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Volver, otra vez, con la frente marchita o demasiado llena de imágenes, todas bullendo, todas a mil por hora, todas acosándome y dándome tantas, tantas ideas, que empiezo a tener la sensación de morir asfixiada por su exceso. Volver rumiando las pausas y los silencios de las conversaciones, las evidencias de las pruebas y de los colores que se les suben a los interrogados cuando les puede la vergüenza de reconocerse en un renuncio, en una cobardía, en una afrenta. Volver con la cabeza llena después de escarbar en las bragas de una muerta. Volver con las manos en los bolsillos y con los puños cerrados y nada más que aire en ellas porque no se pueden aferrar los recuerdos, las mentiras son inasibles por esquivas, las verdades volátiles y etéreas.
No me apetece volver.
Me quedaría en la calle haraganeando, dándole vueltas a los dobles sentidos de las palabras, a las trampas que encierran las trolas y los significados ocultos que no he escuchado por querer mirar a los ojos, me pasaría horas propinándole patadas a un balón medio desinflado, incluso a una lata de refresco, igual que cuando era pequeña, saltando las cuadrículas de las aceras, jugando a la chapa en una rayuela pintada con un trozo de ladrillo que delimitara, qué sencillo, las diversas zonas de la vida y sus motivos.
Pero me estoy pasando, lo sé, como cuando se hacía de noche y tú sabías que la bronca de mamá por llegar tarde te asaltaría nada más cruzar el umbral, como cuando en medio de una persecución o a punto de encontrar un escondite infalible oías que se abría la ventana y calculabas cuánto tardaría en gritar tu nombre en la calle porque la cena está lista y ya va siendo hora de entrar o me saco la zapatilla y verás tú qué azote. Eran exactamente estas mismas horas, cuando después del colegio el otoño aún te prestaba unos haces de luz para jugar, y aunque la tarde se cubriría pronto de noche y la luna empezaría a brillar los deberes aún no apuraban y daba pereza dejarse vencer por las obligaciones, y se retrasaba el momento de asumir el papel de estudiante y dejar de ser veraneante libre y feliz. Exactamente igual que ahora, con octubre que empieza a someter a los adolescentes atontados del garrafón del verano, con el sabor del primer beso en los labios y los libros de texto recién comprados. Quién es tan estúpido como para volver a casa y ponerse a hacer logaritmos y bisectrices, como para querer regresar al trabajo después de haberse fugado a media tarde y reconocer lo perdida que se está, lo saturada que se puede llegar a estar con tantos datos, tanta información que da pereza ordenar. El de la puerta reconvertido en portera me echará en cara una vez más qué horas son éstas y me encontraré con la sala cargada de humo a pesar de que ya no se permite fumar, el aire viciado de delitos y faltas, de recriminaciones y envidias, de telas de araña que trazan los rencores, las recomendaciones, los ascensos mal merecidos, de insectos bullendo bajo la alfombra que apenas se perciben pero que bastan para que sintamos, sin saber por qué, una tenue congoja, una incierta inquietud y sí, qué horas son éstas de llegar, por supuesto que a ti te lo iba a explicar, gordo de mierda.
Cumplo con mi texto como una niña buena, repito las frases consabidas sin saltarme el guión como en una nueva entrega de El Show de Deza, hago debida cuenta de mi papel porque es lo que se espera de mí y cuando llego a la sala sólo sé que sé algo más, pero no he encontrado aún el modo de resolverlo.
Sé que he comido sola porque mis amigas no se hablan, sé que mi marido ignora que existe algo indefinido que me come por dentro, sé que he estado ilocalizable, con el móvil apagado, perdida para mis compañeros y que, tarde o temprano, tendré que dar cuenta de todo lo que he descubierto, también sobre ellos, y en algún momento me obligaré a preguntarles: ¿dónde estabais el martes noche cuando la palmó la farmacéutica?, ¿por qué no ha vuelto el Bebé?, ¿qué me oculta París?, ¿por qué me siento tan obsesiva, tan desconfiada, tan insegura, tan terca?
Me callo las ganas de preguntarme en alto por qué. De pronto no me fío de ninguno de ellos y mi silencio se impone justo antes de toparme con París, frente a mí, mirándome con cara de perro.
– ¿Dónde te metes?
– Salí un rato.
– ¿¿Más de cuatro horas??
– Aproveché para comer.
– ¿¿¿Más de cuatro horas???
Me hastía, me da pereza, la desidia me puede y no tengo ganas de enfrentarme, de plantarme, de poner los brazos en jarras y también gritarle, humillarle, defenderme, reírme de él, proclamar que no me controla, que no es mi jefe por mucho que se empeñe, que no es nada ni nadie ni debo rendirle cuentas porque quién se cree que es. Pero la indiferencia me vence y me lleva rendida a mi silla, me obliga a sentarme y le imprime a mi voz una monotonía tibia, serena, con la que desgrano el rosario de mis pesquisas: que fui al hospital para ver a Santi, que se pasaron por allí Lola y Zafrilla para hablarme de las autopsias y las pruebas, que Olvido y el Culebra son hermanos y que no sé por qué tienen apellidos diferentes.
– Pues habrá que comprobarlo -se propone, activo de pronto, olvidándose de la bronca que me tenía preparada, rebuscando entre las docenas de carpetas que han ido reproduciéndose en los últimos días sobre su mesa.
Yo también me pongo a hacer como que busco, fingiéndome ocupada, dándole gracias por dentro, desde mi pereza, a ese dios pequeño y menor que nos ha permitido cambiar de tema. París encuentra el pasaporte de Olvido, yo la partida de defunción del Culebra. Ella se apellidaba Ugalde Valle y él Blasco Ugalde. ¿Cómo puede ser que sean hermanos de padre y madre? París está confuso. Yo tengo una idea.
– Mira en su partida de nacimiento de quién es hija -le pido.
– De soltera. Padre desconocido -me responde.
– Olvido lleva los apellidos de la madre y el Culebra era mayor. Ahí lo tienes, el desgraciado de su padre sólo quiso reconocer al hijo varón, al primero que nació. Luego no quiso darle los apellidos a la niña, qué cabrón.
Me entra la urgencia de confirmarlo, de dar con algún papel que lo demuestre, pero la partida de nacimiento del Culebra no aparece y en mi montaña de papeles sólo están los documentos que encontré en su chabola, las tarjetas de abogados de medio pelo, la de Butragueño, su cutre-agenda de cartulina… Con ella en las manos se me enciende una bombilla que hace rato parpadeaba en mi cabeza a punto de fundirse pero que ahora refulge como el foco que alumbra a una starlette. Conmovida por la inspiración hojeo algunas de sus páginas, marcadas con post-its allí donde encontré las anotaciones más extrañas. Aquí está: «CUMPLEAÑOS NENA, 27 de noviembre».
– ¿Qué día nació Olvido? -le pregunto a París.
– 27 de noviembre, ¿por qué?
La bombilla estalla en una llamarada de luz que me deja anonadada, se expande en miles de centellas como pequeñas bombas nucleares o chispas de conocimiento: por eso el Culebra tenía una tarjeta del abogado, porque ella se la dio, porque era quien llevaba los papeles de su hermana, el que tuvo que resolver los problemas que surgieron a la hora de dividir la herencia de su madre, y es que ahora lo entiendo: ¿cómo le vas a dar a un yonqui tanto dinero? La cantidad que Olvido le pasaba mes tras mes a su hermano era en realidad su propio legado, se lo ingresaba poco a poco para que no lo dilapidara en una noche sin fin, en una fiesta sin descanso. Olvido cuidaba de él, le amparaba hasta en detalles tan tontos como no revelar su parentesco en la lista de nombres en clave de su teléfono. La madre preocupada, la Olvido previsora llena de miedo por su hijo y su hermano, tanto, que prefería llamarlo «Chico de los Recados». El Culebra era un incapaz y ella era su tutora, y yo sigo atando cabos embalada, fascinada con mi propia reconstrucción de su pasado. Eran hermanos, se apoyaban, si él descubriera algo lo primero que pensaría sería en acudir a ella, su protectora, la única en quien confiar. ¿Qué harías si fueras un yonqui callejero y te enteraras de un oscuro secreto? El Culebra merodeaba por el barrio, en ocasiones hacía favores y en otras era miserable, pero en resumidas cuentas, y a pesar de estar acabado, manejaba información. Le gustaba jugar a ser confidente más que nada por el riesgo que conllevaba, para sentirse importante, un motivo más por el que continuar malviviendo en su chabola destartalada, en Villa Desolación. Si por casualidad diera en alguno de sus tejemanejes con algo que pudiera ponerle en peligro a él o a alguien que conociera, lo más probable es que buscara a Olvido para contárselo, porque a pesar de ser tan piltrafilla, tan matao, era hermano de una de las prostitutas más selectas de la capital y se codeaba con el insigne Vito Grandal, quien me confesó sentir un gran cariño por ambos. ¿Y si de verdad fuera sólo su padrino y no el «Padrino»?, ¿y si los conociera desde niños? Por eso consiguieron hacer carrera fuera de lo legal, porque contaban con su protección. Las fotos de Olvido apenas adolescente abrazada a Virtudes, los trajes caros de Vito en la chabola del Culebra, todo cobra sentido. ¿Y si fuera él quien los inició? Si de pronto el Culebra se enterara de algo que tuviera relación con su amo, como el soplo que nos dio a medias y del que seguro conocía todos los detalles, lo más lógico es que corriera a contárselo a su hermana, que a su vez también morirá al día siguiente y es más, posiblemente fue quien lo encontró sin vida en su chabola, como prueba su huella en la medalla.
Olvido le guiaba, era la mente pensante, sabía lo que habría que hacer en caso de emergencia. Estaba con él cuando el Culebra me dejó el mensaje en el contestador aquella noche, no puedo comprender cómo lo oímos tantas veces sin darnos cuenta. Cada vez que decía «ahora voy» o «espera» no es que divagara o quisiera transmitírmelo a mí, era a ella, que esperaba a su lado en la cabina, que le aconsejó que me llamara, que le contara todo a la Policía, al oficial con quien tuviera más confianza, es decir, una servidora. A ver si por fin nos traen la cinta que mandé analizar para limpiar los ruidos y voces de fondo y lo comprobamos, pero creo que sí, todo encaja. Después lo dejaría en su chabola creyéndole a salvo y al día siguiente, al ver que no respondía y que tenía una llamada perdida de él durante la noche, como pudimos verificar en sus respectivos móviles, regresó al poblado y se lo encontró tumbado bajo las estrellas. Colocarle de cara la medalla y dejar impresa su huella, acariciarle el rostro tal vez, fueron sus gestos de despedida. Si renunció a reclamar su cuerpo fue porque sabía que tenía que ponerse en marcha, porque también corría peligro, porque empezó a correrlo desde el momento en que él le reveló su secreto. Su último adiós fue llorar en la distancia abrazada al Nano, al mimo yonqui de la sábana raída, al amigo de su hermano.
