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En cuanto franqueo la puerta, que parece más que nunca acorazada, Pablo me dedica una sonrisa esplendorosa, de un blanco nuclear, de un sincero que desarma y que desmaya y casi descarna y decido, sin duda con placer, que ha sido una buena idea citar a Butragueño en este pub. Al fin y al cabo es lo que hacen los abogados y él mismo también, sentarse en el trono de un despacho acojonante precisamente para eso, para acojonar al contrario desde una silla unos centímetros más alta que la de sus clientes o contrincantes, situar la ristra de títulos tras él y, si fuera necesario, contratar al mejor decorador que sepa conjugar luces y sombras para que éstas le saquen no el lado más favorecedor ni tampoco el más interesante, sino el más amenazador.
Así las cosas y los casos, no se me podrá echar en cara que busque mi propio entorno para sentirme a gusto ante una -espero- reveladora conversación y, a falta de secretarias adeptas a mi causa, ¿se me reprochará que al menos procure rodearme de un camarero sano, buen mozo y simpaticote que, de paso, puede identificar también al abogado como cliente de Olvido y buscar en su famosa libreta de apuestas o en su mollera cuándo fue la última vez que la visitó?
No espero mucho ante mi taza, alumbrada en la distancia por la sonrisa de mi barman preferido, para divisar a Butragueño apresurado, casi corriendo por la calle como la liebre de marzo porque llega, qué ricura, no media hora, sino treinta y dos minutos tarde. Para que luego digan de una. Hace tanto que un hombre no corre por mí que hasta me enternezco y me asusto pensando que igual, tonta como estoy, me da por soltar una lagrimita. Pero no, me recompongo nada más ver su corbata de ciento veinte euros con motivos ecuestres y logro remedar un mohín justo antes de que se siente frente a mí, no sin antes inclinarse a besar mi mano como un buen caballero educado en digna casa. Sé que es una charada, la representación de un mangante que se finge galante pero, qué diablos, me divierte esta farsa donde ninguno de los dos es lo que parece, en la que nos ilusionamos porque, por un momento, hemos conseguido embaucar al otro. Me gusta tanto esta situación que no me resisto a jugar con él y, antes de que diga nada, le confieso con un guiño travieso cuán enfadada estoy por su retraso y, sobre todo, por escatimarme información. Se hace el loco, se esconde tras sus cejas pobladas y enarcadas como extraños signos de admiración, pero pronto le llega el turno de pasarse a la cara de póquer en cuanto saco las comprometedoras fotografías de una Mónica Olegar mucho más joven y en ropa interior. Butragueño las observa un rato en silencio, las digiere y, por fin, me mira con rostro impenetrable. ¿Era preciosa, verdad?, empiezo. Claro que lo era, y lo sigue siendo, la cirugía es lo que tiene, afirmo con mala baba, pero no se trata de alabar su belleza sino de que me explique cómo es que estas imágenes pertenecen al catálogo de una madame. Porque Mónica era puta, responde sin ambages, y no puedo dejar de admirar, boquiabierta, la cruda simplicidad de su explicación. Ah, era eso, ni lo habría imaginado. ¿Y usted lo sabía? Por supuesto, admite, ¿cómo cree que la conocí?, ¿de dónde piensa que recluté a las participantes para aquel concurso de camisetas mojadas?
Me quedo tan anonadada que no soy capaz de reponerme de su sinceridad, pero reacciono, qué le voy a hacer, para reflexionar en alto sobre el hecho de que no me lo hubiera comentado antes. Ser un truhán es ser un señor y eso, al parecer, se aplica desde siempre a los puteros, por eso reconoce sin empacho que no me ha ocultado nada en realidad. Si repaso nuestras conversaciones, si leo entre líneas, resulta que ya lo dio a entender, y lo de que fue novia suya es rigurosamente cierto. Le he dicho que no miento, insiste, no hay mucha diferencia entre ser modelo de medio pelo y prostituta de altos vuelos.
A Mónica, me cuenta, se la presentó Virtudes, ¿no es una ironía que se llame así? Imagino que ya la habrá conocido, porque las fotos que me ha enseñado pertenecen a las que solía manejar para mover a sus chicas entre la clientela selecta, el posado es inconfundible. A la madame, y mientras hace memoria entrecierra sus ojos de ratón travieso, surcados de arruguillas de las que salen cuando uno se ha reído y disfrutado lo suyo, la trata desde hace mucho, cosa lógica si se tiene en cuenta que es una alcahueta de fuste y él un gran consumidor de sus productos. La historia es como un mal guión cuyas líneas básicas podrías adivinar sólo con ver los dos primeros minutos del telefilme del mismo modo que un editor ojea con desgana un manuscrito en diagonal porque presupone su final. Como un profesor, o más bien como un decano, se repantiga en su silla dispuesto a darme una lección magistral sobre la evolución de la prostitución en la última década y yo, fascinada, me dejo llevar y descubro que lo de los clubes de carretera era demasiado sórdido para una araña tan ambiciosa como Virtudes. Pronto se pasó a casas de masajes, después a pisos en barrios señoriales y más tarde a chalets en urbanizaciones privadas, sin perder de vista, eso sí, las suites de los hoteles de lujo como paso previo a las academias de modelos. El caso es avanzar con los tiempos. También se dedicó durante algunos años a organizar castings para desfiles privados de lencería, procesos de selección de azafatas para congresos, animadoras de cruceros por el Mediterráneo… El caso es dar con la excusa de reunir a hombres pudientes en un mismo local con ínfulas de convertirse en edén. Los ángeles los pone ella y, como uno solo de ellos pique, el business ya está hecho e irá a toda máquina, como un tren porque luego, por el orgullo estúpido de los machos que descubren reses nuevas en la manada, ya se encargan ellos de difundir las novedades y recomendarse las excelencias de su nuevo catálogo que sí, de acuerdo, es un poco como comprar muebles por encargo, pero no parece que haya otra manera menos comprometida de hacerlo.
