40514.fb2
Él me acusa de tener sentimientos. Porque hablo, o no hablo, o lloro, o no puedo llorar.
Me dice que soy débil y frágil, sutil, febril, casi pueril. Nada viril para mi profesión y tendría que serlo, que adónde va una mujer policía tan sentimental como a punto de romperse, que debería ser hiel, metal y puñal para mandar sobre los hombres cruel, neutral, racional, pero que se queda en miel y piel, jovial, insustancial, dócil, mucho lacrimal. Demasiado espiritual. Nada criminal.
A veces creo que para él soy todo lo terminado en ele de este mundo que indique liviandad. Todo menos senil, claro, y no por lo variable o ida, que a su juicio ya lo soy en modo suficiente, sino por la edad. Igual me ve cristal y volátil. Infantil. Banal. Fetal. Núbil. Por lo menos espero no resultarle estéril. Cualquier cosa menos serle inútil.
Él no entiende que por dentro estoy rota, que soy como un hueso quebrado y recompuesto a base de años de estricta escayola, que he vuelto a mi forma original pero que no he conseguido ser entera, toda una, de una pieza. Creo que no se da cuenta, o no quiere hacerlo, de mis fisuras, de las pequeñas grietas que guardo dentro, de la precariedad del pegamento que me une, a veces a base de mala leche, otras de genio, o de pasión, o de alegría. Por eso pierde la paciencia y se desespera cuando, más o menos una vez cada tres meses, me da por llorar descontrolada sintiendo que esas lágrimas son como la lluvia de donde vengo, lluvia sobre piedra gris que lava y pule y aleja el polvo, lágrimas que me liberan de una inquietud que siempre he tenido dentro, de una pena que llevo en la sangre desde que nací, de un fatalismo personal asumido y silencioso que no puedo evitar ni vencer aunque intente disimular, porque sé que llevo en la cara tres años perdidos y el frío de las seis de la mañana.
Él se ríe cuando yo me río y se admira de mi empuje y me riñe por mi excesiva, por mi intransigente sinceridad, pero se confunde cuando lloro, le parece una traición que me hunda, no admite que me rompa.
Y no tengo remedio.
Que soy una contradicción andante lo sabe todo el mundo, pero Ramón aún se asombra de mis opuestos. Yo creo que se puede ser animal e intelectual a la vez, surreal y verosímil, infernal y angelical, real y provisional, sensual, policial, habitual en su cama y retráctil a un tiempo, cerebral, espectral, azul, natural.
Para él es fácil ser consecuente. Él es siempre él. Puede ser siempre él mismo y no tiene miedo de serlo. Me abruma en su seguridad, en la rotundidad que lo centra, en los plomos de realidad que le anclan los pies a la tierra. Siempre es auténtico, para bien o para mal. Cómo lo hace. Cuando ríe todo en él es risa, no hay nada detrás triste, oscuro, insoportable o amargo como en la mía. Cuando se cabrea todo es fuego, cuando se pone tierno todo es dulzura y cuando se calienta todo es sudor. Sin dudas. Es tan entero que hasta casi me parece injusto. Insoportable.
Quisiera ser como él pero me es imposible, no puedo, y no me queda más que admirarlo, o temerle, o apuntalarme en su pétrea, su irreductible elementalidad si flaqueo, recoger su impaciencia, su lujuria, su inflexibilidad o su desilusión como en un espejo cóncavo en el que intento reflejarme con igual verosimilitud e intensidad. Pero no lo consigo. Vivo abocada a un mundo donde cada sensación, cada sentimiento, cada pensamiento o emoción es dual, complejo, compuesto y qué cojones hace este de delante. Hay que ver cómo conduce la gente, con los pies. Pues me voy a quedar con su matrícula, que ese coche tiene una pinta muy rara, mañana en cuanto llegue a comisaría lo primero va a ser comprobar en el ordenador si es robado, por tocarme los huevos.
