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No me apetece entrar, me estoy volviendo haragana, o indiferente, o más cobarde todavía si cabe, pero no quiero hacerlo, no me da la gana. Sé que siempre que me comparo con algo o alguien busco una analogía fácil entre mis recuerdos y acabo por regresar a la infancia, que es donde parece que vivo la mayor parte del tiempo, un lugar ficticio y cómodo, accesible y no siempre mejor donde sabes que cada cosa tiene un color y se distingue lo dulce de lo amargo. Nada de medias tintas, nada de grises entrecanos.
Me gusta la infancia, me gusta la mía porque de pequeña podía permitirme el lujo de ser desobediente y negarme a hacer aquello que no deseaba. Pues bien: soy pequeña y me niego a ir al colegio, me declaro en rebeldía, prefiero volver al capullo de mi cama calentita, no quiero entrar en comisaría.
Sin embargo es inexcusable, debo hacerlo, y a pesar de que intenta prolongar el rato del café para entretenerse y que no se acabe nunca, que le dure toda la mañana, o mejor, el turno entero, al final acaba bebiéndoselo frío, espeso y mareado y, tras pagar con desgana y dejar una propina que no se merecen, que nunca se merecen, asume que es hora de empezar la jornada y cruza la calle arrastrando los pies con la frase ya preparada, hoy el gordo se va a cagar, piensa, pero antes de acceder se topa con sus compañeros vestidos de faena, armados hasta los dientes y protegidos con chalecos antibalas que salen en tropel y casi la pisotean sin miramientos para meterse atropelladamente en alguna de las lecheras que aguardan aparcadas sobre la acera. Mientras se reparten los asientos, Clara distingue a Bores, que da órdenes con firmeza y se abre paso cual general romano entre sus tropas.
– ¿Qué ocurre? -le pregunta.
Él, con los ojos brillantes, le informa sin ocultar su emoción que se dirigen a casa de Vito, la operación está en marcha -seguro que ya se imagina las toneladas de droga aprehendida apiladas tras el escudo de la Policía y el enjambre de micrófonos y cámaras que le apuntan mientras explica, con su labia sin igual, cómo la incautaron gracias a su olfato de sabueso-. La pasada noche se observaron movimientos inusuales, hubo otra vez vehículos que entraban y salían de la mansión y, tras solicitar permiso por radio, la patrulla de guardia siguió con precaución a uno de estos coches hasta un polígono cercano al aeropuerto. Una vez allí, interceptaron en una nave industrial una conversación reveladora: hoy llega el cargamento. Como es lógico, vendrá camuflado en contenedores y disuelto en una moderna sustancia sintética que lo hace indetectable para las unidades antidroga, especula. Los hombres de Vito, comandados por Malde, lo recogerán y conducirán hacia el sótano de esa nave, en donde cortarán el material para distribuirlo a los minoristas. Pero lo tenemos todo previsto, asegura Bores encantado, vamos a seguirles la pista desde el primer momento, grabaremos cómo reciben la mercancía en la terminal de carga, cómo la introducen en las furgonetas y, a mitad de camino, les daremos el alto en la carretera para pillarlos con las manos en la masa. Enhorabuena, agente Deza, el soplo de su confidente no iba desencaminado. Recuérdeme que no se me olvide mencionárselo al comisario cuando regresemos.
– Se lo recuerdo por el camino. Voy a por un chaleco y me apunto.
No, mejor que no, casi déjelo, no se moleste, me elude el muy desgraciado y esquiva mi mirada con disimulo. Dejarla fuera ha sido cosa de su compañero, entiéndame, él se lo explicará. Y desaparece como alma que lleva el diablo, huye veloz como si de verdad tuviera algo más importante que hacer que alimentar su propia fantasía personal, se tira de cabeza a uno de los coches y agarra la radio para transmitir arengas del tipo «Agentes, los quiero a todos de vuelta» o «¡Al abordaje, caballeros!». Ha visto demasiadas series policíacas en televisión, pero eso a mí poco me importa, porque veo salir a París y tengo un par de cositas que decirle a la cara. No me da tiempo, porque apenas me acerco a él farfullando «eres un…» me frena con la excusa que tiene preparada desde hace un buen rato.
– Créeme, es por tu bien -me advierte cogiéndome por los hombros y mirándome con un aire de firmeza impostada que no me trago.
– Qué sabes tú cuál es mi bien -le escupo-. ¿Por qué lo haces?
– No podría vivir con ese peso sobre mi cabeza si te pasara algo -argumenta mientras se mete en el asiento delantero del único vehículo que aún no ha arrancado, se coloca el cinturón y comprueba el seguro de su pistola.
– Eres un grandísimo hijo de puta -es lo único que sale de mi garganta.
– Hazme un favor, llama a Reme -me pide como si no me hubiera oído-. Ayer se quedó en casa de su hermana y todavía tiene el móvil apagado, seguro que estará durmiendo. Quería haberme despedido de ella -confiesa con ademán dramático, como si fuera a la guerra, qué dolor, qué dolor. Qué pena.
Ni le contesto. Doy media vuelta y me interno en comisaría y por una vez mi rictus consigue ser tan fulminante como para congelar las intenciones del gordo de la puerta antes de que suelte la grosería de cada mañana, aunque de poco dura esta victoria inesperada porque lo que no ha tenido huevos de decirme de frente lo suelta a mi espalda:
– Mucho presumir de cojones, bombón, pero a la hora de la verdad te han dejado fuera de la acción.
Y mientras intento convencerme de que no, mientras me como los mocos o las lágrimas rabiosas, pesadas y calientes, entro en la sala y me siento ante mi mesa sin molestarme en ocultar, por primera vez, que se me cae el alma a los pies.
Éste es el plan: guardarse la mala hostia y seguir adelante, a lo mío. De eso se trata, de aguantar con la mejor cara el mayor tiempo posible, como si no me afectara, como si no fuera conmigo, como si nada hubiese sucedido. Centrarme en mis objetivos, descubrir al asesino, eso es lo inmediato, lo que tengo que hacer aunque se me atragante la mala baba, aunque sobre su escritorio halle un sobre marrón acolchado de esos que protegen lo que albergan como un bien preciado y que en este caso, lo sabe por el tamaño, lo sabe porque lo esperaba como agua de mayo, será un compact disc. Al menos la tecnología avanza y ha sustituido a los casetes rudimentarios y no tengo que pasar adelante y atrás una y otra vez en el magnetófono sin saber qué busco, al menos ahora se pueden guardar en archivos separados las diferentes pistas de sonido, como la que pone en mayúscula «VOZ PRINCIPAL», que es la que ahora interesa, y tras introducir el disco en la bandeja y encender los altavoces del ordenador, incluso sin auriculares escucho con relativa claridad. Es lo que tiene la ausencia de mis compañeros, huidos en pleno ataque de ardor guerrero, ahítos de altivez y testosterona en busca de un tesoro reencarnado en toneladas de droga, que puedo ir a mi bola sin contar con ellos.
