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No se llega media hora tarde.
Tenía que haberse acostado temprano, o al menos no tan tarde, pero claro, a Ramón le dio como siempre por preguntar nada más aparecer ella por casa. Clara supo en cuanto le vio la cara que la cosa daría de sí, y vaya si dio, se acostaron a las mil y luego a ver quién se levanta a las siete.
La media hora tarde de siempre, esa media hora de más discutiendo porque él no lo puede evitar.
– Al final no me has dicho qué quería mi madre.
– Nada, hablar de cosas de mujeres. Lo que yo te decía, el climaterio.
– ¿Y para eso tanta movida?, ¿y por qué no llamó a mi hermano?
– Pero bueno -responde con cansancio, tirándose en el sofá y quitándose los zapatos uno contra otro-, ¿no eras tú el que decía que igual necesitaba comprensión femenina, hablar de mujer a mujer? Pues eso.
– Ya pero es que…
– Es que qué, a ver, en qué quedamos, quieres que estrechemos lazos o que nos tiremos de los pelos. Si no voy, porque no voy, y si voy, porque luego no entro en detalles. Dime tú qué necesitas que te cuente, si no hay nada que contar, la típica conversación de una madre que empieza a notar que ya no es lo que era y que se está haciendo mayor. ¿O esperas que te detalle cómo se le aja la piel, se la comen las canas y se le caen las tetas hasta la cintura?
– No, mejor déjalo -no falla, con semejantes argumentos era seguro que se echaría atrás. Por eso, reculando, va a la cocina, coge la regadera, la llena de agua, regresa y se la enchufa a las pobres plantas del salón, que no tienen culpa de nada ni merecen perecer inundadas. Da vueltas durante un rato a mi alrededor martirizando al ficus, al palmito, a los geranios de la ventana, a las gerberas del jarrón y, finalmente, vuelve al ataque-. Lo que no entiendo es cómo luego has podido tardar tanto. Te has tirado tres horas para colocar al pobre gatito.
– Anda, ahora es un pobre gatito y esta tarde era la reencarnación del demonio de Tasmania. A ver si te aclaras. Te dije que tenía que ir a esa casa para hacer unas cuantas preguntas. No sé si sabes que forma parte de mi trabajo. Tampoco es plan llegar, colocarles el gato, decirles: buenas tardes, ¿recuerdan algún otro intento de suicidio?, ¿ha matado usted a su padre o esposo? ¿No? Gracias por su tiempo, que pasen una feliz noche, y largarse por la puerta como si tal cosa.
– Sí, pero es que tres horas… Y tampoco me has dicho qué tal han recibido a Panocha, y luego está el tema de si es una familia responsable, porque si me dices que son sospechosos de asesinato, como para dejárselo en prenda.
– ¿Pero tú no querías que colocara el gato a toda costa porque Matisse no salía del armario? -y ya empieza a perder la paciencia-. Pues entonces para qué preguntas ahora, ¿o es que te remuerde la conciencia?
– No, pero tampoco era plan encasquetárselo al primero que pillaras.
– Frena, querido, que son gente forrada de pasta, con tres niñas angelicales, un hermano mayor responsable, una madre abnegada y un ejército de lacayos a su servicio. Al bicho no le va a faltar de nada, que entre todos lo vuelvan tarumba ya es otra historia.
– Pero ¿han matado a alguien o no? Tú decías que era un caso de suicidio.
– A saber. Es una familia muy rara. Son unos pijazos, unos niños bonitos.
– Ya salió, ya estamos con tu tema favorito: la pijofobia. Pero ¿se puede saber qué te han hecho a ti los pijos? Estás obsesionada, tiene que haberte pasado algo con ellos para que les tengas esta manía, a ti cualquiera te cae mal sólo por el hecho de ser rico. No eres objetiva, cada vez que te cruzas con alguien de clase alta te pones a despotricar, se te amarga el carácter y sólo hablas de lo mismo, de lo injusto que es, de sus privilegios, de sus…
– Mira quién fue a hablar, el que ponía a parir a Roberto Butragueño por su condición de heredero universal.
– Ésa es otra historia -salta a la defensiva-, me jode porque es un cara al que le han dado todo hecho en la vida.
– Como a los pijos.
– ¡Joder, Clara!
– Tú sí que no lo ves, tú sí que no eres objetivo, los defiendes porque eres uno de ellos, de los que mejor vestían de la clase, de los que tenían el jersey de marca cuando estaba de moda y ningún problema para conseguirlo porque te lo compraba mamá antes de que rabiaras. Siempre perteneciste a la élite, así que no fastidies, y menos dando la cara por gente que no conoces cuando soy yo quien escarba en sus cubos de basura. ¿Quieres saber cómo son?, ¿de verdad? El padre cogió una escopeta y se voló la mollera en el retrete de su garaje, el hijo mayor es de su primera esposa, que también se suicidó, y él se ha vuelto un facha, un conservador en miniatura luchando por hacerse con un imperio como Macbeth por un reino cuando, al fin y al cabo, no es más que un porrero que finge ser mayor de lo que es, a quien le gusta someter y demostrar una frialdad inusual porque la confunde con autodominio, con un modelo equivocado de hombre hecho a sí mismo que nunca llegará a ser, siempre con el espectro de su padre, el fundador, el que creó su fortuna de la nada, el inalcanzable ahora porque está muerto y deja tras de sí a un huérfano que no educó cargado de complejos y a tres crías que dan miedo, niñas serias, antinaturales, como damitas antiguas vestidas de meninas, con sus melenas rubias flotando en el aire como fantasmas, con una seguridad en sí mismas tan aplastante que parecen lolitas avejentadas, sin deseos porque todo lo poseen, sin risas porque, a su edad, ya se han reído todo lo que se tenían que reír, ya nada les hace ilusión ni anhelan nada, todo es susceptible de ser comprado, hasta Panocha. Se lo entregué a la mediana e inmediatamente tomó posesión exclusiva de su nuevo juguete, pero sus dos hermanas también se encapricharon y hubo bronca porque todas lo querían. Luego supe que en cuanto su niñera sugirió que fuera de las tres, éstas se desentendieron de inmediato del gato en cuestión. Para eso es mejor que no sea de ninguna, dijeron. Al final triunfó la solución menos salomónica: que cada una tuviera su propia mascota. A estas horas debe de haber un criado buscando en tiendas de animales para encontrar otros dos gatitos lo más parecidos posible a Panocha. ¿Te parece esto normal? ¿Hermanas que no saben jugar juntas, que prefieren perder un juguete a compartirlo? Me ponen los pelos de punta.
– Sí que pinta fea la cosa. ¿Y la madre? No me dirás que también es un monstruo. Alguien tendrá que ser normal en esa familia.
– Normalísima, te lo digo yo, está encantada de la vida. No es que se haya alegrado del suicidio de su marido ni tampoco que lo haya matado ella, que no lo sé, pero… ¿Tú sabes esas chicas monas, presentadoras de programas de relleno de televisión venidas a menos y modelos de medio pelo que eran la bomba sexual en su momento pero poco a poco empiezan a dejar de serlo y se casan con un señor veinticinco años mayor? ¿Te has preguntado alguna vez qué pasa con esas mujeres neumáticas cuando envejecen, cómo es su vida cuando ya sólo tienen por delante clases de aerobic y tardes en subastas y mercadillos benéficos? Fueron a la caza y captura del millonario para descansar, hartas de colarse en fiestas de la jet para ver si caía algo, de que les metieran la mano entre las piernas en el asiento trasero del Mercedes de turno, de presentar desfiles de ropa de baño en cualquier pasarela de provincias y, con todo, tengo la impresión de que a veces lo echan de menos, de que se aburren siendo tan respetables. Vale, disfrutan de su existencia contemplativa, pero cuando sus niños echan los dientecitos y van a la guardería, ¿no crees que al mirar las revistas del corazón añoran aquellos años locos y peligrosos en que eran chicas de portadas, las aspirantes más firmes al trono del papel couché? Juraría que antes Mónica Olegar se sentía exactamente así: deslumbrante rubia platino, rodeada de lujo que malgastar, sin asomo de preocupación y completamente desubicada en el mundo. Se le pasó el momento de ser la chica de moda y aún no ha llegado el tiempo de convertirse en la digna señora, la respetada esposa. Será una advenediza mientras no haya transcurrido tiempo suficiente, pero también ha pasado demasiado desde que dejó las pasarelas y los platós. Está en tierra de nadie y, de pronto, el marido se vuela la tapa de los sesos y ella, como por arte de magia, encuentra por fin su gran papel protagonista: el de la viuda desconsolada, la mujer fuerte y abnegada que se ocupa en educar a sus polluelos y vuelve a estar en boca de todos y se siente plena porque ahora sí la admiran por su entereza, la compadecen por su tristeza y la sacan resplandeciente en su dolor el día del funeral con ese luto tan favorecedor en otra portada más que sumar a la colección.
