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XXV

– Perdona, ¿podrías decirme cuál es el domicilio del agente León Cortés? Pertenece al grupo judicial -solicita Clara con una sonrisa obligada a la encargada de administración, conteniendo su respiración, fingiéndose calmada.

– ¿Motivo? -cuestiona ésta sin alterar el gesto.

– Acaban de avisar del hospital de que su madre se ha caído en la calle y es probable que se haya roto la cadera. Le han estado llamando al móvil toda la mañana pero lo tiene apagado y en su casa el fijo comunica. Me preguntan si alguien podría trasladarse hasta allí y avisarle -como ve que la agente duda, compone su expresión más compasiva para suplicar un poco de humanidad, un mínimo de comprensión-. Se me parte el alma al pensar en la pobre anciana tan sola en urgencias, tan desvalida…

– Se te partirá por ella, supongo, porque el hijo es un mamón.

– Cierto, pero su madre no tiene la culpa de que él se hubiera tirado de la cuna cuando era pequeño.

La oficial se sorprende pero sonríe, teclea el nombre y parece satisfecha cuando en pantalla aparecen los datos. Instantes después señala con su barbilla el folio que la impresora vomita mientras le guiña a Clara un ojo:

– Ahí lo tienes. Utilízalo como quieras. No me importa si lo de su madre es verdad o una trola que te acabas de inventar porque quieres ir a su edificio a prenderle fuego. Todo lo que se te ocurra me parecerá poco.

Clara agarra la hoja antes de que la máquina termine de escupirla, tan agitada que parece que arrancara un hueso de las fauces de un perro hambriento. Nerviosa, atolondrada, se vuelve para excusarse por su impaciencia y agradecer la ayuda, pero la oficial la frena.

– No me des las gracias. Nosotras no hemos hablado y yo no te he dado esa dirección. ¿Entendido?

– Gracias -balbucea Clara de todos modos mientras se marcha.

– ¡Y dale duro! -grita la oficial de lejos con el pulgar en alto.

*

León vive en el Centro, no demasiado lejos de comisaría, en realidad a no más de veinte minutos andando que se convierten, tal y como está Madrid, en cuarenta en coche, pero incluso este lapso se me hace eterno porque me come la impaciencia y siento que no aguanto más. Necesito saber qué ocurre, localizar a todos en general y a uno en particular, averiguar qué trama León, por qué miente París, qué calla Bores y por qué, a ver, tengo que ir sola a casa de un sospechoso sin saber qué me espera, qué voy a encontrarme, por qué no me atrevo a contar con nadie ni a pedir un poco de apoyo y ahora, conduciendo lo más rápido que puedo en esta gymkhana de socavones y túneles que es mi ciudad, me da por rebobinar y no acierto a entender cómo puede ser que León estuviera de guardia la noche del martes frente a la mansión de Vito, porque entonces no pudo ser él quien intentó cargarse a Santi en El Pardo y ya no sé de quién fiarme y de quién no, porque vamos a ver, por qué iba a engañarme Nacho, no tiene sentido, si es un colega, alguien que te ha cubierto las espaldas durante años, que nunca me mentiría, que jamás me falló. Será eso, nada más que una fea casualidad, una falsa alarma, hay mucho degenerado suelto pero no todos tienen por qué ser asesinos, que a alguien le guste el sado no significa por narices que tenga manchadas de sangre las manos. Llegaré a su guarida y comprobaré que es desagradable, tenebrosa, propia de un pirado apocado que, obsesionado, robó la idea de la escena del ahorcamiento de Olvido y, en uno de sus juegos morbosos, quiso representarlo.

Pero llego y saco más detalles sobre León: sus vecinos no se fían de él y la portera lo tiene atravesado. Aquí ninguno sabe a qué se dedica y, aunque ha comentado que es policía, creen que va de farol y nadie se lo ha tragado. Demasiado raro para ir armado, ¿no les hacen exámenes psicológicos antes de ingresar en la academia? Tendría que reconocerles que sí, pero dudo que entonces creyeran que cualquiera de mis compañeros y yo misma pertenecemos al Cuerpo. Lo más curioso, con todo, es que ni siquiera hizo falta sonsacar al personal, como habría sido lo habitual. Si conoces los mecanismos básicos para camelar, la probabilidad de que el juego de ganzúas duerma el sueño de los justos en el bolsillo de la chaqueta es alta, pero en este caso, y para mi sorpresa, ni siquiera fue necesario, las cotillas me lo resolvieron todo. En cuanto pisé la entrada del inmueble, la portera quiso saber sin disimulo a qué piso me dirigía; tercero c, respondí, y el grito que lanzó fue de antología: ¡Mariiiiiiii, una chica ha venío a ver al zumbao! De inmediato, una cabeza sembrada de rulos asomó curiosa desde el hueco de la escalera y, al final, la interrogada acabé siendo yo: que de qué le conocía, que ahora no está porque lo vio salir temprano cuando fregaba la escalera, que le dejó una copia de la llave para cuando se presenta el del contador y que hay que ver, una chavala tan fina que viene a su casa para darle una sorpresa por su cumpleaños sin que le paguen, no como a las otras.

El comentario no me asombra demasiado, pero ya dentro no puedo evitar, pese a todo lo que imaginé que encontraría, que la realidad me impresione. De un dueño tan maniático, tan meticuloso, tan remilgado, esperaba un orden milimetrado y, al contrario, nada más entrar me doy de bruces con una fantasía barroca y asimétrica de colorido abigarrado, la morada de alguien obsesionado por el coleccionismo de kiosco. Parece ser que le gusta atesorar objetos, pero sin el gusto de Terence Stamp en sus mejores tiempos, y es que el mundo está plagado de acaparadores frustrados: expositores con falsos huevos Fabergé, miniaturas de coches antiguos y plumas estilográficas de tienda de todo a cien, un juego de réplicas de dedales del siglo diecinueve, máscaras venecianas en doscientas veinte entregas, otras trescientas cuarenta semanas colgado de los mejores diseñadores de zapatos y, en lo que parece ser su despacho, un armario empotrado cerrado a cal y canto. Lo abro, a ver para qué estoy aquí si no, y lo encuentro repleto de ropa de mujer de estilo siniestro y desfasado. Recuerdo de golpe mi sueño, aquel en que me veía en medio de una mascarada, como en un baile de disfraces macabro precisamente con León riendo desencajado. Voy pasando con cuidado las perchas y admiro la pedrería de los trajes de época, el imponente cuero de los corsés, la excepcional elaboración de los encajes de la ropa interior. No me cuesta imaginarlo echándole una ojeada aquella noche al vestidor de Olvido en su apartamento. Que es un fetichista está claro, pero no me basta, yo he venido a comprobar si es capaz de cometer un asesinato.

Lo importante tiene que estar en su escritorio y en el ordenador y, mientras éste arranca, Clara se enfunda los guantes y registra con cuidado el contenido de los cajones. De uno asoma una carpeta de cartoncillo marrón que le resulta familiar, después de tanto archivar su color desvaído me es inconfundible y sé sin abrirlo que es el expediente desaparecido, con sus huellas y antecedentes y una foto que la mira a los ojos nada más abrir la solapa y pretende asustarla con sus dientes picudos y afilados. El corazón le da un vuelco y asume que debe sentarse, que no puede pararlo, que se le va a salir del pecho y aterrizará, vencido y exhausto, sobre la sonrisa siniestra de Cara de Gato.

Pero no me dejaré vencer por el pánico, no voy a amilanarme, esto empieza a adquirir sentido y sólo tengo que atar bien estos cabos, estoy armada y León no va a aparecer ni es un digno adversario, ahora estará de camino a casa de la hermana de Reme. Atrévete, sigue buscando. Y lo hace, cómo dejar de hacerlo aunque no puedo soportar estar sobre su silla en donde seguro que se la pelará como un mono ante las guarrerías que tendrá almacenadas en su ordenador que ahora, irónicamente, muestra como fondo de pantalla una preciosa e inocente vista de Madrid, una toma casi aérea desde la azotea de un rascacielos alto, muy alto, un rascacielos que conozco, con un vergel privado para uso exclusivo del amo, oculto de las miradas indiscretas y cercado por una barandilla de acero y cristal en donde apenas llega el ruido del tráfico.

Clara está sonada, actúa como un zombi, las piezas van encajando en su cabeza y la intuición es lo único que la orienta. Quiere apartar la vista, no fijarla en el monitor, no recordar esa tarde que pareció irreal y fue, lo sabe, tan cierta, tan cercana, tan llena de sospechas y hasta de terror, le duele recordar aquellas manos en su cuello pero entiende que debe sobreponerse y seguir escudriñando. Repara en un icono con forma de bobina de cine y con el cursor pulsa dos veces conteniendo una vez más la respiración y contemplando cómo se abre un programa que sirve para editar vídeos. Este pervertido seguro que es capaz de rodar películas porno caseras, murmura. Aquí hay material, piensa mientras lee infructuosamente los títulos de los archivos hasta que distingue a la derecha el primer fotograma de la grabación más reciente que León manipuló. Es una instantánea detenida en el tiempo en donde aparece una cama y en ella una mujer tendida, que viste corpiño y medias con liguero. Los hombres sonríen mientras admiran su indefensión, casi parece que se relamen y me niego a pulsar el play, no quiero ver más, para qué. Sé que la cámara inmortalizó la escena desde el cabecero oculto en la pared, sé cuándo ocurrió porque una fecha brilla con números verdes en una esquina, 9 de octubre, miércoles, y sé lo que pasó después porque, en la imagen, Olvido aún estaba viva.

Mareada, al borde de la náusea, se levanta casi sin fuerzas, se sitúa frente a la librería y busca, necesita más, todo es poco para demostrar con qué tipo de desalmados estamos tratando. Sus dedos tiemblan mientras recorren los títulos de las obras hasta que, finalmente, entresaca uno de portada amarilla y lomo vencido. La foto de la cubierta, en blanco y negro, responde a una de las imágenes del largometraje que dio popularidad a la novela, la ha contemplado antes enmarcada en un despacho como cartel de cine y no se perdona no haber caído en el secreto que sugería. Por si cupiera alguna reserva a estas alturas, la dedicatoria de la primera página se molesta en despejar cualquier asomo de duda: «A mi querido amigo León, como prueba de admiración hacia su talento». La firma es ilegible, apenas un garabato, pero sé a quién corresponde, lo he tenido delante de mis narices desde el primer momento.

Sin avisar, un teléfono comienza a sonar desde una mesita supletoria y provoca en Clara un beneficioso respingo que aleja sus remordimientos, ese típico resquemor del policía que se siente culpable por no haber descubierto antes la clave de sus pesquisas. Antes de cogerlo echa un vistazo rápido a la pantalla digital y no necesita comprobar en su libreta que es uno de los números escondidos en la lista de clientes de Olvido, uno de los pocos que no consiguió despejar y que, por eso, sigue grabado en la memoria, el del mismísimo «Tarado». Y cómo permitir ahora que le salte el contestador, que le responda una máquina fría, metálica e impersonal. No, no puede irse de rositas. Sobresaltada, descuelga con temor de oír su voz, cualquier voz, pero para su disgusto y su temor nadie pregunta al otro lado, sólo hay silencio y la cadencia pausada de una respiración. La espera se prolonga más de lo necesario e, incómoda, decide claudicar. Esta pantomima ya dura demasiado.

