo moreno de mejillas sonrosadas y cara de ángel, con un lunar sobre el labio y unas pestañas densas, espesas, que aletean como mariposas por debajo de ese pelo de sueño recién duchado porque éste es un día festivo, sin secretarias a las que epatar ni subordinados a los que acogotar. No sé cuántos años tendrá, pero está claro que quiere aparentar cuarenta cuando debe de estar más cerca de cumplir los treinta. Con todo, no soy tan incauta como para no vislumbrar que esa pose que parece empeñado en mostrar, un saber estar, una calma, una sangre fría de avezado hombre de negocios acostumbrado a manejar trillones sin que le tiemble el pulso ahora, con su padre reventado a menos de dos metros, se le escapa de las manos. Hoy soy yo la que juega con ventaja porque sé, a pesar de mis vaqueros gastados, de mi chaqueta de cuero vieja y de mi escaso dominio de las finanzas, que esto es real, la vida misma con su carga de dolor y pena, no números ni balances en un dossier de prensa, no abstractos conceptos más allá de la vida y la muerte. Es más, cuando le miro pretendo demostrarle que no me engaña su disfraz, que no me camela su altivez ni su frialdad y que, además, lo he pillado, precisamente en este mismo instante, mirándome el escote.

– Le estábamos esperando -se adelanta París procediendo a efectuar una genuflexión preñada de pompa ridícula y boato de mercado-. Soy el subinspector Carlos París. Lamentamos profundamente la pérdida de su padre y no quisiéramos importunarle en estos momentos tan difíciles para su familia, pero debemos hacerle algunas preguntas.

– ¿Entonces a mí ya no me necesitan? -es nuestro corrector de estilo, que aprovecha para escaquearse sin estilo.

– Puede irse, pero me gustaría que estuviera localizable -respondo haciéndome cargo de él mientras París le propone al huerfanito un lugar donde hablar con más comodidad-. Nos ha sido muy útil. Gracias por todo -y en un gesto espontáneo le planto un beso en cada mejilla. Se sorprende, lo noto, seguro que jamás ningún policía se ha despedido de él así (a menos que su padre lo fuera, claro). Sonríe como si hubiera acertado tres en la Primitiva, un premio pequeño pero premio al fin y al cabo, y se aleja sorteando despacio a los especialistas de balística atareados, a los periodistas de sucesos que disimuladamente se saltan las barreras creyendo que no nos damos cuenta, a los inevitables vecinos cotillas que comienzan a dejarse ver.

Cuando llega a la rampa de salida se gira y me dice adiós con la mano como si yo fuera una miss en un concurso de belleza, vaya comparación, pienso, y también agito la mía como la bella más bella de toda Venezuela. Quién sabe qué secretos mecanismos hacen que coincida, una vez de cada seis o siete mil, la química entre dos personas. Quién sabe si me lo volveré a encontrar y en qué contexto. Ahora que caigo, no sé ni su nombre. Seguro que los agentes lo tienen anotado. Claro que no es lo mismo saberlo que oírselo decir. Definitivamente, no es lo mismo.

Yo me debo ahora al chico moreno que, macilento en la oficina acristalada de los vigilantes, bajo la luz pálida, cutre y amarilla de un neón que oscila por las ráfagas de viento caliente que se clavan como cuchillos, en un sillón ajado con la gomaespuma brotando como hongos de sus brazos rajados y ante un calendario con una jaca que ofrece sugerente sus pechos turgentes, aguarda a que entre para interrogarle sobre su padre, que se metió en un váter con una escopeta y la asentó entre sus piernas. Su padre, que apretó el gatillo en el garaje donde dormitan sus Jaguares ahora faltos de domador. Su padre, que rumia su sueño por fin sereno en un ataúd de azulejos donde esparció su cerebro.

– No sé por qué han tenido que hablar antes con el del quinto C. Es un cretino que se cree muy listo, pero no es más que un…, un…

– ¿Corrector? -apostilla Clara mientras comprueba que no se puede sentar porque sólo hay dos sillas y ninguno parece dispuesto a ofrecerle la suya, al final tendré que quedarme de pie cual secretaria, tomando notas en mi libretita como esa asistente que siempre ha deseado París, alguien dócil que no le haga sombra y le deje llevar el peso de la conversación mientras se hace el duro y suelta esas frases rimbombantes que ensaya cada noche ante el espejo o con Reme, que para el caso es lo mismo. Y es que se debe a su público: cincuentonas, jefes y niñas monas susceptibles a los halagos y cucamonas-. Él halló el cuerpo -añade con dureza porque a esta gente, por muy penosos que sean los hechos, hay que dejarles bien claro desde un principio quién manda, que están acostumbrados a ordenar desde que nacen, que siempre han tenido nannies y doncellas sobre las que disponer, que sus antepasados llevan trescientos años sin pasar hambre y no respetan a nadie que crean inferior y no hay lástima que valga ni pesares ni dolor mientras tenga un muerto pudriéndose en un garaje y no le encuentre solución.

