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No puede ser, ¿cómo ha pasado?, ¿qué ha ocurrido?, mil preguntas en mi cabeza, con las llaves en la mano, sentada en mi automóvil sin saber cómo me he vestido y he llegado a él, cómo he podido ser tan convincente para engatusar a Virtudes de que mi padre había sido ingresado en coma en el hospital, quizá porque toda mi sorpresa, mi dolor, eran ciertos y ahora intento abrocharme el cinturón y arrancar con una sola mano y mantengo nerviosa el móvil en la otra y me maldigo por no tener una tercera con que arrearle un bofetón a una convulsa Reme que chilla desaforada a mi lado en plena descarga de adrenalina, preguntando por qué nos hemos ido así, qué le estoy ocultando, quién eres tú para abortar la operación de mi novio, cuando se entere Bores te vas a cagar, te lo juro por mis muertos, SO PUTA, tantos nervios y tanto esfuerzo para que a las primeras de cambio te rajes y salgas huyendo. Pero ¿tú eres policía? ¡Qué vas a serlo si ni siquiera te atreves a bajarte las bragas en público! Tú sólo eres una zorra manipuladora que pone en peligro a los que la rodean y obsesiona a los hombres sin importarle si les destroza la vida, una calientapollas es lo que eres, una jodida estrecha y vale, sí, bonita, lo que tú digas, pero cállate de una maldita vez, que me destrozas el tímpano y tengo cosas mejores que hacer que aguantarte, como llegar al Ramón y Cajal y echarme desconsolada en los brazos de Nacho, a quien tanto añoro y sé que me lo explicará todo, o intentar mantener una conversación coherente por teléfono mientras te vienes abajo.
– Pero ¿qué pasa?, ¿quién está gritando? -pregunta París.
– Tu Reme.
– Dale de mi parte dos hostias y que se calme. Bastante tenemos como para soportarla. O si no pásamela -ordena tajante, y Clara obedece aliviada y le ofrece el teléfono a la niña, que lo coge y enmudece de pronto y ya sólo formula entrecortados «está bien», «de acuerdo», o un tenue «pero yo creía que…».
No tarda en devolvérmelo mientras su rostro comienza a crisparse con un acceso repentino de llanto, un llanto silencioso cargado de hipidos patéticos que no consigue sofocar y que me recuerdan a mí misma cuando, tras una inmensa bronca con Ramón, me obligo a no llorar, comiéndome las lágrimas hasta llegar al baño donde claudicar al fin y permitirme un desahogo preñado de gemidos largos y profundos, faltos de aire y hartos de pena y dolor. Pero no tengo tiempo ahora para evocaciones ni llantinas de niñatas ni orgullos rotos ni pamplinas de infelices. Sólo quiero llegar al hospital y saber de Santi y tratar con gente que de verdad tenga un motivo para estar triste. Sin embargo no hay mucho que saber, me explica Nacho que, efectivamente aguarda en la sala de espera de la UVI. Qué putada, nena, estaba con la farmacéutica, vaya mierda, y no me preguntes cómo pudo despistarse, aunque ella tenía la bata blanca abierta y el potorro al relente y, visto así, si no te enteras de que el tubo de escape está obturado y entran los gases dentro es porque estás obnubilado en plena faena. Menos mal que el coche no tenía demasiada gasolina y, al poco de que perdieran el conocimiento, acabó apagándose, aunque fue suficiente como para que las emanaciones se la cargaran a ella, que tendría menos fuelle, y a Santi lo dejaran en coma, que a ver cómo sale de ésta, menos mal que es duro como él solo, que mira que tiene remiendos por todo el cuerpo y aun así no hay quien lo tumbe. Claro que está por ver, si se despierta, cómo se le queda la chola, que ésa es otra, porque a saber cuánto estuvo ahí respirando ese veneno con su mano en la entrepierna de la chochona, ya tiesa y más seca que la mojama, vaya impresión, joder, sólo de pensarlo me dan escalofríos, te lo juro, pero no me llores, mujer, si es que soy un exagerado, no me hagas ni caso. Ni me escuches. ¿Recuerdas cuando le dispararon a dos centímetros del pulmón y el muy cabrón siguió fumando? Y sí, claro, intento reír por entre las lágrimas aunque sé que esto es mucho más chungo, esto es peor.
– Esto no es lo mismo, Nacho, lo sabes tan bien como yo -le dice Clara.
– Anda, suénate los mocos, que vaya histérica estás hecha -y me tiende su pañuelo, un pañuelo como de abuelo, de hilo blanco, con la inicial diminuta bordada en azul en una esquina, planchado primorosamente en cuatro dobleces con tanto amor como una esposa fiel es capaz de ofrecer, de esas que esperan preocupadas por si el marido policía se retrasa cinco minutos, con la cena caliente sobre la mesa a la espera, el televisor encendido y la sonrisa pintada mientras él recorre las calles jugándose el tipo o, por ejemplo, otros le meten mano a una cincuentona que se deja hacer lo que la santa no sabe, o no quiere, o está tan cansada a esas horas que ni se para a imaginar que se pudiera.
– ¿Ha venido la familia? -le pregunto.
– Sí, están dentro, con Bores y Carahuevo.
– Qué marrón.
– Que se jodan, va en su sueldo. Y más les vale mentir como dios manda y contarles una bola que le haga quedar como un héroe, porque como me entere de que lo dejan con el culo al aire ahí sí que va a haber tortas a mansalva, se me ponga el ministro del Interior o la virgen María por delante.
– Nooo, eso no es justo, ella es su mujer y tiene derecho a saber la verdad -gimotea una vocecita ridícula a nuestras espaldas.
Nos volvemos y ahí está Reme, lacrimosa y ágil cual gacela que, con sus deportivas, no ha tenido ningún problema para seguirme sigilosa.
– ¿Y ésta por qué llora si ni siquiera conocía a Santi? -pregunta Nacho.
– No llora por él, es que hemos salido escopetadas de la casa de la madame y se le ha jodido su intervención estelar de diva de Hollywood.
– Coño, es cierto, se me había olvidado. ¿Qué tal os ha ido?
– Es largo de explicar, ¿has visto a París?
– Búscale por ese pasillo, creo que se ha apropiado del despacho de un médico para interrogar a los testigos. Ya sabes cómo es.
– Pero ¿hay testigos?
– Una parejita de universitarios de la Autónoma que se fumaron las clases para ir a El Pardo a hacerse unos arrumacos. El miedo a que se enteren sus padres los tiene más acojonados que encontrar un coche con dos medio muertos.
Huyo por el pasillo a la búsqueda de París en sentido contrario a tres hijas desesperadas y a una esposa que no para de sollozar por más que Carahuevo le hable de los milagros de la medicina moderna y le pase, una y otra vez, la zarpa por la espalda, y no puedo evitar sentirme mal. Me siento culpable, por mí y por todos mis compañeros, por no tener los cojones de dar la cara ante ellas, presentarme a su lado y abrazarlas, cogerles la mano y apretársela mientras les cuento historias de cómo su padre se metió un día en un burdel vestido de cura para que las prostitutas pudieran mostrarle el escondite del chulo que las maltrataba, haciéndolas reír a través de sus lágrimas, creando, como él me enseñó, el clima propicio para asestarles, desprevenidas y relajadas, el duro golpe de la revelación: era su querida, llevaban años juntos, quería cortar con ella, me lo dijo hace un par de días pero quizá no le dio pie o tal vez le faltó valor, ese que me inculcó y me está fallando ahora que me escabullo por el extremo opuesto del pasillo, casi corriendo en busca de París, huyendo de vosotras como si no fuera la Clara que os mandaba bolsas de chuches por Navidad y a quien acudíais para que os preparara el terreno antes de contarle a papá que teníais un novio nuevo. Pero no puedo dar la cara, es superior a mis fuerzas, es la vergüenza de saber que pude haber evitado todo esto. Porque yo era la única que sabía que tenía esa cita, y le dejé ir a ella como si nada, más preocupada por seguir ofendida que por su pellejo.