– Pero siguió haciendo su vida como si nada -me rebate París, escéptico, tras oír cómo, emocionada, desmenuzo ante él mis argumentos.
Me cuesta hacer que lo entienda, pero en mi mente está todo clarísimo: Olvido dejó a su hermano la noche del lunes vivito y coleando y a la mañana siguiente lo encontró muerto. Entonces asumió el peligro e inició sus movimientos: hablaría con sus clientes más influyentes, lo más probable es que llamara a Julio Olegar, lo que ratifica el testimonio de Esteban que, al menos en esto, nos dijo la verdad: el martes llegó muy tarde del trabajo, el miércoles desapareció y el domingo lo encontraron con la cabeza reventada en el retrete de su garaje. Es una reacción en cadena y esa información que desconocemos es lo que está matando, lo que va pasando de boca en boca, lo que liquida a todo el que se va de la lengua y no, no me mires así dispuesto a protestar, sé lo que vas a decir, pero no se suicidó, Zafrilla y Dolores tienen datos que lo demuestran, me los detallaron en el hospital.
– ¿Y por qué a mí nadie me dice nada? -pregunta iracundo-. Estoy harto, cuando tu amiguita vino aquí hace un rato lo único que comentó es que mañana los del Laboratorio de Acústica Forense nos enviarán el análisis de la grabación del Culebra que, si mal no recuerdo, nunca llegué a autorizar -me lanza, casi ahogado en su rencor.
– A Santi le pareció buena idea -miento descarada como una bellaca sabiendo de sobra que éste ya no podrá rebatirme.
– Claro, y a ti casualmente te apeteció salir a dar una vuelta durante la que tus amigas, saltándose mi autoridad, largaron como porteras.
– ¿Quieres dejarme respirar un poco, por favor? -salta como un resorte-. Necesitaba airearme, pensar. ¿Es que no puedo querer estar sola?
– ¡Pero si estás sola siempre, si tu marido nunca está en casa!
Clara se dobla por la mitad como si le hubieran suministrado una descarga eléctrica, como si en una calle desierta, paseando desprevenida y con la guardia bajada, se hubiera chocado de pronto contra un muro de cristal que le impidiera avanzar y la dejara sonada con su amargo reflejo de la realidad.
– ¿Qué te pasa? -pregunta Carlos alarmado-, ¿te duele algo?
– Qué coño me va a doler -contesta presa de indignación-. Lo único que me duele es ver lo hijo de puta que eres y saber que estuve contigo siete años, como si hubiera roto un espejo y me cayera encima una maldición.
– No soy un hijo de puta, me preocupo por ti.
– A mandobles, ya lo veo. Preferiría que no me quisieras tanto.
– El que te ha dejado sola es él y ahora resulta que el malo soy yo y tu marido un santo.
– No sé por qué será. Es un misterio insondable, no tiene explicación.
Clara sonríe con dolor porque por dentro piensa que, realmente, estos últimos días nada la tiene, no hay explicación para la fuga de Esmeralda, para su miedo y su silencio, para tantos secretos como guarda este caso. Gente que calla, preguntas en el aire sin respuesta, sospechas apenas reveladas, rastros del amante secreto de la farmacéutica que no es Santi, la manta volatilizada que utilizaron, ese condón desaparecido que se puso alguien que la violó mientras mi compañero miraba o por el contrario a punta de pistola quiso verlos follar, que los metió luego en el coche y les obligó a esperar, desnudos, asfixiándose sin oponer demasiada resistencia porque es fácil controlar a las personas si están lo suficientemente drogadas, sin levantar sospechas incluso en El Pardo porque se los llevó a una zona de acceso complicado. Sí, tiene sentido, está claro todo en mi cabeza, todo encaja menos una pieza que no logro insertar en su hueco: ¿qué tienen que ver Santi y la farmacéutica con todo esto?
No tengo ni idea, reconoce para sus adentros, pero al menos París se ha callado. Clara le mira con agradecimiento por primera vez desde aquel día en la azotea, tan cerca y, sin embargo, tan lejano. Todo agradecimiento es poco y escaso entre dos que se quisieron, pero hay demasiadas cosas que hacer como para pararse a pensarlo. Gracias, le gustaría decirle, gracias por callarte y darme un momento de paz. Pero no habla, sabe que las palabras le sonarían extrañas en su propia boca, como si no fuera natural decírselas, como si estuviera acostumbrada sólo a insultarle, a escupirle y renegar de él. No debería ser así, lo reconozco, pero todo mi intento se traduce únicamente en comunicar:
– Olvido tenía un hijo. El dinero que le pasaba a Butragueño era para pagar su internado, no quería que la relacionaran con el chico, temía por su seguridad.
– Vaya. Con esto hemos resuelto dos de las partidas de dinero que no encajaban, una para su hijo y otra para su hermano. Ya sólo nos falta el chantaje.
– Podría guardar relación con el niño.
– No creo. Más bien tendría que ser ella la que chantajeara al padre.
– Suponiendo que sea un cliente importante. Pero si fuera todo lo contrario, un matao, un quinqui o un impresentable, alguien del montón como Kodak o del lumpen, como el Nano, un mal recuerdo de su pasado que tira de ella para sobrevivir, que reclamara el derecho a ver al chaval, a llevárselo de vez en cuando a jugar en la basura, entonces ¿quién chantajearía a quién?
– ¿Y cómo damos con el padre? ¿Nos presentamos en el colegio, agarramos al crío y le sacamos sangre? ¿Llamamos a todos los clientes de la puta y no paramos hasta cotejar los resultados?: pues mire, sí, tiene su misma nariz, es igualito a usted. Imagínatelo, Clara, menudo escandalazo.
– Me importa un comino, a quien yo quiero evitarle el mal trago es al chiquillo. Lola me ha garantizado que no tendremos que importunarlo, con el ADN de sus dientes de leche tiene suficiente. El problema es averiguar cuándo pudo ser concebido para dar con quién compararlo. Tenemos su agenda y a sus amigos Butragueño y Kodak, que la conocían desde hace tiempo. A ellos, aunque el abogado ya ha negado ser el padre, también habrá que investigarlos.
– Podrías llamar a Vito. Siempre está en el meollo de todo.
– No quiero hacerlo ahora, no me apetece.
– Pues te aguantas, soy tu superior y te lo ordeno.
Mientras me levanto empiezo a farfullar excusas aunque sé que no me queda otro remedio, no hay más solución que enfrentarse a él de nuevo sintiéndome tan pequeña y tan sola, tan al margen de todo, tan poco enterada, tan tonta… Es injusto, es como repetir un examen que ya aprobé. No me da la gana. Me niego. No quiero saber nada de esto, destapar más mierda, enseñar el culo o el alma otra vez, ver a Vito en toda su decadencia, al loco de Malde con su podredumbre, esa casa tan brillante que hiede como el oro bañado en sangre. Pero París se va y no me escucha o es que le da igual. Él manda y yo me tengo que callar.
Suena el teléfono de su mesa. Clara descuelga con miedo, como si la sorprendieran leyendo sus pensamientos. Pero no es su voz de oráculo viejo, sólo Zafrilla arrepentida por su huida. Me pide perdón, no por haberme abandonado sino por olvidarse de hablarme de las huellas que tomó en casa de Olvido. Las ha estado cotejando con el Sistema Automático de Identificación Dactilar y ha saltado algún que otro fichado: un tal Valentín Malde; Enrique Blasco alias el Culebra; un futbolista brasileño del Real Madrid que ha encontrado gracias a Extranjería y Julio César Olegar, por supuesto, y su hijo Esteban, que no están fichados pero los documentos de identificación es lo que tienen y no, me responde antes de que haga la pregunta que tengo en mente, no se pueden utilizar esos datos para incriminar a nadie, la Ley no lo permite, es más, ni siquiera tendría que haber podido acceder a ellos, pero una tiene amigos y recursos, así que mejor no decir nada, olvidar cómo lo hemos averiguado y agradecerlo en debida forma, suelta a borbotones sin respirar, como quien quiere quitarse un peso de encima o sacarse un dolor de golpe para decirme a continuación que también siente haberse marchado así del hospital, que está fatal, que se le hacía demasiado violento y, a qué negarlo, sigue muy afectada, y no es sólo por lo de Lola, es más bien porque, lo ha estado meditando, quiere darle una vuelta a su vida.
Se me ocurre preguntarle si esa vuelta no será hacerse lesbiana, pero me callo a tiempo porque, lúcida de pronto, entiendo que no está el horno para bollos. Mientras degusto el sabor agrio del alivio que la invade a una cuando se muerde la lengua a tiempo, Zafrilla sigue con su rollo, que no le gusta cómo es, tan vulnerable, tan ansiosa por conseguir un hombre, que tiene que pensar, marcharse una temporada, pedirse unos días libres y cambiar aunque no sepa aún a qué.
La obligo a prometerme que me llamará en cuanto lo averigüe, tanto si está mal como bien, tanto si se va cerca como lejos, porque me tiene para lo que sea y, antes de colgar, me jura que seré la primera en enterarme, claro, pienso, si soy la única amiga de las buenas que le queda, y me encantaría seguir especulando con qué mosca le habrá picado ahora a ésta para querer irse, pero de golpe viene a mi cabeza el recuerdo de Esteban Olegar que me mintió, como Laura me ha confirmado y como era de esperar, que me dijo que jamás había pisado el apartamento de Olvido, que nunca se había acostado con ella, que sólo la encaró por la calle el día en que murió y a quien, en un solo día, por dos fuentes diferentes, siempre terminan por pillar.
Pero no quiere perder las horas ocupando la mente con su carita de millonario despreciable, con sus maneras insultantes de cortesía cortante, con su perfecto acento de cabrón sabelotodo y engreído. Tengo cosas mejores que hacer y, ensimismada, abre la puerta del archivo y se topa con Reme y París, los dos sentaditos muy juntos, sus cabezas casi chocando como las de dos palomas que se arrullan, dos jugadores de rugby concentrados en una melé o dos chavales traviesos planeando la próxima trastada. Pero no, sólo están viendo fotos, una tras otra caen ante sus ojos las mil expresiones de Virtudes mientras sale de su coche, saluda a los gorilas de la puerta y entra en la mansión de Vito como mamá pata seguida por sus polluelas, putillas novatas o aspirantes a serlo renqueantes en sus tacones, ateridas en sus atuendos.