– Quién me iba a decir que precisamente tú, la sensible, la compasiva, llegarías a afirmar que una pobre viuda con tres criaturas está encantada con su situación porque va a volver a salir en las revistas. No puedo creerlo.
– Pues no te consternes tanto, Ramón, porque no me invento nada, y si no al tiempo. Esa gente es una raza aparte.
– A quien hay que dar de comer aparte es a ti, que estás pirada, que se te va la pinza, que estás obsesionada con la clase alta. No son una secta. Son gente normal, como tú o como yo, y entre ellos hay de todo, buenos, malos y regulares.
– Lo que tú digas, cariño.
No se llega media hora tarde, con el tiempo siempre pegado al culo y, además, recién levantada y ya con la mala hostia que ayer se le quedó pegada a la piel, antes de dormir, tras la «charla» con su dulce amor. Por eso cuando entra en el despacho va pensando qué bien, qué día más bonito y sólo acaba de empezar el lunes, cómo odio los lunes, y las conversaciones de cada mañana sobre penaltis y fueras de juego previas a la reunión y lo contentos, lo exultantes que están los compañeros, relajados tras un fin de semana de no hacer nada, de rascarse las bolas en el sofá viendo cómo la Mari pone la lavadora y prepara la paella, sólo quedarse roncando ante el televisor mientras Alonso da vueltas y más vueltas, cómo no se va a quedar uno traspuesto con el sueño que da mientras que yo, de gilipollas, todo el domingo trajinando, que si el memo de Fito el mimo, que si gatos por aquí y por allá, que si Esmeralda se da a la fuga o no se da, que si un rico en su garaje con la cabeza reventada y estos que no se callan de una maldita vez ya con que si fue tarjeta roja o amarilla. Y a mí qué me puede importar, coño, si es lunes y estoy baldada.
No, nada, jefe, no me quejo, es que ayer fue un día muy intenso, como comprobará en mi informe, y ahora habrá que ver qué hacemos con la cita con la madame, porque no sé de dónde vamos a sacar a alguien que encaje con la descripción que he dado de la supuesta candidata de dieciséis años. A ver cómo arreglo la mentira que le largué, porque es evidente que yo no aparento dieciocho ni en mi mejor sueño, entiéndame, tuve que improvisar, pero creo que si yo le explicara a esa bicharraca que a pesar de pasar de largo de los dieciocho estoy dispuesta a todo porque necesito el dinero y llegara con alguien que sí pareciese tan jovencita como ella desea, tal vez aceptara recibirnos a las dos.
Hoy, a las doce, sí, tiene razón, vamos muy justos. Apenas hay tiempo para reaccionar, pero los acontecimientos se precipitaron y…
Sí, señor. No debo buscar excusas. Y mentir siempre pasa factura, como usted dice, pero las manecillas del reloj no se están quietas y algo habrá que hacer, digo yo.
No, señor. Definitivamente por muy joven que parezca yo no cuelo, y las novatas, si es lo que está pensando, tampoco.
¿Que si tengo otras amigas que pudieran encajar?
– ¡Hola, Laura!
– ¿Qué quieres?
– Por qué lo dices.
– Sólo me llamas Laura antes de pedirme algo, así que rapidito, dispara.
– Yo sólo te iba a…
– Si me vas a preguntar por las pruebas ya te he dicho que ando muy liada, y de las huellas no puedo decirte nada todavía, lo único que sé es que en casa de la prostituta muerta han aparecido algunos pelos de gato. Y es raro, porque no recuerdo haber visto en ninguna habitación pienso ni cajón de arena ni nada por el estilo. Imagínate, puede que el asesino lo raptara.
– Ya, y los pelos esos ¿no serán tricolores?
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– Son míos. Bueno, en realidad de Matisse; blanco, negro y canela.
– Joder, Clara, ¡otra vez has vuelto a contaminarme las pruebas!
– ¿Y qué quieres que haga?, ¿que antes de salir de casa me aspire la ropa? Te pones así porque tú no tienes gato, si no me entenderías. Venga, no te enfades.
– Cómo no me voy a enfadar… -de pronto se interrumpe-. Por cierto, ¿para qué llamabas?
– Para que me acompañes a un sitio.
– ¡Lo sabía, sabía que querías algo de mí! ¡Estaba segura! -exclama triunfal-. Cuéntame, adónde hay que ir.
– Resulta que tengo que visitar a alguien que espera encontrarse con una chica joven e inocente y, en fin, pensé que tú darías genial el tipo.
– El tipo de qué, ¿de chica tonta? ¿Por quién me tomas? ¿Y qué cita es ésa?
– Mira, te voy a ser sincera: es una misión de riesgo.
– ¡¿Misión de riesgo?! -no falla, ya ha picado.
– Sí, y tú eres parte fundamental de la misma. Esencial. Te cuento: he conseguido contactar con una organización que se dedica a reclutar mujeres jóvenes para luego introducirlas en el mundo del espectáculo.
– ¡Qué guay!, ¿no?
– Déjame seguir: esa organización se encarga de transformarlas, incluso les costea operaciones de cirugía estética a cambio de que luego ejerzan la prostitución de alto standing para ellos y, cuando fuera necesario, en el ejercicio de «su trabajo» filmen a hombres poderosos y acaudalados con los que se acuestan para luego chantajearlos. Me he enterado de cómo las seleccionan y…
– ¿Y quieres que yo vaya contigo ahí?
– Tú pareces mucho más joven de tu edad, incluso menor de dieciocho, y eres tan mona…
– ¿Me estás pidiendo que haga de candidata a puta adolescente? Qué fuerte, Clara, qué fuerte. No esperaba eso de ti.
– Escúchame, yo estaría contigo, te acompañaría como una amiga tuya, sólo que yo no parezco tan… juvenil. Nadie me echaría menos de ventipico, y tú eres perfecta, tienes experiencia en acciones policiales y es una oportunidad única de pillar a esos desalmados. Piensa en las pobres chicas a las que explotan, en el bien que les harías al salvarlas.
– En primer lugar, esas tías son unas trepas que saben a lo que van y sólo buscan fama y pasta. Segundo, estoy harta de que siempre me reclutéis para hacer de tonta. Vale que me vistierais de repartidora de pizza para acceder a aquel laboratorio clandestino sin que dieran el agua, vale que me hicierais pasar por histérica que se creía poseída ante aquella curandera sinvergüenza y vale que de vez en cuando me supliquéis que, como tengo voz de pito, finja por teléfono ser una niña de trece años con los pederastas con los que contactáis por Internet. Pero esto ya es demasiado, así que, en tercer lugar, a ver con qué me incentivas para que acepte, porque esta movida se las trae…
– ¿Qué te ha dicho? -pregunta París ansioso.
– A ver -responde Clara sentándose en el borde de su mesa-, ¿tú qué tal te llevas con el novato, con Javier el Bebé?
– ¿Por qué?
– Porque, primero: vas a venderle a Laura Zafrilla hasta que le parezca lo suficientemente apetecible como para querer salir con ella; segundo: tendrás que convencer a tu Reme de que ese donjuán trasnochado es un tío estupendo con el que vale la pena irse a cenar en plan parejitas; y, tercero y más importante: como no me fío un pelo de él y a mi amiga la aprecio mucho, me lo vas a vigilar muy de cerca en el transcurso de la susodicha cena, porque como se la lleve a la cama y al día siguiente le rompa el alma te juro que os parto los morros a los dos.
– ¿Y por qué tengo yo que organizar la cena con ellos? Organízala tú, que para eso eres su amiga -protesta airado.
