40514.fb2
– Buenos días -le digo a la secretaria que, con sus mechas, sus gafas de sol a modo de diadema y su carita feliz de chica buena dispuesta a rajarte en cuanto te des la vuelta, me sonríe al otro lado de su mesa-. Estoy citada con…
– Sssí, ya me lo ha dicho, pero vas a tener que esperar un poquitooo -me comunica con su mejor tono de buen rollito y un falso acento de tía estupenda, aunque lo más probable es que sea una zorra disfrazada de cordera.
– Cuando quedamos me dijo que si se retrasaba podía esperarle en su despacho -comento, a ver si pica y puedo cotillear algo ahí dentro.
– Ay, pues no, mira, a mí no me ha dicho nada, ¿ssabess?, y yo tengo una comunicación muy estrecha con él -me asegura con sus ojitos azules bien abiertos-. Yo creo que es mejor que te esperes aquí fueraaa -y pese a que intento argumentar que tengo el permiso del amo, ella, educada pero tajante, distante pero serena, me condena con un golpe de melena a la silla incómoda de las salas de espera, y no me queda más remedio que obedecer arrastrando los pies hasta sentarme y contemplar cómo me inspecciona por encima de sus lentes graduadas y por debajo de sus gafas de sol, y me sonríe con sus labios rositas brillando encantadores pero los colmillos relumbrando como un mal presagio, y a falta de algo mejor empiezo a pensar qué demonios me pasará con las secretarias, debe de ser cuestión de hormonas. Sí, eso será, del mismo modo que los perros detectan el miedo, ellas huelen en mí a saber qué extraña aversión. Pero algún día me vengaré, lo haré, y tal vez mi desquite comience en este mismo instante, porque suena su teléfono y percibo cómo se cuadra y aunque no oigo sus respuestas sí acierto a detectar sus temblores mientras escucha a quien sea que esté al otro lado, aunque me jugaría la placa a que es ese jefe con el que mantiene «tan estrecha comunicación». Una vez recibidas las instrucciones, cuelga sumisa y se aproxima para decirme con su mejor sonrisa de empleada del mes que sí, tenía razón, yo no debería estar esperando en el hall y, como soy conocida de la familia, estaré más cómoda en su despacho hasta que él pueda liberarse de sus embarazosos compromisos.
– Gracias -le digo, para demostrarle que no soy rencorosa, y me dirijo salerosa hasta el santuario prohibido seguida por su mirada, ávida, aviesa, de la que estoy deseando librarme cuanto antes.
Una vez a solas me limito a esperar. Sé que en algún momento intentará pillarme por sorpresa entrando con cualquier excusa con la esperanza de encontrarme con las manos en los archivos confidenciales de ese con el que dice llevarse tan bien. Por eso su chasco resulta mayúsculo cuando, en no menos de cinco minutos, súbitamente abre sin llamar y me halla enfrascada en el vertiginoso paisaje que se observa desde la ventana.
– Hooola, sólo quería saber si te apetecería tomar algo mientras esperasss.
– No, gracias -respondo-, lo que me gustaría es estar sola.
Ella entiende a la perfección mi irónica sugerencia, buena chica, perrita buena, y me deja a mi aire entre paredes de cristal y con la firme decisión de disfrutar del momento sin actuar. Para qué si va a ser peor hacerlo, me digo, si no sé cuándo llegará mi cita ni qué buscar aquí, ni cómo, ni dónde, ni por qué. Si tras la conversación descubriera indicios de delito ya me encargaré de pedir una orden de registro con todos los sellos pertinentes, así que ¿para qué molestarse ahora? Con lo bien que se está sin hacer nada en la cómoda butaca de piel y acero cromado de un despacho limpio, frío, aséptico, poco suntuoso pero grandioso, sin diplomas enmarcados ni títulos firmados por Su Majestad El Rey o el Excelentísimo Ministro de Educación, sin fotos familiares ni esposas rubias que sonríen desde marcos de plata ni dibujos infantiles dedicados a papá, con sólo dos carteles antiguos de cine (A pleno sol y Extraños en un tren) y una vista espectacular de los tejados de Madrid.
– ¿Sse puedee? -es la secretaria, que asoma otra vez su naricilla de gnomo y me suelta de un tirón-. Perdona, verás, no quisiera molestarte, pero acaba de llamarme y ha pedido que te diga que te esspera en la terrazaa.
– ¿En qué terraza? ¿No han cerrado todas ya?
– Nooo, en la nuestra, en la azotea del edificio. Sube allí con frecuencia.
– Creí que habíamos quedado para almorzar.
– Ay, pues no sé, yo sólo transmito lo que me ha dicho.
– Está bien, ¿por dónde se va? -respondo antes de que acabe por crearme un dolor de cabeza, y permito que me guíe hasta un ascensor donde pasa una tarjeta por el lector del cuadro de mandos para que se cierre la puerta que la deja afuera, y oigo su voz en el espacio vertical que se va extendiendo entre nosotras diciéndome, hasta lueeeego, que habrá alguien esperándome arriiiiiiba.
Cuando alcanzo el último piso me topo con el primo de King Kong nada más salir. Espalda de dos por dos metros, traje negro, gafas de sol y barbilla horadada y perfecta.
– El señor la espera -me anuncia, y echa a andar dando por hecho que iré detrás, y lo hago pensando que, si todo esto no fuera tan ridículo, resultaría una parodia perfecta de las películas en que un millonario maduro y solitario pretende seducir a lo grande a una pobre plebeya como yo, sólo que encantadora y de cuerpo perfecto a la par que oxigenada, lo cual no es mi caso.
Llamarla terraza no hace honor al significado de la palabra. Es un vergel disfrazado, un fenómeno de la naturaleza esculpido a golpe de manguera y billetes de quinientos euros, un tesoro boscoso en medio de la nada. Y al fondo, apoyado en la barandilla que rodea este paraíso irreal, mi cita aguarda.
Esteban Olegar, disfrazado de ejecutivo, se vuelve y me sonríe, se acerca con las manos extendidas y, cuando llega a mi altura, estrecha las mías efusivo y con el viento revolviendo su flequillo se excusa porque su reunión se demoró, reseñando que se ha permitido organizar la comida aquí arriba porque sabe que me gustan las buenas vistas. Le sigo muda y alelada y no consigo articular palabra hasta que de pronto me encuentro sentada a una mesa para dos perfecta e inmaculada que, para mi sorpresa, sirve el guardaespaldas del hoyuelo, devenido ahora en camarero portador de una bandeja plateada.
– ¿Asombrada? -me pregunta con un brillo secreto que me escama.
– Sí, lo reconozco. ¿Suele organizar esta verbena con frecuencia? No me lo diga: es su táctica habitual para impresionar a las mujeres.