– Es ella -afirma contundente mirando atenta la cara de la bicha.
– ¿Seguro? -pregunta París.
– ¿Te crees que soy tonta? Que la he tenido delante, chaval, que quería reclutarme, que estaba empeñada en que le contara mi vida sexual y decía que yo tenía mucho potencial. ¿A ti te parece que podría olvidarme de la cara de alguien así? -responde airada.
– Es una pregunta obligada, no hace falta ponerse borde.
– Pues como se la hagas a los testigos con ese tonito más de uno habrá que te mande a la mierda.
– Nadie me ha mandado a la mierda hasta ahora excepto tú. Y es más, me resbalaría, porque se trata de gente que me importa un carajo. Pero que tú, listilla, me trates a patadas sólo por querer hacer bien mi trabajo empieza a reventarme. Me tienes harto.
– ¿De verdad? Entonces ni te cuento hasta dónde estoy yo de ti.
– ¿Sabes qué te digo? Que me tiene aburrido el papel de comparsa y que quieras seguir jugando a ser policía. Ahí tienes la puerta y que pases una buena tarde, bonita -estalla París dando un puñetazo en la mesa.
Y, para mi desconcierto y el de Reme, se pone en pie, ágil y altivo, y se larga con parsimonia dejándonos a las dos boquiabiertas. Ella no es capaz de articular palabra tras el mutis y yo, que ayer o anteayer habría disfrutado enormemente con la pelea conyugal, me siento tan incómoda como un hijo de matrimonio mal avenido que no sabe con quién de sus padres quedarse.
– ¿Tú lo has visto? -me pregunta Reme y, alarmada por el agudo tono de su voz, sondeo su cara, no vaya a ser que se le ocurra echarse a llorar. Pero no, o la niña ha crecido o se ha creído su rol de chica fuerte en su nueva faceta de diva policial: su rostro está perfectamente seco y yo, si cabe, más estupefacta.
– Diría que se ha ido -apunto, pletórica de elocuencia. -Lógico. No soporta que destaque más que él.
– ¿En qué si se puede saber? -¿en hacer permanentes?, pienso yo.
– En qué va a ser -responde resuelta con todo el aire de ir a perder la paciencia de un momento a otro por mi estupidez-, en el caso, en que esté brillando más y vaya por delante de él varias calles; porque aquí él es una mera comparsa, el que se tiene que quedar en el coche esperando, el que no se entera de lo que se cuece ni puede actuar hasta que se lo ordenan…
– ¿Y tú dónde has aprendido a hablar con esa seguridad y decir cosas como «mera comparsa»? Me tienes asombrada.
– ¿Síííí? ¿Lo notas? -y sus ojos se iluminan como los de la niñata que es-. Es que estás ante la nueva Reme. Es que mira, Clara, te voy a ser sincera -vaya por dios, otra que en esta última media hora también ha decidido abrirme su corazón-, yo estaba, la verdad, muy mal, porque me sentía, no sé cómo decirlo… maltratada, sí, ésa es la palabra, y también ignorada; era como un cero a la izquierda para Carlos, me limitaba a aguantar, a decirle siempre que sí y a darle toda mi admiración. A veces esperaba, todo el día si hacía falta, a que me dedicara una sonrisa, a que se diera cuenta de que estaba con él y, de vez en cuando, como hace un par de noches, me quedaba sola en casa, sin hacer nada, hasta que se acordara de aparecer.
– No me lo imagino dándote un plantón, con lo formal que es.
– Pues vaya si me lo dio, había montado un superplán romántico para la noche del martes y al final llegó a las mil y me quedé sin cena, sin película y sin palomitas. Y lo peor es que ni se disculpó. ¿A ti te parece bonito? Y claro, una se acaba cansando.
»Clara, te voy a confesar una cosa -no, de verdad, casi mejor que no, por mí no te molestes-: Yo esto de hacerme pasar por puta y tal lo hice por mi cari, para recuperar su amor, para que viera que yo también era digna de admiración, que valía algo. Era como mi último intento, como mi canto del cisne. ¿Y sabes qué pasó? -a ver, ilumíname-, que he aprendido que yo también soy digna de admiración, pero no de la suya, sino de la mía. Porque valgo mucho, y soy independiente, y tengo mi trabajo en la peluquería y he demostrado mi valor y me ha gustado, y he comprobado que no es tan difícil echarle valentía a la vida y mirarla de frente y descubrir de verdad quiénes somos y con quién nos juntamos. Yo a Carlos lo veía como algo inalcanzable, no me creía que me quisiera, me parecía un sueño. Un hombre tan guapo, tan educado, tan inteligente… Pensaba que me estaba haciendo un regalo al seguir conmigo. No, peor aún, un favor.
Coño, pues esta vez la niña tiene razón, derecho a despertar y darse una hostia contra la realidad, a mirar a la cara a un hombre que no lleva ni un año a su lado y verlo con ojos nuevos y asistir de pronto, serena y dolida, al estallido de su ilusión. Exactamente lo mismo me pasó a mí, sólo que tardé bastante más en darme cuenta. Me fastidia tener que reconocerlo, esto se está convirtiendo en una odiosa costumbre, pero su discurso me está llegando al alma.
– Hasta que ayer, en casa de Alejandra -continúa Reme-, cuando me alabó tanto y me dijo que era tan joven y guapa, descubrí que el favor se lo estaba haciendo yo a él. Y es que soy tal y como ella me definió: un diamante en bruto, una joya por descubrir, a punto de brillar. ¿Y qué es él? Un policía que está engordando, que se está quedando calvo, que parece un abuelito contando batallitas de la guerra. Y yo no me veo con fracasados.
Vale, retiro lo dicho.
– ¿Tanto se te ha subido a la cabeza la aventurita? -le pregunto escéptica.
– No. Simplemente he visto mi potencial -afirma rotunda.
– ¿Tu potencial como qué?, ¿como puta de lujo? -y sé que la comparación está de más, que me paso, sí, pero ni puedo ni quiero evitarlo aunque no soy quién para hablar, para meterme en la vida de Carlos, para defenderle como parte damnificada en una historia de amor después de cómo acabó la nuestra, para sentir precisamente yo compasión por él. Y eso mismo debe de pensar también Reme, porque después de digerir mi insulto, contraataca.
– ¿Y tú qué, ahora te has vuelto su defensora después de dejarlo como lo dejaste, tirado como a un perro? ¿Quién te crees que eres para cuestionarme?
Me callo. Me callo porque me ha noqueado, porque vuelve a tener razón, porque no sé qué responderle. Pero entonces comprendo que no quiero aguantarme e, irremediable, embalada, empiezo a rajar para eludir que le debo una contestación.
– ¿Sabes qué pasa cuando te das cuenta de las cosas? ¿En qué consiste una revelación? No, claro, tú qué vas a saber. Te lo voy a explicar: se trata del momento en que alguien comprende una verdad que se muestra de golpe como si se le abrieran las puertas del cielo y le quitaran una venda de los ojos. Eso se llama epifanía y hasta Escarlata O'Hara, para que te hagas una idea, tuvo más de una. Cuando llega es como si el mundo mudara de color y todo a tu alrededor cambiara por completo, ¿lo entiendes? Imagínatela con la zanahoria en la mano poniendo a dios por testigo de que jamás volverá a pasar hambre. Eso tiene un sentido, ahí ella acaba de descubrir que hará lo que sea, matará si es preciso, porque al fin ha comprendido que es una superviviente, una luchadora y eso, lo sabe ahora, se lleva en la sangre.
– Mira, Clara…
– Ni Clara ni hostias. Te preguntas por qué te cuento esto, pero tiene un sentido porque yo, mientras ponías a tu churri a parir, también he tenido una revelación y ¿sabes qué?, de pronto Carlos, como hombre, como pareja, como pasado, me importa un huevo. No es que me dé igual, al contrario: como ya no me duele y acabo de liberarme del odio puedo sentir compasión por él, la misma clase de lástima que si fuera un extraño, y es como si acabaran de contarme la historia de un desconocido, un tipo cualquiera -reconozco serena, disfrutando de la sorpresa que me brinda la indiferencia-, alguien al que su novia quiere dejar tirado porque ha descubierto que se le queda pequeño, porque es un juguete viejo, una falda pasada de moda y yo, en vez de gozar con el dolor ajeno, no puedo evitar pensar que es injusto.
– ¿Injusto? Pero ¿cómo me dices ahora que…?
– A ver, bonita, calla y deja de engañarte: si ya no le quieres, si te cansa, si te hastía, adelante, déjalo, pero no busques excusas absurdas, porque si esto lo haces sólo porque una mala pécora teñida de rojo te ha dicho que nunca ha visto a otra moviendo el culito como tú, si te deslumbra una víbora cuya profesión es mentir y por creerte sus mentiras de que eres una diosa te juegas tu futuro con un hombre, entonces te equivocas. Tal y como eres no vas a encontrar a otro mejor que Carlos, y yo estoy harta de perder el tiempo con vuestras historias, así que te lo voy a poner claro: si con todo esto que te he dicho no te piensas bien las cosas, es que eres gilipollas, niña.
Reme no sale de su confusión, lo noto, y yo lo estoy todavía más. ¿Cómo he podido decir esta sarta de cursiladas? Ni me reconozco, será que estoy sensible, con la guardia baja o echando tanto de menos a Ramón que me parece que tener una pareja, quien sea, es tan esencial para cualquiera como hoy la necesito yo. Qué triste, qué patético, qué alivio, qué cansada estoy.
– Hola, ¿querías algo? -interrumpe Reme el debate dirigiéndose de pronto a alguien que está a mi espalda y a quien no he oído llegar.
– No, yo sólo venía a…
León, plantado como un idiota en medio de la sala, mirándome a través de sus gafas de culo de vaso con esa expresión que siempre me altera los nervios y no sé si es de burla o estupidez o soberana inteligencia o estulticia sin igual, pero oh, sorpresa, resulta que no me contempla a mí sino a Reme, y diría que casi babea en el intento de abarcarla toda con sus cuatro ojos cuyas chiribitas percibo algo desvaídas porque las gafas en su espesor las amortiguan, las desvanecen como estelas fugaces de fuegos artificiales en la noche de San Juan. Su mirada, más allá de la admiración, raya en la codicia, y no sé si siento celos o un asco que va más allá de lo usual. ¿Qué le pasa a éste que siempre viene por aquí a última hora? ¿Es que busca encontrarme sola o, peor, que no esté nadie para poder cotillear nuestros expedientes en una sala desierta?
