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XVII

– Y va el muy retrasado y me dice que sólo estaba echándole un vistazo al corcho, que había imaginado que tendríamos fotos de los escenarios del crimen, de las víctimas, de sus visceras al aire, y que quería verlas.

– ¿Verlas? ¿Para qué?

– Yo qué sé, porque es un degenerado, un desgraciado sin sentimientos que se reía como un descosido en casa de la prostituta mientras se balanceaba de una cuerda. Por eso ha pedido que lo pasen a Huellas, para llegar el primero a los escenarios y ver a los muertos con las tripas colgando. Por lo que parece le gusta, le dará morbo.

– Qué asco. ¿Y qué hiciste?

– Echarlo de allí con cajas destempladas. Luego pensé que Santi debería saberlo, ser consciente del elemento que tenemos dentro, pero su móvil estaba apagado, así que le dejé un mensaje. Estaría con su amiguita.

– ¿La farmacéutica? ¿Aún sigue con ella? Vaya idiota.

– Eso mismo le dije yo, pero ni caso.

– Está en una edad difícil.

– Sí, tú defiéndelo.

– No lo defiendo. Sólo digo que está en una edad difícil y con un trabajo complicado, y a veces un polvo sin ataduras es una buena vía de escape.

– Ya, pero resulta que la situación laboral complicada es la mía, porque él no tiene que hacer para mañana un informe detallado de los tres casos.

– ¿Y qué problema hay? Nadie sabe más de esas muertes que tú.

– Exacto, servidora es la que se lleva trabajo a casa mientras París estará ahora con su chati viendo telebasura en su sofá de polipiel o devorando comida basura en su hamburguesería preferida en plan cenita romántica. Total, para que al final sea él quien se cuelgue la medalla.

– Tú no lo haces por la medalla.

– Pero esta situación es injusta. Yo trabajo y ellos se lucen, yo me desespero y ellos disfrutan, yo lo resuelvo y ellos reciben la felicitación.

– Bueno, mi vida -y le pide que se acerque y se recueste sobre su pecho, le acaricia el pelo y, cuando nota que empieza a relajarse, pregunta amable-, ¿por dónde piensas empezar?

– Mmm, ¿con qué?

– Con el resumen del caso.

– ¿Me vas a hacer trabajar ahora? Nooo.

– Confía en mí. Ahora que estás tranquila es buen momento para ordenar las ideas.

– Tú y tus ideas… -suspira-. En fin, supongo que todo comenzó cuando el Culebra llamó a casa aquella noche, ¿te acuerdas? Luego apareció muerto a la mañana siguiente y entonces Carahuevo y sus acólitos me montaron aquel pollo.

– Ése no es el principio, recapitula y presta atención a los detalles. Tienes que analizarlos y extraer lo esencial de ellos. Venga, otra vez.

– A ver, el lunes pillamos al Culebra, le llevamos a comisaría y nos dijo que Vito estaba preparando algo gordo, pero no quiso contarnos más. Después, por la noche, dejó el mensaje en nuestro contestador. Y por la mañana lo encontraron tumbado boca arriba tostándose al sol, aunque en un principio todos pensaron en una sobredosis…

– ¿Vas a sacarte ya de la manga los resultados de la autopsia? Eso es adelantar acontecimientos. Limítate a los hechos.

– ¿Te das cuenta de lo irritable que me estás poniendo? -refunfuña-. Un día después fuimos a registrar su chabola y esa misma noche, a punto de terminar la jornada, nos avisaron de que una llamada anónima había alertado de la muerte de una prostituta de alto standing en un barrio de postín. Cuando llegamos aún no habían levantado el cadáver, permanecía colgada de una viga y vestida con ropa de faena, todo parecía indicar que se había suicidado o que se asfixió durante un encuentro sexual de tipo sadomasoquista. ¿Voy bien?

– Estupendamente -y con lentitud, su mano, practicando el despiste, jugueteando apacible, empieza a desabotonar su blusa.

– Señor letrado, ¿no se estará poniendo cachondo con los detalles escabrosos? Me molestaría mucho.

– No, señora agente, lo que me pone cachondo es tenerla a usted encima.

– Ah, bueno, pues continúo. En la casa de la prostituta, Olvido, copié de su teléfono una lista con nombres en clave de sus clientes y, tras muchas llamadas, he conseguido descubrir las identidades de algunos, entre ellos tu colega Roberto Butragueño.

– Ese Butragueño es un salao, hasta empieza a caerme bien y todo.

– Si es que los abogados son todos unos pervertidos, ¿está intentando la defensa desabrocharme el sujetador? No se hace así, es al revés.

– Muchas gracias, subinspectora. No me cae bien por pervertido, sino por sincero.

– No es difícil ser valiente cuando nada te juegas. Y no olvides que está metido en todos los fregados: cliente de la prostituta, amigo del empresario, albacea de sus herederas, tapadera en su club de squash y hasta el Culebra tenía una tarjeta suya escondida en su guarida.

– ¿Él era la tapadera? ¿Por qué no me ayudas con el cinturón?

– Lo supe gracias a un comentario de la viuda que, por cierto, fue novia suya antes que de Olegar.

– Pero háblame de Vito, por fin lo has conocido.

– Y tanto. Tiene un ayudante que no sé si es muy tonto o muy listo. Se llama Malde y es todo un personaje, tendrías que verlo. Y Vito… cómo explicártelo: es carismático y da miedo a la vez, es amable y, de pronto, adquiere un tono de «te voy a hacer una oferta que no podrás rechazar» que acojona. Se le nota tanto que es consciente de su poder que asusta que pueda hacer cualquier cosa que se le antoje. Sin embargo, nada de esto fue realmente una sorpresa. La sorpresa era él. Ha sido como encontrar al mago de Oz: es viejísimo. Y no teníamos ni puta idea.

– Cómo no ibais a saberlo, es imposible, sois policías.

– E ignorantes por lo que se ve. Pero es que nunca nos ha dado facilidades.

– Como una que yo me sé -añade mientras intenta bajar una cremallera.

