40514.fb2 Y punto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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IV

– Soy la subinspectora Deza. Quisiera saber si alguien ha preguntado por mí en comisaría durante las últimas horas.

Y mientras el novato que ha pringado en centralita el turno de noche acude a comprobarlo, oye pies arrastrándose a sus espaldas y se vuelve para ver a Ramón en pijama, el pelo enredado y los ojos legañosos, bizqueando y sin gafas parece un topo, qué miope, qué dormido, menudo despiste lleva encima, la boca pastosa preguntando qué hora es, qué haces vestida si es noche cerrada, vuelve a la cama, ven, y no, me es imposible, tengo que ir a trabajar, qué más quisiera, mi vida, qué más quisiera, volver y dormir calentita junto a ti… Pero tengo que irme.

– ¿Ya? Pero ¿qué hora es?

– Aún no han dado las cinco. Corre, métete en la cama, te vas a enfriar.

Como hipnotizado obedece, a medio despertar y con las manos colgando, dando traspiés, se marcha dócil como un niño. La voz al otro lado del teléfono atruena de improviso, desvergonzadamente despierta.

– Subinspectora… ¿Me escucha?

– Sí, dígame -responde automática y resignada a empezar a trabajar ya, todavía sin salir de casa, recién duchada, con el estómago vacío y el pelo húmedo aún oliendo a champú, aún la mano sobre el pecho erizado, la mano buscando el pecho siempre.

– A lo largo de la noche nadie ha dejado aquí ningún mensaje para usted.

– No puede ser. He recibido una llamada y alguien ha debido de proporcionarle el número de mi domicilio. Quiero saber quién ha sido y que me explique por qué esa persona en concreto dejó un mensaje en mi contestador.

– Creo que se confunde, subinspectora, tenemos orden de no facilitar dato alguno de los agentes.

– Entonces explíqueme cómo han podido localizarme cuando, desde hace años, mis datos personales están protegidos y no figuran en ningún listín.

– Mire usted -y la voz del otro lado empieza a titubear-, yo no puedo hacerme cargo de los actos de otros compañeros, pero sí de lo que he visto y oído. No le niego que en turnos anteriores se pudiera haber facilitado alguna información sobre usted, pero durante el mío eso no ha ocurrido -y ahora ya se apoca suplicando-, y le ruego que, si está dispuesta a elevar una protesta formal ante mis superiores, haga constar esta explicación.

– Por supuesto que lo haré -se va a enterar este listillo lameculos que hasta para rogar utiliza el lenguaje oficial, mucha academia has mamado tú durante años para que te la quiten en un solo día en la calle a leches-, descuide.

Polis de pacotilla, niñatos peliculeros sin sangre en el cuerpo, panda de nenazas con hoja de méritos ganada a base de apuntes subrayados con rotuladores fluorescentes… Quisiera veros en el mundo real. Tanta burocracia, tanto formalismo. A ver cómo le piden a un violador de menores que les rellene un impreso por triplicado y luego firme sobre la línea de puntos.

En el dormitorio, Ramón sigue aún sentado junto a la almohada con cara de nene que espera un beso de buenas noches. Con la curiosidad luchando con el sueño, intenta parecer despierto cuando es evidente que masculla adormilado.

– ¿A quién gritabas?

– A un novato incompetente que le ha dado nuestro número al primer yonqui que llama diciendo que tiene algo importante que contarme, que es lo que dicen todos para llamar la atención. Pero tú no te preocupes y duérmete. Hoy te toca preparar la comida y limpiar la despensa, yo me ocupo de la cena y la compra. Y abrígate.

Y se acerca y le besa las legañas y lo deja dormido y arropado mientras se arropa a sí misma en el abrigo antes de salir porque menudo frío hace a estas horas, la próxima vez me pido el turno de las cuatro de la tarde para que me dé el solecito de la sobremesa. Y se va cerrando la puerta con cuidado, dejando atrás la casa a oscuras, a Ramón ronroneando en el cuarto y los ojos de la gata en el salón como dos faros amarillos alumbrando la puerta al salir. Los únicos que la ven marchar, los únicos que la despiden.