– ¿Quieres algo? -repito yo también, y sueno borde, lo sé, pero es tal mi rechazo que hasta lo describiría como físico, como si fuéramos dos imanes condenados a repelerse, aceite y vinagre, flor y alérgico al polen, negro y skin.
– Estaba buscando a Javier, ese que llaman el Bebé -duda.
– ¿Al Bebé? Sigue sin aparecer.
– ¿No me vas a presentar a tu amiga?
– Bueno, más que amigas… -salta Reme, siempre dispuesta a puntualizar.
– … somos como hermanas -la interrumpo yo sin saber por qué, es una reacción repentina, egoísta, rapaz. De pronto no me sale de las narices facilitarle información a este parásito policial, este gorrón de vidas ajenas.
– Sí, pero en mi caso se trataría de una hermana bastante menor, ¿no? -continúa Reme riéndose, qué cabrona, y el imbécil éste la secunda. Una vez roto el hielo, en paz y armonía todos, proceden las presentaciones-. Soy Reme.
– Yo León -y en dos zancadas, y para esto sí que es rápido el tío, cruza la sala para coger su mano y plantarle dos besos bien hermosos en la cara-. Es un placer. ¿Es la primera vez que vienes a esta comisaría?
– Sííí -finge la muy embustera, y ahora es cuando yo me mosqueo porque no soy capaz de vislumbrar sus intenciones en la mentira, aunque mucho me temo que tienen que ver con el vacío de su existencia, el convencimiento de que merece hombres mejores y todas esas tonterías que acaba de soltar.
– Si te apetece te la puedo enseñar.
– No, gracias, León, ya lo haré yo más tarde, ¿a que sí, Reme, querida?
– Es muy amable por tu parte, Clara, pero no hace falta que te molestes. Además, ya me iba.
– Vaya casualidad, yo también estaba a punto de salir -añade el muy rijoso-. Podríamos tomarnos, si no te molesta mi atrevimiento, un café aquí fuera, a la vuelta de la esquina, hacen un capuccino buenísimo y así te explico cuál es mi función aquí y, si quieres, me cuentas tú de tu vida.
– Cómo va a molestarme, para mí sería un placer -y la niña otrora inocente no duda ni un segundo en aceptar.
– Entonces ¿vamos? -León le tiende su brazo sin ningún disimulo, como si se creyera un caballero galante cuando no es más que un pulpo.
– Un momento, Reme, te olvidas de darme esa dirección que te había pedido -intervengo yo, faltaría más, ¿o es que me toman por retrasada, por convidada de piedra, por la molesta carabina vestida de monja que contempla cómo un tenorio de tercera le desvirga a la niña entre zalemas y tonterías?-. León, ¿serías tan amable de esperarla fuera? Te prometo que no tardará nada.
Ante mi sonrisa de hiena que no admite réplicas no le queda otra que salir con el rabo entre las piernas. Yo aprovecho para encararme con esta chiquilla boba que empieza a dejar de serlo a pasos agigantados.
– ¿Pero tú de qué vas? -musito en un susurro con vocación de grito.
– Ay, Clara, es que hacía tanto que no me tiraban los tejos que…
– Qué tejos ni qué niño muerto, ¿eres capaz de irte con él a tomar algo, así, a la buena de dios? ¿Tú le has visto la cara? ¿Y qué le digo yo a Carlos?
– Tampoco es para tanto, no me voy a fugar con él, sólo a tomarme un café. Además, qué puede pasarme con un chico tan bien educado. Es, cómo te diría… galante, chapado a la antigua. Y por Carlos no te apures, para el caso que me hace… Si viene por aquí y te pregunta le dices que me fui a casa de mi hermana porque había quedado con ella en salir de compras y si quiere algo importante que me llame. Ya verás como ni se acordará de que existo, lo que yo te diga.
– Creo que es un error. Y además, que no me quedo tranquila -insisto.
– Por favor, si sólo vamos aquí al lado. Mira, te prometo que mañana a primera hora te llamo para contarte que no me ha violado ni descuartizado ni nada, ¿vale, Clarita? Lo tuyo es la monda, antes no parabas de meterte con Carlos, luego lo defiendes y ahora te sulfuras porque charle un rato con ese compañero vuestro tan formal. A ver si me dibujas un mapa porque te juro que no te entiendo, de verdad. ¿Quién es ahora el poli malo y quién el bueno?, ¿eh? ¿Quién?
Y se va, se pira, desaparece con su bolso y, como el hada Campanilla en su escena principal, la estela de polvos de colores que deja a su paso me envuelve y me hace pensar mientras su ausencia se torna cierta y el telón de mis ideas comienza a bajar. «Poli Bueno» y «Poli Malo», ¿quién es el bueno y quién el malo, Carlos y León, Nacho y el Bebé, Fernando y Bores o Santi y Carahuevo? Cuántos nombres, cuántos hombres, todos policías y una larga lista con números de teléfono que sé que guardan las respuestas. Y frente a mí, pinchados en el corcho de cualquier manera, los interrogantes con los pseudónimos y las identidades que les hemos ido colocando, las auténticas personalidades que Olvido, que les conocía mucho mejor que nosotros, nos ha ido revelando; tenemos «la Familia» al completo: Virtudes, Vito, Malde y mi querido Culebra; «Letrado Insaciable», cómo no, un Butragueño que no se sonroja al reconocer su condición de putero; también nuestro «Sencillo Hombre de Campo», don Julio César Olegar, alguien con quien sólo ella intimaba de verdad; y permanecen algunos huecos vacíos que por el momento renuncio a investigar porque no doy para más aunque me cargo en mi mente, movida por la lógica, a algunos alias poco probables, como al «Editor de Bestsellers», que posiblemente sea Jacinto u otro pamplinopla similar porque por lo que sé estos tipos son demasiado blandos, demasiado pusilánimes como para asesinar en la vida real; elimino también al «Pederasta Ficticio», sea quien sea, pues sé que quien aspira a algo sin cumplirlo es demasiado cobarde como para soñar con dar el gran salto; igualmente borro al «Subsecretario Trepa» y al «Futbolista Merengue», ya que ninguno se jugaría la plaza por darse el placer de cargarse a alguien, aunque fuera por afición, y también al «Viajante de Calzado Rijoso», por esporádico, y al «Voyeur Patológico», porque un mirón jamás osaría pasar a la acción, y al «Poeta Ingenuo», alguien tan sensible que se resistiría con toda su alma a ponerle a una mujer la mano encima. No, creo que ninguno de éstos podría ser el desalmado al que busco y, convencida, sigo eliminando momentáneamente para priorizar a los sospechosos porque no quiero perder días enteros llamándolos sin resultado, por eso desecho también a los «Alcaldes de pueblo», al «Boxeador» o al «Ginecólogo» que exploraba de más. Sé que corro el riesgo de equivocarme, pero todos tienen números de teléfono fijo y ninguno es de esta ciudad, son aves de paso despreocupadas y el asesino, me lo dice el alma, se mueve por aquí, está muy cerca, es sigiloso y no dejaría huellas tan claras. Pero va a caer, decide con los labios apretados, esto no se puede quedar así, ahí está, en la pared frente a mí, lo tengo justo delante, a un metro de distancia, enmascarado bajo uno de esos apodos y tengo que dar con él. Ya se ha llevado a cuatro y no sé cuándo va a parar. ¿Cuántos nombres en clave me quedan?, ¿quién de ellos es la cara del mal? Los que más me escaman son «Tarado», «Masturbador», «Músico Loco», «Gay Frustrado» y, ¿por qué no?, «Universitario Ambicioso».
Sí, podría ser este último. Empezaré por él porque, si es quien me temo, sé que no tendría reparo en acabar con una vida que no se plegara a sus caprichos.
Clara descuelga el teléfono decidida, con una sonrisa en los labios incluso, marca el número de un móvil y espera con caima, complacida, alejada de toda duda la sombra de un error.
Un tono, dos, tres, y un mensaje grabado de alguien cuya voz conozco y que anuncia que está ocupado y no va a descolgar por nada del mundo. Da igual. Sé perfectamente qué recado le voy a dejar:
– Buenas tardes, éste es un mensaje para Esteban Olegar. Soy Clara Deza, adivine dónde he encontrado su número privado. Le llamo para comunicarle que he vuelto a pillarle en una mentira y en algo más. Me gustaría que pudiéramos vernos y aclarar algunas cosas. Llámeme, gracias.
Y al colgar asumo que esto es una provocación, que cualquier otro en su sano juicio levantaría el vuelo si fuera culpable, que París me matará en cuanto se entere de lo que acabo de hacer, pero me ha podido el espíritu juguetón de disfrutar como el gato con el ratón y sé que Esteban no huirá. Tiene demasiado que demostrar, hacerme callar, enseñarme que es más listo, más chulo, que lo tiene todo pensado, que ha sabido cubrirse las espaldas con coartadas perfectas, que no le voy a pillar. Por eso llamará, seguro. Sólo tengo que esperar.
Satisfecha, contenta como hace días que no lo está, recoge sus pertenencias, se pone su chaqueta de cuero y se levanta dispuesta a marcharse con una sonrisa en los labios, con un deje de niña resuelta que, más que aprobar, se marca un sobresaliente que nadie apreciará. Pero da igual, no importa, y se permite acercarse al corcho y poner, junto al nombre en clave de la lista, la auténtica personalidad del «Universitario Ambicioso», ahora cabeza del imperio Olegar.
Ya en el coche, entre el tráfico absurdo y los viandantes que maldicen a los antepasados y, especialmente, a la santa madre de nuestro querido alcalde que nos jode la vida con las obras, no puede evitar entrecerrar los ojos agotada y confundir la silueta de los muñecos rojo y verde de los semáforos con la de los dos nombres incluidos en nuestra lista: «Poli Bueno» y «Poli Malo». ¿Quiénes son?, ¿quién demonios podrán ser?
Se acuerda de sus compañeros, de París que salió huyendo por no enfrentarse a Reme, del Bebé que no aparece, de León con sus ojos invisibles e inescrutables, de Santi lleno de tubos, Carahuevo lamiendo culos, Bores enterrado en papeles, Nacho pateando calles, todos, en definitiva, con su propio rol, y asume que tendría que encararles, reunir valor y preguntárselo a la cara. Pero es lo de siempre, otra vez, le doy vueltas y más vueltas a ideas peregrinas en mi cabeza y no soy capaz de llevarlas a cabo.