¿Y Mónica?, le pregunto. Se incorporó al negocio, según me cuenta, en un momento de conversión entre la etapa de los hoteles y la del modeleo, y pronto aprendió a hacer carrera: ejecutivos de multinacionales, famosillos de televisión, empresarios de la construcción…
Y ahí, en esa pausa que da a entender tantas cosas, asumo que ha llegado mi momento. Ahora es cuando me toca atacar, y para hacerlo desenfundo mis armas dispuesta a esgrimirlas como una baraja de espadas y bastos que, espero, se le claven en los ojos, en las encías, en los párpados, y le golpeen en la cabeza hasta acogotarlo. Son las otras fotos, las que no le he enseñado todavía, no las de Mónica sugerente en salto de cama sino las de grupo, y mientras su sonrisa se diluye ante mi rostro como la pintura blanca que goteaba por la frente del mimo fantasma, cayendo lentamente sobre la gabardina de Olvido, resbalando a lo largo del contorno de su hombro, extiendo sobre la mesa dulce, amable, persuasiva, artera, las fotos que anoche amablemente Kodak me dejó en prenda.
Butragueño calla, contempla las instantáneas con ojos vidriosos. Su mano, que parece temblar ligeramente, no se atreve a tocarlas y su sonrisa, congelada, glaciar, colgada en el aire, me mira confusa dudando entre abrirse más o cerrarse por completo hasta su ocaso final.
En este preciso momento mi camarero preferido se acerca. Se ha dado cuenta de que mi contertulio llegó hace un rato y no le ha preguntado qué desea tomar. Al vernos tan serios duda, pero aun así viene con la bandeja y, nada más cuadrarse ante Butragueño, se queda mudo con la boca abierta. Ya se lo había cruzado antes, no es difícil darse cuenta.
– ¿Os conocéis? -le pregunto con un gesto como de sota de las de dedo en alto al abogado, rendido por mi golpe, sonado.
Claro, el señor era un cliente habitual, pero hace tiempo que no le ve, confiesa demasiado pronto, demasiado alegre, demasiado inconsciente, el bueno de Pablo. A lo mejor es que ahora viene cuando libras de turno, sugiero, ¿a qué horas os frecuentaba antes?
Me sale un tono abrupto, incisivo, y el camarero modelo, tonto pero no tanto, cae en la cuenta de que ha hablado más de la cuenta. Nos mira, primero a mí, luego a él y, egoísta como sólo su juventud le permite serlo, como le aconseja sin pensar la vacuidad de su cerebro, se encoge de hombros con un gesto entre pesaroso y burlón que viene a significar que asume que ya la ha cagado así que ¿para qué seguir callando?, mejor confesar que siempre venía por la noche, y no sé por qué no me sorprende, posiblemente porque tengo a Butragueño catalogado en mi mente como un fornicador clásico, de los de cama y cuarto en penumbra y puerta cerrada, que si no no se le pone dura, de los que llegan con la frente alta pero discretos, de los que traen flores y colonia de regalo pero jamás se dejan ver con la fulana por la avenida cogiditos del brazo. Él querrá explicarme que los tipos de su calaña reservan sus afectos para la intimidad y no andan haciendo arrumacos por las esquinas a sus años pero, por más que me lo repita, no se me va de la mente la imagen del señorito de bigote y pañuelo en el bolsillo y casi hasta bombín que divisa a la hembra al pie de una farola, la requiebra y la galantea y se la lleva a una pensión de las de palangana, orinal bajo la cama, juego de sábanas aparte y una sola, patética y tacaña bombilla medio fundida, desangelada.
En fin, habrá que creerle, y también a Pablo, que me asegura que perdió de vista al truhán hará como tres meses y que solía aparecer solo, excepto, espera…, creo…, no sé… Veo cómo se concentra, cómo pasa por su mente la sombra fugaz de la tentación, de la mentira porque, a fin de cuentas, el señor es un tipo simpático y generoso que dejaba buenas propinas hasta que, finalmente, percibo cómo se despejan las nubes de su frente y se hace paso la luz del recuerdo de quien no puede resistirse a contar la verdad, sentirse protagonista por un día, los quince minutos de fama que a todos nos prometieron en el nido tras nacer y que le hace contar que justo antes de que dejara de verlo se presentó por aquí con un tipo joven, ese que le señalé en una de las fotografías que me mostró el otro día. Sí, ese mismo, el guapito, el altanero, se reafirma mientras yo se las vuelvo a enseñar. Creo que al mediodía, no estoy seguro, era de día, por eso me llamó la atención, como el señor sólo venía de noche… Pablo vuelve a dudar, mis ojos brillan, los de Butragueño se apagan según sigue hablando, según le entierran cada vez más sus palabras. Piensa en callar, lo sé, y mira al abogado dubitativo. Pero hoy Butragueño ha decidido ser bueno, o quizá todas estas muertes le acojonan y no querrá jugarse el pellejo por nadie más, así que con un gesto taxativo de su mandíbula perfectamente cuadrada, genéticamente pura, de semental de raza superior, le indica que continúe, que no tema, que no morirá en el intento. Vía libre para decir la verdad y sí, es él, no hay duda y muchas gracias, Pablo, ahora sé bueno y tráeme mi tila, que la necesito como lluvia de verano, como bebedizo mágico, como agua bendita, y enhorabuena, tienes una memoria estupenda.
Él se esponja y se lo cree sin menor asomo de duda, sin disimular su alegría. Menos de un minuto le ha durado la congoja. Está visto que no hay nada como llamar listo a un modelo para que te abra todas sus puertas. Eso es porque me la entreno, responde. La memoria, digo. Es que para mi profesión hay que tener cerebro aunque muchos crean lo contrario. Porque después, cuando quiera ser actor, tendré que aprenderme los guiones para las pruebas y tal. Por eso empecé a memorizar definiciones del diccionario, para cultivar la agilidad mental, me explica y, gajes del oficio, me obligo a asentir con gesto de arrobo a su absurda perorata mientras no dejo de pensar en qué pasará cuando desaparezca, inocente, feliz y decente, y nos deje a Butragueño y a mí frente a frente.