Para que luego hablen de la fidelidad de los perros, que son tontos, piensa mientras conduce. Siempre jodiendo con que si los gatos van a su aire, que si los gatos no saben de amores, que si son maquiavélicos y cosas para contarte, micha. Tengo algo para ti, resuena al hilo de la imaginación una voz en su cabeza. Búscame. No te olvides. Y los recuerdos más absurdos me asaltan a traición en el coche, si es que empiezo a estar loca. O no. Es porque en los atascos no hay nada mejor que hacer, todo son voces que me vienen a la memoria dictándome frases inoportunas: No digas que no. Búscame mañana, resuena la misma voz de antes. Llévate el móvil, cuídate. Tan sola y tan pequeña, insiste Ramón.

Pero no soy pequeña ni frágil, responde para sí misma como si él estuviera a su lado y no en el dormitorio, tan feliz, tan descansado. No soy tan delicada como cree. Necesito que me cuiden, vale, a ver quién no lo necesita. Las personas, como las cosas, incluso las más duras y resistentes, requieren un mantenimiento, hay que tratarlas bien cuando se las quiere conservar, engrasarlas de vez en cuando con cariño, ajustarles las palancas, los resortes del amor, no darles portazos, que no se les necrose la suciedad del día a día, que no extienda su óxido la monotonía. Pero de ahí a tenerme entre algodones, a echarme un responso cada vez que cruzo el umbral, a obligarme a llevar el móvil siempre encima, encendido como una condena que me asfixia y me quema… Yo quiero respirar, andar a mi aire, entrar y salir a mi bola y defenderme sola, como hasta ahora. A ver si va a ser peor el remedio que la enfermedad sólo porque él necesite sentirse fuerte protegiéndome y yo que me mimen cuando lo que de verdad deseo si pretende ayudarme son los planos del chalet para restregárselos por las narices a los compañeros y sobre todo a un jefe que yo me sé.

¿Qué salida cojo? No me entero. Desde luego los que hacen las carreteras ponen unas señales que no sirven para nada, y además no sé a qué he tenido que ir primero a comisaría para recoger esta cutrez de trasto, a ver cómo pretenden que lleguemos discretamente a los sitios en este coche costroso. Vale, y ahora dónde me pongo para no llamar la atención, y cómo no la voy a llamar en un vehículo de más de veinte años que ya ni se fabrica. Hay que joderse con el presupuesto.

A todo esto, dónde están los compañeros, cómo voy a relevarlos si no los veo. Si les ha dado por irse a tomar algo caliente se van a enterar.

Dobla una esquina y los distingue medio agazapados dentro de una furgoneta también descascarillada que anuncia frutas y verduras -«Las más frescas del día, para vivir con alegría»-, los dos comiendo donuts de una caja de seis, César tan fresco y Javier, el Bebé, bostezando y desperezándose. Lástima de novato, él sí que se ha tragado un turno chungo y no yo, que entro casi al alba y podré disfrutar de las vistas en cuanto Vito abra el negocio y los pijos de las mansiones empiecen a salir para ir a sus bancos o a sus constructoras o a la Bolsa o adonde sea que curren si es que para ellos es correcto emplear tal palabra. Incluso hasta puede que admire el bonito espectáculo de las putas desfilando a cuentagotas, que ni ese aliciente ha tenido el pobre por culpa de esta noche más negra que sus pelotas.

Y les saluda con una discreta inclinación de la cabeza y sonríe tras el polvoriento parabrisas mientras ellos arrancan y la furgoneta, sigilosa y sin luces, pasa por su lado, a dormir por fin, César conduciendo tan campante y el Bebé intentando infructuosamente leer un diario deportivo birlado a cualquier quiosco, fijo, casi lo puede ver con los ojos azules de lince en celo reluciendo en la madrugada, agazapándose, en cuclillas de coche en coche por si alguien lo ve aproximarse cual sombra embozada hasta el fardo de periódicos tirado delante del puesto e intentando sacar un Marca o un As sin romper el precinto. Qué bien se lo montan los maderos cuando quieren hacerse con algo por la cara.

A ver qué ponen en la radio, estas cuatro horas se me van a hacer eternas como no haya algo entretenido. ¿Las seis y ya empiezan estos programas cargantes cargados de graciosos que gastan bromas por teléfono y humillan al personal que se levanta temprano a ganarse el pan? Pues lo llevo claro. Aunque al menos estoy sola, peor es tener que soportar a un poli machista hablando de fútbol y del culo de la famosa de turno.