– No -ríe-, la verdad es que no lo había utilizado nunca para eso, pero gracias por la idea, lo tendré en cuenta. Este lugar me fascina, tal vez sea el único de este edificio que siento como mío. ¿Le gusta la ensalada? -y como asiento me informa-, tenemos un excelente cocinero en nómina. Nos cuesta un ojo de la cara, pero compensa. Hoy la clase vende, impresionar forma parte del juego empresarial. Mi padre puso el grito en el cielo cuando tomé esta iniciativa, pero pronto descubrió las ventajas de mi idea, aunque jamás lo reconoció.
– Otra vez la eterna disputa entre los nuevos modos y los modos viejos…
– Pensé que sería un marco ideal para fiestas y recepciones. Además, ahora sé que sirve para impresionar a las mujeres -sonríe pícaro-. Y también para esconderse. Mi padre se refugiaba en su gimnasio. Yo, en cambio, necesito aire. Será que me gustan las alturas -reconoce relajado.
– No parece el mismo de hace unos días -le confieso afable, como si estuviera echándole un piropo y no la soga al cuello.
Pero no es tonto, sabe mucho de estrategia y negociación y en apenas una fracción de segundo cambia de palo y compone un gesto circunspecto y tierno que podría pasar por cierto.
– Compréndame, agente, debo asumir grandes responsabilidades, mostrarme fuerte ante nuestros adversarios y asumir nuevos deberes familiares. Ahora soy el cabeza de familia y ello me obliga a ocultar mi sufrimiento. Pero que no me derrumbe ante mis hermanas para preservar su estabilidad y la de las empresas no impide que esté resquebrajado por dentro.
– Le entiendo -concedo por el momento, porque no ha llegado el segundo plato y no quiero cabrearle aún-. ¿Y qué tal están las niñas?
– Bastante bien, gracias, Panocha les está ayudando mucho. Finalmente decidimos que habría un solo gato en la casa y están aprendiendo a compartirlo.
– Y Mónica, ¿cómo se encuentra? -y aunque sueno inocente, sé que comprende que no soy de las que sueltan la presa tras la primera dentellada.
Me mira dolido, con ojos de chucho apaleado, pero se repone con rapidez y su sonrisa se torna obediente al responder:
– Bien también, gracias por preguntar. Está organizando el follón del entierro, el funeral… Creo que lo hace por estar entretenida, por tener la mente ocupada. Por cierto, ¿sabe cuándo nos entregarán el cadáver?
– No, lo siento. La autopsia está siendo muy exhaustiva.
– Entiendo, pero esta incertidumbre, este no saber cuándo podremos darle sepultura y continuar con nuestras vidas… -responde clavándome sus iris encharcados hasta que los desvía de golpe para buscar a su guardaespaldas-. Pietro, puedes traernos el postre. ¿Qué le ha parecido el pescado?
– Soberbio -reconozco, y parece complacido por mi veredicto.
– Pues aguarde al postre, no le defraudará.
Le sonrío expectante imaginando, más que en las fiorituras de chocolate o en las chirivías de fresas salvajes, en la sarta de preguntas que no sabe que le esperan, y saboreo la tartaleta sublime mientras cavilo y hago una apuesta conmigo misma en la que me juego a todo o nada qué le sonsacaré a Esteban Olegar, y la impaciencia me corroe mientras se enfrían los cafés y al fin, cuando ya no queda nada por masticar, me propone pasear por la terraza para que, como le había pedido, podamos dialogar.
– Me tiene en ascuas -confiesa nervioso cuando ya llevamos unos metros caminando en silencio-. ¿Ha averiguado algo sobre mi padre?
– He averiguado algo sobre usted.
– ¿Sobre mi? -y tal es su sorpresa, o tan buen día tiene, o tan relajado está desde que falleció ese reflejo inalcanzable que fue su progenitor y puede hacer lo que le venga en gana, que apenas se mosquea y ni llega a fruncir el ceño. O quizás ensaya un nuevo papel de tipo duro y su impasibilidad es la constatación de que su psicoanalista, o su trainer, o su curso de técnicas de control emocional están dando resultado y vale el pico que le deben de estar sacando.
– ¿Le suena de algo el nombre de Olvido Ugalde?
– No, ¿quién es?, ¿un antiguo ligue que dice que la he dejado preñada? -y su tono es tan jovial y su cara tan inexpresiva, sin un tic, sin un gesto esquivo, que decido en este preciso instante que sí, que el psicoanalista o el trainer o el coach, el que sea, vale su peso en oro.
– Era una prostituta.
– Lo siento, no alterno con prostitutas, al menos que yo sepa -deja escapar una carcajada tenue y cínica y se detiene para apoyarse en la barandilla. Yo también lo hago, pero no me dedico a contemplar el cielo contaminado de Madrid sino, dando la espalda al paisaje, su rostro.
– En cambio su padre sí.
– ¿Mi padre? -y ahora su repentino silencio, su mano asiendo fuertemente la balaustrada, su mandíbula apretada, sí son perceptibles. Va a ser que le quedan algunas asignaturas, tendrá que examinarse en septiembre.
– No me diga que no lo sabía. Se citaba con ella todos los miércoles, sin falta. Es imposible que usted, brillante, perceptivo, maniático del orden y el control, no se diera cuenta. Por eso tardó tanto en llamarnos cuando él desapareció: creyó que había hecho una escapadita con ella. Hasta que pasaron los días no comprendió la gravedad de su ausencia.
– Sospechaba de él, no voy a negarlo -admite con una sombra de seriedad inédita hasta ahora-, estaba casi seguro de que tenía alguna historia por ahí, me lo decía su actitud, pequeños detalles en el vestir, el color de las corbatas… Pero nunca llegué a tener la certeza ni me atreví a insinuárselo siquiera, mucho menos a intentar averiguar quién podría ser la mujer.
– Usted la conocía.
– Nunca he conocido a esa tal Olvido -niega categórico.
– No me mienta. ¿Por qué lo hace? Es tan incómodo cuando lo intentan y sé que todo lo que declaran son embustes… Me obligan a poner fin a la pantomima y revelar el auténtico curso de los acontecimientos, mostrarles que nuestras pesquisas les contradicen. Y, ¿sabe?, en la mayoría de los casos los acusados lo siguen negando. Es patético.
– Pero a mí no se me acusa de nada.
– Por supuesto. Sólo queremos aclarar cómo murió su padre.
– Entonces ¿por qué pretende implicarme? -dice con voz dolida, como de adolescente al que una novia no regala el beso prometido.
