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– Vale, a ver que yo me entere, Clarita -es Santi, justo después de regresar de mi cita con Vito, en la reunión de urgencia que hemos montado sobre la marcha para valorar la «visita» que haremos a Virtudes, volviendo por enésima vez sobre lo mismo después de haber escuchado la grabación-, ¿de dónde te sacas tú que Virtudes, o sea, Alejandra, es quien recluta chicas para el viejo?
– Como me vuelvas a llamar Clarita te hago comerte la placa.
– Cuidado con el tono, Deza, no quiero broncas. Estamos intentando sacar conclusiones entre todos y sobran las bordeces -me advierte el jefe Bores en un magnífico ejemplo de ecuanimidad que me obliga a asentir, bajar la cabeza y callarme un rato para digerir mi bilis y no tener que escupírsela a la cara a nadie que me vuelva a faltar, lo que ocurrirá con seguridad.
– De dónde lo sacas, dímelo -insiste Santi obcecado.
– Lo cierto es que, si prestamos atención a la conversación, Vito no llega a citar a Virtudes expresamente en ningún momento -interviene París con su habitual tonillo de suficiencia y voz impostada de ridículo erudito.
– Voy a volver a explicarlo… -y me armo de paciencia-. Virtudes es la encargada de seleccionar a chiquillas a las que promete transformar en modelos y estrellas de televisión y que por el camino terminan convertidas en putas de lujo, ¿hasta ahí todos de acuerdo? -y asienten más o menos convencidos-. Según lo que esta mala bicha me contó, las busca cuanto más jóvenes mejor, sin importarle que sean menores o tener que operarlas, adiestrarlas, vestirlas o lo que haga falta. Pero este proceso es muy caro, ¿quién paga la cirugía estética, las ropas, el estilismo? Es obvio que ella da la cara en nombre de una organización con suficiente capital como para asumir los gastos de este negocio. Tal y como yo lo veo, tiene que haber un «socio inversor»: Vito.
– De eso se trata -interrumpe París con gesto teatralmente escéptico-, de que todo es tal y como tú lo ves, pero lo único que hay aquí es lo que tú nos cuentas y tu interpretación de los hechos. Si lo estuvieras tergiversando para que todo se adecuara a tu descabellada teoría, no lo sabríamos.
– ¿Cómo que no?, ¿y esto qué es? -y cojo mi destartalada grabadora y la enseño triunfal como una abogada en un juicio que muestra la prueba definitiva y es que, por otra parte, esto es exactamente eso: un juicio a mi eficacia, a mi rápida consecución de pruebas, a mi capacidad para relacionar unos hechos con otros que ellos ni llegan a entender ni pueden asumir.
– Parece tu grabadora -afirma Santi con lógica aplastante.
– ¡Qué listo! Pues contiene la conversación que mantuve con la madame. Como es evidente que no os fiáis de mi veracidad a la hora de transcribirla para el informe, lo mejor es que también la oigamos.
Clara la conecta con aire ofuscado y comienza a escucharse su voz falsa y maligna soltando perlas del tipo «nosotros formamos una gran familia», «somos un equipo preparadísimo y con experiencia demostrada», «aquí dentro los compañeros me conocen por Virtudes».
– ¿Te das cuenta de que habla siempre en plural? ¿Quién crees que son esos «nosotros»? ¿Ella y su caniche?
– Quizá -sugiere París con una sonrisa de vencedor-, porque ese «socio capitalista» que mencionas no se cita por ninguna parte.
– Pero ¿has oído la cinta con atención? Me extraña que no te hayas fijado en detalles como que rellene fichas con el perfil de cada muchacha, las cite para hacer un book con un fotógrafo profesional y las aliente incluso a pasar por el cirujano plástico. ¿De verdad piensas que puede costear esa inversión sola? Es evidente que detrás hay una organización muy bien articulada y que todo ese control obedece a una sola razón: a que hay un inversor que pone la pasta pero exige, a cambio, las cuentas claras.
– Tal vez, pero aun así sigo sin entender cómo has sacado la conclusión de que el paganini es Vito. Ahí fuera hay muchos más mafiosos sueltos.
– Estoy de acuerdo -le apoya Bores-. En esta ciudad hay cientos de redes de prostitución ilegal y muchas putas que, cuando se retiran, se ofrecen a montar una para alguien adinerado y poderoso. ¿Por qué van a estar los dos en la misma?
– Porque de sus palabras se deduce el mismo tipo de funcionamiento y, si queréis, ponemos también la grabación que acabo de obtener durante nuestro encuentro. Él habla de selección y preparación de las mejores chicas, de ofrecerles un futuro triunfal…
– Venga, es el mismo rollo que diría cualquiera -me rebate Santi-. Todos prometen lo mismo, incluso a las desgraciadas que vienen de África y terminan en la Casa de Campo.
