40514.fb2
– ¡Noooo, por favor! ¡No me mates!
– Ahora verás, maldita zorra: ¡vas a morir ahogada!
– Soy inocente, ¡¡¡lo juro!!! -continúa suplicando ella.
– Eso ya lo comprobaremos después -se burla él.
– Piedad, por favor, no quiero morir. ¡QUE ALGUIEN ME AYUDE!
– Nadie te va a ayudar, furcia, no tienes escapatoria. ¡Jua, jua, jua, jua! -y con una mano la hunde, la sumerge no sin cierto esfuerzo y espera, con inusual sangre fría, a que transcurran los segundos suficientes observando cómo emergen a la superficie las burbujas de aire que indican que a la víctima se le está acabando el oxígeno y la vida mientras se la oye jadear.
– Glub, glub, glub…
– Nam, ñam, ñam. Qué buena estaba la jodía -afirma, con las miguillas de la pobre galleta maría que acaba de ahogar en un tazón de leche aún en la comisura de la boca, mientras yo le miro asombrada imaginando qué espectáculo no sería capaz de montar si tuviera que exprimir una naranja-. Se acabó lo que se daba. Esta maldita ha muerto. A por otra.
– Ya veo, ya -digo, por decir algo.
– Están riquísimas -proclama con evidente satisfacción el asesino galletero y, contra lo que pudiera parecer, no se trata ni mucho menos de un niño de seis años aprendiz de titiritero. Es un adulto bien hermoso y con unas evidentes entradas en las sienes que me mira, con sus ojos de gato y esa cara triangular como de Nat King Cole blanco que ya conozco, pues ayer mismo lo vi frente a mí con una tumba de por medio en el entierro de nuestro querido Culebra. Yo iba sola y él acompañaba a un vejete y ahora, cosas de la vida, estamos de nuevo frente a frente, pero esta vez es una mesa de cristal la que nos separa en el comedor de la excelsa mansión de Vito que, quién lo diría, por dentro no tiene nada de hortera sino influencias de estilo colonial y arte africano, con maderas nobles por todas partes y unas plantas enormes, tropicales o directamente selváticas situadas ante los grandiosos ventanales que dan al jardín y, tras él, a la verja y a sus gorilas y algo más allá a la furgoneta camuflada de mis compañeros, que se quedaron flipados cuando me vieron llegar a deshora conduciendo mi propio coche hasta detenerme ante al portón de entrada donde, tras dar mi nombre, me dejaron pasar sin problema. Los vi por el retrovisor: Javier el Bebé con la boca abierta y Nacho, mi Nacho, componiendo un gesto de cabreo que pasará a los anales de nuestra historia común. Pero qué se le va a hacer, órdenes son órdenes y ellos entraron tan temprano de guardia que se perdieron la reunión de primera hora donde se decidió, tras mucho deliberar por parte de Santi y el jefe Bores, mucho rezongar de París y mucho sudar el cráneo pelado de Carahuevo, que sí, mejor será que vaya, agente Deza, a fin de cuentas es una oportunidad única para acceder a la morada de ese mafioso e intentar averiguar algo desde dentro. Pero pinchada, añade Bores, para que todos podamos escuchar desde aquí qué le cuenta Vito, y sin ponerte en peligro ni arriesgar más de lo que te dicte ese sentido común tan escaso que tienes, advierte Santi, y menos olvidarte que la tuya es una misión que las circunstancias han propiciado, sin que se te ocurra actuar por tu cuenta ni decir ninguna tontería de las tuyas, que nos conocemos, que el que decide aquí soy yo, que para algo soy el experto y tu superior, remacha París, mucho más preocupado por dejar claro ante los jefes su posición de prevalencia que por cualquier avatar que pudiera sucederme y sí, por supuesto, admirados superiores, todos tenéis ideas sobre cómo debo actuar, todos os mostráis partidarios de que lleve un micrófono para oír lo que se dice, no perder ni un suspiro de la conversación, ni una coma de lo que declare Vito. Qué gran plan, qué idea más cojonuda, una dando la cara y los demás a salvo y bien a cubierto oímos cómo la cachean los gorilas, cómo encuentran el micrófono, cómo le parten las piernas, cómo la tiran al foso de los cocodrilos… Tampoco hay que ponerse así, Clarita, y se vuelven ahora zalameros para convencerme, ¿no decías que en la conversación hubo tan buen rollo con él? ¿Cómo van a registrarte si eres su invitada? Un señor tan educado no creo que cometa semejante falta de respeto.
