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XXI

Dice Esmeralda que quiere una vida nueva, dice Ramón que su mamá se ha fugado y debe ir a buscarla, dice Esteban Olegar que le gustan las alturas, Virtudes que es una señora, Vito un anciano cansado, Kodak un enamorado, Butragueño se jacta de no proferir jamás mentiras, Santi de que pondría punto final con su querida y yo, con la suegra declarada en rebeldía, mi marido embarcado en la búsqueda de su infancia perdida, el aspirante a empresario debatiéndose entre el amor y el odio, la bicha pensando en qué lugar se habrá topado conmigo, el «Padrino» debatiendo si quitarme o no de su camino, el fotógrafo empeñado en que soy la reencarnación de su Julieta, el abogado abusando de su jeta y su tarjeta y mi compañero entubado y medio muerto en una cama de hospital, sólo pienso que estoy de mierda hasta el cuello.

Mierda de mierda de vida, cavilo, y me riño porque, después de la noche de ayer, no tenía que haberme levantado a las 7:00, ni tan siquiera a las 7:33 y sé que estoy llegando tarde, como siempre, las mujeres es que no son capaces ni de madrugar, je, je, dirá el estúpido de la puerta al verme llegar y hola chata se te han pegado las sábanas pues tu puta madre, botijo seboso, y preparo la respuesta que llevo un rato repitiendo en mi cabeza cuando, de sopetón, me topo con un señor sentado en el bordillo de la acera, ante la comisaría, justo delante del gordo gilipuertas que lo mira con enojo, como si la vía pública fuera suya y un cerdo se le hubiera colado en el cercado de margaritas y es que éstas no son formas, un hombre tan elegante, tan encorbatado, tirado por los suelos con los morros apretados, los puños crispados y, sobre todo, ese aire de derrota tan incómodo, tan familiar, tan conocido.

– Señor, ¿está bien?, ¿le ocurre algo? -me intereso saltándome mi propia norma, la que dicta que la primera frase que pronuncie en alto nada más comenzar el día sea para mandar al carajo al mismo de siempre.

– ¡Pregúnteselo a ése y a sus amigos, pregúntele! -me responde iracundo, señalándole, y empiezo a sospechar que no se ha dado cuenta de que yo, aunque de paisano, también soy policía-. ¡Lo que me han hecho! ¡Me han humillado! A mí, que no me meto con nadie, que pago mis impuestos, que respeto a mis clientes y ayudo a los ciegos a cruzar la calle y cedo mi asiento a los lisiados y a los viejos. ¿Es justo esto? Dígame, ¿es justo?

– ¿El qué? -pregunto absurda.

– Que lleve aquí toda la noche, que se hayan reído de mí, que me toreen, que me tomen por tonto y me insulten. Mire usted, he sido avasallado -confiesa casi con vergüenza, como si le hubieran violado-. Y todo por una cartera, la mía, que me la han robado. Y no la he perdido, no, me la han ro-ba-do. A eso de las once y pico, en una cafetería, mientras veía un partido de la Champions. Y estoy seguro, muy seguro, completamente seguro, señor agente. Eso les dije, pero ellos que no, que la habrá perdido, hombre, y no puede asegurar que fueran dos rumanos, no se pase de listillo, que eso es acusar en falso, hace falta ser racista, coño, ¿o no sabe que hay muchos más ladrones de guante blanco con negocios como el suyo que pobres inmigrantes que no se meten con nadie? Eso mismo me dijeron. Me llamaron ladrón y racista porque mencioné a dos jóvenes de Europa del Este muy mal vestidos que se sentaron detrás de mí en la barra y que me comentaron los del bar luego, cuando me vieron tan nervioso tras el robo, que más de una vez los habían tenido que expulsar por meter la mano en los bolsos de las señoras o en las chaquetas de los maridos despistados. Y los policías insistiendo en que no, que se me habrá caído en la calle, que no puedo culpar a nadie más que a mí, que no van a buscar a esos dos porque no puedo demostrar nada y que no me queje tanto, que a fin de cuentas estoy entero y de una pieza.

– Bueno, visto así…

– Lo que tendría que ver alguien, del gobierno o de la prensa o de donde sea es cómo puede ser que llegara a la una de la madrugada y hayan tardado cinco horas en atenderme.

Y eso que sólo había un par de personas delante, todos en el pasillo muertos de frío pensando que habría sucedido algo importante que tendría a los agentes ocupados, un atraco a un banco, una redada contra la mafia y, cuando por fin logro acceder a la oficina de denuncias, me encuentro a una docena de policías bien cómodos y calentitos arrimados a un radiador y haciendo solitarios en el ordenador. No pude menos que recriminárselo, compréndame, ¡y entonces van y se me ponen chulos! Dígame, ¿lo cree usted?