Eso, venga, Clarita. No seas tonta, simple, pueril, cortita, espesa. ¿No ves que todos pensamos lo mismo, que estás equivocada? ¿Cómo puedes insistir en tus teorías rodeada de hombres que te niegan, que te quitan la razón dispuestos a refutarte que el cielo es azul? Déjalo, vete a casa, es tan fácil como levantarse de la silla y marcharse. A qué seguir, qué vas a sacar en limpio aquí, ¿sería capaz cualquiera de ellos de proponerte para un ascenso? ¿Podrían llegar a reconocer por una vez, sólo por una mísera y diminuta vez, que has hecho algo bien?
Pues hazlo, levántate y vete. Qué te impide alejarte. Qué más te dan los muertos si guardas la conciencia de llegar a casa sabiendo que lo has hecho lo mejor que has sabido. Olvídalos. No les respondas ni les hables. Véncelos con tu silencio. Gánales al abandonarlos en su ignorancia. Vete y vive.
Por un momento calibro la opción. Me callo un rato a ver qué pasa, cómo reaccionan, y espero a que alguien se dé cuenta de que me he mosqueado porque ya está bien de hundirme la moral, joder, de frenarme con sus escollos.
Primero París expone algo sin sentido lleno de «por cuantos».
Después Bores murmura un alegato que ni se entiende.
Más tarde Santi concluye que, definitivamente, no.
Y, al final, las voces se apagan y mueren.
Se miran unos a otros en silencio.
Corre lento el aire.
Lo respiro.
Y hablo.
– ¿Es que nadie se acuerda de la agenda del teléfono de Olvido?
– ¿Qué agenda? -preguntan casi a la vez.
– La de la memoria de su teléfono. Todos los nombres estaban en clave, pero yo he conseguido descifrar unos cuantos. El «Padrino» es Vito, como ya sabéis. Y Virtudes, la «Madrina». ¿Cómo podéis decirme que no tienen relación si ambos están en la misma lista?
La conclusión de la conversación es que bueno, puede, quizá, quién sabe, tal vez haya alguna conexión entre ambos. Cuando mañana usted, Deza, sí, esta estúpida servidora, se vuelva a exponer y dé la cara junto con Zafrilla ante la proxeneta, es decir, Virtudes, no estaría de más que sacase el tema de la financiación del negocio a ver si araña alguna información sobre Vito.
No se preocupe, hombre, sin duda lo haré, no tengo nada mejor que hacer mañana que suicidarme. Y ya que estamos, por aquello de que el Pisuerga pasa por Valladolid, también puedo preguntarle, si le parece bien, jefe, si se ha cargado a Olvido o fueron sus sicarios, pienso, pero no lo digo, aunque ganas no me faltan porque día sí día también tengo que salir a la calle y presentarme ante alguien que me puede matar, dar la cara con temor en el cuerpo y unas imparables ganas de temblar aunque al final, como debe ser, como está establecido que ocurra, me aguanto y oigo cómo dan por concluida la reunión y reparo en que sí, muy bonito, todos hemos hablado mucho, pero al acabar ninguna decisión ni tampoco un plan de acción. Y yo me pregunto, ¿para qué ha servido esto?, ¿qué sentido tiene tanta palabrería si, como siempre, tendré que actuar por mi cuenta a golpe de intuición?, cavila mientras observa cómo, en el otro extremo de la mesa, el jefe Bores y París confraternizan y se ríen a saber de qué machada y menos mal que ahora, en el parón de la comida, podré hablar con Santi sin cortapisas y a ver si saco algo en limpio de todo este lío, porque siento que necesito parar, tomar distancia de los descubrimientos que se suceden con tanta rapidez que no tengo tiempo para asimilarlos, porque son demasiados lazos, demasiadas redes, demasiados cabos de los que tirar y todos conducen a todos y ya no sé qué está bien o qué está mal, quién dice la verdad, quién miente, quién esconde secretos o quién me muestra su auténtica personalidad aunque eso es pura tontería porque no existe nadie que no esconda algo. Hasta yo le guardo miedos a mi marido. Ésa es la única realidad.
– Clara, ven un momento, por favor -la llama París, que ha acabado de departir con el jefe y a ver qué güevo le pica a éste, igual es que no le ha bastado con martirizarme ante los demás y ahora quiere abroncarme en privado.
– Qué -responde agresiva al llegar junto a él.
– No, nada, quería decirte que ya he empezado. Ya sabes, a hablarle de tu amiga y… eso.
– ¿Qué es eso? -este hombre me hace perder la paciencia, me desquicia, me pone de los nervios, tantas ganas de explayarse delante de los superiores y míralo ahora, tan cortado, tan tímido, tan patético.
– Pues eso, que parece que Javier se deja calentar la oreja y que lo ve bien.
– Pero ¿habéis quedado?
– Aún no, pero creo que él ha entendido mis intenciones y en breve caerá.
– Joder, Carliños, vaya mierda de Celestino estás hecho, por como lo cuentas parece que quien le esté haciendo proposiciones deshonestas seas tú. Ten cuidado, no vaya a ser que lo confundas y en la famosa cita, que a ver si la fijas de una santa vez, a quien le tire los trastos sea a ti.