En fin. Son las seis y comienza la guardia. Qué ilusión.

Seis y media y aquí no pasa nada. Está visto que los facinerosos no madrugan. No me extraña que luego nos llamen tontos, ellos sí que son listos, durmiendo apaciblemente en sus casitas con visillos de flores o en sus niditos de ratas o en sus mágicos castillos de colores y nosotros, como idiotas, al relente ante su puerta, no sea que les dé por delinquir al rayar la aurora. Pero no, no lo harán, no. Aquí hasta que el sol se ponga bien alto no pasa nada.

Las siete y ni un alma, menudo marrón. Estoy a punto de dormirme, mejor me zampo lo que me ha preparado Ramón.

Siete y media. El tiempo se ha parado, va a ser eso, y la Coca-Cola no me ha espabilado y además me hace eructar a cada minuto. Quiero irme a mi casa, ya.

Ocho, me aburro, y para colmo me vuelve a entrar el hambre. Vito estará desayunando zumo de naranja recién exprimido y tostadas calientes, qué cabrón, y yo aquí con el termo y los cruasancitos de Ramón que, la verdad, mucho delicatessen y muy exquisitos y vaya una barbaridad que nos cuestan pero se acaban en un suspiro. La próxima vez que me asignen una vigilancia me traigo la fiambrera con una tortilla entera, para que me salgan unas cartucheras como dios manda y me critique con motivo la suegra.

Ocho y media y los gorilas hacen acto de presencia en la verja. Hay que joderse: ellos inician su jornada laboral y yo ya estoy hasta los mismísimos de la mía. Y las cámaras de vídeo siguen en movimiento, menos mal que por una vez hemos sido avispados como para no ponernos a su alcance. Mira que es precavido este Vito. O eso, o muchos enemigos tiene. Muy bien, apuntemos, que no se diga: «8:30. Comienza la vigilancia en el exterior a cargo de dos empleados». Algo es algo.

Nueve. La modorra me invade otra vez. El gorila de la izquierda hace un crucigrama -¡sabe escribir!-, el otro ejercita sus manos con un musculador -esto ya es más propio-. Se aburren, y yo, pero como estoy sola ni siquiera puedo leer un rato. Sólo mirarles.

Nueve y media. Ya falta poco, ya falta poco, ya casi no falta nada, media horita y me voy. Entra un coche negro. Apunto marca y matrícula. No se identifica ante los primates, que abren las rejas sin mirar a su ocupante siquiera. Debe de ser un habitual. De las putas, ni rastro.

Diez, diez, diez en punto. Me voy, me piro, me abro. Ahí os quedáis, pedazos de carne con ojos. Que aparezca mi relevo, que no se retrasen.

Ya vienen. Expósito y el rijoso de León. Qué raro, con lo poco que le gusta hacer guardias. Anda y que se joda, por sobón y mal compañero. Por el sendero del jardín aparece una criada con pinta de chachilla con un piscolabis para los vigilantes. Es mona. Hasta las domésticas las elige salerosas este Vito. Igual es literalmente una «chica para todo», me apuesto el sueldo a que tiene derecho de pernada en sus dominios. Y ahora que los energúmenos engullen, yo desaparezco con discreción… Pero ¿qué querrán decirme éstos con esos gestos sin voz tras el parabrisas? No me entero, chavales, y ya sabéis que no puedo usar la radio. Adiós, me lo contáis en otro momento.

*

Todos los días igual. ¿Sabes qué te digo? Que ni te contesto. Día tras día lo mismo, siempre con ganas de amargarme nada más pasar por la puerta, las mismas gracias estúpidas, el mismo lenguaje chabacano… ¿No te aburres de ti?, ¿de ser tan simple, tan grosero, tan casposo?

¿Y qué es eso de ya verás bonita lo que te espera dentro? ¿Qué pasa, ahora eres también el eco social de la comisaría?, ¿el pregonero del barrio?