Sí, educado sí, pero gilipollas no. Y en cuanto a mí, seré policía, pero no suicida. Y si tan claro tenéis que debo ir cableada, ¿por qué no me acompaña alguno de vosotros? Ah, ya, que lo haríais, pero es que eres tú la que ha hablado con él, es que sólo te ha convocado a ti… Venga, compañera, suerte y al toro.
Finalmente, algo más atrás de la furgoneta de Nacho y el Bebé, estaciona otro coche nuestro con los cristales tintados desde donde me cubrirán, espero, si surge algún problema, que no me fío mucho yo sabiendo como sé que tienen la mente en otras cosas, en aspiraciones más altas como colgarse medallas o salir en telediarios que en velarme las espaldas mientras yo espero a que Vito despache sus asuntos matutinos y se digne en bajar y concederme audiencia. Ese Vito que no acabo de imaginar, en esta casa de locos, con guardaespaldas en la puerta que hacen casting de fulanas día sí día también y este curioso monstruo de las galletas que desayuna tan ancho apenas veinticuatro horas después de habérmelo cruzado en un entierro.
– Hay que ver qué casualidad -suelto, por tirarle de la lengua sin que se note demasiado-, ayer en el entierro de Enrique y hoy… ¡aquí estamos!
Pero o es muy tonto o muy listo, yo diría que lo segundo, porque permanece mudo, abstraído en el remolino que él mismo provoca con la cucharilla furiosa en el tazón, y parecería que ni ha llegado a oírme si no fuera porque levanta sus verdes, sus inquietantes ojos de gato hacia mí por un segundo.
– Y tú ¿a qué te dedicas? -sigo preguntando, inasequible al desaliento.
– Psch, esto y lo otro -responde encogiéndose de hombros con una mueca que parece ladeada aunque es, ciertamente, más bien ladina.
– Ahhhh -finjo un desmedido interés destinado a conseguir que se explaye. Pero nada, no hay manera. Contemplo cómo da un trago largo y después le veo relamerse, igualito que Matisse, el bigote blanco que ha dejado la leche sobre su labio y, al borde mismo de la desesperación, decido que quizá sea bueno estimularle con alguna afirmación destemplada o directamente kamikaze que aniquile sus reservas-. Pues yo soy policía -suelto con la misma desfachatez que si confesara ser callista o charcutera, y me alegro por dentro de que el micro que llevo puesto sea tan rudimentario y poco interactivo como para recibir una descarga eléctrica a cambio, porque sé que ahora mismo, dentro de la furgoneta, París estará gritando, tirándose de los pelos y largando a quien quiera oírle que soy una incompetente, una pésima profesional y, además, una bocazas.
– Ya lo sabía -me responde con indiferencia, y su desdén es tal que empiezo a sentirme enana, un poco frustrada, bastante alienada y ninguneada por este mamón que por momentos parece límite y que por el contrario me trata a mí como a la prima tonta que hoy le han traído para jugar y de la que abusa porque sabe que está cortada en casa ajena.
– Claro -reconozco cabreada porque me tengo que comer el chasco y su asco. En fin, ni caso. Gran fracaso. No he conseguido sacarle nada a este tipo, siento que se está riendo de mí y, para colmo, me aburro. Mortalmente. Estoy por soltarle algún tipo de bordería, la primera que me venga a la cabeza, a ver si sale de su ostracismo, a ver si va a buscar a Vito para preguntarle cuándo empieza a torturarme, a ver si éste acaba de solucionar sus asuntos en su despacho y baja de una bendita vez, a ver si tras tantas ganas de agradecerme y alabarme va a ser ahora que se ha olvidado y tengo que recordarle que existo a base de gritos, cargándome este espejismo de cortesía policía-ladrón.
– Y tú ¿has conocido a muchos psicópatas? -me pregunta de pronto Cara de Gato con un deje malsano. No sé qué responderle y, justo cuando pienso en balbucir alguna respuesta inteligible, se explaya-. Yo es que soy muy psicópata, ¿sabes? Ven, quiero enseñarte una cosa.
Y se levanta decidido y me hace señas para que le siga y yo, temerosa de acabar en un cuartucho repleto de mariposas saeteadas en artísticas composiciones, me dejo llevar recordando mi coche, fuera, con mi pistola en la guantera, abandonada a su suerte porque entre todos pensamos que sería un detestable acto de descortesía entrar armada. Sí, pero la que está aquí en pelota picada es una servidora, con el micro puesto y sintiendo que cruje el lujoso parqué bajo mis pies mientras nos dirigimos hacia la pared de uno de los muchos salones empapelada de cintas de vídeo, libros de cine, DVD y fotos enmarcadas que reproducen escenas con Norman Bates, Hannibal Lecter, Travis Bickle, Max Cady o el reverendo Harry Powell como protagonistas.