Ya tengo ganas de llegar a casa y quitarme los zapatos y tomarme un café y un trozo de pan con Nocilla y ponerme ese jersey que me llega a las rodillas y que Ramón siempre quiere tirar, y leer un rato, o ver la tele o dejar la vida pasar sin mí aunque sea un instante, y a ser posible sin pensar. Todo por parar, por estar en la nada un rato, todo con tal de que la vida deponga sus espinas un momento. Pero no, porque Ramón no está y dónde se ha metido, piensa apretando los dientes por no morder la decepción. Para un mal día, para una vez que me hacía falta tenerlo al llegar y no está. Con los amigotes de tapas, seguro, o con la mamá un rato, que necesita compañía, que pasa tanto tiempo sola. Y la boca sucia a cada momento con las opiniones de la santa, que lo sabe todo, que dile a tu mujer que los zapatos cerrados le quedan de lo más hortera porque, claro, me hacen parecer un poco retaca, y paticorta, pero si no lo es, mamá, ya, pero si lo parece pues es lo mismo, y además, que no debería echarse tantos polvos en la cara, ni pintarse los labios de un rojo tan fuerte, que dice que te hacen más mayor aún, ni el pelo recogido en un moño a medio deshacer, que es que parece una desaliñada, que eso se le pegará de andar por esos ambientes y tú, un abogado con tanto futuro, tienes que cuidar tu imagen por más que la quieras, que ése es otro tema que tampoco entiendo muy bien, de dónde te sale a ti tanta adoración por ella. En cualquier caso dile que por lo menos se deje la melena suelta, a ver si la convences. Y si se diera unas mechitas… Claro, diga que sí, señora, el pelo suelto, muy práctico para conducir, para correr detrás de los cacos, para disparar mismamente. Pero por qué te pones así, ya lo estoy viendo con su carita de estupidez bienintencionada, son sólo imaginaciones tuyas, no se te puede decir nada, sí que eres susceptible, qué poca seguridad en ti misma, hay que ver. Pues si no sabes aceptar una opinión, si te sienta mal, nunca más te cuento nada. Decidido. Mira qué fácil.
Estupendo. Pero cuando yo llego él no está, aunque lleve el día entero pensando sólo en regresar y encontrármelo en el sillón leyendo un periódico, tan cómodo, tan caliente su pecho, tan dispuesto a acariciarte el pelo y decirte un mal día ¿no?, descansa un rato, ya preparo yo algo para cenar, tú relájate. Y sin embargo no, se ha ido y llegará tarde y ya ni descanso ni paz ni ganas de verlo ni de acurrucarte en él ni de dejarse llevar por su aliento al respirar, sólo irritación tras encontrarme sola en la casa vacía, todo paredes que se caen sobre mí, espejos que me reflejan asustada, la noche desplomándose por un exceso de equipaje secreto. Y lo odio. Oquedades blancas en el techo allí donde mi mente atemorizada irá a divagar, espacios vacíos, bolsas de aire en las habitaciones que llenar con mis achaques y mis temores y ningún ruido en el pasillo que me despiste y me impida pensar en el bultito con forma de lenteja, que me evite el impulso de palpármelo otra vez sintiendo como que sí, o mejor no, ni sé al final si se nota o no eso, lo que sea, lo que se debería o no notar.
Hasta la gata me rehúye. No sé lo que digo, desvarío aquí sola esperando. Se me va la mente hoy, no soy terrenal, estoy en las nubes, se vuelve todo trivial y fútil al lado de un dolor irracional que me asusta y me convierte en vendaval y carnaval de histéricos. Se me alborota la vida por temor de lo fatal, me doy cuenta de que soy mortal y que igual me acabo, de que el único rival que debo respetar es lo letal de los achaques y de qué sirve lo demás, los espejismos de lo diario, el bucle de lo cotidiano, lo banal, lo mundanal, el inútil oropel, el absurdo de no querer caer del pedestal cuando al fin toda faceta de ese mal es venial, si todo se pliega y se arruga y se agota y se acaba ante la enfermedad y la muerte.
Deliro sola. Pienso incoherencias. Tengo que entretenerme.