Y al entrar, por no variar cabreada, mil caras raras que la miran hasta que accede a la sala del Grupo y, antes de poder preguntar, ya le está haciendo Fernando una mueca con las cejas que señalan, contorsionistas imposibles, hacia el despacho del jefe Bores, y vislumbra por entre la puerta medio abierta a Santi con él, serios y ceñudos los dos, que la ven también y le dicen con la mano que se acerque, pero qué cojones habrá pasado para que Bores me mire como si por primera vez reparara en mi existencia y aguarde paciente hasta que llegue preparando, bien se le nota, esa pose que pone destinada a recordarle a sus subordinados quién lleva los galones, para que los demás me escruten con cara de compasión y curiosidad y se aparten y pretendan disimular cuando paso aunque al sortear la mesa de Fernando éste se atreva a susurrarle un «suerte, compañera» que no comprende a qué viene, que la pone más nerviosa y le da una especie de mal fario, porque todo el mundo sabe que el hombre es un poquito gafe y, además, para qué quiero yo suerte, suerte para qué, suerte por qué si yo no he hecho nada. Pero claro, piensa ya dentro del despacho, esto es lo último que debo decir sea lo que sea que quieran recriminarme, porque cualquier madero deduce que un «yo no he hecho nada», por más verdad que sea aunque casi nunca lo es, siempre es lo primero que dice un culpable, da igual que no alcance a saber, como yo, de qué se le acusa.

– ¿De qué se me acusa? -pregunta ante sus superiores ya con un hilo de voz.

– No digas gilipolleces -contesta Santi cabreado.

– Vamos, el señor comisario la espera en su despacho -ordena Bores y, por muy lameculos que nos parezca, es el que manda, mi superior directo, el responsable del Grupo, el mismísimo inspector jefe, el que da la cara por mí ante Carahuevo o me pone a parir ante él. Así que a asentir y obedecer.

Y salen, Bores delante, como guiando a los demás en una excursión por la montaña, Santi luego, enojado y molesto, a saber con quién o con todos a la vez, y Clara detrás, la cabeza gacha, las manos en los bolsillos y al cuerno la compostura, el ceño fruncido y en los labios una misma cantinela que no deja de repetir aunque nadie le responde -«¿Pero qué pasa?»- y que sigue murmurando como un salmo hasta que se da cuenta de que está, por segunda vez en dos días, ante el Poder Absoluto, el señor comisario en cuerpo y alma, el diosecillo omnipotente que pincha y corta en nuestro minúsculo universo, en el ruin escenario de esta pequeña comisaría, un dictadorzuelo de facciones hinchadas y calva sudorosa que le puede prender fuego a mi vida laboral en este mismo instante, que se levanta correcto al verlos llegar y les indica con una sola mirada que se sienten, y lo hacen al mismo tiempo como si lo hubieran ensayado y Clara, expectante y pendiente de cualquier detalle, advierte que todos la escrutan y, por no meter más la pata, por no saber qué hacer, por si acaso, espera. Finalmente Carahuevo se aclara la garganta, fija en ella sus ojillos desalmados, como de ratita hambrienta, pone sus manos de muñeco pepón sobre la mesa y dispara:

– Subinspectora Deza, tenemos que hacerle algunas preguntas y quisiéramos que respondiera con suma claridad. Puede que le parezcan impertinentes, pero ciertos sucesos recientes hacen indispensable una explicación por su parte.

Pausa retórica. Esto lo hace para que asimile su discursito. Pues vale. A ver qué salida me queda. Tras esta exhibición de prepotencia y estudiada autoridad no sé qué espera, ¿que me cuadre y grite ¡señor, sí, señor!?

Él parece darse por satisfecho con su silencio y mi silencio, seguro que piensa que estoy cagada y, qué coño, lo estoy. Mira a los otros, serios y hieráticos y, de la manera más impersonal posible, intenta no demostrar lo bien que se lo está pasando para ir al grano por fin de una santísima vez.

– Ayer por la noche recibió una llamada en su domicilio sobre la cual ha indagado a posteriori en centralita. ¿Estoy en lo cierto?

– Sí -¿se supone que esto es una afirmación, una interpelación o qué?-. ¿Ocurre algo al respecto?

– Soy yo quien pregunta -corta tajante-. ¿A qué hora se realizó dicha llamada?

– Pues no sé, entre las once y las doce, creo. ¿Qué importancia tiene?

– Lo sabrá a su debido tiempo. Ahora concéntrese en la hora exacta.

– Tal vez entre las once y media y las doce. ¿Por qué tanta precisión?, ¿ha pasado algo?