– Veamos -le resumo-, Mónica Olegar y Olvido fueron compañeras y usted conocía a las dos; también existió una relación demostrada entre esta última y Julio, y ahora descubro que también la había entre ella y Esteban. ¿Ve en qué situación le coloca todo esto? Está en el medio.
Sí, claro que se da cuenta, argumenta, recuperada la locuacidad ahora que Pablo se ha ido, pero no debo sospechar de él, ¿o es que el prestarse a hablar conmigo no demuestra su voluntad de colaborar?
Lo que demuestra, creo yo, es que se lo pasa pipa tonteando. Sé que le pongo, y lo que pienso es que puede estar engañándome, contándome mentiras, jugando al despiste, pero esto forma parte de mi propia paranoia y no se lo digo, no le dejo que me pregunte por qué soy tan desconfiada y, aunque guardo en la recámara la respuesta perfecta -«porque estoy casada con un picapleitos»-, me la como antes de que empiece otra vez con el cuento de que hace falta valor para casarse con alguien como yo. No, lo que yo quiero son verdades, información pura y dura sin salvaguardas ni escaqueos. Que me diga si las conoció al mismo tiempo, si alguna le habló de la otra, si ignoraba que habían trabajado juntas, a quién conoció primero. Cuándo, cómo, dónde, por qué.
Me relata, monocorde, como quien recita una lección que aún no ha aprobado, de repente mustio y apagado, que alguien le presentó a Mónica hace mucho, mucho tiempo, en un pase organizado por Virtudes. A Olvido, en cambio, la conoció hace no más de ocho o diez años, como ya me había contado, un cliente le habló de ella, tenía problemas con su herencia y él la asesoró profesionalmente. Nunca supo de sus tratos con la bicha hasta que un día ella la mentó sin decir su nombre, por supuesto, máxima discreción siempre, máxima discreción ante todo pero, para un putero de pedigrí como él no fue difícil reconocerla por su descripción: una mujer cruel, dijo Olvido, capaz de lo malo y lo peor, falsa como un duro de madera, operada hasta la médula, empeñada en no envejecer, en cambiar de nombre, rango y condición pero tan abyecta como la mismísima Celestina.
En cuanto a cómo llegó a Mónica, nunca vio el book de su promoción porque se la presentaron en carne y en directo y con esas referencias no hizo falta ojear su largo currículo, sólo sus largas piernas. Por eso nunca había contemplado las fotos de Mónica y Olvido juntas, por eso nunca supo que se conocían ni que habían ejercido a la vez la prostitución. Cómo iba a sospecharlo, ninguna le habló jamás de la otra, no pensó que pudieran tener nada en común. Eran mundos distintos, entiéndalo, una pasó a ser una señora, esposa de un cliente y amigo, hortera de tomo y lomo revestida de distinción. Un putón con nombre público en pleno proceso de reconversión.
Olvido, en cambio, vivía en el terreno de lo secreto, de lo oculto. Era una ensoñación para unos pocos, un secreto a voces que no admitía su ostentación.
– Sin embargo -alego-, como usted ha dicho, Mónica es una superviviente maestra en reconvertirse, y para eso hace falta ser más lista que el hambre. Seguro que no se le escapaba ni una y no era ajena a las sospechosas ausencias de su marido todos los miércoles. ¿No cabe la posibilidad de que se planteara investigar con quién se veía él para que no se le acabara el chollo?
– ¿Para qué?, ¿no lo entiende? Mónica se casó tras haber firmado un más que generoso acuerdo prematrimonial que, de parir un hijo, hubiera sido espléndido pero que, con tres hijas en su haber, tampoco estaba nada mal. No temía perder su dinero y no le dolía la infidelidad, ni siquiera se lo planteaba. Le importaba un ovario que no la tocara en la cama, lo único que quería era que no la importunara. Con quién saliera o entrase Julio, sencillamente, le daba igual.
– ¿Y a Olvido? Ella sí sabría de quién era Julio marido. Habría visto su boda en las revistas, como usted mismo me contó. ¿A ella también le daba igual?
– Tenía cosas más importantes en que pensar.
– ¿Como el chantaje? Hemos investigado sus cuentas y sabemos que emitía cheques por importes espectaculares.
– Eso no es problema mío.
– Y los pagos desorbitados que le ingresaba a usted sin falta todos los meses, ¿tampoco son problema suyo?
– No era un pago personal para mí, se trataba de una gestión que realizaba en su nombre, nadie sabe que yo lo hacía por ella y nadie debe saberlo.
– Seré una tumba, pero tiene que decirme al menos de qué se trataba.
– No tendría por qué -responde hastiado-, aunque imagino que no le costaría mucho solicitar una orden y obligarme a cantar: son los pagos de un internado. Sí -me mira con desdén-, sé lo que está pensando: Olvido tenía un hijo, y quería protegerlo. Había quienes no le perdonaban que fuera por libre, gente dispuesta a todo por que desvelase los secretos de sus clientes más devotos. Por eso excepto yo nadie sabe lo de Andrés, él hubiera sido el argumento más valioso para hacerle romper su silencio.
– ¿Y ese niño sabe que su madre ha muerto?
– Sólo tiene ocho años. Imagino que tendré que ser yo quien se lo diga.
– ¿Y el padre?, ¿ quién es?
– No es asunto mío -y antes de que la sospecha le señale, se defiende como gato panza arriba-. A mí no me mire, a los veintiocho me hice la vasectomía. No me apetece ir por el mundo dejando butragueñitos por las esquinas. Pertenezco a una dinastía podrida, es mejor asumirlo y evitar perpetuarla -mi seriedad le mosquea, quizá por eso pregunta-: Y usted, ¿quiere tener hijos?
– No lo sé -confieso con sinceridad.
– ¿Y a su abogado qué le parece esa respuesta?
– Tampoco lo sé -repito. Y de pronto reparo en que, con tantos silencios, con tanta indecisión en mi vida, no soy quién para juzgarle, y eso me confunde-. Pero no estamos aquí para hablar de nuestros hijos inexistentes o futuros, sino de los de los otros. ¿Por qué llevó a Esteban a la casa de Olvido?