Lo oigo lejano pero nítido cada vez que el Culebra hace una pausa y relleno los puntos suspensivos que antes faltaban en su monólogo que, ahora lo sé, era una charla a dos: Oye… ¿estás ahí? Que se interrumpía con una frase apagada que el ruido de la noche de chabolas no nos permitía distinguir: Qué bonito, tía, los dos a dúo en el contestador, qué delicado: Clara y Ramón, Ramón y Clara… A ver si un día nos hacemos un mensajito así tú y yo, y mientras intentaba averiguar si me encontraba en casa, alguien a su lado quería saber qué ocurría, si por fin descolgaba: Pues no, no debe de estar. Cuando mi confite se daba cuenta de que nadie atendería su llamada y solicitaba un tiempo muerto, que le dejara pensar, lo que en realidad hacía era alejarse del micrófono, el informe pericial del laboratorio lo confirma: «El sujeto aparta su boca del auricular y se vuelve»: Bueno, a ver qué le digo. Déjame pensar… y me hace comprender que el Culebra no hablaba al vacío sino que le comunicaba a ella, a Olvido, me puedo apostar lo que sea, que aguardara hasta que terminase de dejar el mensaje: Oye, gata, que te tengo que ver mañana, hay algo para ti. Cosas para contarte, micha, y una para enseñarte, ja, ja… ¿No quieres?, ese mensaje que debía salvarlo y no atendí aquella madrugada, exhausta y desnuda sobre la cama, con el cuerpo de Ramón entre mis piernas, sin saber que requería mi ayuda: No digas que no. Búscame mañana, ¿me oyes?, que es importante, tronca, en serio, ni después, cuando se disculpaba por haberse burlado de mí: Y oye una cosa, no me tomes a mal lo de antes, que era broma, coño, ya lo sabes, pero búscame, no te olvides, ni en esa pausa más larga, hacia el final, en la que parecía que se marchaba pero que, según el técnico, lo que hace es responder a una voz de mujer que le urge que cuelgue: Que no tardo nada y voy, y es que no se dirigía a mí sino a ella, que seguía insistiendo para que acabara de una maldita vez: Ahora no, luego. Cómo no lo vi, en dónde tenía la cabeza, por qué para percatarme ha tenido que pasar tanto tiempo, han tenido que pasar ante mí tantos muertos: Pues eso, que te acuerdes de mí. Que soy el Culebra, joder.
Después de esto me tiembla el pulso sólo de pensar en dirigir el puntero al icono del otro documento titulado «VOZ DE MUJER». Es un archivo de sonido cargado de silencios, de pausas como desiertos que reproduce sólo la voz de quien estaba aquella noche junto a él. Apenas media docena de frases intercaladas en su monólogo que, elevado su volumen al máximo, depurado hasta donde la técnica es capaz de ofrecer, puedo percibir de manera más diáfana: ¿Ha descolgado?, ¿no está en casa? Y oigo cómo suspira de impaciencia: Si no está déjalo y corta, y más que ordenar suplica con aire de cansada: Olvídate de ella y vámonos, no pierdas el tiempo, se agita y protesta vencida por el miedo y al final, escapada entre alientos de fuelle y hoguera, justo antes de que él, desencantado por mi ausencia, fuera a terminar, consuela: No te preocupes, ya verás como mañana la encuentras.
Ahora sí tengo ganas de llorar a lágrima viva y, sin embargo, algo me impide hacerlo todavía, sólo una pequeña comprobación antes de dejar la vergüenza fluir, de permitirle al arrepentimiento manar: busco en mi ordenador otro archivo de sonido, el que realizó hace unos días Fernando con la grabación del contestador y comparo ambos mensajes, ambos timbres, y no me cabe ninguna duda: Ahora no estoy en casa o quizá, quién sabe, sí estoy, pero no puedo atenderte, la mujer que se declara ocupada y sugerente asegura en vano que si te portas bien, te llamaré luego, la que se ríe con risa cascabelera, alegre y jovial, la que no devolverá las llamadas ya nunca porque la última vez que la vi descansaba en una camilla abierta en canal, custodiada y refrigerada ahora dentro de una caja de metal, es la misma que le suplica a su hermano que cuelgue porque tiene miedo, porque está asustada, y me encantaría detallar este descubrimiento a mis compañeros pero estoy, en esta sala vacía, sola y abandonada. Como los muelles en el alba.
Pero aunque el silencio me cerque, sé que tengo gente fuera.
Busca en su móvil el número de Zafrilla y, justo antes de marcar, se arrepiente, está un poco tonta con eso de cambiar de aires, mejor dejarla tranquila. Piensa en Ramón, tan solo y tan huérfano en Sevilla, claro que si quería reflexionar sobre su vida no será lo más adecuado que le moleste para contarle esta tontería. Ya sé: Lola, aunque le da reparo pasar por el trago de telefonear a una amiga que sabe que está mal, llámalo egoísmo o quizá cobardía. Finalmente, el único número que se anima a telefonear es el de la consulta de su médico, para que la enfermera me dé una nueva cita a la que, se lo prometo y si no que me muera ahora mismo, acudiré, y vale, lo siento, señorita, ya sé que no debo jugar con los dobles sentidos de las frases hechas pero me lo estaba poniendo a huevo, y al colgar me avergüenzo de mí misma tan deshabitada, tan absurda, tan incomunicada. No sé qué me pasa hoy que todo me carga.
La fuerza de voluntad me falla, no obstante, y aunque quisiera dejarme vencer por la inercia, mi mente bulle traviesa y no puedo, qué condena, estarme quieta. Son mis dedos, que deberían permanecer inmóviles, los que se mueven y me llevan por la senda irremediable, irreprochable, de la diligencia, los que vuelven al ordenador y teclean impacientes mi contraseña para abrir el correo y eliminar a golpe de ratón el ofrecimiento de todo tipo de maravillas para solucionar mi salud y mi vida. Acaricio por un momento la idea de encargar un kilo de pastillas para dormir hasta que me topo con un e-mail de Lola, diría que me ha leído el pensamiento, y me pongo de inmediato, lo sabía, a trabajar.
Hay noticias nuevas que sé que te van a animar, promete, y no me decepciona, en realidad no lo hace jamás. Me notifica que ha seguido a ritmo frenético con los análisis de ADN, apurando horas de sueño, saltándose plazos y protocolos, despertando de madrugada a forenses para que empezaran a menear tubos de ensayo, y es que Julio César Olegar tenía por amigos a la mitad de los cargos políticos del Estado, empezando por un ministro y un par de subsecretarios de esos que se animan alegremente a descolgar el teléfono a última hora de la tarde y tocar las narices para saber cómo van las pesquisas, no por descubrir qué pasó, que no importa tanto el modo, sino porque la viuda está desconsolada al no poder disponer del cuerpo de su marido y, compréndelo, Manolo o Antoñín, que es el tono que usan los jefes entre ellos, con esa camaradería como de bar cutre con serrín y cáscaras de gambas por el suelo, y cuanto más chabacano se tratan más colegas son, aunque luego se pongan a parir en corrillos diciendo que a Fulanito le han dado el cargo a dedo y Menganito no sabe ni cuadrar un balance, y no mencionemos a Zutanito, que se ha pasado por la piedra a la mitad de las secretarias del ministerio, y es que así no podemos seguir, tú me entiendes, esperando sin saber hasta cuándo os saldrá de los mismísimos devolver el cadáver a la familia, y mientras ni funeral en la catedral ni pleitesía al finado ni disculpas bien servidas, porque lo que yo necesitaría es que fuera ya, Antoñito o Manolo, te lo digo como lo siento, porque me gustaría encontrarme en el cementerio con Paco, el subdelegado, y ese ceremonial, lo de vernos allí como quien no quiere la cosa entre sepulcros, panteones y cruces de mármol, nos vendría que ni pintado sin levantar sospechas ante los periodistas, los votantes y la oposición de la que más pronto que tarde se armará con mi designación.
