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– Vale, hagamos un último repaso -propone al volante de su coche mientras comprueba por el retrovisor que París y Bores las siguen a prudente distancia-. Lo primero que…
– Clara -interrumpe Reme-, no me siento cómoda con esta ropa.
– Pero venga, si estás genial.
– No. Yo me encontraba más a gusto con mi minifalda, mi top y mis botas altas. Y no sé por qué os habéis empeñado en que me desmaquille.
– Te lo he explicado mil veces, queremos que Virtudes crea que eres una estudiante de Bellas Artes más preocupada por su carrera que por su atuendo. A ver, te lo voy a repetir una vez más para que luego no metas la gamba: yo le dije a la madame que tenía dieciocho años y una amiga de dieciséis, pero mentí. Está claro que no tengo dieciocho, pero tú sí. Tú eres la estudiante de primero de Bellas Artes y yo, además de ser una trolera, poso desnuda en la facultad.
– ¿Y por eso me he tenido que quitar mi ropa guay y ponerme estos vaqueros y unas zapatillas? ¿Qué pasa, que en esa facultad de Artes Bellas no dejan entrar con tacones o qué? Y para colmo, tú vas divina, no lo niegues, y mientras a mí me toca hacer de fea.
– No haces de fea, simplemente vistes como tu personaje, una chica que va cómoda porque pasa muchas horas pintando de pie. Tú eres la ingenua y yo la veterana de vuelta de todo, dispuesta a hacer lo que sea, a lo que caiga. Míralo por el lado bueno, si las cosas se ponen mal tú podrás huir a la carrera con tus deportivas mientras yo me la meteré con estos taconazos.
– Pero las cosas no se van a poner mal, ¿verdad? -pregunta asustada-. ¿Y por qué no podemos llevar micrófonos ocultos? Yo quiero que Carlos me pueda oír cuando entre en acción para que sepa lo mucho que…
– No podemos correr riesgos, Reme. Si Virtudes insiste en que nos desvistamos y se nos ve el cable, estamos jodidas pero bien.
– Entonces ¿no podrán oírnos? ¿No sabrán si nos ocurre algo? -pregunta presa del pánico-. ¿Quién nos defenderá?
– Para eso existen los teléfonos móviles, y yo llevo mi pistola en el bolso. Respecto a que nos oigan, siento mucho decirte que tu único público seré yo.
– ¡¿Y de qué me vale toda esta movida si él no va a oírme?! -exclama desesperada.
Suena el póker de Clara, que hace intentos por conducir con una sola mano y cogerlo con la otra. Reme, en pleno proceso de asimilación de su futuro inmediato, ahora que se le ha caído de los ojos la venda de heroína de película, no ayuda en absoluto. Se detienen ante un semáforo y por fin puede hablar.
– ¿Cómo está? -pregunta París todo ansiedad.
– Como una chica Almodóvar: al borde de un ataque de nervios. No veo esto nada claro.
– Yo tampoco -le da la razón, sombrío-. Si pudiera encontrar cualquier motivo para abortar la operación… -susurra, para que Bores no le oiga.
– A buenas horas te acuerdas, en el último semáforo antes de llegar y sólo porque a mi lado va tu novia. Si viniera Zafrilla otro gallo nos cantaría. Te daría absolutamente igual.
– Déjate de tonterías -responde indignado-, sabes que no es cierto.
– Sí, bueno, lo que tú digas. ¿Algo más?, ¿te paso a tu churri?
– Joder, Clara, no seas así, bastante tengo con lo alterado que estoy.
– Claro, y yo estoy de puta madre, tranquilísima. El disco se ha puesto verde, voy a colgar. Sólo te diré una cosa más: no has tenido huevos para plantarte ante el gran jefe y lo que nos ocurra a Reme o a mí ahí dentro será tu responsabilidad. Recuérdalo.
– Os sacaré a la mínima que pase algo, os lo prometo.
– Sí, por telepatía nos vas a sacar -murmura Clara al tiempo que corta y arranca.
– ¿Era Carlos? -exclama Reme-. ¿Por qué no ha usado la radio del coche?, ¿y por qué no se ha puesto conmigo? ¿Y por qué…?
– A ver, este coche no lleva radio porque no somos policías, vamos de civiles y los civiles no viajan en coches patrulla. Carlos me ha llamado a mí para ultimar ciertos detalles del caso, no te lo he pasado porque no quiero que te ataques más de lo que ya estás y, por favor, cálmate -dice intentando no ser demasiado dura, no alterarla más todavía, no ser tan intransigente con la pobre chica, la patética chica que hace esto por amor, por ganarse la admiración de un patán que, setenta metros atrás, estaciona en doble fila mientras yo aparco.
– De todos modos lo conseguiré aunque quieras impedírmelo. Brillaré con mi propia luz, no seré tu comparsa. Soy necesaria, soy indispensable, no podríais hacer esta operación sin mí, Bores me lo ha dicho. El bombón soy yo, la chica joven y mona nada más que yo. Tú sólo eres el cuerpo viejo que Carlos ya ha sobado y que no vale ni como gancho. Yo soy la estrella -repite-, yo. Y cuando hayamos salido de ésta, Carlos lo verá claro.
