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XIII

Dice mi suegra que lo más importante en un edificio es que tenga un «portal representativo». Dice, mi suegra, que hay barrios y barrios. Dice también que el señorío se mide por la elección y, sobre todo, por la impresión que de ella da su portal. El portal de mi suegra es la hostia de representativo.

Me pregunto, mientras desciendo por los escalones de mármol veteado del portal representativo de la casa de Esmeralda, qué pensará mi suegra de la de su hijo, o de en qué se ha convertido éste habida cuenta del lugar en que vive. Claro que sólo viene a visitarnos dos o tres veces al año, y no me extraña que cada vez que lo haga le dé un arrechucho nada más entrar en nuestro portal sólo de la impresión de ver las molduras viejas, la pintura desconchada, la ausencia de maceteros esmaltados con plantas de dos metros estilo selva amazónica o de un conserje con librea dormitando feliz junto a su ABC. La verdad es que no hay color: nuestro Paco es borracho y castizo, simpático y maleducado, metomentodo y sobre todo vago como cualquier portero de casta que se precie. El mono azul le queda que ni pintado, de vicio, y más si lo complementa con el cigarro semiapagado en la comisura de los labios, saleroso y osado cual suicida al borde de un precipicio. Pero a ella le asusta. Lógico, cómo no van a asustarle esos piropos que le suelta a gritos y su modo calibrador de mirarle el culo sin disimulo. Ay, hijo, lo que me ha dicho, qué grosero, qué sofoco. Y a ti, niña, ¿te suelta esas burradas?, acostumbra a preguntarme. Y a mí también, mamá, confiesa Ramón en uno de esos raptos graciosos que le salen según amanezca el día mientras ella se ruboriza. Pero Esmeralda nunca capta el chiste y se sofoca cada vez más hasta que él, contento porque por fin ha venido a vernos, la abraza efusivo llenándola de pelos tricolores de gata y diciéndole cosas como que estás tú de muy buen ver, madre, con ese tipazo que tienes no sé de qué te extrañas hasta hacerla exclamar que a éste, el hijo adusto y seco que un día parió y alimentó, me lo han cambiado, algo ofuscada, posiblemente por la vergüenza de esas muestras de afecto a las que por su estricta educación no está acostumbrada, y yo entiendo siempre por debajo de ese «me lo han cambiado» que sé que está dirigido a mí un hay que ver, hijo, mira dónde vives, y con quién estás, y cómo te comportas ahora. No pareces tú. Pero me hago la tonta y callo, callo siempre que viene a vernos, porque Ramón está contento.

Sólo que hoy estoy sola y Esmeralda no ha tenido que obligarme a que la soltara porque temerosa, cortada como si fuera la primera vez que la veo, como si tuviera quince años y ella fuera la madre de mi primer novio, como si, más pequeña aún que yo, tuviera miedo de romperla, al llegar no hice el más mínimo ademán de abrazarla y únicamente la besé con frialdad, como se besa a las parientes viejas que no nos gustan demasiado y vemos de Pascuas a Ramos, que saben a rancio, y no me senté hasta que me lo ofreció, y lo hice rígida, tiesa, en el magnífico salón de caoba, plata bruñida y cristal de Bohemia, acobardada igual que ante un jefe de Recursos Humanos despiadado en una entrevista de trabajo, acomplejada ante sus antigüedades heredadas, ante sus maneras educadas, apabullada por la seda de su blusa, por el aroma denso y embriagador de su exclusivo perfume, hipnotizada por el brillo refulgente de la cucharilla de filigrana diminuta y el contraste del esmalte de la tacita de café en su mano, abstraída en el sabor delicado, fascinante, de las pastas de té de a treinta euros el kilo tal y como tenía previsto. Sin embargo también noté cómo, antes de que Esmeralda empezara a largar sin pisar el freno, ésta repasaba mentalmente la lección que se había aprendido a lo largo de toda la semana. La vi respirar con dificultad y supe que estaba tanto o más nerviosa que yo y me calibraba antes de comenzar a chorrear tantas verdades, y tan inesperadas, que ni siquiera ahora, ya fuera, bajo la luz que aún queda de esta tarde dominguera, puedo todavía asumir.

No había leído mi mente, no había adivinado nada de mí, no había buceado en mi interior para desentrañar, con esa saña que sólo se les presupone a las suegras y a las madrastras de los cuentos, mis más oscuros secretos o los silencios que le guardo a su hijo. Es más, creo que ni siquiera se había parado a pensar en mí, o no al menos como un prototipo que abatir sino como, quién lo diría, un ejemplo a seguir. Y es que resulta que para ella soy libre, y he enseñado a su niño a mostrar sentimientos que alguna vez dudó que tuviera, y he sabido darle un amor libre de prejuicios que no supo evitar al educarle, y trabajo, cosa que nunca ha podido hacer, y no me falta nada para acabar mi carrera, y bien que a ella le hubiera gustado estudiar también, sí, porque era buena alumna y su mayor ilusión, pero su marido no quiso esperar, para qué, decía, para qué quieres una carrera si ya la tengo yo. Con un licenciado en casa basta. Bueno, qué te voy a contar, es lo de siempre, el padre de Ramón y yo éramos por entonces novios formales, él hacía tiempo que había puesto su consulta y estaba pensando en abrir una clínica, le iba bien, y no vio motivo para no pedir mi mano y mi padre, ese gran hombre que en gloria esté, no halló obstáculo para no concedérsela, sobre todo porque llevábamos un lustro de relaciones. Vamos, como para pedirle que esperara cinco años más. Así que unos por otros me montaron una boda por todo lo alto en la catedral y no me quedó más remedio que claudicar cuando ellos quisieron, virgen y entera, con mi ramito de flores de azahar, mi velo tul ilusión y una corte de damas de honor que para sí hubiera querido una infanta. Y ya ves. La licenciatura se quedó sin empezar y me convertí en la mujer de un prometedor médico primero, en la esposa de un gobernador civil después, en la señora de un ministro de Sanidad más tarde y, cómo no, en la digna viuda de un prohombre ahora, al final de mi propia vida, dedicada de lleno a tés de damas, mercadillos solidarios y otras pantomimas igual de vanas. Por el camino, imposible olvidarlo, tuve dos hijos, una casa en Madrid, un chalet en la costa, el cortijo que heredé de mis padres en Sevilla, hectáreas y más hectáreas de olivares, media decena de doncellas, incluso un mayordomo en la época en que hacíamos recepciones. Pero, si te digo la verdad, no recuerdo haber visto a mis hijos crecer, y sí, los quiero, y creo que ellos a mí más que quererme me soportan, me sufren, mamá y sus jaquecas, mamá y sus caprichos, mamá y su protocolo y sus aires de grandeza y sus recuerdos de tiempos pasados como ejemplo de todo cuando siempre lo de antes… era mejor. ¿Es mejor mi vida que la tuya?