En resumen, que gracias al amor de Mónica por los actos sociales y las prisas por devolverles el fiambre cuanto antes, sus análisis han sido los más apresurados y efectivos en años y ya tengo su perfil genético, escribe Lola, y mira tú por dónde los ha podido comparar con los de otros muertos recientes relacionados con éste y sus parientes y hete aquí que el azar, inesperado y juguetón, nos revela que tenía con Olvido mucho más que una bella y sufrida historia de amor. Porque además de la pasión, del dolor y las rosas, ambos tenían un hijo en común.
Lo que más me gustaría en este momento sería ponerme a dar saltos en torno a mi mesa, que es algo que siempre pienso aunque luego nunca me anime a hacerlo, pero realmente hoy no es emoción lo que siento. Hay un niño en un internado sin padre y madre porque los dos han sido asesinados en poco más de cuarenta y ocho horas. Eso no es para congratularse y sí para agarrar el teléfono y empezar a tirar de unos cuantos hilos después de que Lola me jure que los datos están contrastados y se pueden esgrimir ante la viuda, el ministro y Nuestro Señor.
Por ejemplo, le cuento a Butragueño que sé quién es el padre de Andrés, pero no me deja que le revele su nombre. No es asunto suyo, reitera, y no consigo averiguar si se está haciendo el loco, lo intuye o prefiere ni oírlo. Es más, me pregunto si lo sabría el propio Olegar o por cuál de los dos progenitores se hubiera inclinado el abogado de mediar una disputa entre ambos. De igual manera, insiste en desentenderse y, en todo caso, no puedo dejar de admirar su fidelidad y su silencio: será un putero y un fresco, pero es un perro fiel. Inquiero sobre el testamento de su cliente y amigo pero aún no ha sido abierto, lo mínimo es esperar a enterrarlo para repartirse el botín, ironiza. Aun así, me revela que el vigente, tras numerosos cambios debidos a los avatares de su existencia -suicidios de esposas, segundas nupcias, hijos e hijas que reclaman su lugar-, data de hace sólo diez meses. No pidió asesoramiento en ningún término de la redacción, no le consultó y no le permitió leerlo, me asegura, y no soy capaz de averiguar en la distancia si me miente o, como siempre, me oculta información. Sólo me dice que le sorprendieron sus ganas de querer cambiarlo, porque tras tantas enmiendas en el anterior no había nuevos motivos que él conociera que sugirieran mejorarlo con respecto al precedente. Quién sabe, confiesa, qué vueltas da la vida de la gente.
Prefiero no responderle, le agradezco su atención, me despido y cuelgo. Yo sí me hago una idea del porqué, pero quién soy, a la postre, para chafarle a nadie una sorpresa que ha guardado agazapada hasta después de su muerte.
Me planteo cómo continuar ahora: ¿llamo al heredero del imperio Olegar o me reservo esta baza para el final? Afortunadamente, el teléfono resuelve mis dudas proclamándose protagonista y resistiéndose a callar hasta que descuelgo. Es, para mi sorpresa, doña Mónica, la viuda. Acaba de elegir las flores, me cuenta, y la música también, y ha comprado vestiditos negros de alta costura para las niñas, no los quieren iguales porque tienen muy definida su propia personalidad, me explica, y ha elegido un sombrero precioso para ella que realzará su rostro sin taparlo y le dará ese aire de belleza etérea y dolida que, por supuesto, quedará arrebatador en las portadas de las revistas del corazón. Esto último no me lo dice, pero por mi instinto como mujer y policía no me cuesta imaginar sus pensamientos mientras me ofrece, con su más exquisita cortesía, la posibilidad de verla, porque ahora mismo está libre y a mi entera disposición. Debe de ser que en el fondo no soy mala, aunque lo intento, porque me contengo y no le digo qué me hace recordar esta frase que en un pasado, lejano pero no olvidado, probablemente tuvo que pronunciar con más frecuencia de lo que hubiera deseado, así que dejo pasar con pesar la ocasión de ejercer mi ironía y la cito para dentro de una hora aquí, en comisaría, aprovechando que estará libre de monos, asnos, gorrinos y demás elementos bulliciosos de la jauría.
Mónica Olegar, revestida de su nueva autoridad, de su reciente condición de viuda, entera y abnegada, hace acto de aparición y, nada más descender por las escaleras, percibo que se siente decepcionada: apenas hay público que la pueda aclamar, sólo un par de novatos de la oficina de Denuncias, algún agente que no asistió a la operación porque tuvo guardia, y yo. Casi hasta me da pena. Llegaba tan bien arreglada, tenía tan planificada su puesta en escena, que no dejo de advertir lo descolocada que se siente ante la escasa audiencia.
Se nota a la legua que piensa que su estatus recién adquirido, que luce como un estandarte, la hace más respetable. En el fondo toda su vida ha sido eso, una carrera desbocada hacia la fama primero y, después, una vez adquirida, hacia la respetabilidad. Pero a mí no me engaña, hay quien cree que una desgracia convierte al damnificado en merecedor de lástima, en receptor de una compasión colectiva que le otorga carta blanca para actuar a su modo o al dictado de sus caprichos. En este caso concreto, si Mónica era ya una mimada, una malcriada, ahora es, directamente, una consentida. Pero en algo se equivoca: los damnificados aquí son los muertos, ella sólo es una mera superviviente, una mantenida que permanece viva alimentándose de los restos que le dejó su marido al palmar, como las cucarachas tras la explosión nuclear.
Con todo, estar aquí no deja de imponer, y dudo mucho que la Mónica católica, apostólica y romana que se planta ante mis ojos, por más que haya visto y vivido escenas con sujetos de todo pelaje que ni un curtido policía se imagina, sea una excepción. A pesar de ello, nunca dejaré de admirar el uso que ella y algunas otras sabias mujeres pueden hacer del maquillaje. Lo lleva como una máscara solemne y excepcional en un baile de carnaval, no una máscara que esconda su dolor, sino que lo realza. Estoy segura de que mañana o pasado o cuando quiera que suceda, ministros y subsecretarios se mearán de gusto al verla y se darán de tortas por salir en la foto a su lado, pasándole una zarpa consoladora por el hombro, tendiéndole su pañuelo, acompañándola en el sentimiento. Pero ella no llorará, se le estropearían sus pinturas de camuflaje. Se mantendrá, como en este momento pretende, hierática y soberana, flanqueada por sus tres deidades rubias que asustan y conmueven, y sabrá sobrellevar con admirada serenidad y decoro el miedo de enfrentarse a su propia soledad, el final de una época en la que todo lo que brillaba era oro.