– Porque en el transcurso de la investigación fui al apartamento de la prostituta muerta y mostré a los vecinos las fotografías que Mónica me facilitó y ¿sabe qué?, en algunas de esas tiernas escenas de familia lo identificaron; y declararon que un hombre joven, serio, bien parecido y de gustos selectos, a eso de las cuatro de la tarde del miércoles, cuando su padre aún no había desaparecido y Olvido Ugalde, a quien dice no conocer, estaba viva, la esperó en el bar situado frente a su edificio y, en cuanto la vio llegar por la acera, salió a toda prisa para discutir con ella e incluso agarrarla por el brazo y zarandearla frente al portal. Si quiere puedo seguir…
Esteban no dice nada. Calla y fija su vista en el horizonte de tejados y antenas y, aunque estamos a tanta altura, oigo que en nuestro silencio se entremezclan levemente los cláxones del tráfico. Yo no insisto, le dejo que digiera bien, que mastique sus recuerdos y motivos hasta que regurgite una respuesta aceptable. Y, por qué no reconocerlo, disfruto de esta tregua efímera, me relajo como si mi profesión fuera otra y tuviera al lado a alguien inofensivo junto al cual apreciar las vistas, alguien con quien bajar la guardia, a quien no hubiera acabado de acusar de ningún delito, con quien pudiera enfrentarme sin temor y sin pensar que tengo los codos apoyados en la barandilla, la espalda abierta al vacío y la mano demasiado lejos de la pistola.
– Usted es como si fuera virgen, ¿sabe? -reflexiona pensativo, dulce.
– Siento decepcionarle, pero a estas alturas va a ser que no.
– Al menos lo es para mí. Usted no le conoció. Me refiero a mi padre, al fascinante y maravilloso Julio Olegar. Al César. No tiene con quién compararme.
– No irá a decirme ahora que todas sus peleas y ese enfrentamiento casi enfermizo vienen de un complejo de Edipo mal asumido.
– ¿Por qué no? -reconoce riéndose, y cambia de posición y se planta frente a mí, cerca, demasiado cerca-. A fin de cuentas debo darle una respuesta o al menos una explicación, ¿no es lo que espera? ¿O desea algo más, señora agente?
– Con una respuesta me basta -declaro incómoda.
– Pues bien -y se arrima un poco más todavía y me arrincona con sus brazos en la barandilla obligándome, en esa situación, a mirarle a los ojos mientras hace su confesión-, sí, sabía de la existencia de Olvido. Al poco de asentarme en la ciudad y empezar a trabajar con mi padre me di cuenta de su obsesión por jugar al squash y una vez me atreví a seguirle. Estaba claro que se veía con una mujer, pero no sabía de qué tipo, podía ser una amante, un antiguo amor de juventud… Esa situación me asustaba, lo reconozco, porque esa debilidad ponía en peligro los negocios de la familia y a todos nosotros.
– No veo cómo -le interrumpo.
– Le hacía presa fácil de un chantaje. ¿Recuerda el vídeo de aquel periodista? Yo vivía en constante preocupación, me ponía enfermo cada vez que lo veía salir los miércoles, tan contento, silbando como un adolescente. Estuve muchos meses pensando qué hacer, era obvio que no podía hablar con él, que se negaría a renunciar a esos encuentros. Por eso opté por hablar con la única persona de confianza que con certeza estaría al tanto del asunto: el abogado de la familia, Roberto Butragueño, su tapadera.
– Así que sólo decidió actuar para proteger a su familia -insinúo cínica, aunque sé que se encuentra demasiado encima de mí y no debería estarlo.
– Por supuesto. La vida sexual de mi padre me traía al pairo; el bienestar de mis hermanas, no -me asegura tan vehemente que tengo que desviar la mirada-. En un primer momento Roberto lo negó todo, no confesó hasta que le puse contra la pared. Entonces me informó de que Olvido era una prostituta de lujo con la que se veía desde hacía un tiempo. Le pregunté todo tipo de detalles y él, que también era cliente suyo, me ilustró sobre los servicios que ofrecía y su calidad como persona. Toda esta información me alteró sobremanera: mi padre se veía con una profesional. Hubiera preferido mil veces una querida porque eso implicaría al menos una cierta fidelidad hacia él. Ninguna mantenida muerde la única mano que le da de comer y le paga los caprichos; una puta, por el contrario, es peligrosa e independiente: dispone de otras fuentes de ingresos, de modo que si quisiera extorsionarle o humillarle públicamente no tendría nada que perder y sí mucho que ganar. Por eso decidí afrontar la situación, hablar cara a cara con ella y pedirle, pagándole incluso, que dejara de recibirle.
– Vaya -comento escéptica-, y se le ocurrió hacerlo justo un miércoles.
– La esperé en la cafetería y, en cuanto la vi aparecer, fui hacia ella e intenté hacerle comprender las implicaciones de un escándalo que afectaría sobre todo a mis hermanas. Pero esa mujer… Esa zorra insolente e hiriente me respondió que su negocio también estaba basado en la ley de oferta y demanda y que, como buena profesional, no mezclaba sexo con amor, de modo que si mi padre se había quedado colgado de ella no era problema suyo. Entiéndame, me puse furioso al escucharla recitar con tal sangre fría lo que podía llegar a ser nuestra ruina, por eso perdí los nervios y sí, he de asumirlo, llegué a zarandearla en la calle en un arrebato del que me arrepiento, y más ahora que dice usted que está muerta. Pero todo quedó ahí, créame. La dejé ante su portal y regresé al despacho. Puede preguntárselo a mi secretaria, ella se lo confirmará. Y ahora dígame -inquiere sin cambiar de postura, manteniéndome enclaustrada en el cerco de sus brazos ante el vacío-, ¿está satisfecha?
Durante un brevísimo segundo pienso en largarme, en decirle que sí, que me lo he tragado todo, la comida estaba deliciosa y el paseo ha sido celestial, la conversación escabrosa pero intensa y sus respuestas productivas y satisfactorias. Pero me acuerdo de Olvido con los ojos abiertos, balanceándose de un lado a otro sobre la habitación con gesto de sorpresa y las palomitas enredadas sobre su pecho y entre sus piernas, y me doy cuenta de que ahora también soy su presa, estoy atrapada entre él y el aire a mis espaldas, y me enfado tanto por su osadía, por ese querer seducirme en la distancia corta pensando que si miro sus ojos de fiera tal vez me olvide de mis deberes y mis sospechas, que reacciono, tensa y osada, y sabiendo que estoy cometiendo un error, suicida y temeraria, loca y dispuesta, le confieso que no.
– No, no lo estoy. Creo que me ha mentido, creo que hubo más. Un hombre como usted, tan expeditivo, tan astuto y eficaz, no pudo volver aquí con el rabo entre las piernas dejando que una prostituta se saliera con la suya. Y tampoco creo que sólo la hubiera visto una única vez ni que, casualmente, esa ocasión fuera el miércoles, el mismo día en que su padre desapareció y Olvido falleció. Sé que me oculta algo, que pasaron más cosas, que lo sabe, y que me lo niega.