Pues resulta, quién lo diría, que no. No es mejor para nada, según dice, porque lo ha pensado mucho, lo ha pensado bien. Ha tenido mucho tiempo para pensar. Yo tengo quien me quiera -si lo sabrá ella, que tanto me ha criticado-, tengo una libertad que jamás llegó ni a imaginar, y un sueldo, mucho o poco pero suficiente para poder mandar a su hijo a la mierda si se me pone tonto. Y puedo ir por la vida sola sin la necesidad de un hombre que me proteja, que me defienda, que hable por mí.

Y eso es lo que ella desea y por lo que me ha llamado. Ir por la vida sola.

Qué. Cómo lo veo.

Se acabó el miedo, el qué dirán, las inseguridades tontas, los complejos estúpidos, el frenarse, el creer que haya algo que no pueda hacer.

Quiere salir, quiere irse. Quiere fugarse.

Vaya, termino confesándole, qué extraña, qué falsa es la imagen que damos, cómo explicarle que sí me come el miedo, que guardo secretos, que siempre me he sentido acomplejada en su presencia, intimidada por una señora que ahora dice que quisiera tener mis años, y mi libertad, y vivir como yo. Si yo no soy un ejemplo para nada, si mi vida es un desastre, si siento constantemente que se desmorona el suelo bajo mis pies e, irremediable, me hundo.

Pero el miedo es precisamente lo que hace que me sienta viva, la inseguridad del cada día, los problemas cotidianos, la lucha por ser la primera en ocupar la ducha. Qué tiene ella en cambio. Nada. Dos hijos tan fríos que ni se atreven a besarla, amigas hipócritas, amigas brujas, amigas que huelen a naftalina y que vienen a su casa a merendar para luego criticarla en el portal, vida social monótona, de compromiso, un dineral en el banco, falso oropel, relaciones hueras compradas de servilismo y deber, siempre recelando de que el servicio te robe las joyas ocultas en la despensa, que se mofen de tus fotos tornadas a sepia, que te escupan en el souffle. Me cansa. Me harta. Me agobia. Aquí no pinto nada, quiero irme. Me voy a ir, de hecho. Lo tengo decidido. Sólo quería avisarte.

Huir. Qué bien suena, qué tentador, qué envidia, pero cómo, cuándo. Y por qué me lo cuentas a mí. Habla con tus hijos, Esmeralda, piénsalo bien.

Mis hijos son dos mentecatos. Mucha carrera, muy buenas notas, muy formales los dos, pero en el fondo se han pasado las normas que marcó su padre -discretamente, eso sí- por el forro de los cojones. No, no me mires así, yo también puedo decir tacos si quiero, qué te creías, ¿que no sabía?, ¿que si me pinchaba un dedo con la aguja al hacer petit point decía córcholis, caramba, jolines?, no hija, digo coño, mierda o joder como todo el mundo. Ramón se ha casado contigo, y eres policía, y muy trabajadora, muy mona y muy decente, pero nada que ver, para qué te lo voy a negar y no te sorprenderá que te lo diga, con la idea de princesita con clases de piano y estudios de francés que le buscaba su padre, con el título de adorno en un pasillo y una caterva de chicos malcriados con lazos y misa de doce los domingos. Y, para colmo, el primogénito ni siquiera estudió Medicina. Menos mal que no ha vivido lo suficiente como para ver que os habéis mudado al mismísimo Centro, casi en pleno Rastro, rodeados de quinquis, moros y prostitutas rumanas. A mí me da igual, cada uno que haga lo que quiera con su vida, yo no voy a deciros cómo vivirla y comprendo que el barrio de Los Jerónimos os parezca aburrido, que bien lo sé yo que para comprar una latita de foie de canard para cenar tengo que darme un paseo de dos kilómetros. Aquí sólo quedan ancianos y despachos de notarios, ya no hay niños, sólo viejos con bombonas de oxígeno tendidos en sus balcones como lagartos al sol y señoras de sesenta que pretenden aparentar treinta aunque hace décadas que se les retiró el período, señoras tan horribles como mis amigas, viudas cotillas que prefieren labios de silicona ahora que ya no los usan para besar, que le pagan un dineral a Miguel para que les devuelva una ficción de juventud imposible.

Otra buena pieza Miguel. El pequeño, el ojito derecho de mamá, y nos sale homosexual. O maricón, que para el caso es lo mismo. Si levantara la cabeza quien yo me sé… lo que me iba a reír. Y, además, es de los que lo dicen, de los que lo proclaman en alto, y se va a vivir a Chueca y transforma la clínica de su padre en un centro de cirugía estética. Y lo peor es que se forra. Y digo yo, que me parece muy bien todo, pero ya que es gay podía al menos ser conmigo simpático, frívolo, un poco loco, que es lo que se les presupone, ¿no? Pues parece una tumba. Serio, reconcentrado, siempre callado… completamente contradictorio. Es como una condena, yo sólo quería alegría y mis hijos no sé cómo serán de puertas afuera, pero desde luego alegres con su madre no son. Les pesa el recuerdo de su padre, que yo tengo que decir de cara a la galería que lo quise mucho y tal y cual, pero era un facha y un intransigente y en el fondo se merece esto, que para él sería un castigo, porque consideraría que sus hijos están «dilapidando su legado», ¿no es una ironía del destino?

Pero dime, si ellos pueden hacerlo, desperdiciar su educación católica, ignorar los dictados de su clase, escupir en la tumba de su padre y olvidar su legado de niños bien de derechas… ¿Por qué tengo que conservarlo yo? ¿Es que no basta con que estuviera atada a él toda mi juventud y parte de mi madurez, soportando sus desmanes sin rechistar, diciéndome hasta cómo debía vestir para no parecer «una indecente», que ahora tengo también que seguir atada a su casa, a su retrato en el salón, a sus viejas amistades que para mi desgracia aún no han pasado a mejor vida? Yo era casi una niña cuando le conocí, una adolescente atontada, cegata y enamorada de un hombre demasiados años mayor. Lo mío fue como un matrimonio de esos que amañan en la India, todo cosa de mi padre, que me lo metió por los ojos, un médico que promete tanto, un hombre tan serio, tan responsable, con tanto futuro…

Por eso quiero largarme. Me siento presa de una existencia que no es la que soñé y aún tengo tiempo de disfrutar lo que me queda por delante. Pensé que era una buena idea contártelo porque precisamente tú deberías entenderme, tú sí.

Y la entiendo, claro que la entiendo, por supuesto que la entiendo. Y cuanto más lo medito, ya en la calle, fuera de la penumbra del enorme piso con los tupidos cortinajes perennemente echados para no estropear los muebles antiquísimos, más comprendo sus ganas de hacer las maletas y huir. Esa casa es como un mausoleo, como la tumba de un faraón con su fiel concubina dentro, como una estatua en una plaza infestada de cagadas de palomas. Un monumento a la memoria de alguien que no existe, a unas normas que pesan como una losa sobre la que ya nadie esparce rosas y que sólo ella obedece.