Tal vez pueda hallar el valor para enfrentarme a ellas más tarde, me miento, pero sólo si antes doy con París y quiere acompañarme, me digo, y voy abriendo puertas y preguntando a pacientes y enfermeras hasta que alguna me aclara que el policía ya se ha ido, tal vez lo encuentre abajo, en el bar.
Las cafeterías de los hospitales, esos lugares únicos, tanto o más que los cementerios de «concepto americano», y el amor que siento por ellos. Por qué me encuentro a gusto aquí, reflexiona dándole vueltas a una tila. Odio la tila, pero necesitaba una, y ahora, con la taza entre sus manos, caliente y con su limón y bien cargada de azúcar, todo cobra una nueva perspectiva.
– Cómo te fue con los testigos -le pregunto a París tras beber un sorbo.
– No les saqué nada. Sólo han dicho lo evidente, no han pillado ningún detalle ni un solo dato de utilidad. Ahora mismo están tan nerviosos que, aunque hubieran tenido delante al niño de la catana con su espadón en la mano, tampoco lo recordarían.
– Encontrar un cadáver es estresante para cualquiera.
– A éstos el estrés no se lo provoca ningún fiambre sino el pánico a que sus familias se enteren de lo suyo. Es que la «parejita» no es de niño y niña, Clara, son dos mostrencos hechos y derechos con sus patillas y su pelo en pecho, y no parece que sus papis se vayan a tomar a bien la cosa de la libre opción sexual a tan temprana edad. Por cierto, y Reme, ¿dónde está?
Justo en ese momento reparo en que no tengo a nadie detrás haciendo preguntas estúpidas, sorbiéndose los mocos o llorando sin parar.
– No sé… -respondo confundida-. Se habrá quedado con Nacho…
– ¿Llevaba dinero encima? Tendrá que cogerse un taxi -me explica pragmático-, con toda esta movida no puedo salir de aquí para llevarla a casa. Además, mírate, estás hecha polvo. No creo que sea una buena idea dejarte sola.
Joder con los hombres.
– ¿Y a ella sí? -pregunto.
– Es joven, para Reme todo esto no es más que una aventura. Seguro que en cuanto llegue a casa y se calme un poco lo primero que hará será coger el teléfono para contárselo a sus compis del trabajo. Tú, en cambio, pareces destrozada -y vieja, según deduzco-. Tienes a Santi entre la vida y la muerte y hoy han querido matarte. Mejor me quedo contigo.
Y en tres frases, limpiamente, despacha al amor de su vida, a la peluquera que se dispuso a figurar como puta sólo por él, para que la admirara y la respetara y dejara de tomarla por una niña.
– Carlos, no te molestes. Además, Reme no lleva su móvil encima.
– Estoy llamando a Nacho, quiero que la meta en un taxi y luego venga aquí. Tenemos que hablar y decidir qué hacer. Pronto empezarán a aparecer los compañeros y querrán saber, y no hay nada peor que una pandilla de policías elucubrando.
– Dudo mucho que alguno conozca la magnitud real de todo lo que está pasando, ni siquiera Bores o Carahuevo tienen idea, ¿tú la tienes? Tenemos que pararnos a pensar, no dejarnos llevar por la ira, analizar con la cabeza qué está ocurriendo. ¿En qué crees que estamos metidos? -París la mira sorprendido. Es la primera vez en mucho tiempo que le interesa su opinión.
– No sé ni por dónde empezar. Todo es demasiado raro.
– No tanto. Santi estaba liado con esa mujer desde hace años.
– Aun así hay muchos detalles que no me cuadran. Según los dos maricas…, perdón -se corrige so pena de caer fulminado por mi mirada-, los testigos, el coche estaba apartado, no en la carretera que sube al Cristo, la que todas las parejitas conocen, sino en el medio del monte, donde campean los corzos y los jabalíes. Si no tuvieran ese pavor a que sus papás descubriesen lo suyo y no se hubieran internado tan adentro, habrían pasado semanas hasta que alguien diese con sus cuerpos.
– Santi está casado, es lógico que buscara un lugar retirado.
– Mira, Clara, a todos nos cuesta creer que alguien haya querido hacerle daño, pero en este caso…
– Pareces un psicólogo barato, di lo que tengas que decir, pero dilo ya.
– El coche estaba abierto.
– No lo entiendo, Santi no era ningún gilipollas.
– Déjalo, es como si nos hubieran cambiado los papeles y ahora tú fueras la escéptica. ¿Desde cuándo un agente se mete en un coche en un lugar oscuro, apartado, sin visibilidad y potencialmente peligroso y no lo cierra por dentro? Es lo primero que aprendemos en la academia, lo que nos repiten antes de la primera vigilancia; cerrar el coche, proteger la radio, el arma y a nosotros mismos, hacer de él una fortaleza inexpugnable desde fuera -y ante el rostro carente de expresión de ella se exaspera-. Venga, joder, si no hace falta ser policía, si es lo que haría cualquiera, ¿o no cerrábamos tú y yo a cal y canto el cuatro latas de mi padre cuando los sábados por la noche nos escapábamos al pinar a darnos un repaso?
Es involuntario, totalmente involuntario, pero no puedo evitar sonreír al recordarnos temblando, nerviosos, sudorosos y con los pantalones bajados.
– Qué frío hacía -comento cómplice en esta tregua suave y dulce que es más cómoda, debo reconocerlo, que la habitual guerra silenciosa.
– Y mira que le insistía al viejo -sonríe también-: «Papá, ¿por qué no arreglas la calefacción del coche?», y él venga a decirme que no, total, para semejante cacharro y los dos días que le quedaban, y como el único que lo usaba era yo… Sí, pero por la noche y en invierno, cojones.
– Eso precisamente era lo que no le decías -y como me da corte mirarle, acuno lo que queda de tila en la taza y me reflejo en el fondo y le sonrío a los posos con esa mueca sombría y extraña que se nos queda en la cara cuando nos azoran los recuerdos.
París, incómodo también en el pasado, se levanta atolondrado.
– ¿Te pido otra tila? A mí no me vendría mal una caña.
Me quedo triste, sola y descangayada, casi me entran ganas de llorar y tampoco estaría mal si lo hiciera. Por una vez en mi vida no llamaría la atención. A fin de cuentas estoy en la cafetería de un hospital, es lo propio.
– ¿Qué haces? -pregunta Nacho, que llega y se sienta en la banqueta vacía.
– Huyo. Me da reparo ver a las hijas de Santi. No quiero mentirles.
– No te preocupes -comenta disgustado-, ya lo he hecho yo. Y además ahora están rodeadas de compañeros. Las tendrán entretenidas un rato. La noticia ha corrido como la pólvora y han venido casi todos. El único que no ha dado señales de vida aún es Javier el Bebé, pero tampoco conocía tanto a Santi.
– ¿Por qué has tenido que hacerlo tú? ¿No era cosa de los jefes?
– Ésos son unos cabrones que han escurrido el bulto divagando sandeces. Para una puta tarea que les toca y ni siquiera consiguen hacerla bien. No sé qué coño dirían, pero no coló. En cuanto se largaron, la mujer y las hijas me abordaron en el pasillo cuando volvía de acompañar a Reme al taxi y me suplicaron que les contase la verdad. Les dije que hacía una vigilancia y que alguien manipuló su tubo de escape para que se asfixiara dentro del coche.
– Y la presencia de la farmacéutica junto a él ¿cómo la justificaste?