– Bastante he hecho convenciéndola a ella como para encima tener que aguantar al mamón ese y verlo fardar. Y no te preocupes -añade irónica-, seguro que a Reme le cae fenomenal. Tienen casi la misma edad.
– ¿Te han dicho que a veces eres odiosa? -refunfuña-. Venga, cuéntame, ¿para cuándo tiene que ser la cosa?
– Para muy pronto. Yo que tú empezaba a comerle la oreja a la de ya, y no -le advierte al ver su cara de desgana-, no me digas que te da pereza, más me da a mí llamar ahora a la madame haciéndome la tonta para cancelar la cita.
Y cruza el pasillo que separa sus puestos casi se diría que asqueada. Y cómo no lo voy a estar, esto parece un mercado de la carne, la única que está consiguiendo algo soy yo y como recompensa casi tengo que prostituir a mi amiga, lo que faltaba. Es que no tienen recursos, son unos cenutrios, y ni siquiera se acuerdan de dar las gracias, de felicitarte, de una enhorabuena o una mísera palmadita en la espalda. Me está apeteciendo poner mis análisis sobre la mesa de Bores y pedirme la baja. Qué hago yo aquí, aguantando el tipo por pura responsabilidad cuando los demás leen el Marca y se ríen de mí y de mi empeño. No me valoran, más bien al contrario, están esperando a que tropiece y caiga, a que me dé con un bordillo, a que me sangren las narices por el sopapo de un superior. Cómo puedo seguir así, sabiendo, notando en mi nuca las chanzas de los que fingen ser mis compañeros, el aliento fétido de los muchos que me desprecian, las ganas malsanas de gastarme, de cansarme y desahuciarme para el oficio. Por qué no me voy a mi casa.
Pero en lugar de irse agarra el teléfono con fuerza y no le cuesta nada, por una vez, fingirse la niña desesperada que siempre ha sido, que todavía es, y explicarle a Virtudes o Alejandra, distintos nombres para la misma hija de puta, que está desconsolada porque le ha surgido un imprevisto en la facultad, y eso que había quedado con su amiga y todo, una chica monísima y jovencísima que dice que no le importa aplazarlo un día o dos, qué más da si al fin y al cabo nos vamos a ver igual, ¿a que sí? Pues por supuesto, cielito, bocadito de miel, hermossa, preciosssa, maravillossssa, contesta, como era de esperar, la mala bicha, y lo dejamos para pasado mañana pero por la tarde, a las cinco si no os importa, y me da su dirección, estaremos encantados de veros, muac, muac, muchos besssos, mi alma, mi vida, mi filón.
Pues esto ya está. Asunto resuelto, Zafrilla hace de amiguita menor de edad y yo de una Serena mayor de lo esperado pero más experta, mucho más lanzada, mucho más dispuesta a echar toda la carne en el asador, por qué no si fingiendo otras personalidades todos sentimos la necesidad de sobreactuar, de exagerar un poco y venga, Alejandra, aunque tenga unos años más de lo esperado te compensaré, porque yo puedo con todo, yo no le hago ascos a nada, yo le echo morro y verás tú lo poco que tardo, con las armas de mujer que me gasto, en llegar a lo más alto de la profesión.
Sí, a lo más alto, a lo más alto del trampolín pero para tirarte sin agua, para ir de farol arriesgándote a que te descubran como una impostora, porque eso es lo que eres, y que se vaya todo al carajo. Pues vale, pues qué más da, piensa de inmediato. Para lo que me pagan, para lo que me promocionan, reflexiona mientras enciende su ordenador y espera, reconcomiéndose, renegando de su trabajo, a que salte la señal en su pantalla que advierte que un e-mail ha entrado. Y sí, tengo uno, de Dolores. Qué querrá, ¿no se había tomado hoy libre? Ah, no, lo envió el viernes de madrugada, casi dos horas después de que hubiera hablado conmigo. Esta mujer es una adicta al trabajo.
Nena, se me olvidaba:
Esta tarde, a petición de un tal Valentín Malde, vinieron de una funeraria a formalizar el traslado del cuerpo de tu amigo el yonqui, pero no se lo pudieron llevar porque el juez todavía no lo ha autorizado, aunque seguramente el lunes tendrá a bien permitirlo. Lo que sí les entregué, además de sus efectos personales, es el traje que encontraste en su chabola. Como pensé que igual les parecía raro, he puesto una nota diciendo que lo habías traído tú.
Ya sabes que es obligatorio que en el formulario conste el día y la hora del sepelio: lunes 14, en el cementerio de Tres Cantos, a las 13:00 horas.
Pues eso, que estás avisada. Para cualquier cosa me puedes llamar al móvil.
Y a ver si duermes.
– ¿Adónde vas? -le pregunta París al verla levantarse como un resorte.
– Al entierro del Culebra, acabo de leer un e-mail de Dolores notificándome que será hoy por la mañana.
– Qué buena amiga, te lo cuenta todo -comenta con los ojos entrecerrados, signo inequívoco de su envidia por mis contactos-. ¿De qué os conocéis?, tú nunca habías llevado un homicidio hasta ahora.
– De una asignatura optativa en la facultad, fui alumna suya.
– Por cierto, ¿llegaste a acabar la carrera? -pregunta con fingido desinterés, como quien no quiere la cosa, el muy indeseable.
– Sabes que no. Pero al menos hice amistades.
– Ya veo, porque me han soplado que a tu marido también lo conociste allí.
– Pues lo que me extraña a mí es que tú, estando en Homicidios, nunca hubieras trabajado con Dolores.
– Me agobia el Anatómico, evito ir siempre que puedo. Suelo dejarle ese trámite a los compañeros. Será por eso.
– Sí, eso será -eso, y que eres un cobarde-. ¿Entonces no te vienes?
– Paso. Tengo un montón de cuentas y extractos bancarios que revisar. Esta puta movía más dinero que el Banco de España.
– Entonces me piro sola. Otra cosa, los de la funeraria se hicieron cargo del cuerpo por orden de un tal Valentín Malde, ¿qué tal si lo buscas en los archivos, a ver si tenemos algo de él?
– Lo haré, pero el que manda aquí soy yo, no lo olvides. Y, por cierto, que no se te ocurra dar otro paso más sin mí -amenaza-, no sea que pase como ayer, que te fuiste «sola» a hablar con los Olegar porque «te quedaba cerca».
– Descuida, no volverá a suceder.
Y sale de comisaría y hasta la vista, gordo, se despide del de la puerta con una sonrisa exultante que lo deja alelado a la par que mosqueado. Consulta su reloj porque todavía es temprano y parece que sí, que le va a dar tiempo a hacer una visita al despacho de Roberto Butragueño, que no es que le «quede cerca», es que se lo han puesto a huevo.
Los despachos de los abogados y demás profesionales liberales del barrio de Salamanca son como el Bernabeu: producen miedo escénico. De acuerdo, no caben cien mil aficionados berreando dispuestos a defender sus colores a muerte, pero tanta madera oscura, tanta alfombra de diez centímetros de grosor y tanto grabado de firma enmarcado acaban por poner a uno, o al menos a mí, de los nervios. Es como si estuviera en un mausoleo, y bastante saloncito fino llevo estos días entre Esmeralda y los Olegar como para sufrir éste ahora, sentada en esta sala de espera con un ¡Hola! en la mano, por tener algo, y cerca de media hora aguardando a que el señor Butragueño se digne a recibirme.
Es lo que pasa cuando se viene sin avisar por muy sub-inspectora que se sea, dijo su secretaria, que sí, existe, y no, no es un robot, o al menos no lo parece desde donde yo estoy aunque juraría que lleva más de dos minutos mirándome sin pestañear, y eso muy humano no es. Definitivamente empieza a agobiarme. Es como un cuervo con esos ojos sin párpados, pequeños y metálicos tras las gafas, tan metálicos como esa voz sin inflexiones ni matices. Si no fuera porque estamos en este insigne barrio diría que está fumada, y en horas de trabajo. Nadie puede permanecer inmóvil tanto rato sin respirar. Estoy por sacar la pistola y hacer como que le apunto, a ver si reacciona.
– ¿Subinspectora Deza? -pregunta como por ensalmo una voz de ultratumba, como si un ser superior hubiera estado leyéndome el pensamiento y, por ende, constatando mis impulsos asesinos-. Disculpe la espera, tenía asuntos que atender.