– Resulta que emigró muy joven en plena posguerra y nada más desembarcar se perdió su pista. A partir de ahí su historia forma parte de una leyenda que ha ido pasando de comisaría en comisaría y década tras década hasta tejer una especie de mito. No sabemos en qué tipo de negocios turbios se metió, sólo que con los años comenzó a adquirir poder allende los mares y, al tiempo, misteriosamente se borraron sus datos oficiales en nuestro país. Se cuenta que ardió la iglesia donde se guardaba su partida de bautismo, que un funcionario corrupto del Registro Civil, allá por la época franquista, hizo desaparecer su inscripción de nacimiento, que adquirió pasaportes y documentos de identidad con diferentes nombres a un pintor reconvertido en falsificador oficial del partido comunista. ¿Pura ficción? Lo que sí es seguro es que Vito usaba indistintamente diversas personalidades hasta que, de algún modo, sus verdaderas referencias se evaporaron y todos los que le conocieron comenzaron a morir de forma más o menos justificada. Cuando regresó a nuestro país, en unos boyantes años setenta ávidos de constructoras para edificar ciudades dormitorio que germinaban como hongos, a nadie le importó quién era o cómo se llamaba en realidad porque lo único tangible era su dinero. Y él venía cargado. Se inició en el negocio del ladrillo y pronto se le conoció por su falta de escrúpulos, pues no tardó en meterse en negocios de lo más variado, todos turbios, aunque hasta ahora nos ha sido imposible echarle el guante.

– Pero si existen empresas a su nombre tendrá que…

– Sé lo que vas a decir, pero ni siquiera tenemos la certeza de que su nombre real sea Vitorio Grandal o se trate de uno de los alias que adoptó hace medio siglo. Igual se lo puso porque le recordaba a El Padrino. Además, si del empresario más rico de nuestro país sólo se ha difundido una única fotografía oficial, exigencia indispensable para que su compañía pudiera cotizar en Bolsa, ¿cómo no va a poder haber vivido Vito más de treinta años aquí imponiendo entre los suyos una ley de silencio sobre su edad o aspecto? Se dice que siempre ha tenido testaferros y gente de confianza y que, en un momento dado, incluso dobles y actores se han hecho pasar físicamente por él en diversas situaciones. Igual que los dictadores.

– ¿Y por qué se ha molestado tanto en hacer este teatro?

– Por pura manía persecutoria o mero instinto de conservación, yo qué sé. Tiene mil y un motivos para querer pasar inadvertido: enemigos a punta pala, trapos sucios con mafias internacionales que no se andan con chiquitas, temor a los sicarios a sueldo y, al final, siempre nos quedará Hacienda.

– Entonces, si tan escurridizo es, ¿por qué se presentó ante ti?

– En primer lugar habría que ver si el viejo con el que estuve es quien dice ser. Puede que yo haya estado hablando con el sosias y el verdadero Vito estuviera escuchando tras una cortina, quién sabe. Pero también es posible que, a sus años y ya enfermo, esté bajando la guardia. O que toda su historia enternecedora de agradecimiento no sea más que una estrategia para hacernos creer que le queda poco de vida y llevarnos a abortar su vigilancia, o para sembrar en comisaría la semilla de la duda, o para manipularme de algún modo simplemente porque es un viejo chocho y aburrido que quiere volverme loca con sus tejemanejes de polis corruptos que a saber si es cierto que pudo comprar.

– ¿Eso te ha dicho?

– Sí, y lo peor es que ya lo he oído más de una vez. El primero fue el Culebra cuando lo detuvimos para interrogarle. Dijo que nos daba el soplo pero que, si luego el plan se chafaba, no le echáramos la culpa, porque la responsabilidad sería de alguno de nosotros que jugara a dos bandas -lo recuerda con un escalofrío-, y que él no arriesgaba su pellejo para que su información se quedara en nada sólo porque alguien cantase desde dentro.

– Da miedo, parece como si hubiera predicho su fin.

– Y lo peor es que no fue el único. Más tarde, en casa de Olvido, cuando copié la memoria de su teléfono con los nombres en clave, encontré dos que cada día que pasa me preocupan más: «Poli Bueno» y «Poli Malo».

– ¿Y a quién ocultan? ¿Has llamado para comprobarlo?

– No tengo ni idea. Aún no he tenido huevos para hacerlo y, además, ni siquiera me haría falta llamar. Puedo comprobar sus números en mi agenda en cualquier momento, el problema es que no quiero hacerlo.

– No tienen por qué ser de tu comisaría.

– Tú sabes que acabaré llamando porque es mi responsabilidad resolver este caso o por lo menos intentarlo y, si no, acabaré obsesionándome. Además, hasta ahora yo creía que a quien temía el Culebra era a Vito. Él le acusó de comprar policías y, cuando leí la agenda de Olvido, mis dudas de que hubiera algunos compañeros en el lado oscuro se confirmaron, aunque tampoco es ninguna novedad. Y que haya polis puteros, menos. Pero la conversación con Vito, si es que era el anciano con quien hablé, y por su porte, su inteligencia, su malicia, yo diría que sí, rompió todos mis esquemas, porque él me estaba diciendo que ahora hay agentes sucios que él no controla y de los que desconfía. Y si Vito, con todo su poder, les teme, ¿dónde me escondo yo?, ¿quién me va a proteger?

– No tendrías que preocuparte tanto, Santi es un tipo íntegro.

– ¿Hasta cuándo podrá seguir siéndolo? ¿Y cómo sabré si deja de serlo?

– Aparta el pelo, que te voy a dar un masaje, y quítate la camisa, así.

– Piensa en él, si es capaz de olvidar todo el amor que dice que siente por su mujer para ir al campo a echar un polvo con esa golfa, qué me garantiza que, en una de tantas ofertas como recibe para hacer la vista gorda en el trabajo, no diga por fin que sí y recoja su parte del botín.

– Pero ¿tanto le tientan?