– Agárrate: les solté que era la testigo principal y le acompañaba porque sólo ella era capaz de reconocer a la persona que supuestamente buscábamos, un agresor sexual peligroso. Espero que lo hayan tragado.
– No va a colar, Nacho, ya te lo digo yo. No se chupan el dedo.
– Al menos una de las hijas, la mayor, casi seguro que no. Vaya mierda. Necesito un coñac -confiesa al fin-. Con el recuerdo de la familia llorando en mi hombro me es imposible concentrarme, y buena falta nos hace, porque aquí hay un montón de cosas que no casan, hace un buen rato que lo pienso. Han ido a por él, Clara, y quién sabe cuál de nosotros será el siguiente -concluye agorero.
– No exageres. Vale que tenía mil enemigos, llevaba muchos años en esto y ha metido a tanta calaña entre rejas que cualquiera puede haber querido darle un susto, pero ¿nosotros? Estate tranquilo, somos insignificantes -razona ella.
– No. No se trata de Santi, es por la comisaría. Acuérdate, nos lo dijo el Culebra y mira ahora dónde está, de parque de atracciones para gusanos. Hay algo dentro que huele a podrido. Estamos metidos en demasiados fregaos -y enumera con los dedos-: Vito y su gran cargamento de coca, su camello preferido caído por sobredosis en acto de servicio, una puta colgando del techo, el pez gordo que estaba liado con ella que se revienta la sesera sin motivo, tú colándote en el burdel de una peligrosa proxeneta para averiguar si trata con menores y curra para Vito y vuelta a empezar, todo relacionado siempre con él. Hemos levantado una alfombra que tapa mucha mierda y nos lo quieren hacer pagar.
– ¿Quién nos quiere hacer pagar? -pregunta París, que llega cargado con dos botellines de cerveza y una nueva infusión para mí.
– Vito, o quien sea que haya querido cargarse a Santi. Según Nacho, han ido a por él porque nos hemos metido en casos que nos vienen grandes -explico.
– Y tanto -insiste él-. Va todo muy rápido. Me diréis que una cosa nos está llevando a otra, pero ¿has visto la cara que traes? ¿Es necesario que te expongas tanto? Mira, ya ni recuerdo por qué tuvimos que meterte en esa casa de putas. Por cierto, ¿cómo conseguisteis salir de allí?
– De pura chiripa, la cosa estaba empezando a ponerse chunga cuando llamó París para avisar de lo de Santi. Menos mal que por una vez has llegado a tiempo -le dice con retintín-. El teléfono sonó en el momento preciso y mi consternación fue tan auténtica que no tuve ni que fingirla. La buena noticia es que, como no nos hemos destapado, podemos volver a citarnos con ella cuando queramos. Creo que le gustamos las dos, aunque más tu Reme que yo.
– Pero expláyate con lo interesante, mujer -interviene Nacho-, ¿había muchas chicas?, ¿y cómo es la madame?, ¿has averiguado si trabaja para Vito?
– Es una hija de puta con todas las letras, pero de Vito no soltó prenda. En cuanto a las chicas, sólo vimos a una que respondía al nombre de Cielo y no pasaba de los dieciséis, estaría bien si pudiéramos localizarla.
– ¿Localizarla cómo? -pregunta París-. No tenemos ningún dato…
– No, pero quien sí debe tener información es el fotógrafo, uno que se hace llamar Kodak y se encarga de elaborar los books de presentación.
– No me suena de nada -comenta Nacho, famoso por sus contactos-, pero seguro que con alguna llamadita a mi gente consigo algo. Puedo intentarlo.
– Hazlo -le pide-. Además, mencionó a Olvido.
– ¿Habló de ella? -se interesa París-. ¿Qué dijo?
– Bueno… -se sonroja-. Que posando le recordaba a ella.
– ¡Ésta sí que es buena! -exclama Nacho-, ¿posaste para ellos?
– No me quedó otra. Pero no enseñé nada que comprometiera mi honra.
– Más te vale -afirma muy serio-, porque entonces tendría que buscar al Kodak ese, quemar los negativos y arrancarle los ojos.
– Últimamente no sé qué pasa que la ciudad está llena de machitos vengadores. Con que le localices me basta, gracias. Del resto me encargo yo, no vaya a ser que caigan en vuestras manos mis fotos y…
– ¿Y qué? -se alarma París al ver que se interrumpe en mitad de la frase.
– Joder, que somos gilipollas. Ya sé cómo demostrar que Virtudes trabaja para Vito. ¿No me dijiste que en la primera guardia en su mansión sacasteis fotos de un casting de putas? Pues sólo tengo que echarles un vistazo a las imágenes donde salga la madame e identificarla -sentencia Clara.
– Me voy a comisaría ahora mismo, a ver en cuántas se distingue bien a esa pájara. A primera hora las tengo listas. Y de paso aprovecho para hacer esas llamaditas que comentamos. Vosotros avisad a Reme para que también se presente -planifica Nacho exaltado-, si contamos con una doble identificación ésta será irrebatible ante cualquier jurado.
– Buena idea -reconoce París-. Hay que empezar a organizar este rompecabezas. Cualquier cosa antes que estar aquí parados.
– ¿Y yo qué hago? -pregunta Clara con los ojos brillantes.
– Te acabas la tila y te vas a casita a descansar -la abronca Nacho.
– Pero ¿me avisarás si te enteras de algo?
– Te esperas a mañana y punto pelota, hoy no trabajas más. A ver si me voy a tener que cabrear -y acto seguido se levanta de la mesa y se va. Ella apura su taza y se da cuenta de que París la observa.
– Dime la verdad, Clara -le pide-, qué tal ha ido lo de la madame.
– Reme es todo un partido, si es eso lo que te interesa.
– No te estoy preguntando por ella. Reme no era consciente del peligro, tú sí, por eso quiero tu versión. ¿Qué has visto allí dentro?
– Esa gente tiene pasta y contactos en todas partes. A primera hora de mañana te hago un informe y sacas tus conclusiones. Mi impresión es que aquí hay una madeja en la que todos están liados. No puede ser casualidad que la madame trabaje para Vito, éste conociera al Culebra, él a Olvido y ésta al empresario. Sólo falta la pieza que haga encajar todo. Lo que me rechina es lo de Santi. Después de saber cómo lo encontraron parece que le tendieron una trampa, pero no entiendo qué tiene que ver con ninguno de los otros muertos.
– No lo sé, puede que Nacho tenga razón: todo el mundo sabe que las operaciones importantes de vuestra comisaría las organiza él, de modo que, si alguien teme que metáis el hocico en su negocio, sólo tiene que cargarse al que dirige el tinglado. También hay otra opción -sugiere, y debe de pensar que lo que va a decir no me gustará, porque su mirada esquiva la mía.
– Dilo, venga, échale huevos. Pregúntame si estaba metido en algún trapicheo. No serás el único que lo haya hecho.
– ¿Lo estaba?
– Jamás he visto nada que me hiciera suponerlo.
– ¿Quién más quería saberlo?
– Ramón.
– Un tipo listo tu Ramón.
– Es abogado, está acostumbrado a pensar lo peor de la gente.
– Yo también, soy policía. ¿Pondrías la mano en el fuego por Santi?
– Hace un par de días lo tendría clarísimo. Ahora no sé a qué atenerme.
– ¿Clara? -implora una voz débil de chiquilla tras ella que, sin volverse, sabe a la perfección de quién se trata. Mierda, mierda y mierda.
– Ana, bonita, ¿cómo estás? -dice mientras se levanta y la abraza maternal.
– He bajado a por una botella de agua, arriba hace demasiado calor -explica confusa y sofocada-, ¿cuándo has llegado?, ¿no te han dicho que estábamos arriba?, ¿has podido ver a mi padre?