Se lo pidió él, por supuesto, de otro modo jamás se le habría pasado por la cabeza. Uno no recomienda a un no iniciado a semejante sacerdotisa así como así, un veterano no lleva a cualquiera a un gineceo de los caros. Se trata de un paraíso secreto, algo que sólo debe disfrutar quien lo merezca, quien esté preparado para ello. Esteban es rapaz, es ávido, es cicatero… No, no pensaba dejar el camino abierto, no quería enseñarle su mundo, mostrarle sus debilidades, someterse a sus juicios, plegarse a sus arranques. No se trata de que sea malo, es que es un chico demasiado raro, introvertido, inesperado y nunca se le pasó por la cabeza sacar el tema del sexo con él. No es asunto suyo lo que le guste, no lo sabe ni lo quiere saber. Fue él quien lo abordó y solicitó que le presentara a Olvido. Así, sólo a ella, en concreto. Ya la había investigado con anterioridad. Encargó que siguieran a su padre, incluso él mismo lo hizo algunas veces, me confiesa, y me estremezco pensando en Esteban sentado aquí tarde tras tarde, en esta misma cafetería, cerca del ventanal, más o menos donde ahora estamos nosotros, viendo a su padre entrar y salir, contemplándola a ella ir y venir de sus compras, del gimnasio, de la peluquería. Sí, es muy propio de él, y si acudió a Butragueño no fue por afecto o cercanía, reconoce él mismo, no teníamos ese tipo de confianza pese al tiempo que hace que nos conocemos. Simplemente me necesitaba para pasar el filtro: ella, tan prudente, nunca admitiría a una visita que no viniera recomendada por otro cliente. Jamás.
Esteban, como un déspota moderno, no es que se lo pidiera, más bien se lo exigió. Es su estilo, masculla, y hace una mueca. Se presentó un día en mi despacho y dijo que tenía que conocer a esa tal Olvido. Confesó sin ningún pudor que lo sabía todo, que la había visto, que estaba fascinado y necesitaba, tenía, debía probarla, saborear lo que su padre merendaba todas las semanas.
Si sólo me hubiera dicho eso quizás hubiera valido. Hubiera comprendido su ansia, atisbado incluso gracias a su deseo que es humano y, sabiendo que ése era su motivo, habría aprovechado para hacerle el favor, que me lo debiera y, de paso, tenerlo contento y quitármelo de encima con sus exigencias absurdas, con sus requerimientos intempestivos, siempre déspotas, siempre a destiempo. Pero Esteban se había molestado en pergeñar una serie de patrañas para justificar su avidez. Le habló de sus responsabilidades para con la familia calcadas a las que me contó a mí: que si ella podía chantajear a su padre y destruir el imperio, que tenía que comprobar qué clase de hembra era, saber qué le daba a Julio para tenerlo enganchado, desentrañar la esencia de su poder sobre él… Butragueño la defendió, por supuesto, afirmó hasta el hastío que era una persona íntegra, encantadora, de absoluta confianza, y comprendo ahora que de veras la admiraba, no sé si como cliente o amiga o muñeca sexual preferida. La quería a su modo, un modo adulto, descreído, que le impedía traicionarla por el capricho de ese niñato por muy ahijado suyo que fuera, por más que le jurara que sólo se trataba de rascarse un picor pasajero.
– Pero cedió.
– Sí. El niño empezó a sacar trapos sucios, a hablar de operaciones más o menos oscuras de la época del pelotazo que habíamos llevado a cabo su padre y yo… No hay duda de que sabe hacer los deberes e investigar, rebuscar en los archivos cuando le conviene. Me asusté y les concerté una cita. No le mencioné a ella que se trataba del hijo de Julio, Esteban me lo suplicó, ansiaba que le trataran como a un cliente cualquiera, sin deferencias. Con todo, pensé en avisarla, pero como esa historia me parecía enfermiza preferí retirarme y no airear las miserias de nadie. Después él me llamó para contarme cómo le había ido y, la verdad, casi hubiera preferido no saberlo. El chico tiene un concepto insano del sexo, ideas de degenerado, de tomarlo como un escarnio, como un castigo, como que había estado bien darle su merecido y cosas por el estilo. No me alarmé porque sé por experiencia que este tipo de perros ladradores jamás se atreven a morder. Le haría falta ser un gran canalla para atreverse a hacerle daño, y también un hombre, y Esteban por aquel entonces no lo era.
– ¿Y ahora sí?
– Los recientes acontecimientos por fuerza han tenido que hacerle madurar. Verá, no tiene problemas con sus quehaceres empresariales, pero sí con los sentimientos. No le cuesta asumir riesgos en lo económico, incluso diría que le estimula, ha sido amamantado con leche de caja blindada. No, su auténtico reto es mostrar afecto, saber comprender, perdonar las debilidades de sus seres queridos, asumir que no son tan perfectos, tan pulcros e insensibles como él y por eso yerran y tienen vicios, deudas del corazón, flaquezas pese a las cuales ha de seguir amándolos.
– Le falla la empatía. Como a los psicópatas.
– No es ningún psicópata, es sólo un chico que ha crecido solo en lugares extraños, un desarraigado.
– En mi pueblo diríamos más bien que es un cabrón -sentencia Clara-. En fin, cuénteme qué le pareció a Olvido su cita con Esteban, por favor.
– No dijo mucho. Intenté tirarle de la lengua, pero no se dejó engañar -reprime una sonrisa-, dijo solamente que era un chico con muchas limitaciones, con una actitud poco natural frente al sexo, un chico atormentado, pomposo. No quiso contarme más. Olvido tenía un sexto sentido, un olfato especial para catar a sus clientes. Sabía distinguir el peligro y que éste no estaba a veces en el tipo que se viste de doncella y pide que le azoten con una fusta bajo el liguero sino en el oficinista gris y comedido que sólo quiere hacer con los ojos cerrados el misionero. Instinto de conservación, supongo.