No puede ser otro más que Roberto Butragueño en persona, en la puerta de su despacho, con un traje gris marengo que le sienta como un guante y la mano tendida hacia mí en un gesto amistoso y profesional. Ahora me tocará hacer el paripé de que yo también estoy encantada de conocerle, y mientras se la estrecho no se me ocurre otra mentira menos ingeniosa que decirle:
– No, discúlpeme a mí, ha sido una impertinencia presentarme sin pedir cita.
– No se preocupe, sé que son avatares de su oficio -comenta mientras posa su mano huesuda en mi cintura y me «dirige» hacia el interior de su despacho-. ¿Qué tal si entramos y me cuenta qué desea hoy de mí?
– Sí, por favor -y compongo una mirada de admiración, como si me encandilaran sus maneras de abogado de lujo, y pienso que ahora comprendo el porqué de esa manía que le tiene Ramón, y es que Butragueño, a quien en un principio imaginé más o menos de su edad, debe de ser como mínimo una década mayor pero, al tiempo, sin duda más jovial. Se le ve, se le nota esa raíz de despreocupación que late bajo su ropa de marca y su pose de serio letrado. Una se da cuenta nada más verle de que, tras su expresión educada y cortés, su mente bulle maquinando la próxima estrategia de cara a la timba semanal, a cómo vencer las reticencias de la rubia de tetas de metal que le presentaron anoche en la sala vip de aquella disco de moda o cómo conseguir las entradas para el próximo Madrid-Barça que jamás, bajo ningún concepto, consentiría perderse. Disfruta de la vida, intenta parecer formal, dar una imagen de lo más profesional, justificar con sus maneras que sus excelentes credenciales son fruto de sus esfuerzos y no de sus apellidos, pero a mí no me engaña. Yo sí conozco a un fanático del trabajo, duermo a su lado, y no es como él. En las bolsas bajo los ojos está la diferencia.
Ya dentro compruebo que su despacho es si cabe más apabullante que la sala de espera y que aquí no necesita de la secretaria caracuervo porque un retrato de su padre, o de su abuelo, o sabe dios qué antepasado, hace las funciones de arma intimidatoria con su mirada protegida por unos quevedos que no empañan, ni en un lienzo ajado por el paso del tiempo, su brillo maquiavélico. Mientras yo miro, calibro y comparo el tamaño de su escritorio, su ordenador o su pluma con los de mi marido, Butragueño, convencido de que estoy abrumada ante su poderío, aprovecha para mirarme, calibrarme y compararme antes de pulsar un botón de su interfono y decirle a la pajarraca con voz melosa el típico Pili, cielo, ¿nos traes un café?, para después colgar sin esperar respuesta. No la necesita.
Es ahora, terminados ya los prolegómenos, cuando tomamos aire, nos observamos con curiosidad y uno de los dos, en este caso él, rompe el hielo:
– Y bien, ¿qué se le ofrece? ¿Es en relación con aquella mujer, Olvido?
– No. Se trata de la muerte ayer de otro de sus clientes, Julio César Olegar. De este fallecimiento supongo que sí estará al tanto -infiero con retintín.
– Por supuesto, una gran pérdida.
– Tengo entendido que es el albacea de sus hijas.
– Sí, tres niñas adorables -vale, lo sé, adorables, admirables y aspirantes a deidades, ¿es que nadie va a escapar del topicazo?
– Opino lo mismo, pero no acabo de entender por qué el señor Olegar acudió a usted cuando su hijo, Esteban, podría administrar perfectamente el capital de sus hermanas. Según tengo entendido es un joven muy preparado.
– ¿Es por eso por lo que ha venido? ¿Para interrogarme sobre la familia de Julio? -noto cómo traga saliva, éste esconde algo.
– Sí, pero también para saber por qué atrae tanto a los muertos. Hay tres cadáveres recientes sobre mi mesa y todos tenían algo que ver con usted.
– Le dije cuando llamó, y se lo vuelvo a repetir -y me enseña todos sus dientes en una mueca de lobo con colmillo retorcido que no puede ni quiere ocultar-, que no tengo nada que ver con ningún yonqui. Y respecto a los otros dos fallecidos, ha sido una coincidencia que fueran clientes míos.
– Pues qué mala suerte están teniendo, celebro que no me represente.
– No se preocupe, no podría pagar mis honorarios -menuda puya.
– Con Julio Olegar había también una relación de amistad, o al menos eso me ha contado su viuda.
– Veo que se mueve rápido.
– Es mi trabajo, señor Butragueño.
– Llámeme Roberto, por favor -me pide con una sonrisa blanca de conquistador nato que hace juego con sus elegantes canas plateadas y le dan ese toque de galán con solera y prestancia, de sibarita que disfruta de la vida y sabe sacarle todo el partido y bola extra a ser posible, y entiendo y no entiendo al mismo tiempo que Ramón no pueda soportar a este embaucador, a este encantador de serpientes, a este aprovechado que, a diferencia de Esteban Olegar, niño bien por herencia tanto como él, no pretende negar que nunca ha dado ni chapa y que, si puede evitarlo, nunca lo hará.
La diferencia entre ambos es evidente: Esteban, sin llegar a los treinta, ya es un adulto recalcitrante y amargado. Adusto, seco aunque bello, huidizo y provocador, disfruta espantando a todo aquel que pretende acercarse y se encierra en su ático de cristal, en su caja de porros, en sus ambiciones y en las ansias de quien no se siente realizado empeñado en demostrar que merece lo que tiene, que es digno del dinero que ha heredado aunque incapaz de disfrutarlo por algún medio que no sea artificial. Butragueño, en cambio, sólo busca deleitarse sin pensar si merece o no su fortuna, su apellido o el título nobiliario que debió de jugarse al póquer. Pero qué más da, de tez oscura, ojos risueños y perenne esfuerzo por velar en su rostro su natural mundano y obsceno, si se comporta con corrección, si se finge bueno, es por puro instinto de protección, para seguir gozando y que la gallina de los huevos de oro le dure todavía unos cuantos años.
Y aunque parezca contradictorio me siento cómoda con él porque con sólo un vistazo puedo adivinar de qué pie cojea. Le gusta fumar, fardar, follar y farolear, he tratado con especímenes de su calaña, todos con su basura bajo la alfombra, pecados que esconder no precisamente veniales pero que les hacen humanos y una cierta sinceridad esencial que muestran a quien es de su agrado. Son los androides como Esteban Olegar, rígidos como sólo los petimetres saben serlo, empeñados en alardear de su falta de sentimientos, inflexibles como vírgenes, ascéticos como inquisidores, impíos como quien nunca ha cometido mal ni ha sucumbido a ningún anhelo los que me producen desasosiego. Es como si tuviera que lidiar con un habitante de otra galaxia que no sabe de qué están compuestas nuestras emociones, los dolores, los excesos, los miedos, y por eso sonrío a Roberto y a sus ojos lisonjeros y a sus labios ufanos y le digo que sí, que le llamaré como quiera, faltaría más, y que desearía que me contara, sin rebasar por supuesto los límites del secreto profesional, qué sabe de los Olegar, desde hace cuánto los conoce, cómo entraron en contacto y, sobre todo, por qué padre e hijo diferían tanto.
– Por dónde empezar -empieza-, nos conocimos hace más o menos unos doce años. Yo acababa de entrar en el bufete de mi padre y Julio ya era por aquel entonces un prestigioso empresario, aunque no con la fortuna inmensa que ahora deja. Esteban rondaría los dieciséis y Mara, su madre, maniaco-depresiva o más bien, para qué disimular, una loca de cuidado, pasaba por una de sus habituales crisis, por lo que se habían visto obligados a internarla. ¿Sabía que el capital inicial de los negocios de Julio lo aportó ella? Él era un hombre hecho a sí mismo, ya se lo habrán relatado, y ofrecía un futuro prometedor cuando se casaron, pero digamos que su matrimonio fue lo que hoy conocemos por un braguetazo que, lamentablemente, terminó en desgracia. En una de las cada vez más escasas temporadas que pasaba en casa, Mara se cortó las venas. Estaba embarazada de pocos meses y la investigación concluyó que sufrió un desajuste hormonal que agravó su locura. A consecuencia de esto Julio se volcó en el trabajo, tal vez para olvidar, y decidió apartar a Esteban de aquella mansión bañada de sangre y enviarlo a un prestigioso internado en el extranjero. Fue entonces cuando el padre de Mara nos contrató para controlar la gestión de la herencia de su nieto. Quería que se impusieran unos límites a la hora de administrarla para que su yerno no se la jugara en una de esas operaciones arriesgadas a las que era tan dado en aquellos años, si bien hay que reconocer que gracias a ellas y su éxito se convirtió en lo que ha sido hasta hoy aunque, por desgracia, no aplicaba esa pasión a su vida privada: cada vez se encontraba más apagado, se iba transformando en un hombre amargado y derrotado.