Me falta valor, me faltan huevos, claro, como que no los tengo, diría cualquiera de éstos para burlarse de mí, para convencerme de que este curro, por más que nos pongamos feministas y hayamos quemado sujetadores en manifestaciones, entiéndeme bien, nena, me caes de puta madre, pero no está hecho para ti. No es personal, de verdad, que te quiero mogollón, que eres como una hija, o como una hermana, o como una mascota para mí, pero se trata de un trabajo para hombres, y punto. No hay más vueltas que darle, o se tienen o no se tienen, los huevos, me refiero. Y sí, de acuerdo, será que me sobra más de medio cerebro para hacerlo y me pesan las ubres y me faltan los susodichos, pero con ellos no es que me sienta femenina, débil, torpe o cobarde, es que ando escasa de rencor y en el fondo los aprecio y sé que alguno está detrás de esos dos nombres en clave, porque no existen las coincidencias, porque todo gira peligrosamente cerca de esta comisaría, porque ya no creo que existan los Reyes Magos y si pienso mal, acierto, y me pierdo y me pierde el temor de tener que encarar al «Poli Bueno» o al «Poli Malo», qué más da, dos maderos en la lista de clientes de una puta asesinada, eso es lo que cuenta, y saber que pueden serlo alguno de ellos, de los que me faltan al respeto, los que me ponen de mal café o se mofan porque me lo tomo todo demasiado en serio, los que me mienten o no cuentan la verdad o nunca sé adónde van.
Como París, recuerda de pronto, París que le dio plantón a Reme el martes por la noche sin explicación alguna, que la dejó tirada sola frente a una cena fría. ¿Tuvo guardia el martes por la noche? Que yo recuerde no, no me suena y casi lo aseguraría, aunque con este baile de ausencias y sustituciones cualquiera se entera. Y la memoria de Clara se inquieta y la conduce mentalmente al panel de corcho donde, además de las fotos de cadáveres que se acumulan en su conciencia como deberes pendientes, además de las pocas identidades reveladas en la lista de Olvido y de un calendario precario de muertes y horarios, se cuelga la tabla de turnos para la guardia frente a la casa de Vito, una guardia que no sé ni por qué se sigue haciendo si desde que me entrevisté con él quedó bien claro que nos ha pillado, murmura para sí, vaya tontería gastar tiempo y efectivos, disfrazándonos de repartidores de periódicos o de verduleros cuando, en el fondo, ellos saben que estamos y nosotros sabemos que lo saben y todo se reduce, imagino, a esperar el momento en que tengamos que actuar. Pero eso, a fin de cuentas, no es ahora asunto mío, quién lo iba a decir, con las ganas con que lo cogí no hace ni una semana, y sí lo es el saber dónde se metió Carlos, mi Carlos París, un martes por la noche sin novia y sin guardia que cumplir.
Mete un frenazo con su coche en mitad de la calzada, los automovilistas de atrás pitan e insultan a partes iguales, busca una ocasión, espera su oportunidad, su turno para ejecutar una pirula, cambiar de sentido de circulación y volver a comisaría, volver de nuevo a la caza, volver de nuevo a la vida.
Casi sin aliento aparca sobre la acera de la comisaría, menos mal que el gordo a estas horas no está, andará cenando en su casa con los pies en remojo de tanto currar sin sentarse, la columna hecha un ocho y su mujer dándole friegas y preguntándole por qué no lo van a cambiar nunca de destino, por qué tiene que ser siempre el que pringue en la puerta, por qué nadie se da cuenta de lo que vale, nadie le da una oportunidad. Cómo decirle que hasta él mismo sabe que no sirve para más, cómo decirle a ella, que no entiende de escalafones y titulaciones, que se sabe tan quemado que es imposible que se domine y se llegue a callar, siempre soltando barbaridades, metiéndose con las agentes novatas que en unos meses ya tendrán la misma categoría que él, esas niñatas acomodadas que tuvieron tiempo y apoyo para estudiar y que le llaman morsa y caraculo y ni se molestan en saludarle cada vez que se proponen entrar.
El tablón del turno de vigilancias me observa, no me pierde de vista desde sus ojos como celdas clavados en la pared. Lo único que tengo que hacer es comprobarlo, ¿tenía guardia París el martes por la noche? Y siempre es lo mismo, el miedo a saber, a descubrir farsas que me decepcionen, falsedades que me duelan, traiciones que me puedan lastimar pero qué más da si al fin y al cabo casi todos me han decepcionado ya. Vamos, hazlo. Acércate y mira. Échale un par.
No. No tenía guardia. Y Javier el Bebé tampoco. Ambos estaban libres para buscarse como alternativa un ligue pasajero o acechar a un compañero en lo más recóndito del monte. ¿Es eso lo que haría París?, ¿ponerle los cuernos a Reme, esa histérica, preferir salir solo o llegar tarde antes que soportarla toda una noche hablando sin parar? Imposible saberlo, imposible conjeturar dónde se metió o si quiso de verdad quitarse a Santi de en medio. Y qué motivos tendría. No se me ocurre ni uno. Apenas se conocen, es un recién llegado, ¿de dónde vendrá, qué amigos tendrá en otras comisarías, en otras ciudades, qué conocidos entre los jefazos de las mafias locales? Pero no, vaya tontería, París es demasiado recto, demasiado cuadriculado, demasiado cobarde. Para todos estos asesinatos ha hecho falta un poco de creatividad, un cierto sentido de la gamberrada, un dejarse llevar más lúdico, más cruel.
Le pega más a Javier el Bebé, que tampoco tenía guardia y, además, no ha llegado ni a aparecer. Se perdió ese mismo martes y hasta hoy, dos días después, sigue sin responder a las llamadas, con ese extraño arañazo en la cara con el que apareció el día de la muerte del Culebra y su aire de inocencia que chulea a las muchachas, seguro de su gracia, ambicioso, insolente, siempre metido en chanchullos cuando no acaba más que de empezar. Tengo que averiguar dónde estuvieron los dos, juntos o separados, desapegados y misteriosos, tipos a quienes no acabo de ver venir, con sus complejos y sus silencios y ese buscar una camaradería que no acaba de cuajar. A fin de cuentas son los nuevos y guardan una noche perdida, quién sabe si compartida, que no quieren explicar.
Decidida, con un misterio más en la mochila llena de secretos a desentrañar, Clara se dispone a marcharse de una vez, convencida de que ha dado con otro nicho de mentiras que a estas alturas, reconozcámoslo, ni me decepciona ni me desanima ni me obsesionará. Me da lo mismo, me da igual, sólo es otra pieza que no encaja en una maraña de datos y nombres que no logro ordenar. Calmada, tranquila, convencida de que no va a pasar nada peor, con esa paz que da el saber que todo depende de la fatalidad, que todo se empieza a desmoronar y no lo podrá evitar, sale con las manos en los bolsillos y la mirada baja hasta que una sombra se le echa encima sin avisar.
– ¡Cuidado! -grita Clara arrimándose a la pared y a punto de perder el equilibrio en el recodo más angosto de la escalera que asciende, enrevesada y oscura, hacia la salida-. ¿Qué querías, atropellarme? -pregunta sin saber aún a quién se está dirigiendo.
– Perdón, es que iba pensando en mis cosas -se disculpa una voz compungida.
– ¿¿¿Y tú dónde coño te habías metido???
Javier el Bebé no sabe qué responder. Se siente confuso, y lo entiendo. El pobre chico llega como quien se fuma dos días de clase creyendo que su única preocupación será encontrar a alguien que le preste los apuntes y se topa conmigo histérica y odiosa, interrogándole como una madre porque su hijo volvió muy tarde anoche. Farfulla un saludo con desconfianza, la que da el tener que hablar sin saber qué sospecha el otro, y no sabe si es conveniente de entrada proclamar su inocencia o, por el contrario, esto le hará parecer más culpable.
– Más te vale tener una buena excusa para evaporarte así -le advierto.
– Tenía cosas que solucionar, asuntos personales.
– ¿Tú te das cuenta de que te van a abrir un expediente como una catedral?
– ¿Por qué, si no he hecho nada? ¿Sólo por faltar dos días?
– Mira, niñato, esto es la Policía, no el instituto del que nunca debiste salir. Aquí cualquier motivo que suene a raro, como desaparecer sin dar una explicación cuando te toca guardia o llevarse el expediente de un sospechoso, es motivo de castigo severo.
– Pero ¿de qué me estás hablando? Yo no me he llevado nada.
– León te vio saliendo del despacho de Santi con él en la mano.
– No sé nada de ningún expediente y jamás he puesto un pie en ese despacho si el jefe no está dentro. ¿Y quién es ese León? -pregunta airado-. Dice que me conoce y yo ni siquiera sé qué cara tiene. ¿Por qué le vais a creer a él?, ¿es que yo no tengo derecho a defenderme?
– ¿Defenderte? ¿Cómo, si desapareces sin más y nadie sabe si estás vivo o muerto? Eres un irresponsable, no vengas ahora exigiendo tus derechos.
– Quiero hablar con Santi. Él me entenderá.
– Pues no va a poder ser, tiene cosas peores que hacer.
– ¿Cosas peores como qué?
– Como yacer en un hospital. Se está muriendo.
– Qué palo -comenta, no sé si desganado o sonado, después de escuchar mi breve relato sobre lo ocurrido-. ¿Y quién va a defenderme a mí ahora?
Clara no puede evitar asombrarse por su desinterés. Es como un adolescente en edad particularmente difícil, ausente para todo lo que no sea él, egoísta, autista reconcentrado para los demás. Se me van las manos, me están entrando ganas de meterle una bofetada bien dada, para que le duela el alma y el susto que hemos pasado mientras él disfrutaba comiéndole las tetas a cualquier gogó de discoteca, pero entonces reparo en su cara, en sus ojeras, en la finísima huella que le ha dejado en un moflete, enrojecido y encostrado, aquel llamativo arañazo de hace una semana, y caigo en la cuenta de que tal vez lo esté pasando mal.
– Dime la verdad -le suelto-. ¿Te has metido en algún lío?
– ¿Y a ti qué más te da? -contesta dolido-. No tengo por qué contártelo, ni siquiera somos amigos.
– Pero sí compañeros. Si estás en algún problema puedes decírmelo.
– ¿Por qué me ofreces tu ayuda?, ¿por qué me pones sobre aviso de todo lo que ha pasado?, ¿estás tratando de engañarme tú también?
– Mira, imbécil, como en esta comisaría se levante una alfombra y aparezca otro poco de mierda, lo primero que van a hacer es ir a por ti, que igual llevas dos días follando o reventándote a beber en un puticlub de carretera, y lo que importa es que el disfraz de cabeza de turco te va a quedar genial, te lo están haciendo a medida. Por ahora ya tienes cursada una falta grave en tu hoja de servicios y de aquí a la expulsión sólo te queda un paso. Como no te inventes una buena excusa que darles te veo de segurata en un aparcamiento subterráneo para los próximos treinta años.