– La última vez que lo hicieron, al menos que sepa, yo estaba presente: fuimos a un poblado marginal en el que operaba un gitano que había alijado una importante cantidad para vender, según nos sopló un yonqui al que no quiso fiar más. Intentamos pillarle por sorpresa y registrar su chabola, pero allí no había ni un gramo, todo más limpio que una patena. Más que nada por cumplir con el expediente, por aquello de no montar semejante dispositivo en balde, nos lo trajimos a comisaría para interrogarlo y descubrimos que, como tapadera para blanquear el dinero, tenía unos invernaderos en un pueblo cercano. La verdad es que no era mal plan, así esquivaba la vigilancia policial, centrada exclusivamente en el poblado, y podía justificar sus entradas y salidas con la furgoneta con la excusa de vender la fruta y verdura que, por supuesto, distribuía junto con la droga. En cuanto nos olimos que podría esconder allí la mercancía decidimos presentarnos con rapidez, no fuera su clan a hacerla desaparecer, y solicitamos un perro antidroga a Estupefacientes. No tardaron demasiado en enviarnos uno que parecía más un caniche que otra cosa, pero como menos era nada, y nada era seguro, allá que nos fuimos Santi, León, el de la unidad canina, el gitano, Nacho y yo, que por aquel entonces todavía formábamos pareja. En cuanto llegamos al invernadero el chucho se volvió loco, tenías que verlo, tan pequeñajo y sin embargo los ladridos que pegaba, hasta que nos condujo a una zona de los cultivos que no parecía muy cultivada, valga la redundancia. Nacho y Santi empezaron a cavar mientras León y yo custodiábamos al detenido, el agente aguardaba con su perro, cada vez más enloquecido, y los zetas controlaban los accesos para que nadie se acercara por allí. El final de la historia no es que encontrásemos su otra mercancía, es que había más: el gitano, sin perder la sonrisa en todo momento nos dijo que, ya que estábamos con las palas, caváramos unos metros más a la izquierda, y claro, lo hicimos pensando que estaba jugando al truco de ser bueno y confesarlo todo para que el juez tuviera en cuenta su arrepentimiento. Cuál sería nuestra sorpresa al encontrarnos no más fardos de droga sino una bolsa de dinero como las que en los cómics llevaba el Tío Gilito para un imprevisto. Habría unos veinticuatro millones de los de antes, casi cinco kilitos para cada uno, nos espetó el gitano muy ufano; así que propuso que la coca se quedara en su sitio, él en su casa, nosotros en la nuestra, Dios en la de todos y todos tan contentos. No nos dio tiempo ni a responder antes de que Santi, amablemente, declinara en su nombre y en el nuestro la inusitada oferta. Le leímos sus derechos, cogimos la droga, la pasta y nos volvimos con todo a comisaría. Nadie mencionó su intento de chantaje hasta varios días después, tras las felicitaciones y los falsos parabienes. Fue una tarde en Casa Poli, tomándonos una caña, cuando Nacho comentó que se veía a León jodido, que seguro que se lamentaba de no haber podido meterle mano al dinero. Entonces Santi le preguntó, ¿y tú qué, también te arrepientes?, y antes de que pudiera responder inició su disertación. No quiero saberlo, le dijo a Nacho, no quiero que me digas que tienes una hipoteca como cualquiera de nosotros, que a tu mujer le haría tanta ilusión ese viaje a Cancún, que el dentista del niño os mete un sablazo cada mes por esos hierros en la boca, no me digas cuántas deudas tienes, cuántas goteras podrías tapar. Somos policías, tenemos un deber, hicimos un juramento y sólo quiero que, para cuando yo no esté aquí por lo que sea, por un traslado o un balazo, y os vuelvan a poner ese dinero delante de los ojos, os acordéis de esos yonquis que vemos pasar cada día como zombis en busca de su dosis. Ellos también pensaron que por probarlo una vez no pasaría nada.

– Vaya arenga.

– Y surtió efecto. Nacho y yo lo comentamos pasado algún tiempo. Vaya temple, dijimos, vaya fuerza de voluntad, qué ética, qué moral, qué par de pelotas. Pero ¿sabes?, aquel día éramos demasiados en el ajo y no teníamos confianza los unos en los otros. Estaba el agente del perro, los zetas custodiándonos la entrada y León, que todos sabemos que es una sabandija que puede salimos por cualquier lugar. Pero ahora no hay día en que no deje de pensarlo: ¿y si hubiéramos estado Nacho y yo solos? A lo mejor él, que siempre anda a dos velas, hubiera logrado convencerme. E imagínate si sólo estuviera Santi. Todos los clanes saben que es el jefe, el eslabón de la cadena a corromper, porque si él bajase la guardia tarde o temprano alguno de nosotros caería, incluso puede que ya haya sucedido. Así que si yo fuera un capo y quisiera tener carta blanca, no intentaría comprar a oficiales de poca graduación, sino directamente a él, y no repararía en gastos, treinta, cincuenta, setenta kilos… ¿Tú cuál crees que sería su precio?

– No lo sé, no tengo ni idea. Lo que sí sé es que ya está bien de hablar de él, de gitanos narcotraficantes, de agentes corruptos, de maletines de dinero como los de los presidentes de equipos de fútbol. Lo que ahora quiero es cambiar de tema, que hagamos cosas prohibidas y cenemos tranquilos, o al revés. ¿Qué prefieres?

Pero antes de que Clara pueda responder a su propuesta empieza a sonar el móvil de Ramón y éste debe levantarse de un salto para cogerlo haciéndole gestos con la mano de que no se mueva, no tarda nada y murmura al ver en la pantalla que es su hermano Miguel, qué raro, y a estas horas, y mientras le atiende parece que va a decirle algo indecente para que sonría en su espera pero se calla, escucha con atención y frunce el ceño. Cuando cuelga anuncia que va a salir, pero qué ocurre, por qué tienes que irte a estas horas, dice ella mientras le ayuda a abrocharse la camisa.

– Es mi madre, que no coge el teléfono en casa. Yo tengo un juego de llaves y nos acercaremos a ver si se ha caído o qué.