En la tele no dan nada. ¿Qué hago?, ¿pongo una lavadora? No. Sí. Con tal de ocuparme las ausencias…
Y empieza a recoger desesperada, a revolver en los armarios en busca de ropa sucia que lavar hasta que se encuentra oliéndole los sobacos a una camisa de Ramón y se da cuenta de golpe del absurdo y la ira llena el hueco del desaliento porque si seré tonta, estúpida, imbécil. No tengo remedio, me lo merezco por idiota, por no ser capaz de parar ni de cuidarme, por dedicarme a los demás para no pensar en mí cuando a saber dónde coño estará éste. Acordándose de menda no, seguro. Y yo dispuesta a lavarle las delicadísimas prendas de marca a mano sólo para olvidarme de que falta cuando tendría que estar aquí, tendría que estar junto a mí apoyándome y mimándome, tendría que estar porque sí, porque lo necesito hoy, conmigo y ahora. A fin de cuentas para eso es el matrimonio, en eso consiste el amor, en las duras y en las maduras a mi lado y no en dejarse las manos escurriendo su ropa mientras él ni siquiera se ha molestado en dejar recado de adónde habrá ido, que seguro que ni se acuerda de regresar ni de hacerse el sorprendido al abrir la puerta porque has llegado tú antes y cómo que por qué estoy ya aquí. Es mi casa, ¿no?, vamos, eso creo, porque vuelvo hecha un guiñapo y en vez de encontrarme con un marido que me espere ansioso sólo veo tareas por hacer de las que tú te escaqueas yéndote por ahí como si no tuvieras una mujer a la que retornar, y la gata muerta de hambre, que por poco me quita un ojo. Estarás contento, vaya recibimiento.
Pero Ramón viene de buenas, cosa rara, y eso consiste básicamente en no darse por aludido con mis bordeces.
– Yo también me alegro de verte, mi amor.
Y la sonrisa desarmante le ilumina la cara y ella se siente ridícula, encelada como una niña, encaprichada por una carantoña que no le han dado a tiempo y que su orgullo le impide reclamar, más cabreada todavía que antes porque ahora, al tenerlo delante, comprende lo unilateral, lo parcial de su enfado.
– No me hagas el cuento, ¿dónde te has metido?
– Dando una vuelta -qué tranquilidad, qué desfachatez, qué cuajo-. Mirando discos, ojeando libros, comprando un mapa… Perdiendo un poco el tiempo hasta que tú llegases, mi vida.
– Sí, mucho mi vida y mucho mi amor, pero entro en casa y no te encuentro.
Su gesto sigue aún relajado, cómo hace para no darse por aludido. El muy falso, el muy hipócrita. Al menos podía percibir mi mal humor, darme un motivo para estallar. Pues no. Calmado, impasible, se quita la chaqueta y saca un paquete del bolsillo. Tiene algo para mí.
– Te he traído una cosa.
– ¿Sí?, ya me la darás luego. Ahora tengo que hacer una llamada.
A la mierda el acto de conciliación.
– Hola -dice muy segura-. Que se ponga Santi.
– Papi no está, cielo. Tendrás que soportarme a mí. Soy el único que queda en este antro.
Es Fernando, su tono a lo Marlowe resulta inconfundible. ¿Este hombre no tiene sentido del ridículo? Es de los típicos maderos que han visto demasiadas veces El sueño eterno, tantas como para creérselo. Lo peor es que sólo acepta que le respondan en su mismo lenguaje:
– No me sirves, mi amor. Busco a un hombre de verdad -y por el rabillo del ojo mira con disimulo a Ramón, plantado aún al lado del sofá con el regalito en la mano, digiriendo su desprecio-. ¿Tampoco está Nacho?
– Bingo, encanto. Igual todavía anda por aquí. Pero, pequeña -y baja el tono y se vuelve confidencial y aleccionador-, no puedo alabar tu gusto: un orangután con la nariz partida… En fin, voy a buscarle.
Y, en lo que dura la espera, Clara se vuelve en un gesto calculado dispuesta a sonreírle a Ramón, preparada para firmar el armisticio. Pero ya no está. Se ha ido. No tiene aguante, estará cambiándose en el baño con mi desplante ya masticado y tragado, y regurgitado, y asimilado, listo para vomitarme su genio torrencial como respuesta. Lo que me faltaba, un marido cabreado y una bronca de última hora para acabar la jornada, la guinda para un día perfecto a punto de estallar.