– Las corazonadas fallan, Olvido debería haber aprendido a desconfiar.
– Si aceptó que Esteban la siguiera visitando no sería para tanto. No le tenía miedo. Yo le conté que había perdido muy joven a su madre, que ésta se había suicidado, y respondió que eso lo explicaba todo. Y, si ella estaba tranquila, yo también. Nunca volvimos a hablar de él. Ignoro si pasó a su nómina de clientes fijos, los dos eran mayorcitos y sabían cuidarse. ¿Para qué querer saber más?
– ¿Y no se arrepiente? A lo mejor ahora no estaría muerta.
– No me venga con frases baratas -recrimina-. Esteban no es un asesino.
– Lo dice porque es el abogado de su familia.
– Lo digo porque le conozco y no tiene pelotas para eso -insiste-. Además, Olvido no era tonta. Alguien la protegía.
– Pues no hizo nada bien su trabajo. Por otra parte, creía que ella iba por libre.
– Estaba convencida de que podía arreglarlo todo sola, le gustaba controlar su vida, ser independiente. Pero los buenos clientes somos agradecidos e imagino que supo conservar la amistad de algunos de nosotros, los más valiosos.
– Qué triste -se me ocurre-, ¿no tenía a nadie que la quisiera sin relaciones mercantiles de por medio, sólo por lo que era?
– Por supuesto. Estaba su familia.
– Su madre murió y su único hijo residía en un internado, ¿quién queda?
– La familia es más que eso, también están los amigos.
– No siga, un clan. Y Virtudes lo lidera y ejerce de madrina…
– Virtudes no pinta nada, es una mamarracha, la voz de su amo.
– ¿Entonces quién es el amo? ¿También hay un padrino?
– No puedo decir nada -se excusa.
– Entiendo, también es uno de sus clientes -murmuro desencantada.
– Mi bufete lleva más de cuarenta años trabajando para él, es una provechosa colaboración que empezó mi abuelo y todavía perdura. Me sentía en deuda por que siguiera confiando en nosotros, así que acepté el caso de una buena amiga suya que tenía problemas con una herencia, y entonces conocí a Olvido.
– ¿Pretende convencerme de que era como su ángel de la guarda? ¿A quién quiere engañar? Seguro que empezó siendo su proxeneta.
– Ese final no estaba escrito para ella. Era su ojito derecho, una esperanza, una promesa. Pero en todas las familias hay odios y rencores, engaños, rencillas, y Olvido siempre fue muy rebelde. Se negó a pasar por el aro y acabó pagando su libertad con su cuerpo. Él no pudo evitar que llevara esa vida, se alejaron, pero no dejaba de preocuparse por ella, de indagar sobre sus compañías, de vigilarla, de protegerla incluso sin que lo supiera. ¿Qué pasa? -pregunta al ver mi careto teñido de escepticismo-, ¿es que no me cree?
– ¿Cómo voy a hacerlo, señor Butragueño, si me está pintando a Vito Grandal, el mayor capo de Madrid, el tipo más mafioso, el más criminal, como una hermanita de la caridad?
Al próximo que me diga que la vida es una tómbola le meto una hostia. La vida es un marrón, un auténtico marrón grande y gordo que va creciendo a medida que aumentan nuestros años y nuestra ansiedad. Sí, eso es la vida. Y estoy harta, muy harta y aquí, frente a esta mampara de cristal, contemplando a Santi lleno de tubos, empiezo a pensar que, igual que los ricos como los Olegar tienen el dinero por condena, hay otros muchos desgraciados para los que a veces es un alivio una temporadita en una camita blanca de hospital, olvidándose de todo, sedados, dormidos, cansados de llevar la memoria a cuestas.
Pero no, claro, no dejo que este pensamiento derrotista y absurdo me gobierne más de un minuto. Cómo hacerlo. Soy una luchadora, una hormiga atómica, una petarda que no puede parar de trabajar ni siquiera cuando está frente a su amigo medio muerto y sí, lo sé, me pongo derrotista y asumo que esto es como ver la botella medio vacía, haciéndole una visita inútil, mirándole sin hacer nada ni poder parar de pensar.
La entrevista con el abogado ha sido un desastre. Apenas he podido sacarle nada que no supiera o intuyera ya, frases que no llevan a ningún lado, verdades a medias, jugando ambos al despiste como niños perdidos durante tanto tiempo que, cuando llegó la revelación final, no tuvo mérito saber que quien estaba detrás de todo era, cómo no, nuestro gran amigo Vito. Pues vaya. Como si no imaginara que él y sólo él podía estar tras esto, siempre sobrevolándolo todo y a todos, él, que tenía en su cementerio particular el chucho de Olvido, que figuraba en clave en la memoria de su teléfono, que proveía de ropa de segunda mano al Culebra, que tiene a Virtudes -o Alejandra, a estas alturas qué más da- cruzando una y otra vez el arco de su verja. No hacía falta que Butragueño se cagara de miedo para que me diera cuenta, pero fue divertido ver en su cara esa expresión de ladrón robado, de listillo al que han dado una lección. Qué se creía, ¿que yo no poseo también mis propias fuentes de información?
¿Tú qué dices, Santi?, ¿termino de fiarme de él o no?
Sí, lo sé, es listo, más que listo es pillo, un pícaro, un superviviente privilegiado, pero no puede evitar querer fardar a toda costa cuando se le pone delante una mujer y, aunque lo creo legal, no sé hasta dónde es capaz de inventarse una historia sólo por escuchar los ¡ohhs! y los ¡ahhs! de la hembra a quien pretende encelar.
– ¿En qué piensas?
Clara se vuelve. Ahí está Dolores. Me mira seria, muy seria, parece preocupada por mí, no puedo sostener el peso de sus ojos entrecerrados que me analizan, me leen la mente, me escanean por dentro como a un código de barras en el supermercado. No necesita que le explique mucho, sabe que he venido no a ver a Santi sino a pensar, me ha encontrado sin problemas a pesar de que no dije a nadie que vendría aquí, su lógica funciona tan bien para diseccionar cuerpos como para entender el ansia que me domina. No estaba en comisaría, me dice, tampoco en casa, mi móvil apagado, mi furia desatada y las ganas de andar sin rumbo que me consumen cuando estoy desolada y que me llevan siempre a acabar en algún lugar familiar, como el pasillo de este hospital.