Cara de Gato no espera que diga nada, pero me observa atento a mi reacción que, imagino, intuye admirativa, así que no me queda más remedio que improvisar un «¡Ooooh!» que lo deje satisfecho e incentive sus deseos de hablar.
– Aquí, como ves -y con aire de guía turístico señala su santuario-, descansan los más destacados maestros del crimen, los auténticos genios del mal, los excelsos apóstoles del caos y el refinamiento. Son los artistas más puros, más sacrificados, más denostados y, sin embargo, los más sinceros: los asesinos en serie -y lo dice con voz cavernosa, como si fuera Vincent Price relatando un cuento de terror. Yo callo y asiento temerosa de interrumpir su perorata aprendida de memoria, un pastiche compuesto por frases sueltas entresacadas de sinopsis, críticas cinematográficas y contracubiertas-, una raza de seres únicos y geniales caracterizados por un rasgo en común: su psicopatía. Porque ¿qué es un psicópata? ¿Un esteta del mal, como apuntó Thomas de Quincey en El asesinato considerado como una de las bellas artes? -la leche, si hasta va a ser que lee-, ¿un privilegiado capaz de desprenderse de la más abyecta de las virtudes, la moral, como a lo largo de su obra planteó Patricia Highsmith?, ¿o un perfeccionista del crimen, como magistralmente nos ha demostrado el séptimo arte? -y entonces se para, se aproxima a mí, demasiado, ladea la cabeza, me mira con fijeza y dice-: ¿A cuántos psicópatas has conocido?
– Estamos en España -respondo-. Aquí no hay psicópatas.
– ¿Que no hay psicópatas? -y se encoge como un niño cuando repite la frase más dura de la bronca de su madre, procesando la información más para sus adentros que para mí. De súbito se yergue, recupera la compostura, su espalda recta, el cuello en tensión y los brazos firmes flexionados a ambos lados de la cadera, los ojos entornados y en la boca una mueca de asco que finalmente me escupe-. Are you talking to me?
– ¿Perdón? -me parece increíble que me esté pasando esto.
– Are you talking to me? -repite, con un gesto agresivo y cara de loco que no sé si es la suya de siempre o se lo hace.
– No te entiendo, yo…
– ¿Cuántas veces has sacado la pistola para defenderte? -susurra, y ésta no es ninguna frase ridícula de película, éste es un requerimiento apremiante, directo que, como la pantomima en inglés, prefiero fingir que no entiendo.
– Por qué quieres saber eso.
– ¿Disparaste sólo al aire o llegaste a apuntar al cuerpo? ¿Le mataste? ¿Qué sentiste? ¿Qué se siente al matar? -justo cuando pierdo la paciencia y levanto mis manos dispuesta a empujarle, a reducirle como me han enseñado en la academia, oigo una voz suave, calmada, cargada de dulzura.
– Deja a la señorita. No la atosigues.
Y no hace falta más porque al instante, como si fuera un autómata o un androide diseñado para actuar en respuesta a estímulos sonoros, Cara de Gato se aparta tan raudo y presuroso como un felino de verdad e, igual que mi gata cuando tira un tiesto, disimula mirando a otro lado, fingiéndose atareado, quitando con el puño de su camisa leves motas de polvo sobre los estantes donde Hitchcock y Agatha Christie duermen el sueño de los genios. Yo me vuelvo entonces y descubro a un hombrecillo de pequeño tamaño y pelo blanco, gafas de montura dorada, bastón vacilante y esa mirada simpática y tierna a la vez que invita a rendirse sin remisión al son de sus encantos.
Y quién es éste, me pregunto, ¿el padre de Vito? Ni idea, pero lo que sí sé, ahora que le tengo delante, es que también se trata del mismo anciano que contemplé ayer un buen rato frente a mí, en el entierro.
– Disculpe a mi asistente -ruega con un gesto que parece apesadumbrado al llegar a mi lado-, se emociona tanto hablando de sus aficiones que se olvida de que no todos compartimos esa pasión.
– No es molestia -improviso aliviada de haberme quitado a semejante elemento de encima.
– Es usted muy comprensiva -me adula, y puedo advertir su olor a colonia de viejo aseado que se peina cuidadoso la raya a un lado y se pone un bonito alfiler de plata, y gemelos de nácar en los puños de su camisa, y se acicala con esmero porque es un caballero de los de antes, con su bastón, su sello de oro grabado, su cortesía ya antigua preocupándose con esa voz vagamente familiar-: ¿Ha desayunado? ¿Le han traído algo para tomar? Fíjese qué horas son éstas de atenderla… ¿Cómo no se te ha ocurrido ofrecerle nada, inconsciente?, ¿no tienes educación? -increpa, sin dulzura ni zarandajas, a Cara de Gato.