– En todo caso quisiéramos que entienda -ataja mi compañero para quitarle hierro a mi tono- que sentimos mucho su pérdida… -ya la ha cagado, ya se ha bajado los pantalones. No puede evitarlo, es imposible que se coloque a la altura del interrogado si éste tiene la caja fuerte a rebosar. Todo para él es una cuestión de arriba o abajo, de sometimiento o servilismo. Acaba de revelarle a Esteban Olegar en este preciso momento que se arrastra ante él y claro, ahora me tocará a mí reparar lo que él jodió, ponerle remedio.

– … Pero ahora no le interesarán los pésames -corto- y sí averiguar cómo ha acabado aquí su padre. Y discúlpeme si le parezco brusca -miento.

– Soy muy consciente de cómo ha acabado, agente, así que lo que deseo, y discúlpeme si le parezco brusco, es terminar de una puta vez e irme a casa a consolar a mis hermanas.

Joder con el angelito, ya se veía de lejos que era un rico cabrón, pero esta frase borde dicha con sonrisa de cocodrilo descoloca al más pintado. Quién lo diría con ese aire mezcla de lord inglés y niño cantor de internado suizo.

– Subinspectora -le corrijo-. Puede comenzar cuando quiera.

– Hace cuatro días que mi padre falta de casa. El día 9 desapareció, pero hasta entonces siguió sus horarios y costumbres habituales: se levantó temprano a pesar de que llegó muy tarde del trabajo la noche anterior, llevó a mis hermanas al colegio y después acudió a su empresa. Tuvo varias reuniones y a la hora del almuerzo bajó, como siempre, al gimnasio. Luego volvió a su despacho y no salió de él hasta las seis. Desde entonces, su rastro se perdió. Tendría que haber acudido a su club, como todos los miércoles, pero nunca llegó allí. Esa noche, al ver que no regresaba, empezamos a preocuparnos. No contestaba al móvil ni al teléfono del coche. Preguntamos a todos sus amigos, empleados…, incluso llamamos a los hospitales. Nadie sabía nada. Llegamos a pensar que lo habían secuestrado y hasta barajamos nombrar un portavoz para negociar el rescate. Pero todo fue inútil, pasaban las horas y seguía sin aparecer.

– ¿Nadie les llamó? -pregunto.

– No. Así que asumimos lo inevitable. Mi padre no es un irresponsable, era muy consciente de sus deberes familiares y ante cualquier contratiempo no dudaba en avisarnos, por eso estábamos convencidos de que algo grave tenía que haberle pasado. En un momento loco hasta llegué a pensar que podría estar comportándose como, ya saben… el típico millonario hastiado de su monotonía que decide huir forrado de dinero y empezar de cero en otro país sin ataduras ni obligaciones personales. Pero no, no habría sido su estilo y además sus fondos bancarios no han sido tocados. Ese carácter suyo de hombre austero y luchador no le permitiría el «dispendio» de una nueva vida de lujo y relax. ¡Y sin trabajar! ¿Se imaginan a mi padre en una isla paradisíaca, sin hacer nada y rodeado de mulatas? No, claro, ustedes no le conocían. Yo sí, por eso sospechaba que le había sucedido algo así.

– ¿Algo así como qué? -pregunta París.

– Como su suicidio, obviamente.

– ¿Por qué está tan seguro de que se ha suicidado? -rebate Clara.

– ¿Acaso no es lo que ha pasado? Un tiro en la cabeza, una escopeta a sus pies… Qué otra cosa puede ser.

– Tal vez un intento de atraco. O de secuestro, como antes ha dicho -sugiere París-. No podemos dar nada por sentado. Trataremos este caso como un homicidio y entrevistaremos a cuantos hayan tenido alguna relación con él. ¿Lo entiende?

– No soy estúpido, agente -responde con frialdad, y me recuerda a los niños déspotas de las novelas dickensianas, a un príncipe de tenebrosas intenciones con facciones afortunadas, a un Neroncito ensimismado que asciende al poder demasiado pronto, a un rey adolescente que envía a la horca a los súbditos que no le quieren, que corta la cabeza de las mujeres que no le desean, que manda a mazmorras a los bufones que ya no le hacen gracia, que asola los países que gozan de los dones que el suyo no tiene, que juega a desollar gatos para reírse de su muerte.