– ¿Por qué tienes el móvil apagado? -me pregunta.
– Hay un pesado que no deja de molestarme -respondo, y luego callo. Ninguna de mis razones va a sonar lógica. Tendría que remontarme a mucho tiempo atrás, antes de que Ramón se fuera a Sevilla, antes incluso de conocerle, tal vez cuando no salía con él. Posiblemente entonces me sentía como ahora, igual de cansada, perdida y sola. Pero no va a poder ser, no tengo tiempo para explicárselo y Dolores, supongo, habrá venido para algo.
Acerté. La autopsia de la farmacéutica, la amiga de Santi -que duerme tras el cristal ajeno al detalle de los desagradables sucesos que le llevaron a su actual estado-, ha confirmado la fecha de la muerte: martes noche. ¿Causa? Inhalación de monóxido de carbono. Pero hay más: en el análisis de tóxicos se han hallado restos de opiáceos. Los tomó esa misma noche. Una dosis elevada no mucho antes de morir, muy elevada realmente, elevada hasta para una loca que se va de juerga desenfrenada con su amante pero que no podría ignorar el riesgo que tal cantidad conllevaría. Con todo, no se trata de una ingesta suicida. Podría interpretarse simplemente como que le iba la marcha, lo que corroboran, por otra parte, las leves señales de violencia sexual. La señora era aficionada a los escarceos eróticos «intensos» y lo que sea que pasó fue después, me explica Dolores. Se han tomado muestras de Santi y de ella que confirman que estuvo con él. Hay semen en su vagina y piel bajo las uñas: a esto le llaman algunos forenses rancios «marcas de pasión».
Tras la clarificadora exposición sólo se oye el bip, bip de las máquinas en funcionamiento. De pronto, Clara pregunta:
– ¿Tú te imaginas a Santi en plan sexo salvaje? Me juró antes de acudir a su cita que iba a cortar definitivamente con la farmacéutica. ¿Tú te acostarías con alguien a quien vas a dejar?
– Igual te contó una trola, o igual quisieron darse un polvo de despedida.
– Lo dudo. Ella no dejaba de insinuársele y ofrecerse, siempre estaba dispuesta cuando la llamaba, se arrastraba por él. ¿Te parece que aceptaría deportivamente su rechazo y luego se lo tiraría?
– A lo mejor era de las que pensaban que con un polvo podría hacer cambiar a un hombre de idea, o a lo mejor Santi pensaba acostarse con su amante sin decirle que después iba a cortar con ella. Tanto monta, monta tanto.
– No es de ésos. Quería hacer las cosas bien.
– ¿Sí?, ¿y cuántos años llevaba viéndose con ella sin que su mujer lo supiera? No intentes convencerme, los forenses sabemos, vemos muchas cosas, y bien que se revolcó él por la hierba callándose que después la iba a dejar.
Clara se extraña, qué es eso de la hierba, a qué se refiere. Dolores se lo explica con parsimonia, como si fuera una alumna especialmente obtusa, una policía tonta: los dos se habían manchado de verde su ropa y había restos de agujas de pino clavadas en la espalda. Hacía buena noche, lo más probable es que lo hicieran fuera, en la pradera, sobre una pequeña manta, a la luz de la luna. Qué romántico, ¿verdad? Después, al acabar, regresaron al coche, tal vez se pusieron a hablar, una cosa llevó a la otra y lo mismo volvieron a empezar, sólo que ahí ya llevaban un rato respirando el monóxido y perdieron el conocimiento. Las fotos de la escena confirman que tenían la ropa desabrochada y los pantalones bajados, en fin, que seguían en plena faena. Pero cómo, si El Pardo es una zona superpoblada de amantes, no es ninguna playa desierta, es el picadero habitual de las afueras, todo el mundo sabe a lo que va y salir del coche es una imprudencia que un veterano policía como Santi jamás cometería a pesar de que las evidencias proclamen que ambos tenían briznas de hierba en el pelo y bolitas de lana también en todas sus prendas. Las hace el rozamiento y se pegan en la ropa interior de los que retozan semidesnudos sobre una manta que no aparece, que Dolores ha solicitado pero que no le han traído y con la que pretende cotejarlas. ¿Y dónde puede estar la manta? Quizá la tenga Zafrilla en el laboratorio, pero Dolores no va a llamarla para preguntárselo, o puede que se haya traspapelado en un almacén o que a un agente le haya gustado el diseño de sus cuadros escoceses y se la haya llevado al maletero de su monovolumen con la idea de usarla cualquier día de picnic con su mujer. Así funciona el Cuerpo.
– Genial -exclama Clara-. Cuatro muertos en una semana y ahora pruebas que desaparecen y cero comunicación entre Huellas y la forense.
Y muchos sinsentidos también, piensa, porque nada de esto realmente tiene lógica, Santi jamás saldría afuera, no cometería esa imprudencia. Algo falla, como siempre, y yo estoy tan torpe, tan desquiciada, que no soy capaz de ver qué es lo que se me escapa. Me pongo a caminar por el pasillo como un animal enjaulado, arriba y abajo, abajo y arriba, y mientras voy repasando con Lola los detalles de la autopsia, las muestras, las pruebas, los indicios que me da y, según ella, debo poder encajar. Me dice que en la vagina de la farmacéutica sólo se halló semen de Santi, lo que descartaría a cualquier otro amante, pero también restos de espermicida, lo cual es muy raro, concluyo, porque si alguien se acuesta con alguien a pelo y a palo no tendría que aparecer espermicida por ningún lado. Éste se usa como medida anticonceptiva de refuerzo junto con preservativos o con diafragma, pero ella no lo llevaba, Lola me lo confirma. La presencia de espermicida sólo podría explicarse si hubiera tenido relaciones con alguien que usara un condón combinado con esta sustancia, y ese alguien no era Santi, dado que hallamos la suficiente cantidad de su semen como para confirmar que él no se lo puso. Ese otro individuo que sí lo usó sería más bien alguien con quien hubiese querido tomar precauciones, de poca confianza, un polvo esporádico quizá. Pero ¿qué pinta en la noche del encuentro con su amante habitual ver a otro hombre más? ¿Qué pantomima es ésta de ponerle a Santi los tarros con un tercero? ¿Buscarle un repuesto antes de que la abandone, ir por delante?