– ¿Qué será de usted ahora? -me intereso, directa, en cuanto toma asiento.
Finge no entenderme y me obliga a explicarle que preveo que, muerto su marido, su hijastro le dará problemas. No a las niñas, por supuesto, pero a usted sí. No la respeta y debe de estar esperando con ansia el día en que un desliz, un supuesto novio o cualquier portada equívoca puedan invalidar el legado que Julio dejó para garantizar su posición.
No lo hará, me asegura. Esteban es un alma buena, adora a sus hermanas…
– Pero a usted no -matizo incisiva-. Juraría que desea quitársela de encima.
Es entonces cuando Mónica, sin perder las maneras, saca las uñas, primero como advertencia, quizá más tarde como arma, y anoto en mi memoria que están bien afiladas. Me informa de que «su hijo», desde la muerte de su padre, ha demostrado una lealtad conmovedora y después, por si acaso, me asegura que no es tonta, cosa que ni por un instante dudé, y que Julio se avino a firmar un generoso acuerdo prematrimonial en caso de divorcio o defunción, buena prueba, así pues, del demostrado talento de esta dama para vivir del cuento. Finalmente, como si el breve rato que llevase charlando conmigo fuera una soberana pérdida de su caro y ocupadísimo tiempo, me interpela con altivez:
– Y ahora dígame, ¿ha averiguado algo? ¿Qué pretende de mí?
En realidad nada, quisiera decirle, sólo tocarle un poco las narices, hacerle perder la estudiada clase y teatralidad que demuestra allí por donde va, incendiar la imagen de falsa abnegación que se gasta y, una vez expuesta su verdadera naturaleza y sus miserias, tirar del hilo, a ver qué encuentro bajo esa careta. Lo único que hago, en cambio, es preguntarle qué pasaría con su situación si, a efectos legales, Julio tuviera más hijos que los reconocidos, si sospechaba que pudiera tener una relación con alguien más y si por un casual le suena el nombre de Olvido Ugalde.
Para mi absoluto desconcierto, he de reconocerlo, se desmorona como un castillo de arena ante una leve brisa y, entre hipidos y sollozos desaforados, muy en contradicción con el alarde de compostura que antes mostraba, lo desembucha todo: que su matrimonio era una farsa, que como pareja hacía años que habían perdido la ilusión y la pasión, que no quedaba nada más que la rutina de fingirse unidos ante las amistades, que la llegada de Esteban recién acabados sus estudios no fue más que el agravante y la situación tornó a peor a raíz de las broncas entre padre e hijo por cómo dirigir sus empresas y que, para qué negarlo ahora cuando todo ha perdido su sentido, Julio se veía con alguien. Pero, jura y perjura, ella nunca quiso averiguar con quién. Lo que sí sabía con certeza es que lo que más deseaba su marido en el mundo era otro hijo varón. No por cuestiones de reafirmación personal, orgullo de macho o futura herencia patrimonial, sino para corregir todos los errores cometidos con su primogénito: él estaba seguro de que había criado mal a su primer hijo, que sus rarezas y su frialdad no eran su auténtico carácter sino una pose que asumía para castigarlo, para hacerle sentir culpable por la muerte de su madre, para que se doliera tanto como él de que lo enviaran a internados en el extranjero en lo que creía un evidente intento de quitárselo de en medio. Sostenía que, de tanto fingir desprecio y hostilidad, había acabado por creérselo hasta convertirse en un niño amargado, un joven con cara de ángel que le martirizaba a cada rato. No se lo perdonaba, y cuando regresó a lo que nunca debió dejar de ser su hogar la ruina se instaló definitivamente entre ellos y su matrimonio se desmoronó por completo. Yo aguantaba como podía a base de pastillas y abrigos de visón -admite sin un asomo de culpabilidad que merece toda mi admiración-, y cada vez me iba venciendo más el miedo y la presión porque, por más que lo intentáramos, no lograba cumplir su más preciado deseo: no pude darle un varón, no le di la oportunidad de corregir su error, confiesa pretendiendo convencerme con su mirada húmeda, aunque sospecho, y tengo fundadas pruebas para hacerlo, que lo único que procuraba era asegurarse ese heredero que, como Esteban me reveló en su vileza, hubiera provocado el ansiado incremento en su parte de la herencia.
En cuanto deslizo en la conversación el tema monetario parece serenarse. Saca un pañuelito inmaculado de su bolso francés de tres mil euros y se enjuga con afectación las lagrimillas que, sí, soy una pérfida, no me han ablandado ni por un momento. De todas formas, agradezco que haya cesado el llanto. Me incomoda ver sollozar a una mujer empeñada en parecer digna a toda costa mientras contempla cómo sacan a la luz sus secretos de alcoba y, sobre todo, tanto llorar me hace perder el tiempo y dificulta mi interrogatorio obligándome a soportar pucheros absurdos e hipidos de niña boba. Parezco cruel, lo sé, pero qué se le va a hacer. Lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo. Además, quedan temas por indagar, como cuál de mis tres preguntas la ha hecho llorar.
Estudio con detenimiento cómo se recompone y comprueba en un espejito si el rímel es tan bueno como la dependienta de aquella perfumería de lujo le garantizó, y llego a la conclusión de que no le preocupa su situación, porque la mancha de mora con otra verde se quita y bien que se ocupa de mantener un cuerpo de bandera de los que llaman la atención por la acera. No encontraría demasiada dificultad en convencer a otro pardillo de que le sufragase los caprichos, y hasta que éste llegue estoy absolutamente convencida de que se las arreglará más bien que mal con el pico que le habrán dejado y con los bienes de las niñas que, mientras no alcancen la mayoría de edad, seguirá disfrutando. En cuanto a si le jodería que a estas alturas apareciera un hijo secreto de su marido, la veo muy segura de que es del todo imposible porque ni por una fracción de segundo se ha planteado, desde el instante en que lo sugerí, que nadie más que ella pudiera haberlo conseguido. Por último, asume que Julio tuviera sus líos, pero me temo que lo considera algo esporádico, a salto de mata, con muchas a la vez o ninguna en especial, así que sólo me queda insistir aquí porque parece que, de todo lo que he citado, lo que más le ha dolido es oírme pronunciar el nombre de otra mujer.
– ¿Entonces no le suena que ninguna Olvido tuviera relaciones con su esposo? -suelto como quien no quiere la cosa y contemplo con toda mi sangre fría cómo le tiembla la mano al guardar sus útiles de belleza en el bolso.