Sí, arriba, claro, la culpa es mía por pretender huir de lo inevitable, gallina, mentirosa, traidora y ahora, con su hija frente a mí que no comprende por qué no estoy consolando a su madre y a sus hermanas, hasta cruel. Por eso, y porque sé que el destino es a todas luces inevitable y los castigos de la cobardía se pagan con el bochorno y se purgan dando la cara y soportando el abucheo de los testigos, me despido laxa de París y me dejo arrastrar junto a las demás mujeres de mi mentor y soy besada, oprimida, consultada por las hijas serias, por la esposa llorosa, por sus manos frías y sus cuerpos tibios mientras farfullo mi lista de excusas que, en el fondo, nadie necesita más que yo porque llevo un día horrible, una semana horrible, una vida horrible y odio, precisamente ahora en que algo me falla dentro, los malditos hospitales que jamás traen nada bueno y sí, todo va a ir bien, seguro que sale de ésta, es duro como el granito, aún no sabemos mucho del caso, no, esta vez yo no trabajaba con él, era un asunto que llevaba solo, pero tan pronto como me entere de algo os informo y cuánto lo siento, de verdad, y llamadme para lo que sea. Sabéis que siempre podéis contar conmigo.
Y me marcho, me voy. Beso suavemente a cada una de ellas, me abrazo a la esposa desconsolada, murmuro que estoy desfallecida y deserto por entre el hueco de sus brazos, ágil y temerosa, cuando parece que empiezan a pesarme demasiado, cuando siento que me aprietan ya de más. En días eternos como hoy sólo puedo sentirme a salvo en casa.
Es tarde, la puerta está cerrada con sus tres vueltas y sólo sale a recibirme la gata, desperezándose, con los ojos repletos de legañas medio cerrados y vaya siesta te has echado, jodía, ¿dónde está tu amo?, ¿no ha llegado todavía?
Es absurdo que intente buscarlo por la casa, sé de sobra que está vacía, se nota cuando no está. La duda es, ¿por qué? Y te ha dejado sin cenar, le dice a la pobre, que no tienes culpa de nada, todo el día aburrida esperando a que regresemos del trabajo y cómo, vamos a ver, pretende éste que tengamos un hijo si ni siquiera podemos ocuparnos dignamente de un animal de compañía, gorda como está del mínimo caso que le hacemos, sólo alimentarla y acariciarla y, además, que a lo mejor ahora ni puedo tener niños. Pero eso él no lo sabe, claro, y cómo se lo voy a decir si jamás coincidimos, si mira la hora que es y no tengo ni idea de dónde puede estar, refunfuña para sus adentros quitándose los zapatos, con ganas de bajarse las malditas medias y darse una ducha larga y relajante mientras él llega y entonces, con calma, contarle cómo ha sido el día, pero sin recrearme en lo malo, sólo para desahogarme porque cuando me escucha, cuando se para y me entiende es tan gratificante, tan relajado, tan natural, que hasta consigue que le perdone los momentos de genio y berrinche en que me dan ganas de sacar la pistola y meterle un par de balazos en la boca, para que aprenda.
De camino al dormitorio hace una parada en el baño y abre la ducha, que se vaya calentando el agua mientras me desnudo. Pero no, porque al ir a quitarse el reloj y dejarlo sobre su cómoda, se encuentra con una nota:
Clara,
Hemos localizado a mi madre. Se ha liado la manta a la cabeza y se ha ido al cortijo. Ha llamado a mi hermano para decirle que quiere quedarse allí una temporada a reflexionar sobre su vida, que ahora parece que no le gusta nada.
Nos vamos a buscarla en el próximo AVE, no nos fiamos de que le dé por hacer más locuras. Te llamé a comisaría, pero me dijeron que estás en algo muy importante y no se te puede molestar. Intentaré telefonearte esta noche y contarte cómo va todo. Volveré tan pronto como pueda.
Abrígate,
Ramón
Está visto que cuando más hace falta un hombre nunca se le encuentra. Pues muy bien. Genial. Estupendo.
Y entonces, cuando va a echarse a llorar porque vaya mierda de día, de marido, de existencia, joder, suena el teléfono y se apresura a cogerlo sin mirar quién llama porque qué más da si será él, seguro, que en el fondo sabe cuándo lo necesito, como si me leyera el pensamiento o me sintiera desvalida aun en la distancia, qué tierno.
– ¿Ramón?
– Qué Ramón ni qué niño muerto, soy Nacho. Llevo una hora comiéndole la oreja a mis confites, pero al fin he dado con algo y menos mal, porque vaya nochecita. Estoy hasta los huevos y quiero largarme a casa. ¿Clara? ¿Estás ahí?
– Sí, pero no para broncas.
– Vale, perdona -recula-. Es que pensé que te interesaría saber lo único que he podido averiguar de ese Kodak: tenías razón, es un fumeta. Dicen que es un buen fotógrafo, por lo legal trabaja en cosas de moda y, según parece, se saca una pasta extra haciendo catálogos para modelos que empiezan. Por lo visto ahora le llaman así a sacarle fotos a las putillas. Me han dicho que vive por el Centro y que para casi todas las noches por un bar de Malasaña…, espera, que busco el nombre… Oye -se para-, no se te ocurra largarte hasta allí tú sola.
– No, para nada, sólo es por saberlo.
En la frontera donde empieza o acaba Malasaña, según se mire, no muy lejos de la calle donde la palmó, para muerte de mis recuerdos y fatal disolución de mis amores adolescentes, Enrique Urquijo, hay un bar oscuro con ojos de felinos aviesos pintados en sus paredes negras. Cuando entras, un instante antes de acostumbrarte a la penumbra y percibir a los borrachos, los pasados, los amantes del fondo, te sientes como si realmente estuvieras en una guarida de fieras que te acechan en la espesura, con sus pupilas rasgadas y amarillas contemplándote sólo a ti, su próximo festín. El garito atiende al nombre de El vicio de la pantera, los fines de semana lo pueblan jóvenes sudorosos que gustan de darse el lote en los umbríos rincones mecidos por la música hipnótica que pincha alguien con ínfulas de sirena; entre semana, sin embargo, no es imprescindible que anochezca para que el local se pueble de noctámbulos empedernidos que no necesitan para serlo que finalice el día.