– ¿Quién es? -e intenta parecer calmada, pero el corazón, vaya día lleva hoy, está a punto de salírsele por la garganta.

– Hola, Clara, ¿qué te parece mi casa?

– Interesante. ¿Cómo has sabido que estaba aquí, León? -y procura por su madre no atragantarse, que el «Tarado», que no tartamudea, con una envidiable seguridad, con un desconocido aplomo en su voz, no note el miedo que la deja casi sin aliento.

– Olvidé recoger algo, regresé y casualmente vi desde la calle una sombra tras mi ventana. Y aquí me tienes ahora, haciendo una llamada de comprobación, sólo que jamás habría imaginado que mi… invitado se atreviese a responder -lo único que buscaba era oírme, saber quién allana su santuario-. Ni que fueras tú.

– No sabes cuánto siento haberte decepcionado.

– Da igual. En todo caso, y ya que estás ahí, adelante, sin miedo, como si estuvieras en tu casa. Siento mucho no haber subido a recibirte como un buen anfitrión pero no podía entretenerme. Tengo una cita importante que atender en la otra punta de la ciudad, y no me gusta llegar tarde.

No puedo insultarle ni rogarle porque el muy cobarde no tarda en colgar, debo actuar con celeridad, ser más lista que él, conseguir cuantas más pruebas mejor y asegurarme de que esos dos pongan a salvo a Reme si es que no se han entretenido por el camino. Llamo a Nacho sin perder un segundo y me informa de que ya está con ella, histérica y asustada pero de una sola pieza, y de que también han hablado con París, pero ésta me quitó el móvil de la mano, nena, no sabes cómo se puso, y se lo ha contado todo exagerando como sólo una llorona sabe hacer, inundándome el móvil de lágrimas como si hubiera estado al borde de la muerte cuando aquí no ha llegado nadie aún y la petardilla aquí presente ni ha salido de su rellano. Vaya loca. Y tu ex tiene un cabreo tremendo, te aviso, eres la única que sabe qué está pasando y como no sueltes prenda aquí va a arder Troya. Se lo explico brevemente, lo del pañuelo rojo sobre la lámpara que iba a usar en la fallida sesión fotográfica que pretendió hacerle a la niña, que ése era uno de los elementos destacados de la escena del crimen de Olvido, colgada del techo, balanceándose como una sirena del aire y vestida con un corsé anticuado que no encajaba con su vestuario, que su número de teléfono aparece en la lista de clientes bajo el alias de «Tarado» y que guardaba en uno de sus cajones el expediente de Malde, aunque bien que se encargó de acusar a Javier el Bebé.

Nacho calla un momento y al rato me transmite las órdenes de París que recibe a través de su móvil en una absurda conversación a tres bandas que, pese a todo, mantenemos expectantes, como si nos fuera, y porque en el fondo es así, parte de la vida se nos puede ir en ello: dice que pasa de la operación antidroga, que allí no hay más que rascar; desde casa de Vito le han seguido la pista a los suyos hasta el aeropuerto y luego hasta la nave del polígono industrial, donde ahora los tienen rodeados sin escapatoria posible, en cuanto Carahuevo dé la orden los cogeremos a todos con las manos en la masa, pero ¿quién quiere la gloria cuando su prince, su Reme está en peligro? Carlos piensa coger un coche y salir escopetado hacia Villalatas a salvarla, y se le ve muy decidido, así que, chavala, olvídate de hacerle desistir.

Ni lo pretendo, yo lo que quiero es ir con ellos.

Pero no, tú no, Clara, y es lo de siempre, tanto uno como otro me lo prohíben tajantemente: sigue recabando pruebas en casa de León y déjanos esto a nosotros, que es cosa de hombres. No te arriesgues, no te impliques, no te mojes. Tú a tus cositas, a abrir cajones y buscar indicios con la pistola bien enfundada, que eso es lo que se te da mejor. Además, añaden, estás demasiado lejos para llegar a tiempo y el sospechoso te lleva demasiada ventaja, no podrías alcanzarle y es mejor no ponerle sobre aviso para que en la supuesta cita a solas con Reme le cojamos desprevenido.

– Sois unos cabrones -les grito-, tanto o más que Bores. Es la segunda vez en un día que me dejáis fuera. Yo he conseguido atar los cabos para dar con el presunto culpable de por lo menos un asesinato y ahora me sacáis del juego justo cuando toca detenerlo. No me esperaba esto, y menos de vosotros.

Y les cuelgo sin esperar excusas ni parabienes ni un no te pongas así, Clara, si es por tu bien. Y pensar que confiaba en Nacho, que hasta ayer defendí a París cuando su novia quería dejarlo… Al menos esta habitación está tan llena de cosas que si me esmero seguro que doy con algo más que le cargue de evidencias en contra, que le haga penar muchos años a la sombra, como El talento de Mr. Ripley, la novela de Patricia Highsmith que encontró en su librería y ahora sujeta con firmeza bajo el brazo. Antes de guardarla, por si acaso, la agita con delicadeza sobre la mesa, no vaya a ser que dentro esconda algo y, en efecto, de entre sus páginas sale volando un pedazo de papel con algún tipo de dibujo hecho a mano, aunque no se trata de la misma caligrafía que muestra en la dedicatoria. Rebusca entre las libretas desperdigadas por el cuarto, comprueba las carátulas manuscritas de las cintas de vídeo, las notas apresuradas que penden del corcho y, sin duda, es la letra de León.

El esquema consiste en un triángulo esbozado con precipitación y, en cada vértice, un nombre: Julio César Olegar, Santi y Vito. Los dos primeros están tachados y no hay que ser una lumbrera para percatarse de que falta un último blanco por eliminar. Pero aún hay más: en el interior del equilátero destacan tres monigotes mal dibujados, de cada uno salen flechas que apuntan selectivamente a dos de los vértices pero nunca a todos a la vez, de modo que cada objetivo es asaeteado por dos de los tres monigotes. Y yo me pregunto, ¿quiénes serán los ejecutores? Apuesto a que uno es el propietario de esta vivienda, ahora sólo me queda confirmar la identidad de sus compinches, aunque no hace falta elucubrar demasiado sobre quiénes pueden ser y a qué miembros del trío corresponderá borrar a Vito del firmamento.

Clara no se molesta ni en apagar el ordenador. Guarda el esquema, el libro y el expediente robado en sendas bolsas herméticas y sale disparada escaleras abajo. De pronto está clarísimo cuál es la verdadera cita de León y, lo que es peor, que mis compañeros y yo nos hemos equivocado.

*

La mansión de Vito, gigante, siniestra, no es que parezca vacía, es que lo está. Por primera vez no diviso a nadie junto a la verja. Los gorilas se han esfumado, igual se sumaron a la operación prodroga en el aeropuerto o tal vez hayan regresado a su selva, me da igual, lo que importa es que se han pirado. Como vengo a salvar una vida y a este trabajo hay que echarle arrestos, llamo al timbre con insistencia y descaro, pero nadie responde cuando muestro la placa ante la cámara de vídeo y grito mi nombre bien alto. Decido pasar al plan B, porque soy de las que tienen recursos y no se quedan paralizadas por la incertidumbre cuando menos falta hace. Retrocedo hacia mi coche, sé que aún deberían estar allí, en el maletero, olvidados como juguetes viejos que han perdido su interés, los planos del registro que Ramón me consiguió de su amigo, el pianista pelmazo. Conscientes de su importancia, nunca perdieron el convencimiento de que serían esenciales para el desenlace de esta historia y ahora parece que se burlen de mí. No me gustan los presuntuosos, así que los extiendo sin miramientos sobre el capó y con mi índice delineo el perímetro de la finca hasta dar con una puerta de servicio en la parte posterior, en teoría más accesible que el altísimo enrejado del acceso principal.

Rodeo el muro intentando no perder de vista las ventanas del piso superior y me siento, de pronto, como paseando por Sarajevo. La calle está vacía, parece que no haya un alma alrededor pero, como te confíes, en menos de lo que tardas en parpadear te acribilla un francotirador. Nada más doblar la esquina me enfrento a una enorme tapia completamente cubierta de hiedra espesa entreverada de madreselva. La supuesta entrada brilla por su ausencia y es ahora cuando me acuerdo del pianista y de su madre, pero también de mi abuelo enseñándome a trepar, explicándome por dónde atacar a un árbol, o a un muro, que es lo mismo llegado el caso, y cómo evitar a los bichos. Protégete bien, pequeña, se agarrarán a los pliegues de tu ropa, se meterán en tus bolsillos y se enredarán entre tu pelo, quieren que te despistes, que no atiendas a donde apoyas los pies. Me quito chaqueta y remango mi camisa, recojo el pelo en una coleta bien prieta y empiezo a tantear la pared: con mis dedos palpo bajo la espesura que recubre la piedra y siento cómo las hormigas comienzan a escalar por mis brazos y se pasean por mi piel, pero no lograrán hacerme desistir, me lleno las uñas de mugre y poco a poco avanzo a lo largo de esta barrera que estoy decidida a franquear. Hay partes húmedas y terrosas bajo las hojas, tijeretas odiosas como alacranes en miniatura deseosas de morder, avispas dispuestas a defender su territorio y, curiosamente, me dan más miedo sus picaduras que las balas que pudieran alcanzarme desde cualquier tejado. No te preocupes, pequeña, susurra otra vez la voz al oído, no existe nada en el mundo que te detenga.

Pero los troncos nudosos de la hiedra, esa red de marañas empeñadas en impedirme avanzar, resultan demasiado endebles para soportar mi peso y cada vez que intento ascender se quiebran sin piedad. Hay que cambiar de método, descender lo poco que he escalado y buscar con paciencia la puerta trasera que señalaban los planos. Tiene que estar bajo esta capa de verde, y empiezo a tantear a lo largo golpeando suavemente con los nudillos. Tras unos minutos interminables de sortear telarañas e insectos varios, percibo una diferencia al tacto. Esto no es piedra, suena a metálico. Acerco la cara como si pudiera percibir su aroma y de improviso una araña negra con rayas amarillas salta a mi mejilla, se pasea por mi oído y pretende anidar en mi cabello. Contengo un chillido y la aparto de un manotazo antes de que mis gritos revelen mi presencia a todo el vecindario, la pisoteo en el suelo con saña y un perro callejero pero de raza, un perro grande y dócil que ha crecido demasiado y que tal vez haya sido expulsado del paraíso de los chalets de lujo ahora que ya no es un tierno peluche, me mira con incredulidad y un punto de espanto. Pero no me desvío de mi misión y, con las manos desnudas, sabiendo dónde están sus bordes, arranco tiras de hiedra hasta romperme todas las uñas y perfilar el marco de la puerta. El olor de la madreselva recién cortada me envuelve y recuerdo a mi abuela advirtiéndome de que no me dejara embriagar por su perfume o no te casarás nunca, me río y hablo a nadie, a ella, porque su recuerdo me anima, a la pared que me agobia, a mi sombra, y les digo mírame ahora, aquí estoy, casada y más sola que la una, sin más compañía que un chucho abandonado, oliendo a chuchamel. Acto seguido se descubre ante mis ojos la típica portezuela olvidada de metal oxidado y con la pintura desconchada que da paso al vergel, una princesa dormida durante cien años que me espera sólo a mí, a nadie más que a mí. Como no estoy para disimulos, me felicito porque la parte de atrás de las mansiones den a pasajes desiertos y, comprobando que no hay nadie en derredor, le descerrajo un tiro que suena a cañonazo y entro precavida. Creo que si alguien quedaba durmiendo a estas horas ya se habrá despertado.