– Yo pensé que… -se excusa.
– Qué vas a pensar tú -refunfuña con desdén-. Y ahora, señorita, ¿quiere acompañarme? -y me ofrece galante el brazo libre del bastón y es tan educado, tan picaruelo que, sin pensar si debería esperar a que llegase Vito, decido que sí, que le acompaño, y así me libro de este Gato malencarado.
Nos dirigimos, agarraditos los dos, hacia un cuco ascensor de anticuario con asiento de brocado rojo y embellecedores dorados en los mandos que han instalado en un lateral del impresionante recibidor, y nos sentamos cómodamente en él mientras el monstruo de las galletas, enfurruñado y ceñudo, cierra las portezuelas, aprieta el botón de ascenso y nos contempla al elevarnos. Con las manitas le decimos adiós muy divertidos mientras se da media vuelta y, como buen asistente, sube por la escalera tan rápido que, cuando llegamos arriba, ya está esperándonos, extendiendo su brazo para que lo use como apoyo el anciano mientras se levanta. Una vez recuperado el equilibrio, éste vuelve a mirarme pinturero y me hace un gesto con la cabeza como insinuando un «allá vamos» y yo, sumisa y rendida, lo cojo de nuevo del brazo y avanzo por la anchísima galería hasta una puerta que el aprendiz de psicokiller abre para nosotros y que da a un majestuoso despacho, sin tanto título como algún otro en un bufete del barrio de Salamanca y mucho más sobrio, un despacho en el que es fácil sentirse a gusto porque lo pueblan fotografías antiguas en blanco y negro vencidas por los años y una lámina ampliada de un carguero partiendo de un muelle en bruma desde el cual mujeres tristes y llorosas agitan pañuelos. Mientras el anciano se dirige despacio a la mesa donde duerme su sueño de escarabajo gigante un teléfono negro de concha pulida y me señala una butaca donde acomodarme, yo me cuestiono levemente confundida que, si éste es el despacho de su padre, cómo será entonces el de Vito. Pero ya no caben más preguntas porque el hombrecillo se sienta y Cara de Gato, de pie tras él, sitúa sus manos a su espalda y el simpático abuelito coloca las suyas bajo su barbilla y fija sus grises ojos en mí y sonríe con esa mueca de galán clásico de Hollywood, bajo su bigote fino, y empiezo a inquietarme de nuevo, y es que en sus pupilas de lluvia en cataratas ya no todo es tan apacible, tan sereno, y me echo para atrás en el respaldo y, plena de tensión y prevención, sólo consigo pensar que al menos no estoy sola, porque al otro lado del micro están París, Santi, Bores y hasta León, compañeros, quiero creer incluso amigos, y no me van a dejar tirada en esta extraña situación.
Y es ahora cuando oigo su voz, ya no graciosa ni tierna, que me avisa:
– Como ésta, señorita Deza, es una visita de carácter estrictamente personal, consideraríamos de mal gusto que abusara de nuestra confianza intentando transmitir nuestra conversación al exterior.
– Qué previsor -apostillo, y cruzo las piernas fingiéndome muy segura, muy tranquila, y me llevo la mano al escote y desabrocho uno, dos botones de la blusa mientras Cara de Gato frunce el ceño como preguntándose qué demonios voy a hacer y ambos me contemplan impasibles hasta que, al ver un esparadrapo pegado a la altura de mi esternón, alzan las cejas sorprendidos por mi gesto osado al arrancarme el micrófono de un tirón -¡hija de puta! estará gritando París como un poseso, ¡hija de la gran puta!
»Una cosa son las órdenes -explico desafiante, porque está empezando a joderme este tono que se gasta de Gran Capo Senil y porque sé que un segundo micrófono, colocado algo más a la izquierda, bajo el sostén, y conectado a una grabadora sujeta a mi espalda y oculta bajo la chaqueta, sigue tomando nota de cada punto y coma de nuestra conversación y, de paso, manteniéndome protegida de las iras de unos y otros, que no sé qué será peor, siempre metida en movidas, Clara, y empeñada en dar la cara, me riño, porque eres la única decente aquí, la única que va a cumplir con su palabra: no estoy transmitiendo nada al exterior porque de qué nos serviría probar a hacerlo si el dichoso inhibidor de frecuencias abortaría el intento, pero mis compañeros podrán escuchar todo el encuentro, como que se lo estoy grabando. Y luego se quejarán-, y otra el pundonor, ese concepto tan anticuado que contra toda lógica algunos mantenemos.