– Y ahí fue donde entró usted.
– Esto sería hace cosa de diez años, y yo por aquel entonces ya era buen amigo suyo y empecé a sacarlo por ahí para espabilarlo un poco. Tanto lo espoleé que acabó por levantarme la novia. Sí, a Mónica, no me diga que la viudita no se lo ha contado -amaga un gesto de incredulidad-. De todos modos no creo que se sorprenda si le digo que, aunque ahora se haga la respetable madre de familia, la conocí un verano como participante en un certamen de Miss Camiseta Mojada en el cual, por avatares que no vienen al caso, yo presidía el jurado. Sí, ríase, pero ya sabrá que toda segunda esposa más joven ha de tener un pasado, y vaya si Mónica lo tiene. Tampoco le habrá comentado que esos pechos descomunales que luce se los regalé yo por nuestro segundo aniversario. ¿No? Va a ser que por fin ha aprendido a cerrar la boca. No se lo reprocho, tiene tres niñas arrebatadoras y debe darles ejemplo, no me extrañaría que acudiera todos los días a misa de ocho para arrepentirse de sus pecados, porque vaya si pecó, sobre todo de malas artes con su futuro marido, a quien enganchó bien enganchado, y eso que le avisé. Pero no pude frenarlo, se casaron en seis meses, ella con un bombo de campeonato y Julio, como un adolescente bobo, estúpidamente enamorado. Esteban todavía sigue cabreado por aquello.
– Me deja sin palabras, parece sacado del peor culebrón.
– Pues ésta es la versión abreviada. Veo que no es de las de ojear revistas en la peluquería, porque todo esto salió extensamente detallado en la prensa rosa.
– Vaya, la de horas de hemeroteca que me ha ahorrado. Le agradezco enormemente su sinceridad.
– Prefiero contarle esto yo a dejar que se entere por fuentes adulteradas. Además, ayudándola conseguiré que cierre antes la investigación. Mire, señorita Deza, no me gustaría ver cómo remueve la mierda de esa familia. No es que me importe Mónica, a quien es obvio que no tengo en gran estima, pero sí me duele la memoria de Julio, y soy responsable del futuro de sus hijas.
– Una postura muy inteligente -y le halago porque sé que, de todo mi arsenal de tretas infalibles en los interrogatorios, ésta será la más efectiva con él-, aunque, de todo lo que me ha desvelado, lo que me parece más interesante es la relación entre padre e hijo.
– Siempre fue pendular. Apenas después del primer parto, Julio se dio cuenta de cómo era Mónica en realidad: materialista, frívola y, lo peor, nada cultivada ni interesada por dejarse enseñar y mucho menos domar. Quizá por eso volcó todas sus esperanzas en Esteban, por entonces un universitario avispado e inteligente. Intentó por todos los medios estrechar los lazos entre ambos con la energía y desesperación de un padre avergonzado. Cumplió sus caprichos, que no eran otros que formarse en las mejores escuelas de negocios del mundo, y hasta allí le llevaba a sus hermanas con el empeño de que, ya que no con él, por lo menos se encariñara con ellas. Pero Esteban para aquel entonces era tal y como es ahora: eficiente, ambicioso y desalmado. No me refiero a que fuera un malvado, entiéndame, sino a que había llegado tarde el amor, a la familia, para su formación como persona. Estaba aleccionado para ser insensible, un perfecto tiburón de las finanzas, un futuro hijo de puta en potencia. Julio lo habría dado todo por tener un hijo no tan dotado para los negocios pero más cariñoso, más cercano, alguien con quien compartir un paseo antes que un balance de resultados. Y, con todo, ellos se querían. Discutían a todas horas, cierto, y puede que en sus peleas se dijeran cosas tremendas de las que luego se arrepintiesen, pero Julio no se mató por eso. Recuerde que también están las niñas, y ni uno ni otro habrían hecho nunca nada que las perjudicara. Por eso todavía no me cabe en la cabeza que se haya suicidado, se lo juro, no lo entiendo.
– Pero, si Julio era consciente de que Esteban quería tanto a las niñas, ¿por qué lo dejó a usted como albacea?
– Su pregunta es lógica, hasta obvia, pero se le escapa un detalle: Julio se fiaba de Esteban a pesar de sus peleas, pero no de las mujeres. Si una pécora del calibre intelectual de Mónica pudo engancharlo a él con una argucia tan simple como pinchar un condón, ¿por qué no podría pasarle lo mismo a su hijo? ¿Y quién le garantizaba que, una vez sorbido el seso por la víbora de turno, no empezara a dilapidar el dinero o a jugárselo en un casino?
– Tiene sentido, aunque también lo tendría que apartara a Esteban del dinero de sus hermanas por cuestiones estrictamente empresariales pues, a fin de cuentas, sus diferencias provenían de ahí.
– Más que empresariales eran, en cierto modo, diferencias ideológicas. Julio fue un hombre humilde y ambicioso que logró crecer a base de esfuerzo y, por qué no decirlo, de la ayuda de gente que supo entender su valía. Hasta mi padre, convencido de que tenía futuro, llegó a avalarlo en uno de sus primeros proyectos. Esteban, en cambio, no se caracteriza por un trato humano que contemple mejoras para trabajadores. No contrataría jamás a nadie mayor de cuarenta y, si por él fuera, las mujeres embarazadas deberían ser despedidas ipso facto, e incluso penadas sin indemnización como condena por entorpecer el ritmo de la empresa. Como imaginará, sus posturas políticas eran también diametralmente opuestas, de hecho Julio donaba con regularidad dinero a diversas fundaciones culturales y organizaciones no gubernamentales mientras que su hijo opina que son unos vagos y unos chupópteros, además de ladrones, y el dinero que se les dé sólo sirve para desgravar.
– Qué joya la criatura -concluyo asqueada-. ¿Puedo hacerle una pregunta más, sólo por curiosidad? ¿Qué hará con el dinero de las niñas?
– Invertirlo sabiamente para que, el día de mañana, puedan dilapidarlo como y con quien quieran. Siendo hijas de quien son, y me refiero a Mónica, estoy seguro de que lo harán. Con suerte alguna sabrá aprovecharlo en algo más que en abrigos de visón.
– Me ha sido de gran ayuda. Le estoy muy agradecida -reconozco, y de verdad, mientras empiezo a incorporarme.
– La acompaño a la puerta, señorita -propone galante, y vuelve a colocar su mano en mi cintura para guiarme. Definitivamente, ha llegado el momento de romper esta frágil burbuja de seducción.
– Señora, si no le importa -aclaro-. Señora de Ramón Montero.
– ¿Ramón Montero el abogado? -pregunta con asombro y, como se lo confirmo con un leve movimiento de cabeza, exclama-. ¡Quién me iba a decir que terminaría casándose con una agente de Policía!
– Ya ve. Hay abogados de gustos bien extraños.
Siempre me ha gustado el camposanto de La Almudena. Es enorme, caótico, abigarrado y, como decía el poema, seguramente hay una procesión de sombras de todos los que pasaron, los que todavía viven y los que ya murieron. Cuando estudiaba la carrera solía ir allí de vez en cuando a pasear. A veces llevaba la cámara y, si el día era húmedo, me recreaba sacando primeros planos de ángeles que lloraban lluvia en sus rostros de piedra. Alguna de esas fotografías todavía anda colgada por las paredes de mi casa y me divierte ver la reacción de quienes, tras admirarlas, se sorprenden y hasta esbozan una mueca de desagrado al enterarse de que no son bellas estatuas de un viaje por la Italia monumental sino túmulos funerarios de aquí al lado.