La miro con pena y furia mientras recita su mantra, la cantinela de que es joven, está cañón, es hermosa y cuando los ojos de una proxeneta la vean explosiva, jugosa y deseable, tal vez París, el patético novio, el ídolo al que epatar, la aprecie por lo que es. Me está insultando, sí, y debería mosquearme y partirle esa boquita de piñón que chorrea barbaridades, pero no lo voy a hacer porque sé que está cagada de miedo y después se arrepentirá de lo que ha dicho, porque sé que no existo más que como un reflejo de algo que no soy, un compendio de ilusiones que rebotan en su maltrecho ego como miedos, inseguridades y defectos de los que yo, en mi faceta de concepto ideal, carezco. Y comprendo que me odie, que desee arrancarme los ojos con sus uñas bien afiladas, matarme, borrarme del mapa y de los recuerdos de un pretendiente que probablemente, con ese tacto que le caracteriza, me describió algún día, durante algún instante, como una amazona indómita, o irreductible, o irreal. Le permito que piense que tiene razón y que soy una perra, una mala puta, una loca de atar. No quiero hablar porque entonces, quizá, dejaría de odiarme para odiarse a sí misma y, tal cual están las cosas, es preferible que los papeles de heroína y villana, por ahora, sigan disociados. Pero me da pena. Tanta, que en vez de mandarla a tomar por saco me apiado y sólo le contesto con una verdad a medias que no nos deja ni a una ni a otra como víboras despreciables sino, cobarde como sólo yo sé serlo, al tercero en discordia, al varón que permite esta situación y que no hace ni cuatro horas me salvó la vida en la azotea de un rascacielos.
– Reme, si quieres oír de mi boca que vale la pena luchar por él, estás perdiendo el tiempo.
– No digas eso, tú ya no le conoces. Lo que pasa es que te jode que yo haya conseguido cambiarle.
– Enhorabuena, para ti todo. Eso si consigues salir viva de ésta y disfrutarlo -le respondo incisiva, sabiendo que en estos casos de histeria desatada el mejor freno es una dosis adicional de humildad.
Escondo el póker en la guantera, cierro el coche con el mando a distancia, accedemos al lujoso portal y salimos del ángulo de visión de Carlos y Bores arrellanado cómodamente a su vera, siempre a la verita suya, relajado y confiado porque es posible, si no nos desnudan ni nos apalean ni hacen una película snuff con nosotras, que pueda sacar tajada de esta función, cubrirse de gloria y hasta salir en el telediario explicando cómo él solito, bueno, con la necesaria intervención de sus agentes, bien entrenados y aleccionados bajo su dirección, eso sí, ideó el plan para desbaratar una red de prostitución de menores, y vaya plan de mierda, maldice Clara en el ascensor mientras le repite a Reme con voz de madre que arrulla a la niña a quien van a extirparle las amígdalas que todo va a salir bien, tranquila, recuerda lo que hemos hablado: la pistola va en mi bolso, soy una excelente tiradora, no nos va a hacer falta usarla, sólo tienes que ser convincente en tus mentiras. Sólo eso. Lo que has hecho durante toda tu vida.
– Hola, preciosas. Pasad, pasad, qué bien que al final hayáis venido las dos, qué guapas, pero qué monas sois. ¿Por qué no nos sentamos y hablamos tranquilas?
La mujer que nos ha abierto, lo sé por su voz, es la propia Virtudes, pero yo he situado estratégicamente a Reme delante (la carne joven es lo que se ve primero, regla número uno del submundo de la prostitución) y por lógica sólo tiene ojos para contemplarla a ella, calibrarla y besarla y cogerla de la mano para llevarla, imagino, al salón, mientras me limito a ir a la zaga como la comparsa que soy, apenas la rémora de alguien no tan alta, ni tan llamativa, ni tan espectacular ni tan lozana, dónde va a parar. Y mejor así, entre otros motivos porque me permite ganar tiempo para estudiar la distribución de la casa y contar el número de puertas que se abren ante el largo pasillo y sopesar los años y kilos de la madame teñida con reflejos caoba en su pelo cardado posiblemente para otorgarle mayor altura, porque es chaparreta, culona, con una cintura bien marcada para los inviernos que aparenta y unos tacones de aguja tremendos con los que, desde luego, como se pongan las cosas chungas, no me imagino que pueda detenernos. La oigo fingir una alegría que no siente y parlotear amigable con nosotras de cualquier necedad, de lo contenta que está de que hayamos venido, aunque eso ya lo ha dicho, de las ganas que tenía de conocernos y de que no nos imaginaba así.