Pues a la mierda, Esmeralda, haces muy bien, que le den por saco a tus hijos, los hombres son unos egoístas de campeonato. Se lo pasan de vicio comiendo en la calle con los dedos pero te obligan a ti a tener la cubertería de plata reluciente por si quieren pasarse un domingo muertos de hambre a gorronear tus manjares. Son todos iguales. Vete. Márchate y déjalos con un palmo de narices, que tienes derecho a vivir tu vida, que no eres la guardiana de su herencia, que aún te quedan deseos y ganas de algo que ni pueden darte ni impedir que consigas. Pero… ¿cuándo?, ¿y adónde?, ¿y qué quieres que haga yo?

Nada. Resulta que no quería absolutamente nada. O todo, depende de cómo se mire. Esmeralda Ortega-Trevijano, señora de Montero, descendiente de una rancia estirpe de damas andaluzas de las de puesta de largo y peineta en los toros y palco en el teatro pero sin plan alguno definido, ni siquiera fecha de partida ni lugar adonde ir, sólo quería de mí, lo que hay que ver, compartir el riesgo de la hazaña venidera, el peligro del terrible secreto, la emoción presentida del delito de su huida, el previsible disgusto, la ansiada liberación que estará por llegar.

Esmeralda se relamía con anticipo del susto que iba a dar a sus hijos igual que el ladrón que, sobre el duro catre, recuerda la pasta que dejó escondida a buen recaudo esperando para cuando salga y cantando sus proezas al fondo de una celda de paredes desconchadas, igual que el violador que augura su pecado mientras persigue mentalmente por la calle a una muchacha, igual que el timador que en un bar observa a los clientes y especula por su cara cuál de ellos será el primo. Y ante mí, con su collar de perlas y su sonrisa de nácar y sus pelos como un casco perfecto de oro y plata, achica los ojos, pone cara de conspiradora y junta su cabeza a la mía como una niña que cuenta un botín de cromos para sugerirme que mira, bonita, no hace falta que les digas nada, sólo que lo sepas, que estés avisada. Así, cuando yo decida por fin adónde ir, cuando me vaya, al menos alguien de la familia sospechará lo que pasa. Porque igual ellos se preocupan, se ponen nerviosos, igual piensan que me he fugado con un viudo del bingo o de la tertulia del club social… En fin, el caso es que tú lo sepas y así, antes de que cunda el pánico, puedas decirles lo que hay.

Anda, Esmeralda, vaya morro que le echas, ¿por qué no les dejas una cartita como todo el mundo? Si ya lo estoy viendo, al final voy a tener yo, con la que llevo encima, una crisis matrimonial del copón sólo porque a esta señora le ha dado por hacerse la Thelma o la Louise. Lo primero que me va a decir su hijo, que lo conozco como si yo también lo hubiera parido, es por qué si lo sabía no la he frenado o, en su defecto, no se lo he contado antes a él, y qué le voy a responder, Ramonciño, que sí y, además, me parecía muy bien, claro, mi madre y tú planeando su fuga, vaya par. Estoy seguro además de que has sido quien le ha metido la idea en la cabeza, como si lo viera. Pero mira, para inducir a alguien a vivir mágicas aventuras mejor convence a tu padre y a mi señora madre la dejas donde está, con su ganchillo y su amor por la Thermomix y las partidas de solitario los domingos por la tarde. Si es que siempre tienes que liarla.

Así que escúchame, Esmeralda, ¿por qué no desapareces sin más, sin testigos?, ¿qué necesidad hay de meterme a mí por el medio en esta historia? No, no es que tenga miedo, es que tu hijo me va a cortar el cuello, ya, ya sé que yo podría explicárselo a los dos mucho mejor que cualquier carta, pero es que te repito que me juego el cuello, si te comprendo, claro que te comprendo, no me cojas así de las manos como si esto fuera una cuestión de vida o muerte, que las dos sabemos que no lo es, venga, no te me pongas melodramática, me estás haciendo un chantaje emocional que ríete de los interrogatorios que hacemos en comisaría, Esmeralda, de verdad… Vale, bueno, lo que tú quieras, yo se lo digo, pero no me llores, va, si ya sé que tienes todo el derecho, claro que puedes confiar en mí, por supuesto que les diré lo que tú quieras, te doy mi palabra.

Total, que me ha liado. A estas damas de clase alta no tengo maldita la idea de dónde las enseñaron a hacer adeptos de ese modo, debió de salir de la Sección Femenina, imagino, el estás conmigo o contra mí, pero el caso es que estoy aquí, como si me acabaran de dar el timo, plantada en medio de la plaza de Neptuno y sólo se me ocurre meterme en el primer sitio que encuentre abierto a tomar algo que me despeje, a reflexionar y pensar qué le digo yo a Ramón, qué me invento, porque en cuanto llegue a casa lo primero que va a hacer es preguntarme qué quería su santa madre. Pero no, no vale cualquier cafetería, esto es una situación de crisis y exige por lo menos una napolitana de chocolate decente, y a la mierda las cartucheras, que mi suegra se lía la manta a la cabeza y se pira como el Dioni, qué fuerte. Y encamina sus pasos en busca de aquella pastelería tan prestigiosa donde siempre compramos el roscón de Reyes, esa que tiene mesas al fondo y es tan agradable.

Antes de entrar repara en la presencia ante la puerta de un mimo subido a un cajón pintado con purpurina dorada. Se ha disfrazado de policía municipal y tiene sobre su cabeza, encima de su gorra y en precario equilibrio, un gatito de poco más de dos meses, precioso, con rayas blancas, naranjas y amarillas y unos ojos verdes como dos esquirlas de cristal verde botella. Su vestimenta la completan una pistolita de juguete, unas esposas de plástico y una porra de cuero negro. El gatito tiembla, porque aún es pequeño y sopla el aire o porque está cagado de miedo con tanto coche y gente como pasa por la calle.

Clara rebusca en su bolso y el mimo, aunque en teoría no puede moverse, con una mano en alto como guardia que para el tráfico y silbato en la boca con el que soplar cada vez que le tiran una moneda, alza las cejas e hincha los carrillos en previsión de la pasta que le van a dar para cenar. Pero las monedas no llegan a materializarse ni a chocar contra las demás ni el garito va a tener que sobresaltarse por el ruido agudo, chirriante, del maldito pito, y los mofletes se desinflan y el ceño se frunce en una mueca de incomprensión porque lo que ha sacado del bolso y le planta ante las mismas narices es una placa bien hermosa de policía, de las de verdad, de las que te dan tras chuparte años de Academia.

El mimo, laxo de pronto, vencido por la rutina, pierde la postura y la compostura y, con los hombros hundidos, baja del cajón. Entonces Clara alza las manos y rescata de su gorra de plato sucia y casposa al pobre bicho. Lo acoge en sus brazos, lo acuna, le da algo de calor con el roce de su chaqueta y por fin, cuando el pobre ha acabado de lamerle un dedo, pregunta:

– ¿Cómo se llama?

– Panocha.

– No, tontolaba, cómo te llamas tú.

– Fito -responde temeroso-. Pero no he hecho nada, ¿eh? Estoy limpio.