Se me queda mirando con tal asombro en los ojos desorbitados que me da por pensar que hasta él mismo alberga dudas sobre la interpretación que el novato haya podido dar a sus insinuaciones. Definitivamente, los hombres no tienen remedio. Mucha valentía ante el jefe, mucho cuestionarme, mucho disponer y no saben montar una cena en condiciones. Y luego dicen que nosotras somos un desastre. Por lo menos demostramos capacidad para llevar a cabo un plan tan simple como organizar una cita a ciegas.
– Esto… Clara.
– ¿Tú también? Qué os pasa hoy a todos -y me vuelvo para encontrarme a Santi, cabizbajo y alicaído, con esa mirada de perro salchicha que se le pone cuando tiene que decir algo que no le gusta. Vaya día. Primero la bronca, luego París que huye asumiendo su inutilidad como alcahuete y ahora éste.
– Tenía que decirte…, bueno, que me ha surgido una cosa y…
– Y qué -pregunta harta de tanto punto suspensivo.
– Pues que no voy a poder ir a comer contigo como quedamos.
– Pero ¿no decías que era importantísimo que habláramos?
– Compréndelo, Clarita, un compromiso es un compromiso.
– Lo entiendo perfectamente, pero el compromiso era conmigo.
– Tienes toda la razón, pero es que sé que tú lo entiendes y en cambio ella…
– ¿«Ella»? No sé por qué pero me da que no estás hablando de tu mujer ni de ninguna de tus hijas -y él se encoge instintivamente y Clara, al advertir su miedo, le mira de hito en hito taladrándole, clavándole sus pupilas en las suyas, huidizas, cobardes, esquivas-. Entiendo. Sigues con ésa.
– No es lo que parece, sólo hemos quedado para…
– Déjalo, no busques más excusas ni prometas que es la última vez y que sólo os vais a devolver las cartas de amor y nunca jamás la volverás a ver. Que no me he caído de un guindo. Cómo no la vas a ver más si trabaja en la farmacia de enfrente. Y además, que la cornuda parezco yo con este rollo que te estoy soltando, es lo que me faltaba, vamos. Pero ¿se puede saber qué te da? No, tampoco me lo cuentes, me imagino perfectamente lo que te puede dar una madurita entrada en carnes, teñida de dios sabe qué color y vestida como una veinteañera recalentada. Poca vergüenza es lo que tienes, Santi, poca vergüenza. Y te irás al monte de El Pardo, como siempre, como dos adolescentes que no tienen casa donde meter. ¿Me puedes decir por qué no te lleva a la suya, ella que no tiene nada que perder? Va a ser que le da más morbo hacerlo en un coche, como cuando era joven, aunque por sus años debería ser en un carro tirado por caballos. Y tú, claro, de pobre diablo tragas con lo que sea con tal de follar. Pero como se entere tu mujer la vas a destrozar. Estoy por decírselo yo.
– ¡Ni se te ocurra! -pero parece más una súplica que una amenaza.
– No seas patético, hombre. No te preocupes, que no lo voy a hacer. Quién soy yo para romper una familia, eso que vaya en tu conciencia, no en la mía. Pero dime, sólo para que me quede tranquila porque no voy a poder dormir esta noche pensando lo que estás haciendo sin una buena explicación: ¿por qué te vas con ella sabiendo que es un putón?
– No lo entenderías. Me hace cosas que no me hacen en casa.
¿Laura?, soy Clara, que si os venís a comer y os pongo al día de los casos y así de paso nos vemos las tres.
No, lo de Javier va lento pero seguro.
Ya sé que os llamo a última hora pero…
¡Cómo se te puede ocurrir eso! Para nada sois un segundo plato, lo que pasa es que ha sido una mañana de mucho lío y se me ha hecho tarde para llamaros.
Vale, pues os espero en Casa Poli.
En Casa Poli parece que el tiempo no avance, es como si cada vez que entrases te sumergieras en una zarzuela para la que nunca hubiera caído el telón, en una escena retenida en un bucle del espacio-tiempo en la que permanece atrapada la típica taberna de barrio madrileño con su paella, su pulpito y sus patatas bravas dibujadas en los cristales del escaparate, los bocadillos de calamares rebosando grasa en el mostrador y la vida congelada sobre las mesas con sus botecitos de palillos y los granos de arroz en el salero.