El cementerio de Tres Cantos, en cambio, me da repelús. Recomiendo su visita por aquello de ver algo ciertamente exótico, pero no me compraría allí una parcela ni muerta. Seguro que a las nuevas generaciones les encantará y les parecerá de lo más in. Todos esos chavales que con su gorra de béisbol fliparon viendo en el cine la enorme pradera llena de lápidas blancas de Arlington, campo lleno de huesos de honrosos militares todos ellos condecorados, cowboys con gorra de plato que la palmaron en misión heroica envueltos en la bandera de las barras y estrellas, muertos de sonrisa blanca con la cara de Gary Cooper o Tom Hanks o incluso John Wayne, lo pisarán emocionados, y es que es puro artificio yanqui: campos verdes eternos de un verde eterno que no se desvanece ni en invierno ni en verano, que debe de conseguirse tiñendo la hierba cuando menos, losas niveas tan telegráficas como someras durmiendo a ras de suelo en hileras y más hileras dibujadas a tiralíneas y perfectamente igualadas, fuentes rumorosas en plazoletas que se alternan en geométrico trazado, bancos para que los paseantes desavisados descansen con relajo entre las tumbas y, por si fuera poco, familias que llegan como de picnic y se sientan junto a la sepultura de la abuelita a leer el periódico un domingo o a hacerle simplemente compañía mientras la pobre señora cría malvas y añora, bajo tierra, que la dejen descansar en paz de una santa vez, porque qué es esto, nada más que la muerte, y no es ideal ni genial ni angelical, es una putada como un piano de grande, un paso irreversible que casi nadie quiere dar, y los cadáveres no están contentos, a ver si nos enteramos, y si no que se lo pregunten a Pedro Páramo.
Por eso aquí, durante los entierros a los que he tenido que venir de cuando en cuando, no puedo dejar de fijarme en las personas mayores, los educados en el temor a Dios y al Diablo y su cara de sorpresa y desubicación en este lugar tan moderno que no parece serio, una aberración de arquitectos futuristas que es cualquier cosa menos tranquilizadora y natural, algo sintético y sincrético, minimalista y estrafalario y, desde luego, insano, como estará pensando ese anciano que, frente a mí, al otro lado del ataúd del Culebra, me contempla y enarca las cejas como diciéndome hay que ver, lo que inventan ahora, sólo nos falta un cura de diseño, y sus ojos, expresivos y hasta risueños, parece que me hacen guiños y me impiden concentrarme en la arenga típica y tradicional de éste, un oficiante ad hoc que predica sin cesar las bondades del difunto, nuestro hermano Enrique, mientras yo me pregunto qué diría realmente si supiera que era de todo menos santo: yonqui, chivato y un ladronzuelo de lo más avispado que siempre estaba al quite. Pero para qué alterarlo más, mejor dejarlo estar y que piense lo que quiera en esta comunión de las almas excepcional, donde los cuatro gatos que somos intentamos despedir a un colega sin igual, al bendito Culebra que, por fin y en muchos años, descansará en paz.
Quién pagará su entierro, me pregunto, quién financia su viaje al otro lado en ese ataúd de nogal macizo, en este mausoleo privado y exclusivo. Quién, de todos los que aquí estamos, le quería tanto como para costear todos estos gastos a fondo perdido y, además, quién puede permitírselo. Miro a mi alrededor y calibro por su aspecto a todos los candidatos. Delante, el tío limpiabotas que, según creo, no es realmente su tío; a mi lado, un toxicómano de mediana edad muy perjudicado y con una muleta; dos putillas al fondo, demasiado vestidas de decentes como para serlo de verdad junto a una cincuentona de labios operados teñida de caoba haciendo pucheros que, ni aunque fuera mejor actriz de lo que es, habrían colado; frente a mí, al otro lado de la fosa, el anciano amable y picaruelo que antes me miraba, con bigote a lo Clark Gable, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta y bastón en la temblorosa mano y, por último, el hombre de cara de gato que le acompaña, al parecer nada afectado por el sepelio y que tampoco deja de mirarme fijamente, con una intensidad que, en cambio, me molesta y me da, no sé por qué, una cierta inquietud, como una señal de mal agüero.
Curiosa corte de amigos para despedir con respeto este último naufragio, este punto final que alguien, y quisiera saber quién, se ha molestado en costear.
Regreso a comisaría a la hora de comer. Muchas sillas vacías, ningún recado para mí y el hambre desatada que siempre me entra al volver de un entierro. Leí por ahí que es un mecanismo de defensa para matar el miedo a estar muerto. Comemos, luego estamos vivos. Completamente de acuerdo, pero qué hago, ¿me da tiempo a ir a casa?, ¿pido una pizza?, ¿me dejo arrastrar por la gula hasta el bar de al lado o aprovecho el silencio reinante para hacer alguna llamadita a la lista de Olvido sin la molestia que siempre son mis compañeros soltando berridos?
Me queda por llamar, del grupo familiar, al «Primo» y al «Padrino».
Pues vamos allá, Clara. Échale lo que hay que tener. Respira hondo y marca.
Pero al cabo de unos segundos de espera sucesiva para cada uno de los números, ambos dan la misma señal: fuera de cobertura.
Vaya mierda, y ahora qué. A seguir con la lista, imagino, aunque vuelvo a lo de siempre, por dónde tiro, y se pone a repasarla hasta que sus ojos, entrecerrados como cuando hace crucigramas, con el capuchón del boli mordisqueado bailando entre sus incisivos, comienzan a atar cabos y sospechar, a reparar en las extrañas claves con que Olvido definía a sus clientes, a verlas por el lado oscuro, por el lado de la desconfianza y, ya lo decía mi madre, piensa mal y acertarás. Por eso y decidida, sin sopesar qué va a decir ni a quién se puede encontrar al otro lado, marca el número del móvil que corresponde al «Letrado Insaciable» e, impaciente, espera.
– ¿Sí? ¿Dígame?
– Buenas tardes -balbucea, aún perpleja porque no acaba de creerse que quien responde al otro lado sea verdaderamente quien parece ser.
– ¿Clara?, ¿subinspectora Deza? ¿Se le ha olvidado algo en mi despacho? ¿Y cómo tiene mi móvil?, ¿se lo ha dado Pilar?
– La verdad es que no, señor Butragueño. Para ser sincera le estoy llamando por pura casualidad. ¿A que no sabe de dónde lo he sacado?
– Ilústreme, señora Deza, y rapidito, por favor, ya es demasiado el tiempo que le estoy dedicando -y su voz se vuelve desconfiada al otro lado.
– ¿Se acuerda de esa clienta suya, Olvido, con la que tenía una relación exclusivamente profesional? -hago una pausa retórica que él, mosqueado como parece estar, no se molesta en aprovechar para responder-. Resulta que, a la luz de mis indagaciones, era algo más personal de lo que me aseguró, porque ella grabó en la memoria de su teléfono una lista con los números de sus clientes más habituales y éste al que llamo es, vaya por dios, uno de ellos.
– Qué puedo decirle… -suspira, y parece que se rinde al otro lado del hilo.
– Le ruego que no me repita una vez más que está consternado. Aplíquese la misma sinceridad que empleó para hablarme de los trapos sucios de la familia Olegar y acláreme si hay algo de verdad en lo que me contó sobre Olvido.
– Todo es verdad. Puedo ser un putero, pero no un mentiroso.
– Bonitas palabras en boca de un abogado.
– Lo soy, pero nada de lo que le conté era mentira. Conocí a Olvido a raíz de la partición de una herencia y después, insisto: después, supe a qué se dedicaba cuando el amigo que me la presentó me confesó que era asiduo cliente suyo.
– ¿Y hará el favor de decirme quién es ese cliente?
– Lo siento, pero no. Puedo hablar de mí porque soy responsable de mis actos y no tengo nada que esconder, y puedo hablar de ella porque está muerta y todo le afectará ya muy poco, sin embargo no me obligará a hablar de los demás. Seré un vividor, pero aún me queda algo de honor.
– Respeto su postura. Eso sí, espero que, según su propia escala de valores, no tenga inconveniente en describirme su relación personal con Olvido.