– Nadie le está llamando estúpido -le advierto-, sólo le informamos del procedimiento. La investigación será exhaustiva y necesitaremos el máximo apoyo. Por eso le hemos pedido que reconozca el cadáver. No creo que ni su madrastra ni sus hermanas estén en condiciones de hacerlo.

– Por otra parte -y ahora París retoma la conversación en una perfecta interpretación del rollo poli bueno/poli malo que, quién lo diría, nos está quedando bordado-, esperamos que comprendan que sólo nos mueve el afán de esclarecer los hechos, y que aun a sabiendas de que nuestras pesquisas pueden ser molestas, intentaremos ser discretos y respetuosos.

– Qué detalle, ¿debo darles las gracias? -responde irónico el niño Esteban y, si no me jugara la placa, le daría una hostia con la mano abierta aunque su padre esté a dos metros con los sesos desparramados por el suelo. No trago esa pose de duro, esa cínica serenidad, esa autocontención de cadete disciplinado. Si se pusiera a dar alaridos de dolor, a romperse los nudillos contra las puertas, entonces me caería mucho mejor, le haría más humano.

– ¿Quiere que dejemos las preguntas para otro momento y pasar ahora a reconocer el cuerpo? Sabemos que necesita estar con los suyos, señor Olegar, así podrá marcharse. Es normal que no se sienta en condiciones de continuar…

– No, puedo seguir -afirma de inmediato, como era de esperar. Todos retardan el momento de enfrentarse a la cara destrozada, a los ojos sin vida, y nosotros, aves de rapiña, manipuladores de la muerte y los sufrimientos ajenos, usamos ese temor y jugamos al chantaje y les exprimimos las respuestas, los rencores y recelos, las rencillas de familia y esa falta de pudor del desconsuelo porque sabemos que, aterrados como están, la mala conciencia de estar vivos y su propio pavor les impiden inventar cualquier mentira.

– Su valor es admirable -le adula París, y lo dice con voz suave, como de terciopelo, como de mano que acaricia el lomo de un perro fiel.

Y es entonces cuando me sacan de la jaula, desenganchan mi correa y me lanzo y ataco porque ése es mi papel: dar el primer bocado. Sólo que esta vez no siento remordimientos, no siento que esté abusando, no siento pena ni compasión por este malcriado y egocéntrico, por este perfecto hijo de puta congénito, por este consentido de pelo negro, ojos negros y posiblemente negro corazón que me mira educado, distante pero insolente, que me taladra con destellos de curiosidad malsana a través de la densa red de sus pestañas.

– ¿Por qué no nos llamaron para denunciar la ausencia de su padre?

– Como les he dicho, al barajar la posibilidad del secuestro optamos por no tomar ninguna iniciativa hasta contactar con los secuestradores.

– Vaya, ya veo cómo confían en nosotros. Dígame ahora: ¿tenía su padre armas de fuego? Muchos empresarios llevan pistola para su defensa personal.

– Él odiaba las armas. De pequeño su padre le obligaba a ir con él a cazar y, no sé, algo le debió de pasar, porque las aborrecía, aunque sabía manejarlas. No es algo que se olvide con el tiempo, siempre lo decía, aunque yo jamás le vi empuñar una.

– Si en su casa no hay armas, ¿dónde podría haber conseguido la escopeta?

– Un momento, ¿cómo se llama usted? No me lo ha dicho -sonríe y consigo ver en sus ojos un destello de picardía, maldad o, quizá, sólo diversión.

– Subinspectora Deza. Pero no creo que esto le importe demasiado.

– Subinspectora Deza -y casi deletrea el subinspectora lenta, morosamente-, yo no he dicho que no poseamos armas de fuego, sólo que mi padre las odiaba y jamás se acercaba a ellas.

– Así pues, ¿hay armas de fuego en su casa, señor Olegar? -incide París.

– Sí, las hay.

– ¿Son suyas? -disparo.

– Por quién me toma, ¿por un francotirador? -me recrimina, aunque no le diría yo que no, y luego finge ofenderse-. Las armas pertenecen a alguien, cómo decirlo, mucho más pasional: a mi madrastra.

Permito que la frase flote en el ambiente y París, en su papel de poli comprensivo, de poli buen rollito, de poli inalterable, no interviene. Sé que Esteban Olegar, alrededor de veintimuchos, peligrosa mirada, oscura sonrisa, inteligencia superior a la media, calculador y de ego desmesurado, paladea esos puntos suspensivos que él solito ha provocado.