Claro que le creo, quisiera decirle, claro que le han maltratado, abochornado, despreciado, insultado. Pero verá, la culpa es suya por tener mejor sueldo, un horario más cómodo, un empleo bien considerado y, sobre todo, por necesitarnos. No lo entiende, me gustaría explicarle, ha sufrido una venganza, un castigo, un ajusticiamiento que compensa, de algún modo siniestro, la diferencia entre su mundo y el nuestro. Déjeme que le explique que los agentes de cualquier comisaría se sienten tan ninguneados que se han olvidado de que están a su servicio. No asumen que usted, que no se juega la vida, con su reloj de marca y su traje distinguido, sea quien pague sus míseros jornales. La mayoría no tienen carrera, alternan con lo más granado del lumpen, patrullan en barriadas que no figuran ni en los callejeros, trabajan en oficinas sórdidas, oscuras, decrépitas. Ustedes, mientras tanto, son felices. Tan ajenos, tan inconscientes del peligro que corren y del que ellos les salvan que se sienten desdeñados, despreciados. Sí, cierto, sufren delirios de grandeza, sueñan con imposibles, tal vez estén mal de la chaveta y su vida sea tan miserable que necesiten soñar, volar, sentirse poderosos e importantes. Qué culpa tienen si el único momento en que coinciden con ustedes sea en su terreno y los ciudadanos que acuden a ellos se encuentran nerviosos, llorosos, recién atracados, supervivientes, apaleados y arrepentidos de su propia debilidad. Sólo aprovechamos la oportunidad, sólo eso.

Todo esto lo pienso, claro, pero no se lo digo porque no quiero que sepa que soy una más de la recua de tiranos, una policía crecida en su poder, hiriente en la protección, ofensiva con los damnificados. Por eso poso mi mano en su hombro, se lo aprieto con cariño y encamino mis pasos hacia la comisaría aunque, para entrar, me vea obligada a esquivar al infecto gordo de la puerta que se sonríe ladino porque, qué coño, míralo ahí, en el suelo, manchándose los pantalones de mugre, si casi está llorando, colega, con la pasta que tendrá, un tío hecho y derecho, total, por unos cuantos billetes, un par de fotos de sus hijas y unas horitas perdidas de nada.

A lo lejos oigo la voz del hombre, rendida, triste, bienintencionada que me advierte:

– Ya puede prepararse, señorita. De ahí no sale como mínimo hasta la tarde.

– Mira lo que te traigo -y Clara le muestra a París el álbum de fotos que anoche requisó a Kodak.

– ¿Te parecen éstas horas de llegar?

– Ayer trabajé hasta tarde.

– No me digas más, sola, para no variar. Porque lo que es yo no estaba presente.

– Sí, en espíritu. Anda, échale un vistazo a la tercera página.

– No cambies de tema como siempre -la recrimina ceñudo, mucho más molesto por el retraso que por la posibilidad de que hubiera corrido peligro.

– No te preocupes, te lo enseño yo -insisto resistiéndome a que acabe con mi buen humor o tal vez con mi determinación, esa que me mueve y me anima y me empeño en conservar porque hoy puede ser un gran día, ya lo dice la canción, no pienses en lo que ha sido tu vida esta semana, ni en Santi lleno de tubos de los pies a la cabeza, ni en mí misma en un hospital muy pronto quizás o cayendo al vacío desde una terraza como en el sueño de esta noche, sola en la cama con la ausencia de Ramón a mi lado impidiéndome dormir.

– No, trae, puedo yo solito -y París le arranca el álbum de las manos enfurruñado y se lo acerca a la cara como si fuera cegato, lo escruta serio y con los ojos entornados para finalmente sentenciar-: ¿A quién te refieres, a ésta? Ni idea, como no me des más pistas…

– Esfuérzate, anda. Has visto más fotos suyas, fue famosa antes de casarse.

– ¡La leche, la viuda del ricachón, Mónica Olegar! ¿Se puede saber de dónde has sacado esto? -pregunta suspicaz.

– De un fotógrafo que me lo prestó.

– No sigas, el tal Kodak. ¿Te parece bonito investigar por ahí sin contar conmigo?

– Te he dicho un millón de veces que sé cuidarme.

– ¿Y a tu marido le parece bien que andes a tu aire a esas horas, eh?

– No seas machista, no seas cabrón y no seas entrometido. Además, no es asunto tuyo lo que Ramón piense o deje de pensar.

– Es evidente que me preocupo yo más por ti que él. Vaya marido, le da igual que su mujer se exponga así.

Clara va a soltarle una burrada, pero en ese instante su móvil empieza a bramar. Se traga sorprendida la maldad que estaba a punto de soltar, saca el aparato, lo mira, ve que se trata de un número oculto y, mosqueada y hastiada, deja que siga sonando, que no está hoy para publicidades ni memeces.

– ¿Por qué no respondes? -pregunta París impaciente.

– Porque no me da la gana. Y tú, ¿por qué no dejas de decir soplapolleces?, ¿qué sabes cómo me siento o cuánto le importo a Ramón? Y salí porque él está de viaje, entérate. Ha ido a Sevilla a solucionar unos asuntos familiares.