– ¿Y si no me da la gana de responder a eso? Sabrá que puedo acogerme a ese derecho, no tengo que recordárselo -saca su lado chulesco.
– Haré algo muchísimo peor que obligarle a declarar ante un juez: le pasaré esta información a todas las agencias de paparazzi. Lo mismo hasta consigue una portada y así se iguala a Mónica Olegar.
– Es usted despiadada, ¿lo sabe su marido? -pero no me duele el comentario porque intuyo, sé, que he conseguido mi objetivo y me relatará todo lo que quiero saber sobre Olvido y él y su relación privada-. En realidad no hay mucho que contar, durante nuestro contacto estrictamente laboral la observé con atención y me complacieron sus maneras, su clase, su distinción. Mi amigo hablaba maravillas y pude comprobar que era toda discreción. De ahí a pedirle una cita medió sólo un paso. Me trató con exquisita educación, en su apartamento, excepcionalmente bien, pagué más de lo que cobraba, que no era poco, porque merecía el aumento, y repetí. Era una mujer extraordinaria, en todos los aspectos. Para mí fue como un bálsamo, además de placer proporcionaba paz, tranquilidad y, sobre todo, comprensión. Podía hablar con ella, sentía la necesidad de volver a verla cada cierto tiempo, sin importar su tarifa y no más de una vez al mes dado lo solicitada que estaba. Créame, he sentido en lo más profundo su muerte y no hay nada que pueda añadir: jamás hablaba de su vida privada, con nadie, y yo no sé más que lo que pude averiguar tras gestionar el legado de su madre.
– Gracias de nuevo por su sinceridad, señor Butragueño.
– Haga su trabajo y averigüe qué le pasó, con eso me doy por satisfecho.
– Haré todo lo que esté en mis manos, le doy mi palabra. Y quede tranquilo, puede contar con mi silencio.
– Me importa un pito el silencio, pregunte a su marido y verá qué fama tengo -se ríe con desdén y algo de dolor, puedo notarlo-. No olvide darle recuerdos de mi parte. No tenía muy buen concepto de él, pensaba que era un muermo, un apagado, pero ahora que la conozco mi punto de vista ha cambiado. Dígale que hace falta tener un par para casarse con usted.
Qué fuerte, piensa. Y casi se sorprende de la facilidad con que lo ha conseguido. Cuando se lo cuente a Ramón no se lo va a creer.
O sí, por qué no, él mismo lo ha dicho: que es un putero lo sabe toda la profesión. Y, contenta, decide anotar en su lista de nombres en clave las verdaderas identidades que poco a poco va despejando, de momento sólo tres de casi treinta, pero tampoco está mal, acabo de empezar, y esta novela que me estoy montando cada vez más está dejando de ser puro invento para convertirse en realidad, en crónica certera, en verídica certeza. Ahora sólo queda insistir con los dos que estaban fuera de cobertura y, de pronto, se desconcierta al ver llegar a un agente que baja a avisarla de que hay una mujer fuera, en doble fila, que pregunta por ella. Extrañada sale preguntándose qué puede pasar y se encuentra a Zafrilla sentada en su coche con cara de impaciencia.
– Aún no sé nada del Bebé -la ataja Clara antes de que se eche a reclamar su pago-. He puesto a París a tiempo completo en el tema, pero tampoco es para que te plantes aquí como una manifestante en huelga, ¿no ha pasado ni medio día y ya te impacientas? Y a todo esto, ¿por qué no has entrado?
– Ni de coña, sólo falta que tus compañeros se pongan a aullarme para espantármelo -rechaza-. ¿Cómo sabes que te iba a preguntar por él?
– Primero: soy policía. Segundo: te conozco desde hace demasiado tiempo. Y tercero: ¿estás segura de lo que estás haciendo? Al final te arrepentirás. Es un liante, un trepa recién salido del barrio, un dandy del extrarradio que se pirra por encandilar a las damas, que picotea de fiesta en fiesta, de cama en cama.
– No seas agorera. Es cierto que quería saber cómo iba la cosa, pero esta vez te has pasado de lista y me arrepiento de haber venido hasta aquí, además de a preguntar por «lo mío», a traerte personalmente noticias frescas de tus casos.
– A ver, Laura, qué tienes -exige acodándose en su ventanilla.
– Primero: un cabreo descomunal porque crees que soy tonta. Segundo: un cabreo descomunal porque piensas que no sé defenderme sola. Y tercero: la identidad de la huella parcial en la medalla del Culebra -y se embarca en uno de esos silencios que tanto odio para mirarme con esa cara suya de lista de la clase-. Qué, ¿soy o no tan petarda?
– Primero: eres una completa petarda. Segundo: el Bebé tiene novia por mucho que se empeñe en llamarla «vieja amiga». Y tercero: dime de quién es la huella, anda, que me estoy poniendo negra.
– Antes quiero que te quede muy claro que no tengo quince años y que sólo busco una aventura corta y pasármelo bien en la cama. Y ahora agárrate, Clarita, la huella pertenece a la prostituta muerta.
– No lo entiendo, ¿cómo no lo visteis antes?
– París estaba tan seguro de que sólo podía ser de un hombre que no se me ocurrió de entrada comprobar esta alternativa. La verdad es que parecía una huella un poco ancha para ser de mujer, por eso, hasta que no me fijé en la similitud que había con las que encontré en su apartamento, no lo vi claro. Mira qué tontería, podía haber empezado por ahí, aunque a veces no se trata de tener con qué comparar, sino de caer en la cuenta.
– Vale, te debo una. Y te prometo que desde ahora seré más buena todavía.
– No te lo crees ni tú -pero relaja el gesto-. Llámame pronto con noticias.
Y me guiña un ojo, arranca y se va dejándome feliz en medio de la calle, con una sonrisa de tonta en la cara de la que se ríe con sorna el gilipollas de la puerta que, al entrar, me susurra un dile a tu amiga que no mordemos y, acordándome de su madre y de por qué no abortaría a su debido momento, vuelvo a mi mesa y me doy cuenta de que estoy sola y no tengo con quién celebrar el hallazgo. Piensa en telefonear a Ramón pero pronto descarta la idea, estará ocupado, y además, sigue cabreado por culpa de la bronca sobre los pijos y Matisse, que sigue sin salir del armario y ya estoy por llamar a la Asociación de Gays y Lesbianas a ver si la convencen. Ayer mi maridito no me habló en toda la noche, ni hoy durante el desayuno, ni tampoco me ha llamado esta mañana. Cabezón. A veces desearía que todo se acabara, no sentirme tan endeble en su presencia, esta sensación de deuda perpetua porque él sea el único que me defiende y de indefensión absoluta a la vez ante él, que puede hacerme todo el daño que quiera, que ni se da cuenta de que soy vulnerable y de que es quien más me lastima, de lo cruel que está siendo al hacerme sufrir con su silencio empecinado de idiota estúpido imbécil a quien no pienso llamar jamás, nunca, se acabó esto de dejarse machacar, se acabaron los días de bocas cerradas como castigo. Hoy no aparezco por casa a cenar, decidido, me voy al cine sola, no le aviso, no le dejo la cena hecha y que se pregunte dónde estoy y por qué no he llamado. ¿No quiere silencio? Pues lo va a tener con todas las consecuencias. He decidido empezar a plantarle cara. Y punto.
Y resuelta, haciéndose gestos de asentimiento, dándose la razón como las locas de los cartones que van por la calle envueltas en sus conversaciones imaginarias, inmersas en eternos monólogos con las mujeres que fueron en otra vida, decide que no necesita a nadie, que nadie la va a entender ni la va a felicitar ni la va a apoyar porque nadie valora realmente el verdadero mérito de su trabajo, la lucha que mantiene consigo misma y sus ganas de dejarlo y descansar por fin de los demás, que no la entienden, que no se enteran de nada, y se inclina sobre los eternos montones de pruebas que no decrecen y, por tener la mente ocupada, por hacer algo, elige de lo rescatado en la chabola del Culebra la diminuta agenda cutre de apenas veinte paginillas y decide ojearla, a ver qué apuntaba, se dice, y no tarda ni un segundo en comprender que es el típico recuento de las visitas de un camello con la exhaustiva anotación de cantidades, chutes y deudas canceladas. Sólo una única anotación personal destaca, el 27 de noviembre, con mayúsculas: CUMPLEAÑOS NENA.