– Eso decís todos. Pero mira, pasa una cosa, lo primero es que estás aquí en plena vía pública realizando una actividad ilegal -explica dándole palmaditas en el hombro con un tono que podría parecer cariñoso pero que tanto Fito como ella saben que es más bien amenazador o, cuanto menos, admonitorio-. Además, vas ataviado con un uniforme oficial, y existe una ordenanza muy clara sobre el uso por un particular de un uniforme de las fuerzas de seguridad del Estado, y resulta que yo podría detenerte si quisiera y llevarte a comisaría a pasar un par de noches a la sombra hasta que nos acordásemos de ti para preguntarte de dónde lo sacaste, porque no se te habrá ocurrido robárselo a un tablilla, ¿verdad? -y como ve que el mimo traga saliva nervioso, continúa-. Por último, y esto me jode especialmente, está el asunto del bicho que llevabas en la cabeza, y no me refiero a los piojos, sino a tu amigo Panocha.

– ¿Qué pasa con Panocha?. Es mío.

– ¿Seguro? ¿Tú sabes que para exhibir animales también hace falta un permiso del ayuntamiento? Y fíjate que me juego algo a que no lo tienes, ni su tarjeta de vacunación, ni el chip, ni… Vamos, que te falta de todo. Y eso se sanciona muy severamente.

– No me diga esas cosas, señora agente, si yo soy un mimo honrado que no se mete con nadie, si me quedo quietecico en una esquina y ni me muevo.

– Mira, Fito, podemos hacer un trato. Yo necesito información sobre, digamos, la profesión en que te mueves. Si me ayudas, podría olvidarme de este desagradable asunto del uniforme y las vacunas a cambio de dos favorcillos de nada. ¿Qué me dices?

– Qué le voy a decir, señora agente, que ya sabía yo que algo quería desde que la vi sacar la placa, así que venga, pregúnteme, que no me queda otra.

– Estoy buscando a un mimo en concreto y no sé cómo dar con él ni cómo se llama, sólo que se viste de fantasma.

– Ay, qué difícil me lo pone, ese mimo no es un profesional, hoy en día no se tiene respeto por el oficio y existe mucho intrusismo, cualquiera se pone una sábana, se queda parado en una esquina y cree que hace el fantasma, pero esto conlleva un arte, un sentido de la estética, un concepto de la simbiosis y una coordinación de los movimientos…

– Me estás dejando de piedra con tu dominio de la retórica, Fito.

– Es que ustedes creen que nacimos con el disfraz puesto, pero lo cierto es que yo tengo mis estudios, y si no fuera por las vacas locas…

– ¿Las vacas locas?

– Pues sí, señora agente, porque yo tenía un centenar de reses de lo más lustrosas y era feliz hasta que llegó la enfermedad espongiforme esa y mi negocio se fue al garete, así que no me quedó otra que poner en práctica lo aprendido con mi grupo de teatro del pueblo y hasta hoy. Pero por subirme a un cajón no voy a perder el vocabulario.

– Pues admiro tu compostura, de veras, Fito, y tu triste historia me parte el alma, pero ¿sabes o no dónde anda el mimo que busco?

– Si hiciera un poco de memoria y me dijera dónde para, algún detalle…

– Juraría que era yonqui.

– Vaya noticia, casi todos los mimos no profesionales, excepto los jóvenes que estudian Arte Dramático y sólo buscan foguearse, o son toxicómanos o están de psiquiátrico. ¿Usted se ha fijado alguna vez en el mamarracho que se pone delante del centro comercial de la calle Preciados? ¿Uno que se viste de Charlot? Pues dice que se pone en lo alto para controlar si algún viandante lleva metralleta. Ya ve cómo está el patio. Así que como no me dé alguna pista más…

– Daba pena verlo, esquelético, mal pintado, con una sábana sucia hecha jirones y el pelo largo y grasiento.

– Imposible, así hay muchísimos. ¿Con quién andaba?

– Con un camello de poca monta, el Culebra, ¿te suena?

– ¡Acabáramos!, usted está buscando al Nano. Pues lo va a tener difícil.

– ¿El Nano?, ¿qué nombre es ése? ¿Y por qué lo tengo difícil?

– Por partes. Lo primero es que yo nunca he tenido confianza para preguntarle por qué le llaman así aunque, si quiere mi opinión, me figuro que lo de Nano viene de enano, y es que es bastante bajito, un mierdecilla, que no abulta ná. Lo de tenerlo chungo se lo explico muy clarito: ha desaparecido.

– A ver, explícame eso.

– Pues que se ha esfumado, señora agente, qué quiere que le diga. Un día vino y nos dijo que subastaba su esquina, que es de las mejores, y que corriéramos la bola, que tenía prisa y la iba a dejar de un día para otro. Total, que esa misma noche nos juntamos en el parque todos los que quisimos pujar y al final se sacó una pasta, no se crea. Y con ese dinero debió de pirarse, porque desde aquélla no se le ha vuelto a ver por aquí, así que los que pensábamos que empezaba a delirar por la droga llegamos a la conclusión de que igual hasta era cierta la historieta que contaba.

– ¿Y qué contaba?

– Que estaba muy acojonado, que un par de amigos suyos se habían metido en líos con un pez muy gordo y ahora estaban criando malvas. Por eso tenía que quitarse de en medio una temporadita larga, para no terminar como ellos. Y yo le decía: no seas fantasma, hombre, tú qué vas a pintar en una cosa así, si no eres más que un yonqui matao, y respondía: ¡nada!, no pinto nada ni sé nada, sólo lo que mis colegas me contaron, pero si alguno cantó antes de que lo mataran, si alguien de la organización me vio con ellos… entonces no pararán hasta verme en una fosa. No quieren testigos, porque con uno solo bastaría para cargarse todo su plan. Daban ganas de decirle que no se creyera más películas de gángsteres ni más trolas, pero él estaba muy convencido, repetía sin parar que tenía que pirarse, impedir que le cogieran vivo, pero claro, quién se lo iba a tomar en serio si todos los yonquis que llevan demasiado chutándose terminan perdiendo la chola y comienzan a alucinar y a decir que alguien los persigue. Aunque luego, cuando desapareció, nos matinamos que, o se había tomado muy en serio su chaladura, o algo le pasaba. Yo estuve pendiente de los periódicos, a ver si decían algo en la sección de sucesos, por si aparecía muerto en un descampado, como su amigo el Culebra, pero ni una noticia de él, y como estos tipos son carne de cañón, para qué darle más vueltas, tampoco era especialmente simpático, más bien pesao, mosca cojonera, ya me entiende, y yo creo que muchos se alegrarán de que ya no pare por aquí. Su esquina se la curraba desde hace años, así que tenía derechos adquiridos, pero la verdad es que no beneficiaba nada a los «trabajadores» del sector. Era demasiado cutre, no tenía categoría, únicamente se ponía una sábana por encima, se pintaba mal la cara y poco más. El Nano sólo aspiraba a sobrevivir, y así no se llega a ninguna parte.

– O sea, que no sabes de nadie que le haya vuelto a ver -y como niega con la cabeza, continúa preguntando-. ¿Y no tenía móvil, otro amigo, algún modo de localizarlo?