– Muy bueno tu intento de dejarle quedar bien, anda que no es oportuno el hombre. ¿Y no ha encontrado otro momento mejor para irse?

– No exageres, lo de ayer no fue para tanto. Sólo un susto y nada más.

– ¿Vais a parar de discutir? -interviene Fernando-. Me estáis calentando la cabeza, parecéis un matrimonio que lleve veinte años casado.

Ambos se vuelven a la vez para mirarle, tal vez porque saben que tiene razón y eso les avergüenza. Entonces los dos reparan en sus pronunciadas ojeras.

– Vaya cara traes -afirma París.

– La que tendrías tú después de una noche entera de guardia.

– ¿No le tocaba al Bebé el segundo turno?

– El muy cabrón no apareció y ni siquiera ha avisado.

– ¿Estará bien? -dice Clara atacada por una repentina punzada de miedo.

– Venga, no te pongas histérica. ¿Quién va a querer hacerle algo a ese anormal? Como no sea una novia a la que haya puesto los cuernos o incluso yo mismo por lo pesado que se pone a veces… -bromea Fernando.

– Podemos probar a llamarle. Si nos hubiéramos interesado antes por Santi tal vez lo habrían encontrado a tiempo y con…

– Déjalo, Clara, no sigas -zanja París con autoridad-. Y Fernando, por favor, dale un toque al móvil a ése para que nos quedemos todos tranquilos.

– Hazlo tú, yo me voy a casa a sobar, estoy baldado. La guardia de ayer fue muy movida, entraron y salieron coches todo el tiempo. Debía de haber una reunión o algo así. La cosa acabó a eso de las cuatro, pero a mí me va a llevar al menos un día cruzar las matrículas. Como para llamar al Bebé estoy, después del escaqueo que se ha marcado si se me pone al teléfono le canto cuatro verdades.

– Vale, yo me encargo -se ofrece Clara.

– Y dile de mi parte que cuando le pille, además de las verdades le voy a dar pal pelo. Esto no se le hace a un compañero a menos que haya causa de fuerza mayor. Me tienen los novatos hasta los mismísimos -refunfuña mientras se pone la chaqueta y desaparece.

– ¿Sois siempre tan indisciplinados en esta comisaría? -se desahoga París ahora que nadie más que Clara le oye.

– Casi siempre. Bueno, ya le llamo yo, tú te encargas de la viudita.

– Y qué le digo: «Señora, ¿fue usted puta de soltera?».

– No, no quiero perderme su cara. Pídele una cita. Para hoy si puede ser.

– Nada del Bebé, ha saltado el buzón de voz -anuncia Clara.

– Ni de la viuda. Me ha dicho la doncella que anda por ahí con los preparativos del entierro e igual le ocupan todo el día -añade París.

– Pues tendremos que presentarnos en su casa por las buenas.

– Clara, ¿tú no escuchas cuando te hablan? -la interpela su compañero-. Con tanto trabajo como tenemos sería una pérdida de tiempo que nos quedásemos a esperarla sentaditos en su recibidor -y parece que se enerva.

– No importa. ¿Qué hay más urgente que interrogarla? Tiene mucho que ocultar, le sobran motivos para haberse cargado a su marido, si hace falta la voy buscando de floristería en floristería por toda la ciudad.

– A ver, cálmate un poco, aunque hubiera eliminado a su marido, según tú ¿qué motivos tendría para haberse cargado también a la puta y al drogadicto?

– Y yo qué sé -reconoce malhumorada-, tal vez el Culebra fuera el camello que le proporcionaba coca para brillar en esas fiestas fashion que dará y tuviera fotos comprometidas de ella esnifando, por ejemplo, y quisiera hacerle chantaje amenazándola con llevarlas a la prensa, es un suponer. Lo que sí está claro es que motivos para cargarse a Olvido había y de sobra, a razón de uno por semana, miércoles tras miércoles. Que el empresario se acostaba con ella era un secreto a voces. Lo sabía el abogado, lo sabía el hijo, ¿tú crees que Mónica no se enteraba? Además, fueron «compañeras de promoción». Por mucho que ahora se disfrace de mosquita muerta, de alma cándida y religiosa, de gran señora, una cosa está probada: no tiene un pelo de tonta.

– Todo lo que quieras, pero como no está en su casa ¿por qué no aprovechamos la mañana? Me he pateado mil bancos para averiguar todo sobre la puta y ahí están sus extractos muertos de risa. Nos pasamos el día de un lado a otro, corriendo de vigilancia en vigilancia, de escucha en escucha, de casa al hospital y vuelta a empezar sin pararnos ni a pensar. No tenemos ningún método, vamos a salto de mata, no cuajamos nada.

Por eso ha llegado el momento de que nos paremos a estudiar sus cuentas, dar con la relación entre ella y el yonqui y ver qué pinta en esto la madame. Y tú, además, debes ver las fotos que sacaron ante la casa de Vito para identificarla. A ver si de una vez damos con un hilo seguro del que tirar.