Quién será esa «nena», se pregunta mientras apunta el dato en su mente y en su propia libreta de notas y se centra en la montaña de documentos requisados de la casa de Olvido, y ya que estamos con agendas vayamos a por la suya, de piel roja y sin duda más gruesa, llena de extrañas siglas escritas con esa peculiar caligrafía de íes como rayos y oes como conchas de caracol y sólo iniciales, cifras que no acaba de entender y sí, esto es lo que necesito, un buen jeroglífico para perderme en acertijos abstractos, en imposibles combinaciones, para no tener que pensar en problemas mucho más cercanos.
Se recuesta en su silla con los pies sobre su escritorio, da un trago corto a su sempiterna botellita con agua del grifo y, armada de paciencia, con ganas de dejar correr el tiempo, empieza a pasar hojas al tuntún hasta constatar que Olvido tenía citas previstas para los próximos dos meses. Y quién coño sería ese cliente que dio la alarma el pasado miércoles, se dice, que mira que le he dado vueltas y no consigo intuir nada y al final voy a tener que llamar a todos los nombres de la lista sabiendo que, de los que consiga hacer hablar, ninguno va a decir la verdad. Excepto Butragueño, claro. Cuando se lo cuente a Ramón se va a descojonar. Si algún día decido volver a dirigirle la palabra, claro.
«Letrado Insaciable», hay que ver, qué querría decir, ¿que era un superdotado del sexo?, ¿que echaba siete polvos en una tarde? No, si al final hasta va a tener méritos el tío. Y dejando correr la vista sobre las hojas mientras cavila, se topa con un «L.I.» marcado en letras grandes y lo mismo va a ser éste mi abogado, ¿no decía que solía visitarla una vez al mes? Y busca interesada más «L.I.» anotados en otros meses distintos y sí, complacida comprueba que, con una periodicidad de reloj suizo, el insigne Roberto Butragueño, descendiente de tan noble estirpe legal, solía quedar mensualmente con Olvido, su clienta más profesional. Clara resopla de pronto como una ciega sorprendida por la luz. Porque se le acaba de caer de golpe la venda de los ojos, porque ahí, en la agenda, debería de estar todo, porque si «Letrado Insaciable» es «L.I.» también tienen que estar los demás, y entonces ¿quién será el del miércoles 9 de octubre en que ella apareció muerta?
Pasa ahora las páginas una a una, fijándose bien y constatando que, en el rosario de iniciales, hay tres letras que se repiten todos los miércoles, incluido también el de la fecha fatídica: «S.H.C.». Quién es, se cuestiona mientras busca con prisa en su libreta la lista de nombres en clave que copió de la memoria del teléfono. Aquí está, no cabe duda: «Sencillo Hombre de Campo». Bingo. Era uno de los cuatro que marqué con un signo positivo, de los que tenían más posibilidades al haber sido bautizados con un alias de connotaciones amables.
Ahora sólo me queda llamar.
Nerviosa, inquieta por la emoción del inminente descubrimiento, marca los nueve dígitos y espera impaciente, molesta por cada nuevo tono que retarda el momento en que alguien descuelgue.
Pero al otro lado sólo hay silencio y, sin esperarlo, salta de pronto un mensaje grabado que dice con voz seria y cansada que ése es el móvil de Julio Olegar, si quiere dejar algún mensaje, espere a oír la señal. Gracias. Porque ahora no estoy, porque hoy es miércoles, porque le he dicho a todo el mundo que me voy al club a jugar al squash, porque no puedo más con esta vorágine de consejos de dirección, índices de Bolsa y broncas con Esteban sin cesar, con hijas que ya me pillan viejo para jugar y una mujer que nunca me va a enamorar. Porque lo que quiero es fugarme, escaquearme, rendirme al descanso reparador, al sueño que entra tras un polvo que te deja como nuevo, al sosiego de un apartamento coqueto al que ni una sola cita quiero faltar, porque en mi puta existencia de pobre rico no hago más que mentir para encontrar mi verdad, usar como tapadera a un buen amigo para que me dejen algo de libertad, escaparme de mis deberes cotidianos para reponer fuerzas y volver de nuevo a la carga esperando como un loco que pase la semana hasta regresar otro miércoles más a sus manos, a sus piernas, dormir abrazado a su vientre con los dedos enredados en el vello de su pubis, en la cama que es mi paraíso, en la bañera donde chapoteamos como niños y donde me ducharé para que nadie huela su rastro en mi piel, con la raqueta en su funda llena de telarañas mientras yo desenredo la maraña de ruina en que se ha convertido mi vida.
Clara agarra su botellita como si fuera un turista recién salido de un desierto en el que ha permanecido perdido un siglo entero. Quiere respirar a bocanadas, empaparse de agua para que chorree por su cuello y danzar en círculos como los indios, aullando, gritando, celebrando su descubrimiento porque ahora entiende el dato que le llamó la atención en el relato de los hechos, porque ahora comprende por qué don Julio Olegar iba a mediodía al gimnasio y luego por la tarde al club y eso no tenía sentido, deporte dos veces en un día no a menos que una de esas veces fuera mentira, más bien deporte antes de presentarse a media tarde en el apartamento de Olvido para desgastarse mucho más, para liberar las tensiones de hombre en celo que no aguanta ya, pero entonces suena su teléfono, odioso, inagotable, perpetuo como una condena en el infierno, incansable como un ligón achispado, detestable como su aliento de vino en tu cara diciéndote piropos prestados, y se obliga a bajar de su nube de humo apache y cogerlo.
– Buenas tardes, he recibido una llamada de su número -es una voz de hombre mayor-. ¿Qué deseaba de mí?
– Disculpe, ¿podría decirme cuál es su nombre? -a que ya la he liado.
– Vitorio Grandal -responde tajante-, y usted debería saberlo, porque no hace ni media hora que me llamó. Lo único que he hecho ha sido limitarme a pulsar el botón de rellamada.
La leche. El pez gordo. Y qué le digo si éste, bien lo sé yo, seguro que es el «Padrino».
– Yo soy Clara Deza -responde sin pensar, como impelida por una fuerza que la obliga a revelarse, como cuando el sargento instructor daba voces en la academia y todos respondían a una ¡señor, sí, señor!, como un acto reflejo que se hace sin pensar en su sentido, como los chuchos con los que experimentaba y torturaba Pavlov detrás de su azucarillo.
– Ya lo sé, y celebro que me haya llamado -comenta, insólito caso, la mar de amistoso-. Estaba a punto de comunicarme con usted.
– ¿Conmigo? ¿Por qué?
– Quería darle las gracias. Ha sido un gran detalle. Se nota que es una persona sensible y considerada.
Dios mío, ¿qué he hecho yo? Disimula, disimula, di-si-mu-la.
– Lo siento, pero no tengo ni idea de a qué se refiere -confiesa sin obedecer a sus propias consignas.
– Y además, humilde -añade-. Me cae bien. Pues verá, ayer envié a uno de mis hombres de confianza a recuperar en el Instituto Anatómico el cuerpo de una persona muy querida, casi un hijo. Al volver me informó de que alguien se había preocupado en buscar un traje con que darle sepultura. Usted, que pensó en proporcionarle un final digno aun cuando ni siquiera sabía si Enrique iría a parar a una fosa común. Le estoy muy agradecido y me gustaría conocerla en persona para demostrarle todo mi aprecio por sus desvelos hacia nuestro querido amigo.
– Yo también le apreciaba, pero no quisiera molestarle. -Insisto.
– Mire -y duda antes de hablar-, ¿usted sabe en qué trabajo?
Oigo su cascada risita al fondo, muy al fondo del hilo telefónico, lejísimos, como en las profundidades de un abismo donde dio la vuelta el aire.
– Por supuesto, sé quién es y dónde trabaja. Usted también sabrá, espero, que soy un venerable empresario sin nada que ocultar -ironiza-. Qué me dice, ¿acepta venir mañana? No me diga que no le pica la curiosidad.
– Allí estaré.
– A las once. Seguro que conoce mi dirección. Ha sido un placer hablar con usted.
La que acabo de liar.
Cómo le explico yo esto a Carahuevo.