– ¿Qué pasa? -la voz de gigante de Nacho interrumpe sus pensamientos-, ¿quién me busca?
– Yo.
– Qué lacónica. ¿Qué quieres?
– Nada, sólo preguntar cómo andan las cosas por ahí, ¿sabéis algo de Vito?
– Poco tiempo nos has dado, no hace nada que te has ido y ya quieres resultados, ¿qué te crees, que somos los de CSI?
– No, joder, pero cuéntame qué tal ha ido la vigilancia, mañana me toca a primera hora.
– Pues nos lo hemos pasado bastante bien, no creas. Ahora, que a ti no te gustará tanto. Lógico, al ser mujer no tienes el aliciente de las putas.
– ¿Qué putas?
– Las que entran y salen. A todas horas. Parece como si Vito estuviera haciendo un casting de fulanas. Van y vienen de tres en tres guiadas por una especie de madame de altos vuelos que se las mostrará para que las tiente, o las cate, o yo qué sé. Son chavalas jóvenes, lozanas y amilanadas. En el fondo dan un poco de lástima. Debe de ser como una exposición de mercancía a estrenar. Salen del coche y las hacen entrar a pie para que, ya puestos, les echen un vistazo los guardianes de la verja, que igual también entienden mucho de putas. Y claro, éstos empalmaos todo el día, la sensación de poder que dará ver a semejantes jamonas con cara de conejitas asustadas haciendo malabarismos sobre sus tacones para que no se les vea más de lo debido por esos escotes de vértigo y las faldas minúsculas. Lo mismo el jefe les pregunta luego su impresión, o tienen un sistema de puntuación montado que se pasan por los pinganillos, como en Eurovisión.
– ¿Y la madame?
– Una bicha, con ojos color de ginebra mala. Nada bueno, lo que yo te diga. Esa tipa pasa como perico por su casa, un ratito de conversación y risitas con los de fuera y hala, para dentro. Niñas: al salón. Y no te creas que le dan pena. Hasta parece que se riera de ellas. Luego sale con algunas, los desguaces, los descartes que no sirven o no le deben de gustar a Vito, y a por más, que siga el espectáculo, el espectáculo tiene que continuar. Las más guapas según el criterio de esta gente y las necesidades del mercado, claro, se quedan dentro haciendo dios sabe qué, desfilando en bolas o esperando a ser estrenadas o vete tú a suponer. Pero salir no salen, sólo lo hace la mala bicha con los desechos.
– ¿Y por qué sabéis que son nuevas?
– Porque les hemos sacado fotos para contrastarlas con las prostitutas fichadas, que es lo que me ha tenido hasta ahora aquí, y no coincide ninguna. Además, son muy jóvenes, se balancean en lo alto de sus plataformas, van nerviosas, excitadas como si la madre superiora las sacara de excursión a un museo, a algunas les da la risa floja como si esto fuera algo que no alcanzaran a entender… No están fogueadas, se ve a la legua, y no parecen enviciadas aún con la droga. Yo no digo que sean vírgenes, ya me entiendes, pero éstas no llevan años ni meses haciendo la calle. Y no son caribeñas ni rumanas ni rusas, son de aquí, chicas que se acaban de escapar de casa, o las primas del pueblo de una profesional que las ha recomendado, o niñas decentes de barrio dormitorio que han tenido un revés a las que les han prometido ser modelo en la capital, cualquier cosa, maripositas que pretenden volar más alto o salir de la cloaca en la que malviven a costa de su cara y sus… Lo que tú prefieras, pero no son material usado. Vito busca calidad.
– Pues sí que debió de ser entretenido el desfile, sí. Pero de traficantes, de droga ¿nada de nada?
– De momento no. Hoy sólo ha sido el Día de las Putas. Va a ser que este Vito tiene una agenda mafiosa muy completa. Lo único especial que hemos visto ha sido a tu querido Culebra entrando.
– ¿Cuándo?
– A última hora, casi cuando acababa el turno. Estaba recogiéndolo todo para venirme, la cámara y esas cosas… No veas qué book de bollicaos nos vamos a hacer aquí con este material, ya me imagino al jefe Bores pajeándose en su despacho con el archivo de las niñas.