Las lágrimas regresan a su rostro y reprime un gesto de fastidio al notar cómo vuelven a deslizarse por sus mejillas y constatar que el esmerado maquillaje, definitivamente, tiene los minutos contados. Cree recordar con vaguedad que hace muchísimo, tal vez siglos, coincidió con alguien con ese mismo nombre, una compañera de la escuela de modelos quizá, y me da tanta pena, ahora sí, comprender que lo suyo no es más que una cuestión de orgullo femenino herido, que procuro no derramar demasiada sangre mientras me molesto en hacerle entender que conozco en qué consistía en realidad su anterior oficio aunque, gajes de este trabajo, tengo que seguir atacando, y la presiono, la acorralo y le revelo que llevaba años con él, tres años viéndose todos los miércoles sin falta, follando a sus espaldas. Le digo que se trataba de una puta, una profesional del sexo duro que se embutía en prendas de látex y llevaba pelucas de fantasía, que blandía látigos y cadenas si se lo pedía, se lo cuento con las palabras más crudas que encuentro para hacerla reaccionar, soy macabra, no tengo compasión, soy una insensible sin corazón, pero una cosa puedo garantizar: Mónica Olegar sabía que le ponían los cuernos, pero no con quién, de otro modo ya me habría rajado la cara de oreja a oreja con esas uñas de pantera. Y descubrir que se lo hacía con Olvido, sólo con ella, nadie más, alguien de su edad con quien compartió un pasado furtivo, le duele más, mucho más, que si la hubieran engañado con una jovencita en edad de ingresar en la universidad y que derrochara una lozanía de la que ella misma en otra época presumió.
Ahora que le he sonsacado lo que me interesa, y aunque no me siento culpable por haberla exprimido, intento consolarla pasándole una mano por los hombros y me ofrezco a ir a por agua o cualquier bebida que controle sus hipidos. Me lo agradece. Los interrogados siempre se comportan así, en cuanto te muestras amable olvidan que hace apenas unos minutos los molías a palos vestidos de verdades para que te confesaran sus más escabrosas intimidades.
– Gracias, no hace falta, sólo necesito descansar un poco. Estoy muy nerviosa estos días, ¿sabe? La verdad es que llevo bastante en tensión -se confiesa-. Todos mis problemas comenzaron a principios de marzo.
La fecha provoca que una alarma con sirena y luces de colores se instale en mi cabeza: los problemas de Olvido también comenzaron ese mes, fue entonces cuando empezó a emitir cheques por un importe exorbitante.
– Mónica, ¿le están haciendo chantaje? -la asalto a bocajarro y, en una carambola increíble, la esquiva suerte por fin me sonríe y atino.
Su voz tartamudea un ¿cómo lo sabe? asustado y sorprendido. Le explico que a Olvido también la extorsionaban y que por desgracia ahora está muerta, igual que su esposo, y le meto el suficiente miedo en el cuerpo como para convencerla de que todo lo que tenga que contarme no sólo es necesario para la Policía, sino incluso para su propia seguridad y la de su prole.
Sí, la chantajeaban. Alguien amenazó con revelarle su pasado a su marido. Porque Mónica, en su vida anterior, cuando trabajaba para Virtudes como modelo y no se permitía hacerle ascos a ningún cliente lo suficientemente rico como para retirarla de la profesión, se vio obligada por ésta, en más de una ocasión, a grabar con cámara oculta sus escarceos. Nunca quiso hacerlo, me jura por lo más sagrado, pero lo cierto es que lo hizo. No sé cómo tantos años después alguien encontró uno de esos vídeos y pudo reconocerme. Luego se hizo con mi dirección, me envió una copia por mensajero y sólo una hora después un hombre me telefoneó para pedirme dinero, mucho, por la cinta original. Y claro que pagué, me asegura, no soy una imprudente, ¿por quién me toma? Quisiera responderle que posiblemente por idiota, porque sus extorsionadores podrían perfectamente haber hecho un millón de copias tan válidas como la cinta original para arrasar su vida. Pero la cosa no acabó ahí, una vez al mes ese mismo hombre me enviaba más cintas que filmé con otras personas y me pedía una cantidad mayor o de lo contrario amenazaba siempre con contárselo a Julio. Por eso lloro, me explica. ¿Lo entiende? He estado pagando como una imbécil para que no se enterara de en qué trabajé hace tantos años y ahora resulta que todo este tiempo él estaba con una que, para colmo, fue compañera mía.
Vaya jodienda, imagino que pensará, ella pretendiendo aparentar que es una señora y su marido pasándose esa circunstancia por el forro y descendiendo hasta los bajos fondos para comprar, aparte de sexo, quién sabe si algo de cariño y comprensión de una compañera de promoción. Vaya mierda la alta sociedad, podrida e infecta hasta la saciedad, razona Clara ahora que su interrogada se ha esfumado por la puerta bajo el peso de sus lágrimas, que no de su conciencia, y se queda pensando en las ironías del destino y en el curioso modo de chantajearla de ese alguien anónimo que, casi seguro, hacía lo mismo con Olvido.
Mónica hacía los pagos mediante cheques al portador que dejaba en un sobre en las recepciones de varios hoteles del Centro a nombre de diferentes personas, aunque seguro que se trata del mismo perro con distintos collares. Lo cierto, reconoce Clara, es que es un sistema fiable e inteligente de cobrar sin ser visto: el tipo se registra en el establecimiento con una identidad falsa, llama a Mónica, le dicta el número de habitación, fija día y hora y espera a que entreguen la mercancía al recepcionista. Mientras, él vigila la operación disfrazado desde algún lugar cercano al hall por si la Policía ronda el lugar y ya está; a la estafada nunca se le ocurriría indagar, mirar a su alrededor, buscarle en la cafetería o en el ascensor, está demasiado asustada como para plantarle cara o por lo menos sopesarlo. En el fondo no es más que una cobarde empeñada en ocultar al mundo lo que fue sólo por mantener su estatus actual, una falsaria marcada por el peso de su propia interpretación, una desgraciada que pare como una coneja para asegurarse en el testamento su posición, que soporta infidelidades y acepta chantajes sólo para perpetuar su condición.
La viudita le da pena y algo de asco, bastante para ser exactos. Pero de una cosa está segura: ninguna de las muertes ha sido obra suya. Si durante meses no ha tenido valor para subir a la habitación de quien la chantajea y enfrentarse cara a cara, ¿cómo podría asesinar a alguien con premeditación y alevosía?
¿Nunca pensó en avisar a la Policía?, fue mi última pregunta.
Nunca, contestó. No se ofenda, pero me parecen todos unos corruptos. Le sorprendería saber cuántos se aprovecharon de mí en su momento al saber a qué me dedicaba. Si mi intención era ocultar el escándalo, lo último que habría hecho, desde luego, sería confiar en ellos, ¿quién cree si no que da los soplos a los paparazzi cuando un famoso anda metido en líos? Sé que no es su caso, parece una mujer legal, pero hay mucho poli malo suelto. Mucho.
Ya estamos otra vez con el rollo del poli bueno y el poli malo, maldice Clara nada más perder a Mónica de vista. Mira que me revienta el tópico, pero lo que más me molesta no es la repetición del estereotipo sino que, en realidad, si tanta gente me lo dice últimamente, voy a tener que acabar por darles la razón. Y preferiría no llegar a ese extremo.