Tras el ábrete sésamo me precipito ante un jardín encantado, umbrío y siniestro, con desagradables sorpresas ocultas que asumo que me toparé porque no me queda más remedio que internarme en él. Me pongo la chaqueta de cualquier manera y avanzo con la pistola en alto. Recuerdo que Vito habló de sabuesos, no quisiera tener que dispararles, pero no dudaré un segundo en hacerlo. Me los imagino saltando sobre mí, dóbermans fieros como los de las películas de nazis acechándome a la vuelta de cada árbol, tras cada seto de rosas cultivadas con esmero. A mi derecha, un cobertizo que supongo para los aperos del jardinero, con dos ventanucos cuya vigilancia aviesa hace que no me cueste nada intuir a algún secuaz del jefe apuntándome agazapado a través de ellos. Sin embargo, aunque preferiría no pasar por delante y dar un rodeo no olvido que el reloj corre y, tarde o temprano, no me quedará otra que arriesgar, de modo que decido arrastrarme justo por debajo de sus postigos, fuera del ángulo de visión de los supuestos pistoleros que con probabilidad nunca se escondieron dentro y, resoplando, alcanzo un camino de baldosas amarillas que para mi desilusión no conducirá al mágico mundo de Oz sino a la mansión. Una bifurcación del sendero se dirige al coqueto cementerio de mascotas y deduzco que los únicos guardianes que ahora mismo se encuentran en esta finca son los que ahí descansan tranquilos. Mejor para mí, en contadas ocasiones he efectuado disparos de advertencia al aire pero jamás apunté a un objetivo en movimiento, reconozco mientras llego por fin a un muro del edificio y me apresuro ansiosa a poner mi espalda a cubierto. Intento contener mis jadeos y pensar rápido, sin perder un instante, por dónde demonios me colaré. La entrada principal estará cerrada a cal y canto y, además, no quiero seguir deambulando por el jardín, no tiene sentido que permanezca fuera, ofreciendo desde cualquier ángulo del piso superior una excelente visión de mi cabeza, cuando lo más seguro es que se hayan dejado abierta la ventana de la cocina, a sólo una decena de metros de mí, que es lo que siempre pasa por más obsesos de la seguridad que sean los dueños de la casa. Nunca entenderé esa lógica confusa predispuesta a creer que a los cacos no se les ocurrirá rodear la vivienda e intentarlo por la parte de atrás, casi siempre desprotegida, con una puerta que las más de las veces ni siquiera tiene un pestillo, con hermosas cristaleras que romper sin que nadie repare en ello o una gatera por la que cabría hasta el gordo de Papá Noel. Me río como una idiota sólo de pensarlo, será el nerviosismo, mientras con la pistola en una mano y la otra sobre el picaporte giro lentamente con sigilo y… voilà, pues no ha sido para tanto. Le imprimo un leve empujón para que se abra sola y me preparo junto al dintel, alzo el arma y uno, dos, tres, entro en tromba con el cañón por delante apuntando sin saber a qué.

Winston, creo que así se llamaba, moreno, pelo negro, algo escuchimizado, no puede ser otro más que el chófer latinoamericano del que me habló París, me mira aterrorizado con los ojos fuera de las órbitas y su cara demudada.

– ¿Dónde está tu jefe?, ¿dónde está Vito? -le grito.

– El… el… señor… no… no está -tartamudea.

– ¿Hay alguien más en la casa?

Con un dedo tembloroso que tarda una eternidad en levantar señala al piso de arriba. Le dejo sin decir nada más, creo que recuerdo el camino y la escalera enorme y pretenciosa, así que pasando olímpicamente del ascensor, por una cuestión elemental de precaución, asciendo con cautela hasta la última planta. Voy revisando una por una las habitaciones, abriendo puertas a patadas, contando hasta tres para entrar, cada vez con menos aire que inspirar, ya casi al borde del colapso. No doy con nadie hasta llegar a una de las últimas estancias, un dormitorio coqueto y de paredes rosadas. Sentada sobre la cama, con un pañuelo arrugado enjugando sus mejillas, Virtudes me mira como si llevara esperándome una vida.

*

A veces dos mujeres sin nada en común y en una situación extrema, sorprendentemente, se entienden bien. La bicha está inquieta y se le nota angustiada y, por qué no decirlo, yo también, pero ambas nos empeñamos en disimularlo. Quiero resolver este maldito caso y ella salvar a los suyos, si compartimos intereses comunes, ¿por qué no íbamos a terminar colaborando?

– Con razón parecías demasiado digna para ser puta -afirma en cuanto se recompone-. Pero tampoco me encajas como policía. Eres rara. No digo diferente, digo rara.

– No es la primera vez que me lo comentan -respondo más tranquila en cuanto compruebo que está sola en la habitación y no oculta ningún arma.

– ¿Te apetece un café? Puedo pedirle a Winston que nos lo suba.

– Preferiría, si no te importa, que me respondieras a algunas preguntas.

– Con café se contestan mejor, así tendremos algo que sujetar entre manos.

– Entonces que sea tila.

Está dispuesta a hablar, qué remedio. Las perdidas no dudan en tirarse al río, y menos si con tu pistola les apuntas entre pecho y pecho. Con todo, preveo que la conversación será razonablemente distendida: las dos somos mujeres de armas tomar empeñadas en demostrar que nadie nos amilana. De momento, en los previsibles instantes de silencio inicial, se limita a revolver con parsimonia su taza con una cucharilla que brilla ante mis ojos como una faca.

– Esa cubertería me suena.

– Es de plata, muy antigua, recuerdo de familia… -no deja entrever que le sorprende mi respuesta.

– El Culebra guardaba como oro en paño en su chabola una pieza igual, con las mismas iniciales, y tú estuviste en su entierro con Vito. Creo que es hora de que me expliques qué te une a ellos.

No quiere hacerlo, lo noto, pero no le queda otra. Toma aire, bebe un sorbito y, dando por sentado que sé que Olvido y el Culebra eran hermanos, me revela que era la madrina de ambos.

– Y Vito el padrino -añado. Me mira inquisitiva y me permito explicarle cómo llegué a esa conclusión y, de paso, que todo sería más fácil si dejara de minusvalorarme y, de una vez, entendiera que la Policía no es tan tonta como parece.

– Era lo normal en aquella época -añade por toda respuesta, sumida en sus recuerdos, como si no hubiera escuchado lo que acabo de decirle-. Si un hombre se desentendía de sus hijos, su familia tenía el deber moral de hacerse cargo. El padre de Olvido y Enrique siempre fue un chulo, un bandarra, y con la excusa de hacer un capital emigró a Sudamérica cuando, en realidad, huía de sus problemas, lo supe nada más enterarme de que no quiso reconocer a la niña, sólo le preocupaba su primogénito, a él sí le dio su apellido y hasta su nombre. Vito le acompañó igual que un perro faldero y al cabo de muchos años regresó solo. Desde entonces siempre se ha sentido en deuda, nunca ha dejado de criarlos como si fueran sus propios hijos. Eso es lo que nos ha jodido: estaban gafados.

– Sólo eran dos niños, ¿por qué esa inquina hacia ellos?

– Interferían en mi vida, molestaban, el mero hecho de que existieran frenaba a Vito, le debilitaba y yo tenía la cabeza en otras cosas.

– Como en Valentín, tu hijo.

– ¿Cómo lo has sabido? -salta.

Podría responderle que no es tan difícil llegar a esa conclusión, hay cosas que se notan, que saltan a la luz aunque no se digan, como la aversión de Vito por Malde, su «hombre para todo», y que a pesar de eso lo mantenga a su lado, lo que sólo podría obedecer a un motivo tan antiguo como el hambre: un vínculo familiar o, en otras palabras, enchufismo. Todo encaja, Virtudes entra y sale de esta mansión como si fuera su propia casa, dirige un tentáculo de sus negocios, la prostitución, y hace y deshace convencida de su influencia, sabedora de su valor. Además, esos ojos de loco son hereditarios.

Ante mi mutismo, la alcahueta se ofende.

– Tú no eres quién para juzgarme, no sabes lo que era nuestra vida entonces ni lo que significaba ser madre soltera. Pero al menos mi hijo tiene sus propios apellidos y gana lo que trabaja, no le debe a nadie ningún favor.

Se me ocurre que ahora es un momento perfecto para contestarle que sí, por supuesto, sólo por los méritos de su niño el mayor capo de esta ciudad tiene por asistente a un exterminador de galletas, pero creo que será mejor no insistir, así que sólo le respondo que nada está más lejos de mi ánimo.

– Sólo quiero averiguar por qué tu familia va dejando tantos cadáveres como rastro. Tu hijo está a punto de caer, la operación en la terminal de carga del aeropuerto no va a salir bien y ya no tienes nada que perder, al menos salva a uno de los hombres que te importan: dime, dónde está tu hermano.

Se cierra en banda aunque percibo que se muere por preguntarme cómo he averiguado esto también, pero me lo callo. Por qué voy a revelarle que al fin he comprendido que el origen de todo está en descifrar las claves del contestador de Olvido. Si Vito y Virtudes eran realmente su padrino y su madrina, ¿por qué no iba a ser cierto que Malde fuera su primo? Qué más da que sus apellidos no coincidan, ¿acaso no volvió Vito del extranjero con nuevos nombres para todos bajo el brazo? Cómo no lo vi antes. Esto es un negocio de familia y, como buenos mafiosos, la familia para esta gente está ante todo. Por delante de la vida, de las restantes personas, de la muerte.

– A Vitorio no se le puede molestar, yo misma me he encargado de que descanse lejos de aquí. No le queda mucho.

– Sólo quiero prevenirlo y hablar con él. Está en peligro y lo sabes -la bicha se aferra a su silencio, se obstina-. ¿Quién te crees que eres, la nueva cabeza de familia, la heredera del imperio? No te engañes, ya no hay nadie más por proteger, en breve los que te quedan estarán muertos o entre rejas.

– No me convencerás -sonríe serena-. No me sacarás ni un solo dato.

– ¿Cuándo vas a asumir que no soy tan estúpida como parezco? No te necesito. Winston me dará la dirección, nadie mejor que su chófer sabrá adónde condujo a su amo.