– No me llame mentiroso… -susurra, y sus rasgos se vuelven peligrosos.
– Sólo digo que su versión me parece incompleta. No aceptaría una derrota con tanta deportividad. Es capaz de más.
– ¿De qué me cree usted capaz, Clara? ¿De buscar a una mujer, mejor dicho, a una puta, que sólo pretende destrozar una familia, y partirle la cara? -y se frena para observarme no ya furioso, sino amenazador, e inquirir con una voz trastocada que no parece suya, que parece más bien el ronquido de un gigante o el silbido de una serpiente de cascabel-. ¿Y cómo dice que la mataron?
– La ahorcaron. La colgaron de una viga en su propio apartamento.
– ¿Murió asfixiada en su casa? -y ante ese brillo suyo en la mirada, yo, como el ratoncillo fascinado por el baile hipnótico de la cobra, no acierto a responder y me limito a asentir con la cabeza y de repente noto sus manos en mi cuello y su cuerpo contra el mío y sus labios cerca de mí visibles en esa media sonrisa que no sé si es de dolor o placer, y me falta el oxígeno aunque no me oprime con sus dedos, sólo envuelve mi garganta en un gesto que es de posesión y de dominio, privado, sexual y enfermizo.
– Suélteme -balbuceo, y me revuelvo como puedo para aflojar sus manos y conseguir liberarme de ellas. Pero no cede, se aprieta contra mi pecho y no hallo el espacio suficiente para maniobrar ni, siquiera, conseguir alzar la rodilla para golpearle en la entrepierna.
– ¿Así? -musita-. ¿Así es como se sintió esa puta antes de morir? ¿Qué siente usted, Clara?, ¿miedo? Dígame la verdad, ¿no está excitada?
– Déjeme… -consigo jadear.
– ¿Está asustada?, ¿nerviosa?, ¿inquieta? -insiste con su aliento de fresa en mi boca de presa-. Pues así es como me tiene usted a mí, exactamente así.
Le miro y no sé si está enojado o se está divirtiendo, a mis espaldas silba el viento que se levanta y me alborota el cabello y su cuerpo tenso sobre el mío inclinándome con su peso cada vez más sobre la barandilla de acero y cristal. Quisiera decir algo, que parara de jugar quizá, pero tampoco sé si esto es un juego y desde luego ya está durando demasiado y, como un escalofrío que me recorre entera, me doy cuenta, aunque ya lo sabía, de que Pietro desapareció hace un buen rato y estamos los dos solos, terrible, abrumadoramente solos, yo en la terraza con él y él en su vida de ausente, y es esa soledad la que lo vuelve travieso y difícil, sin nada que perder más que un hastío sin medida.
– ¡Suéltala! -ordena inesperadamente una voz de hombre.
Intento volverme como puedo y sólo consigo, prisionera entre sus dedos devenidos en garras, girar un grado la cabeza y contemplar por el rabillo del ojo a París con la pistola desenfundada en posición de apuntar, las piernas abiertas y un furor en la expresión que no recuerdo haberle visto más que una vez, o tal vez dos, hace mucho, en un tiempo ya perdido.
– No voy a hacerle nada -responde Esteban Olegar con apatía.
– A mí no me lo está pareciendo. ¡Y te he dicho que la sueltes!
– Y si no la suelto qué me va a hacer…
– Te reviento la tapa de los sesos, niñato de mierda, y ya seréis dos menos en la familia en apenas una semana.
Le ha dolido. Lo noto en sus ojos que tengo tan cercanos, en esas pestañas que tiemblan y en las pupilas negras que se dilatan como pozos sin fondo y se quedan fijas, inmóviles, clavadas entre mis cejas; lo noto en la presión de sus dedos, que me sujetaban sin apretar antes y ahora se contraen como recorridos por un espasmo y se ciñen sobre mi garganta con fuerza aunque sin lastimarla, y también en su respiración, pareja a la mía, que se detiene por un momento antes de reanudar su ritmo oscuro y sereno como una fúnebre sintonía.
– Se confunde, agente. No quiero hacerle daño -y no sé si se lo dice a él con esa voz lejana y altiva o a mí, con ese tono íntimo y conspirador-. Es demasiado valiosa para eso. Es única, es virgen, ¿no se había dado cuenta?
– Pues si es tan valiosa suéltala de una puta vez. No te lo diré dos veces.
– No disparará. No es capaz.
– Ponme a prueba.
Y su actitud es tan resuelta que hasta Esteban se percata de ello y yo comprendo que sí, es perfectamente capaz de hacerlo y casi deseo que lo haga.
– Sólo estábamos jugando -y pícaro me guiña un ojo como dando a entender que se ha acabado la diversión porque este capullo nos la ha chafado, qué lástima, agente, se perdió el intenso momento de intimidad, adiós a la tensión sexual y al caliente coqueteo, y ahora afloja sus manos de mi cuello pero no las retira, lo acaricia y, manteniendo su cuerpo sobre el mío, se inclina un poco más y me besa, un beso húmedo, jugoso, que me permite notar su calor, la tersura en su piel, los nervios contenidos y el hambre de no estar solo, de no estar perdido, de estar poco a poco dejándose llevar sin control, cada vez menos cuerdo. Y me pilla por sorpresa, no me permite reaccionar y, atrapada como estoy, sólo puedo ver a París de reojo, sorprendido también, petrificado hasta que empieza a gritar:
– ¡Que la sueltes, hijo de puta cabrón, te he dicho que la sueltes! ¡No le toques ni un puto pelo más!, ¿me oyes, mamarracho?, ¿me estás oyendo?
Esteban, tras morder mis labios, introducir su lengua, saborear el interior de mi boca, profanarme el paladar, se aparta de mí con languidez, levanta las palmas con aire condescendiente y, moviendo la cabeza como un maestro que le explica la lección a un alumno particularmente obtuso, protesta.
– Qué poco perceptivo es usted, oficial, qué puritano. ¿O es que no sabe distinguir entre la amenaza y el escarceo amoroso? -y a pesar de que París no ha cesado de apuntarle, baja sus manos y saca un pañuelo del bolsillo para limpiar la huella de mi carmín.