Según la lógica hubo uno primero con el que se puso condón y luego hubo otro, Santi, con quien no se lo puso y que, si acabó palmándola con él, necesariamente tuvo que ser el último; tenemos semen de Santi, y datos que nos dicen que lo hicieron fuera, sobre una manta de coche que nadie sabe dónde está, y sin embargo del desconocido que se ha acostado con la farmacéutica ni siquiera intuimos el dato más peregrino.
– ¿No ha aparecido un solo vello púbico, algún pelo, un mínimo rastro? -pregunta Clara, con un suicida atisbo de esperanza.
– En el análisis de ella no. Y eso también es bastante raro. En cuanto al condón, si es que su cita también fue allí, encontrarlo sería como dar con la aguja del pajar. El Pardo está sembrado de gomas usadas.
– Nunca resolveré esto, Dolores -y se frota los ojos con la mano, como si le molestara la luz de neón-. Es una pérdida de tiempo, no vale la pena desvivirse por dar con la solución. La mala suerte va por delante de mí. Es mejor admitir que soy incapaz y rendirme. Claudicar ya, ahora mismo.
– No te pongas así -intenta animarla-. Todavía tengo más cosas para ti. ¿Has comido?, ¿te las cuento de camino a la cafetería?
Pasa un brazo por sus hombros, la rodea como quien sujeta a un viejo que no puede andar. Clara se deja llevar. Mientras avanzan despacio, como si midieran sus pasos, como si ella fuera también una enferma sujeta al ritmo de un gotero con sus ruedecillas que chirrían sobre el linóleo, la forense le va contando sus hallazgos con la cadencia de quien cuenta un cuento a un niño enfermo, a un viajero inquieto al que hay que entretener en el trayecto.
– También tenemos las pruebas de ADN que pediste, vas a alucinar.
– No creo -responde, y sabe que Dolores va a interpretar sus palabras como una muestra de su desánimo, pero en el fondo qué más da, para qué sacarla de su error, decirle lo que ya ha averiguado por su cuenta y quitarle mérito a su trabajo, que ya sabe de quién son los cinco dientes, esos cinco azares, las cinco diminutas ferocidades que se clavan en la memoria de los muertos, que se ensañan en su sangre. No, mejor me callo, decide. En el fondo la gente debería empezar a intentar tratar un poco mejor a los demás.
– Los dientes de leche, los que guardaban Olvido y el Culebra en su chabola, son de la misma persona, un niño y, agárrate, es hijo de Olvido.
– Ah.
– ¿Ah? ¿Sólo eso? Entonces déjame que siga, esto sí te va a encantar: como me pediste, comparé también la muestra de ADN mitocondrial con los dientes que escondía el Culebra y, adivina: el niño también comparte carga genética con él.
– ¿Es su hijo? -pregunta Clara, ahora sí atenta-. Dime, ¿lo es? -insiste y, de pronto, ya no está para bromas ni apatías.
– No, no es su hijo, no llegan a unos índices tan elevados de semejanza genética, por eso comparé los datos del Culebra con los de Olvido. Y ahora, nena, sí que vas a flipar: el niño es su sobrino, ellos son hermanos.
– Pero no puede ser, llevan apellidos distintos.
– La gente de su calaña suele adoptar identidades falsas.
– Ella no. Tenemos su pasaporte y su DNI y hasta sus datos de la Seguridad Social y bancarios. ¿Es posible que sean hermanos sólo por parte de madre o de padre?
– Si fueran hermanos sólo de padre o de madre no habría tanta coincidencia entre sus genes. Son hijos de los mismos progenitores.
– ¡Por fin te encuentro! ¿Tú eres consciente de que estás ilocalizable?
A Zafrilla, que llega como un terremoto casi sin mirar, le encanta hacer entradas triunfales, seguro que venía preparando la frase por el camino mientras conducía, al aparcar ya se la sabía de memoria, en el ascensor la repetía sin cesar y no ha sido capaz de cambiar el chip al encontrarme con Lola. Y ahora qué hago en medio de esta situación embarazosa, no me puedo creer la mala suerte que tengo, ¿por qué me tocará siempre estar en medio de todas las guerras civiles?
– Apagué el móvil, estaba harta de él -se justifica nuevamente para salir del paso, para romper el silencio que la está rodeando con sus dos amigas paralizadas, frente a frente, mirándose como estatuas.
– ¿Y por casualidad te acuerdas de que eres una policía de servicio y tal vez puedan estar intentando comunicarte algo importante? -la recrimina incómoda, reaccionando por fin, sobreactuando, se le nota-. Porque resulta que he descubierto cosas muy interesantes y he ido como una pringada a contártelas y me topé con París y sus malas pulgas que me ha soltado que no tiene ni idea de dónde te metes, y menos mal que no andaba por allí el Bebé, porque era lo que me faltaba, me da algo, y no sé ni cómo se me ha ocurrido pensar que estarías aquí, así que he venido cagando leches porque sé que te gustaría saberlo antes que nadie, pero no sé ni por qué me preocupo porque eres una…
– Por partes, no te ahogues y dime qué es eso tan importante.
La escopeta del empresario. Según Zafrilla en ella sólo aparecieron sus huellas pero también, y esto ya no es usual, restos de fibras blancas en la empuñadura y un hilo enganchado en el gatillo. Tras el análisis resultaron ser hebras de algodón, el tejido del que están hechos los guantes blancos que se ponen las mujeres de la limpieza bajo los de goma para que no les provoque irritaciones el sudor. Sin embargo, Clara no entiende su trascendencia.