– Joder, Clara, no me asustes -y toquetea el pasamanos como dudando si contármelo o no. Pero pronto se le pasa la tentación, me mira con sus ojos límpidos de angelote a punto de llorar y me promete-: Ahora estoy hecho polvo y confundido. Tengo que pensarlo bien y luego os cuento. Te lo juro. Estoy más limpio que una patena, os lo voy a demostrar.
Se acerca y me planta un beso casto y fugaz en la mejilla, como los de los colegiales buenos que besan a tía Clara, tan amable, tan atenta, antes de irse a dormir con un firme propósito de enmienda en su cabeza llena de pájaros. Lo dejo ir, qué voy a hacer, no puedo detenerlo y meterle en un calabozo por mucho que hace un segundo lo quisiera, y algo más tranquila porque al menos ha dado señales de vida, sin remordimientos por haber cargado en él la tinta de la sospecha, con la certeza de que es por su bien, me voy a casa. Estoy rendida.
Creo que necesito un poco de valor para aprender a decir ciertas cosas y, francamente, reconozco que no lo tengo. Durante mucho tiempo me he preguntado qué es lo que me frena a la hora de mostrar eso que duele, que sabes que va a levantar polvareda, que te lleva a la cama sin cenar o se eterniza y se encona en una bronca de pareja. Por qué no me lo has dicho antes, cómo se te ocurrió ocultármelo, cómo pudiste esperar tanto tiempo callada, sabiéndolo, mirándome sin decir nada, teniéndome a tu lado en la más absoluta de las inopias. Tonterías que no sabes asumir en un determinado instante, que dejas para más tarde porque ahora no es el momento, por pereza, por dejarlo pasar, porque ya está bien y te callas a destiempo y luego no eres capaz de soltar y que crecen, crecen, crecen tanto como un bulto en el pecho que te examinas sola y no compartes para no asustar y que ahora resulta que podría ser un tumor y quizá tendrán que operarlo, pequeñas infamias, mentiras piadosas, como que tus amigas van a venir a cenar dentro de una semana y eso se convierte en un acontecimiento que retrasas en anunciar hasta que llaman al timbre con una botella de vino en la mano y tu pareja no se ha enterado y llevas siete días sin dormir porque eres consciente de que no las traga y no sabes cómo se lo va a tomar, un retraso, una falta pequeñita que se convierte en un bombo de nueve meses, ¿te imaginas?, una sospecha que no pasa de leve mosqueo, una contradicción en la frase de un compañero y todo un cúmulo de recelos y cuatro asesinatos que se acumulan sobre sus espaldas porque no hay bemoles para insinuarle un no me lo creo, a ver, explícame eso de que no estabas, de que no descolgaste, de que plantaste a tu novia a la hora de cenar, la puerta de la calle que se abre y recomponer una cara nueva que te haga inocente, el pavor cuando oyes sus pasos que se acercan con la ira del que te ha descubierto, los detalles que no declaras, las excusas que te pones, el ya se lo contaré mañana que nunca llega y, al final, la soledad y el horror de darte cuenta de que eres cobarde, de enfrentarte a ti, sola, y descubrir que, una vez más, te ha vencido el miedo y, cuando quisieras abofetearte a ti misma por tu flaqueza, por tu retraimiento, y te dices que vas a confesarlo todo de golpe, esa pequeña felonía que fue creciendo dentro y ahora es enorme, le oyes silbar por el pasillo, correr detrás de la gata contento con las llaves y la barra de pan bajo el brazo y sientes alivio porque no sospecha, porque no se ha enterado de nada, y el profundo consuelo de quien ha ganado un día más para seguir mintiendo.
Pero hoy no es un día de ésos. Hoy no voy a tener que mentir ni tampoco me sentiré culpable si no digo la verdad. Hoy puedo estar callada sin que eso suponga falsedad por omisión ni silencio doloso ni ocultamiento.
Hoy llego a casa baldada, otra noche más deshabitada sin cena para dos, cama fría con hueco sólo para una, gata atravesándoseme entre las piernas porque está harta de no tener a nadie con quien jugar y Ramón que sigue en Sevilla y quisiera echarlo de menos pero, qué desolador, qué crueldad, lo único que pienso es que agradezco este bálsamo de soledad en el que no voy a fingir que me siento bien, sin tener que pintarme la sonrisa de esposa sana, de perfección absoluta que todo lo controla, que domina sus nervios, que no se deja vencer por el espanto de la improvisación, por la soberanía del desconcierto, por el pánico de la confusión.
Qué a gusto estoy con mi absoluta debilidad, reconociéndome pasiva como soy en realidad, tan falaz, tan timorata, tan poca cosa, tan mentirosa, servil, embustera. Por un momento hasta me tienta la idea de servirme una copa de vino para premiarme ¿por qué?, ¿por haberme librado de un nuevo día? Pero de pronto me doy cuenta de lo absurdo de la situación, de que no tengo motivos para recompensarme como no sea seguir mintiéndome un poco más, hacerme una cena opípara de condenada a muerte que sabe que la van a guillotinar, bailar antes de tiempo sobre mi tumba porque a este paso yo solita me voy a enterrar.
Y entonces callada, a oscuras, una noche más me vuelvo a avergonzar de mí y de mi pavor, ese miedo a que no me quieran que hace que no me quieran a la larga, que me ata con mil cadenas que yo misma me invento, que me acoraza por dentro y me refleja cada vez más frágil ante los demás. Y se me ocurre pasar de la copa de vino al intento de suicidio cuando algo que brilla en la oscuridad capta mi atención y me obliga a respirar y dejarme de bobadas y a nadar por encima del abismo de la autocompasión que no debería consentirme y, sin embargo, me permito. Es el contestador automático, que no deja de parpadear para avisarme de que han dejado varios mensajes y será Ramón, que por fin me habrá llamado, que permanece confiado a pesar de lo que ignora, que no se ha olvidado de mí. Pulso con miedo el botón, temerosa de malas noticias que culminen un día tan tonto, tan absurdo como hoy, pero no oigo su voz que me arrulla ni me mima en la distancia ni me consuela con su calor.
Sólo es, en el primero de los siete mensajes, la voz ajena e impersonal de una enfermera que me recuerda que a las once de esta mañana tengo una punción, pero claro, son las ocho de la tarde, piensa mirando el reloj, y qué más da si me había olvidado por completo con la cabeza llena de tramas y complots que me invaden, qué más da que haya un segundo y un tercer mensaje que me preguntan por qué me retraso, un cuarto que me recrimina que ya llego media hora tarde, un quinto que me echa en cara mi informalidad, un sexto que increpe aunque dude de si me ha pasado algo grave y, finalmente, un séptimo que no es la histérica voz femenina sino la mucho más tranquila y comprensiva de mi médico, el hombre de gafas de diseño y manos delicadas, que me tranquiliza porque piensa que todo ha sido una espanta, un temor al vacío de un agujero en el pecho y cuando quiera puedo volver a llamarles, porque es más importante que esté preparada que el que no me haga la prueba jamás.
Pero no lo estoy, cómo se lo explico. No porque me asuste la enfermedad o el dolor sino porque a quien temo es a la gente, a asustarles, a sus caras de decepción, a fallarles no siendo dura, valiente, segura, a revelarles de verdad quién soy, mi mísera condición. Mi mano se acerca al teléfono dispuesta a levantar el auricular y confesarlo todo a todos, al doctor, que ya se habrá ido de su consulta, a Lola, a Zafrilla, a París incluso, a cualquiera que quiera oírme, a Ramón si supiera dónde anda, hasta a Esmeralda si fuera capaz de encontrarla. Hoy me voy a desenmascarar, hoy voy a ser yo. Pero de repente el aparato se adelanta y suena y me sobresalta y la burbuja de realidad y confesión que estaba creando en mi mente estalla, desaparece, me deja sola como si hubiera sido un espejismo, una ilusión, y descuelgo aliviada porque sé que, por ahora, sólo tengo que decir diga, nada más, y puedo retrasar durante unos minutos la decisión que en algún momento tendré que tomar.
– Diga.
– Hola, soy yo -responde Ramón-, sigo en Sevilla.
– No me dices nada. ¿Estás enfadada? -hace una pausa larga, pero no hay respuesta-. No te enfades conmigo, por favor.
– ¿Dónde está tu madre?
– No sé. Por ahí. En Venecia, París, Buenos Aires, Cancún… Cualquier lugar donde perderse, me da igual. Miguel se encargó de llevarla al aeropuerto.
– ¿Tu madre se ha ido al extranjero y no sabes adonde?, pero ¿no os habíais ido al cortijo para traerla de vuelta? ¿Y Miguel qué dice, viaja con ella?
– Tampoco quiere saber nada, al menos por ahora. Aún no somos objetivos. Igual nos quedamos unos días los dos aquí, en la casa de los abuelos, donde jugábamos de pequeños. Nos vendrá bien, tenemos que pensar.
– ¿Pensar en qué? Ramón, ¿me quieres decir de una vez qué ocurre?
– Estamos bien, sólo necesitamos hablar, descansar un poco y calmarnos.
– Pero ¿hablar de qué?, ¿tú te estás oyendo? Si eres un misántropo, un asocial incapaz de mostrar tus afectos. ¿De qué vas a hablar con tu hermano?
– Es que no sé cómo me puede pasar esto, de verdad que no lo entiendo. Es para volverse loco. Tú eres policía, yo abogado y mi madre…, mi madre…
– ¿Qué pasa con tu madre? ¿Está bien?
– Es una… Una asesina.
– Qué tontería, vamos a ver, ¿a quién se supone que ha matado?
– A mi padre.
– A tu padre lo mató un infarto. Qué hizo ella: nada.
– Exactamente. Nada. Retardar con toda su sangre fría el momento de llamar a la ambulancia hasta que ya dio igual porque no quedaba remedio. ¿Eso qué es? En el Código Penal lo llaman omisión del deber de socorro. Dejar morir es matar, lo sabes tan bien como yo.
– No tiene sentido, ¿por qué iba a hacerlo? Además, la casa de tus padres siempre ha estado llena de gente, de personal de servicio…, suponiendo que fuera cierto y no una locura suya, alguien se habría enterado.
– Fue de madrugada, todos estaban dormidos o libraban, él sólo la tenía a ella, y ella ni siquiera fue capaz de acercarle el teléfono.