*

Así que toda esta mierda es por una herencia, reflexiona y maldice mientras conduce como una flecha con la sirena sobre su cabeza sonando, si cabe, tan histérica como ella. Todos están locos, como cabras, y golpea con impaciencia el volante porque acaba de tropezarse con un nuevo atasco en la ronda de circunvalación, ahora por lo menos debería aprovechar para llamar a Nacho y París con la intención de avisar hacia dónde se dirigirá y ordenar, expeditiva, que a pesar de que no queden apenas efectivos libres algún coche patrulla acuda a detener a Virtudes por, entre otras cosas, corrupción de menores, no en vano prostituye a la tierna Cielo y también lo intentó con una Reme de la que nunca sospechó que hubiera pasado de los diecisiete. Sé que ese arresto tendría que haberlo efectuado yo, se reconcome dejándose llevar por la culpabilidad, pero ahora no puedo perder el tiempo, cavila mientras insiste con el teléfono desesperada porque ninguno de esos dos se aviene a descolgar, a saber qué estarán haciendo, refunfuña, y en una de las paradas forzosas se dedica a buscar en el callejero el lugar donde se supone que Vito está internado: Clínica del Dr. Miramón, «Descanso, Salud y Atención», frente al parque de El Retiro, suite 217, lee en la tarjeta que el solícito Winston le facilitó. Qué fuerte, además de habitaciones corrientes tienen suites, hasta para morir vale la pena ser rico. Será una experiencia verlo, eso si consigo llegar por esta puta vía rápida que en absoluto hace justicia a su nombre.

Un trío de patos mecánicos posados sobre una fuente aletea sin cesar ante la puerta; lo hacen todo el año, de hecho, con la única excepción del invierno, cuando el engranaje de sus alas se congela, y Clara, al salir del coche y contemplar a los bichos autómatas y las paredes de ladrillo rojo del sanatorio y las ventanas enrejadas, no puede evitar estremecerse, porque ni el seto podado con esmero, ni el parterre de flores en el jardín, ni el gato tumbado a la bartola bajo el sol cálido pero no abrasador del otoño ni el amable cartel de bienvenida consiguen ocultar ese aire lúgubre que, precisamente por el maquillaje de apacibilidad, asusta aún más. Es la luz cegadora de esta hora de la sobremesa con su brillo demasiado afilado, es mi estómago vacío, la impaciencia del hambre que lo vuelve todo negro, intenta convencerse para no darse la vuelta y huir porque desengáñate, no vas a encontrar nada bueno ahí dentro.

La cara de Vitorio Grandal me acecha medio oculta por el embozo de la sábana y sé que para él taparse así no es un gesto de cobardía sino de coquetería. Al fin le puede más la educación que la rabia de no controlar su escena y decide fingir que todavía ostenta la corona, tanto al menos como dure mi visita. Se incorpora con la mayor dignidad que es capaz de reunir, me tiende su mano huesuda y agradece con un apretón tibio el detalle de venir a hacerle compañía.

– No vengo a visitarle -le aclaro-, sino a protegerle.

– ¿De qué? -ironiza-, ¿no le han dicho que me estoy muriendo?

– Sí, e imagino que le gustará hacerlo tranquilo en vez de que un disparo a traición le sorprenda en esta habitación.

– ¿Quién va a atreverse a venir a matarme aquí? -bromea.

– Hay mucho loco suelto, como su sobrino Malde, el único que le queda -hace un gesto de dolor al oírme, pero no me apiado, no lo suficiente-. No sé cómo no vi que esto no era más que una lucha sucesoria. ¿Por qué no le puso freno?

– Ordenar la supresión de alguien ajeno es desagradable aunque no difícil, pero ¿cómo mandar asesinar a quien lleva tu sangre? En las novelas parece sencillo, en el mundo real no lo es tanto. A la larga uno se cansa de tanta muerte.

– ¿Sabía que todo era una trampa, que la droga no es más que un señuelo para desviar la atención de la Policía, que el auténtico objetivo es dar un golpe de estado en su imperio?

– Algo imaginaba -admite-, pero me vendieron el plan demasiado bien como para rechazarlo. Malde no dejaba de repetirme que sería mi gran despedida, el adiós de un mito, y me dejé llevar por la codicia.

– ¿Y no le puso sobre aviso la muerte del Culebra? -le sugiero.

– La muerte de Quique me golpeó, pero no me sorprendió, si he de ser sincero. Antes, cuando conseguía desengancharse y mantenerse una temporada limpio, me ilusionaba pensando que sería mi sucesor. Era el líder perfecto, tenía carisma, talento, simpatía, le sobraba mala leche cuando quería y no se dejaba tentar por la ambición. Yo intentaba motivarlo, era muy presumido, de modo que le regalaba mis trajes casi nuevos y le decía que, si llegaba a convertirse en mi ayudante, vestiría así el resto de sus días. Pero estaba demasiado enganchado. Por eso, cuando lo encontraron, con una jeringuilla clavada en el antebrazo, no me costó aceptar que había recaído. Sabía que ocurriría tarde o temprano.

»Pero cuando intenté localizar a Olvido para comunicarle el hallazgo del cuerpo de su hermano y vi que no aparecía por ningún lado, la cosa empezó a preocuparme. En un mensaje suyo que por fortuna nadie pudo filtrar decía que tenía algo importante que contarme, le habían llegado indicios de que me querían liquidar pero no podría impedirlo porque antes existía una prioridad para ella, una persona esencial en su vida a la que salvar. Aún hoy sigo sin entenderlo. Su único hermano acababa de morir, ¿a quién podría referirse? Cuando me describieron cómo la habían encontrado en su casa, colgada así, desmadejada, mi vida dejó de tener sentido, no sé cómo pude mantener la calma cuando usted vino a verme aquella mañana, sin el apoyo de mi sobrino hubiera sido imposible. Más tarde comprendí que su ayuda era igual de falsa que él. Es una serpiente, como su madre, con sus mismos ojos fríos de loco. Sin embargo en aquel momento me sentía débil, viejo, y accedí a ponerlo todo en sus manos porque parecía cambiado, ya no era ese niño mimado de gustos peligrosos e, insólitamente, alentaba mi empeño de esclarecer aquella muerte. Se informó, indagó entre sus soplones y me habló del empresario, uno de los mejores clientes de Olvido: sólo podía haber sido él, se había encoñado y la quería en exclusiva, a lo que ella se habría negado. Debíamos vengarla, sin piedad, sin compasión. Me juró que se encargaría él mismo. Y acepté. Por eso aquella mañana, en mi pequeño cementerio de animales, le revelé que el tema ya estaba zanjado, ¿recuerda?

Por qué no lo advertí hasta llegar a casa de León, se reprende Clara: los tres, tan diferentes, tenían la misma ambición, hacerse con el poder en sus respectivos «sectores». Su plan era perfecto, nadie podría relacionarlos, en teoría no poseen nada en común, no se les ha visto juntos jamás ni se presume la clave para descifrar su coalición. Cada uno busca ser el amo de su imperio: el del crimen, el empresarial y el de la Ley, este último en su vertiente corrupta ya que a los dos primeros la podredumbre se les presupone. Valentín Malde, Esteban Olegar y León Cortés, tres alimañas cansadas de esperar a que llegara su turno y que actuaron de dos en dos, como peones conjurados para cubrirse las espaldas con perfectas coartadas previstas para que quedase libre el beneficiado directo en el momento en que su rey cayera asesinado. Sea quien fuere el miembro de la terna que lo haya ideado, se trata de un crimen perfecto a tres bandas en el que todos salen ganando. Lástima que se les esté yendo al carajo.

El procedimiento no puede ser más simple, más claro, más genial: León y Cara de Gato se encargaron de Julio César Olegar mientras Esteban permanecía en el domicilio familiar haciéndose pasar por el hijo bueno que juega con sus hermanas. Éste y Cara de Gato fueron a por Santi en lo profundo del monte de El Pardo la noche en que León, que extrañamente se presentó voluntario a una guardia para despistar, pasaba las horas con Nacho, mi Nacho, que ahora sé que no me mintió. Y ante mí observo a Vito que, sabiéndose sentenciado, reposa con la dignidad de una alimaña en espera de la llegada de la parca.

No es difícil imaginar a quién tendré que enfrentarme cuando venga a cobrarse esta última pieza que yace moribunda sobre una cama. La coartada de Cara de Gato para hoy es arriesgada y hasta ilegal, pero a efectos judiciales nadie podrá negar que se encontraba descargando la mercancía en su almacén particular mientras sus dos compinches de tablero le proporcionan a don Vitorio Grandal billete para el eterno descanso. Teniendo en cuenta el negocio al que pertenece, compuesto de mimbres donde la lealtad y el honor son parte fundamental del cesto, es un pretexto inmejorable. Qué mejor alegato ante sus hombres confesar que la mañana en que al padrino lo mandaron al otro barrio él supervisaba un golpe en el que le ordenaron estar al mando.

Para mi sorpresa, el anciano interrumpe mis reflexiones desatando las suyas en alto:

– De mí se va a encargar Valentín, lo sé. Que usted haya llegado hasta aquí quiere decir que la operación ha fracasado. El niño pijo y el madero corrupto son dos ratas preocupadas por salvar su pellejo, seguro que ahora mismo están intentando huir de la ciudad. En cambio mi sobrino es inepto y sanguinario. Le gusta acabar lo que empieza, insistirá en venir a por mí. Es algo personal.

– Ya veremos.

– Lo que no consigo entender es cómo averiguaron ustedes que la operación se efectuaría hoy. Sabíamos que hacían guardia día y noche camuflados ante la verja, pero gracias al inhibidor no podían escuchar nuestras comunicaciones. Estábamos convencidos de que saldríamos escalonadamente delante de sus narices sin que se percataran de adónde nos dirigíamos. Dígame, cómo lo hicieron.

– Cuando algún coche salía de la mansión lo seguíamos con equipos portátiles de escucha por satélite, claro que eso no lo sabían sus ocupantes. Sus hombres largaban por el móvil sin ninguna precaución, jamás sospecharon que a menos de un centenar de metros nos enterábamos de todo.

– Qué desastre, ya no quedan profesionales, tendré que restregarle en la cara a mi sobrino lo inútil que es cuando venga a saldar cuentas.

– ¿Todavía sigue obcecado en que será él a pesar de que a estas horas ya le estarán leyendo sus derechos camino de comisaría? -pero, con todo, Clara se levanta del sillón que ocupaba frente a la cama y prepara sus dos pistolas, la habitual de la sobaquera y la que, desde que esto se complicó, no se despega de su tobillo. Busca con la mirada un buen escondrijo y descarta el baño, es el primer sitio al que suelen entrar las enfermeras para limpiar la cufia y tras la cortina me sentiría bastante ridícula e imprudente. Mejor el armario, resuelve, y con cautela se introduce en su interior dejando la puerta entreabierta para no quitarle ojo, pálido pero sereno, a Vito. Me da igual quién de los otros dos venga. Estaban Olegar o León si es que Nacho y París no han sido capaces de detenerlo. No me pillarán en bragas, al viejo no se lo va a cargar nadie en esta habitación conmigo dentro.

No sé cuánto avanza el minutero, un cuarto, media hora, una semana, un siglo, las piernas empiezan a dormírseme, oigo continuos pasos en el pasillo, risas de niños, broncas de adultos que discuten por antiguos roces familiares y ramos de flores envueltos en celofán que tiemblan ruidosos cuando los estrujan. De vez en cuando Vito mira al armario de soslayo y percibo que piensa que soy muy poca cosa para enfrentarme a tanto, pero qué voy a explicarle, ¿que mis compañeros creen que la víctima será otra persona y que no saben siquiera que estoy aquí porque no he podido localizarlos y, aunque lo hiciera, pensarían que mis teorías son puras quimeras?