– ¿Guantes blancos de algodón? ¿Qué significa eso?
– A veces los guantes de látex dejan marca en superficies muy pulidas -interviene Dolores-. Por ejemplo en barandillas de acero muy bruñido o en cristales puede quedar la impresión de la goma, por eso…
– Por eso los buenos profesionales del crimen organizado toman medidas -continúa Zafrilla, evidentemente molesta por la intromisión de la forense en su discurso-. De modo que trabajan con guantes de látex y luego eliminan sus huellas con un paño seco. Es un plan perfecto, pero pocos son tan cuidadosos. Los más chapuceros sólo usan guantes de algodón que van dejando fibras e hilos y revelan su presencia. ¿Lo pillas?
– Así que alguien que evitó dejar huellas utilizando guantes manipuló la escopeta, alguien que no era Julio César Olegar, porque sus manos estaban desnudas -murmura Clara asombrada-. Me dejas sin palabras. Tú…, las dos, os lo habéis currado. En todo este tiempo yo no he podido conseguir más que un solo dato: los compañeros de Balística hicieron inventario de la armería de la viuda y corroboraron que su marido murió a manos de una de sus armas, ella misma la reconoció. Parece ser que no hay dos iguales, cada rifle de competición está personalizado, el largo del cañón, su desviación… ¿Podría ser que esos guantes de algodón fueran de Mónica?
– No lo parece -responde Zafrilla evitando a Lola-. Para competir usan guantes específicos de piel, y más caros. Lo único seguro es que hubo alguien que evitó dejar sus huellas. Aunque eso no demuestra que el empresario no se haya suicidado, ya que alguien pudo limpiar sus impresiones después del disparo.
– Pero es que no se suicidó -afirma Dolores contundente y segura en un golpe de efecto tal que hasta Zafrilla no puede dejar de mirarla asombrada.
– ¿Lo dices por la pólvora? -le pregunta.
– Y por la longitud del cañón.
Primero abro confundida la boca de una cuarta, luego la cierro como una tonta y al final Lola nos lo aclara: si el arma la dispara uno mismo, la explosión deja residuos de pólvora en la palma de la mano. Julio no tenía restos significativos, lo que confirma que no pudo dispararla él. Pero es que además, dada la longitud de sus brazos, la del cañón y la postura en que estaba sentado sobre el retrete, resulta imposible que hubiera podido apretar el gatillo con sus dedos y mantener la escopeta entre sus labios al mismo tiempo, y no había ningún otro mecanismo a su alrededor que le hubiera ayudado, ni cuerdas, ni alambres ni nada. Claro que si ves el arma tirada en el suelo y al hombre con el cráneo reventado tampoco te paras a calcular si con sus brazos llega a ella o no, eso se hace más tarde, sobre una mesa de autopsias, tomando medidas y comprobando las distancias, desde qué ángulo se apuntó, la inclinación… De modo que mis exámenes han confirmado que el difunto no pudo apretar el gatillo, concluye Dolores. Y tú, Laura, aseguras que alguien más intervino con guantes blancos. ¿No es así?
– Tú verás -se zafa-. Yo sólo sé que han aparecido fibras en el gatillo, y no me atrevo a hablar por boca de ningún indicio más.
– Por cierto, Laura -Clara intenta desviar la atención, que no se arranquen la piel a tiras-, ¿a ti te han entregado una manta de coche entre los efectos que se encontraron en el escenario de la muerte de la farmacéutica?
– No, para nada. Lo recordaría.
– ¿Y su pañuelo?, ¿tenía Santi pañuelo? -continúa insistiendo por si acaso.
– ¿De los de tela? No. Sólo había una caja de kleenex en el coche, lo típico para limpiarse después de ya sabes qué. ¿Por qué quieres saberlo?
– Por nada, cosas mías. ¿Y si nos tomamos algo aquí y os lo explico a las dos? -propone Clara para apaciguar los ánimos.
– Lo siento -se excusa Zafrilla, lacónica-, tengo que irme.
– Venga, sólo será un ratito. No quiero volver a comisaría y la verdad es que estoy hecha polvo, Ramón no está y Esteban Olegar hace poco quiso…
– Me lo cuentas otro día -la corta tajante, la besa en ambas mejillas a modo de despedida y, sin darle oportunidad para reaccionar, se aleja de la mesa-. Te llamo luego -promete, girándose a medias y haciendo en la distancia el gesto de llevarse al oído el auricular.
Clara mira a Dolores, las dos al borde del colapso, envejecidas de golpe, desilusionadas como niñas de luto, impotentes.
– Lo siento, lo he intentado -se justifica-. Me siento abandonada, como si no le importáramos, como si sólo le interesara estar a salvo de ti.
– Y yo como una violadora de menores en libertad condicional -sonríe Dolores, dolida-. No te reconcomas, ya se le pasará. ¿Qué vas a hacer ahora?
– Volver a comisaría, supongo. Y sentarme a pensar. ¿Y tú?
– Terminar con los cuerpos de la farmacéutica y Olegar, que la familia de él me lo ha solicitado ya varias veces para enterrarlo y tienen toda la razón.
Desandan el camino a lo largo del pasillo, atrás queda, a sus espaldas, el bullicio irreal de una cafetería de hospital, con la televisión encendida a todo volumen y noticias de un informativo a plena voz sobre el fallecimiento de una folclórica que se convierte en desgracia nacional, y la gente lo contempla, hipnotizados todos, olvidándose así de sus padres moribundos, de hermanos operados, de amigos en coma hostiados tras un accidente múltiple en la autovía cuyas desgracias parecen mucho más cotidianas, exentas de esa carga faraónica de la fama, más anónimas, más pequeñitas. En el aparcamiento se separan en silencio y se dirigen cada una a su coche pensando en sus propias desgracias, en sus secretos y fracasos, en esas soledades que permanecen escondidas por el día y cuando oscurece te asaltan con nocturnidad y alevosía.