Clara se lo piensa, se echa las manos a la cara y se restriega los ojos. Están hinchados, llenos de legañas. Ha llorado, ha dormido fatal o qué coño, casi no he dormido, para qué negármelo, para qué protestar más si sé que tiene razón. Sólo está repitiendo mi discurso de ayer, mi llamada al orden y porque hay que hacer las cosas con cabeza, no sirve de nada atolondrarse y dejarse llevar por el corazón. Los sentimientos se aparcan en el paragüero antes de salir de casa, no tiene sentido salir a la calle a buscar pruebas si luego nos negamos a sentarnos a analizarlas.

Vuelve a cascabelear su móvil. Joder, vaya mañanita. Lo saca rápido con la esperanza de que en la pantalla aparezca el nombre de Ramón, pero en el fondo sabe que no es él, ni siquiera lo es la musiquilla que le ha puesto para distinguir sus llamadas. Da igual, puede que lo esté intentando desde una cabina de Sevilla. No. Es de nuevo un número privado, de remitente oculto, de cabrón que no sé por qué llama y no me deja adivinarlo. Pues que le den. No lo pienso coger.

Finalmente el teléfono, vencido, airado, despreciado, deja de sonar.

Clara resopla, se mesa los rizos deshechos, desflecados sobre sus mejillas y su frente, se los aparta de un manotazo y toma una decisión.

– Tienes razón. Venga, dame esas fotos, a ver si puedo reconocerla.

– No hay duda: es Virtudes, o Alejandra, como prefieras.

– Perfecto -exclama París-. Y ahora a repasar las cuentas.

– ¿No tenía que venir Reme a identificarla también?

– Está trabajando. Pasará a última hora, cuando salga.

Clara lo mira con extrañeza.

– ¿Cómo que vendrá a última hora? ¿No eras tú el que paraba en mitad de un interrogatorio sólo para llamarla? ¿Se puede saber qué demonios te pasa?

– Nada.

– A ver, confiesa, os habéis tirado los trastos a la cabeza.

– No, no es eso, es que… -duda y al fin toma impulso-. Ya no es lo mismo. Desde que ayer fue contigo a lo de la madame… ha cambiado. No es la Reme de siempre, no me mira igual. Me ha perdido la ilusión.

– No digas tonterías, si todo esto lo ha hecho por ti, para que la admiraras.

– Pues nos hemos lucido. Ella por querer demostrarme que es adulta y yo por permitir que lo hiciera. Dice que nuestro trabajo no es para tanto, que una tarde fue policía y está chupado, que le echamos mucho cuento y ha comprendido que he actuado todo el tiempo haciéndome pasar por un valiente sin serlo y que, aunque la creamos una tonta, ha descubierto que no lo es. Lo peor es que se está replanteando seriamente si le convengo. No me toma en serio, no me admira. Hemos perdido la magia -reconoce deshecho.

– Hazme caso, no se lo tengas en cuenta, ayer pasó muchos nervios y…

– Pues de ti ha dicho que también te lo tienes muy creído.

– ¡Será hija de puta! El morro que se gasta tu niña es de antología, ¡si la que tuvo que enseñar el culo fui yo!

Pero París sigue a su bola, perdido en sus recuerdos, y reflexiona:

– Hay que ver qué cruel, qué injusto es el amor. Un día eres el motor de su vida y a los cinco minutos se te cae un plato o rompes una de sus figuritas de porcelana y ya no queda nada. Por el acto más nimio, algo incluso que escapa a tu control, que está escrito en tu destino, dejas de ser perfecto. Sólo por tirarte un pedo o bostezar durante su programa de televisión preferido se rompe esa burbuja de admiración y te conviertes en un patán, un indeseable, y todo ha sido nada más que una ilusión. Fíjate si seré imbécil que me llamó la otra noche la secretaria del juzgado para invitarme a cenar a su casa… Joder, se me estaba ofreciendo en bandeja, que lo sé yo, y le dije que no. Que no. Si eso no es fidelidad que baje dios y lo vea. Soy un imbécil, Clara, un imbécil.

– Que conste que lo has dicho tú.

*

– Vale -concluye Clara tras una hora de aburrida lectura-, de las cuentas de Olvido salían regularmente tres hermosas partidas de dinero: una para Butragueño, que él debía destinar a saber a qué, porque no me creo ni por asomo que esa pasta sean sus honorarios; otra cada primero de mes, con puntualidad inglesa, a la misma cuenta corriente; y una tercera, mediante cheque al portador, de grandes sumas cada vez más crecientes en periodos aleatorios.

París está sumergido en extractos bancarios. No tiene buena cara. Se rasca el sobaco sin ningún disimulo, olvida por completo sus buenas maneras y lee con desgana varios folios subrayados.

– Tienes razón, aquí está. Todos los días uno de cada mes traspaso a una cuenta con dos titulares, la propia Olvido y Enrique Blasco.

– ¿Y se puede saber a qué estabas esperando para decírmelo? ¿En qué coño pensabas?

– ¿El qué? -pregunta medio dormido.