– Qué bestia eres. ¿Y el Culebra?, ¿no ha salido?
– No lo sé, me he venido sin esperar, eso pregúntaselo a Santi, que era el que se quedaba. Pero no le llames al coche, que hay interferencias y se oye de culo, creemos que Vito tiene un distorsionador de frecuencias o algún rollo informático para pillar nuestra onda, así que descartado usar la radio. Espérate a mañana, hoy no creo que ocurra ya nada más. ¿A qué hora entras?
– A las seis.
– Te han jodido bien, eso te pasa por llegar tarde al reparto de turnos. Pues nada, sé buena y acuéstate pronto. Y olvídate de jugar esta noche.
– Mira quién fue a hablar. Mañana nos vemos.
– Vale. Y anímate, igual te toca el Día del Chapero.
Y cuelga con miedo a dar la vuelta y encontrarse a Ramón ahí otra vez, quizá dispuesto a embestir. Pero no. Lo oye trastear en la cocina y desde la puerta lo ve tostando pan y cortando queso. Él sabe que está allí, observándolo, pero no la mira, y ella se va al salón rodeada de maldiciones invisibles y nefastos augurios, emperrada en apuntalar el pesado muro de su silencio por lo menos hasta que se le caiga a él, al traidor, al egoísta, al culpable sobre la cabeza porque, vamos a ver, cualquiera que se ponga en mi lugar se daría cuenta de que no es para mosquearse así, de que la razón es mía, porque es de lo más lógico y comprensible que una llegue a su casa y se moleste al no hallar a su marido esperándola cuando había hecho planes para estar juntos, cuando sabía que ansiaba encontrarlo y lo necesitaba, su cuerpo para abrigarme, sus manos para recogerme, ¿o no? Y encima se hace el ofendido.
Era lo que faltaba, vaya, que él falle y que no puedas ni siquiera decírselo, que tengas que ponerle buena cara, como de quien está dispuesta a tragárselo todo y qué bien, qué bonito y aquí no ha pasado nada, mi amor.
Pero no, apareces tarde, me decepcionas, me defraudas, y tengo que demostrártelo, y me pongo a llamar por teléfono para huir de tus ojos, como cuando llamas tú a tu despacho y yo no te reprocho un exceso de celo profesional, y ahora que he colgado me das sin reproches lo que sea que me hayas traído, me pides disculpas, como debe ser, y punto final y final feliz, y cenamos tan tranquilos y a la cama como dos benditos. Como en las películas.
Pues no.
Le encanta joderme los planes, ni que lo hiciera aposta. Ahora que estoy dispuesta a proclamar la paz y no la guerra el niño se ha ido ofuscado a refugiarse en la cocina con el ceño fruncido, el orgullo herido, el amor propio picado y el genio animado y enardecido. Y no me habla ni me dice nada de si quiero o no cenar, ni me mira, ni parece percatarse de mi existencia.
Pues vaya, pues sí que estamos susceptibles, y yo que lo esperaba como agua de mayo, como la panacea que todo lo remedia, la cura para un lunes torcido que, está visto, ya que ha nacido malparido ahora no va a prosperar.
No viene. Estará cenando en la mesa de la cocina porque aquí venir, lo que se dice venir, no viene. Yo sola en el salón reconcomiéndome y él tan pancho en la otra punta de la casa poniéndose morado. Seguro.
Menuda mierda de vida en común, maldito invento la pareja cuando cada uno por su lado, cuando él allí y yo aquí plantada como un rosal, sin sedal, sola. Este camelo del amor sólo sirve para amargarte el alma y medio endulzarte la verdad de que estás en el fondo más sola que la una, algo a todas luces evidente que nos empeñamos en negar casándonos como imbéciles para que luego la convivencia de a dos te escupa a la cara que de dos nada, que uno y uno, no solos, solos no, pero mal acompañados. Si lo sé antes no me tiro de cabeza, porque qué sentido tiene.