Me tiemblan las piernas pero no quiero darles el placer de ver cómo me siento en el suelo, derrotada, así que me quedo de pie, jodida pero de pie, apoyada en la barandilla, y mientras el anfitrión se aleja camino del ascensor París se abalanza sobre mí y, consciente de mi palidez, me abraza con fuerza haciéndome casi daño, pero no importa, seguimos así, abrazados y serios los dos, cuando Esteban, junto a la compuerta que acaba de abrirse, se vuelve hacia nosotros:
– Espero que sepan disculparme, pero ahora debo marcharme. Ha sido un placer, agentes. Y, Clara, ya sabe que estoy siempre a su disposición.
Y accede al interior, contemplándonos impasible mientras aprieta el botón y un muro se cierra entre él y nosotros, y oigo a París que me susurra por entre el pelo que el viento ha enmarañado y que Esteban Olegar ha olido:
– Si quieres lo hago detener ahora mismo por agresión a un agente.
– No te entiendo, Clara, de verdad que no te entiendo -refunfuña París en el coche, camino de comisaría.
– Qué no entiendes, ¿que no quiera empapelarle? Te lo he dicho mil veces, no llegó a hacerme daño, sólo me inmovilizaba. Lo que más dolió fue el susto.
– Pudo haberte lanzado al vacío sin ningún esfuerzo.
– Pero no lo hizo, y que yo sepa aún no se juzgan en este país los pensamientos sino los actos.
– Sí las tentativas. Sólo con el hecho de cogerte por el cuello habría sido suficiente para colgarle una agresión. ¿Te ha dejado marcas?
– Creo que no, apenas llegó a apretar demasiado.
Pero…
– ¡Ni peros ni hostias! -brama-. Ese tío está como una puta cabra y pudo tirarte desde su terraza, o estrangularte, o violarte o todo a la vez. No uno ni dos, tres delitos, tres, de los que podemos acusarle. Y con mi testimonio hubiera bastado. ¿Quieres hacer el jodido favor de explicarme por qué lo hemos dejado escapar? No, si encima va a ser que te gustó el beso…
– Vete a tomar por el culo.
– Lo teníamos, Clara, por mis muertos que lo teníamos, y sabes tan bien como yo que ese niñato no oculta nada bueno.
– Es cierto, lo teníamos, pero ¿para qué? Sólo podríamos denunciarle por tentativas, nada más, y con los abogados que se gasta no tardaría ni un suspiro en salir, primero bajo fianza y luego libre por falta de pruebas. ¿Y de qué nos sirve ponerle sobre aviso y entretenerlo unos cuantos días entre calabozos y juzgados? Estamos detrás de algo mayor, no lo olvides, tenemos tres muertos, los tres están relacionados, y dos de ellos directamente con él.
– Ah, qué bien, ya veo que has planeado darle cuerda al muchacho. Pues muchas gracias por comunicármelo, qué honor. Te advierto que no va a ser tan fácil como te piensas controlar a un tipo así; es imprevisible, se puede salir por peteneras en cualquier momento y, en todo caso, tampoco tienes indicios de que sea el responsable de alguno de los crímenes… ¿O sí?
Clara medita un momento y, finalmente, escupe entre dientes:
– No. Sólo sé que está atormentado y es insensible al dolor ajeno. Y que muchas de sus reacciones no son lógicas ni sus respuestas coherentes. Se siente tan superior que piensa que puede seguir engañándonos por siempre, pero si tiene algo que ver acabará cayendo, ya lo verás.
– Claro, claro… Y con esas sospechas tan sólidas decidiste por tu cuenta que algo ocultaba y allá que te fuiste, sin contar conmigo, a jugarte el tipo porque te dio uno de esos pálpitos de policía. Fue así, ¿no?
– Se me ocurrió sobre la marcha, te lo he dicho mil veces. Cuando el chico del bar lo reconoció pensé en ir a ver si le sacaba algo.
– Pues por poco le sacas un curso de vuelo sin motor. Hace falta ser inconsciente, no sé cuántos policías habrá enterrados gracias a sus pálpitos, miles, millones. Y tú, de espabilada, sin indicios ni pruebas, te vas a sonsacar al psicópata ese sin avisar, ni compañero que te cubra o te defienda ni nada. Anda que si no llego a aparecer…
– Mi héroe.
– Ya te vale con la coñita -y estalla-. La próxima vez dejo que te tiren.
– No te enfades conmigo, Carlos, sabes que te estoy muy agradecida.
– Sólo cumplía con mi deber.
– Eso, tú acaba de arreglarlo, para un detalle que tienes…
– Mira, siento el susto que te has llevado, pero con tu experiencia ya tendrías que haber aprendido que no debes exponerte así. Ni un muerto, ni dos, ni tres, valen lo que tu vida. No tienes remedio, en la academia eras igual.
Clara gira la cabeza para mirar por la ventanilla del coche y que no la vea estremecerse y sonreír a la vez presa del susto y del alivio.
– Vale, tienes razón, no sé qué habría pasado si no llegas a aparecer. Lo que no entiendo es cómo supiste dónde estaba. Si te dejé revisando extractos bancarios.
– Ese chaval, Pedro, o Pablo, como se diga, llamó a comisaría al rato de haber estado en su bar. Debe de ser subnormal, porque le hacía tanta ilusión conocer a un secreta que llamaba sólo para ver si algún día necesitarías un actor para una operación policial. En fin. Me contó lo de las fotos, me describió al calvo y a su hijo y supuse que, loca como estás, habrías decidido ir a hablar con él a su trabajo. Pero es que a mí nunca me pareció tan inofensivo, ya el primer día en el garaje noté que te miraba de forma rara, por eso al ver que no dabas señales decidí ir a buscarte. Quien me atendió fue su secretaria y, tras camelármela con mi labia insuperable, me guió hasta la terraza. El resto ya lo conoces -revela contento de sí mismo y sin poder disimularlo.
– Conque labia insuperable… -suspira Clara, satisfecha su curiosidad, al ver que se aproximan a comisaría-. Bueno, ¿y ahora qué hacemos?
– Hablar con Santi si ha llegado y si no con Bores, porque habrá que decidir hacer algo con el tema de la madame -organiza París.
– Pensé que estaba claro que sin su opinión no había nada que hacer.
– Y yo pensaba dedicar mi hora del almuerzo a llamar a antiguas conocidas a ver si alguna se prestaba a hacer de prostituta y acompañarte, incluso quería buscar en las páginas de contactos a profesionales que pudieran solucionarnos la papeleta, pero resulta que he tenido que rescatar a una compañera imprudente de las manos de un chiflado y ahora estoy sin comer y sin puta que me ladre.
– ¿Ha llegado ya? -pregunta Clara a Fernando al pasar ante su mesa haciendo oídos sordos al último comentario de París, que mira que se estaba portando bien pero ya empieza a ponerse divo, total, por sacar la pistolita y dar tres voces a un malcriado que quería jugar a Atracción fatal. Me temo que voy a deberle ésta por los siglos de los siglos.