Repentinamente, alguien entra en la habitación. Intento atisbar quién es, pero sólo distingo el blanco de una bata que me ofrece su espalda y los lazos de la mascarilla anudados en su cogote. El hombre se planta frente al enfermo y lo observa con detenimiento. El viejo no hace nada, sus ojos brillan de un modo especial pero pueden ser mil cosas las que lo provoquen, como que esté cagado de miedo ante la inyección que le van a clavar o, quizá, le divierta la situación ahora que no le importa morir. Me cuestiono de pronto, en un rapto de lucidez, cómo es que un doctor que sólo pretende visitar a un paciente lleva mascarilla fuera del quirófano, y entonces suena el típico ruido intempestivo, el de una tablilla de madera que cruje bajo mis pies. En una fracción de segundo el embozado se gira y se coloca frente al armario y, en ese breve lapso, sólo consigo abrir la puerta de un puntapié para, con mi pistola, situarle en mi punto de mira mientras me doy cuenta de que estoy gritando que soy policía, que se quede quieto, que levante las manos de una maldita vez.

Las cosas están así: estoy apuntándole, y él a mí también.

Sin embargo no es eso lo que más me molesta, sino el comprender que me he vuelto a equivocar en mis pronósticos mientras veo cómo baja su mascarilla, sus labios sonríen y refulgen sus ojos de gato.

– Subinspectora Deza, ¿qué hace en ese armario? La creía al rescate de la pobre Reme, no fuera que la estuvieran cortando en pedacitos -se burla.

– Allí se bastan sin mí. Por cierto -me finjo distendida, pero no dejo de controlar sus movimientos-, ¿cómo escapaste del cerco policial?

– Cuando León llamó para contarme que le habías descubierto comprendí que el barco se hundía, así que me metí en el aseo del aeropuerto, donde esperaba uno de mis hombres por si algo se torcía, y nos cambiamos de ropa. Siempre hay que tener prevista una fuga, por si acaso. Lo aprendí en una película.

– Chico listo. ¿Y tus dos compañeros? -Cara de Gato reprime un gesto de fastidio, en su mirada vislumbro el brillo de su desdén.

– Esos cobardes se han rajado, se negaron a continuar al ver que el plan fracasaba. Uno ya estará aterrizando con su avión privado en algún país lleno de mulatas gracias a que su última llamadita le puso en alerta, muy amable por su parte -me recrimina con un deje de rencor-. Y León, ese traidor, cuando supo que habías entrado en su guarida empezó a lloriquear como un niño: que si sabía lo que le hacen a los policías que van a prisión, que preferiría estar muerto a acabar violado en un calabozo… Lo último que dijo antes de colgar fue que no podía arriesgarme más. Seguro que ahora estará haciendo cola para comprar un billete de autocar, ése es roñoso hasta para escapar.

– Cuánto lo siento -me recochineo-, te han abandonado.

– Todo iba a salir perfecto, pero desde que te entrometiste han entendido que el negocio se ha jodido y ahora no me queda más remedio que rematar yo solo el trabajo. En el fondo son unos indisciplinados, Olegar lo dejaría todo por dinero, por el poder, por mandar, y León sólo tiene ojos para dar con nenitas con las que jugar, como Reme, y por su culpa se ha destapado todo. Tanto valor y tanto cuento y al final ya ves, Clara, solos tú y yo, como Hannibal y Clarice.

– Estás un poquito pesado con El silencio de los corderos. Además, en su argumento hay dos psicópatas que colaboran, vosotros sois tres.

– En realidad uno -y sin asomo de modestia ríe complacido porque le sigo en el juego de adivinar películas-. Te habrás dado cuenta de que mis ayudantes no son más que unos imitadores de pacotilla. Lo mío es distinto. Una vez te conté que en este país también teníamos psicópatas, pero que había que buscar bien. Tantos asesinatos en serie no los organiza un retrasado cualquiera.

– Ya entiendo: tus amigos sólo mataban por razones de utilidad, querían eliminar a Santi y a Julio Olegar para ocupar sus puestos, lo único que les movía era el beneficio económico. Lo tuyo, en cambio, es amor al arte -le halago, esperando que sea tan tonto como para no darse cuenta de que le estoy tirando de la lengua-. Si no fuera así, ¿por qué venir a por Vito cuando sabes que se está muriendo? ¿Por qué no limitarse a esperar?

– ¿Y dejar que el viejo cambie el testamento a última hora? De eso nada. Anda que no le costó a mi madre convencerle de que yo era el único heredero posible como para que le dé un arrebato, llame a tu amiguito el abogado y se joda el invento. Tú no le conoces, no sabes de lo que es capaz. Imagínate si se encapricha de ti, que bien que le sonríes y le doras la píldora. Si no fuera por nosotros lo mismo hasta te dejaba toda su fortuna. Sería lo nunca visto, ya me imagino los titulares: «Una agente de Policía hereda el imperio de un mafioso». ¿Y cómo me quedo yo, eh, que he hecho tanto por él, que día tras día me he sacrificado? Nooo, hazme caso, de los temas de uno es mejor encargarse en persona. Además, es un acto de caridad darte matarile ahora antes de que lo tuyo duela y la cosa se ponga fea, ¿a que sí, tío? -bromea-. Venga, si es por tu bien.

Me aterran sus palabras, esa naturalidad con la que se explaya, esa frialdad en reconocer que se le ha ido la mano. Pero también, fascinada y atraída, soy incapaz de dejar de escuchar su historia y por qué los mataron, cómo los sacaron a empellones del tablero y, sobre todo, cómo lo planearon.

El desencadenante, como no podría ser de otra manera, fue Cara de Gato y una serie de catastróficas casualidades. Éste decidió a principios de enero, cumpliendo tal vez con la costumbre de fijarse propósitos de Año Nuevo, como el que resuelve dejar de fumar o apuntarse al gimnasio, establecerse por su cuenta. Parecía que el Culebra estaba desenganchándose y sabía que, si lo lograba, nunca llegaría a ganarse un puesto al lado de Vito. Cara de Gato siempre fue el sobrino tonto y violento, nadie daba un duro por él. Tenía que montárselo solo para demostrar su valía, pero para independizarse necesitaba pasta y un par de meses después dio con un sistema para conseguir dinero fácil y rápido: chantajear a Olvido. Estaba convencido de que pagaría, había un turbio asunto del pasado que seguro que querría mantener tapado.

– No sé si mi tío te habrá contado que mis primitos y yo crecimos juntos bajo su techo. Eran unos niños buenos, los perfectos estudiantes de colegio de pago, educados, responsables y callados. Y yo, claro, era el calavera. Pero el destino estaba de mi lado, nadie más que yo podía ser el futuro heredero: mi nombre empieza por uve, como el de Vito y el de mi madre, Virtudes. Por eso, porque sabía que la suerte me iba a respaldar, porque nací marcado con la uve del Vencedor, de la Victoria, empecé a mover ficha y me llevé a tu amigo el Culebra de juerga, hace ya muchos años, y le provoqué hasta hacerle probar su primer chute. Ahí empezó a cavar su fosa -recuerda orgulloso-, porque, reconozcámoslo, no volvió a levantar cabeza.

»Pero con la nena la cosa no fue tan fácil. Tan formal, tan estirada… Hasta se apuntó a la universidad y todo. No tendría más de dieciocho tacos la mocosa y ya me miraba por encima del hombro y me decía riéndose de mí: "Eres un ignorante y un reprimido, Valentín". No podía tolerarlo, ¿entiendes?, estaba harto de aguantarme las ganas. Una tarde se me hincharon los cojones porque no paraba de pavonearse y le di su merecido. La esperé bien decidido, la pillé por banda cuando regresó de la biblioteca y sobre el suelo de su habitación le hice todo lo que me apeteció, to-do. Para mí fue un desahogo, para ella… Bueno, ahora algunas histéricas se empeñan en llamarlo violación, que también empieza por V. Cuando Vito se enteró me expulsó de casa, me mandó una temporada lejos, a un pueblo de la costa, a empaparme bien de cómo funcionaban nuestras "importaciones". Olvido quiso denunciarme, pero el tío repetía sin cesar: "En nuestra familia los trapos sucios se lavan en casa". A mí, francamente, me dio igual pirarme, conseguí con ella lo que quería, sacarla también de la partida. Enloqueció y creo incluso que intentó suicidarse, dejó los estudios y se dedicó a salir todas las noches de caza y a tirarse todo lo que se moviese, y mi madre, siempre tan práctica, propuso meterla en su negocio. Total, ya estaba perdida. Y aunque su padrino aquí presente se negaba en redondo, lo cierto es que a la niña, que buena estaba un rato, había que darle salida, que sirviera para algo. La sorpresa fue general cuando mi primita dijo que de acuerdo, lo que demuestra que desde que le paré los pies se quedó tocada de la azotea, ¿quién querría hacerse puta teniendo todo el dinero del mundo? Aunque no voy a negar que me escamó, lo reconozco, con el tiempo lo comprendí: quería vengarse de Vito por haber enterrado el tema de su humillación, quería que, siendo puta, dejándose humillar por todo el mundo, a quien le dolieran esas ofensas fuera a él. Pero qué otra cosa iba a hacer Vito, en una familia como la nuestra no nos denunciamos. Imagínate, los jueces y la Policía habrían alucinado.

»Pasó el tiempo y, en cuanto aprendió lo que necesitaba del oficio, Olvido se abrió y empezó a atender a sus propios clientes. Le iba de vicio porque era como un lince invirtiendo la pasta que ganaba. Incluso llegué a sospechar que con tanto dinero como amasaba persiguiera hacerse con un buen capital para financiar un asalto al poder, ya sabes, al sillón de Vito. Pero nada de eso. La niña no quería ni oír hablar ni de nosotros ni de lo nuestro. Hay que ver -reflexiona evocador-, quién nos iba a decir que le sacaría tanto partido al poco tiempo que pudo estudiar Económicas en la facultad… Como a mí me gusta seguirle la pista a mis antiguas novias, no dejé de estar pendiente de ella, y hace poco me enteré de que había tenido un niño y que lo escondía en un internado.

Con una sencillez pasmosa reconoce que la llamó para extorsionarla amenazando con hacer daño a su hijo. Ella intentó plantarme cara, por supuesto, pero no quiso pedir ayuda a nuestro tío, evitaba implicarlo para que no se agravara su enfermedad. Pobrecita, ¿te das cuenta adónde lleva la generosidad?, me pregunta con su retórica particular. A ninguna parte. Fíjate si fue ingenua que acudió a sus mejores contactos, a todos sus amigos poderosos, hasta a ese jefe tuyo, el calvo gordinflón, que mira por dónde era uno de sus clientes preferentes. Me amenazó con contárselo a él, con poner a toda la pasma tras mi culo. ¿Y qué crees que pasó? Nada, absolutamente nada, no movió ni un dedo. Qué pensaba, ¿que todo un comisario se iba a pringar por una zorra como ella? Por eso está muerta, por preocuparse por los demás, y el señor Vito, aquí presente y a quien tantos disgustos quería evitar después de cómo la trató, aún sigue vivito y coleando.