– ¿Es que no puede dejar de cuestionar todo lo que digo? -vaya, Torquemada se mosquea-. Se lo repito, soy yo quien pregunta. Y usted debe ser más precisa, que para eso es policía. Díganos la hora: las once, las doce, las once y media… ¿En qué quedamos?, ¿o es que no estaba en su casa?

– Sí, pero no miré el reloj cuando sonó el teléfono. Lo siento, pensé que en mi propia casa ya no estaba de servicio -entérate, capullo, que ignoro qué pretendes pero no hay derecho, yo aquí con Santi impasible, Bores callado como una esfinge y tú, cabrón, gritándome, presionándome y llamándome estúpida a la cara como si hubiera cometido el peor de los delitos.

– Bueno -el capullo sigue-, nos conformaremos con que fue entre las once y media y las doce. ¿Puede detallarnos el contenido de esa conversación?

– Dado que la llamada se recibió en mi casa y es por tanto de índole privada, me gustaría saber por qué debo hacerlo cuando ni siquiera sé a qué obedece este interrogatorio -y aunque oye a sus espaldas a Santi resoplando e intuye a Bores de soslayo fulminándola con reprobación y furia, continúa-. Señor, merezco una explicación.

Pero no sirve de nada plantarse. El comisario es de los de antes, el término Constitución no le suena de nada y está encabronado. Quiere respuestas. Da un puñetazo a la mesa. Me encojo por un momento como una alumna en el despacho del director.

– Déjese de chorradas, hostia, ¿le preguntó cómo consiguió su número a su interlocutor? ¿Se lo dio usted?

– No -tiemblo, reacciono y decido responderle como se merece, con la menor cantidad de datos posible.

– ¿Por eso llamó a comisaría, porque creía que se lo proporcionaron aquí?

– No me cabe la menor duda -y es verdad, porque por más que lo nieguen desde centralita, es la única explicación coherente que se me ocurre, eso o que el Culebra apelara a la mítica capacidad de los yonquis para buscarse la vida y moviendo hilos o favores, como buen confidente, lograra mis datos de un modo misterioso que, por desgracia, se ha llevado a la tumba y nunca será revelado.

– ¿Y por qué esperó a las cinco de la madrugada para indagar sobre la maldita llamada?

– Porque fue cuando la oí.

– ¿Cómo que la escuchó a las cinco? ¿No nos acaba de decir que estaba en su casa cuando sonó el teléfono entre las once y media y las doce? -y la voz de Carahuevo se eleva aún más, no sé bien si sorprendida, furibunda o ambas cosas.

– Sí.

– ¿Acaso no respondió?

– No.

– ¿Es autista o qué? ¿Me está diciendo que lo oyó sonar y no descolgó?

– Correcto.

– ¿Y por qué cojones no lo cogió? -y aprieta los puños y grita desaforado.

– Estaba ocupada -respondo con admirable parsimonia y sorprendente tranquilidad, dadas las circunstancias.

Santi se echa las manos a la cabeza, Bores mira al techo, Clara, insólitamente relajada, contempla al comisario, que parece a punto de estallar.

– ¿Y en qué estaba ocupada, subinspectora, si no es mucha molestia? -y modula, paladea las palabras con delectación, con ansia, con rabia controlada.

– En un asunto personal -de perdidos al río, Clarita. Con un par.

Qué curioso, descubre tras responder, volvemos al principio, como en un círculo vicioso del que no puedo salir, como en una noria macabra que gira y gira sin parar, como en esas pesadillas enfermizas en que todos me pisotean y me asusto pensando que me echan, que me quedo sin placa y sin trabajo y sin nadie a quien cuidar, y me amenazan, y abusan, y me meten miedo y mi boca parece sellada por hilos invisibles y no puedo gritar ni protestar, qué curioso, como ahora.

– Subinspectora Deza -oye, abriéndose paso por entre la bruma de sus sueños, la voz ahora si cabe más chillona, absurda y circense de Carahuevo que se pasa las manos por la calva, donde unas gotitas de sudor comienzan a resplandecer con reflejos malignos-. Todo es personal para usted, ¿verdad? -y Clara sabe que la inusitada calma en su tono presagia tormenta-. ¡Pues ya nos puede confirmar como sea que estaba en su casa anoche cuando sonó ese teléfono o tendrá serios problemas! ¡Esto es desacato, un auténtico acto de indisciplina, se niega a colaborar ante sus superiores y su actitud despectiva y su terquedad nos impiden avanzar! ¡Inspector jefe, haga algo con su subordinada!