– Que Olvido transfería dinero a una cuenta del Culebra que seguro que él sangraba poco a poco. Busca en la historia bancaria a ver qué más dice. Y a ver si espabilas.

– Déjame comprobarlo… Sí. Ella metía y él sacaba. A final de mes el saldo se quedaba a cero, el tío se lo fundía todo. Lo que no sabemos es por qué le financiaba el vicio, y desde hace tanto tiempo; esta cuenta lleva años abierta.

– El Culebra era un yonqui decente y con suerte. No trapicheaba, no atracaba y no se metía en más marrones de lo necesario, a lo más que llegó en sus horas bajas fue a birlar las monedas de los carritos en los hipermercados o a saquear unos cuantos metros de cable de cobre en los barrios del extrarradio. Tiene que haber un vínculo entre ellos, el mechón de pelo lo corrobora, pero ¿cuál? Puede que hubieran sido novios, parientes lejanos… ¿Qué me dices de los cheques?

– Que me va a costar seguirles la pista.

– ¿Cuándo se emitió el primero?

– El 3 de marzo. ¿Te dice algo esa fecha?

– No. Aunque sería interesante averiguar qué hacían por esa época los Olegar y Butragueño -propone Clara.

– No tiene sentido investigarlos, ninguno de los tres es precisamente pobre. Ellos deberían ser los extorsionados, no al revés.

– Tienes razón. Sólo que entonces ¿a quién podría estar entregándole esas cantidades cada vez más cuantiosas? Incluso puede que la asesinaran porque se negara a ir a más…

– ¿Y por qué no le preguntamos a Butragueño por la colosal minuta que le facturaba? Mientras no se acoja al secreto profesional… -teoriza París en un insólito rasgo de lucidez.

– No lo hará, le encanta largar -garantiza Clara-. Se corta un poco si se trata de Julio u Olvido, no sé si porque los apreciaba de verdad o porque están muertos, pero los demás le importan una mierda. Le dan exactamente igual.

– Llámale para quedar, pero iremos los dos. La última vez que fuiste sola por poco te echan a volar -decide él en plan superprotector.

– No te conoce, como vengas tú no dirá ni pío. Si quieres le pido que nos veamos en un lugar público para no correr peligro, como en las películas -sugiere sarcástica. El silencio gélido de su compañero le hace cambiar de tema-. ¿Qué más nos queda?

– Los resguardos de tintorerías que encontraste en la chabola del Culebra.

– ¿Has podido mirarlos? Pensé que no te habría dado tiempo.

– ¿Por quién me tomas? -se revuelve-. Claro que los he mirado, a mí me da tiempo a todo. Fui al salir.

– ¿Cuándo? -Clara no puede evitar que salten las alarmas de su suspicacia.

– ¿Qué más te da? Lo hice fuera de mi horario. Tú te vas por ahí con gente de mala muerte y yo no te digo nada. Lo importante es que he conseguido los datos, ¿no es lo que dices tú siempre? Pues eso. Toma los papeles y calla.

– ¿Se puede saber qué te pica?

– Me fastidia que intenten controlarme. En el fondo Reme y tú sois iguales.

– Frena, frena que te embalas. No empieces a comparar que la tenemos, que si te deja no es culpa mía -y se levanta para dar una vuelta, ir al baño, a donde sea, la leche que ha mamado, vaya hijo de puta arisco. Todos los hombres sí que son iguales. Todos-. ¿Y tú qué miras? -le increpa a una agente novata despistada que se seca las manos en una toalla y la observa con asombro, y es que hay que ver estas niñatas, las sacan de la academia, les ponen un uniforme y ya la miran a una como si estuviera pasada de rosca, como si fuera la loca de los cartones. Qué sabrá ésta de la vida, qué sabrá de mi vida y de lo que tengo que aguantar y de lo que a ella le queda por tragar, piensa mientras regresa y se sienta ante un París algo más dócil-. A ver, ¿me cuentas lo de la tintorería?

– Recogió la ropa un tal Winston Márquez. Es legal desde hace tres años. ¿Quién crees que le ha dado de alta en la Seguridad Social? -y hace una pausita retórica de esas odiosas antes de revelar con delectación-: Valentín Malde.

– ¿Cara de Gato?

– El mismo. Y también he logrado averiguar a qué se dedica nuestro amigo Winston, es el chófer de Vito, aunque sigo sin creerme que semejante mafioso tenga dado de alta a un inmigrante en su servicio doméstico.

– Es una manera de conseguir apariencia de legalidad. Vito nunca deja nada al azar, no querrá que le pillen por una tontería como ésa. Yo creo que el que lograran detener a Al Capone por evadir impuestos aún tiene a los capos de hoy en día acojonados -calla y espera que París le ría la gracia, pero se ve que él no está por la labor-. ¿Entonces la ropa es suya?

– Ni idea. Lo único seguro es que su chófer pagó la tintorería. De quién es mejor lo adivinas tú, que para eso te entrevistaste con él.