Espero sentada al fondo a Dolores y a Zafrilla -a quienes en cuanto aparezcan tendré que llamar Lola y Laura-, con las manos inquietas manchando de sudor el mantel de papel y oyendo la musiquilla de la tragaperras a la que un chino no da tregua porque sabe cuándo dará el premio por el sonido que se mezcla con la rumba del aspirante a cantante de turno que suena en la radio a todo trapo. Lo dicho, un clasicazo. Le echo un vistazo al menú del día y recuerdo de pronto por qué estoy aquí y no en el oriental o en el kebab de al lado ni en ninguna de las cadenas de comida rápida del centro comercial ni tampoco en alguno de sus restaurantes de la planta alta, mucho más fashion y caros: porque se come de puta madre, como en casa, como cuando mamá sabía que volvías de Madrid y se metía entre fogones y se esmeraba en cocinar para su niña, que hacía mucho que no venía. Y al pensar en ella me acuerdo del bulto del pecho y de que ayer, como siempre en la ducha, creíste notar que había crecido, y del miedo que te invadió, que te atenazó más que meterte en casa de Vito, más que Cara de Gato con sus ojos de psicópata, más que entrar en comisaría sabiendo que te iban a comer viva tus propios compañeros. Y ya llegan las dos, riendo por cualquier cosa, y es fácil fingir que todo va bien y hacer como que se olvidan los males y los temores, y pedir comida con muchas calorías que sepa a gloria y tarta casera de postre y una suerte de ficción de hogar mientras se habla de todo y de nada en un intento de olvidar las penas, los jefes absurdos, los polis incompetentes que cobran más que tú, los comepollas que siempre ascienden, lo duro que es el amor incondicional de una hipoteca o el tiempo que hace que no echan un polvo en condiciones.
– Hablando de polvos -comenta Zafrilla-, acabo de acordarme de ese mechón de pelo que hallaste en la chabola del Culebra. Me ha dado algún problema procesarlo, porque no se trata de pelo arrancado, sino cortado, y no había ni una mísera raíz que echarse a la lente, pero lo he comparado con las muestras de Olvido y es suyo. Completamente segura.
– Qué raro, no recuerdo que tuvieran el mismo color.
– Pues la muestra que yo extraje del cuero cabelludo lo confirma -explica Dolores-. El pelo se oscurece con el paso de los años y su tono puede cambiar por mil motivos que no implican el uso de un tinte: el sol, baños en piscinas demasiado cloradas, excesiva exposición al salitre de la playa…
– Ésta es otra prueba más de que el Culebra y Olvido se conocían -recapitula Clara-. ¿Puedes averiguar hace cuánto que se cortó el mechón?
– El pelo lleva muerto por lo menos diez años -confirma Lola.
– Eso significa que tenían una relación muy estrecha desde hace tiempo, porque una no se corta una trenza y se la da al primero que pasa por la calle.
– Frena, Clara, que tampoco quiere decir que se conocieran hace diez años. Ella pudo habérselo cortado en un momento y regalárselo mucho después.
– Lola, no nos chafes la ilusión. ¿Os imagináis que hubieran sido novios? -elucubra Zafrilla con ojos soñadores y mirada perdida.
– Ya salió la romántica -se burla Clara-. Como ahora lo ves todo rosa…
– ¿El qué? -pregunta Dolores.
– Nada, nada, tonterías suyas -responde Zafrilla colorada cambiando de tema-. Y dinos, ¿qué tal vas con las autopsias?
– Con el varón que me enviasteis el domingo, el del garaje, acabo de empezar, pero de Olvido sí tengo novedades. Además de algunos detalles que os había comentado, como lo de las uñas rotas y las palomitas de maíz introducidas a la fuerza bien sabéis dónde, han aparecido ahora algunas lesiones internas bastante inusuales. La más llamativa es un tímpano roto.
– ¿Son anteriores a la muerte?
– Inmediatamente anteriores. Estimo que se produjeron entre treinta y cuarenta y cinco minutos antes del fallecimiento.
– Hostia -exclama Zafrilla.
– Sí, hostia, pero la que le metieron antes de cargársela. ¿Hay alguna posibilidad de que su tímpano se rompiera por cualquier otra causa que no fuera un bofetón? -pregunta Clara expectante.
– Un tímpano se puede romper por mil motivos, como que si eres un bruto quitándote la cera puedes terminar con el oído perforado, así que no esperes que te diga que sin ningún género de dudas el de Olvido se rompió a raíz de un fuerte golpe. Sin embargo sí hay alguna señal que sugiere que pudo haber violencia. Es un rastro muy leve. Me explico: hasta que no hallé la rotura del tímpano no se me ocurrió fijarme con atención en sus orejas, pero en el lóbulo derecho había un ligerísimo desgarro en el agujero del pendiente que no se veía porque éste, que era muy grande, lo tapaba. Incluso había una gotita de sangre. Podría interpretarse como que Olvido se llevó un bofetón en la zona del oído con tal violencia que se clavó el pendiente y desgarró el lóbulo. Ya sé que está muy traído por los pelos, pero es lo único que se me ocurre. Eso sí, te garantizo que también se produjo poco antes de su muerte.
Clara sondea a sus amigas y, con las palmas extendidas hacia abajo, pide tregua como un árbitro en un partido, un tiempo muerto que me permita calmarme y evitar que empiece a ilusionarme como una tonta, porque algunas cosas están empezando a encajar y es todo tan perfecto, tan redondo, que temo aceptar que mis sospechas comiencen a ser ciertas.
– No me quiero alterar, pero ¿me estás diciendo que tienes pruebas de que alguien golpeó a Olvido y luego montó la escena para simular un suicidio?