Ahora entiendo el porqué del mote de «Poli Malo» a Carahuevo, cómo apreciarlo después de que se negara a proteger a su hijo, y mientras anoto el dato en mi memoria escucho cómo Cara de Gato confiesa que pronto decidió añadir a sus ingresos nuevos objetivos. Si una puta paga, expone con su lógica aplastante, también lo hará el resto, así que busqué en los antiguos catálogos de las chicas de mi madre a ver si alguna se había convertido en famosa y me encontré con el careto de Mónica Olegar. Por supuesto también apoquinó, todas lo hacen, pero luego pensé que el beneficio podría ser mucho mayor si en vez de intimidarla a ella chantajeaba directamente al marido, que no querría sufrir la vergüenza de ver a su mujercita, madre de tres muñecas rubias, arrastrada por el barro en las revistas del corazón, sería fatal para la imagen de sus negocios.

Pero la mala o la buena suerte, según se mire, hizo que en aquella ocasión descolgara el teléfono otro Olegar, Esteban, que sumamente interesado por la revelación del pasado de su madrastra y por la sangre fría que desprendía su interlocutor se avino a entregarle personalmente «el sobre» sin comentar nada a su familia. Fue, si se puede llamar así, un flechazo. Según me revela Malde ufano, el heredero llevaba desde su regreso buscando quitarse a su padre de en medio para dirigir las empresas a su manera, de modo que apenas unos días después de su primer encuentro no lo dudó un instante y le ofreció la posibilidad de aliarse, intercambiar objetivos y conseguir cada cual su propio deseo: tú te cargas a mi padre y yo elimino a tu tío sin que nadie sospeche de nuestro trato perverso.

– Parecía fácil, pero no queríamos dejar cabos sueltos, ¿por qué no buscar a alguien que nos diese cobertura por si algo salía mal? Y, ya puestos, ¿qué mejor que un topo en la Policía? Tendríamos las espaldas cubiertas desde dentro.

»No tardamos demasiado en dar con uno. No es tan complicado como parece, mientras existan polis con hipotecas siempre habrá alguno que se pase al lado oscuro. Preguntando aquí y allá me hablaron de un tipo raro llamado León. El pavo estaba muy tocado del ala, le había metido una paliza tremenda a una de las putillas de mi madre sólo por gusto y a poco más se la carga. Para taparlo tuvo que empezar a hacer la vista gorda con nuestros asuntos, pero como es un pesetero aceptó coger mordidas cada vez mayores y acabó dándonos el aviso de por dónde iban los tiros siempre que la pasma intentaba algún movimiento. ¿A que sí, tío? -y mira a Vito para que confirme sus palabras.

Yo, anonadada y aunque sé que no debo, aparto la mirada de su pistola para comprobar que el viejo cabecea en señal afirmativa. León era el soplón, el madero que el Culebra sabía comprado, el que hizo desaparecer el expediente y la manta del coche de Santi que tanto buscamos.

– Pero ¿por qué matar a tus primos y a la farmacéutica? -insisto.

– Ay, Clarita, que pareces tonta, ¿no te das cuenta? El capullo del Culebra debió de oír algo por ahí, estoy seguro de que espiaba mis conversaciones telefónicas y averiguó que yo le sacaba el dinero a Olvido, por lo que no iba a tardar nada en hablar. No me mires así, no soy un monstruo -exclama al captar mi expresión de asombro y horror.

»Para quitárnoslo de en medio, por lo que pudiera largar, empezamos simulando un chute mortal que León y Esteban le obligaron a meterse a punta de pistola, y tras él vinieron los demás. ¿A que no sabes lo mejor, tío? -se jacta sin disimulo-: ¡Que quería limpiarse! ¡Enriquito decía que ahora iba en serio, que quería volver a estar limpio! Pero el muy capullo puso a su hermana sobre aviso antes de palmarla y, claro, a partir de ahí no nos quedó más remedio que ir actuando sobre la marcha. Ésta y la farmacéutica tuvieron que caer en aras del beneficio final, pero tu amigo, el poli de barba, siempre fue un objetivo principal. León lo tenía atravesado, decía que no paraba de vigilarle, que lo tenía en el cogote a todas horas. Para colmo, nos enteramos de que también era amigo de mi prima, y eso ya era demasiado riesgo. Qué te voy a contar, con ella nos lo pasamos «de muerte», fue una juerga. Ya sabes que yo soy muy psicópata.

Con todo, no dejaron de tomar precauciones, se podría decir que conciliaron deber y placer sin perder la cabeza. En el asesinato del Culebra, que era mucho más inteligente de lo que ya de por sí parecía, comprendo de golpe, un auténtico superviviente que nos dio el soplo aquel lunes de la gran operación de Vito para ponernos sobre aviso no ya sobre la droga sino para proteger de Malde a su propio tío, su primo no intervino y, en el caso de Santi y su querida, fue León quien se abstuvo, aunque tanto Cara de Gato como Esteban lo pasaron en grande: los pillaron después de hacerlo y, mientras a él lo encañonaban, amordazado con su propio pañuelo, a ella la violaron por turnos sobre la manta y con preservativo, que siempre hay que ir con cuidado con tanto forense suelto, luego los metieron en el coche, taponaron el tubo de escape y les estuvieron apuntando junto a las ventanillas hasta que perdieron el conocimiento. Para terminar de divertirse, montaron la escena de bajarles la ropa interior y mostrar sus intimidades. No hace falta que me cuente más, conozco el resto.

La escena en casa de Olvido, en cambio, fue multitudinaria. Ninguno de los tres quiso perderse esta fiesta que en un principio no estaba programada. Lo de la lámpara y el corsé fue cosa de León -como había supuesto- que sólo quería mirar, no tocar, con eso se daba por satisfecho, de ahí que no encontráramos sus huellas. Lo de las palomitas corrió a cargo del demente aquí presente, fanático del cine hasta el paroxismo, y la idea de ahorcarla después de hacerle suplicar perdón se le ocurrió a Esteban. Se sentía especialmente rabioso con ella, le reventaba que la relación con su padre durara tanto. Cualquier psicólogo le habría diagnosticado un problema evidente de celos, de complejo de Edipo o de inferioridad. En todo caso, un cuadro mental de espanto.

Dónde estarán París y Nacho, por qué no me han devuelto mi llamada de hace ya tanto. El sermón de Cara de Gato está llegando a su fin, ha tenido su momento de gloria y no le queda nada más por soltar. Como buen desequilibrado de telefilme de sobremesa me ha desvelado a brochazos su obra maestra, pero se le acaban los argumentos, lleva demasiado rato hablando, tiene que pasar a la acción, alcanzar lo que toda su vida ha ansiado, asesinar a Vito y, de paso, matarme a mí, una pájara en caída colateral aunque para eso gaste otro disparo.

Debo reaccionar antes que él. He de conseguir que se despiste. Creo que sé cómo hacerlo.

– Me has decepcionado, Valentín -le escupo, y procuro que no se note que estoy cagada de miedo-. Vaya birria de plan, vaya tres chapuceros.

– Pero ¿qué dices? Acabo de darte una clase magistral. Tendrías que tomar apuntes. Os he hecho bailar a todos como a tontos.

– ¿De verdad? Pues creo que se te olvida algo importante: el hijo de Olvido.

– ¿Qué pasa con el niño?

– Que es de Julio César Olegar. Menudos inútiles de mierda estáis hechos, Esteban y tú queríais heredarlo todo y al final va a ser el chaval quien se quede vuestros imperios sin mover un dedo.

– No te creo, mientes, es una trola que te has inventado.

La mano que sostiene el arma empieza a temblar, se le nublan los ojos y sé que es la furia, la rabia de sentirse engañado, de saber quizá que nada de esto ha servido más que para soñar con el poder, para pasárselo bien a ratos jugando a los asesinos y para dejar tras de sí un buen rastro de cadáveres. Suda, se seca la frente con la manga de la camisa y aprieta con fuerza la culata porque se niega a aceptar la realidad, porque no quiere dar crédito a lo que está oyendo, y yo comprendo que es mi turno, debo aprovechar su vacilación y disparar primero, pero este asqueroso armario no deja de crujir a cada movimiento y Cara de Gato oye el tenue ruido que hago mientras posiciono con fuerza los pies. Reacciona con rapidez, tiene buenos reflejos, los de una rata entrenada para salvar continuamente su pellejo. Apenas una décima de segundo antes de mi disparo, un disparo que no podía fallar porque lo tengo sólo a un par de metros, empuja de una patada la puerta contra mí y el golpe me obliga a desviar el tiro, que acaba con la bala incrustada en pleno techo. El porrazo me deja un poco aturdida y, cuando logro incorporarme, ha huido de la habitación.

Le persigo por el pasillo con el arma en alto pero hay demasiada gente en mi camino, niños con globos, celadores con camillas, enfermos en pijama sacando a pasear sus goteros. Disparo al aire para asustarle. Mal hecho, Clara, en qué estabas pensando, siembro el caos y sólo consigo que todos se sobresalten, desorientados como gallinas a la carrera, como ciervos cegados en una carretera por los faros de un camión, y entorpezcan mi persecución. Cara de Gato alcanza la calle y yo, casi sin aliento, le sigo como puedo saltando de dos en dos los escalones, llegando al jardín, sorteando viandantes en la acera, cruzando en rojo los semáforos de la plaza mientras la gente grita a nuestro paso y se aparta asustada. Él esquiva los frenazos de los coches con agilidad suicida y, como las fieras acorraladas, mira a su alrededor buscando dónde esconderse, dónde ponerse a cubierto en la amplia avenida, a cielo abierto. Inspirado por su instinto, imagino, se dirige a una verja de hierro que, en una de las esquinas de la plaza, da acceso al parque de El Retiro. Son cincuenta y cuatro peldaños de piedra. Lo sé porque voy tras él jadeando y los encaro con más de un tropiezo, con todo el esfuerzo de mi corazón latiendo a cien y mis nervios bien tensados que, para olvidarse, para desahogarme y pensar en otra cosa tal vez, me obligan a repetir el número de cada uno como un soniquete tranquilizador. Asumo de pronto lo acojonada, lo desahuciada que estoy si para calmarme sólo puedo recurrir al eco de esa absurda cuenta en mi cerebro.

Cincuenta y uno, cincuenta y dos, cincuenta y tres y ya estoy arriba, lo veo correr haciendo eses para no ser alcanzado. Pienso en dispararle por la espalda, es un blanco fácil, pero a su alrededor hay jóvenes en bicicleta, y madres con carritos de bebés, y partidillos de fútbol improvisados en la pradera entre padres e hijos que no tienen culpa de nada. Cuántos inocentes se ha cargado como para que añada a la suma uno más, por qué secundarle en esta espiral de sangre, por qué no pararla ya. Su radar, o los ojos que tiene en el cogote, como los insectos, le avisan de nuevo de mi presencia y, súbitamente, desaparece de mi visión acometiendo un giro inesperado. Se interna entre la densa arboleda, en la parte más salvaje del parque, en la más propensa a atemorizar. Sé que es peligroso penetrar tras él en la espesura, con la ventaja que me lleva tendría tiempo de posicionarse y esperar hasta verme llegar, pero no pienso con claridad, no soy capaz de analizar el riesgo, para qué cuidar mis pasos si hace rato que no los cuento. Me niego a dejar que se salga con la suya, quiero apresarle a toda costa, vengar a tantos inocentes. Quiero verlo muerto.