– ¿Cómo va a tener móvil un desgraciado como ése? No tardaría ni cinco minutos en cambiarlo por una papelina.

– ¿Y desde cuándo desapareció?

– Yo qué sé, hace mucho ya, el martes, el miércoles…

– Estamos a domingo, ¿no ha pasado ni una semana y ya es historia?

– A ver, qué quiere que le diga, la vida es así.

– Vale, Fito, déjalo -y ya va a darse la vuelta, asqueada, deseando perderlo de vista, cuando el mimo, imprudente, la detiene y le pregunta:

– ¿Y la segunda cosa que quería?

*

– ¡Un gato pulgoso! ¿Me quieres decir para qué queremos nosotros otro gato más? ¿Es que no nos llega con Matisse? Y por cierto, a ver cómo haces para que salga del armario, porque ha sido llegar por la puerta con ese bicho y allá que se ha ido para el fondo y no sale, ni con jamón de york ni con paté consigo tentarla, aunque no me extraña, con ese gatito todo sucio pululando por la casa, como para que salga y le pegue algo…

»Es que anda que tienes cabeza, sí, muy lindo, muy cariñoso y mucha hostia en verso y qué pena me daba el pobrecito pasando frío con ese mimo cabrón, pero ¡es que una cosa como ésta se pregunta, coño! Claro, en tu caso no, tú a tu bola. Y el gilipollas de Ramón que cargue con las consecuencias. Ahora, en vez de una, toma, dos tazas, y yo venga a limpiar cacas de gato, y vómitos de gato, y pelos de gato flotando por toda la casa mientras tú, como si nada, en el curro pasando de todo, jugando a polis y cacos. Es lo de siempre, que no piensas en mí, que te doy igual, que te da lo mismo llenarme la casa de animales recogidos en la calle, que te importa un bledo cargarme de trabajo, que sólo piensas en ti y en lo tuyo, y el gatito te daba pena, vale, pero ¿es que acaso yo no te doy pena, es que he hecho oposiciones para ser tu esclavo?

»Y Matisse no va a salir de ahí dentro, que lo sepas.

»No, no intentes sacarla a la fuerza ni abrir una lata de comida para sobornarla, ya lo he probado todo. No va a salir aunque se muera de hambre, tiene un cabreo descomunal. Y no, no me mires así, ni es una diva ni una mimada ni una malacostumbrada. Es que tiene razón. Es que hasta la gata tiene más cabeza que tú, porque con su cerebro de cacahuete bien que se ha dado cuenta de que esta casa de mierda es demasiado pequeña para dos gatos. Pero no, tú que eres tan lista y lo tienes todo tan claro, tú que actúas siempre por impulsos y te dejas llevar por la emoción y no te paras a pensar en nada… Tú sabrás lo que haces. Y míralo, el gatito tan feliz y tan guarro lampando por todas las habitaciones y la nuestra dentro del armario. A ver, lista, a ver cómo lo arreglas.

»No, claro, la solución desagradable me tocará a mí, como siempre. Si trago porque, a qué negarlo, el minino me da pena y me tengo que comer el marrón de cuidar ahora a dos. Y pagar más vacunas, y comida, y luego castrarlo, que todo eso vale una pasta y, por cierto, seguro que tampoco te has parado a pensarlo, ¿a que no? Y si no trago y te obligo a devolverlo o a dárselo a quien sea, entonces soy un cerdo egoísta. Lo que soy es práctico y realista. ¿O no?

»Y digo yo que tendrá un nombre… ¿Panocha? ¿Qué mierda de nombre es ése? Claro, sólo a un mimo callejero podría ocurrírsele. ¿Y piensas dejárselo? Bueno, lo cierto es que le pega. Panocha. Un poco largo, pero es gracioso, y la verdad es que el bicho también lo es, lo reconozco, con ese hociquillo naranja, esas almohadillas rosadas, esos calcetines blancos… Si no fuera porque Matisse no sale del armario.

»¡Clara, que sigue sin salir! Y tampoco come. Tenemos un problema y te va a tocar pensar en algo ya. ¡Que esto no se puede aguantar!

*

– Buenas tardes, soy la subinspectora Deza. Quisiera ver a Esteban Olegar. Quedamos en que me pasaría por aquí a hablar con él y con la señora de la casa. ¿Podría avisarles, por favor? -pregunto con la mejor de mis sonrisas.

– Espere -ordena gélida la empleada de servicio que me ha abierto, un cruce entre muñeca de cera y Miss Danvers, el ama de llaves de Rebeca, mientras intento evitar que me arrebate lo que llevo entre mis manos.

– Esto, por el momento, prefiero quedármelo yo, si no le importa.

Y se marcha, creo que más molesta todavía, y me deja aquí plantada sin decirme que pase o que me siente o que va a avisar o lo que sea que deba hacer. Por si las moscas me quedo de pie, no vaya a ser que aparezca otro sirviente y me eche una regañina por sentarme, que no me extrañaría nada.

– ¿Agente Deza? -es Esteban, aunque no lo parece porque ni lleva camisa de rayas ni pantalones oscuros impecables ni zapatos color burdeos cegadores de tan lustrados ni peluco de medio kilo en la muñeca. Es, ahora mismo, tan normal como cualquier joven de su edad, con sus vaqueros usados, su camiseta blanca y su pelo alborotado aparentando lo que en realidad es: alguien extenuado y destrozado tras tener que enfrentarse con el cadáver de su padre-. ¿Qué se le ofrece? -pregunta sorprendido y con la guardia bajada, porque sonríe.

– Quedé en pasarme por aquí para ver a su madrastra y…

– Ah, ya -y entonces ensombrece el gesto y se vuelve frío, lacónico, despótico de nuevo, como un adolescente irritado porque no vienen a verle a él, como un niño mimado molesto porque no le prestan la suficiente atención, igual que mi gata, porque no es el protagonista en el cumpleaños de su hermano.

Estoy a punto de decirle que si es mal momento me voy, comprendo que se sienta incómodo, sólo aparecí porque es mejor hacerlo cuanto antes, no vaya a ser que con el ajetreo del entierro se olviden pequeños detalles, se mezclen las versiones de unos y de otros, se confundan los recuerdos. Pero no llego a abrir la boca porque una voz infantil surge de la penumbra del pasillo, una voz que chilla risueña como una herejía rompiendo el duelo de una casa sin amo, y una pequeña rubia, de pelo largo y camisón azul cielo aparece corriendo y se lanza sin mirar, como una falsa suicida convencida de que va a haber alguien bajo su ventana para sostenerla, a los brazos de Esteban. Una vez instalada en el cómodo refugio del regazo de su hermano, imagino que Alicia, la mediana, pues aparenta unos seis años, me mira como sólo las crías hiperprotegidas pueden hacerlo, no como los niños a los que sus padres avisan de que no se deben aceptar caramelos de extraños, no como los niños que llegan a casa con la nariz sangrando tras una pelea en el patio, no como los que siempre son los últimos en ser recogidos en la puerta del colegio porque hoy mamá también ha salido tarde del trabajo.