– No. Le hemos estado llamando a su casa a ver si pasa algo, pero no lo cogen.
– Su mujer igual ha tenido guardia en el hospital y aún no ha regresado, y sus hijas seguro que estarán en la facultad -enumera Clara.
– ¿Y Bores?
– Ése sí está, en su despacho, pero lleva un buen rato reunido y yo no le molestaría, ya sabes cómo se pone cuando le interrumpes.
– Entonces ¿qué hacemos?
– Yo voy a seguir intentándolo con el teléfono -dice París encogiéndose de hombros-. Tú prueba con Zafrilla, a ver si ha cambiado de opinión.
Y mientras Clara se sienta y marca su número que no para de comunicar, seguro que lo ha dejado descolgado para que no le demos el coñazo, el otro llama a una lista interminable de viejas conocidas, o confidentes, o ex novias, o pilinguis de confianza, deduce ella al entreoír apenas retazos de su conversación en los que le oye decir entre dientes qué es eso de que antes le harías un favor al Diablo que a mí, como si te hubiera tratado mal, cómo que a ti no pero a tu amiga sí, anda que no eres exagerada ni nada, tampoco fue para tanto, o sea, que me dices que no, ya verás, ya, pues cuando necesites algo no me busques, y cuelga con un hasta nunca y pasa a la siguiente a quien pretende engatusar con un hooola preciosssa, ¿te acuerdas de mí?, que tampoco debe de responderle nada bonito porque acaba diciéndole algo como que ya estarás algún día en un apuro y me pedirás un favor, que la vida da muchas vueltas y entonces yo no estaré para sacarte las castañas del fuego o francamente, querida, no es para ponerse así ni para decirme que busque a mi puta madre para hacer de puta, porque esto que te pido es un servicio a la ciudadanía, a tu país incluso, y además… ¿Oye?, ¿estás ahí? ¡A mí no me cuelgues! ¡Grosera!
– Veo que has agotado tu agenda -le ironiza Clara.
– Sólo me queda llamar a mi prima la del pueblo, que acaba de mudarse aquí a preparar una oposición y para hacer de ingenua sería estupenda, porque lo es. Pero seguro que me sale con que es muy decente y al final mis tíos acaban enterándose de que la he hecho pasar por lumi y en la próxima comida de Navidad me cortan los güevos con una guadaña, igual que al capón -resopla.
– No imaginaba ese vocabulario en ti. Si hasta te está saliendo un lenguaje patibulario.
– ¿Patibulario yo? No doy crédito -y precisamente, porque no encuentra palabras, decide cambiar de tema-. ¿Y tú qué sabes de tu amiguita?
– Nada. Ni descuelga el teléfono, y da igual lo que digas porque no pienso insistir. No está en condiciones y punto. Ni siquiera sé si lo estoy yo.
– Pues ya te puedes ir mentalizando, porque no te quedan ni dos horas.
– Eso será si encuentras a alguien, que por lo que se ve no es tu caso.
– Déjame cinco minutos más y verás, todavía me queda un as en la manga, no he llamado a alguien que seguro que… -argumenta con aire de inmensa seguridad en sí mismo justo cuando llega Nacho con ganas de cotorrear.
– ¿Habéis visto a la chavala que está con el jefe Bores? Vaya pibón. Perita en dulce, os lo digo yo, perita de la buena. De careto, un notable, pero un cuerpo cojonudo. Dos pechos como dos rocas y un pandero que debe de ser la gloria.
– ¿Y tú cómo sabes todo eso? -preguntamos al unísono.
– Coño, porque cuando llegó aquí a la hora de comer no había nadie y la atendí yo. Por cierto, preguntaba por ti, Carlos -le dice sin asomo de rubor.
– ¿Por mí? -gesticula sorprendido.
– A ver si va a ser una ciudadana voluntaria para lo de esta tarde -bromeo sarcástica.
– Ni idea, sólo dijo que se llamaba Reme y que quería contarte una cosa.
– ¡¿Reme?! -ruge París-. ¿Y se puede saber qué hace en su despacho? -grita escandalizado-. ¿Cuánto lleva ahí dentro?
– Como tres cuartos de hora más o menos.
– ¿Tres cuartos de hora?, ¿de qué va a hablar durante tres cuartos de hora con ella? -se pregunta cada vez más alterado antes de volverse hacia nosotros con aire suplicante-. Decidme la verdad, que yo no conozco esta comisaría, ¿Bores es un caballero que la respetará o…?
Nacho le contempla anonadado sin articular palabra y a Clara le da un ataque de risa.
– Tranquilo, hombre -continúa burlándose-, que no es ningún seductor sin escrúpulos y menos un corruptor de menores. Seguro que están hablando del tiempo y el estado de la circulación mientras te esperan.
– ¿Pero por qué no salen si ya estoy aquí?
– Lo más probable es que no sepan que has llegado. ¿Por qué no te vas al despacho y lo aclaras todo?
– ¿Y si les molesto? ¿Y si Bores me recrimina?
– Pero joder, tronco, ¡si es tu novia! -exclama Nacho.
París obedece y se dirige marcial al despacho, pero ante la puerta parece achicarse. Aun así, alza los nudillos para llamar y en ese mismo instante, como si se tratara de una película muda de risa, ésta se abre y aparece Reme, con una minifalda impresionante, la sonrisa pintada de fucsia y la mano de Bores posada al final de su espalda. Los dos parecen contentos y complacidos. París, en cambio, sustituye su confusión por un gran mosqueo que la presencia de un superior le impide manifestar. Y todos menos Reme parecen darse cuenta.
– ¡Hola, churri! ¿Dónde te habías metido? -le dice alegremente y, alzándose de puntillas, le planta un beso en cada mejilla.
– Tuve que salir a hacer una diligencia. ¿Y qué haces tú aquí?
– Vine a verte porque quería invitarte a comer, caramelito.
– No me llames así en público, que ya te lo he dicho mil veces.
– Es que me han ascendido en el trabajo y me han dado la tarde libre, y me he puesto tan contenta que pensé que podríamos celebrarlo en un buen restaurante, en una hamburguesería, por ejemplo, pero como no estabas yo…
– Tiene usted una novia encantadora, Carlos -interviene Bores impidiendo que Reme acabe su frase-, le felicito.
– Gracias -responde verdaderamente enfurruñado, y verlo así es tan divertido que Nacho no puede evitar alargar la situación.
– ¿Y de verdad te han ascendido? -pregunta a Reme con ironía disfrazada de amabilidad.
– Sí. ¿A que es guay? Antes era sólo auxiliar y ahora soy ¡oficial de peluquería! Hasta me dejan dar mechas -contesta sonriente.
– Pues enhorabuena, tienes que estar muy satisfecha -sigue con el choteo.