– Eso me temo a tenor de los indicios.
– ¿Entonces la golpeó hasta matarla y luego la colgó?
– No, el tortazo no la mató, pero una rotura de tímpano conlleva un fuerte dolor que puede llegar a provocar un desvanecimiento. Mi teoría es que opuso muy poca resistencia, la pilló desprevenida. ¿Recuerdas las uñas rotas y algunos arañazos superficiales? Te dije que podían ser típicas señales de una sesión desmadrada de sexo fetichista y, si lo piensas, eso es lo que indica el escenario. No sé si entraría en los cálculos del asesino que perdiera el conocimiento, como creo que sucedió, pero así, con ella noqueada, le sería mucho más fácil orquestar la pantomima del ahorcamiento.
– ¿Y cómo hizo? ¿Usó la soga como polea a través de la viga del techo?
– Imposible, Olvido era un peso muerto. Si la hubieran levantado tirando de la cuerda habría dejado en su cuello marcas por rozamiento. Por otra parte, presentaba todas las señales propias de un ahorcado, lo que indica que alguien la sostuvo subido a una silla, le colocó la soga y la dejó caer.
– ¿Y no podrían haberla drogado o amenazado a punta de pistola, como al Culebra? -sugiere Zafrilla.
– No había rastros de droga o alcohol en los análisis -precisa Dolores.
– No, además ella no se habría dejado -afirma Clara-. Ni a punta de pistola. Estoy segura. Era inteligente y con carácter. Supongo que esperaba a un cliente y se vistió para la ocasión según sus exigencias, pero en un momento dado comprendió que iba a morir y decidió pelear aunque su agresor fuera armado. Intuiría que, para no llamar la atención de los vecinos, el asesino evitaría disparar, y creyó tener una mínima oportunidad. Con lo que no contó es con que la dejarían inconsciente tan pronto. Luego el asesino montó la escena para que pareciera una muerte accidental en el fragor de un juego sexual.
– No me encaja, las señales de violencia apenas eran perceptibles -añade Zafrilla-. Si ella estaba en buena forma y se enfrentó a un hombre, la lucha, al estar igualada, tendría que haber sido más intensa. Un cuerpo a cuerpo entre dos oponentes siempre provoca daños visibles para ambos a menos que él fuera bastante más grande y robusto. Yo que tú barajaría la opción de que tal vez hubiera dos personas. De esta manera sí tiene lógica: uno la sujeta y otro la golpea, uno la sostiene en el aire y otro le pasa la cuerda por el cuello…
– No está mal pensado, y de ser así no tendría por qué tratarse de dos hombres. Podría ser una mujer y un hombre, o dos mujeres… -subraya Clara.
– ¿Entonces descartamos la hipótesis de un solo asesino?
– No me atrevería, Laura. Como dice Lola, todo está demasiado en el aire. Yo creo que aún es pronto para dar nada por sentado.
– Pues no me parece justo, qué quieres que te diga -protesta Zafrilla-. Con lo que te estamos ayudando no tendrías que descartar mi idea así como así.
– Pero ¿qué tontería es esa de descartar tu idea si sois las únicas en quienes confío y con las que puedo hablar, si cada vez que intento abrir la boca ahí dentro -y señala con el mentón, en la otra acera, la puerta de la comisaría- les veo en las caras las ganas de fusilarme?
– No, joder, ahora no, que tengo la cámara frigorífica a tope y con el empresario ya voy servida por el momento -exclama Dolores con voz teatral.
Ríen las tres quedamente, cínicamente, con esa risa desesperada de lo perra, lo puta que es la vida, y más la nuestra, trabajando como negras todo el día, con esa mierda de la liberación femenina que mira que nos la han vendido bien y ya ves tú, qué asco de invento, lidiar con los compañeros en la oficina, con el carrito en el supermercado, con la familia en el cumpleaños, con la celulitis en el baño gimoteando porque no tenemos un cuerpo perfecto y, para rematarlo, odiando que nos lo recuerden nuestras parejas, si las tenemos, porque vaya insensibles y egoístas que son, y si no pues todavía peor, con el ansia de sentirte incompleta, como si te faltara algo. Qué mierda, vaya mierda de vida.
Y casi le dan ganas, qué cosa más tonta, de ponerse a llorar para ser consolada, que seguro que me entienden, que me dejan desahogarme y no se van a asustar ni a poner nerviosas como Ramón cada vez que me deshago en lágrimas ante él porque no sabe qué hacer, no encuentra el botón de reseteado. Ellas seguro que me abrazan como una madre y me dejan descargar esta pena porque es lo que necesito, porque es tan triste, pero tan triste, más incluso que el propio llanto, llorar a solas, a escondidas, sofocando los gemidos que suben por la garganta y casi sin querer empiezan a llenarse los lacrimales y Dolores, tan aguda, tan perspicaz, está a punto de preguntarle si esa luz en su mirada es por la risa o todo lo contrario cuando se interrumpe porque en el comedor entra un traje de caballero azul oscuro con su corbata y su camisa y sus zapatos relucientes y un hombre dentro.