– Clara, es importante que nos confirme dónde se encontraba y el objeto de esa llamada. Y es una orden -interviene, yo diría que abochornado, Bores.

– Sí, señor -y decidida en apariencia, pero estremeciéndose en su interior de indignación, levanta el auricular que duerme indiferente sobre la mesa, aunque no tendría por qué hacerlo, aunque tendrían que informarme de qué coño pasa, aunque esto sea absoluta, completa, totalmente improcedente, aunque vulnere mis derechos como agente del orden, como funcionaria y como persona, aunque sea una coacción y si lo hago es por no defraudar a los que confían en mí, como Santi, y para demostrar que, sea lo que sea, no tengo nada que ocultar y sólo por eso, nada más que por eso, marca un número que sabe de memoria y que no tarda en ser atendido.

Es entonces cuando Carahuevo, el muy bastardo tirano mamarracho y prepotente hijo de puta que se va a enterar, salga o no de ésta juro que se entera, como me llamo Clara y me defiendo con uñas y dientes de cerdos como él que se entera, pulsa el botón de manos libres.

– ¿Digaaa? -es la voz de la secretaria, estúpidamente angelical.

– ¿Me puedes poner ahora mismo con Ramón Montero? Soy su mujer. No importa si está reunido, es urgente.

Y, ante la frialdad de su tono, por una vez en su preciosa y esponjosa existencia la criatura parece dar muestras de inteligencia y se abstiene de rodeos y disculpas banales pasando al momento la llamada. Tras unos instantes de espera, Ramón contesta alarmado.

– ¿Clara? ¿Qué pasa?, ¿estás bien? Leti dice que te notó tan seria que hasta le has dado miedo.

– No te preocupes. Estoy en el despacho del señor comisario, necesito que le confirmes que ayer por la noche estaba en casa, contigo, que antes de que nos fuéramos a dormir sonó el teléfono y que no lo cogimos.

– ¿Por qué?

– No lo sé, no ha querido decírmelo.

– Pero si quiere saber dónde estabas será por algo, y entonces tienes derecho a que te informen antes de responder, porque te concernirá.

– Ya, pero me ha dicho que no pregunte, que es una orden.

– Pues a mí no puede dármelas. ¿Estás con él ahora?

– Sí -afirma mientras le ve secarse con un pañuelo el cráneo pringoso.

– Pásamelo -iluso de Ramón que no sabe que no hace falta, que no hay auricular que pasar, que todos están oyéndole gracias al manos libres.

Pero Carahuevo debe seguir con el paripé de hacerle creer que no es así y, dirigiendo a los demás un gesto de no intervenir y permanecer en silencio, como si algún insensato tuviera ganas de decir algo, finge coger el aparato, el muy hipócrita, el muy falso, y pone su mejor y más edulcorada voz de animal social amaestrado para guardar las formas, quién lo diría, y quedar bien con las clases altas.

– Muy buenos días, señor Montero -y ahora todo él gotea dulzura, rezuma cordialidad, y hay que joderse-. Siento tener que molestarle por esta nimiedad, pero su señora ya le habrá informado de la situación y…

– No tengo tiempo que perder -corta seco Ramón-. Quiere saber si mi esposa estaba ayer noche en nuestra casa, si recibimos una llamada y por qué no nos levantamos a cogerlo, ¿estoy en lo cierto?

– Sí.

– Estábamos follando. ¿Le parece suficiente razón?

Clara oye la risa ahogada de Santi y un taco sorprendido de Bores.

– Verá… No necesitaba ser tan explícito, yo sólo pretendía… -Carahuevo está ruborizado, ha hecho el ridículo delante de sus subordinados y tan grande es el corte, tan inmenso el jarro de agua helada que le chorrea por la coronilla, que busca desesperadamente algo agudo, mordaz, irónico y elegante con que salir del paso. Pero Ramón es más rápido, siempre es el más rápido.

– No intente justificarse, por dios, no hay nada más patético que un hombre balbuceando excusas que no deseo recibir. A quien tendría que presentárselas es a mi mujer, que bastante les aguanta día tras día. Dígame una cosa: ¿ha cometido algún delito?