Y con la chaqueta a medio poner y el pelo despeinado por culpa de mis manos y un rastro de leve inquietud en la mirada comprueba si lleva la cartera, busca las llaves en un cajón, coge las del coche en el aparador y, justo al abrir la puerta, se gira, como si lo hubiera meditado mucho, y con esa voz que reserva para hablar con sus clientes y decirles que las cosas no pintan bien, los testigos no parecen favorecerle, va a ser preferible declararse culpable y pactar una pena menor con el fiscal, le aconseja:

– Clara, te estás liando con la sucesión de los acontecimientos y ni tú entiendes ya nada. Párate un poco y piensa, anda. Creo que tendrás que volver atrás a estudiar mejor las pruebas y empezar por el principio.

*

Vale, otro día que llego tarde, refunfuña, la puta media horita que en la puerta me echará en cara el capullo de siempre antes de decirme que vaya ojeras tengo, a saber qué habré hecho esta noche y con quién, y lo menos grave será gruñirle y mandarle a paseo, cuanto más lejos mejor, porque cómo explicarle, para qué explicarle la nochecita que he tenido.

Vaya nochecita, repite para sus adentros, vaya nochecita la de ayer.

Sin dormir, sin poder leer, sin ser siquiera capaz de concentrarse ante la tele, preocupada y sin saber nada de nadie porque Miguel tenía su móvil fuera de cobertura y el tonto de Ramón, con las prisas, no se llevó el suyo, hay que ver, tanta organización, tanto control y tanto dónde tienes la cabeza, Clara, que siempre te lo dejas todo por ahí para que luego, un día que hace falta, sea él quien se olvide sus cosas y haga imposible la comunicación. Sólo que yo soy comprensiva y no pongo el grito en el cielo ni te llamo inútil porque entiendo que fueron los nervios los que hicieron que lo olvidaras en el bolsillo de la otra chaqueta cuando te cambiaste, explicará luego, mientras que tú nunca dejas de ser Ramón, jamás, y si ocurriera al revés y me lo hubiera olvidado yo ahora mismo estarías pegando gritos enfurecidos porque cómo se me ocurre, ando en la luna y etcétera, y no me mires así, entre avergonzado y acusador, porque sabes que tengo razón y dime, a ver, qué ha pasado, a qué tantos nervios y tanta aprensión si tu madre es perfectamente responsable e independiente y no hacen falta histerias ni misterios porque una noche no esté a su hora ante su mesa camilla con su bolsa de punto de cruz. Puede haber ido al cine.

– Ya, pero es que son las tres de la mañana.

– Después del cine puede haberse ido a bailar con unas amigas. Al Pasapoga o al Windsor, por ejemplo.

– Mi madre no baila, y menos entre semana.

– Pues debería, y también tendría que haberos enseñado a comprender que está en su plenitud, sin ataduras ni estrecheces económicas ni responsabilidades y puede, por fin, disfrutar de un poco de libertad.

– ¿Libertad un martes a las tres de la mañana? ¿Y sin avisar? Tú lo flipas.

– Sois la leche. ¿La avisáis vosotros cada vez que salís? No. ¿Os dice algo si llama a casa y no estáis? No. A lo mejor se ha echado un novio y se ha quedado a dormir en su casa. No, no me mires así, como si no pudiera tener pretendientes ni sexo a su edad.

– ¡Clara, que es mi madre!

*

– ¿Y en qué quedó la cosa?

– En qué va a quedar, Lola, en lo que dicen todos, que su madre es una santa y una mujer muy decente que no desaparece así como así. Y yo venga a repetirle que nadie estaba diciendo que Esmeralda fuera una buscona como la farmacéutica de Santi, que una cosa es echarse un ligue de vez en cuando y otra convertirse en puta.

– Calla, no pronuncies esa palabra, que me acuerdo de lo de ayer.

– Es que tú también… Cómo te pasaste.

– No creas que no me arrepiento, tendría que haberme mordido la lengua, pero ese niñato me sacó de quicio.

– Te entiendo, es algo que pasa a menudo con los hombres. A la larga, todos acaban poniéndote de los nervios. Al final hasta vas a tener suerte.

– Una suerte del copón, lo que yo te diga. Estoy colgada de una amiga mucho más joven que no comparte mi orientación sexual y por si fuera poco la mitad de mis compañeros me miran mal.

– A mí también me miran mal los míos y no soy lesbiana. Lo hacen porque suponemos una amenaza para ellos, porque somos extrañas en su mundo, molestamos. Si te contara la que se ha liado por las pruebas de ADN…

– ¿Te las han autorizado por fin?

– Sí, pero sólo porque ha muerto el ricachón y la cosa se complica.

– A ti qué más te da, el caso es que podamos hacerlas. ¿Entonces saco muestras de los dos cadáveres que tengo y uso las que tomé del Culebra?

– Sí, y también quiero enviarte unos dientes que he encontrado.

– ¿Dientes?

– Parecen dientes de leche. En la chabola del Culebra encontré tres, y luego, en casa de Olvido, otro par.

– No es tan raro, mi madre guarda mis dientes de leche y los de mis hermanos. Es el tesoro del Ratoncito Pérez.

– Ya, pero la que los guarda es tu madre. Lo que no me explico es por qué los tenían ellos, a menos que sean padres, claro. Por eso quiero que los veas.

– Ningún problema. Envíamelos cuanto antes, no vaya a ser que acaben vetándome la entrada en el trabajo por bollera y se quede todo a medio hacer.

– No exageres. Qué más te da lo que piensen.

– A mí ellos, en el fondo, me tocan un pie, pero Laura no.

– Laura lo que tiene que hacer es crecer un poco y desengañarse de espejismos como Javier, eso por de pronto. Y luego os va a tocar mantener una seria conversación, porque es imprescindible para conservar vuestra amistad.

– Lo sé, pero eso no quita que esté muerta de miedo.

– Qué me vas a contar. En cuanto Ramón volvió y me dijo que su madre seguía ilocalizable, recordé la conversación que tuvimos ella y yo el domingo y no paro de darle vueltas a la idea de que ya ha puesto en marcha su plan de fuga.

– ¿No es demasiado pronto?

– Yo también lo creo. Pero ¿y si no está con una amiga o un novio? ¿Y si se ha marchado de verdad?