Sin despedirme ni encomendarme a nadie, sin avisar por el móvil a los compañeros, sin analizarlo siquiera, abandono el empedrado del camino y a los paseantes y cae sobre mí la sombra de las copas de los árboles, se abre un mundo nuevo oscuro, callado, denso de hojas y tierra, de peligro y cieno.

Entonces es cuando suena el disparo que pasa junto a mi costado rozándome, o eso creo. Qué más da, sigo adelante como cuando era pequeña y otro niño te acertaba con su tirachinas y tú seguías jugando sin pararte a pensar y luego, cuando te desnudabas en casa para ponerte el pijama, encontrabas el moratón y no recordabas cómo te lo habías hecho. Eso es lo que yo hago, no paro y, resguardándome tras el tronco espigado de un abedul, grito su nombre y le llamo cobarde. Los refuerzos están llegando, le miento, no tienes nada que hacer, te acabaremos cogiendo, te pudrirás en la cárcel, te darán por atrás en las duchas todos los presos. Oigo pasos a mi derecha, sé que es él pero no consigo verlo. Tengo que provocarlo, hacer que quiera matarme de verdad, que deje de esconderse y venga a por mí.

– Eres un mamarracho -continúo insultándole-. El niño rico y el poli te han utilizado desde el principio y sólo tú vas a cargar con los muertos. Has eliminado a los que les molestaban, has limpiado sus trapos sucios y ahora ¿dónde están tus amigos? A salvo mientras tú sigues aquí. Ellos sí que son listos, te la han jugado y vas a pagar por todos. No eres más que un pobre diablo.

Silencio.

Esto no funciona. Debo darle donde le duela de verdad, hacerle daño en lo más hondo, en la médula de sus huesos.

Recuerdo la novela en casa de León, la estantería en la mansión de Vito cargada de obras sobre asesinos famosos, los pósteres en el despacho de Esteban Olegar revelando sus ambiciones y sus miedos. Ya sé dónde atacarle.

– Te decían que tenías talento, que eras como Ripley, un asesino sin moral, alguien con la habilidad de aniquilar sin ser descubierto, pero es mentira. Sólo te utilizaban, no eres un psicópata, no eres más que un pringado que ha acabado creyéndoselo, un chapucero que ha dejado mil huellas, tantas que hemos sido capaces de seguir tu rastro hasta aquí sin problema. Desengáñate, no tienes talento, nunca lo has tenido, todos lo sabemos menos tú. ¡No tienes talento!

– ¡¡¡NO ME DIGAS QUE NO TENGO TALENTO!!!

Cara de Gato se descubre por fin, le puede la furia o el deseo de lavar su nombre, de proclamarse, de reivindicarse como el mejor en lo suyo. A fin de cuentas los locos peligrosos, al menos en el cine, no pueden resistirse a dar la cara para honrar a su arte y ese acto de soberbia es lo que siempre les hace caer.

Puedo verlo perfectamente, sus ojos verdes relucen sobre el verde más oscuro de la espesura a no más de siete metros de mí, le tiembla el labio, me reta o es que no sabe ni lo que hace, se ha puesto a tiro por impulso, enloquecido, seguro de su suerte o, quizá, ni se ha parado a pensarlo o le importa ya todo un carajo. Cree que me rajaré, que no tendré el valor de descubrirme para asegurar mi disparo, pero es ahora o nunca, un blanco no muy difícil, no puedo fallarlo.

Tomo aire, preparo el arma y me muestro ante él de un salto, en cuanto mis pies se asientan en el suelo disparo tres veces y sin esperar a comprobar si he acertado vuelvo a protegerme. No sé si le he dado, me pareció que se tambaleaba por un momento pero igual era yo y mi temblor descontrolado. No oigo nada, casi no veo cegada por los fogonazos que yo misma he provocado. Todo es silencio de pronto, como si el tiempo se hubiera parado menos el latido de mi corazón que se encabrita y quiere escapar por entre mis labios. Los cierro fuerte para evitarlo, para no boquear como un pez desesperado, para acallar mis resuellos desaforados. Creo que respiro, no lo sé, sólo que tengo que asomarme, mirar, saber qué ha pasado.

Asomo la cabeza con cuidado, temerosa de su audacia suicida, del incierto resultado de mis disparos. No veo nada. Él, como yo, ha regresado tras su árbol.

Espero. Al cabo de varios minutos eternos empiezo a distinguir en mis oídos los sonidos del tráfico y las sirenas, y pájaros que cantan, y una incierta paz me invade. Entonces es cuando noto el dolor y quiero llorar, pero me contengo.

Me ha dado, piensa, y quisiera palparse con la mano la zona caliente que más que doler le quema y que siente sangrar, por la que se le escapa la vida lentamente o no, tampoco te pongas dramática, que pareces tonta y esto no va a ser nada, ya lo verás, pero no se decide a tocarlo porque tendría que soltar la pistola que empuña con fuerza en la otra mano y no me da la gana. A saber dónde estará este cabrón, ahora mismo no lo veo, y cómo lo voy a ver si tengo la vista borrosa, será el sudor, o las lágrimas, o la adrenalina que me chorrea por las orejas y me enturbia, y se acuerda de la película donde oyó la frase y le da por reírse pero no puede porque cada vez que mueve el diafragma para inspirar le duele. También es mala suerte, creo que ha ido a acertar precisamente en un costado, cerca del pecho, justo en el que tengo que hacerme la biopsia. A lo mejor ahora ya ni bulto ni lenteja ni bisturí ni hace falta operar, a lo mejor no queda nada por cortar, reflexiona, vaya ironía, e intentando fijar la vista en el último lugar donde vio la sombra de Cara de Gato retrocede unos pasos muy lentamente sin quitar el ojo de allí porque su prudencia le exige un árbol más grande tras el que protegerse, hasta que sus hombros dan con un castaño recio de tronco grueso y siente que podrá parar unos segundos, lo necesita, con la espalda cubierta, apoyada contra algo que pueda sostenerla. Y sin querer, porque ya no puede caminar, como la cucaracha, quiere reírse de nuevo aunque duela, aunque le tiemblen un poco las piernas, pero serán los nervios, no que me falten las fuerzas, eso no, si quisiera podría correr, se convence, perseguirle si se moviera, sólo que francamente este árbol me parece cómodo y creo que me vendrá bien descansar, se deja resbalar un poquito al principio, sólo doblar nada más las rodillas porque las noto algo rígidas, sólo dejarme caer con suavidad no por nada sino porque no paran de bailar, para terminar sentada en cuclillas sobre la tierra y no voy a soltar la pistola, eso por nada del mundo, si se mueve una rama, si oigo un ruido o una pisada, lo que sea, lo acribillo sin pensarlo y me da igual si el público a lo lejos sigue chillando. Lo que tienen que hacer es llamar a una ambulancia, que parecen alelados, que no estoy yo como para teclear en mi móvil ni para ver por dónde sangro, y a ver por qué no puedo mover el brazo, qué está pasando, qué me va a suceder, y lo único que me queda es permanecer despierta, no cerrar los ojos a pesar del repentino sueño y esto del pecho o bajo el brazo que se calienta y parece que me va a estallar, pero no me dormiré, aguantaré a ver qué pasa.

Ese malnacido no se mueve y a mí la modorra me vence, es como si hubiera pasado aquí la tarde entera, como si fuera aún estudiante y estuviese con las amigas antes de un examen que vine a preparar, qué buen plan, sentadas al sol en la pradera y acabáramos todas adormiladas y no sé por qué me acuerdo de esto, qué tontería, y ni idea de qué hora será, además tampoco puedo verme el reloj, la culpa es mía por cambiármelo de muñeca, cosas de zurdas tontas, no habrán pasado más de ocho o diez minutos quizá mientras oigo o sueño o distingo al fondo a alguien que pregunta a unos niños en bicicleta dónde fue la última vez que nos vieron.

Pues claro que me metí bien al fondo, mira que pareces tonto, anda que no has tardado en llegar, que ya me podía estar muriendo, imagina que le responderá, y se ríe por dentro otra vez, maldito humor negro gallego, aunque no se atreve ni a moverse y quisiera gritarle que sí, estoy aquí, Carlos París, bajo el castaño, frente al asesino emboscado tras un abeto, pero sabe que no es bueno alzar la voz ahora, que de un desalmado como Malde no te puedes fiar ni un pelo, que bien está fastidiarla una vez y que te alcancen pero no te jugarías también su pellejo, que a fin de cuentas y de todo, del pasado común y de los malos momentos, es mi compañero, y por eso callas mientras lo oyes acercarse como nos enseñaron en la academia, primero te ocultas con el arma dispuesta y luego vas pasando de un árbol a otro, igual que en los videojuegos, y te acordabas porque pensabas que lo tuyo era la ciudad, que para qué querías aprender a esconderte tras ellos como no fueran los de este parque, casi los únicos que has tenido cerca en años y ya ves, se confirma que tienes premoniciones, porque aquí estás, con el culo en el suelo y éste que está tardando una eternidad en llegar aquí como es debido, sin prisas, en tensión, de tronco en tronco, usándolos para protegerse, sólo que para eso tendría que adelgazar la tripa un poco, se le ocurre, y en medio del silencio brutal, ya sin nadie gritando al otro lado de la verja, más allá de la vegetación, junto a la fuente de los patos mecánicos que proyectan volar, ajenos a todo aunque a alguien se le esté escurriendo la vida a bocanadas, le da por decir gansadas:

– Se te ve la barriga -se burla Clara muy bajito, no porque desee ser sigilosa sino porque es imposible que le salga un tono más alto de voz.

– ¿Dónde está? -es lo único que susurra él.

– Tras ese abeto, junto a la papelera. Creo que le he dado.

París se agacha con prudencia y recoge del césped, resbaladizo y húmedo, una rama. Con cuidado la lanza en la dirección que le he indicado, pero cuando cae nada se mueve más que las hojas secas.

– Va a haber que echarle huevos -le sugiero con sorna.

– ¡Ya lo sé, joder! -responde irritado-. No me digas qué tengo hacer -y, aunque lo farfulla en un tono borde, no se lo tendré en cuenta porque nunca ha sido capaz de mostrar el más leve atisbo de humor y, además, está tan acojonado como lo estuve yo.

Finalmente no le queda más remedio que descubrirse, andar unos pasos y, pese a que quisiera continuar tomándole el pelo y soltarle que vaya flotadores le están saliendo, sé que acabó la hora de las chanzas, así que callo, cierro la boquita y contengo la respiración hasta que al fin le veo llegar donde se supone que Cara de Gato está agazapado.

– Por éste ya no tendremos que preocuparnos más. Le has disparado en el cuello, en el hombro y en un pulmón. Se ha desangrado.

– Fue todo tan rápido que me pareció que sólo le había alcanzado de refilón -explico balbuceante mientras se acerca a mí nuevamente-. ¿Cómo has dado conmigo tan pronto?

– Me tenías preocupado. Al final no llegué a ir a Villalatas, le pedí a Nacho que se quedase cuidando de Reme mientras llegaban los refuerzos y me fui con una patrulla al chalet de Vito porque imaginé que habrías ido allí, en donde detuvimos a tu amiga Virtudes. El chófer nos indicó que venías sola hacia la clínica. Ya estaba llegando cuando oí por la radio que había un tiroteo y supe que no podía tratarse más que de ti -me cuenta acuclillado para ponerse a mi altura-. Joder, Clara, estás fatal.