Tengo que averiguarlo, se dice, tengo que desenmascararlos, no puedo seguir avanzando con esta cuenta pendiente. Hoy es el día. Hoy, que parece que tantas cosas se van resolviendo solas, que apenas hay agentes en la comisaría que me vigilen. Hoy, que no tengo nada más que perder, lo haré. Sin controlar a mi alrededor quién trabaja y quién no, sin que me tiemble la voz ni fallen los dedos al marcar, es algo tan simple como levantar el auricular y hablar. Todo lo demás es cosa del otro: que descuelgue, que me suene su modo de hablar, que no me amenace antes de preguntar…
Clara saca de su cartera la relación de clientes de Olvido escondidos tras un seudónimo, algunos ya desenmascarados, y se encara con los dos nombres que antes la atemorizaban y ahora la arman de valor para destapar al responsable de esta sangría, al malnacido que juega en ambos bandos, que mandó a Santi a cuidados intensivos y que, lo intuyo, lo sé, está tan cerca de mí como para ganarse mi golpe, como para recibir un castigo ejemplar por su felonía.
Mientras piensa en cómo encarar las llamadas, desdobla perezosamente la lista original, redactada a mano de su puño y letra, mucho más cutre pero con los números de teléfono anotados al margen, a diferencia de la que figura en el corcho porque cómo íbamos a ponerla ahí con los números de teléfono, habría sido un suicidio para el esclarecimiento del caso, es información reservada a la que sólo accedemos París y yo, no sea que a alguno de mis compañeros le diese por llamar y pusiera en fuga al culpable o incluso él mismo se viese identificado. Clara alisa sus dobleces con calma y repasa por enésima vez la sucesión de cifras convencida de que algunos números le suenan, pero por qué fiarme de mí si nunca he sido buena en memorizar, si siempre confundo mi documento nacional de identidad con la combinación de la lotería primitiva y no tengo ni idea de los teléfonos de la gente, ni siquiera del de Ramón, porque los llevo todos guardados en la agenda.
Es hora de llamar, decide, y en el cara o cruz mental que se juega en un instante, «Poli Malo» o «Poli Bueno», la lógica de los cobardes se decanta y elige al Malo como primera iniciativa porque no quiere ni pensar quién se esconderá tras el sobrenombre de Bueno, lo más probable es que lo conozca y se siente cerca de mí, demasiado, y yo respirando sin saberlo su aliento fétido.
Se apresta a marcar porque prefiere ampararse tras el auricular de un teléfono que tener que encarar a alguno de sus compañeros, enfrentarse con sus ojos como taladros acusando o defendiendo, en todo caso avergonzados, humillados los suyos también sólo por tener que preguntar. Pero antes, repentina, le asalta una precaución, o quién sabe quizá si no será puro y duro canguelo y contrasta sus números con los que tiene almacenados en su propio móvil.
«Poli Malo» no está en la memoria. Primera decepción. Por el contrario, el número de «Poli Bueno» sí, y Clara siente vértigo al comprobar que es alguien mucho más importante y cercano de lo que le gustaría: Bores, su inspector jefe, ahora mismito al mando de la operación de asalto contra el cargamento de Vito, tan preocupado por quedar bien ante sus subordinados, por no molestar a los mandamases, por actuar conforme a las reglas. ¿Qué significado tiene esto?, se pregunta aturdida: ¿que era cliente de Olvido o que, por el hecho de estar en la lista, es sospechoso de habérsela cargado? No suele facilitar su número personal a nadie, menos aún a un soldado raso, a mí me lo dio Santi en un arranque de nervios meses atrás, cuando un novato de gatillo fácil tiroteó de madrugada a dos sospechosos en un registro que se descontroló y me tocó el marrón de sacarle de la cama porque nadie se atrevía a perturbar sus sueños que, ahora lo sé, debían de ser erótico-festivos y subiditos de tono.
Clara hace memoria y se esfuerza por recordar la expresión de Bores al saber el nombre de la entonces suicidada y hoy asesinada, qué cara puso cuando la vio balanceándose en su casa colgada como una percha, cómo reaccionó ante la imagen de Olvido. Pero Bores, ahora lo recuerda, no entró al apartamento mientras su cadáver estuvo allí, se comió su rabia o su pena al margen de las chanzas y risas de sus hombres, lejos, y podría asegurar que, más que dolor o vergüenza, lo que sintió fue alivio al saber que habían eliminado a un testigo de sus bajezas, una puta menos susceptible de desvelar sus intimidades ante la prensa. Aunque, bien mirado, es un tanto a su favor que, suponiéndose por lógica en mi lista, no haya frenado por ahora cualquiera de mis pesquisas.
El meollo está en el otro, en «Poli Malo», tengo que contactar con él como sea, pero no voy a dejar mi rastro así como así, tonta soy pero no tanto, y se levanta hasta encaminarse a una sala insonorizada que posee teléfonos con sistema de protección y ocultación de número. Lo dicho, no es tonta, no se lo pondrá tan fácil al tipo que, si es poli y es malo, querrá saber sin duda quién y desde dónde pretenden encontrarlo.
Sorpresas te da la vida. La voz que responde al otro lado, meliflua y aflautada, irritada por tener que hacer el esfuerzo de contestar, no es la de un agente sino la de un pez mucho más gordo de lo que jamás imaginó pescar.
Clara cuelga sin hablar, incluso sin respirar. Se asusta tanto al oír a Carahuevo que no acierta a decir ni mu, como cuando con quince años llamas a hurtadillas al chico que te gusta y no te atreves a decirle nada porque lo único que quieres es oír su voz, saber que está ahí y no con otra, aunque casi siempre te salga su padre cabreado porque vaya cruz con que le haya salido un hijo tan guapo y todas las niñas de su clase no paren de llamarlo a deshora.
Y qué hago ahora, se pregunta, sin Santi, sin París incluso, sin nadie que me aconseje y me obligue a mantener la calma.
Lo primero es serenarse, recomponer las ganas y volver a mi sitio como si tal cosa porque, a fin de cuentas, qué ha pasado aquí, que he llamado al «Poli Malo» y Carahuevo ha contestado. Pero todos sabemos que es un obseso, es un hecho demostrado, razona, y como el propio Butragueño reconoció, lo normal es que los clientes se recomienden unos a otros, que se pasen el material, y éste es el gerifalte más alto, el amo del cotarro, el jefe del clan y alternar le gusta un rato, por eso no debería extrañarme que sea un putero y, ya puestos, que busque lo más granado del mercado.
La cuestión es ¿por qué le bautizó Olvido como «Poli Malo»? Según dice el abogado, ella era una estupenda conocedora de la naturaleza humana y jamás se acostaba con nadie a quien temiera no controlar, y a mí me consta que nuestro querido comisario es un marrano, se le podría catalogar seguro como depravado, incluso como desalmado, pero eso no le convierte en un asesino, no significa que la haya matado.
¿Qué hago?, se repite. En realidad no tengo que decidirlo, puedo permitirme una tregua, puedo esperar a que la caza de hoy concluya, puedo contárselo a París cuando regrese para cubrirme las espaldas y, después, podemos hablar con Bores, que a fin de cuentas es el «Bueno», y luego los tres iríamos a por él siempre y cuando no me dejen con el culo al aire, recapacita con su particular humor cínico y malpensado, siempre y cuando los machos no se alíen y hagan de mí una loca obsesiva con un expediente de suspensión o tal vez incluso de despido, rápidamente consensuado y aprobado por quienes ostentan la dirección.