– Entonces tendrás que cumplir sus deseos y contárselo todo a tu marido.

– Lo sé. Y estoy cagada.

– Vaya mierda de vida, Clara.

– Desde luego, Lola. Vaya mierda.

*

– Buenos días, Clara, soy Laura. ¿Es muy temprano?

– Si estoy sentada en mi mesa de trabajo será que para mí ya no lo es.

– Es que no he podido dormir en toda la noche…

– No me digas.

– No te burles de mí.

– No me burlo, pero ocurre que no eres la única. Ninguna de nosotras ha pegado ojo en toda la noche. Y tenemos un día largo por delante.

– Precisamente de eso quería hablarte. No puedo.

– ¿No puedes qué?

– Sabes de sobra a qué me refiero. A lo de hoy, a lo de hacernos pasar por unas… ya sabes, a ir a donde esa madame. Me resulta imposible, sobre todo después de lo que ayer me llamó Lola. Me siento tan sucia, tan tonta, tan…

– No le des tanta importancia, sabes que fue un exabrupto que dijo en un arranque de genio y que no lo piensa en absoluto. No te lo tomes a pecho.

– No, si tiene razón, si me estoy comportando como una estúpida, coqueteando como si estuviera desesperada y fuera el último hombre vivo, y sé que no vale la pena perder a una amiga por un tío como ése. Pero no sé cómo decírselo.

– Llámala.

– ¿Y si me malinterpreta? ¿Y si…?

– Oye, será lesbiana, pero no obtusa. Hazme caso y díselo.

– Sí, pero a lo de hoy… Preferiría no ir, lo siento. ¿Te dará problemas?

– Carlos.

– Qué -responde sin mirar, abstraído en sus legajos.

– Tengo que decirte una cosa. Atiéndeme un poco.

– Esta Olvido tenía más movimientos en sus cuentas que Botín. La de pasta que movía, no hay quien se entere de nada, dinero que va y viene de unos bancos a otros, ingresos no tributados, pagos enormes con tarjetas de crédito…

– Acaba de llamar Zafrilla. No quiere venir a lo de la madame.

– Hostia, qué putada -y por fin levanta la vista-. Eso no se hace. ¿Y no puedes convencerla?

– Imposible. Se niega en redondo.

– Pero ¿cómo puede ser? Si ya tenía al Bebé convencido, si íbamos a quedar para este viernes… ¿Y no podemos localizar a otra chica que sirva?

– Sé realista, si ella no viene se nos cae todo el plan como un castillo de naipes. Hay que asumirlo y joderse.

– Pues vaya amiga más irresponsable. Qué falta de profesionalidad.

– De eso nada, capullo -salta ofendida-. Ella no es policía, no tiene por qué hacer esto, no tiene por qué exponerse y dar la cara y jugarse su culo. Si tan informal te parece llama ahora mismo a tu queridísima Reme, que por la edad da el tipo a la perfección, y pídele que se venga para aquí pitando. Igual aún llegamos a tiempo -y descuelga su teléfono y se lo ofrece retadora. Al cabo de unos segundos, y viendo que París no recoge el guante, Clara concluye-. ¿Qué, no te decides?, ¿no quieres exponerla al casting de Virtudes o acaso te asusta someterla al veredicto de tus compañeros mientras ella sacase pecho por todos nosotros?

– Está bien, tu amiguita no viene -y noto cómo lo de tu «amiguita» lo dice en el tono más ofensivo posible-, no tenemos sustituta y se va por el desagüe todo el guión. Ya me dirás tú qué hacemos ahora.

– Habrá que hablar con Santi, que decida él.

– Santi sigue sin aparecer.

– Y esto es lo que hay, jefe. No podemos obligarla porque no tenemos ninguna autoridad sobre ella y, para colmo, vamos demasiado justos de tiempo para encontrar otra candidata. De hecho, el operativo tendría que empezar a organizarse en menos de dos horas -resume París.

– Pues, y perdónenme que use la expresión, vaya soberana putada -maldice el jefe Bores.

– Estoy absolutamente de acuerdo con usted, eso mismo dije yo.

– Y yo me congratulo de que sus opiniones sean unánimes, pero lo que me gustaría es que me dieran una orden precisa al respecto -interviene Clara bastante quemada después de oír cómo califican a su pobre amiga Laura de poco profesional, incluso de fresca, hay que ver qué jeta, y me refiero a la de ellos, por supuesto, que carecen por completo de la objetividad necesaria para verse a sí mismos como yo los veo ahora: endiosados, chulos, tan convencidos de su valía, de sus dotes de mando para decirnos cómo actuar, para montar una operación en la que no sabrían qué hacer si tuvieran que ser ellos los que se pusieran delante de Virtudes dispuestos a ser contemplados, evaluados y vejados como en una feria de ganado. Me gustaría saber cómo reaccionarían si les examinaran la dentadura, los flotadores, las calvas y el paquete tal y como a nosotras nos mirarían las tetas, el culo, el vientre y las pantorrillas. Sería divertido. Sí. Mucho. Estoy por llamar a Vito y proponerle que tantee de veras el negocio de los boys, que es un mercado con futuro.

– Clara -es la voz de Bores sacándola de sus elucubraciones-, ¿me está escuchando?, ¿sabe dónde está Santi?

– Lo siento, no tengo ni idea. Pero sí que nos queda tan poco tiempo que tendríamos que arriesgarnos a tomar una decisión sin él.

– Ya, bueno, yo… ¿Cómo lo ven ustedes? -nos consulta Bores indeciso.

– Pues, si me permite que dé mi opinión -interviene París-, yo diría que en una situación de este cariz quizá lo mejor sería actuar en consecuencia según operativos precedentes, por cuanto todo lo expuesto nos conduce a… Clara, ¿sabes de alguna situación similar y cómo se procedió?

– No, pero yo opino -que no tenéis ni puta idea de qué hacer, pero no puedo ni debo decírselo y por eso acabaré inventándome sobre la marcha algo lo suficientemente inteligente y sutil como para que la solución les parezca suya y así no la rechacen- que no deberíamos hacer nada. Ya he llamado una vez a la madame para cambiar la cita y creo que si tuviera que volver a hacerlo la perderíamos definitivamente. Por tanto, lo mejor que podemos hacer es esperar. Esperar y ganar tiempo. ¿Qué les parece?