Justo en el momento en que llegamos al salón repiquetea un horrible teléfono de color marfil imitación de un modelo antiguo y corre presurosa a descolgarlo dejándonos mudas y de pie, como suspendidas en el espacio, se queda absorta escuchando y, como ni nos mira, puedo ofrecer un guiño tranquilizador a Reme, que tiembla como un flan y teme que tal vez ya nos hayan descubierto, nada más aterrizar, y estén llamando para avisarla. Pero no, según sus réplicas la cuestión parece mucho más banal, algo sobre una permanente y mechas rubias y pechos colosales que me lleva a deducir que se trata de un «cambio de imagen» para alguna afortunada que haya pasado la criba. Eso, que discuta lo que quiera mientras yo me dedico a escudriñarla: ojos furiosamente subrayados de negro para realzar una mirada verde desvaída, morros de volumen imposible en alguien de su edad, body de estampado animal y carísimos zapatos a juego, uñas largas como garras impecables y pulseras de oro por decenas con dijes colgando que imagino recuerdo de todos los hímenes que haya vendido, uno por cada chica drogada, prostituida y exprimida. Casi me dejo hipnotizar por el ritmo cadencioso de los colgantes de su muñeca cuando aparta el auricular que le nubla el rostro y la percibo con claridad y constato que se ha hecho carne mi sospecha, la que concebí desde que entré y la vislumbré de refilón. La conozco, sé quién es, la he visto antes. Cuando cuelgue debo concentrarme y rezar para que no me recuerde y descubra en este teatrillo de ilusiones que acabamos de inaugurar.
– Bueno, queridas… Me gustaría que nos presentáramos, porque lo cierto es que no sé quién es quién y, la verdad, tampoco acabo de ubicaros por las descripciones que me disteis hace unos días -obviamente se refiere a mí, y lo dice escrutándome con excesiva atención, con abierta curiosidad.
– Yo soy Serena -afirmo tomando la iniciativa y siguiendo, como habíamos ensayado, punto por punto el guión-. Y ésta es mi amiga Paula.
– Encantada de conoceros -sonríe gélida Virtudes-, pero… Tengo una duda, ¿no eras más joven? No te ofendas, cariño -me dice-, es que yo creía que iba a venir una chica de, no sé, dieciocho años, y tú eres mona, no lo niego, pero cuántos tienes, ¿veinticinco?
– Espero que no te importe -comento fingiéndome muy segura de mí misma y mirándola a los ojos para que vea que no me da miedo, que no estoy en absoluto acojonada y soy una tía muy lanzada-. Sé que no doy el tipo que buscas y me paso unos años del perfil, pero necesito la pasta y estoy dispuesta a todo, por eso te mentí cuando hablé contigo.
– Es que… nos vienes «un poquito» mayor. ¿Tienes algo de experiencia en este negocio? ¿A qué te dedicas?, ¿de qué vives?
– Soy modelo, poso desnuda para los alumnos de Bellas Artes. Ahí conocí a Paula -señalo con la cabeza a Reme-, que es estudiante, de primero, y aunque no tiene los dieciséis que te prometí, sí es menor porque todavía le faltan unos meses para cumplir los dieciocho. Mi otra amiga, la aspirante a actriz de la que te hablé por teléfono, no ha querido venir al final, se ha rajado, pero yo creo que Paula da el tipo que buscas y, como también necesita la pasta, pensé que te gustaría conocerla.
– Si ella me parece genial, pero tú… Lo siento, no me encajas.
– Mira, yo no le hago ascos a nada -me lanzo, osada, consciente de que éste es mi ahora o nunca- y más de un trabajito les he apañado a profesores de la facultad. Soy muy abierta y me atrevo a hacer cosas que tus niñas ni saben que existen. Piénsatelo. No te defraudaré -y lo digo tan convencida que Virtudes parece evaluarlo un segundo o dos.
– Lo que está claro es que tienes arrestos y eres extraordinaria fingiendo, porque fuiste tú con quien hablé por teléfono, ¿no?, y me colaste totalmente la trola de la niña inocente. Si además fueras buena en la cama serías la bomba… Está bien -decide-, te haré una prueba, pero no te prometo nada.
– Muchas gracias -me humillo arrebolada como si ella fuera un hada madrina que acabara de concederme un don fabuloso, unos senos atómicos, un clítoris cantor o algo igualmente mágico para una aspirante a puta como yo.
– Ahora sentémonos. Tú ahí, querida -ordena a Reme-, y tú aquí, bien cerca, para que te vea mejor -me sugiere, y palmea concluyente en el hueco que queda a su lado en el sofá blanco tapizado en capitoné-. Tu cara me suena de algo, y además me provocas una enorme curiosidad con ese carácter tuyo tan fogoso. Dime, ¿nos hemos visto antes?
– No creo que frecuentemos los mismos lugares -y siento su mirada e imploro para que no me relacione con la mujer sin maquillar, gafas de sol, vaqueros gastados, chaqueta de cuero y botas viejas que hace sólo dos días, en el cementerio de Tres Cantos, pidió por el alma del Culebra frente a ella y no, no parece reconocerme porque ahora soy otra, bien acicalada, con los labios bañados en burdeos y los párpados ahumados en gris antracita, con el traje chaqueta negro ajustado en la cintura marcando caderas, las medias de rejilla, los zapatos de tacón con los que yo sí sé correr, la camisa blanca y los rizos sedosos y milagrosamente esponjosos gracias al secador de manos de comisaría, quién lo diría. Y aunque soy otra me observa, me analiza y sé que debo hablar, decir algo, cambiar el rumbo de la conversación porque seguro que esta hija de puta es una excelente fisonomista y presiento que la operación comienza a naufragar.
– No me hagas caso -dice al fin tras el intenso escrutinio-, conozco a tantas chicas que a veces, y no os ofendáis, me parecéis todas iguales.
– Ja, ja -me río tontamente porque no me queda otro remedio.