Cuando llego aún no ha oscurecido aunque en la calle ya luce el azulón del final de las tardes de otoño. Me dejo sorprender, como siempre, por los ojos que parece que me observan y me dirijo a la barra de madera lacada que, muy rallada, muestra las muescas, antiguas como pinturas rupestres, que desde décadas lleva grabando en ella el personal. A estas horas apenas hay clientes y los pocos que pululan son del género sospechoso y habitual: se les ve demasiado sueltos, demasiado a gusto en la piel de sus disfraces. En la media luz descarada me llaman la atención los colores vistosos del remedo de uniforme escolar de una joven encantada con su look de muñeca manga. La supuesta adolescente, que rebasa sobrada la mayoría de edad, luce como nadie la faldita tableada extra mini, la camisita escolar anudada al ombligo, la corbatita de cuadros y las inevitables trencitas adornadas con lazos ad hoc alzadas como una provocación más a ambos lados del flequillo, desafiando en su brío la ley de la gravedad tanto o más que los pechos puntiagudos o su culito insolentemente respingón. La lolita, en su estrategia de ataque, para subirse con descaro las medias de rayas hasta mucho más arriba del muslo alza una pierna interminable y apoya su merceditas roja de tacón en la ingle de un ejecutivo subversivo que, con su traje azul marino, una perilla decimonónica y una palidez extrema de Nosferatu, aspira su perfume con avidez. Es uno de esos tipos acostumbrados a despreciar los recursos humanos de mayor edad, los que llevan treinta años en la casa pero, lo sentimos mucho, se ha quedado usted obsoleto a pesar de ser un genio en su profesión y me da igual que ahora nadie le vaya a contratar o le queden sólo tres años de cotización que usted verá cómo se las apaña para pagar y tal vez esa pasión por los jóvenes activos y baratos hace que le tire con descaro los trastos y babee cada vez que ella deja caer al suelo su bolsito de charol y se agache a recogerlo sin doblar las rodillas para enseñar las braguitas de puntillas. Qué irónica es la vida, a pesar de vivir en un constante regateo de material de oficina y cestas de Navidad cada vez más exiguas para sus empleados, se apresura a sacar la Visa Diamante de la empresa para abonar los tequilas sunrise a los que la nena se deja invitar con un guiño agradecido mientras confiesa que le encanta ese combinado por lo maravilloso de su color. En el extremo opuesto de la barra hay un hombre solo, de rostro pétreo y mirada esquiva, que bufa cuando la oye y masculla por lo bajo para él, pero perfectamente audible para mí, que vaya con ésta, debe de estar hasta arriba de amaneceres, porque ya es el cuarto. Le miro y me sorprende esa cara suya como de moai de Isla de Pascua y comprendo que está muy, pero muy operado. Sus pómulos son evidentes de tan altivos, sus labios excepcionalmente carnosos y las cejas en exceso perfiladas como para conservar su forma original. A sus cuarenta y tantos parece una folclórica sunsetboulevardiana rendida al olvido, pues maneja una altanería en permanente desdén hacia un público soez que la ignora y que a mí me parece, más bien, desdén de psycho-gay. Me obligo a recordarme que, más adelante, cuando haya resuelto todo lo que tengo entre manos, no estaría de más indagar sobre este elemento y me encaramo en un taburete metálico desde el que contemplo a una de las dos mujeres devenidas en felino que, tras el mostrador, acaban de empezar su jornada y lánguidas se desperezan, como mi gata. Una es morena, enigmática y alta, embutida en negro, con raya profunda en los párpados y un extraño amuleto de plata en su cuello. Agita cadenciosa una coctelera mientras su compañera, que luce un ceñido vestido oriental de raso rosa, se coloca sobre su flequillo rubio una diadema que parece sacada de un baile de disfraces, supongo, con dos orejas coquetas, triangulares y puntiagudas.
– Esta noche te toca el rabo -le dice a su socia.
– Vaya coñazo -gruñe, y deja la coctelera para coger el cinturón rematado en cola de piel azabache y colocárselo sobre los vaqueros de cuero gastados-, ¿me queda bien? -pregunta, retorciéndose para mirarse el trasero.
– Divino de la muerte -se ríe la de rosa.
– ¿Ya no os pintáis bigotes? -intervengo, y las dos se vuelven al unísono hacia mí.
– Cuánto tiempo, Clara -dice la morena-. Pensé que te habías retirado.
– No todas tenemos esa suerte. ¿Qué tal os va?
– Mejor desde que prescindimos de los bigotes. Nos peleamos menos.
– ¡Si nos quedaban genial! -protesta la rubia.
– ¿Te das cuenta? Es inasequible al desaliento -suspira-. Hace mucho que no te vemos, ¿qué te trae por aquí?
– Visitar a las antiguas amigas.
– Claro, Clara, ¿y qué más? Traes escrito en la cara que buscas algo.
– Lo siento, no pensé que fuera tan evidente.
– Tranquila, tú no tienes la culpa de ser poli y nosotras te queremos igual a pesar de tus defectos. Cuéntanos, ¿en qué andas metida?
– Se trata de un fotógrafo, le llaman Kodak. Va de enrollado. ¿Os suena?
– ¡El obseso! -exclama la de rosa-. Fíjate si lo será que se empeñó en fotografiarnos vestidas… Decía que eran retratos artísticos.
– Vaya cerdo.
– Y tanto, después de media vida enseñando el culo, tener ahora que llegar a esto. ¿Será que nos estamos haciendo viejas? -se pregunta de pronto seria.
Las propietarias del garito, las dos panteras, la rosa y la negra, fueron en otra vida chicas de sex shop, bailarinas de strip-tease, lo que ahora se llama eufemísticamente show girls. Un día, hace mucho, mucho tiempo, acudieron a la comisaría de Centro a interponer una denuncia por intento de violación y no hubo agente que no se descojonara en sus caras. ¿Cómo pretendían denunciar al dueño de su club por querer echar mano a lo que todos los días veían decenas, cientos de clientes? La única que se paró a escuchar la historia fue una joven policía que acababa de salir de la academia y que, haciendo caso omiso a las órdenes de sus superiores que le prohibían perder el tiempo en banalidades, se empeñó en desmadejar aquel nudo de miedos, apetitos y rencores.
Realmente el jefe acosador sólo había intentado violar a la de rosa, más joven y menuda, y el envite se saldó cuando ésta, como buen felino, le cosió la cara a arañazos. Rechazado y humillado, consumido de celos porque le reventaba imaginar que otros pudieran disfrutar lo que él consideraba su posesión, comenzó a obsesionarse con la dulce, ingenua y muy atrayente Pantera Rosa, como él la llamaba. Exactamente el mismo concepto tenía de ella la Pantera Negra, pues ése era su nombre de guerra, una belleza siempre vestida de cuero alta, atlética, esculpida a fuerza de gimnasio y empeñada en demostrar con el ejemplo que una cosa era bailar con las tetas al aire y otra vender el culo a cualquiera, una dama tan escarmentada de los hombres como atraída por las curvas de aquella muñeca pizpireta a la que enseñó a ejecutar, noche tras noche y fuera del escenario, un curioso baile, mucho más peligroso y excitante, consistente en esquivar los envites del patrón.
Nada más salir de escena, después del número en tanga con los pezones bañados aún en purpurina, la Pantera Negra se echaba sobre la piel su abrigo de cuero y, perdidamente enamorada, ejercía de carabina acompañando a su amiga, asustada siempre, temerosa siempre, desvalida siempre, a su casa. Hasta que una noche el jefe acabó por comprender que no hace falta salir al campo a cazar las liebres que se sientan a tu mesa, y se limitó a despejar el camerino de chicas y esperarla allí sin ninguna cautela. No tuvo que desvestirla porque casi salía desnuda tras su show, simplemente se bajó los pantalones, se abalanzó sobre ella y, como viera que no se dejaba, sacándose el cinturón comenzó a azotarla con la saña que merecía su falta de consideración. A sus gritos acudió Pantera Negra, que en aquel momento se contorsionaba sobre la barra e, incluso así, entre los focos y la música, fue la única de las bailarinas que no pareció estar afectada esa noche por la sordera. Sería la llamada del amor, confesaría más tarde, entre risas que le punzaban en las costillas.
Esa misma madrugada llegaron a comisaría, una con una fisura en la muñeca, pues no acostumbraba a dar semejantes puñetazos, y una tunda en el cuerpo que la tuvo dolorida una semana entera; la otra con el labio roto, el pómulo morado, la espalda desollada por los correazos y en su boca, fresca, roja, sangrante, las esquirlas de una muela. El problema, con todo, no era denunciar al amo sino escapar de él en un Madrid sitiado por sus secuaces. Demasiado apegadas a la noche, sabían que era demasiado tarde para cambiar y convertirse, de día y formalitas, en cajeras de supermercado, pero se negaban a aceptar como única salida la prostitución. Entonces, ¿a quién acudir?, ¿quién les daría trabajo?