– ¿Y cómo es eso? -pregunto al fin, como se supone que tengo que hacer.

– Es tiradora. Al plato. Compite y gana. Gana mucho, casi siempre. Una excusa de esposa aburrida para huir de su hogar. El tiro viste en la alta sociedad, le da un toque salvaje. A lo amazona de élite.

– ¿Salvaje? -y enarco las cejas y me burlo con desdén, para picarle, para que lea en mi rostro un qué sabrás tú, niñato, lo que es salvaje.

– Mujeres con armas, que pueden atacar… ¿No le parece salvaje? Ah, claro -de golpe finge darse cuenta-, usted también va armada, por supuesto, pero jamás dispararía por motivos tan superficiales, ¿no es eso? Usted es de las que limpian las calles, de las que cachean a los chorizos y agarran del moño a las gitanas en las redadas… Discúlpeme, agente -hace como que retrocede ante mi gesto serio-, espero que sepa perdonarme, es que me resulta fascinante conocer a una mujer que porta armas en serio y no por entretenimiento.

Y me escruta tan fijamente, tan a fondo, saboreando mi cabreo, disfrutando de su intento de herirme, que debo respirar con fuerza varias veces y evitar que me vea apretar los puños, el tic nervioso del pie que bato con furia y concentrarme para seguir con la farsa, el papel que cada uno interpretamos, esta mano de póquer que jugamos con cartas fijadas de antemano basada en no responder a la provocación del otro, en no caer en la tentación de rompernos la cara.

– ¿Cómo se llama su madrastra? -pregunta París, que constata que ya está bien de tanto teatro e interrumpe el duelo para apostar en mi favor.

– Mónica -responde con desprecio.

– ¿Mónica-qué-más?

– Mónica-señora-de-Olegar. Una mujer como ella no necesita más.

– ¿Y qué tal se llevan ustedes? -ahora retomo yo.

– A las mil maravillas. No olvide que es la madre de mis hermanas.

– ¿Todas niñas?

– Sí. Amanda, Alicia y Amelia. Nueve, seis y tres años. Amadas. Admiradas. Adorables. Mi padre era un loco de los juegos de palabras, de ahí sus nombres de seis letras que empiezan y acaban con A. Si hubieran continuado, ahora habría también una Ángela o una Analía. Lo cierto es que Mónica parecía dispuesta a seguir pariendo en busca, imagino, de un Arturo o un Andrés con el que atar para siempre su parte del imperio. Un varoncito le vendría de muerte. Creo incluso que mi padre llegó a incluir una cláusula al respecto en el precontrato matrimonial. Pero a la tercera hembra se cansó alegando que ya estaba bien de retoños para alguien de su edad.

– Vaya suerte la suya -insinúo para demostrarle que yo también sé provocar, que puedo tocar los cojones como el que más.

– No crea -responde sin alterarse un ápice-. Dudo mucho que un canijo casi tres décadas menor fuera rival para mí en el control de las empresas familiares. Es más, hasta puede que me diera tiempo a manipular todo el capital en mi favor antes de que alcanzara la edad de pedir cuentas. Pero claro, eso no va a pasar. Mi padre ya no podrá engendrar a ese niño y, además, yo jamás jugaría con el patrimonio de mis hermanas.

– Quiere mucho a las niñas -aprecio-. ¿Y a Mónica?

– Se lo repetiré de nuevo: es la madre de mis hermanas.

– Alguna afinidad habrá, deben de ser casi de la misma edad… -lo reconozco, esto sí que ha sido un golpe bajo. Se lo estaba mereciendo.

– ¡Qué malvada es usted, subinspectora! -ríe. Cuando la carcajada termina, se molesta en aclarar-. Siento decepcionarla, pero Mónica no es la típica chica mona treinta años más joven que mi padre. Veinte sí, pero no treinta, hay una gran diferencia. Y no es de mi edad, tiene nueve años más que yo.

– Gracias por la aclaración, señor Olegar, aunque no me ha respondido: ¿qué tal se llevan ustedes dos?

– ¿Acaso importa? El muerto es mi padre, debería más bien preguntarme qué tal se llevaban ellos dos, o yo con él en todo caso. Vivimos todos juntos en el ático de este edificio, con lo cual no debemos de querernos tan mal. Por cierto, está invitada, suba cuando quiera.

– No dude que lo haré, pero antes tengo un compromiso. Usted también. Si mal no recuerdo, le debe una visita a su padre, que ya lleva un buen rato esperándole. No tenga miedo, le acompañamos.