– Es cierto -interviene Reme, que parece deseosa de romper el hielo-. En la facultad nosotros decimos lo mismo de los modelos porque cuando se desnudan no es que sean iguales, es que ya no tienen cara.
Me sorprende su acertada intervención, ya me veía llevando sola el peso de la conversación y excusándola ante Virtudes porque es tan cortada, tan joven, tan inexperta, ¿sabes? No me extrañaría incluso que fuera virgen. Aun así, todo el alivio y hasta el agradecimiento que me supone verla hablar por iniciativa propia se diluye al instante. Dónde está el mérito, si sólo está aquí por su inmadurez absurda de niña que tiene que ser la reina de la fiesta, la más hermosa. El caso es que consigue desviar la atención de mi persona, acosada por el olfato y la lengua bífida de la bicha que, al parecer, gratamente sorprendida por su vocecita de pito y su risita de chica tímida, la estudia con la codicia de una loba ante su cordera favorita.
– Y dime tú, Paula, ¿a qué estás dispuesta? ¿Sabes que los hombres te sobarán, que los niñatos se correrán en tus muslos sin llegar a meterla, que puede que alguno te insulte y otros quieran pagar por golpearte? ¿Estás segura de querer entrar en este mundo y lo que te juegas? -le pregunta con dulzura pero sin ambages, eso sí que es ser directa y lo demás son tonterías.
– Yo…, supongo que sí… -Reme, colorada de repente y consciente de que se ha ruborizado, se muerde los labios tan nerviosa que ambas nos damos cuenta de su azoramiento. Sólo que yo sé que lo hace porque cree que la ha cagado en su prometedora carrera de actriz, mientras la imbécil de la bicha supone, en cambio, que es producto de su pura ingenuidad.
– No te preocupes, belleza, no pasa nada si te da corte -le sonríe, comprensiva-. De hecho, este salón será el único lugar donde te dejaré sentir vergüenza. Aunque fuera de aquí, por supuesto, puedes fingirla cuanto quieras.
– Gracias -balbucea con sus ojos brillantes y en technicolor.
– No me las des, criatura, no es más que una cuestión de salud mental. Mira, a partir de ahora te van a pedir muchas cosas, demasiadas, pero en el fondo sólo buscan una: que seas otra, que finjas ser una mujer distinta de la que en realidad crees ser, ¿me comprendes? Y eso requiere un esfuerzo mayor que el de abrirse de piernas y dejarse hacer. Dentro de lo que cabe esto sería casi lo más fácil. Y ahora dime, ¿eres virgen, cielo?
– Yo, yo… -y duda, no sabe qué responder y me mira como pidiendo mi aprobación. Intento componer un gesto de ánimo, un ¡adelante! que le dé fuerza. Y parece que lo consigo-. No, Virtudes, no lo soy.
– Pero, Paula, cariño, no me llames Virtudes, queda tan desagradable hablarme de estas cosas tan sucias y dirigirse a mí por un nombre tan de monjita… Mejor usa mi nombre artístico, Alejandra, ¿sí?
– Como quieras, Alejandra. Es un nombre precioso.
– Sí, ¿verdad? Entonces cuéntame, ¿a qué edad te desfloraron?
– A los… catorce.
– ¿Catorce? -y, pese a estar supuestamente de vuelta de todo, Alejandra, Virtudes o como demonios quiera que la llamemos enarca con insolencia una ceja-. Al menos lo haría tu novio.
– Y dos amigos más. Bueno, en realidad estábamos en una fiesta, ya sabes.
– Sí, algo he oído, las fiestas universitarias acaban siempre en orgías, con menores borrachas violadas y remordimientos traumáticos de por vida.
– No, ésta fue una reunión privada y yo acababa de entrar en el instituto, no había bebido casi y mi novio no era universitario todavía porque andaba por los diecisiete. Da igual, lo que pasó es que sus padres se fueron de viaje a Roma, me parece que a una excursión con la parroquia a ver al Papa y rezar por la beatificación de Franco o alguien así, y entonces él aprovechó para llamar a sus dos mejores amigos y pedirles que trajeran a sus novias. Me contó que era una fiesta de bienvenida, porque yo tardé bastante en tener la regla, ¿sabes?, no me vino hasta los catorce, y entonces él dijo que ya era mayor, una auténtica mujer, y ya podía hacer de todo, y por eso se le ocurrió lo de dar la fiesta. Así que, bueno, me prepararon una ceremonia de iniciación que fue, la verdad, lindísima. Nunca lo olvidaré: ellas se desnudaron y se soltaron el pelo y ellos se quitaron las camisetas y se quedaron todos cachas sólo en pantalones, y a mí me desnudaron completamente y me pusieron alrededor del cuerpo una sábana blanca que parecía una romana de película de gladiadores, y entonces me subieron a la mesa del comedor y apagaron las luces y encendieron velas a mi alrededor y pusieron música y empezaron a acariciarme y a besarme todos… Fue como un sueño, no me imagino un modo más bonito de perder la virginidad.
– Y fue con tu pareja, imagino -presupone Virtudes.
– Sííííí. Primero con él, como es lógico, y después con los otros.
– ¿Con los otros dos chicos?
– Y con las chicas. No hubiera sido justo hacerlo sin ellas, ¿no crees?