– Por el momento vale, lo dejamos así.

– Sí, señor -clama París marcial.

– Lo que usted diga, jefe -mascullo yo.

*

Cómo odio el papeleo en comisaría.

Es cierto que me acojona tener que disfrazarme, crear un personaje y salir a patrullar y actuar como alguien que no soy sintiendo bajo mi pose el sudor y el pavor de no ser yo pero serlo, sabiendo que están junto a mí la pipa y la agresividad del miedo y la inconsistencia de sentirme tan desprotegida. Sin embargo la calle, la acción, dar la cara, todo eso es pura adrenalina mientras que aquí, ante mi mesa dándole vueltas a los expedientes, a las ideas y a tanta burocracia y días perdidos de una a otra ventanilla, todo es sopor y el machacón sonido de las teclas del ordenador bailando con la monotonía.

Quiero salir, quiero correr, quiero irme de aquí.

No aguanto más a París sonriéndome conciliador preguntándome qué tal estoy cada vez que me levanto para ir al baño, ofreciéndose a sacarme un café cuando va a la máquina con una sonrisilla de suficiencia. Me dan ganas de largarle dos sopapos a ver si espabila, a ver si se le bajan los humos, ese aire de sabihondo que siempre me repateó y ahora directamente me revienta. Siento que necesito perderlo de vista, largarme, encontrar una excusa que me permita quitármelo de delante antes de que haga cualquier tontería y la fama de loca que tengo se confirme por completo a menos, claro está, que alguno de éstos lo justifique diciendo que tengo uno de esos días del mes.

– Carlos -dice levantándose-, voy un momento a la sala a oír una cinta.

– ¿Una cinta?, ¿cuál? Si esta mañana hemos oído la grabación de la casa de Vito y también tu conversación con Virtudes que, por cierto, Clarita, y no te ofendas, a ver si en un futuro eres capaz de conseguir mejor calidad de sonido.

– A sus órdenes, señor -responde cortante.

– Tampoco te pongas así, mujer, que sólo era una sugerencia… ¡Y no me has dicho cuál vas a oír! -dice casi gritando porque ella ya se aleja.

A ti te lo voy a contar, soplapollas, comemierda, pelota, cagón, piensa mientras busca la cinta en el archivo por su fecha y cierra la puerta y pasa de los cascos porque prefiere escucharla tal cual, como la oyó el primer día, al principio de todo.

Oye… ¿estás ahí?

Qué bonito, tía, los dos a dúo en el contestador, qué delicado: Clara y Ramón, Ramón y Clara… A ver si un día nos hacemos un mensajito así tú y yo.

Pues no, no debe de estar. Bueno, a ver qué le digo. Déjame pensar…

Oye, gata, que tengo que verte mañana, hay algo para ti. Cosas para contarte, micha, y una para enseñarte, ja, ja… ¿No quieres?

No digas que no. Búscame mañana, ¿me oyes?, que es importante, tronca, en serio.

Y oye una cosa, no me tomes a mal lo de antes, que era broma, coño, ya lo sabes, pero búscame, no te olvides.

Que no tardo nada y voy.

Ahora no, luego.

Pues eso, que te acuerdes de mí. Que soy el Culebra, joder.

Una vez leí en una novela que alguien llegaba a su casa, ponía la televisión y se aterraba al oír las risas enlatadas de las comedias yanquis. Y no es para menos. Esas risas se grabaron en los años cincuenta, cuando los capítulos se hacían en directo con público en los platos, y aunque actualmente también se graban series con espectadores reales parece que sus carcajadas no gustan a la audiencia, no resultan tan auténticas. Vaya mierda de realidad esta en que preferimos las risas de gente muerta hace décadas porque suenan mejor, más ingenuas, más limpias.

A qué suenan nuestras risas hoy. A qué sonará la mía. A amargura, a estrés, a pánico, a hartazgo, a temor.

Está claro que nadie debe haber sido más feliz en la vida que un americano de los años cincuenta al que seguimos oyendo carcajear, como yo al Culebra, que parece contento en su mensaje, contento y apurado, con prisa, como si le estuviera esperando alguien y sólo yo le atase en su partida.

¿A qué suena la risa del Culebra?

A verano, a ilusión, a pasión.

A eco.

Qué pasaría si el Culebra no estuviera solo cuando grabó su mensaje.

Parece que hable para alguien más que al simple contestador.

Y pulsa de nuevo el botón de play y aísla las frases.

Pues no, no debe de estar. Bueno. A ver qué le digo. Déjame pensar…

Que no tardo nada y voy.

Ahora no, luego.

Qué pasaría si todos esos incisos que parece hacer para sí mismo no fueran delirios de yonqui que habla solo sino frases para un interlocutor que escucha y no se deja sentir, que tiene prisa, que no quiere esperar, al que se le ofrecen disculpas y se le asegura que no vas a tardar nada, ya voy, ahora no, luego.

Quién estaba con él. Quién esperaba a que grabara su mensaje para mí.

Tal vez un colega, otro drogata, como el mimo yonqui. Quizá le aguardaba para ir a chutarse los dos, cuando el Culebra, con todo dicho, con su mensaje grabado en mi contestador, quedara libre y pudiera perder la cabeza. Pero en ese caso, cómo es que sólo murió mi confidente.

Y si no era un colega, si fue su captor, el que le encañonó con la pistola y le obligó a meterse el más osado de sus sueños, cómo es que se dejó, cómo es que le hablaba tan afable, tan relajado, cómo no fue más explícito en su mensaje sabiendo la que le iba a caer y, sobre todo, qué tipo de asesino le da permiso a su víctima para llamar a una madera.

Joder. Tengo que mandar cuanto antes esta cinta a analizar.

Tengo que descifrar esos ruidos que bailan al fondo.

Tengo que aislar el sonido de esa otra voz.