– Pues no, pero…

– ¿Está acusada de algo?, ¿bajo sospecha?

– Sólo queríamos que nos aclarase…

– Sólo queríamos, sólo queríamos. ¿Aclarar qué? ¿Es que tiene que pedirle permiso para acostarse conmigo? -y en la sala se siente, casi se puede palpar la densa pausa que hace Carahuevo para masticar y digerir su bochorno-. No sé qué pensar, señor comisario, espero de veras que esta situación sea excepcional, porque de lo contrario tendré que plantearme tomar cartas en el asunto.

– Por supuesto, esto ha sido un hecho aislado, algo fuera de lo normal debido a…

– Déjelo, no quiero oír más explicaciones. Si no le importa, ahora me gustaría hablar con Clara. No sé cómo lo soporta. Por desgracia le gusta demasiado su trabajo como para mandarles a tomar viento a todos.

Y ella, que no puede decirle que siguen ahí, escuchando, que no puede explicarle nada, que no puede agradecerle ni reírse o emocionarse porque ha sido su adalid, quien la reclama y la protege, el portavoz de su alma que guarda su corazón, se ve obligada a encontrar un hilo de voz, arrimarse al auricular y, elíptica, susurrarle sólo a medias, muy quedo.

– ¿Sí? ¿Ramón?

– ¡Clara! Pero ¿cómo te han hecho esa encerrona?, ¿cómo puedes permitir ese trato? Tendrías que haberle dejado con un palmo de narices por más jefe tuyo que fuera. ¡Tragarte una humillación así! ¿Estás bien?

– Sí. Yo… no puedo hablar ahora. Sólo darte las gracias. Muchas gracias. De verdad.

– No digas tonterías. Y ya me explicarás cuando te enteres a qué venía este numerito. Te dejo, tengo demasiado trabajo y un cliente me está esperando.

– Gracias, muchas grac…

– ¿Otra vez? No he hecho nada, lo que tendría que hacer es sacarte de esa cloaca, llevarte a casa y que no tuvieras que moverte entre tanta doblez, tanta falsedad, que estuvieras sólo para mí y sólo para lo bueno.

– Oye, mejor hablamos luego porque…

– Pues pásame a Carahuevo, anda. Tendré que despedirme de él. Y una cosa más.

– ¿Qué?

– Ya sabes, abrígate bien.

Y sonríe y se ruboriza y le quema el corazón por dentro aunque esté rodeada de lobos salvajes que hace nada se la querían comer, despedazarla a dentelladas corroídos por la vergüenza y el insulto.

– Y tú -responde tierna antes de que el señor comisario, que está literalmente amarillo desde que ha constatado que su mote es conocido por mucha más gente que sus subordinados, termine con la pantomima de esta patética conversación.

– ¿Señor Montero?

– Quería despedirme y recordarle una cosa: como usted o cualquiera de sus hombres cometa el más leve abuso de autoridad con ella, tomaré las medidas oportunas ante la Justicia. Se lo garantizo. Las leyes están para algo, a estas alturas debería saberlo.

– Por supuesto. Y póngame a los pies de su señora madre. Que tenga un buen día.

– Igualmente.

De la habitación se apodera un silencio oscuro, incómodo y cruel, y nadie se atreve a mirar a nadie, sus tres superiores con la cabeza baja, cada uno fingiendo estar en sus cosas y ocupados de esconderse de los ojos de Clara, que permanece con el rostro erguido a la espera de ser escrutada por quien se digne a contemplarla. Pero no lo hacen y la espera se hace eterna hasta que, cómo no, es ella la que se decide a rasgar el mutismo.

– ¿Podría alguien explicarme finalmente qué pasa?

– El Culebra -balbucea Bores.

– El Culebra -repite Santi con pesar en la voz- ha aparecido muerto delante de su chabola. Un chute final a la luz de la luna.

– Usted fue la última en tener noticias de él -murmura Bores tremendamente atento a las baldosas del suelo, muy interesado de pronto en la puntera de su zapato.