Y se hunde poco a poco en pensamientos cada vez más negros, en solitarias aprensiones que la lastran y le comen la moral, en sus miedos y en sus penas cuando aparece Ramón cargado con una bandeja enorme y en silencio pone los cubiertos en la mesa baja frente a la tele y va y viene trayendo pan tostado, y provoleta, y paté a las finas hierbas, y agua para él y vino para ella, y de postre dos dulces de hojaldre que ha comprado en la pastelería, y dos servilletas engarzadas en servilleteros de diseño con forma de corazón y dos cuencos con aperitivos, uno con aceitunas para él, otro con banderillas para ella -que es que a él no le gustan las cebolletas-, y por último planta sendas copas, erguidas y preñadas, y se sienta.
Y Clara, aún con la cara de pena puesta, que lo ha mirado trajinar sin decir nada observa también ahora cómo, sentado de perfil, le hace un gesto con la cabeza («a comer») sin que ni una palabra se escape de su boca que mastica concentrada y con ganas.
Y comen callados, el silencio sobre ambos como un halo de paz si no fuera por el temor de ella, el pavor a que se prolongue demasiado, a que cuando quieran hablar ya no recuerden qué decirse. Pero no sabe romperlo y sigue mordisqueando maldiciéndose por su cabezonería, por su torpeza, por su egoísmo que acaba con todo, por su frialdad que la aísla del amor de los demás, que todo lo aleja, y le dan hasta ganas de llorar por ser tan pobre, tan tonta, tan rara y tan terca, y tan miedosa, y tan contradictoria, tan imperfecta.
– ¿Recuerdas aquella vez que fuimos a Granada? -dice él sin mirarla.
Ella asiente con la cabeza y Ramón, sin verla, sabe que ha asentido.
– Uno de aquellos días, en la cena, nos enfadamos por una tontería y dejamos de hablarnos, y así continuamos mientras íbamos hacia el hotel, y allí me puse a leer el periódico, y tú a ver la tele, y yo, al ver que no me hablabas, me eché a dormir y tú, como me acosté sin hablarte, te pasaste la noche en blanco pensando que lo nuestro hacía aguas, que no nos entendíamos, que no éramos capaces de comunicarnos… -suspira-. Al día siguiente, tras haber dormido la noche entera como un bebé pensando que tu enfurruñamiento, como el mío, había sido una tontería de la que ni nos acordaríamos al despertar, me levanto y te encuentro vestida, con unas ojeras hasta los pies, convencida de que no teníamos arreglo y de que todo había terminado y proponiéndome, muy razonable, eso sí, cancelar un viaje que ya no tenía sentido, y como el coche era mío y la reserva del hotel estaba a mi nombre, mejor sería que tú, con tus maletas que ya habías hecho, cogieras cuanto antes el primer tren de la mañana para volver a Madrid y que no tuviera que soportarte el resto del viaje. ¿Te acuerdas?
Clara, con un movimiento leve, vuelve a asentir.
Después de una pausa densa, eterna, Ramón habla de nuevo.
– Mira, no sé lo que te pasó hace años con ese otro hombre porque sólo has querido contarme retazos, y no acabo de comprender tampoco por qué te asustas tanto, por qué huyes de mí a la primera confrontación, al más mínimo roce renegando ya de nuestra relación, asumiendo que por una tontería se vaya a romper lo que tenemos. Si hubo otro que tardaba días en hablarte y te hacía dudar de su amor, yo no soy él. Y lo sabes, o deberías saberlo. Además -y ahora se lo toma a coña-, me sentiría muy culpable si hicieras nuevamente las maletas y te fueras a dormir al catre de las guardias. Porque, esto te lo aviso ya, por nada del mundo me voy yo a casa de mi madre, que es una pesada que no para de tocarme los huevos. De modo que, tal y como está el panorama, mejor empezamos a hablarnos ahora mismo o nos repartimos los gananciales. ¿Quieres un poco más de paté?
– Bueno…
– Voy a la cocina a buscarlo y de paso le doy a la gata las gracias por devolverte la lengua.
Quiero a este hombre.
Adoro a este hombre, yo a este hombre lo amo. Es un santo y yo una gilipollas que no sé cómo me aguanta, debería hacerle un monumento porque de ser él hace años que me tenía mandada a la mierda. Es un sol, un cielo, un amor, un golpe de buena suerte que se acerca sonriendo y se sienta junto a ella y la recuesta sobre su pecho, por fin, y le pregunta, por fin, qué tal el día.