No, esta niña es como las princesas de los cuentos, es bella en la máxima acepción de la palabra. No linda ni mona ni graciosa, sino bella como una bailarina de Degas, como una muñequita de porcelana que nunca se ha roto y no han tenido que pegar, perfecta como sólo puede serlo quien no conoce el recelo, etérea como sólo se lo permitiría un hada que no concibe el pecado, altiva como las hijas del zar que no han hecho otra cosa en su vida más que mandar, insólita como la existencia de alguien que nunca ha tenido que suplicar, traídas y llevadas, peinadas y vestidas por sirvientes, adoradas como deidades por manos famélicas de belleza, por padres henchidos de riquezas. Esta niña no tiene miedo, y tal vez por eso me mire tan desnuda, tan directa, tan inocente.

– Soy Alicia. ¿Quién eres TÚ? -me pregunta muy seria.

– Clara -respondo incómoda por la fría disección de sus ojos de gacela serenos, inhumanos quizás, indiscretos como los de cualquier niño pero a la vez inquietantes. No recuerdo haber estado nunca ante un ser vivo tan perfecto y consciente de serlo a tan corta edad.

– Mi padre se ha muerto, ¿sabes? -dice tras unos segundos de intenso escrutinio. Yo me quedo muda, no tengo mucha maña con los críos, y menos con los tan asquerosamente seguros de sí mismos. No sé qué decirle. Ni idea.

– Vaya -balbuceo-, lo siento mucho.

– Mi madre llora, mi hermano está muy enfadado y, además, no sé quién me va a cepillar ahora el pelo por las noches -enumera con precisión-. ¿Qué tienes ahí? ¿Me has traído algo porque mi padre se ha muerto?

– Sí… -y me acerco, le enseño lo que ocupa mis manos y se lo tiendo casi con una reverencia, como si fuera una ofrenda a los dioses.

– Es un gatito con un lazo verde -constata-. ¿Cómo se llama?

– Panocha. ¿Te gusta?

Extiende una mano y lo acaricia con la punta de sus dedos de uñas diminutas y brillantes mientras éste dormita entre las mías y deja escapar un leve quejido, ni siquiera un ronroneo, y sus bigotes largos y blancos tiemblan con levedad. Ella se vuelve hacia Esteban, le mira fijamente y anuncia:

– Me lo voy a quedar. Dormirá en mi cuarto, en un cojín sobre mi cama, y le pondremos el cajón de arena en la terraza para que pueda salir cuando quiera.

– Tendrás que preguntar antes a tu madre y a tus hermanas -responde él, y me lanza con los ojos entrecerrados la típica mirada recriminatoria, porque cómo se me ocurre ofrecer tal caramelo de pelos y hocico naranja sin consultárselo.

– La decisión está tomada -responde resuelta.

– Tú lo que eres es una lianta y una egoísta. El gatito será para las tres.

– Si me lo quedo, ¿puedo cambiarle el nombre? -me pregunta.

– Claro -respondo-. Es tuyo.

– Le llamaré como papá. Así no me olvidaré nunca de él. Ahora eres Julio César -le dice al gato, que acaba de despertarse y la enfoca con sus ojos verdes.

Sorprendida, me quedo callada intentando descifrar si la propuesta de la niña ha sido un acto sencillo y puro de amor o la crueldad más sincera. Su hermano, por el contrario, no parece inmutarse.

– Ali, ¿por qué no se lo enseñas a Amanda y a Amelia? -le dice bajándola al suelo, pero cuando ésta hace ademán de tomar a Panocha de mis manos, se lo impide-. No, cielo, no lo cojas todavía. Juana lo llevará primero a…

– No me creerá tan descortés como para traerle un gato lleno de pulgas, señor Olegar. Acabo de bañarlo y desparasitarlo en el veterinario.

– Y le ha puesto un lazo del mismo color que sus ojos -constata Alicia mientras aprieta el felino contra su pecho y se aleja descalza, sin dar siquiera las gracias por el obsequio ni decir adiós.

Esteban y yo nos quedamos solos. No suelta prenda. Mete las manos en los bolsillos y me hace gestos con la cabeza en dirección al final del pasillo. Creo que me está proponiendo que escuche, pero no se oye nada y tampoco sé qué espera que suceda. No tarda en llegar hasta mí lo que en un principio parece el murmullo lejano de una bandada de gorriones piando con frenesí, y comprendo finalmente que se trata de tres niñas pequeñas chillando, llorando y peleándose por el nuevo invitado. Alguien anteriormente conocido como Panocha.

– Ahí lo tiene -me dice con una sonrisa amarga-. ¿Ha oído hablar de una tal Pandora? Debe de ser antepasada suya.

– No me recrimine por haberlo traído -le suplico, y compongo ese remilgo de niña buena que con Ramón no falla casi nunca-. Sólo quería…

– Ganarse a las niñas con el gatito. Y lo que ha conseguido es provocar una guerra abierta entre mis hermanas y alterar la precaria paz de esta casa. Permítame que la felicite, prueba superada, ha creado la perfecta maniobra de despiste: no creo que su visita pueda trastornarnos ya más de lo que lo está haciendo esta catástrofe doméstica.

– Si yo le hablara de catástrofes domésticas… -confieso, en parte porque necesito desahogarme con alguien y también porque he decidido cambiar de método: como la sequedad y la intimidación no me funcionaron antes, tal vez ahora con una cierta sinceridad consiga algo-. En cuanto aparecí por casa con Panocha, mi gata se metió dentro de un armario y a estas horas aún estará pensando si salir o no, y no vea cómo se puso mi marido. ¿Le parece poco conflicto elegir entre una nueva mascota o salvar mi vida marital?

– No siga, no va a conseguir que me eche a llorar. ¿Qué tal si nos sentamos? -y me guía hacia una escalera de caracol de hierro situada al fondo de un inmenso salón. Asciendo tras él en silencio, como en peregrinación, y me topo con un estudio diáfano de al menos ochenta metros cuadrados, con su dormitorio y su cocina americana, totalmente acristalado en sus cuatro paredes, bañado a esta hora por el rojo del crepúsculo de una preciosa tarde de otoño.

– Vaya vistas -comento sin pretender ocultar mi admiración.

– Es un buen sitio para escaquearse, ¿le apetece un porro? -me pregunta, sentándose en un sillón de piel envejecida y abriendo una caja de latón oculta en el doble fondo de un cajón. Como le arqueo una ceja, me aclara-. Antes la tenía a la vista, sobre la mesa, pero Ali empezó a crecer y a hacer preguntas y…

– Con los niños toda precaución es poca, pero me extraña en usted, no le pega. No va con su estilo. Y además, no sé si se ha dado cuenta de que está consumiendo estupefacientes ante una agente de Policía.

– Qué miedo, ¿va a detenerme? -se burla para ridiculizarme-. Esto es para consumo propio, subinspectora, conozco mis derechos. Mi padre acaba de reventarse la cabeza y mi trabajo es muy estresante: qué quiere que le diga, necesito relajarme -afirma sin atisbo de justificación.

– Imaginé que lo haría de otro modo, jugando al golf, por ejemplo -o apaleando indigentes en los cajeros de los bancos, pienso, pero no se lo digo.