– Sabía que no me decepcionaría, nunca dudé de su integridad.
– Sin embargo debo confesarle que me siento en inferioridad de condiciones. Acabo de mostrarle mi único as escondido, he dejado mi arma en comisaría para no ser descortés con la atenta invitación de su hijo y, sin embargo, Vito aún no se ha presentado y me envía a su padre para entretenerme.
Nada más decirlo advierto una mueca de aprensión, incluso de miedo, en el rostro de Cara de Gato, que contiene el aire por un momento, justo hasta que el abuelo muestra sus dientes de caimán en su cara pecosa antes de decirme:
– Quizá tenga razón, señorita Deza, quizás esté siendo algo maleducado -y los labios se le tensan, se ensanchan tal vez demasiado, rígidos, postizos- porque todavía no me he presentado. Yo soy Vito.
Vale, Clara. Ahora sí que la has cagado.
– ¿Es usted Vito? ¡Qué imperdonable error!, no sé cómo he podido confundirlo, ¿sabrá disculparme?
Ríe brevemente y no acabo de saber si se ha tragado mi pantomima de chica despistada y atolondrada. Yo diría que no, pero da igual porque le hago gracia, lo noto, así que decide dejar correr mi metedura de pata, fingir que no ha pasado nada y continuar, como si tal cosa, con el plan que pensó ejecutar desde que hablamos por teléfono, un esquema que debió de dibujar en el momento en que decidió que quería conocerme y que seguramente pasaba por todas y cada una de las fases que ya he soportado, desde la espera en la planta baja acompañada de su ridículo ayudante al tour por el mundo psicópata, hasta incluir el golpe de efecto final de jugar con el equívoco de hacerme imaginar a un Vito bastante más joven. Por eso, porque todo está transcurriendo por su cauce, según lo previsto por esos ojos fríos, calculadores, que brillan como el casco de acero negro de un grillo, se permite ser condescendiente conmigo, porque es como un gato (mucho más gato que el mismísimo Cara de Gato, acojonado ahí detrás) que acaba de descubrir a una arañita que soy yo, y como sabe que si intenta comerme no le duraré ni medio mordisco, prefiere seguirme por toda la casa con el hocico pegado a mi espalda y las pupilas rayadas fijas en mí viendo cómo me apresuro con la escasa fuerza de mis ocho patitas, cómo busco desesperada una hendidura en el parqué donde esconderme y sentirme a salvo y esperar, con el corazón latiendo a mil, que se haya cansado de atosigarme y se largue. Pero no, me asomo con temor por la ranura y sigue ahí, y mete una garra y hurga para que salga, para que me exponga, porque le da igual si me muero de un infarto o de un pisotón, sólo quiere que le dure un poco más, en su vida de gato doméstico aburrido, esta distracción tan divertida en que me he convertido.
– Por supuesto, subinspectora Deza. Y es que, debo confesarlo, tenía muchas ganas de conocerla -y hace una pausa durante la cual me calibra, hasta que emite su veredicto-. No le pega su nombre. O sí, quién sabe. Tiene una mirada clara, pero con un fondo de agua densa. Para que su nombre fuera el reflejo de su identidad completa, debería llamarse Claraoscura.
– Es posible. Usted tampoco es como me lo esperaba -intento bromear-, le encuentro algo mayor de lo que me habían dicho -hala, Clara, suicídate.
– No sólo es la edad, soy yo, que estoy mal -confiesa con franqueza-. Digamos que estoy tocado, pero aún no hundido. Las malas rachas de salud y personales me han echado años encima. Usted es joven y no entiende de esto, no le duele nada por dentro ni le oprimen los recuerdos hasta no dejarle respirar. En cambio yo, a mis años, sólo vivo en el pasado, y es eso lo que me hace viejo: recordar a los que no están -si se cree que me va a dar pena con esa oda a la vejez va listo-. Aunque, para ser sincero, le diré que la veo pálida. Tiene cara de preñada, con esa falta de color de quién lleva a un niño que le roba la sangre. ¿Tú también te has fijado? Por cierto, no le he presentado a mi ayudante -y se vuelve hacia él-: Valentín Malde.
– Encantada -digo sin levantarme y pensando lo bien que le sienta a Cara de Gato su auténtico nombre.
– Es un placer verla de nuevo por aquí -suelta.
– ¿Cómo dice? -me hago la loca.
– Aquella guardia pasando frío a las seis de la mañana -y con sus ojos señala a la ventana-. Nos daba pena. Estuvimos a punto de llevarle un café caliente y un tentempié, pero pensamos que quizá se ofendería.