– ¡Muchísimo! Y además, como ahora voy a ayudar a Carlos…
– Cómo que vas a ayudarme a mí, y en qué -salta éste alarmado.
– París, Clara -vuelve a interrumpir Bores, ahora ya más tenso-. Quisiera hablar con ustedes un momento. ¿Pueden pasar a mi despacho?
– ¿Ahora? Primero quisiera despedirme de mi novia.
– No, pasen ahora. Reme esperará fuera, no hay problema. Ella ya sabe.
– ¿Ella ya sabe qué…? ¿No hay problema…? -masculla París por lo bajini mientras entra junto a una Clara sonriente y burlona que guiña un ojo a Nacho. Éste, aunque bien sabe que tiene millones de cosas que hacer, decide esperar fuera con Reme, haciéndole monerías para que se entretenga como si fuera una inocente chiquilla, y así poder enterarse de qué está pasando cuando salgan sus compañeros.
– ¡Ya tenemos candidata! -proclama Bores cuando se quedan a solas.
– ¿Candidata para qué? -pregunta París.
– Para el operativo de esta tarde con la madame.
– No me diga, ¿y se puede saber a quién ha encontrado?
– A su novia. Reme es perfecta para el papel.
– No. Eso sí que no. Me niego en redondo.
– No puede. Ella ya ha aceptado.
– PERO ¿SE PUEDE SABER EN QUÉ ESTABAS PENSANDO?
– Yo creí que te iba a gustar…
Clara permanece muda y tiende un kleenex a Reme, que gimotea bajo su mirada compasiva, porque en el fondo le da pena la pobre chica, aturullada y confundida sin comprender a qué vienen esas voces como bramidos de cachalote encallado, porque ella no tiene la culpa de que un cabrón como Bores, más preocupado por rellenar el expediente ante Carahuevo que por la integridad de una ciudadana y la salud mental de uno de sus hombres, la haya manipulado hasta conseguir que, tras camelos y mentiras a medias, se comprometa a figurar como aspirante a meretriz con una de las bichas más cabronas de la profesión, aunque posiblemente también más elegantes, y es que eso es lo que le estuvo diciendo a París en su despacho, y hace falta tener poca vergüenza para querer aplacar su genio intentando convencerlo de que, en el fondo, Reme tampoco se expondrá tanto, no olvide usted que Virtudes lleva un negocio de altos vuelos, seguro que todo es mucho más aséptico y profesional de lo que piensa, se lo garantizo, ya verá como nadie les tocará un pelo, y además, que nosotros vamos a estar fuera protegiéndolas.
– Pues mande usted a su hija -le propone.
– Hombre, es que mi hija no se ha presentado esta tarde en comisaría y en cambio su novia sí, y la verdad es que da el tipo. No me negará que…
– ¿Me está diciendo, señor, que mi novia tiene pinta de puta?
– No, por dios, tampoco era eso. Me refería a que parece muy joven.
– Es que lo es.
– Ya, pero fíjese lo que le digo, se la ve muy madura para su edad. Pero mucho. Y cuando le expliqué nuestro problema reaccionó con gran generosidad y una enorme conciencia social para el mantenimiento del orden público.
– Querrá decir cuando usted la manipuló -especifica Clara, hablando por primera vez y llevándose de regalo una mirada furibunda de Bores.
– Subinspectora, cómo se atreve a insinuar eso -le recrimina-. Yo no obligo a nadie a hacer nada, ella estaba deseosa de colaborar y se ofreció solita. Me dijo que usted, París, estaría encantado de que pudieran trabajar juntos. Mi opinión es que deberían aclarar unas cuantas cosas antes de encararse conmigo. Y además, tienen poco más de una hora para aleccionarla. Yo que ustedes no continuaría perdiendo el tiempo.
París se levanta de mala gana porque está claro que para él la conversación no ha terminado y de buen grado le seguiría cantando unas cuantas Traviatas más. Clara pone una mano en su hombro para que se calme, aunque en el fondo sabe que éste no tiene el valor de abortar la operación. Pero no se puede quedar tranquila, no con la conciencia sucia por permitir que este hijo de puta con galones juegue con una pobre chica de barrio como con una marioneta, no sumisa ante la ligereza con que la propone para hacerse pasar por prostituta, no muda ante el chantaje laboral al que está sometiendo a mi compañero, que aunque sea París acaba de librarme de una buena, y al final no me puedo aguantar y tengo que hablarle bien claro a este grandísimo embaucador:
– Creo, jefe, que exponer a una joven tan inexperta en una operación de este calibre es un grandísimo error. Espero que no tengamos que arrepentirnos.
– No exagere, Clara. Usted sabe que van a estar pinchadas y seguras.
– No, señor, usted sabe que NO podemos ir pinchadas porque ellos querrán ver el material y es probable que tengamos que quedarnos literalmente en bragas.
– ¡Ese tono, agente!
– Ni ese tono ni hostias. Yo voy a dar la cara mientras uno que yo me sé se quedará en su despacho rellenando la quiniela de esta semana, así que no se me ponga flamenco, a ver si la que se raja ahora soy yo y tiene que disfrazarse de puta Rita la Cantaora.
Reme, que se ha quedado sola en el pasillo y espera impaciente retorciéndose los dedos, ve llegar a Clara y a París, jodidos pero desahogados, y comprende al instante que la ha cagado pero bien. Por eso en cuanto su churri se acerca comienza a desgranar una cascada de justificaciones que, realmente, nadie desea oír:
– Parecía tan amable, y era tan encantador, y como tú no estabas y ya sabes que yo siempre estoy dispuesta a ayudarte, cariño, y la verdad es que me necesitáis, os hago falta, reconócelo, me dijo que sin mí no había más alternativa que suspender la operación, y que era muy importante, importantísima, y que si aceptaba nunca llegaría a estar en peligro, y que yo parecía muy despierta y decidida, y si colaboraba conseguiría liberar a un montón de chicas que viven explotadas en unas condiciones horribles en los bares de carretera y…
– Cállate. No digas más memeces de salvar al mundo y a las putas focas, que nadie te lo ha pedido, y respóndeme: ¿por qué cojones has aceptado?
– Te lo estoy diciendo, mi vida, él…
– ¿No será mejor que paséis al despacho de Santi y habléis allí? O si no me voy yo y os dejo aquí solos… -sugiere Clara incómoda.
– No. Tú te quedas. Si vas a tener que cargar durante el operativo con esta niña caprichosa que no sólo se va a poner en peligro sino que se va a jugar tu vida también, lo justo es que te enteres de por qué cojones lo hace.
– No, mi amor, yo… -suplica Reme a punto de llorar.