– Malo, ¿no?
– Sí.
– ¿No te apetece hablar de eso?
– No.
Y mientras juguetea con su coleta, y le suelta la melena, y le acaricia el pelo, vuelve a preguntar.
– ¿En qué piensas?
– En palabras que terminen en ele.
– ¿Palabras como cuáles?
– Bestial, brutal, fantasmal…
– ¿Y vale cualquiera?
– Sí.
– Se me ocurre alguna más optimista que las tuyas: celestial, ángel, sol…
– Alcohol.
– Manantial.
– Barrizal.
– Ventanal.
– Proyectil.
– Sí que estamos negativos, déjame que piense: medicinal.
– Arsenal.
– Para ésa tengo una muy buena: guiñol.
– Gandul.
– Ya empezamos con las alusiones personales. Especial.
– ¿Cómo me tengo que tomar eso?, ¿es bueno o malo?
– Tú misma, no haber empezado. ¿Te rindes?
– Nunca. Carcamal.
– Virginal.
– De eso nada. Monacal.
– Vaginal.
– Me niego a considerarlo como un insulto. Las mujeres somos vaginales, es lo propio, tenemos que serlo. Hombre convencional.
– Lo que tú digas, menstrual.
– Pues vale, y tú marital.
– Es que estoy casado, y mi matrimonio es una cruz, fatal, fatal.
Y se incorpora para mirarle a la cara.
– ¿Me estás llamando mujer fatal?
Y él la mira también a los ojos y la besa sin avisar.
– Sí.
– Pues tú semental -sonríe pícara, y se deja besar y le devuelve el beso.
– Carnal -y por debajo del jersey le acaricia los pechos, pero no percibe el bulto con forma de lenteja ni su respingo.
– Labial -y le quita la camisa y se enreda en el vello de su pecho.
– Sexual -y le muerde el cuello y le mete su mano entre las piernas.
– Me rindo -gime ella.
– Vamos a la habitación. Mira cómo estoy -susurra él.
– Vale -acepta, casi sin aliento, tras palparle la bragueta.
Y a medio desvestir, con los pantalones arrastrando y llevándose casi en volandas, se meten en su dormitorio y riendo, con la luz encendida, mirándose con gula, ya por completo los cuerpos desnudos, se besan, y cabalgan y descabalgan y se montan con ganas y sin ganas de acabar, y se muerden, y se lamen y se frotan y suena el teléfono al fondo, a lo lejos, en el salón.
Paran, suspendidos los jadeos dudan un rato y, tras un instante congelado en el tiempo, cada uno toma su decisión: él quiere seguir, ella cogerlo.
– Ahora vuelvo -dice incorporándose, apartándole.
– No vayas.
– Si sólo será un momento, igual llaman de comisaría y es importante…
– Pues que llamen luego -le corta.
Pero se levanta, las gotas de sudor brillando sobre su piel, y se encamina hacia la puerta. La voz firme, segura, inflexible de Ramón hace que se detenga a medio camino.
– Clara, vuelve a la cama -y en el fondo, aunque no lo reconocería jamás, suena como una petición, como una súplica más que como una orden.
Y ella se vuelve, obediente, aunque no parece muy convencida.
Pero al acostarse junto a él, al tocar otra vez su piel caliente, al probar la sal de su cuerpo, se olvida de todas sus reticencias.
– Al fin y al cabo para eso tenemos el contestador… -afirma.
– Para eso mismo, todo dios llamando a horas intempestivas, siempre jodiendo cuando estamos jodiendo y luego ya no hay quien vuelva, luego ya no es como antes. Y lo que más me molesta es que siempre pareces preferir el teléfono, cualquier imbécil que llame equivocado, cualquier amiga que te vaya a contar una bobada tras otra sobre un posible novio en ciernes o sobre la nada más absoluta antes que a mí.
– Calla.
Y obedece, y ya la está besando otra vez, ya vuelven a suspirar, a saborearse, a consumirse, a arder. Y mientras y a lo lejos, en el salón, una voz rasposa y cazallera deja grabado su mensaje.
Registrado su miedo, anotada su advertencia, el Culebra cuelga.