– Qué detalle -y qué cabrones, nos han mordido-. Aunque no hubiera sido necesario, me traje un termo. Mis compañeros, en cambio, nunca lo han necesitado porque bastante calientes se ponen ya con las chicas que vienen por aquí.
– Ah, las niñas -y el rostro de Vito se torna apacible, bonachón, incluso se diría que se le llenan los ojos de lágrimas-, ¿no son una preciosidad?
– No lo sé, no las he visto. Lo único que me han dicho mis compañeros es que parecen muy jóvenes. Demasiado. Rozando el límite de lo legal.
– Eso no es asunto mío -corta tajante, casi se diría que fastidiado porque le he roto el rollo evocador de la belleza femenina virgen e ideal que me iba a soltar-. De la selección, la edad y su preparación se encarga otra persona más cualificada. Yo sólo las admiro y les ofrezco un futuro mejor, con más salidas y la posibilidad de triunfar en la vida.
– Entiendo, es un esteta -comento con ironía mientras anoto en mi cabeza el dato que relaciona a Virtudes, la mala bicha, como Nacho la describió, con Vito-. No le suponía metido en el negocio de la carne.
– Yo no lo llamaría «negocio de la carne», qué definición más desagradable. En todo caso -matiza-, «negocio del placer».
– Para algunos es lo mismo -sugiero.
– No para mí. Admiro a las mujeres, son los seres más perfectos del planeta. Frágiles y fuertes a la vez, resistentes, supervivientes y, por supuesto, bellas. Son la fuente de donde mana el mundo, el origen de todo -dice mirándome fijamente-. En cuanto a mis negocios… Como sabrá, no poseo historial delictivo, lo cual quiere decir que, como los más dignos ciudadanos, jamás he sido detenido. Ni una multa de tráfico, señorita Deza. Sé que puedo parecerle amoral, pero no carezco de ética y, según las normas que unos pocos han impuesto y otros muchos intentan hacer cumplir, siempre he actuado dentro de la legalidad. Siento un enorme respeto por el ser humano, se lo aseguro. Por eso -y hace una señal a Cara de Gato que éste interpreta a la perfección, haciendo mutis y cerrando la puerta al salir- tenía tanto interés en hablar con usted.
– Creía que sólo deseaba agradecer mis desvelos por su difunto amigo Enrique a quien, por cierto, no sabía que apreciara tanto.
No responde, sólo gira su cabeza de tortuga centenaria para comprobar que su ayudante se ha ido y es cuando, al verle moverse con dificultad, casi se diría que temeroso, su mano temblando ligeramente sobre la superficie pulida del tablero, me viene como un fogonazo el recuerdo de esos viejos solitarios y dementes que se presentan con frecuencia en comisaría a denunciar que la señora de la limpieza le quiere envenenar o que su vecino es en realidad un extraterrestre disfrazado, todos esos recelos alimentados por el desamparo y la sensación de indefensión que otorga la edad, el cuerpo marchito, las fuerzas mermadas y sentir, como cuando vas con muletas, que te faltan manos que te defiendan, que no puedes huir o escapar corriendo del peligro, que estás a merced de la maldad humana. Pero sólo es una sensación pasajera, como un relámpago de sabiduría que dura lo que tarda en posar de nuevo sus ojos en mí. Unos ojos que ya no son tan metálicos, que vuelven a parecer risueños y humanos, hasta sinceros, y que no puedo dejar de mirar, tal es su carisma, mientras le oigo decir.
– Al fin solos, Clara. Porque me permitirá que la llame así. Decir «subinspectora Deza» suena demasiado formal.
– Por supuesto -y advierto cómo me esponjo porque, con sus manchas de edad pintadas en la cara, con sus flores de cementerio en las manos, este señor, Vito, todavía es un galán, caduco pero galán, y sabe imprimir a su voz ese deje de intimidad que sugiere noches mejores y bailes lentos a solas, que consigue, en fin, que a mis años y a los suyos se me suban los colores y me haga responderle, pero no con ese tono condescendiente que usamos con los niños, los tontos y los ancianos, sino con el reconocimiento que se debe a un hombre con tal poder de seducción-. Es lo menos que merece un hombre con su atractivo.
Le ha gustado. Se siente, quizá, como en los tiempos de antaño. Se relame como décadas atrás, cuando descubría a una corderilla apetecible a la que saborear. Me sonríe con educación, hasta diría que con respeto, y me pregunta delicado:
– ¿Le gustan las flores? ¿Cuáles son sus preferidas?
– Las más sencillas. Cornetas, madreselvas, camelias, margaritas…
– A todas las mujeres les gustan las rosas rojas.