Esto te viene grande, Clariña, esto se está complicando.
Sin embargo en vez de rendirse una repentina curiosidad la acerca al corcho de nuevo. ¿Por qué no probar con el resto? Aprovechemos que estoy sola y ya he hecho la parte más difícil, vayamos a por los otros clientes que la visitaban, uno de ellos podría ser su asesino, no se me ocurre otra persona, alguien a quien no le bastaba con tirársela y quería más, alguien que sabía de su relación con Olegar y conocía al Culebra, alguien con rapidez de movimientos en la ciudad porque, a fin de cuentas, ha liquidado a cuatro aquí en apenas una semana.
Céntrate, se dice, y vete sólo a lo esencial. Masturbadores y fetichistas, pederastas y voyeurs, músicos y enfermos, poetas y enamorados: ¿quién de vosotros puede estar en la memoria de mi teléfono? ¿Hay alguien más entre los agraciados?
Clara regresa a su mesa pertrechada con su lista y su móvil y, porque tarde o temprano tenía que hacerlo a pesar del miedo, comprueba desalentada que ningún otro número coincide. Era demasiado fácil, te has creído que todo el monte es orgasmo. Pero no se desanima, sigue llamando, tiene que hacerlo ella, siempre ella, maldice, porque el juez, obtuso, intransigente, por supuesto varón, no autorizó que pasáramos la lista de los números de sospechosos a las compañías telefónicas para que identificasen a los usuarios. Eran demasiados, arguyó y los motivos infundados, y como la mayoría son números de móviles prepago prácticamente imposibles de rastrear, no me queda más narices que mojarme el culo y llamar tirándoles de la lengua con una conversación que simule ser de lo más insustancial. Al fin y al cabo, se trata de llamadas a ciegas, lo que antiguamente los vendedores de enciclopedias a domicilio llamaban «a puerta fría» o, en este caso, «a teléfono frío». Menos mal que al menos, como el tráfico de datos por parte de las empresas es una auténtica escandalera, a ninguno resultará extraña esta forma de acoso publicitario en la que una hábil teleoperadora -servidora- simula venderles un ridículo producto que nadie necesitaría ni en sus horas más tontas.
Con todo, y aunque parece un plan absurdo, un método tan torpe como simple, consigue identificar, además del «Voyeur Patológico», que resultó ser Kodak, era obvio, y comprensivo la animó a llegar al fondo, a destripar todas las pistas, a seguir buscando porque tú puedes, preciosa, tú lo acabarás encontrando, a un actor de televisión, un apolíneo galán veinteañero que enloquece a las niñas y responde al apelativo de «Gay Frustrado»; a un profesor de selecto colegio privado que no podía ser otro que el «Pederasta Ficticio»; a «Músico Loco», un joven cantautor de tendencias homosexuales y politoxicomanías varias; a «Poeta Ingenuo», un ex alto cargo del Ministerio de Justicia con numerosos poemarios publicados; a un insigne miembro de la jerarquía eclesiástica, «Divino Sacerdote», como era de esperar; a un abuelito internado en un selecto geriátrico, «Viejo Enamorado» y a «Masturbador Solitario», uno de los solteros de oro más cotizados de la jet, uno de esos hijos de rey centroeuropeo destronado que sale en las revistas al lado de nuestro querido Príncipe y que ha tenido líos amorosos con mil y una modelos aunque con ninguna se ha casado.
Y aunque la cosa ha ido bien y no me puedo quejar, concluye la lista con tres alias por desvelar: el «Tarado» no responde y no usa buzón de voz, el «Enfermo de Amor» tiene el móvil fuera de cobertura y el «Bromista Triste», según escucho nada más marcar, está desactivado. Estoy por volver a insistir luego, cuando se me ocurre que quizá sea buena idea grabarme esos tres números en la memoria. Nunca se sabe, tal vez ellos puedan responderme a mí, y mientras copio sus datos en las teclas diminutas, un recuerdo me asalta, ¿qué habrá sido de Reme? Se fue con León y prometió telefonearme cuando llegara a casa. Al final he hecho de todo menos saber cómo se encuentra a pesar de que París me pidió que la vigilara. Es lo que me faltaba a estas alturas: hacer de niñera.
Algo desanimada, más bien aplastada por la rutina de tener que seguir interrogando a más personas desavisadas a lo largo del día, busca de nuevo en su libreta, marca su número y espera a que la niña se dé por aludida. A la quinta señal, parece que se digna.
– ¿Sí…?, ¿quién es?
– Soy Clara, ¿te pasa algo en la voz?
– No, nada… ¿Cómo se te ha ocurrido llamarme?
– Espera, que te lo resumo: vienes a comisaría a ver unas fotos para identificar a una sospechosa, me dices que te planteas dejar al amor de tu vida y en medio de esa catarsis de sinceridad femenina aparece otro agente, el más rarito y pirado de todos, y te vas con él en pleno arrebato vengador todavía no sé bien por qué. El caso es que me haces prometer que mentiré a tu futuro ex novio si se le ocurre preguntar y me dejas preocupada por cómo te irá la noche con semejante baboso. Así que por ti estoy casi sin dormir y con flato de tanta ansiedad. ¿Y dices que por qué llamo?
– Ay, Clara, jolín, no te pongas así, si yo te agradezco el gesto muchísimo, es que hace mucho que nadie se preocupa por mí y no estoy acostumbrada.
– Vale, vale, no me lloriquees. Sólo dime si estás bien, que todavía no soy tan vieja como para hacer de tu madrastra.
– Pues yo también he pasado una noche horrible, y todo por lo que me dijiste antes de irme con tu compañero. No era capaz de pegar ojo y al final me di cuenta de que echaba de menos el hueco de Carlos a mi lado y, bueno, ya sé que ese vacío lo puede cubrir cualquiera, que, además, él suda demasiado y mancha la almohada de amarillo, pero qué quieres… una conoce esos detalles cuando lleva tiempo con alguien y se sabe todos sus defectos, y yo estas últimas horas he pensado mucho, tanto que al final hasta me dolía la cabeza, y he comprendido que prefiero lo malo conocido que lo bueno por conocer, porque a lo mejor resulta que no me estoy perdiendo nada, porque yo hasta hace dos días como quien dice era muy inquieta y me metía en cada lío que tela, pero tela marinera, y la verdad es que de los tíos con los que me he liado no hay ninguno mejor. Porque él, con todos sus aires de grandeza y esos ojos como platos que se le ponen cada vez que me quito el sujetador, por muy previsible que sea, es mejor que andar buscando ligues que no sabes por dónde les da el viento, y mira, me arrepiento de haberme largado tan alegremente con León porque ¿sabes?, ese tío, de tan raro que es, ni me tocó. ¿A ti te parece normal? Fíjate que hasta Alejandra decía que mi cuerpo estaba hecho para el pecado y ya ves, él lo único que quería era hacerme fotos. Menos mal que, en cuanto vi el plan, le dije que estaba muy cansada y que ni de coña me iba a su casa. ¿No va el tío guarro y me dice al salir de la cafetería que por qué no poso para él, desnuda y atada y sentada en una silla con la cabeza echada para atrás, la lengua fuera y las piernas colgando como si me acabaran de estrangular? Y lo tenía todo previsto, hasta se sacó del bolsillo un pañuelo rojo de seda con el que pretendía tapar la lámpara de su estudio porque así mi piel parecería cubierta de reflejos como de sangre.