– Claro, claro, por supuesto… Y dime -se interesa fascinada-, ¿te gustó más con ellos o con ellas?
– No sé… Me gustó bastante con todos. Para mí, no sé si me entiendes, fue una experiencia totalmente nueva, y yo estaba tan emocionada y tan agradecida porque tuvieran ese detalle conmigo que me sentía en una nube, como alucinada, siempre atendiéndome pendientes de que yo estuviera cómoda…
– Pero ¿tú fuiste acostándote con todos por turno? Imagino que tu novio querría llevarte a alguna otra habitación para hacerlo por vez primera.
– ¡No, qué va! Era una experiencia de grupo, lo compartíamos todo y, en este caso -proclama orgullosa-, me compartían a mí.
– ¿Y qué hacían los demás mientras tanto?
– Me besaban, me lamían, me daban masajes para que estuviera más relajada… Todo estaba destinado a hacerme sentir como una reina, la princesa de ese día, y que me encontrara a gusto. Ellos eran como mis esclavos, ¿entiendes? Y, bueno -se detiene por un momento, como para reflexionar-, la verdad es que hubo algunos ratos en que dos o tres de ellos dejaban de hacerme caso y se dedicaban a hacer cosillas a su aire. Pero no me parecía mal, yo soy comprensiva y, como a mí nunca me tenían desatendida, pues lo acepté con generosidad, aunque en teoría yo tendría que ser todo el centro de atención aquella noche. Claro que como todo lo que se hacía era público, para compartir la diversión… Y es que, Alejandra, no se puede estar horas y horas dale que te pego, ¿sabes? Mirar también es parte del atractivo. Por eso nos tomábamos un descansito de vez en cuando, para recuperar el aliento y ver qué hacían los demás.
– ¿Y a tu chico qué le pareció esto, no tenía celos?
– Nooo, es que era todo muy excitante. Hubo un momento en que, para agasajarnos como pareja, sus dos amigos se quedaron conmigo y sus novias se ofrecieron a él y, aunque en principio me dio bastante miedo porque, no sé, pensé que preferiría antes a aquellas chicas mucho más experimentadas que a mí, al final me gustó verlo, y es que parecía como un héroe de esos de los mitos poseyendo a dos ninfas o algo así, seguro que sabes a qué me refiero. Lo vi tan fuerte, tan poderoso, sudoroso y con los músculos en tensión, que fue entonces cuando comprendí cuánto lo quería.
Virtudes traga saliva, estoy tan cerca de ella que la oigo jadear, reconozco el sonido de su garganta y vislumbro que se ha excitado con el relato. Es el mismo de cuando eras adolescente y estabas en el sofá con papá y mamá después de cenar y ponían una escena subida de tono en la tele y disimulabas como si no pasara nada, indiferente a esos cuerpos que se tocaban y retozaban, negándote a que estuvieran ahí llenándote los ojos.
Aquí ocurre igual. A Virtudes se le hace la boca agua y no sé si es por la visión que le ha provocado el relato de la orgía, la candidez de la narradora o el futuro potencial de la niña. No importa. Sean cuales sean sus pensamientos, consigue guardarlos en la máquina registradora de su cabeza y alentar a Reme.
– ¡Nunca pensé que una chica tan joven como tú tuviera semejante historial sexual! No sé si sorprenderme o inquietarme -exclama la muy hipócrita.
– Es que soy de Villalatas -explica Reme, y como ve que nos quedamos tal cual, aclara-: Un novio que tuve después, de Madrid capital, siempre me lo repetía cada vez que nos enrollábamos: «Se ve que en los barrios dormitorio se empieza pronto». Así que supongo que será por eso. Vamos, digo yo.
– Y dime, ¿todo esto que nos has contado lo has hecho sólo con chicos de tu edad o también has… jugado con gente mayor?
Reme no lo pilla pero para mí, vulgar espectadora en este confesionario de telebasura, resulta evidente que le pregunta si le daría asco acostarse con fruta madura. Lo que yo quisiera averiguar, cosa que haré en cuanto pueda si salimos de ésta, es si la bonita historia de la pérdida de su flor corre por cuenta de sus recuerdos o de su imaginación. Francamente, no sé qué tendría más mérito.
– Es que me da vergüenza decirlo… -titubea Reme-. La verdad es que sí… Pero la historia sólo duró unos meses y yo no tuve nada que ver con su muerte. Lo juro.
– ¿Qué? ¿Cómo? A ver, explícanos eso -ruega, suplica, la bicha.