– Yo las prefiero amarillas.
– Enrique era jardinero, ¿lo sabía? -me desvela.
– No, no tenía ni idea -contesto mientras mi mente viaja hasta el geranio maltrecho plantado en el culo de una botella de lejía que reposa en mi cocina, aún sin trasplantar.
– Le pagaba una cantidad por cuidar mis rosales tanto en verano como en invierno. Si quiere, luego podemos ir a verlos. Yo adoro mis rosas, y también apreciaba a Enrique. Era casi un hijo para mí. Un hijo desastre que se gastaba todo su sueldo en droga, pero un hijo al fin y al cabo, con ese alijo de peleas y rencores que se acumulan con los años, y culpas compartidas y el temor de no verlo nunca más a pesar de todo -y me observa buscando comprensión-. ¿De veras no está embarazada? Ojalá lo estuviera, así sabría entenderme. Yo una vez tuve un hijo, por eso sé lo que duele perder a uno. A mí me dolía el mío, no la voy a engañar, pero eso no quiere decir que no me duelan los hijos de los demás -hace una pausa cargada de recuerdos-. Sé que usted es capaz de ponerse en mi lugar. Es una mujer abierta, puede comprender las luces y las sombras, los claroscuros de cada uno. La sociedad me considera un enemigo del orden público, y quizá lo sea, pero conservo mi alma, me importa la gente. Enrique era uno de los míos, y por eso quiero que me prometa que va a llegar al esclarecimiento de su muerte.
Y ahora soy yo quien calla y reflexiona antes de reconocer:
– Supuse que tendría sus propios medios para hacer averiguaciones y actuar en consecuencia. Nunca imaginé que acudiese a la Policía.
– La Policía no es de fiar, Clara, bien lo sabe -y percibo con tal intensidad su mirada que, por un momento, me siento dentro del fondo de su ojo, sólo un reflejo en él-. Por eso estoy acudiendo a la única persona con la capacidad moral para llegar a la verdad de este asunto.
– No creo que sea para tanto, me parece que exag…
– No tiene ni idea de dónde está metida, ¿me equivoco? -me reta con dulzura-. Ni siquiera se da cuenta de lo sola que está.
– ¿A qué se refiere?
– Es tan íntegra, tan inocente.
– ¿Debo darle las gracias por sus halagos? -pregunto con escepticismo.
– Le molesta, me doy cuenta, y sin embargo le estoy haciendo un favor. Se lo digo como una advertencia, para que no confíe en nadie. Hágame caso, he comprado a muchos agentes y funcionarios a lo largo de mi carrera. Y no, no me lo agradezca, piense que soy un viejo paranoico que sólo busca manipularla, minar su seguridad, hacerle ver enemigos donde no los hay. Pero si lo consigo y se protege mejor, al menos hasta aclarar esta extraña muerte, me daré por satisfecho. Es como en los cuentos, sólo tiene que empezar a tirar del hilito.
– Si acaba de decir que el Culebra era un…
– Preferiría que no le llamase de esa manera.
– Como quiera. Si Enrique era un desastre, ¿por qué no puede aceptar que haya sufrido una muerte accidental?
– Porque ser drogadicto no es sinónimo de incompetencia. Sabía cuidarse, sólo adquiría material a gente de confianza, no se inyectaría una sobredosis sin querer. Por eso me niego a aceptar la sugerencia de un hipotético suicidio. Aunque nos parezca incomprensible tenía motivos para vivir, créame -y la seguridad con que lo dice me convence-. Hace tiempo prometí a alguien que velaría por él y, como verá, no he podido cumplir mi palabra. No quiero irme con el peso en mi conciencia de, al menos, no haber dado con el causante de su desgracia. Estoy enfermo -admite de pronto con entereza-, no sé cuánto me queda. Querían decírmelo pero no les dejé, es mejor así. En todo caso, hay cosas que quiero dejar listas antes de marcharme -y corta, antes de que pueda pronunciarla, cualquier palabra de conmiseración-. No me diga que lo siente, sólo prométame que dará con quien acabó con nuestro Enrique. Sin excusarse tras sus superiores o culpar a factores que escapen a su alcance. Sé que lo hará. Es algo que también está en su conciencia, y no existe nada que pueda atarla más -y parece como si respirara por fin, hasta que propone-: ¿Qué me dice?, ¿bajamos a ver mis flores?
En el jardín, que empieza a despoblarse en un otoño empeñado en disfrazarse a ratos de verano, me guía hacia sus rosales.
– Son casi todas blancas -aprecio con admiración.