Tras el juicio, fallido y desalmado, la única que les echó una mano fue la policía novata, la misma que se hiciera cargo de su caso después de que los compañeros lo hubieran estado mareando pasándolo de mano en mano, una Clara todavía inocente que no las abandonó cuando el juicio se fue a la mierda y que tiró de ahorros y les prestó la pasta para dar la entrada de un bar. De su generosidad sacó en limpio una deuda saldada con intereses, dos buenas amigas y avispadas confidentes y todas las copas gratis que pudiera beber allí de por vida. Esta noche sólo buscaba compañía e información.
– Tú no serás vieja jamás. Pero decidme, ¿qué más sabéis de ese tío?
– Es fotógrafo de moda, o eso dice. Entre semana viene casi todos los días, más o menos a esta hora. No se mete en problemas -explica Negra-, es el típico rarito con manías de artista, cínico, descreído. En resumen: inofensivo.
– Eso lo dices porque no llegamos a aceptar esa sesión de fotos, vete a saber si vamos de qué nos pide que nos vistamos… Mira -se interrumpe Rosa-, hablando del rey de Sodoma, por la puerta asoma.
Clara se vuelve y, en efecto, puede distinguirlo, medio desorientado por la oscuridad del local, sus ojos bizqueando exactamente con el mismo gesto de miope que pone Ramón cuando suena el despertador.
Es mejor no moverse, dejarse estar, hacerse la interesante con el torso bien erguido y la sonrisa exultante, altiva, ligeramente descolocada, que parece dirigida a las amigas pero va directa hasta él como una estocada. Y pica. Me divisa, mi camisa abierta más de lo decente refulge en la oscuridad poblada de miradas como un faro en una tempestad y él, náufrago desubicado, se encamina hacia ella irremisiblemente y, dentro de sus botones y hechuras, se encuentra conmigo, esta noche en aparición estelar representando el papel de perdida a punto de perderse más todavía, digna heredera de una Olvido, cuya prestancia quisiera imitar aunque apenas lo consiga.
– Hooola -saluda Kodak, zumbón-, qué coincidencia. ¿Tú no tendrías que estar en el hospital?
– Mi padre está en coma, ¿acaso puedo hacer algo más por él que tomarme una copa por su salud con mis colegas? -respondo con soltura jaranera.
– Vaya chica dura -y mira a las panteras-. No sabía que os conocierais.
– Trabajamos juntas hace tiempo -afirmo, y le guiño descaradamente un ojo a Pantera Rosa, que suelta esa risita suya de Betty Boop y me hace un gesto para recriminarme mi desfachatez, Clara, vaya cara, reconoces que estás cazando a un pringado y ni te molestas en disimular. Pantera Negra, en cambio, suspira como si yo no tuviera remedio, a ver, me dirá luego, más tarde, cuando me llame preocupada para preguntarme si he tenido problemas con él, que nunca se sabe, siempre son más peligrosos de lo que parecen, te arriesgas demasiado yéndote así, sola, sin avisar a tus compañeros, imagínate que lleva una navaja, que hay amigos esperándole fuera, que te tiene controlada y sabe que eres madera y, para colmo, se te ocurre decirle con ese morro que te gastas que trabajamos juntas, que fuimos camaradas en la barra, pero ¿tú te has visto? Si eres una retaca, si no sabes ni dónde tienes la delantera, quién se lo va a tragar.
Pero éste, Kodak, se lo traga, y me calibra con una nueva admiración en los ojos que echan chispas y le hacen chiribitas que deben de seguir, dentro de su cabeza llena de rizos, el compás de las evoluciones y molinetes que se imagina que daría en la barra, y yo, idiota, me dejo embriagar por el reflejo de su admiración y esnifo ese sentimiento de seguridad en mí misma y me creo tan de rompe y rasga como aparento ser y me oigo riendo mientras él insinúa:
– Ya me parecía a mí. Esa elegancia sólo puede tenerla una bailarina. Lo hiciste fenomenal. Hasta yo me empalmé, y eso que estoy acostumbrado.
– No exageres, no fue para tanto. Seguro que tus chicas te enseñan hasta la campanilla.
– De eso se trata. No enseñaste nada, pero sugeriste. La anticipación es lo que excita. Ahora todo es demasiado explícito, las mujeres ya no saben seducir.
– Conseguirás que me sonroje -advierto-. ¿Vienes mucho por aquí?
– Casi todas las noches, en busca de alguien que me sepa seducir -reconoce con una sonrisa cómplice-. Parece que hoy es mi día de suerte. A ti, en cambio, no recuerdo haberte visto por estos pagos.
– Llamo mucho a las chicas -le explico-, pero casi nunca las veo. No me gusta salir hasta tarde, mi trabajo en la facultad me exige madrugar y, además, me puede el miedo.
– ¿Miedo?, ¿una mujer como tú, con esa seguridad?
– Sí. De volver a los malos hábitos si frecuento la noche, de dejarme caer una vez más por el sendero de la perdición… -enumero interpretando, con una convicción que para sí querría Meryl Streep, a la mujer descarriada empeñada en enderezar su camino ante un público que no desea en absoluto que lo haga.
– Te entiendo, es muy duro mantenerse limpio trabajando en según qué ambientes -me confiesa, y ridículamente se lleva la mano al corazón para darle más verosimilitud a la escena-. Menos mal que yo tengo mi arte.
– ¿A qué «arte» te refieres? Creí que vivías de Virtudes.
– Sí, claro, como una garrapata más del negocio del siglo, chupando de las sobras de la leche de sus ubres, sacándole fotos a putitas que no saben ni bajarse la cremallera, enseñándoles a perder la vergüenza, a menear las caderas… No, no es lo mío. Saco pasta de Virtudes a ratos y de reportajes de moda a tiempo completo. Modestia aparte, esa víbora no miente cuando asegura que trabaja con los mejores: los peluqueros, los maquilladores, todos jugamos en primera división -asegura mientras se sienta a mi lado, con los codos apoyados en la barra y la boca cerca, avariciosamente cerca de la mía-, y a nadie le viene mal un sobresueldo.
– Entonces, eso de tu arte…
– Es a lo que dedico el sobresueldo, a financiar mis vicios y, entre ellos, por encima de todos, la fotografía artística. Es mi pasión. Ahora precisamente estoy montando una nueva exposición.
– ¿De verdad? -río incrédula-. No sé cómo lo hago que siempre estoy rodeada de artistas.
– Será porque eres una obra de arte, nena -ronronea en mi oído como un lobezno con hambre de caperucitas.
– O una stripper demasiado vieja -y ahora suelto la frase clave, el anzuelo perfecto-. ¿Y de qué van tus fotos «artísticas»?
– ¿Te gustaría verlas? Puedo enseñártelas, vivo aquí al lado.
– Nooo, a otra con esa excusa, cariño. ¿Quieres quedarte conmigo con un truco tan rancio? ¿No ves que no hace falta? Sabes perfectamente a qué quiero dedicarme. No es necesario que me cameles si deseas estar conmigo.
– No, lo digo en serio. Estaría genial follar y todo eso, por supuesto, me pones a mil y, además, estoy hasta los huevos de niñitas con tetas de silicona y boquita de fresa haciéndose las inocentes con sus coletas y piruletas. Tú eres una mujer de verdad y te llevaría a la cama sin dudarlo, pero me caes bien, me recuerdas a una amiga que tuve y, tal vez sea por eso, no quiero aprovecharme de ti y echarte un polvo forzado con la excusa de que tengo mucha mano con Virtudes. Prefiero hablar, enseñarte mis fotos, mis proyectos…
– Al final va a ser que eres un romántico.
– Los artistas somos así -me sonríe-. Qué, ¿te vienes?