– Hola, Ramón -saludan Dolores y Zafrilla.
– ¿Qué haces aquí? -pregunta Clara estupefacta.
Ante tal avalancha de atención femenina y quizás azorado por la mirada embelesada de Zafrilla, con ese brillo en el rostro de jovencita arrebatada, él no acierta a articular palabra y se limita a besarlas ante Clara, a quien no besa pero acaricia el pelo antes de entregarle varios pliegos de fotocopias enrolladas.
– Ante todo hola, Ramón, qué tal estás, qué alegría verte -la corrige.
– Hola, Ramón, qué tal estás, qué alegría verte. ¿Qué es esto?
– Los planos que me pediste la semana pasada. Como sé que estás muy liada, he quedado por mi cuenta con el padre de mi colega el concertista para ahorrarte su rollo y que los tuvieras cuanto antes -y me los ofrece con una sonrisa y comprendo eso que sienten las madres cuando sus hijos de cinco años llegan a casa con el collar de macarrones cargado de ilusión y no puedo resistirme a sonreírle yo también porque a veces, muchas más de las que me merezco, todavía es ese héroe protector y tierno del que me enamoré, ese que no se merece mis silencios.
– Muchas gracias, me serán de gran ayuda -miento como una bellaca, como la madre que le jura a su niño que se pondrá el collar de macarrones para la más elegante de sus fiestas cuando sé que no va a ser así, que llegan tarde y ya no me sirven para nada porque en lo que menos pienso en este preciso momento es en la vigilancia de la casa de Vito cuando ya he estado allí o la posible estrategia para ocuparla el día de un hipotético golpe que me resulta tan ajeno como lejano, porque me da igual, porque tengo tres cadáveres y la cuenta aumenta casi cada día y eso, frente a la droga sin cortar, sin distribuir, sin ni siquiera aterrizar, me resulta mucho más prioritario y real.
– Eso espero, me ha costado mucho conseguirlos, y más aún aguantarle a él. Y ahora, si me disculpáis, tengo que volver al despacho.
– Adiós -se despide ella mirándole a los ojos.
– Adiós -responde él mirándola también.
Y se marcha ofreciendo un saludo general, ya está bien de tanto besuqueo y tanta cursilería, y al salir se cruza con Javier el Bebé.
– ¡Qué tal, chicas! -exclama éste enseñando todos los dientes en una mueca que se pretende espontánea pero resulta sin embargo de lo más ladina.
– ¡Hola! -responde Zafrilla levantando su cabeza como por un resorte.
– ¿Cómo tú por aquí? -le dice Clara con recochineo.
– No, nada, que he venido porque…
– Eso, di a qué has venido, anda -insiste con sorna.
– ¿Y tú quién eres? -interrumpe Dolores.
– Soy compañero de Clara. Y usted debe de ser la madre de Laura -supone, con el mejor de sus gestos de joven agradable, de yerno deseable que jamás ha roto un plato-. Encantado de conocerla, señora.
Zafrilla reprime una risa absurda, de tontísima adolescente, mientras Dolores los fulmina a ambos con la mirada y yo soy consciente de lo peligroso, de lo tenso de la situación que, como buenamente puedo, intento aplacar diciendo lo primero que se me viene a la cabeza.
– Buen intento, pero no es su madre, es la forense, así que antes de que sigas metiendo la pata ¿nos dices a qué has venido? -inquiero cortante.
– Quería… hablar contigo, a solas. Tengo una consulta sobre un caso.
Ella se levanta y ambos se alejan y se encaminan hacia la barra porque no hay otro sitio mejor donde cuchichear.
– No te andes con rodeos, qué pasa -le digo.
– Nada, sólo quería ver qué tal estaba tu amiga. Es mona.
– Y tú gilipollas integral. ¿Nadie te ha dicho nunca que molestas, que con los casos no se juega, que estábamos aquí tan felices y en un segundo la has liado y a poco que continúes largando por esa boquita incendiarás el local?
– Oye, frena, si he venido es porque París me lo ha pedido, para que compruebe lo chachi que está tu amiga y luego no haya sorpresas desagradables.
– Aquí la única sorpresa desagradable eres tú, así que pírate antes de que malmetas más y yo me tenga que abrir a hostias contigo y luego con París.
– Joder con la tía -murmura mientras se encamina hacia la puerta no sin antes pasar ante nuestra mesa contoneándose ridículamente, como un Travolta con buen culo y poco cerebro, pero cuidándose bien de no acercarse, no vaya a ser que Dolores le lance un mordisco que malogre para siempre sus andares.
– ¿A qué venía ese niñato? -pregunta.
– A hablar con Clara de un caso, ya te lo ha dicho -responde Zafrilla.
– A mí no me engañas, nena, ése quiere ligar contigo y tú le has dado motivos -la acusa Dolores.
– Y qué, ¿es que acaso no puedo?, ¿hay alguna ley que lo prohíba?