– Me gustan porque son las más difíciles de mantener. Siempre me han gustado las mujeres difíciles -y me guiña un ojo.
– No tiene remedio -le recrimino, y avanzamos ante un cercado poblado por pequeñas lápidas de mármol que llaman mi atención.
– Son mis perros -me explica mientras leo sus curiosos nombres: Xeito, Lato, León, Cissy.
– ¿Cissy?
– Era la fox terrier de una amiga. Cissy Bowen fue en realidad la mujer de Raymond Chandler. Tras su muerte, él no pudo escribir una sola línea más.
– Lo sabía -murmuro entre dientes mientras me agacho para leer el breve epitafio que acompaña a la mascota: «Algún día volveremos a pasear / juntas, / te refugiarás como siempre / en mis brazos, / juntas haremos el viaje. / Me esperarás jugando mientras, / ladrando a tu sombra / en los charcos, / cazando palomas / traviesas, / aguardando el sonido / de mis pasos / mientras llego a tu playa / tu Olvido». Y en menos de tres segundos ya me he incorporado para ponerme frente a Vito en dos zancadas y mirarle encolerizada-. Me da igual si llama a sus gorilas. No pienso marcharme hasta que me explique quién es esa Olvido y por qué su perra está enterrada aquí.
Vito menea cansado la cabeza, se apoya con firmeza en su bastón y levanta la mano que le queda libre. Yo no me muevo ni él tampoco. No ha pasado ni un instante cuando aparece Malde, que le coge del brazo y lo dirige hacia un banco en una zona umbría resguardada bajo las sombras de un magnolio. Les sigo con las manos en los bolsillos y el semblante agrio. La furia me ciega, como esta Olvido de la lápida sea quien me estoy temiendo, aquí va a haber algo más que buenas palabras. Estoy harta de que esta gente me tome el pelo, de que todo dios me pida favores pero nadie tenga el detalle de revelarme la verdad completa.
– A ver -exijo cuando me siento a su lado-, qué pasa aquí.
– Olvido empezó trabajando para mí. La apreciaba mucho. En los últimos años se había alejado de nosotros, pero hubo un tiempo en que éramos muy buenos amigos. Digamos que era como… mi protegida.
– Qué enternecedor, lástima que no me lo crea. Y, por cierto, ya puede ir mandando recado al cementerio de Tres Cantos para que le vayan cavando otra tumba al lado de su otro protegido, nuestro querido amigo el Culebra.
– No bromee con su muerte, por favor. Para mí ha sido un duro golpe.
– ¿Otro? No me diga. Y ahora me confesará que también era como una hija y que por mi conciencia, por mi madre, por mis muertos, haga cuanto pueda para averiguar qué le pasó realmente.
– No, no se lo pediré -y una nube de odio o de pena le cubre los ojos-. He hecho averiguaciones y, créame, ese asunto está zanjado.
– No estará insinuando que se ha tomado la justicia por su mano.
– No ha hecho falta. A veces existe una suerte de justicia poética que nos ahorra ese trabajo. Si me disculpa, voy a retirarme. Necesito descansar -masculla mientras se levanta trabajosamente ayudado por Cara de Gato. Antes de irse se detiene a despedirse y se me revela pálido. Es un ser decrépito, descubro. Está acabado-. Espero poder volver a verla antes de que se desencadene todo.
Se aleja renqueante y me quedo sola en el banco. Aguardo un instante en un vano intento de digerir mi rabia, mi ira, antes de marcharme de aquí. No tarda apenas nada en aparecer uno de los orangutanes que me pide, amable pero parco, que le acompañe a la salida. Ya en la calle, oteo por última vez las copas de sus árboles, arranco mi coche y salgo sin despedirme ni pronunciar palabra. Paso junto a Nacho y el Bebé, que vuelven a mirarme alucinados, dejo atrás el vehículo camuflado donde esos cabrones aguardan, me despego de un tirón el esparadrapo que asía a mi pecho el segundo micrófono, pongo la radio a todo volumen y empiezo a cantar a grito pelado para no caer en la trampa de llorar, y porque el que canta su mal espanta. Miro por el retrovisor y contemplo la calle vacía tras de mí, con sus chalets cercados por muros que defienden a los ladrones de dentro de los ladrones de fuera, con la Mansión Vito al fondo, la más grande y blanca de todas, llena de muertos en vida y muertos de verdad, de locos, de secretos y rencores e inquilinos disfrazados bajo tantas mentiras. La maldigo, los maldigo a todos en mi mente, a los de dentro, a los de fuera, a los del coche y de la furgoneta y, por encima de todos, me maldigo a mí.
Es entonces cuando comienza a brotar el llanto.