– Ni el mejor campo de golf da esta paz -sonríe, se estira, me ofrece una calada y, como la deniego, apura otra-. ¿Seguro que no quiere? Ah, ya entiendo, las buenas agentes no fuman cuando están de servicio. Y también sé lo que piensa, que lo propio en mí sería que estuviera hasta arriba de otras sustancias más fuertes para así cumplir con el tópico de los ejecutivos jóvenes ricos y ambiciosos. ¿Es eso? Ahora mismo está calculando que no encajo en la imagen que tenía de mí y se pregunta incluso, ya que vuelve a estar de moda la afición por el riesgo, por qué, si lo que busco es relajarme, no me meto directamente algo de caballo, como algunos de mis colegas de promoción. Lo que ocurre es que no soy estúpido, ni suicida, y me gusta controlar lo que digo y lo que hago, y eso sólo lo consigo con un buen porro y un buen polvo. ¿Follaría usted conmigo, agente? Considérelo una cuestión de caridad, un servicio a la ciudadanía. Vaya, ya veo que no. En fin, dispare, ¿qué quiere saber?

– Lo habitual -pregunto con toda calma, porque ésta ha sido la típica arenga de hombre al límite y barbaridades similares me las han dicho ya demasiadas veces-. Cómo se llevaba con su padre, si le notó diferente sus últimos días, si habían discutido, si tenía problemas personales o laborales…

Se incorpora, aproxima su cara a la de Clara, sentada enfrente, y recita:

– Me llevaba regular con mi padre, no le noté especialmente diferente antes de suicidarse, discutíamos siempre, se cortaría una mano antes de comentarme sus problemas personales y, en cuanto a los laborales, estoy seguro, es más, puedo afirmar que yo era el principal. ¿Me he olvidado de algo?

– Podía haber sido un poco más concreto.

– Ah, ya entiendo. Quiere los trapos sucios y las broncas retransmitidas con pelos y señales, como en los programas de prensa rosa.

– No hace falta tanto, gracias, con los motivos me basta.

– Teníamos diferentes modos de enfocar los negocios, eso es todo.

– Es decir, que trabajaban juntos y no se compenetraban, ¿me equivoco?

– Puede explicarlo así, pero no pasa de ser un eufemismo. La realidad era que yo trabajaba para él. Siempre a sus órdenes y con las manos atadas.

– Y eso le parecía mal.

– Sí, no le voy a engañar. Decía que aún estaba muy verde, que acababa de salir de la universidad y no tenía capacidad para tomar decisiones estratégicas.

– ¿Y la tiene?

– Por supuesto. No «acabo de salir de la universidad» como me decía, terminé mi licenciatura hace cinco años y desde entonces he completado mi formación siguiendo un plan que ambos habíamos trazado. He viajado al extranjero, perfeccioné idiomas y obtuve un título de posgrado en la mejor escuela de negocios de Estados Unidos, como él quería. ¿Y qué me dice al poco de regresar? Que tenemos puntos de vista diferentes sobre la gestión empresarial, que no lo ve claro, que cada uno defiende valores divergentes. Me quedé con cara de imbécil, plegándome a sus caprichos de amo y señor e intentando adaptarme en la empresa como he podido, pero siempre terminaba habiendo fricciones. Sí, sé lo que me va a preguntar: ¿era tan terrible nuestro enfrentamiento como para llevarle al suicidio? No. Aunque no se lo crea yo le quería, y sé que él a mí también, de modo que tendrá que buscar los motivos en otra parte.

– ¿Se le ocurre alguno? Acepto todo tipo de sugerencias.

– Pregúntele a su viuda, ella sabrá -y hace un gesto impreciso con la mano, señalando al aire, como diciendo que por ahí andará esperando para contarle sus penas y secretos de viuda desconsolada.

Clara duda, no conoce la casa y se pregunta si tendrá que buscar a la señora de Olegar ella sola. Podría esperar a que Esteban, dando por concluida la conversación, se dignase a levantarse y guiarla, pero éste, abstraído en su nube particular de humo y recuerdos, ni siquiera hace ademán de levantarse del sillón. Finalmente, se aleja sigilosa porque aquí ya no queda nada por rascar, y a saber dónde estará la viuda y cómo la encuentro.

Sin despedirse siquiera, no vaya a ser que se rompa su momento zen, desciende insegura por la escalera reflexionando sobre si al llegar abajo tendrá que dar dos palmadas para que venga la señorita Rottermeyer a guiarla, pero nada más poner un pie en la mullida alfombra persa ésta se presenta con su moño tirante y su expresión adusta y, sin mediar palabra, comienza a recorrer el pasillo. Clara interpreta que debe seguirla, qué remedio, y se deja llevar hacia otro inmenso salón donde predomina el color pastel repleto de confortables sofás sobre los que reposan, gatitas con la panza llena ahora laxas tras la disputa, las tres ninfas de Julio César. Juana se detiene junto a un escritorio y, como si fuera un chucho cualquiera, Clara entiende que ahí ha de esperar. Lo hace, y eso parece satisfacer a la gobernanta, porque asiente con la mandíbula firmemente apretada. Y así se quedan hasta que se digna a aparecer la señora de la casa, Mónica de Olegar, vestida con un impecable y vaporoso salto de cama en tonos rosados, luciendo la frondosa melena rubia y ondulada -igual de angelical que la de sus hijas- sobre sus hombros como un halo y una expresión de lo más ausente.

Otra que se ha fumado un canuto.

Pero no, en cuanto habla se hace evidente que domina a la perfección la situación y su papel de doliente esposa, de afligida viuda que tiende la mano lánguida para dejar que se la estrechen, que se deja caer sobre su butaca, que busca en su puño un pañuelito mil veces doblado y sobado pero no mojado por una sola, tristísima lágrima, que se preocupa muy mucho de que su maquillaje sea el adecuado, no demasiado fuerte pero tampoco deslavazado y que, además, se rodea de sus niñas como ensayado complemento de la exhibición de su dolor.

Clara no sabe qué decirle, es consciente de que la frase equivocada, en ese escenario tan estudiado, tan bien montado, rechinaría y daría al traste con sus deseos de sacarle lo máximo posible. ¿Qué sería mejor, un «le acompaño en el sentimiento» quizá?, ¿un «lamento su pérdida» mucho más sobrio y no tan manido?, ¿un simple «siento su dolor»?

– Siento mucho su dolor.

– Gracias -responde, metida de lleno en el personaje, y sus labios tiemblan sutilmente, su mirada se dirige a sus hijas, desperdigadas por los sofás, y finalmente se posa en mí-. Siéntese -me ruega-, la estaba esperando.

Y las dos lo hacemos, ella en su trono de regente, yo en el espacio reservado al público en general. Desde allí la contemplo. Quién es, me pregunto, ¿está interpretando un papel o de verdad es así?

– Señora de Olegar, quiero agradecerle que me reciba en estos moment…

– Mónica. Llámeme Mónica -me corta-. La que debe estarle agradecida soy yo por el regalo que ha traído a las nenas. Ha sido todo un detalle.