– Me da que sí. Eran trajes muy caros y la talla, aunque lo vi bastante consumido, podría haberle encajado cuando no estaba tan acabado.

– La pregunta es ¿por qué los tenía el Culebra?

– Quizá Vito le dio los trajes para que los vendiera en algún mercadillo. Le tenía mucho cariño, tal vez ésa era su forma de ayudarle sin humillarlo.

– Pues vaya detalle mandarlo todo antes al tinte. No, yo creo que el yonqui se los pondría para ir a por agua a la fuente o a cenar con los bichos de su chabola: ¡miradme, cucarachas!, ¡admirad mi elegancia, ratas de cloaca!

– Tú tampoco eres gracioso, Carlos. Ni por asomo.

– No intentaba serlo.

– ¿No podría ser posible que, en otro momento, el Culebra tuviera proyectos, planes para el futuro, sueños de encontrar un trabajo al que ir bien vestido?

– Y tú, que tan bien le conocías, ¿por qué crees que querría renacer de sus cenizas y reencarnarse en vendedor de enciclopedias o en un comercial de tres al cuarto? Oye, ¿adónde vas?

– A por el expediente de Malde, acabo de acordarme de algo. ¿Dónde está?

– Sobre la mesa del despacho de Santi. Lo dejé allí antes de… -y se levanta y tarda demasiado en volver porque no quiero hacerlo todavía, no quiero que París acabe la frase que dejó colgada en el aire para explicarme cuánto tiempo lleva aquí aparcado el expediente que Santi nunca llegó a ver, Santi lleno de tubos, Santi en el limbo sordo, ciego y mudo-. ¿Pasa algo?, ¿por qué tardas tanto? -es París, que desde el dintel de la puerta asoma su cabecita curiosa.

– ¿Dónde dices que lo dejaste? No lo veo…

– Sobre la mesa. Mira bien, seguro que habrán puesto cosas encima.

– No, aquí no hay nada.

– No puede ser, lo dejé ahí, es una carpeta marrón con fotos y varias muestras de huellas de fichas antiguas.

– Pues no está -hace un gesto de impotencia-. Ven tú a mirar.

París cruza el cuarto en una zancada y en un abrir y cerrar de ojos está revolviendo con sus manazas los papeles que han ido depositando sobre la mesa.

– Es imposible, te juro que lo puse aquí mismo.

Pero Clara ya no le oye, ha salido con el ceño fruncido y se ha plantado en medio de la sala principal, con los brazos en jarras y mirando fijamente a todos y cada uno de sus compañeros, que la contemplan preguntándose qué demonios le pasará ahora a ésta, qué bicho le habrá picado.

– A ver, falta un expediente y lo necesitamos con urgencia. Carlos lo dejó sobre la mesa de Santi y, por lo que se ve, alguien ha debido de llevárselo confundiéndolo con otro.

– ¿De qué sospechoso se trata? -pregunta Expósito-. A lo mejor lo cogió alguien que tenga otro caso sobre el mismo tipo. Como los delincuentes últimamente no bajan del medio centenar de causas abiertas…

– Bien pensado, pero lo dudo. Se trata de un tal Valentín Malde, y no creo que nadie más pueda quererlo.

Todos callan. París sale a ver qué pasa y, al percibir ese silencio, se queda junto a Clara y contribuye sin querer a que la imagen adquiera un aire amenazador.

– Podrías preguntarle a las de la limpieza -apunta uno, tímidamente-, siempre nos cambian todo de sitio.

– Cómo no se me ha podido ocurrir, seguro que alguna al ir a limpiar dijo: oh, vaya, el expediente de un mafiosillo, qué entretenido, voy a llevármelo a casa y así tendré algo de qué marujear con las vecinas cuando tienda la ropa en el patio -comenta cínica Clara.

– Tampoco te pongas así, era sólo una idea -se defiende otro.

– De ideas andamos sobrados, pero no de respuestas. ¿A nadie se le ocurre dónde puede estar?

De nuevo, silencio. Denso, persistente, hasta que el bolsillo de Clara comienza a vibrar y la obliga a abandonar su pose de interrogadora intransigente para sacar el móvil, berreante, impaciente y escandaloso y apagarlo abochornada antes de que le pierdan el respeto por completo, quitarle la batería si es preciso tras comprobar de un vistazo una vez más que no es Ramón sino ese desconocido pesado que telefonea desde un número privado, y ya van tres en una mañana.

– Vale, vamos a intentarlo de otro modo -interviene París, que sabe aprovechar como nadie las ocasiones en que ella baja la guardia o la deja fuera de combate una llamada inesperada-, ¿quién ha entrado estos días en el despacho? -varios mueven la cabeza negativamente y los demás callan-. ¿Nadie? Bueno, ¿y alguien ha visto entrar a algún otro compañero?

– Carahuevo entró hace unos días, ¿no? -apunta Expósito.