– Pero ¿de dónde has sacado todo eso? ¿Quién te lo ha contado?
– La señora, doña Esmeralda, por supuesto. Dijo que no podía soportar ni un segundo más en silencio, que le remordía la conciencia, que no dormía por las noches, no era capaz ni de mirarse en los espejos. Por eso tenía que huir, largarse por ahí a perdonarse a sí misma, a aprender a vivir con su pecado y su pasado.
– Joder con tu madre, la Iglesia, el Papa de Roma y el perdón. ¿No te has parado a pensar que está en una edad horrible, que vive sola, que a cualquiera de sus actos puede haber estado dándole vueltas durante años hasta magnificarlo? No es por llamarla loca, pero a comisaría llegan zumbados a puñados que se declaran asesinos porque no pueden soportar la soledad e incluso su propia mediocridad, gente que confiesa que mató a un viandante porque no le impidió cruzar la calzada con el disco en rojo y un automóvil se lo llevó por delante, que están convencidos de que tenían que haberle quitado de la boca al niño ese caramelo que lo asfixió, que podían haber avisado al vecino para que echara el cerrojo antes de que entrara aquel ladrón que le disparó… No es más que culpabilidad mal entendida, incluso afán de protagonismo. Hay quien siente que es mejor salir en las noticias convertido en criminal que haber pasado por la vida gris, desapercibido. Mira si no los periódicos, ¿de cuántos asesinatos célebres se confiesan autores decenas de tarados que sólo buscan llamar la atención?
– Mi madre lleva toda la vida repitiendo que las grandes señoras se caracterizan por su discreción. Si habla ahora no es por protagonismo.
– Pues será por culpabilidad. Sentir que no puedes soportar a ese tío que se cree tan listo como para cruzar el semáforo sin esperar, darte cuenta con horror de que eres incapaz de aguantar al hijo de tu amiga, ese niño odioso que no para de engullir golosinas, comprender que te corroe la ira cada vez que te cruzas con tu vecino, un individualista que proclama que no movería un dedo si alguien se muriese a su lado porque a él, fuera de sus cuatro paredes, todo le da igual… Ramón, descubrirte deseando que tu marido la palme porque le has ofrecido los mejores años de tu vida y él es un facha que no te lo ha agradecido ni te ha dado nada a cambio puede ser motivo de rencor, pero eso no significa que tu madre sea responsable de su muerte por quedarse parada unos minutos antes de descolgar el teléfono, o porque no recordara cómo hacer la maniobra de reanimación cuando el niño se ponía azul, o porque metiste la cabeza bajo la almohada para seguir durmiendo cuando oíste gritos en la casa del vecino.
– Entonces dime, ¿cómo le llamas tú a quedarse más de una hora sentada en la cama con el marido a tu lado viendo cómo poco a poco deja de respirar?
– Pero a ver ¿qué motivos tenía ella para dejar morir a tu padre?
– ¿Que le levantara la mano de vez en cuando? ¿Que la forzara en la cama si se negaba a cumplir con su «deber matrimonial» cada vez que él quisiera? ¿Que llevara una doble vida y fuera un adúltero con otra familia diferente a la nuestra?
Me quedo callada, no sé qué decir, sólo me da por pensar que yo puedo también acabar así, como Esmeralda, ocultando una mentira o un bulto en el pecho y terminar, veinte años después, por huir un día, a destiempo, por no poder con el peso de los secretos.
– Ramón, no sé qué decirte, yo… -se me hace un nudo en la garganta.
– ¿No eras tú quien odiaba a los que hacen ostentación de su felicidad? -interrumpe con un fondo de amargura en su voz.
– ¿Qué? No entiendo, ¿a qué gente te refieres?
– Ya sabes, a esa gente feliz, con esas sonrisas absurdas que nos cruzamos de vez en cuando. Siempre dices que odias a los felices porque, si lo son, es que no se enteran de algo, de lo dura que es la vida, de que su hijo se droga, de que su padre roba en el trabajo. Siempre lo dices, no lo niegues ahora -acusa.
– Sí, es cierto, pero no sé qué tiene que ver con…
– Yo también los odio, a esas familias que van a misa cogiditos de la mano y vestidos de domingo, que proclaman a voz en grito que su vida es perfecta y su amor eterno, que te miran con desdén porque no has conseguido tanto como ellos, como ser un prestigioso médico y político amigo de los altos dignatarios del antiguo régimen, o la mujer de ese insigne prohombre y dar algunas de las mejores fiestas sociales de la ciudad, enseñar en las revistas lo que es el lujo de una mansión, postular con tu impecable cardado el día de la banderita en una mesa de Serrano. Tienes razón, esa gente siempre esconde algo, como que si la señora llega a casa unos minutos más tarde de lo acordado se lleva una hostia por no haber avisado, o porque el marido quiere follar y ella le dice que está cansada, hasta que un día él le suelta que Fulanito, marqués de Nosedónde, le ha invitado a una montería y que, si está tan cansada, mejor se quede tranquila en casa con los niños cuidándose la jaqueca, niños de colegio de pago y comunión vestidos de almirante que más tarde serán un maricón de tomo y lomo y un abogado permanentemente cabreado, y ella dice que sí, que no hay problema, todo por librarse de él, y las ocasiones se hacen costumbres y las costumbres leyes y todos los fines de semana sin excepción él se marcha con su sombrerito con pluma, su loden verde y las escopetas al hombro a pegar tiros a cualquier pobre bicho y la deja respirar, reír con los niños, apearles de la estricta educación católica que les impone, ser libres y felices por una tarde y llevárselos a una cafetería a merendar y dejarles que cojan los churros con la mano y se manchen los carrillos de chocolate. Pero él siempre regresa, los veranos pasan y los niños crecen, ya no se abrazan a las faldas de su madre y se encierran horas en el baño, se tornan ariscos y se llenan de granos y salen con sus amigos de marcha y ella cada vez se encuentra más sola, no puede evitarlo medio borracho cuando vuelven de las recepciones en casa del señor embajador pero tampoco le frena cada vez que dice que se va de caza aunque sepa que no están en temporada… Es todo tan manido, tan infame como el plagio de una novela ya mala de por sí si no fuera porque se trata de mi madre, que no echó nunca de menos que su marido dejara de tocarla, que sintió alivio cuando vio manchas de carmín por primera vez en su cuello, que se pensó que se iba de putas con los de la montería y se congratuló al saber que regresaría a casa desfogado.
»Hasta que una mañana de domingo, lo recuerdo perfectamente, con mi hermano pidiéndole dinero a mamá en el parque para comprar pipas, vimos a mi padre paseando con otra mujer y una niña pequeña cogida de la mano.
»Miguel quiso llamarle e ir a su encuentro, pero mamá le tapó la boca y lo sujetó por la cintura. La niña llevaba un helado de fresa que se derretía y amenazaba con manchar su vestido. Entonces mi padre sacó su pañuelo blanco, impoluto, almidonado y, con mucho cuidado, como si ella fuera un tesoro al que sacar brillo, comenzó a limpiar los chorretones de su mano hasta dejar el trozo de tela hecho un auténtico guiñapo que se guardó sonriente en el bolsillo de su chaqueta. Nunca más volví a ver ese pañuelo, y no sabes cuánto tiempo he perdido dándole vueltas a qué habría pasado con él: ¿lo llevó a casa?, ¿lo habría echado a lavar?, ¿se desharía mi madre de él al ir a plancharlo? Ayer tuve la respuesta, en la "Noche de la Verdad Familiar" porque, como mi propio padre diría, se abrió la veda -y se ríe, cínico, de su propia broma cruel.
– ¿Y qué te dijo?
– Nunca lo llevó a casa, y mi madre jamás tuvo valor para preguntar dónde lo había perdido. Ninguno lo tuvimos. Mi madre, porque se había comido a esas alturas las suficientes bofetadas como para saber a lo que se exponía, porque era consciente de que, en aquel tiempo, no tendría medios para subsistir por su cuenta pese a que su dote fue la que pagó el primer consultorio del insigne doctor, pero ¿adónde iba ella con dos niños en una sociedad que seguía siendo tan cerrada, tan susceptible al escándalo como para prohibir a una mujer que cogiera las maletas y se fuera de su casa a soportar sus cuernos sola, con dignidad, como le diera la gana? Aunque vete a saber, eso es lo que nos dice ahora, a lo mejor su cobardía, el silencio, surgió de su propia vileza, por temor a las puertas cerradas, las explicaciones por venir, la oposición de una familia de rancio abolengo que le aconsejaba aguantar, callar, disimular… Tal vez le pudo el deshonor de perderse las cenas en el casino, los trajes a medida de los mejores modistos, el saber que, si se liaba la manta a la cabeza, si dejaba colgado al prócer de la Medicina, dejaría de ser para siempre una gran señora para convertirse, simplemente, en una separada. En todo caso quién soy yo para juzgarla si lo cierto es que las imágenes de aquel día en el parque siguen frescas en mi recuerdo y jamás le dije a nadie ni una sola palabra.
»Pero a lo mejor te estoy haciendo un relato manipulado de los hechos y no deberías fiarte de mí -reconoce de pronto con voz desengañada, y vuelve a reírse con una risa esquiva, descolocada, que me pone los pelos de punta-. ¿Te acuerdas de cómo éramos a los doce? Yo ya me fijaba en las curvas de las mujeres, y sabía perfectamente cómo se hacían los niños, y había escuchado en conversaciones de mayores la palabra querida. Sólo que la imagen de aquella señora con mi padre no encajaba en el concepto que tenía de ellas. Yo pensaba más bien en ese tipo de mujer fatal y larga melena rubia que salía en las películas fumando un cigarrillo con descaro, no en esta que ni siquiera era guapa, rechoncha y además con cara de buena persona. ¿Desde cuándo eran buenas personas las queridas? Siempre que oía a mi madre y a sus amigas en sus tés se referían a ellas como "lagartas", "busconas", "jovencitas sin escrúpulos que se aprovechan de su belleza". Pero es que ésta era regular tirando a fea y de mocita no tenía nada, cinco o seis años menos tal vez. No era una querida, joder, era una madre.