Tengo que averiguar si hay alguien más.

*

– Carlos, hay que analizar esta cinta. Había alguien más con el Culebra.

– Mucho quieres gastar. Vaya bronca te va a echar Santi cuando se entere.

– No lo creo. ¿Y dónde está? ¿Aún no ha venido?

– Ni flores, pero en su ausencia yo soy tu superior, y vas a explicarme…

– Cuando Santi llegue os lo explico a los dos. Me marcho, necesito pensar.

– Pero tendrás que pedirme permiso para irte porque yo soy…

– Vale, ya lo he oído. Intentaré no tardar.

– Al menos dime adónde vas.

A la puta calle. Fuera. A por aire. A pensar.

– Buenas -digo al entrar.

– Buenas -me responden los parroquianos. Pero llamarlos parroquianos es, ciertamente, una incongruencia, y además, está fuera de lugar porque, que yo sepa, por aquí cerca no hay ninguna parroquia.

Estoy en el bar frente a la casa de Olvido. Y la verdad es que no se parece en nada a Casa Poli, ni a un bar de barrio ni, para ser sinceros, a ningún otro.

Cuando vinimos aquí por primera vez había empezado a oscurecer y no me fijé porque las prisas eran muchas, mi cansancio más que suficiente y los vecinos pululaban como luciérnagas, asomados a las ventanas sobresaltados por nuestras sirenas, deslumbrados. Tanto como para no dejarme ver más que ojos abiertos y caras curiosas, manos crispadas cerrando las solapas de sus batas y ningún local a la vista porque lo tapaba un mar de rostros encendidos.

Y cómo demonios iba a fijarme en él, pienso, si esto no es un bar, es más bien el típico lugar de decoración difusa, indefinida, inexistente, que no se sabe lo que es desde fuera, con cristales tintados que reflejan el exterior, colores neutros que no dicen nada y una puerta que parece acorazada y no deja pasar más que el silencio, que no llama la atención y hace que te sobresaltes si ves que se abre. Pero bueno, dirías sorprendida, si estaba abierto, si había gente dentro.

Los hay tomándose el martini o el café que muchos necesitamos a última hora de la mañana, o eso parece, porque por momentos me da por pensar si no serán maniquíes. Me paro, me fijo, y observo que se mueven: respiran. Vamos por buen camino, si respiran puede que también hablen.

– Buenos días -repito. Y me encamino hacia la barra.

– ¿Qué va a tomar? -me pregunta un fornido camarero de camisa blanca impoluta, manos de platero y ojos de farero.

– Un café con leche -casi susurro mientras ejecuto la imposible tarea de sentarme en un taburete de diseño. Cuando por fin lo consigo me dejo mecer plácidamente por la música ambiente, una melodía chill out de carácter hipnótico que acaba por adormilarme más aún, de modo que cuando colocan ante mí la taza junto con un azucarero de diseño que no sé por dónde abrir, me asusto como una de esas viejas que se quedan traspuestas en el autobús.

– ¿La he molestado? Discúlpeme, por favor -musita amable.

– No, es que estoy un poco cansada -me excuso-. Apenas he dormido.

– ¿Niños?

– Más bien trabajo. Soy policía.

– ¿De verdad? -y el camarero, qué tierno, abre los ojos asombrado y hasta diría que maravillado perdiendo esa compostura chic que sus jefes, estoy segura, le habrán impuesto-. Qué trabajo más interesante, ¿no?

– Según como se mire.

– Yo siempre he querido ser policía, desde pequeñito -confiesa en un impropio arranque de locuacidad-, pero soy de natural pacífico y claro, me daban reparo las armas. Luego pensé que, como también era un trabajo de riesgo, mejor me iba lo de ser bombero, pero al final no pasé las pruebas médicas porque soy miope, pero mucho. Y ahora ya ve, aquí estoy, de modelo, y no se crea, que dicen que la miopía me da una mirada especial, como más intensa.

Por un instante estoy tentada de dejar correr la pregunta que me quema en la garganta, esa que sé que acabaré haciendo, que acabará hundiendo el tenue hilo de confianza tendido entre él y yo. Si algo he aprendido tras años de ardua tarea policial es que la confianza es como una pompa de jabón frágil, inconsistente, huidiza. Cualquier gesto puede romperla, cualquier palabra a destiempo puede dejarla escapar. Por eso me recuerdo que es mejor callar inconveniencias y, como cuando era niña y creía que así conseguiría evitar un estornudo, me hago cosquillas en el paladar con la punta de la lengua para ahuyentar las ganas locas de sacar la cuestión espinosa de turno que arruine este proyecto de interrogatorio disfrazado de conversación distendida.

Sin embargo, lo único que logro ahuyentar con mis dudas y mi silencio es a este pobre chico que, cansado de esperar una frase ingeniosa, coqueta o simplemente amable, parece dispuesto a marcharse al otro extremo de la barra, y es entonces cuando recuerdo a mi madre en plan admonitorio y prudente sentenciando que antes de decir inconveniencias lo mejor es callar, y decido que ya va siendo hora de mandar a la mierda los pocos restos que me quedan de los consejos de mamá y hablar, soltando cualquier cosa, incluso la inconveniencia que antes me empeñaba en abortar, con tal de no dejar escapar a la presa.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? Espero que no te parezca mal, pero mi trabajo me ha vuelto muy curiosa. Si eres modelo, ¿qué estás haciendo aquí?

El chico no me insulta, no me pega con una botella en la cabeza, no se da media vuelta y me asola con el peso de su indiferencia, no me manda a hacer gárgaras, ni siquiera parece que se enfade. Simplemente se pone colorado. Mucho. Desde el cuello de su inmaculada camisa hasta las raíces de su cabello, e incluso añadiría que las puntas. Se mira los pies, no sabe qué hacer con las manos y, desde luego, si es una pose le queda cojonuda. Si por el contrario su reacción es auténtica, porque me cabe la duda, entonces tengo que llamar a mis amigas de inmediato, lesbianas o no, y comunicarles que no toda la fe está perdida: aún quedan hombres en este mundo que merezcan una sonrisa.