– Sí, pero Carahuevo no cuenta. Nuestro amado comisario no se ha leído un expediente en su vida y no veo por qué va a querer empezar ahora -masculla Clara a pesar de la mirada reprobatoria que sabe que le estará lanzando París.

– Yo… -dice muy bajito una voz, junto a las escaleras-. Yo creo…

– ¿Qué?, ¿qué dices, León? Habla un poco más alto, por favor -pide París con amabilidad-. No se te oye.

– Digo que ayer, o tal vez anteayer, no sé, creo que vi salir a… no me sale cómo se llama…, me refiero al chico nuevo, ese rubito tan guapo.

Varios agentes hacen gestos y se oyen risillas sofocadas, ya te decía yo que éste cojeaba de alguna pata, ¿no ves cómo se ha fijado en el novato? Seguro que ya le ha echado el ojo, hazme caso, que de estas cosas sé lo que hay que saber, yo a los maricones los veo venir de lejos y aquí tenemos a uno como la copa de un pino. Tiene una pluma que no se puede aguantar, no digas que no, y esa manía suya de cambiarse en el vestuario cubriéndose con la puerta de la taquilla… Si es que no se puede ser tan fino. Y claro, como el Bebé es rubito y tiene cara de niño… No, si al final además de sarasa va a ser pederasta.

– ¿A quién te refieres, León? ¿A Javier?, ¿al Bebé?

– Sí, a ése, el novato que va con Nacho. Supongo que era él.

– ¿Cómo que supones? -prorrumpe Clara con frialdad-. O lo has visto salir de ese despacho o no. Esto es serio. Se trata de un expediente que falta y un compañero al que acusas y, sobre todo, ¿estás seguro de que eso sucedió cuando Santi ya había desaparecido? Desde luego vaya policía estás hecho, entre que no recuerdas una cara e implicas a un compañero sin fundamentos…

– Clara… -París quiere cortar la perorata, hacer que se calle porque ya vale, se está ensañando con el pobre diablo, pero ella continúa embalada.

– Para, déjame que siga, parece que todos os habéis olvidado de que no se puede acusar a alguien así porque sí.

– Pero yo no estoy acusando a nadie de nada -implora León-. Me preguntasteis y he respondido. Juraría que le vi entrar hace unos días, por la noche, con las luces del despacho apagadas, casi no quedaba nadie.

– ¿Y tú qué hacías aquí? -continúa atacando Clara cada vez más enojada.

– Ésta también es mi sala, soy policía judicial, tengo derecho a estar en ella.

– Pero no sueles hacerlo, te pasas la vida arriba, sólo bajas a última hora, cuando esto está vacío. ¿A qué vienes?, ¿a espiarnos, a mirar las fotos de cadáveres que pinchamos en el corcho? -insiste, cada vez más agresiva.

– ¡Clara, por dios! -brama incómodo otro de los agentes.

– Venga, déjalo ya -París la coge suavemente por los hombros y hace que le mire, que le mire a los ojos aunque no quiera, que levante la cabeza y deje de fruncir el entrecejo-. Serénate, no te pongas así, sólo quiere ayudarnos.

– ¡Pues que lo haga, pero con datos concretos! -exclama a media voz, más violenta incluso que si estuviera gritando-. Parecemos colegiales que se han quedado sin maestro. No somos capaces de avanzar un paso sin Santi. No valemos nada sin él. Nada.

Y se zafa de sus brazos y resuelta agarra la chaqueta que abandonó en el respaldo de su silla al llegar para salir como un vendaval. A lo lejos, persiguiéndola como un olor a fritanga rancio, pegajoso y dulzón que se odia pero del que es imposible desprenderse, oye la voz de Carlos explicándoles a los compañeros que son muchas emociones en tan poco tiempo, comprendedlo, lo de Santi, su marido que está de viaje, ayer mismo por poco la tiran desde una terraza y menos mal que un servidor estaba allí para salvarla, ahora Javier el Bebé que también desaparece y vaya tío cabrón, contándoles a todos que es un héroe al que le debo el pellejo, anda que no le ha faltado tiempo para colgarse la medalla, no tenía que haberle dado ni las gracias. ¿Y qué es eso de que mi marido no está?, ¿que ando como vaca sin cencerro?, ¿que no tengo quien me aguante y por eso grito, porque de algún modo me tengo que desahogar?

Se para en medio de la calzada. Qué hago, ¿regreso, entro ahí y le parto la cara o paso de todo? De pronto reanuda su camino más decidida que antes. Paso, definitivamente paso. Que les den. Para qué más explicaciones. Que piensen lo que quieran, y si les da por apenarse de mí, por apiadarse, por apearse de esa prepotencia de machitos y empezar a tratarme con mimo y cuidarme porque, pobre niña, está solita, mejor que mejor. No es muy feminista pensar esto pero me da igual, sólo quiero que me dejen tranquila, que me permitan trabajar y se olviden de mí. Que me dejen en paz.

– Poli, ponme un café.

– No se te ve muy calmada, ¿por qué no te tomas una tila?