– Fue el padre de una compañera de clase de inglés, para él era su tercer matrimonio, así que ya tenía sus añitos, podría ser hasta mi abuelo. Yo iba a estudiar a su chalet con su hija varios días a la semana y a veces, los viernes, me quedaba a dormir. El cuarto de invitados, que era muy chulo, estaba en la buhardilla y bueno, lo típico, ya me había fijado en que él me miraba en la piscina o si bajaba a desayunar en camisón y todo eso, así que una noche acabó por subir a mi habitación, cuando su mujer y mi amiga ya estaban dormidas, y aunque al principio me aseguró que sólo quería chuparme los dedos de los pies y acariciarme las pantorrillas, al final acabó por lamerme hasta… bueno, hasta ahí, hasta mis partes, y estaba tan a gusto que no pude resistirme, y aunque luego me arrepentí mucho, por aquello del miedo a las movidas que podía tener si se enteraban, la verdad es que yo de estar con él no me arrepentía pero nada de nada, porque era… no sé cómo explicarlo, como otro concepto, porque se tomaba la… cosa con más calma y era más amable y atento, todo un caballero. Y claro, yo le decía a mi compi que no podía ir a su casa, que prefería estudiar en la mía, para evitarlo, para no volver a verlo, pero luego siempre acababa cediendo y cada vez que pasaba la noche allí no podía dejar de mirarlo mientras cenábamos y pensar en lo que sabía que iba a venir después, y entonces nos retirábamos a estudiar y él, en plan padre bueno, nos traía a las dos un vaso de leche con galletas y nos acariciaba la cabeza, y yo cada vez me ponía más y más ansiosa esperando el momento de irme a la cama y que él subiera…
– ¿Y cómo acabó la historia?
– Fatal. Al final sus padres se divorciaron y ella se quedó con su madre. Al parecer a él le gustaban demasiado las jovencitas y un día le pillaron en su bufete con una becaria en el cuarto de las fotocopias. Me fastidió un poco, no voy a negarlo, porque siempre me susurraba que yo era «su única niña». Luego, cuando a los pocos meses apareció muerto en la cama de un hotel, desnudo y…, vaya, que se notaba que le había dado un infarto mientras lo estaba haciendo, mi amiga empezó a preguntarnos en el recreo cuántas de nosotras se habían acostado con su padrastro, cuál lo había matado de un polvo… Pero yo soy inocente, lo juro. Ese finde estaba de puente en Benidorm.
No puedo evitar que se me escape una risilla malévola al escuchar el final de la fábula, y de pronto advierto que tanto Reme como Virtudes me contemplan con esa mezcla de espanto y sorpresa con que se observa a los niños que se carcajean en un funeral o a los borrachos que cantan en una iglesia.
Y es entonces, supongo, cuando la madame decide que Reme ya es de las suyas y ha pasado con nota a su bando, y yo la intrusa a quien poner a prueba.
– ¡Qué charla más entretenida! -exclama poniéndose de pie-. Estaba tan abstraída con las historias de Paula que acabo de percatarme de que no os he mostrado nuestras instalaciones. Vaya anfitriona estoy hecha. ¿Me seguís?
Virtudes le tiende su mano a Reme y ésta, la mar de distendida, se aferra a ella y ambas del bracete se alejan tan contentas de haberse conocido que no puedo evitar sentirme rabiosa. Vale que la niña lo ha bordado, pero me siento como la gorda de la clase a quien nadie quiere en su equipo, el lastre que va detrás, al margen de las bromas de la pandilla, la que todavía tiene que demostrar que merece la pena, que guarda algún que otro tesoro escondido.
Oigo por el interminable pasillo cómo la bicha le pregunta a Reme, en un tono íntimo y confidencial, cuántos años tenía cuando se acostó con el padre de su amiga, si alguna vez le han dado por atrás o hasta dónde estaría dispuesta a chupar, mientras nos guía hasta una de las habitaciones, reconvertida en estudio, en la que un tipo muy delgado, con la cabeza llena de rizos trigueños desmadrados y gafas cuadradas de pasta, no cesa de fotografiar a una muchacha de no más de dieciséis vestida únicamente con un picardías y que posa con una soltura inusitada para alguien de su edad, en absoluto cohibida, o al menos no tanto como nosotras.
– Os presento a Cielo, una de nuestras chicas con más proyección. Saluda, Cielo -presenta Virtudes, y se interrumpe la sesión y ésta se acerca dando saltitos como un conejito y nos besa a ambas, buena chica, mascotita buena-. Ellas son Paula y Serena, y él es Kodak, nuestro genial artista.
– Qué tal, preciosas -y en cuanto veo sus pupilas a través de los cristales sé que está colocado, no hace falta ser poli para pillarlo.
– Kodak, dame tu opinión, ¿qué te parecen mis nuevas amigas? Oye… Se me está ocurriendo una cosa: ¿por qué no les sacas unas cuantas fotos para ver cómo dan ante la cámara? -propone la bicha llevando, ahora sí, la voz cantante, asiendo con mano firme las riendas de la situación, estirándola hasta el extremo mismo de la rotura, del desgarrón.
– ¿A nosotras? -pregunta Reme asustada, y los ojos de Virtudes, ese dechado de las susodichas, brillan con delectación como los de un tigre de circo que ha probado por fin la carne humana y paladea el pánico de su domador.
– Por qué no, cariño. ¿Acaso tienes miedo de enseñarnos ese cuerpo divino que dios te ha dado? Ya sé yo que no después de todo lo que nos has contado.
– No, claro… -pero sí lo tiene. Puede que la historia de su iniciación sexual fuera una trola, quién sabe, pero esto es distinto. Por eso, y porque la veo tiritar y a fin de cuentas yo soy la madera, decido que enseñaré el culo primero.
– ¿Os importa si empiezo yo? Si tengo que enseñaros mi celulitis después de su cuerpecito adolescente me muero.