Y la intrépida policía que soy se baja de un salto del taburete dispuesta a ir de la guarida de las fieras a la boca del lobo. Total, qué más da, a ver si consigo en un mismo día ponerme en peligro con otro hombre tan inofensivo pero con la misma sonrisa de hiena. Agarro chaqueta y bolso con soltura, como si no llevara la pipa dentro, y les digo adiós con una sonrisa a mis queridas panteras. Rosa levanta los pulgares hacia arriba en signo triunfal y Negra, como una madre sobreprotectora que todo lo quiere controlar, me indica con un gesto que me telefoneará luego, no sé si para que le cuente o para comprobar que llego intacta a casa, quién sabe, no tengo demasiado tiempo para pensarlo porque mi fotógrafo, mi nuevo amigo, pretendiente, amante o incluso asesino, me coge de la mano como un adolescente sacándome del local entre la penumbra exactamente igual que cuando, con quince años, el chaval ansioso por besarte y magrearte te arrastraba lejos de la discoteca donde tus amigas bailan y la música retumba con una furia loca para averiguar el color de tu ropa interior y todas te desean suerte, como ahora, y te despiden con complicidad o envidia, y no sabes bien si eres afortunada o no, si ésa va a ser tu noche de suerte y descubrirás el amor y te tratarán con dulzura o el romeo que tanto te ansia acabará vomitando en tu falda y te hará sentir tonta, pequeña, absurda.
La casa de Kodak es más acogedora de lo que imaginaba. De hecho, y para mi sorpresa, todos los entornos previsiblemente hostiles están resultando estos días más agradables de lo que suponía: las mansiones de los mafiosos esconden cementerios para mascotas, los lupanares ofrecen té con pastas y en los apartamentos de fotógrafos de putas no hay sillones de mimbre cubiertos con chales ni abanicos gigantes en las paredes, ni siquiera un kimono de seda colgando de un respaldo o la inevitable lamparita cubierta con un pañuelo.
Me quito la cazadora y la dejo sobre un sofá de cuero color chocolate, Kodak se dirige a un aparador lacado en rojo del que saca unas copas mientras yo recorro el salón con sosiego, parándome a admirar las maravillosas fotos de Man Ray seleccionadas con esmero, la enorme librería blanca plagada de álbumes de arte, la chaise longue Le Corbusier ante el ventanal y una enorme ampliación granulada de una boca en blanco y negro.
– ¿Es tuya? -pregunto.
– ¿Cómo lo sabes? -se sorprende.
– No me suena, y tampoco es de Man Ray.
– Vaya, sí que sabes de fotografía.
– Paso mucho tiempo en la facultad, algo se me habrá pegado de estar allí todo el día, aunque sea en pelotas. ¿Quién es la modelo?
– Una amiga, ¿te importa si pongo música? -cambia de tercio.
– Debe de ser guapa, ¿no tienes por ahí el resto de su cara? -insisto, me escaman sus ganas de desviar la conversación.
– Era una modelo excepcional, guardo más de mil imágenes suyas -responde esquivo al tiempo que trastea en un estante hasta dar con un cd que introduce en una cadena de música ultraplana y nombre impronunciable. Se acerca hasta mí con una copa en cada mano y comienza a sonar la voz rota de Lola Beltrán deseando que te vaya bonito y te olvides de mí para siempre, que te digan que yo ya no existo y la vida te vista de suerte-. Trabajamos juntos casi una década y le hacía más de cien fotos al año. Por placer, porque me encantaba verla hacerse mujer, crecer, negarse contra toda lógica a envejecer…
– ¿Y qué pasó?
– Que dejó de hacerlo -y choca su copa con la mía con una melancolía que me empuja, me obliga a seguir preguntando. Deformación profesional.
– Explícame eso.
– No -apura su bebida de un trago, la abandona sobre la mesa de cristal y se me arrima, se aferra a mi cintura, apoya su barbilla en mi hombro como en busca de compañía o del consuelo o de calor y le oigo enumerar cuántas cosas dejaste prendidas hasta dentro del fondo de mi alma, cuántas luces dejaste encendidas que no sé cómo voy a apagarlas.
– Estás enamorado de ella -insisto, haciendo equilibrios con su peso, una mano sosteniendo mi copa y la otra en su pelo, comprensiva, acariciadora.
– No.
– Pero la quieres.
– Muchísimo.
– No te preocupes, volverá.
– Lo dudo.
– ¿Cómo se llamaba?
– Mmmm, ¿no te parece preciosa esta canción?
Voy a responderle que sí, me lo parece, pero me gusta más en la versión de Enrique Urquijo, mucho más triste, más rota, y entonces canturrea mi móvil y me escapo de su abrazo para alcanzar mi bolso y abrirlo sin que se me vea la pipa.
– Clara, mira que irte así… Nos has dejado preocupadas. ¿Dónde estás?
– En casa de Kodak, bailando -tranquilizo a Pantera Negra y sonrío cómplice a mi supuesto ligue, que escucha atento.
– ¿Quieres que me acerque a por ti? ¿Que avise a algún compañero tuyo?
– No. No me está pareciendo peligroso, pero gracias.
– Como quieras. Sabes que si se pone tonto estamos ahí en un momento…
– Sois unas tías cojonudas. Un beso -y cuelgo.
– Tan inofensivo como soy y tus amigas temiendo que te haga algo. Si sólo quería que vieses mis fotografías… -se hace el inocente, con su mirada de zorro y su sonrisa cínica y llena de dientes que se zamparían mis vergüenzas.
– Pues a qué esperas. Me muero de ganas por verlas -y me arrellano en el sofá. Él saca de la biblioteca varios álbumes de tapas color mostaza.
– Aquí las tienes -me las ofrece sentándose a mi lado, muy cerca-. Si me das tu visto bueno de experta, me atreveré a pedirte que poses para mí.
– Qué honor -y empiezo a pasar páginas con parsimonia buscando ese no sé qué que me ha hecho meterme hasta la cocina de su madriguera.
No es mal fotógrafo, consigue de sus modelos un aire de desvalimiento que las muestra cercanas, reales, como musas mancilladas y expuestas. Tristes, pecadoras, algunas atemorizadas o con remordimientos quizá, como ídolos caídos o mujeres que, aunque espectaculares por fuera, se sienten feas por dentro. Las desnuda más en su indefensión que si las retratara desnudas. Pero, pese a todo, la inmensa mayoría mira sin miedo a la cámara, y eso me hace deducir que todas le conocen.
– ¿Por qué sólo fotografías a magdalenas?
– Qué perceptiva. Sin embargo sabes que soy fotógrafo de moda.
– Me refiero a tu «colección privada», ¿son todas prostitutas?
– Todas no. Yo aspiro a que tú también poses para mí y no lo eres.
– Todavía.
– Ni lo serás nunca. Hay mujeres que ni vendiéndose por todo el oro del mundo lo serían jamás. Se trata de una fortaleza interior que las hace invulnerables al deshonor, a la humillación. Son puras y dignas, orgullosas y, ahora no te rías, decentes. Créeme, soy un experto.
– Eso parece, veo que has llegado a conocerlas bien.
– Sólo a una.
– No digas más, la que se negó a envejecer.
– Sí, me recuerdas mucho a ella.
– ¿Me vas a decir por fin cómo se llama?
– Olvido.
De nuevo el escalofrío, la ráfaga de comprensión, el pánico como una defensa natural recorriendo mi espina dorsal, su recuerdo en la mesa del Anatómico, desnuda y etérea, colgada en su apartamento, meciéndose ante todos con palomitas blancas entre sus bucles como una virgen del realismo mágico, acostándose cada miércoles con Julio César Olegar igual que un viejo matrimonio que cumple una rutina obligatoria, abrazando a un muerto viviente disfrazado de fantasma en un descampado, ocultando en el cabecero de su cama dientes de leche y fotos de estanques con tortugas y libros de poemas que alojan pétalos de rosa entre sus hojas. Como hago yo.
– Antes, cuando Virtudes nos presentó, también la mencionaste. ¿En qué nos parecemos?