– Pues mira, sí, porque tiene toda la pinta de ser un rompecorazones, un gallito de corral, un chulito aprovechado y…
– Pero bueno, ¿y tú quién te crees que eres para soltarme esto?
– Soy tu amiga, soy mayor que tú y lo veo todo mucho, pero mucho más claro. Fíjate si lo veo claro que hasta me doy cuenta de que sólo busca acostarse contigo y tú estás haciendo el ridículo ilusionándote como una tonta.
– Chicas -interviene Clara-, a ver si nos calmamos un poquito.
Pero ellas se observan con ferocidad y ninguna le hace caso. Como dos lobas que se calibran y gruñen por lo bajo, no se quitan los ojos de encima y, como era de prever, como las tormentas fraguadas a fuego lento, acaban estallando.
– Estás amargada -chilla Zafrilla.
– Y tú encoñada y salida -le replica Dolores.
– Y tú te has vuelto una facha.
– Y tú una inmadura, una perdida, una, una…
– Una qué, venga, dilo. Una qué…
– Una puta -escupe Dolores.
– De verdad, no sigáis, al final nos vamos a arrepentir… -intenta terciar Clara cuando el barco está más que hundido.
– No -responde Zafrilla inusualmente fría-. No hay nada de que arrepentirse. Ahora ya está todo dicho. Ya nos hemos quitado las caretas. Las cosas claras. ¿Verdad, Lola? -y recoge sus cosas, se levanta y se marcha.
Clara se pone en pie instintivamente para ir tras ella, frenarla y pedirle que regrese y hagan las paces, pero no se atreve a dejar sola a Dolores, que mira su taza vacía como ausente.
– Tranquila, no pasa nada. Ve con ella.
Y sale a la calle con celeridad, busca a su amiga pero no la divisa. Sí, ahí está, bajo la parada del autobús. Mejor cojo mi coche y me ofrezco a llevarla a su trabajo. Abre la puerta con rapidez, lanza los planos de Maison Vito en el asiento de atrás y arranca. Al llegar a su altura para y la invita a subir.
– Te juro que no entiendo qué cable se le ha cruzado. De verdad que no lo entiendo -repite-. Si ella nunca ha sido así, si parecía una monja cuando siempre fue la más liberal, la más feminista.
– Igual no se trata de eso -sugiere Clara atenta al volante.
– Pues entonces tú me dirás qué es, porque no me entero.
– Hombre, que no le gusta Javier es obvio.
– A ti tampoco y no me has llamado puta a la cara.
– Sí, pero quizá…
– ¿Quizá qué? Dilo, que me estás poniendo nerviosa.
Espera a que el semáforo ámbar se vuelva rojo y se detiene lentamente ante él para desesperación del conductor de atrás, que se envalentona porque coño, hostia, joder, mujer tenías que ser. Clara baja la ventanilla y lo manda a tomar por culo. Cuando la ha subido, mucho más desahogada y serena, es lo único bueno que tiene el tráfico, mira a Zafrilla muy seria y le pregunta.
– ¿No se te ha ocurrido pensar que tal vez puedan ser celos?
De vuelta en comisaría, después del trago de sorpresa y vergüenza de Laura, de su turbación y de cómo no me he dado cuenta, cómo no me ha dicho nada, consigue llegar hasta su mesa sin más contratiempo que las asnadas del tontolaba de la puerta, si es que no tiene remedio, y se sienta y se siente al borde de la extenuación porque entre todos van a acabar conmigo, los amigos y los enemigos, los compañeros y los rufianes, los interrogados y los interrogantes, y tiene tanto sueño, tanto cansancio, que se marcha al baño y mete la cara bajo el grifo y cuando vuelve a su puesto se topa con la mirada conmiserativa de París, que sorprendido pone sonrisa de circunstancias y suelta un claro, tal y como estás todo te resultará muy agotador, que le hace pasar de la sorpresa al estupor y, cuando ya está a punto de preguntarle qué seta alucinógena ha comido hoy, aflora la voz de Santi que la reclama con tono urgente a su despacho, pero antes de ir se toma su tiempo para escrutar a su querido compañero y murmurar un ya hablaremos cuando vuelva que no parece tener buena pinta.
– Cierra la puerta -le pide serio nada más entrar.
– Si me vas a contar cómo te ha ido con ésa, prefiero que te lo guardes para ti. Soy más feliz sin conocer tu vida sentimental, y no digamos la sexual.
– Lo que me faltaba, soportar a mi edad esa actitud de madre superiora.
– Si me tomas como confesora es normal que te pierda el respeto.
– No van por ahí los tiros -gruñe-. Me han autorizado las pruebas de ADN.
– No hay nada como que muera un pez gordo para que den luz verde a las verificaciones periciales más caras.
– Ya te vale con esa mala baba, niña.
– ¿Lo sabe París?
– Tú tienes una visión más profunda y te mojas hasta donde haga falta. Además, a él no le gusta la calle ni la gente. Realmente no sé qué le gusta.