– ¿Y eso qué quiere decir? -pregunta Clara entre airada y confundida-, ¿que me acusan de tener un teléfono al que llamó o de haberlo matado? ¿Qué habría pasado si no llego a justificar que ayer estaba en mi casa?, ¿supondrían que estuve con él prestándole un mechero, preparándole la papelina, viendo cómo se pica? -y casi le da un acceso macabro de dolor mal digerido al decirlo.

– No, por dios -se defiende Carahuevo ofendido-. Lo único que pensamos es que quizás en esa llamada pudo mencionar algún dato, alguna pista, algún indicio, incluso su último pastel. Es muy extraño que este individuo quiera hablar con usted, una policía a la que ya antes había proporcionado varios confites y a quien acaba de darle tal vez su soplo más importante, y que apenas sólo un par de horas después aparezca muerto. Aunque sea de sobredosis, que es lo que parece -y aquí su voz lleva un cierto tonillo acusador y, con él, aviesas intenciones.

– Ya, por eso prefieren acorralarme en un despacho para meterme miedo hasta averiguar qué sé y dónde estuve en vez de preguntarme directamente y sin mala intención qué ha pasado, si sospecho algo, si me cargué al Culebra o era su querida o… -sugiere con una sonrisa irónica- o lo que sea que estén imaginando.

«Pero están tan habituados a usar los "viejos" métodos que, sencillamente, se han olvidado de preguntar antes de disparar. Y podían haberlo hecho desde un principio, nos hubiéramos ahorrado los gritos y los sonrojos porque, ¿saben una cosa? -y su voz frágil también sabe adquirir un tonillo desafiante-, el contenido de la famosa llamada está en mi contestador -y el sabor amargo de la muerte arrastrada se mezcla en su garganta con una risa absurda que no se sabe por qué pugna por salir-, ahora mismo iré a buscar la cinta.

– No, más tarde -y el muy cerdo cabrón calvo cabezón sonríe aliviado, sin disimulo, sin contrición. Jodidos el Culebra y yo, el resto le da igual. Tras la violencia, tras el maldito sonrojo, tras las fingidas disculpas que nunca sintió, el grandísimo hijo de su madre tiene la desfachatez de irradiar condescendencia y perdón sólo porque el epitafio de un yonqui está grabado en una gastada cinta de casete-. Ahora será mejor que asista al levantamiento del cadáver. Dada su estrecha relación con el sujeto, quizá pueda ver algo en la escena que llame su atención y a los demás se les pase por alto.

Sí, no te jode, como si viviera con él, como si hubiéramos jugado a polis y cacos en el mismo barrio y en la misma infancia. «Estrecha relación con el sujeto», hay que joderse. Culebra, muerto ya no tienes nombre ni libertad, muerto sólo eres un sujeto. Trabajos de seducción perdidos fue tu vida.

– Si me disculpan unos instantes, primero necesito ir al servicio. Tengo ganas de vomitar.

Y que piensen lo que quieran, que soy débil y femenina, que me afecta la desaparición de alguien que me regalaba confidencias, que me he quedado preñada, que tengo el estómago jodido o que ellos me han jodido las tragaderas.

Y la ven irse con aire cabreado y salen todos detrás, cada uno por su lado y pensando en sus asuntos, Santi en el deshonor, en la puñalada trapera de su silencio, de no haberla defendido; Bores en lo borde que se ha puesto la tía histérica, en que por su culpa, por su desvergüenza irrespetuosa y descarada, acabará llenándose de mierda que le salpicará también a él, ya lo está viendo; y Carahuevo en cómo es posible que Ramón Montero Ortega-Trevijano, el hijo de Esmeralda, el descendiente de tan poderosa y noble estirpe, se haya casado con esa fulana molesta como un grano en el culo. Cómo lo habrá enganchado, si no vale un pimiento. Cómo la soportará. Y para colmo sin docilidad ni disciplina. Cómo se nos ha atravesado la jodida, cómo la ha liado por unas preguntitas de nada, qué poca clase, qué plante más ridículo y me tengo que joder y callar, no largarla de comisaría a la voz de ya sin ni siquiera esperar a que recoja los bártulos de su mesa y en cambio sonreírle por los pasillos a la espera de un desliz, de un paso en falso que me la quite de delante para siempre. Porque caerá. Vaya si caerá. Y como me entere de que esta hija de puta me vuelve a llamar Carahuevo, por mis santos cojones que le abro un expediente disciplinario por falta muy grave. Es de manual.