– Bueno, esto es sólo temporal.

– Claro -asiento ante la vieja trola, la trola universal que uno se cuenta a sí mismo-. Por supuesto.

– Es que he tenido una mala racha últimamente -anda que no he oído yo decir esto a yonquis, putas, camellos y chorizos en los calabozos-, y ahora que estaba a punto de levantar cabeza, he vuelto a caerme. Si es que parezco gafado. Dice mi madre que es por las envidias, como soy tan guapo, ¿sabe usted?

– Sí, es una posibilidad -dictamino-, el mal de ojo nunca es descartable.

– Es que es mucha mala suerte, pero mucha -me asegura convencido-. Mire, se lo voy a contar porque me ha caído bien: una de las clientas de este local, una mujer muy amable, se había ofrecido a ayudarme. Me decía que tenía amigos en las altas esferas del mundo del espectáculo. La verdad es que era bien maja, y van la semana pasada ¡y se la cargan! Todos dicen que fue un suicidio, pero yo estoy convencido de que no fue así. Ella vivía demasiado bien y siempre estaba contenta, nunca le vi una mala cara. Usted, que es policía, ¿cree que una persona así se podría suicidar?

– ¿Cómo te llamas?

– Pablo.

– Oye, Pablo, esa amiga tuya no sería por casualidad Olvido Ugalde.

– ¿Cómo lo ha sabido? -exclama sorprendido.

– Atando cabos, cielo, porque si estoy aquí es para investigar su muerte. Como acabas de decirme que eras amigo suyo, imagino que no tendrás inconveniente en ayudarme y echarle un vistazo a algunas fotografías que he traído -y saco del bolso, sin darle la oportunidad de responder, un sobre del que extraigo algunas instantáneas-. ¿Te suena de algo este hombre?

– Sí. Venía todos los miércoles a verla -responde con seguridad-. Como ella vivía ahí enfrente, él muchas veces hacía aquí el tiempo hasta la hora de su cita. La verdad -se sincera- es que los empleados ya teníamos a su costa un poco de cachondeo. Hasta hicimos una porra para ver si acertábamos cuántos miércoles iba a faltar en tres meses, y ya llevábamos un mazo de pasta acumulada, porque no se perdía ni uno. Llegaba siempre con una bolsa de deporte y más de una vez, con las prisas por subir, se la dejaba olvidada y tenía que bajar luego a recuperarla o, si salía muy tarde y nosotros ya habíamos cerrado, la recogía un mensajero al día siguiente.

– ¿Recuerdas si el miércoles pasado se presentó?

– Muy fácil -responde contento y me guiña un ojo-. Sólo hay que comprobar la porra.

Y se inclina y saca de debajo del mostrador una libreta para pasar parsimonioso sus hojas hasta dar con una lista. Pablo me señala la columna de fechas, todos los miércoles están tachados con cruces rojas. El último también.

– ¿Eso quiere decir que apareció?

– Sí, pero fíjese a la derecha, en las incidencias -efectivamente, hay un apartado con anotaciones como «Se tomó otro café al salir / contentísimo», «Cara de agobio / propinaza» que detallan la actitud de Olegar antes o después de las citas. Busco interesada la última anotación, correspondiente al miércoles 9: «Apareció / no llegó a entrar ni al portal». Para que luego digan algunos que los bares no son un servicio de utilidad pública.

– ¿Tú tenías turno? -le pregunto amable, y como asiente continúo con mi interrogatorio-. ¿Puedes explicarme qué pasó?

– Que ella no le abrió. La llamó muchas veces al portero automático pero no estaba o no cogía. Luego volvió a entrar aquí y realizó una llamada con su móvil. Al salir estuvo un rato mirando hacia arriba, a sus ventanas, y al final se fue.

– ¿Por qué no observas con atención las fotos? Quiero estar segura de que no confundes al hombre de los miércoles con otro.

– Como para no estar seguro después de los meses que llevo aquí, claro que es él. Un momento… -y acerca la foto familiar de los Olegar a sus ojos de cegato-. A éste también lo conozco. Lo he visto varias veces, aunque casi nunca paraba aquí. Sin embargo, ese mismo miércoles vino a primera hora de la tarde y sí que entró. Se tomó un té con cilantro, casi nunca lo pide nadie, por eso lo recuerdo, estuvo un buen rato esperando sin dejar de mirar a la calle hasta que, cuando pasó por la acera, a eso de las cuatro, salió corriendo tras ella y se pusieron a hablar muy acalorados. Parecía que él quería subir a su casa, pero Olvido no le dejaba. Hasta la cogió por el brazo y la zarandeó.

– ¿Y al final subieron?

– No lo sé. Alguien me pidió un café en ese momento y me despisté, luego, cuando volví a mirar por el ventanal, ya no estaban, se habían esfumado. Pero vamos, era él, estoy convencido. Ese aire de chulo es como para no olvidarlo.

– Pablo, ¿estás completamente seguro? Es muy importante.

– Del todo.

– Muchas gracias, me has sido de gran ayuda -y me doy la vuelta cuando recuerdo algo y vuelvo sobre mis pasos-. Una última pregunta, ¿qué vais a hacer con la lista de la porra?, ¿podrías dejármela? Ya no os va a hacer falta.

– Pásese mañana si quiere, porque la vamos a mantener hasta hoy, éste será el último día. No sabemos si el señor de la bolsa de deporte se habrá enterado de lo que le ha pasado a Olvido. Puede que venga porque no sepa nada, que nunca más vuelva a aparecer o incluso que aun sabiendo que ha muerto se presente sólo para recordar que cada miércoles corría hasta aquí para verla. Cualquier cosa puede ocurrir, es cuestión de suerte. ¿Usted también quiere apostar?

Clara sonríe levemente con un deje irónico.

– No, el juego no es lo mío, pero dime, ¿hay mucho dinero acumulado? -y él asiente con efusividad, así que decide hacer la buena acción del día-. Pues mira, hoy esa suerte tuya va a cambiar y te voy a dar una alegría completamente gratis por haber sido tan amable: no vendrá, te lo garantizo, palabra de policía.