– O una molestia -sugiero, intentando buscar una cierta complicidad.

– Nada que las haga felices me molesta -afirma con rotundidad de madre admirable, madre coraje que vela por los suyos.

– Por supuesto -reconozco-. ¿Qué tal se encuentra? -me intereso-, ¿le parece buen momento que hablemos ahora? ¿Se siente con fuerzas?

– Podré soportarlo, lo importante es esclarecer la muerte de Julio -proclama con el arrojo de una reina de los mártires, espejo de justicia, sitial de sabiduría que se sacrifica por la verdad.

– Es usted muy valiente -le sonrío.

– Sólo una mujer resignada, debo contenerme por el bien de estas criaturas -reconoce, casa de oro de la resignación, consuelo de los afligidos, madre intacta, madre castísima del sacrificio, rosa mística del amor dulcísimo, puerta del cielo de la generosidad universal, estrella de la mañana pura como el cristal, reina de las familias que guarda a los suyos, que protege a los suyos, que reza por los suyos, que se desvela por los suyos y los guiará.

– Empecemos entonces -le propongo, porque ya empiezo a estar hasta las narices de tanto sacrificio y tanto cilicio-: ¿Recuerda algo extraño o poco habitual en el comportamiento de su marido los últimos meses?

– Julio estaba como siempre, aunque en caso contrario tampoco lo habría notado. Mi marido era un hombre callado, muy reservado, con un gran control de sus emociones. Si cualquier asunto le preocupaba no dejaba que alterase su rutina ni sus relaciones personales, por eso era muy difícil adivinar cuándo le pasaba algo. Decía que venía a casa para huir de sus problemas, no para volcarlos en nosotros.

– Me parece muy generoso -digo, por decir algo, porque realmente estoy pensando en la tremenda úlcera de estómago que encontrará Lola cuando abra al bendito-. Pero, si no se desahogaba aquí, ¿cómo, dónde lo hacía? Es imposible que un hombre con sus responsabilidades no tuviera alguna vía de escape.

– Era muy deportista -proclama con convencimiento, cualquiera diría que con devoción calculada-, acudía a diario al gimnasio, al mediodía, durante la pausa de la comida, y también iba un día a la semana a su club de squash, no perdonaba ni una sola sesión, y allí descargaba toda su tensión acumulada.

– ¿Y sólo hacía squash, no le gustaba también el tiro al blanco?

– No -sonríe ladina-, él odiaba las armas. Soy yo la que practica el tiro.

– Eso había oído, y tengo entendido que se le da muy bien.

– Sí, gracias -y realmente parece orgullosa de ello.

– No sé si Esteban le ha comentado que consideramos que lo más probable es que el arma que mató a su marido pertenezca a su colección -y miro con cautela a las niñas, desperdigadas como hadas de las flores por los brazos y respaldos de los sofás, rodeadas de cojines de colores suaves como pétalos, aunque a su madre no parece importarle que hablemos de esto ante ellas ni, la verdad, tampoco a éstas, serenas como náyades, como esfinges, como aprendices de sirena buceando entre cretonas y algodón.

– Sí, me lo ha dicho. Por supuesto que todas mis armas están a su disposición para que las contabilicen o analicen o lo que sea que hagan ustedes. Las guardamos bajo llave en una habitación fuera del alcance de extraños, pero él, como es lógico, tenía acceso.

– ¿No me ha dicho que Julio las aborrecía?

– Detestaba disparar contra cualquier ser vivo. Le ponía enfermo. Sin embargo, cuando era joven solía ayudar a su padre en las cacerías y ahora también solía limpiar y engrasar mis rifles. Decía que le relajaba.

– Julio y Esteban trabajaban juntos y mantenían grandes diferencias -cambio de tema dándome por satisfecha-. ¿Eso no afectaba a su convivencia?

Mónica duda antes de responder. Hemos llegado por fin al asunto espinoso, al punto de fricción en una vida tan perfecta, controlada y compartimentada. Papá y el primogénito tenían problemas. Papá y el heredero no se llevaban bien.

– En fin… -vacila y se muerde los labios antes de continuar-, su carácter siempre fue muy parecido: ambos son obcecados, con las ideas muy claras, independientes en extremo y, lo peor, aunque su mayor obsesión era mantener el control, los dos son terriblemente apasionados. Por eso, cuando Esteban regresó de sus cursos en el extranjero, con sus ideas innovadoras y sus nuevos planes de gestión, el choque fue inmediato y la convivencia diaria un suplicio, hasta tal punto que yo ya no sabía qué era peor, que se hablaran o que no lo hicieran, porque cualquiera de las dos situaciones era incómoda por igual. Con el tiempo aprendieron a convivir, no sólo con sus diferencias, sino entre ellos. No sé si Esteban le ha dicho que, desde la muerte de su madre, vivió prácticamente toda su adolescencia de internado en internado. En realidad ambos habían pasado poco tiempo juntos, pero se querían por encima de todo, y también a las niñas, de ahí que tanto uno como otro asumieran que no podían implicarlas en un clima tan hostil y se llegara a una solución digamos… salomónica: Esteban participa con nosotros en las comidas y celebraciones, pero se instaló en el estudio de arriba para mantener su intimidad. Y ambos se comprometieron a no discutir más que en un único lugar, su despacho, que las chiquillas llaman «la habitación de los gritos». Al salir de allí estaban obligados a abandonar cualquier hostilidad que empañara el ambiente de placidez de esta casa.

– Qué gran idea -la alabo, porque la alabanza, ya se sabe, es la madre de toda esperanza, y yo espero sonsacarle todavía más-. Esa solución sólo puede haber surgido de una mente sensible e inteligente como la suya.

– Así es -reconoce con una sonrisa nada modesta-. Cuando se trata del equilibrio de mis niñas no me ando con contemplaciones.

– ¿Y por qué Esteban creció en internados? ¿Era un hijo problemático?

– ¿No se lo dijo? Bueno, no suele comentarlo, no es algo que le guste reconocer, las cosas que se les meten en la cabeza a los niños siempre son difíciles de reinterpretar después.

Él creyó que su padre le culpaba por la muerte de su madre y había decidido internarlo como castigo.

– No sabía que su madre hubiera fallecido. ¿Cómo murió?

– Se suicidó. En realidad Julio no le culpaba, cómo iba a hacerlo, más bien quería apartarlo del triste ambiente de esa casa.

– Ya entiendo por qué esta situación resulta tan dura para Esteban. La había vivido antes. Y, además, ahora ha tenido que reconocer el cadáver de su padre…

– La situación es dura para todos. Mis hijas también han perdido a un padre -responde inflexible.

– Pero la tienen a usted. Y a Esteban. Imagino que ahora será él quien se ocupe de llevar las riendas de sus empresas.

– Es muy bueno con ellas, muy cariñoso, aunque se ocupará sólo de su parte de la herencia. Mi marido dejó un albacea para nosotras, un amigo de la familia.

– ¿Puedo preguntarle de quién se trata?

– Su compañero de squash, Roberto Butragueño.