– No sé explicarlo. No es algo físico sino más bien una actitud, como si compartierais el mismo espíritu. Tenéis un modo similar de mirar, esa forma de enderezar los hombros y cruzar los brazos, con la vista decidida al frente y la cabeza bien alta, como si no importara lo que estuviera sucediendo a vuestros pies. Por muy penosa que pudiera ser la situación, siempre os queda un rescoldo de fuerza, un último suspiro. Creo que sois supervivientes natas.
– Enséñame sus fotos -y pone gesto de dudar-. ¿No quieres?
– Lo haré, pero sé que me va a doler. Está muerta.
– ¿Muerta? -repito, aunque ya lo sé, claro que lo sé, por supuesto que lo sé, sólo que en la voz de Kodak hay un matiz de pesar y desesperación que no había oído antes, ni en labios de la madame ni de Esteban Olegar, ni siquiera en boca de Butragueño. Es un eco quejumbroso de cosas perdidas, de tardes huérfanas rotas para siempre, de adioses definitivos y recuerdos vetados porque sería demasiado doloroso dejar que volvieran a respirar.
Y sé que, delante de mí, ante una copa de vino, se le está escapando una porción de vida porque cómo, le dice su razón, va a vivir sin ella. Y me doy cuenta de que su congoja es tal que me sorprende no haberla percibido antes, en plena sesión de fotos, incluso jaleando a las chicas gritándoles lo preciosas que son, pidiéndoles que se laman entre ellas, fingiendo ante todos en su papel de pasota y fumado al que casi nada le importa un poco. Cómo no lo vi, ese sufrimiento soterrado, ese desvalimiento de amigo abandonado que sigue adelante, de enamorado sin tino que ha perdido a su amor en el olvido, que se chuta en vena indiferencia para seguir en pie como si nada fuera importante.
– ¿Te acostabas con ella? -pregunto, y siento cómo mi dedo se mete en su herida y busca y rebusca, revuelve entre las tripas en pos de su objetivo por más que le duela, porque es preciso hallar el sentido.
– Alguna vez, pero eso no era lo esencial. Era mi amiga, mi cómplice. Sin ella me siento vacío…
– Muéstrame sus fotos, por favor. Necesito verlas.
Y se levanta dócil, desaparece en su despacho y regresa cargado con media docena de álbumes que deja en el suelo ante mí.
– El orden cronológico es el ideal para admirarla. Así la conocerás mejor -y me ofrece el que parece más antiguo, desencuadernado y de esquinas sobadas con devoción, como un breviario o la carpeta de una colegiala con recortes de su príncipe azul devenido en actor.
Lo abro expectante y contemplo la primera instantánea, la de apenas una adolescente que abraza a una imponente mujer de poderosa delantera.
– No lo entiendo, creía que tú hacías otro tipo de fotos.
– Así es, pero ésta no es mía. Era suya, un recuerdo personal. Pensó que yo necesitaría alguna referencia de cómo había sido antes de conocernos para documentar el antes y el después de su degradación. Aquí tendría quince o dieciséis, todavía era virgen. ¿No te suena la otra mujer? -la contemplo con detenimiento, me fijo en sus ojos, en esa transparencia que se adivina incluso en el blanco y negro. Color de ginebra mala-. En aquel tiempo Virtudes era como una madre para ella. Quién le iba a decir que acabaría trabajando a sus órdenes.
– Pero ¿realmente el negocio es suyo?
– Ya le gustaría, hay un socio que pone la pasta. Ella lo organiza y controla a las chicas y su «transformación», les busca clientes y actos en que lucirse… En fin, es la madame, una madame con mucho poder y pasta que la respalda y que presume de clase, pero una madame al fin y al cabo.
– Y ese inversor, ¿quién es?
– ¿Qué eres, una detective-stripper? Ni lo sé ni me importa. Lo único que quiero es que se me pague bien y a tiempo. Me da igual de dónde venga la pasta, como si sale de los cepillos de los conventos.
– ¿Y qué pasó entre Virtudes y Olvido? -reculo rápidamente.
– Ni idea. No viví el principio, sólo el auge y fin de la relación, pero no me preguntes qué las unió y qué las separó luego. Un día, vencida por el alcohol, Olvido me contó que existía un parentesco que no definió entre ambas. Cuando la conocí ya estaba mucho más fogueada, ya reflejaba su rostro esa pena profunda y negra que no se ve en esa foto, ¿te fijas cómo sonríe ahí? Pasa la página, observa ese primer plano… ¿Lo ves? Ya no sonríe igual, ni siquiera cuando posa con sus compañeras.
Efectivamente, la chiquilla de larga melena que abraza a su «Madrina» y la contempla con arrobo nada más abrir el álbum no es la misma una página después, sola, semidesnuda, con una mirada herida y desafiante que reta al espectador a intentar lastimarla de nuevo, atrévete, no podrás, antes de que nadie más volviera a apalear mi corazón me lo rompí yo, y comprendo por fin el origen de nuestro parecido: somos fieras heridas, sabemos lo que duele la patada, lo que nos hará perder, pero una y otra vez nos levantamos y volvemos a lamer y morder la mano que nos dará de comer. Es la vida, que lastima, y hay chifladas como nosotras con miedo a vivir que lo hacemos a pesar de todo, que tal vez porque conozcamos a fondo ese tormento no podamos evitar sonreír desafiantes y con pesar en espera de los males que sabemos que, siendo como somos, seguro vendrán. Todo consiste en esperar el dolor inexorable, retarle para que emerja y sea más fuerte esta vez, sublime, tanto que no podamos resistirlo. Y nuestra debilidad, el sabernos frágiles, es lo que nos vuelve serenas y eternas: nada nos puede porque todo nos lastima demasiado.
– Sí -concedo-. Nos parecemos. Tenemos el mismo aire desarraigado.
– Como si no tuvierais a nadie más que a vosotras.
– Quizás. ¿Y quiénes son las otras chicas? -me intereso, y señalo a varias muchachas en ropa interior de aire infantil que ríen junto a Olvido en una foto fresca y alegre de grupo. Si no supiera lo que sé, pasaría por un divertido anuncio de lencería de marca poblado por nínfulas perversas.
– Son mis señoritas de Aviñón del 94. Ésa era su promoción. Virtudes se encargó, como siempre, de la selección. ¿Por qué lo preguntas?
– Una de ellas me suena, pero no sé de qué. ¿No tienes más fotografías suyas? Juraría que la he visto antes en alguna revista, soy tan cotilla…
– Todo esto es confidencial. Si alguna de estas fotos saliese de aquí Virtudes me cortaría las pelotas -advierte, pero entonces hago un puchero y compruebo que mis labios no han perdido el carmín o ese efecto que tan bien me funcionaba cuando, soltera, salía a ligar, hace una eternidad, porque me sonríe pícaro, se levanta de un brinco y va hasta una estantería, rogándome-: Espera un momento, no te muevas. Aquí tienes -me ofrece tras unos intensos minutos de búsqueda que se tornan interminables-. Ya puedes despacharte a gusto. Pero no te asustes con la calidad, son fotos horribles de su primer book. Estaba empezando.
– Kodak, vas a tener que prestarme este álbum. Lo necesito. Soy policía y esto es una prueba en un caso de asesinato.
– Me lo figuraba -confiesa sin parecer cabreado, ni siquiera decepcionado.
– El qué.
– Eso que te dije de Olvido y de ti. Ese aire tuyo de dignidad, esa aura como de mártir. No eres una puta santa, eres una justiciera.
– Lo siento mucho. ¿Te parece mal que te haya mentido?
– Un poco, pero podrías compensarme.
– ¿Cómo?
– Posa para mí. Otra vez. Sin mentiras.