– ¿Y tú por qué no te metes en tu vida? -bufa y no precisamente para sus adentros. Pero Poli, que lleva más de dos décadas regentando la taberna y sirviendo a no pocas generaciones de maderos cabreados, no se altera. Aun así, Clara recula-. Tienes razón. Ponme una tónica, por favor.

– ¿Qué os pasa ahí dentro? -y señala con el mentón, más allá de sus cristales pintados, a la comisaría-. Últimamente todos andáis ladrando.

– Será por lo de Santi.

– No creo, me ladra gente que apenas tenía trato con él, como el chaval ese, el novato, y el cuatro ojos también, y uno muy grande…

– ¿Nacho?

– No, mujer, no, el otro, el que salió contigo hace años.

– Joder, cómo vuelan las noticias.

– A mí no me culpes, los polis sois todos unos cotillas.

– Cóbrame, anda. Voy a darme un paseo, a ver si me despejo.

Y sin esperar a recibir el cambio sale despidiéndose con la mano. En cuanto pisa la calle, algo más relajada, sus recuerdos vuelven a aflorar. Es que no hay derecho, coño, no puede salirme todo tan mal, sólo quiero hablar con Ramón, es lo que más echo en falta en este momento y parece como si estuviera pidiendo el cielo. Santi tiene hijas que le lloren, que le cubran con sus melenas como las magdalenas que fotografía Kodak, Olegar tendrá descanso en su mausoleo, su viuda y su hijo el poder y la pasta, Olvido y el Culebra su paz y su silencio, París otro romance con la primera chachilla que se rinda ante su placa y ¿qué tengo yo? Un monstruo de gata, un marido que no llama y una suegra a la deriva.

Cuando regresa a su puesto todos hacen como que siguen a lo suyo, menos París, que no está en su sitio, y nadie la mira porque saben que, de hacerlo, ya no podrán disimular que algo ha pasado, algo se ha roto en el frágil equilibrio de poderes y buenas maneras. Clara les permite que sigan fingiendo, mejor así, todo es mejor así, que nadie me hable, que no me pregunten, que no digan nada. Se limita a coger su libreta, abrirla por donde ha apuntado los números de teléfono de los relacionados con los casos, agarrar el auricular de su teléfono y marcar.

– Buenos días, soy la subinspectora Deza, ¿podría hablar con la señora?

¿No ha llegado todavía? ¿Y no sabe cuándo volverá?

Ya, claro. ¿Puede dejarle un recado? Gracias. Dígale por favor que me gustaría hablar con ella cuando pueda. No, cuando pueda no, mejor dígale cuanto antes. Es urgente, se trata de un tema importante.

– Hola, buenos días, soy la subinspectora Deza, ¿podría ponerme con el señor Butragueño?

¿No ha llegado todavía? ¿Sabe cuándo lo hará?

Ya, claro, estará toda la mañana fuera del despacho. ¿Puede dejarle un recado? Dígale por favor que me gustaría hablar con él, cuanto antes. Quisiera comentarle algunas cosas que le resultarán interesantes. Gracias.

Mierda mierda mierda. Qué pasa hoy que nadie me coge el teléfono. Y este otro, el mío, sonando sólo para importunarme, jamás para darme una buena noticia. He hecho bien en apagarlo, así aprenderá Ramón, si es que se digna a llamarme, y todos los demás, como este anónimo recalcitrante que me persigue y persevera tras su número oculto, o por ejemplo Virtudes o Vito o la Muerte que se ha modernizado y telefonea con antelación o quienquiera que sea. Si puede ser, que llamen mañana, hoy tengo demasiado trabajo sobre la mesa y más en la calle y no me da la gana de estar para nadie.

Menos mal que soy una mujer de recursos.

– Señor Butragueño, soy la subinspectora Deza, ¿me recuerda?

– Quién podría olvidar a una mujer con pistola y un abogado por marido.

– Qué bien, pensé que no se acordaría, como le ocurre con las putas y los yonquis.

– ¿A su picapleitos le hacen gracia sus gracias?

– Depende del día.

– En buena hora encontró mi número de móvil en la agenda de Olvido.

– No se enfade, sea bueno, mi mañana ha sido horrible y tengo algo que proponerle. Será la última vez que le moleste, se lo prometo, ¿le parece bien que nos citemos dentro de una hora? Sería mi coartada para huir de esta comisaría asquerosa. Tengo la sensación de que hoy todo el mundo me miente y me odia.

– Qué honor que me haya excluido -ironiza Butragueño.

– Usted también va en el saco, pero a las mentiras de los abogados ya me he acostumbrado -devuelve ella el palo.

– ¿Por qué no quedamos para comer?, ya casi es la hora. Acaban de inaugurar en la azotea de un hotel un nuevo restaurante que…

– Preferiría que no, la última vez que pisé una por poco me lanzan al vacío.

– Le prometo que me contendré.

– Lo siento, pero no me fío. De todos modos prefiero que nos veamos en una cafetería a ras de suelo, algo más terrenal.

– Como quiera, ¿conoce alguna?