»Aquel paseo de domingo fue un instante detenido en el tiempo, congelado como en una moviola, como en una película de ciencia ficción cuando dos realidades paralelas se cruzan por una grieta en la unidad espacio-tiempo que te permite ver otra dimensión igual a la tuya pero distinta. Pude contemplar así la otra vida de mi padre, de hecho los tres, que nos creíamos en la más absoluta realidad, pudimos hacerlo, y entonces comprendimos que tal vez éramos nosotros la parte del sueño, el otro lado del espejo. Porque, sin duda, lo que mi padre estaba viviendo con aquella niña era mucho mejor. No parecía el señor estricto, rígido, intransigente, que vetaba escotes y largos de faldas en los trajes de mamá, que nos exigía silencio y contrición en nuestra habitación, que no nos permitía correr por el pasillo, que amenazaba con dejarnos sin paga los domingos si antes no íbamos a comulgar y nos conminaba a levantarnos de la cama sin remolonear porque por cada segundo de más que pasáramos acostados un negrito moriría de hambre en África por nuestra pereza. Ahora lo pienso y me doy cuenta de que nosotros, aun siendo los legítimos, la buena familia, la auténtica, nos sentimos ese día invisibles. Las verdaderas eran ellas, la madre fea y la niña preciosa con churretones en la cara, mucho más reales en su felicidad.
»Quién era esa mujer lo sabría luego, más tarde, porque la vida es tan perra o los hombres tan vagos que no se molestan en esconder sus pecados. Mi madre, por el contrario, lo supo nada más verla: era una de sus enfermeras en la clínica, y lo siguió siendo hasta su jubilación, ascendiendo poco a poco hasta ser su mano derecha.
– Pero ese día, ¿qué os dijo ella?
– Que mi padre había vuelto antes de su cacería y se había acercado al parque a buscarnos, pero se encontró con esa señora, la esposa de un paciente muy enfermo y, siendo tan educado como es, se había ofrecido a acompañarlas en su paseo. ¡Pero vamos con ellos!, exclamó Miguel, ¡se han ido por ahí, podemos alcanzarlos! No, respondió mi madre sonriendo, ¿cómo pudo sonreír en ese momento, de dónde sacó la fuerza o la hipocresía para hacerlo? Es que esa señora está muy triste, su marido se muere, ¿entiendes?, y esa pobre niña tan linda se va a quedar sin padre y no creo que le haga ninguna gracia que tú vayas corriendo a abrazar al tuyo para darle envidia. ¿No te da pena? Yo creo que es mejor dejarlos ir, no demostrarle que cuando se quede sin papá y la llamen huérfana en el colegio, los demás niños seguirán teniéndolo -y la voz de Ramón adquiere el brío de la mentira y sé que repite con exactitud la misma entonación falsamente animada con que ella lo diría y me tiembla el auricular en la mano y me dan más ganas de llorar todavía-. Qué fuerte, ¿no te parece? ¿Tú crees que mi madre se creía su propio cuento? En el fondo esa mentira tan colorida no era más que lo que deseaba que ocurriera: las va a dejar, volverá, regresará a casa.
»Pero los agraviados, los alejados de su vida aquel mediodía de primavera éramos nosotros, con los que se ve que debía de ser infeliz, a los que maltrataba de palabra y apartaba de su lado, de los que huía. Sin embargo, la tortilla pronto daría la vuelta y las abandonadas serían ellas, o al menos eso debió de pensar mi madre en algún momento, y por eso era mejor no revelar que conocíamos su secreto, no alterar ese extraño orden de las cosas para que, según su mente educada por su confesor en lo tradicional, lo católico, lo legítimo, todo continuara como siempre había tenido que ser. Si lo dejábamos correr, si no interveníamos haciendo de ese momento algo irreparable, imborrable, que abortara cualquier posibilidad de dar marcha atrás, la visión de la otra vida de mi padre no pasaría de ser eso, una imagen fugaz que se puede olvidar en la tranquilidad de una existencia vivida "como dios manda".
– Así que él regresó…
– Sí, ese domingo por la noche, como si nada, con su escopeta y un par de conejos que compraría en el mercado, unos conejos de granja sin perdigones en el culo y que seguro tendrían en las patas traseras las marcas de los ganchos de la carnicería. La criada, como siempre, recibió las piezas sin rechistar y mi madre en camisón acudió a besarle y a preguntarle cómo le había ido el fin de semana: «Regular», respondió, lo recuerdo perfectamente. «Regulín regulán», agregó a continuación, «la mitomatosis está haciendo estragos». Era muy tarde, Miguel dormía, yo hacía los deberes, siempre los dejaba para última hora, y al día siguiente fue como si ese domingo nunca hubiera existido. Y cayó en el olvido.
– ¿Y a él no le sacasteis nunca el tema?
– No, porque mi madre siguió insistiendo con el cuento cada vez que volvíamos al parque. Es mejor no decirle nada a papá, porque si le preguntamos por esa niña, como su padre se va a morir, seguro que se enfada muchísimo. Y no queremos que se enfade con nosotros, ¿a que no? Por eso callamos, cualquier cosa antes que ver a papá maldiciendo y con el ademán de levantar la mano.
»¿Quieres saber el final de la historia? Esmeraldita, la descendiente de tan rancia estirpe, se equivocó de pleno, porque la niña del helado de fresa nunca se quedó huérfana, tuvo durante toda su vida un padre de fin de semana, pero un padre al fin y al cabo, que aparecía por la puerta vestido de cazador pero que jamás dejó de verlas porque años después, cuando ya estaba demasiado cascado y hastiado como para fingir que seguía yéndose de cacería, empezó a inventarse congresos médicos a los que era ineludible asistir, ya se sabe, la Ciencia avanza que es una barbaridad y hay que estar al día.
»Por eso le mató.
– Otra vez con lo de que le mató. A ver, Ramón…
– ¿No lo entiendes? Le dejó morir, no pudo perdonarle. ¿Podrías tú? Si fuera un buen tipo con dos mujeres, tal vez, quién sabe. Pero era un cabrón, te lo digo yo, un cabrón de la cabeza a los pies. Por eso mi madre no movió un dedo para llamar a urgencias tan pronto como él sintió la primera sacudida fuerte en el pecho. Dijo que se puso a pensar en que quizá quedara impedido para los restos y no le parecía mal castigo a cargo de ese dios tan justiciero al que mi padre adoraba y, cuando quiso darse cuenta, él ya había dejado de respirar.
– ¿Y por qué ha tenido que marcharse precisamente ahora?
– Necesitaba alejarse. Se ha enterado, no sé cómo, algún «alma caritativa» se lo habrá contado, de que la niña del parque, la hija de mi padre y su enfermera, ha tenido una niña. Al parecer alguien ha visto a la «otra viuda» del doctor Montero paseando a su nieta en su cochecito por el mismo parque y, no me preguntes por qué, le ha supuesto un shock. No deja de darle vueltas a la idea de que ha privado a mi padre de la oportunidad de ver a su primer nieto o quizá cree que la otra, su querida, consiguió más de él. Dice incluso, en plan culebrón total, que mi hermano y yo hemos corrido el peligro de liarnos en cualquier discoteca con nuestra hermana y cometer incesto sin saberlo. Sí, sobre todo Miguel, que no ha mirado a una mujer en su vida. ¿Que por qué pensó en venir a Sevilla? Porque aquí está la casa donde se crió, con sus jardines y sus mosaicos de azulejo, con sus huertas y la tapia que la ocultan del bullicio de la ciudad. Dice que es el único lugar que recuerda donde ha sido inocente, porque las paredes de su casa en Madrid están manchadas de mentira y de vergüenza.
– Tu madre se está poniendo como una novela de Antonio Gala. Hay que ver lo que le gusta el drama. Y tú, ¿cuándo vas a volver a casa?
Por lo que se ve todavía no. Ahora resulta que su hermano y él tienen que pensar, no sé en qué pero pensar. Parece ser que les hace falta reflexionar sobre su pasado, sobre cómo les pesa la memoria, psicoanalizarse mutuamente, fustigarse si hace falta, yo qué sé. Recapacitar, rumiar su infancia, acordarse de su acné, deglutir su adolescencia de niños malqueridos.
Que los hermanos Montero rumien o digieran lo que quieran, yo me voy a dormir porque me noto hasta el moño de tanto drama familiar. Pero me será imposible, me conozco, lo sé, será acostarme y dar vueltas en la cama oyendo el tic-tac del reloj mientras crecen los recuerdos de lo absurdo, notando que los malos presentimientos, traviesos, inoportunos, se cuelgan de las cortinas, inquietándome por ruidos irracionales que al final serán, cómo no, saltos de gata mimada, inquieta porque falta alguien y aquí no se duerme si no estamos todos.
Y a ver qué hago yo ahora.
Cansarme. Bailar. Poner música bien alto y yo sé que me vas a cazar, pero no me dejo atrapar, me gusta hacerme de rogar, y es verano y luce el sol, es la costa catalana y estamos tranquilos, como anestesiados, y después del gazpacho nos quedamos dormidos y un día tonto, sin pensarlo bien, con nada claro, tras amanecer, un día de estos en que no te ves, huí porque hoy he venido para hablar de mí, de mi situación, de mi porvenir, de las cosas que importan de verdad, necesito gramos de piedad, y la loca de la vecina que en breve comenzará a golpear el suelo con el palo de la escoba porque no hay derecho y éstas no son horas y parece mentira que sea usted agente del orden, qué irresponsabilidad concederle esa placa. Y a mí qué, señora, bienvenida al mundo del ensayo y del dolor, bienvenida al tiempo del amor y de la llaga donde retozo, donde se me puede ir la pinza y cualquier noche saco la pipa y la hago callar para siempre, decide mientras se mueve frenética y gira y gira porque al mundo nada le importa lo llenos de inmundicia que están mis días y aunque te quitara la vida, aunque te muerda el dolor, no debo esperar nunca ayuda, ni una mano, ni un favor, y lo único que cuenta ahora es sacudir los huesos un poco más, agitar la melena, dejar que fluya el movimiento porque siento que soy uno de esos expertos capaces de cagarla y reírse en el intento y la explosión de aire, luz y color me lleva de la mano, bienvenidos a mi hogar, aquí pueden encontrar sin fisuras su libertad, y de pronto, cansada y sudorosa, calculo que es el momento de una última canción y yo no te culpo por querer dejarme sola, tal vez te aplauda por decírmelo tan claro y con descaro, y después me dejaré caer entre las sábanas para dormir como duermen las niñas buenas, sin conciencia y sin pecados veladas por sus hadas. Aunque algo hace que me detenga, unos ojos que me miran embobados, abiertos de par en par. Su cara peluda con su hocico naranja, inmóvil sobre la cómoda, sigue mis evoluciones asombrada, incapaz de entender qué estoy haciendo. Me acerco, intento cogerla, acariciarla, tirarle de los bigotes, rascarle tras las orejas, hacer que siga mi ritmo dentro de la barrera de mis brazos.
Insolidaria como sólo estos bichos saben ser, huye asustada.
Definitivamente, los gatos no entienden el baile.