– Tampoco es para tanto -intento tranquilizarle-. Un poco de sangre y algún músculo que la bala habrá rozado.

– Pues se ve muy mal, no sé si te ha traspasado o se ha quedado dentro -bien por ti, París, eso es lo que necesitaba, buenas noticias-. No me atrevo a moverte, seguro que es peor, y la ambulancia estará al llegar.

Pero no va a ser tan fácil dejarme descansar, se ha empeñado en darme palique para que no duerma o no me desangre yo también o es que a lo mejor para una vez que le hago caso sin burlarme no me queda más remedio que escuchar su perorata sin protestar. Hablamos de lo bonito que se presenta el otoño, de lo agreste de esta zona del parque que incluso se asemeja a un bosque, de la pinta de manicomio siniestro del edificio de enfrente y de que no me preocupe, todo va a salir bien. Quiere saber por dónde anda Ramón pero a eso no le respondo, no vaya a ser que por recordarlo se me desgarre un trozo de carne más sobre este césped asqueroso, plagado de colillas y cacas de perro. Entonces me pide pormenores de mis pesquisas y le cuento con detalle, atragantándome, tosiendo de vez en cuando, con el mayor lujo posible de datos porque las malditas ambulancias no llegan, todo lo que recuerdo, y le confieso, con un resto de pudor en mi conciencia, que hasta el último momento, justo antes de llegar haciéndose el héroe aquí a mi lado, sospeché de él.

– Pero ¿por qué? -y no lo entiende.

– En realidad no lo sé, Carlos… Por tu actitud, por tu aire de no pertenecer a ningún lugar que te vuelve tan ajeno que despiertas desconfianza y, bueno, por algunas ausencias destacables, como desaparecer el martes por la noche cuando estaban agrediendo a Santi y a su querida en El Pardo. Tu novia me contó que ese día la dejaste plantada con la cena y no tenías guardia, es comprensible que me haya saltado la alarma.

– Al final quedé con la secretaria del juzgado -se declara avergonzado. Estás tonto, quisiera decirle. Es más, le gustaría poder levantar el brazo y darle una colleja bien merecida, pero le costaría demasiado y además, según su última epifanía, quién es ella para juzgar a nadie. Tal vez, abrumado por el silencio, incómodo porque le aterroriza que la pueda estar palmando, París continúa hablando-. Pero no pasó nada. Me rajé. No puedo hacerle eso a Reme.

Estupendo, dilucido, tanta sospecha para nada, estos dos incólumes redescubriendo su amor y yo en el suelo como un colador y maldiciendo mi suerte. Como no me cuente pronto algo que no sea más jugoso voy a acabar prefiriendo perder el conocimiento.

– ¿De quién más sospechabas en comisaría? -pregunta inesperadamente.

– Por momentos se me pasó por la cabeza Javier el Bebé -le confieso casi sin voz-. Ese arañazo en la mejilla y su ausencia durante dos días, incluido el fumarse una guardia, era para escamarse con fundamento.

– Te voy a contar algo -se ríe ahora y se acerca más a mí-: hoy vino con nosotros al asalto, supongo que querría hacer puntos y demostrar que está implicado en su trabajo, pero como tampoco terminamos de fiarnos Bores me encargó que lo tuviera controlado. Sé lo que piensas, que a un agente que le han abierto expediente no deberíamos haberlo llevado, pero mira, hacían falta efectivos y ni siquiera a un impresentable como ése se le hacen ascos. En fin, mientras esperábamos para detenerlos, durante esos minutos que pesan como losas, mucho más a los novatos, y te entra esa neura de que vas a morir con la cabeza llena de culpa, el corazón cargado y el calzón cagado, me contó que su desaparición se debió a uno de sus líos de faldas. Al parecer, esa «amiga especial» que tenía lo pilló en la cama con su compañera de piso, una de las universitarias de las que tanto renegaba, y del cabreo le hizo un siete en la cara con las garras y entre todas lo echaron del apartamento a patadas. Luego, como no quería volver a casa de su madre, se buscó una pensión y en los bares en el Centro se hinchó a beber como un cosaco para ahuyentar las penas. Dos días con sus noches le duró la mona en la habitación, sin coger el móvil, sin dar señales de vida y, por supuesto, sin aparecer por comisaría.

Ahora es cuando meto el puñetazo en la mesa y lo mando a la mierda, no a París sino al otro, al Bebé y a todos, a los colegas ineptos que te hacen sospechar y sentirte culpable en vez de ofrecer una inocua explicación, a las vueltas que me obligaron a dar para resolver un maldito caso que sí, tenía su miga, pero tampoco hubiera sido tanto si las mentiras, la ocultación de pruebas, la inmadurez, no se inmiscuyeran en nuestra investigación, a los recuerdos del Culebra y Olvido, de Santi, ese bromista triste que aflora ahora junto a ellos nítido en mi retina y me sonríe, y todos me saludan y de pronto sus caras se emborronan. ¿Es éste vuestro agradecimiento?, ¿yo aquí tirada y sólo se os ocurre saludarme como si tal cosa, no hay ningún otro premio para mí que no me puedo mirar al espejo desde que le he mentido a tus hijas, que me la he jugado por darle sentido a vuestra muerte, por ir más allá, por encontrar a todos los clientes de tu absurdo listado menos a ese «Enfermo de Amor» que seguro que habrá pasado a mi lado sin revelarme su condición, por pringarme las manos en la basura de tu chabola a pesar del asco, a pesar del olor, por lloraros como se debe y preocuparme de que al menos tuviera una resolución medianamente creíble el final que os consumió? Pero ni mesa ni puñetazo ni recuerdos ni la madre que los parió, tendría que darme la vuelta y desahogarme en el árbol que me apoya pero no encuentro la postura ni la fuerza ni la ocasión, sólo las ganas de cantarles cuatro cosas a los testigos de mi triste destino, a los responsables de mi condena o mi bendición, aunque antes de poder pensar nada coherente se me cierran los ojos lentamente y siento que esto se acaba. Hasta la vista, kaputt, adiós.

*

– ¿Clara? ¡Clara!

Parece que me he dormido, barrunto entre brumas y la pesada confusión que me impone el sueño. Algo se balancea y descubro que se trata de mis piernas al ritmo de los pasos de alguien que no soy yo. Siento calor, la ropa se me pega al cuerpo y me agobio porque todo se agita demasiado. Es París, comprendo de golpe, que me lleva en brazos y suda contra mí o incluso puede que llore, que reclama mi atención al borde de la histeria porque he perdido el conocimiento, cruzando senderos y charcos por entre los árboles, resbalando sobre las hojas mojadas caídas hasta la clínica del doctor Miramón otra vez, de vuelta, pero ahora no a visitar a ningún enfermo sino a que me arreglen a mí, a que me curen y llenen de estopa el agujero de mi pecho.

– Cálmate un poco -le pido-. Tanto traqueteo no es bueno. Duele más.

– ¿Y qué hago, Clara? -responde desesperado-, ¿dejar que te desangres bajo el árbol?

– Creo que hubiera sido mejor quedarnos quietos -insisto.

– Y qué le digo a tu marido. ¿Que os dejé morir? No seas irresponsable. No tendrías que pensar sólo en ti.

– ¿Se puede saber por qué me hablas en plural…?

– Ni siquiera en este momento vas a confesármelo -suspira-. Sé que llevas un niño dentro, siempre lo he sabido.

– ¿Niño?, ¿qué niño? -jadea y toma aire, muy poco, el suficiente para chillarle-. Pero ¿qué demonios estás diciendo?

París se muestra confundido y, tal vez por la sorpresa, sin darse cuenta, sin querer, sus manos grandes y blancas la aprietan más contra él, la exprimen como a una fruta, la aferran mientras tartamudea su explicación.

– Ya sabes, Clara, todo eso de pedir cita al ginecólogo y hacerte una ecografía. No te enfades, te oí hablar por teléfono y terminé atando cabos.

– No puede ser, no puede ser…

– ¿Te duele mucho?

– No es eso, es que no puedo entender cómo todavía no te han quitado la placa con el poco seso que tienes -susurra con una mano como una garra que se aferra al cuello de su compañero, se incorpora a medias y acerca sus labios a su oído porque apenas puede hablar-. No estoy embarazada, tonto, puede que tenga un tumor en el pecho. Debía haberme hecho una biopsia, pero tanto asesinato en las últimas semanas no me dejó tiempo.

– Lo siento muchísimo. Sólo queríamos protegerte, nunca pensamos que…

– ¿Por eso Santi y tú me apartasteis de las guardias y del asalto a la nave de Vito? -comprende de pronto, con los ojos clavados en él.

– No queríamos ser imprudentes, no íbamos a dejar que te expusieras así. ¿En cuál de los dos pechos es? -se le ocurre de pronto, pero ella ya no responde con la boca abierta y los ojos cerrados, la frente fría, la respiración tan débil, apenas un soplido de aliento contra su piel. París la sacude con violencia para que no vuelva a perder la consciencia, para que continúe hablando-. ¡Clara!

– En éste… -contesta como beoda apenas acertando a señalárselo con el dedo que casi no consigue levantar.

– Ahí es donde te han disparado, no sé muy bien a qué altura, la sangre no me deja ver bien por dónde entró la bala, sólo sé que está encharcado todo el costado desde la axila hasta la cintura.

– Qué suerte, a lo mejor me ha reventado el tumor. Matar dos pájaros de un tiro… -y hace un ruido extraño al tomar aire, como un silbido que no se sabe si es el viento saliendo de su boca o su risa que huye volandera.

– No hagas tanto esfuerzo, no es bueno para ti -y como teme haber sido brusco y no quiere que deje de escucharle, que se pierda en su mundo y ya no preste nunca más atención, intenta mantener la calma con un tono que pretende tranquilizador-. Ya estamos llegando, ¿no oyes las ambulancias? Sólo hay que bajar las escaleras y cruzar el semáforo, no más de cuarenta metros, te lo prometo. No entiendo por qué han tardado tanto, habrán estado como siempre en algún atasco por culpa de las mil obras del alcalde pero seguro que ya están al pie de la verja, aguanta un poco.

París no sabe si Clara todavía atiende, aunque con los ojos entrecerrados mueve débilmente la cabeza señalándole algo.

– ¿Qué es eso que suena?, ¿tu móvil? -ella asiente con la barbilla para indicarle que sí, premio, no eres tan tonto como creía-. ¿Dónde lo tienes? -y mete como puede los dedos en el bolsillo de su vaquero y consigue sacárselo para mirar de refilón quién la está llamando-. Es Ramón, es tu marido, ¿sigue fuera de la ciudad? ¿Qué le digo?

– Dile que venga… -ordena como en sueños entrando en un sopor que la cerca a pasos agigantados-. Si pregunta no le digas nada, sólo que le necesito. Que le quiero… Que no puedo esperar.

– ¡Clara! -grita París, alarmado, corriendo con su compañera en brazos.

– Que venga, sólo que venga -repite abandonando la consciencia-. Y punto.