– Vaya noticia. Pero resulta que el caso lo lleva él y es mi superior, así que si quieres se lo dices por teléfono o paloma mensajera, pero se lo dices tú.
– Me gustaría que mañana me pasaras un esquema con las conexiones entre los tres muertos. Carahuevo no nos deja vivir.
– Para primera hora va a ser imposible. Y luego tenemos que preparar lo de la madame para la tarde, a ver cuándo saco un rato -decide, con la chulería de quien se sabe ahora mismo imprescindible-. ¿Puedo irme ya?
– Sí -y antes de que Clara abra la puerta revela-. Esta noche he quedado con la farmacéutica. Voy a cortar con ella definitivamente.
– No te lo crees ni tú.
– ¿Para qué te ha llamado Santi? ¿Por qué no me ha llamado a mí también? ¿Te ha comentado datos del caso? ¿Ha dicho algo de mí?
– Sólo hemos hablado de temas personales.
Y, como salvada por la campana, medio segundo antes de que reaccione y le responda lo borde, lo engreída, lo poco profesional que es, suena el teléfono de París. Lo coge y escucha atentamente y le noto esponjarse y crecerse porque tiene información directa del jefe, y cuelga sintiéndose muy importante, porque cree que está en la pomada, porque cree que corta el bacalao, porque cree que es el crupier con la pajarita que reparte las cartas y me comunica muy formal que «desde arriba» nos han concedido las pruebas de ADN.
– ¿Se supone que tengo que emocionarme?
– Qué desagradable eres, ¿ni siquiera ahora eres capaz de mostrar un poco de sensibilidad?
Pero qué dice este tío, si no fuera porque ahora mismo tengo otras muchas cosas en mente, de inmediato le cogía de las solapas, alto como es, y lo zarandeaba hasta que de esa boquita cruel cayeran como bellotas las verdades que quisiera conocer: a qué está jugando, qué se imagina de mí, a qué aluden sus dobles sentidos.
Entérate, imbécil, quisiera decirle, entérate de una maldita vez de que no sabes nada de lo que soy, ni siquiera de lo que fui. Entérate de que soy otra, de que borré todo lo que olía a ti, de que no queda nada de esa Clara que te pertenecía y sometías, ni recuerdos, ni secretos, ni miradas que únicamente tú sepas interpretar, ni rastro de canciones, versos o acordes que puedas rememorar o comparar con él ahora.
Pero no le dice nada, para qué, y se dispone a desenmascarar, antes de marcharse y acabar el día, a algún otro cliente de Olvido, como si fuera un crucigrama que tuviera que completar para obtener el gran premio, y deduce que si Vito es el «Padrino», por qué no podría ser tal vez Malde el «Primo». Y, sobresaltada por su recuerdo, por esos ojos verdes que no ve pero imagina, por su cara afilada de gato, teclea ese número y, cuando oye su voz pidiendo que dejen un mensaje en el buzón, cuelga contenta y no deja de repetirse para sí misma: ya he completado la «familia».
Y feliz como quien cree haber acertado una quiniela de catorce, se levanta y anota en el corcho de la pared, en la lista de nombres en clave, una nueva identidad. Pero su móvil comienza a tronar, hace ademán de correr a por él, se tropieza en su carrera con León, cuyo contacto le desagrada como si hubiera tocado a un gusano viscoso, y en el traspiés, en el querer apartarse los dos yendo primero a la derecha, luego para la izquierda, sin acabar de dejarse paso, se le va el tiempo fugaz que transcurre hasta que deja de sonar y salta el buzón de voz. Lo busca en el bolso pese a todo, sólo para hacerse la ocupada, para desviar su atención porque la está escrutando tras las gafas de culo de vaso y su cara rosita de cochinillo y su pelo rubio como una aureola, como si acabara de meter los dedos en un enchufe, la ponen nerviosa. No me quita la vista de encima, qué grima, y se inclina ante su cajonera para no verle, poniéndose de lado para evitar tenerlo delante, buscando un trozo de papel donde apuntar los recados, haciéndose la loca y escuchando un mensaje de Lola llorando, otro de Laura con voz asustada y, finalmente, el que acaba de dejar la enfermera de mi ginecólogo porque no le he llamado, porque con los resultados de las pruebas no se juega, y menos con la salud, y no he confirmado la hora de mi biopsia y ya estamos a martes y la cosa está que arde y debo telefonearle cuanto antes y fijar un día, y prometer no plantarle y llevar un frasco lleno de orina y estar dispuesta a dejarme agujerear.
Saco de mi agenda el calendario e intento encontrar una fecha en la que pueda ausentarme, y el mamón de León sigue ahí, y cuando ve mis ojos furibundos clavados en su poco agraciado físico se gira y entonces repara en el corcho, con el grupo familiar resuelto por mí recién completado, y se pone a observarlo curioso, cotilla que hoy no debe de tener ganas de dar ni palo.
Ya lleva un rato de contemplación cuando mi paciencia por fin se pierde sin remisión y mi genio explota:
– Tú, carabotella, ¿se puede saber qué estás mirando?