– Vale, ¿por qué no? -responde Virtudes-, además, tú ya tienes experiencia posando desnuda -y lo dice con tanta frialdad que sé que pretende observar mejor mi rostro bajo los focos hasta descubrir de qué le sueno, si soy quien digo ser o una impostora que viene a aguarle el negocio.
– Ven aquí, preciosa -me indica Kodak, que ya ha olvidado mi nombre. Qué más le da, para él todas somos preciosas-. A ver lo que vales.
Es el momento, no puedo achicarme. Seré dura, descarada, segura, dispuesta a todo con tal de convertirme en puta de lujo y forrarme, alquilar un piso en la Castellana, saltar la Banca, vivir por todo lo alto y después retirarme. Virtudes se ofrece a sostenerme el bolso, pero declino la oferta y lo llevo conmigo hasta el centro del escenario como si acabara de decidir que es parte del atrezo porque, aunque no tengo ni idea de qué hacer con él, sé que sería mi perdición soltarlo con la pipa dentro. Piso fuerte, piso morena, piso con garbo y en mi cabeza suena un pasodoble que marca el ritmo de mis andares mientras me sitúo con los tacones bien clavados al suelo y desabrocho mi chaqueta y un par de botones de la blusa hasta que luzco sujetador de encaje y canalillo. Entonces pongo una mano en mi cintura y con la otra, levemente alzada, comienzo a balancear descarada el bolso, sí, como las putas de toda la vida, las que se apoyan en una farola, las de la copla y películas en cinemascope. Miro a cámara desafiante, sonrío, suena un disparo y no, no estoy muerta.
– Muuuy bien, tía buena -me vitorea Kodak-. Sigue, sigue así…
– Tiene estilo -noto que Virtudes me calibra como si no estuviera presente-. Me recuerda a alguien, ¿a ti no?
– Tú sabrás -contesta éste, esquivo-. ¿Qué más quieres que hagamos?
– Todo. Quiero verla bien. Que se arrodille.
No me gusta que me den órdenes, así que antes de que alguno de los dos se dirija a mí para pedírmelo me subo la falda de tubo por encima de las corvas, me postro en el suelo, me inclino hacia delante ofreciendo un plano espectacular del principio de mi escote, dejo caer la chaqueta y me cuelgo de la boca el bolso, mordiendo la cadena dorada con gesto agresivo y fiero. O al menos lo intento.
– Así, nena, como una gata salvaje -me alienta Kodak retratándome sin cesar. Diría que parece divertido, se encuentra en medio de un duelo de voluntades femeninas en el que, obviamente, si alguien sale ganando es él.
– Que se quite más ropa -ordena la bicha.
Yergo el tronco, termino de desabotonar mi blusa con porte ausente y dejo que se deslice por mis hombros, veo la expresión golosa del único hombre y mantengo la posición uno, dos, tres segundos con la barbilla alzada, la cabeza hacia atrás, un rizo sobre mis ojos, las piernas abiertas dejando asomar mis ligas bajo la falda, ya casi por las caderas, y el delicado sostén que abulta más de lo que realmente esconde, quién me lo iba a decir.
– Me gusta -confiesa Kodak con tono profesional-. No tiene un físico espectacular, pero esa actitud entre digna y desafiante es más excitante que un par de lolas de la talla cien.
– Ya sé, se da un aire a Olvido, ¿no te parece? -descubre de pronto Virtudes. Pero él no contesta. De pronto parece ausente, distraído-. Quiero más carne -sigue exigiendo la bicha incansable. Y yo, estremecida bajo el eco de su nombre, siento que perdiera el oxígeno.
– Nena -el fotógrafo vuelve en sí y reclama mi atención-, ya lo has oído, venga, sé buena… Y sonríe un poco, que esto no es un entierro.
Pero ninguna de las dos somos capaces de sonreír precisamente porque él ha conjurado con voz nuestros actos. Con sólo asimilar la palabra entierro el semblante de Virtudes muta y sé que acaba de recordar dónde me ha visto y que, sea quien sea, no me llamo Serena en realidad. En cuanto a mí, pese a que me obligo a seguir posando indiferente, por dentro suplico a mis ángeles de la guarda y a todos los santos del firmamento que pase algo, lo que sea, que me permita quitarme de en medio porque no podré aguantar mucho más esta representación, cómo hacerlo ahora que ya no soy una policía interpretando un papel, crecida bajo una personalidad fingida, desinhibida porque no me conocen, envalentonada ante la adversidad, inmolándome por una Reme inocente que no tiene por qué pasar por esto porque nadie le paga por ello ni tiene vocación de mártir ni tres o cuatro deudas con delincuentes muertos que saldar.
No, ahora todo es diferente. Se me han roto los esquemas, se me ha caído la careta y debo recomponerme y ordenar este revoltijo de confusión, miedo y emoción antes de continuar. Qué pinto aquí, me pregunto, por qué arriesgo, por quién. Qué coño hago de rodillas dándome palmadas en el trasero con las bragas al aire y los pezones erectos, en bandeja, reventando dentro del wonderbra.