– Ni amor ni cariño ni mi cielo ni hostias. Habla de una vez.
Y entonces Clara ve esa mirada que ya ha visto otras mil veces antes, la del que siente que lo ha perdido todo y está a punto de confesar, sentado ante una mesa, en una sala desangelada, con un cenicero lleno de colillas y alguien intimidador ante él. Pero Reme aún duda un instante, mira hacia los lados temerosa de que aparezca alguien más, finalmente posa sus ojos en Clara, que se siente azorada y confundida y con ganas de que se la trague la tierra ante esta situación embarazosa, mientras París da vueltas alrededor de la habitación como un oso encerrado en una jaula demasiado estrecha, y la pobre chica estruja su pañuelo a punto de convertirlo en jirón o pedazo de nube perdida, con la vista fija en la que fue pareja de su novio, e inicia su sarta de razones:
– Cuando llegué me dijeron que te habías ido gritando que Clara podía estar en peligro, y reconozco que sentí celos, porque siempre he creído que para ti soy como un peluche viejo que sólo abrazas por las noches porque es suave y cariñoso y está contento de que, ya desgastado, alguien lo quiera todavía. Pero tu trabajo sí te apasiona, para ti es lo primero, lo sé, porque ir por ahí con pistola y en un coche con sirena te hace sentir importante, estar en medio de la acción. Y yo qué te doy, sólo te sirvo espaguetis con tomate y si salimos nunca hacemos cosas como ir a exposiciones o cenar en un restaurante elegante o yo qué sé con qué sueñas tú, con algo que no sé darte, porque conmigo sólo vas al cine a ver películas de acción y a comer hamburguesas y me hablas como si fuera una niña y me cuentas que en la comisaría eres como un héroe y que dejas abrumados a tus jefes con tu dominio de los reglamentos y esas cosas, pero si te pregunto por los casos que llevas me dices que no son asuntos para mí, que no lo entendería. Y luego está ella, Clara, que sois de la misma edad y tenéis tantas cosas en común, tanto pasado, y con ella hablabas de libros y veíais películas antiguas, y a mí no me gusta leer ni las revistas, y para colmo ahora trabajáis juntos en un caso importante y lo está haciendo muy bien, tú me lo has dicho, y aunque la pones a parir yo sé que la admiras, y a lo mejor la echas de menos porque es atractiva, y tiene estilo, y está muy segura de sí misma y yo a su lado soy como una chiquilla que aún no puede usar sujetador ni pintarse los labios, y por eso cuando me encontré con ese señor, tu jefe, y me dijo que estabas agobiado porque no encontrabas a nadie que hiciera el papel de ingenua, no tuve que esperar a que me lo insinuara, aunque bien le vi que se moría por proponérmelo, pero no hizo falta porque yo me ofrecí. Sí, no me mires así, me ofrecí yo, entérate, y le dije que a ti te parecería bien, que me dabas mucha libertad y respetabas mis decisiones. Y me lo preguntó varias veces: ¿seguro que Carlos lo aprobará? ¿No le parecerá muy arriesgado? Y yo le respondía: nooo, estese tranquilo, si nosotros los fines de semana hacemos puenting porque nos pirran las emociones fuertes, es lo que más nos une, y aunque no acababa de creérselo se dejó convencer porque buena falta le hacía, y yo notaba que le daba igual si luego me abroncabas al llegar a casa.
Hace un rato que París ha dejado de dar vueltas alrededor de la mesa como el oso enjaulado de antes. Hace un rato que se ha sentado frente a Reme, que por fin ha parado de hablar y respira entrecortada, como jadeando para coger sólo el aire suficiente para continuar. Hace un rato, también, que Clara, con la espalda contra la pared, se ha dejado resbalar hasta quedar acuclillada en el suelo.
Hace un rato que reina el silencio, y hace un rato que los tres, a su manera, se sienten culpables.
Pero en un momento dado París mira su reloj y, dándose cuenta del tiempo que ha pasado, observa a Reme con una extraña mezcla de ternura y dureza, como los padres que antes de partirle la cara a su hijo de una bofetada les juran eso de me duele a mí más que a ti, y le consulta con resquemor:
– Y ahora, niña estúpida, has pensado ya qué vas a hacer.
– Yo quiero seguir adelante, cari -implora Reme como pidiendo cinco minutos más de tele antes de irse a dormir-. Yo quiero hacerlo, quiero demostrarte que puedo y no dejarte tirado.
– No me utilices como excusa y piensa en tu admirada Clara, a la que vas a entorpecer porque tendrá que llevarte de paquete.
Reme mira a Clara con ojos esperanzados y acuosos.
– ¡Clara! ¡Perdóname por querer ser como tú! ¿Querrás llevarme contigo?
– Esto no es una película, es la vida real. No puedo hacerme responsable de ti.
– Porfa, porfa, pooooorfa…
Clara se vuelve hacia París y le pone ese rictus acusador de esposa que mira a su marido recriminándole haberle hecho un hijo tan caprichoso justo cuando éste acaba de romperle su más valioso jarrón.
– Me subo, Carlos. Entre Bores, la niña y tú me habéis metido en una situación absurda y arriesgada y esto de ahora ya es más de lo que puedo soportar. Tiene narices que aún encima la prince me haga chantaje emocional, es que manda huevos.
Éste baja la cabeza avergonzado y Clara se dispone a dirigirse hacia las escaleras cuando un grito inusualmente potente y seguro de sí mismo la detiene.
– ¡Puedo hacerlo! -exclama Reme-. ¡¡¡Puedo hacerlo!!! Ya está bien de que me toméis por una niña inocente, ya estoy harta, no aguanto más que os miréis por encima de mi hombro o que habléis delante de mí como si no estuviera. Esto es lo que va a pasar: tú -dirigiéndose a Clara- me vas a explicar lo que tengo que hacer por la cuenta que te trae, porque el jefe me ha aceptado en la misión y te pongas como te pongas te vas a tener que joder conmigo al lado, así que más te vale que vaya preparada. Y tú -ahora feroz a París- vas a dejarme hacer esto porque es la mayor demostración de amor que hará nadie por ti en tu vida y porque soy lo mejor que te ha pasado en mucho tiempo, así que déjame hacer las cosas a mi manera. Y además, cuanto antes resolváis esta jodienda de caso mejor para todos, porque tú volverás a casa con tu maridito y yo me lo llevaré a él de esta comisaría de mierda y cada uno podrá seguir con su vida y santas pascuas. Y por cierto, no soy tan tontita ni tan virginal como os creéis, que yo ya tuve otro novio antes, el Kevin, al que metieron en el talego hace un año por pasar pastillas en una disco de zaves, así que ya sé lo que es una redada, que me cacheen y me tomen declaración. Qué os creéis.