Joder, joder, joder.
– Reme, escúchame, ¿vas a volver a quedar con León? Dime la verdad.
– Viene en media hora. Dijo que libraba y que quería enseñarme algo. Yo he aceptado, pero sólo para decirle que lo siento pero adiós muy buenas.
– No, Reme, no quedes con él. Llámale y dile que se ha muerto tu abuelo, o tu padre, o tu perro, lo que sea, pero no te pongas a su alcance. ¿Desde cuándo una tía cañón como tú tiene tanta cortesía con un aborto como León?
– Desde que sé que es compañero de Carlos. ¿No lo entiendes? Aunque no me tocó un pelo es capaz de inventarse cualquier trola, de decirle que me he acostado con él y fardar ante todos de que se ha pasado por la piedra a su novia. Qué más da que sólo fuéramos al bar de enfrente, con lo celoso que es Carlos prefiero no correr riesgos ahora que he decidido apostar por él. León llegará en media hora, y cuando suba le dejaré bien claro que lo de tontear con él ha sido un error que no se volverá a repetir. Así me cubro las espaldas, por si acaso.
– Reme, ¿hay alguien más contigo?
– No, estoy sola en casa de mi hermana, en Villalatas, ella está en el trabajo.
– Dame la dirección y, sobre todo, no se te ocurra abrir la puerta.
– ¿Por qué? Me estás asustando.
– No temas, quédate tranquila, es sólo que prefiero que no estés a solas con él, ya sabes que es un bicho raro y un pirado.
– Clara -y noto cómo la niña gimotea-, me está entrando miedo por esa voz que pones, yo no quiero quedarme sola, voy a salir a buscar a mi chiqui…
– No te muevas de ahí y echa el pestillo, ahora mismo aviso a Carlos para que vaya a buscarte. Prométeme que no abrirás a León se ponga como se ponga.
– Vale, no sé qué pasa, pero me fío de ti y te doy mi palabra.
Clara cuelga desesperada, nerviosa, sabiendo perfectamente lo que tiene que hacer, casi subiendo las escaleras de tres en tres hacia la oficina de personal, cuando tropieza en la puerta con alguien que llega con su calma habitual.
– Nacho, ¿¿¿qué haces aquí???
– Ir a mi silla a echarme una buena cabezadita, lo de siempre. Trabajo aquí, no sé si te acuerdas. ¿Pasa algo?
Pero ella no tiene tiempo para ofrecerle una explicación coherente, sólo quiero salir, correr, quitarme de encima esta angustia que me atenaza y actuar para después, por fin, descansar.
– ¿Tú sabes adónde se dirigen Bores y la patrulla? -le apremia.
– Claro que sí, fui yo el que ayer estaba de guardia y capté el soplo en el polígono. La operación parte con un seguimiento desde la terminal de carga del aeropuerto para luego darles el alto con la mercancía en la carretera o cuando la estén introduciendo en la nave industrial.
– ¡Mierda! ¡No puede ser!
– Pero no me grites, nena, tampoco es para ponerse así porque te hayan dejado en tierra. Mírame a mí qué tranquilo estoy, a veces si no se puede, no se puede y además es imposible.
– Toma, te apunto en este papel el móvil de París y una dirección. Llámale desde ya y cuando consigas dar con él le dices que lo deje todo y salga pitando a casa de la hermana de Reme. Está en peligro y hay que protegerla. Y tú también sal ahora mismo hacia allí, a ver quién de los dos puede llegar antes.
– ¿En dónde vive?
– En Villalatas.
– Anda que queda cerca. Yo en esos barrios dormitorio siempre me pierdo, todas las calles y los bloques son iguales -pero ante la mirada amenazadora de Clara, recula-. De acuerdo, cojo las llaves de un zeta y le voy localizando por el camino.
– Y no se te ocurra utilizar el póker ni la radio del coche, podría interceptar la conversación y le pondríamos sobre aviso, de lo que se trata es de pillarle desprevenido, ¿entiendes?
– Pero ¿de qué me estás hablando?
– Ah, y no le comentes a nadie adónde vas, ahora sólo me fío de ti, ni siquiera de París. Cuando hables con él por tu teléfono no le cuentes nada de esta conversación, no le digas que no confío en él, sólo comunícale lo que acabo de contarte y que salga escopetado a buscar a su novia.
– A ver, aquí qué coño pasa, esto me está escamando si ya ni siquiera confías en tu propio compañero. ¿Y tú por qué no vas allí si tan claro lo tienes?
– Yo me voy a por pruebas al domicilio de ese cabrón que quiere cepillarse a Reme para pillarle por los huevos y que luego no tenga escapatoria legal. Si cuando llegues a Villalatas él ya está allí, desármalo y espósalo en cuanto le veas y no te dejes engatusar por nada de lo que te diga. Confía en mí.
– ¿Así que le conozco? ¿Y va armado? Jodeeeer…
Clara ya no contesta, se acerca como hipnotizada al corcho, donde ríe frente a ella con su boca llena de celdas el cuadro con las guardias que le demuestra como una burla, para su desconcierto y desazón, que la noche del martes, el día en que asfixiaron a Santi en El Pardo, el ahora principal sospechoso, uno de sus propios compañeros, ese poli al que el Culebra temía y que decía pringado de mierda hasta el cuello, que apenas sale a la calle a patrullar y no se despega nunca de su ordenador, estaba de guardia, precisamente con Nacho.
– Clara, Clarita, atiende un poco porque esto no tiene sentido -implora éste-. ¿Quién es ese tipo del que me tengo que proteger?
– Dime una cosa -pregunta con voz ausente, haciéndose la tonta que, suavemente, le intenta sonsacar-, ¿tuviste guardia el martes por la noche?
– Sí, pero no me estás respondiendo.
– Ahora te cuento, ¿quién fue tu compañero esa noche? Aquí pone que León. Qué raro, él siempre inventa pretextos para no salir de comisaría.
– Pues se tuvo que joder. Los turnos están para cumplirlos.
– Así que estuvo de guardia contigo, ¿toda la noche?
– Toda. ¿Por qué lo preguntas? -y Nacho que empieza a mosquearse.
– Venga, dime la verdad, ¿no os separasteis ni un segundo?, ¿no te fugaste media horita a comprarte un bocata de calamares por ahí?
– Que no, joder, qué pesada, estuvimos juntos, no nos movimos del coche, hora tras hora con ese friki a mi lado sin hablar de nada, mirando por la ventanilla y encima ahora tú dando la brasa con estas chorradas, ¿no tenías tanta prisa por ir a auxiliar a Reme? ¿Me quieres contar a qué viene todo esto, quién es ese tipo que te tiene acojonada y al que ni siquiera sé si conozco?
– Claro que le conoces. Es León -confiesa sin mirarle, cogiendo una segunda pistola de su cajón, saliendo ya por la puerta a zancadas, con el corazón en un puño y una firme determinación.