Me levanto parsimoniosa intentando mantener mi digno ademán, mi rostro vacío porque, si dejo que se vuelva humano, puede empezar a llorar. La estatua que soy se mueve despacio, muy despacio, y ya de pie se da la vuelta y ofrece su espalda a todos, respira hondo y, antes de dejar caer el bolso al suelo, de buscar con falanges temblorosas la cremallera de la falda, recuerda a Olvido y piensa que ahora mismo, en este preciso instante, está obrando exactamente igual que ella, desnudándose ante un público que ni siquiera la ve, mostrando no su culo ni su cara ni sus tetas sino su alma a un gentío incapaz de comprender lo que tiene delante, pero al menos ella sabía por qué lo hacía, por dinero, y yo ni siquiera lo sé. Qué busco, qué demonios pretendo, ¿vengar a los difuntos?, ¿atrapar a su asesino?, ¿ganar ante los compañeros un respeto que me niegan y que en el fondo me la pela? O quizá no, quizá sólo lo haga por mí, por sentirme viva, suicida incluso pero aún viva, sexy pese al bulto en el pecho que ahora nadie, ni siquiera Kodak con sus objetivos poderosos, percibe, deseable también, sí, porque el tener que pagar por algo lo vuelve valioso, poderosa como sé que ella se sentía. Clara, la vengadora de sí misma y de Olvido, y de lo guarra, de lo puta, mucho más puta que nosotras, que es la vida.
– Cariño, ¿estás bien? -pregunta la bicha malparida a mis espaldas, y aunque la letra quiere parecer compasiva, la música no me engaña y me recuerda el tono brutal de una marcha fúnebre mecánica y marcial.
– Por supuesto -respondo-. Me estoy preparando para la traca final.
Me cuadro con la vista fija en la pared, en un punto indefinido del espacio, lejos, y si no hay nada en lontananza se lo inventa, ¿entiende, agente?, decían en la academia, lo importante es mantener la vista al frente, imperturbable, no perdida sino decidida, clavada en algo, como si tuviéramos una diana ante la cual no estuviéramos dispuestos a doblegarnos, así, el cuerpo en tensión, segura de las armas que llevo encima porque aunque éstas no son reglamentarias también imponen, consciente del porte que nos da el uniforme de gala, o la piel descubierta, o el brillo del satén, la blonda sobre mi carne, los tendones al límite demostrando mi disciplina férrea, imbatible, decidida al dejar caer falda y medias, consciente de los tacones y las piernas, ahora abiertas, para mantener la posición, así, muy bien, como nos gritaba el instructor.
¿Qué más me sobra?, me pregunto, qué más puedo quitarme si no tengo nada que perder, si estuve hoy a punto de caer al vacío o tal vez suceda mañana, cuando Ramón se entere de mi secreto, cuando el médico me dé nuevos resultados, cuando la cabrona de Virtudes se decida a preguntarme, vestida o desnuda, ya qué más da, qué hacía ayer en el entierro de un yonqui de mierda, quién soy realmente, de qué conocía a Olvido, por qué actúo como ella.
Como una ráfaga de lucidez, como un fogonazo que no logra conseguir que desvíe mi mirada del punto fijo frente a mí, de la imagen nítida ante mi cara, de su expresión serena sobre la camilla de acero de una morgue sin nombre, nunca bautizada, sin maquillaje, pálida, sincera y desvalida, sé lo que tengo que hacer y me apresto sin dudar, porque así hay que disparar, con la mente clara y la conciencia tranquila, convencidos de cumplir nuestro deber, pensando sólo en el blanco y en que actuamos para mantenernos a salvo, intactos pese a todo, pese al peligro y a la inmundicia que nos rodea o a la gente que contiene la respiración mientras mis dedos buscan doblegar el cierre del sujetador que con un clic perfectamente audible se desabrocha de golpe. Me lo quito con parsimonia, aún de espaldas, y lo lanzo sobre la ropa, junto a mi bolso que reposa tranquilo, ajeno a todo, con mi pistola dormitando en su interior.
Con mis palmas abrigo mis pechos, los calibro y elevo ahora que no tienen nada más para resguardarlos, y no consigo notar mi bulto, como una lenteja, ahí dentro, y me resigno y, lentamente, me giro. Ya no me queda apenas nada para el fogonazo, un par de segundos y Kodak empezará a fotografiar sin cesar a mi nuevo, mi extravagante e inexistente disfraz, y yo mantengo altanera y fiera la mirada de la madame mientras pienso, extrañamente ajena, qué más puede pasar, qué me obligará a hacer y qué podrá salvarme de ello.
La cucaracha.
La cucaracha que no puede caminar porque no tiene, porque le faltan las dos patitas de atrás, inunda con su son la habitación. Es mi móvil, que suena estruendoso, surrealista, absurdo, y llena con su algarabía el opresivo espacio.
– ¿Os importa si paro un segundo? -exijo más que pido en mi nuevo papel de golfa, y me agacho sin pudor y rebusco con mis manos hasta dar con mi bolso consciente de que estoy ofreciendo a la concurrencia una estupenda panorámica de mi soberano culazo. Al fin encuentro el aparato y, como si la situación fuera perfectamente corriente, pregunto con tono absolutamente desenfadado-. ¿Diga?
– Tenéis que salir de ahí -me escupe acelerado Carlos-. Es Santi. Acaban de encontrarlo en su coche, en El Pardo, con una mujer. Ella está muerta y él en coma. Marchaos ahora mismo. Ya.