40514.fb2 Y punto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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V

El Culebra, con los ojos abiertos como platos, ya no contempla las estrellas. Ahora brilla el sol del mediodía que le quema el iris con sus haces de luz como lanzas atravesándole un pecho constelado de llagas.

El Culebra quiso darse al placer después de llamarme y ahora descansa, como los viejos gitanos, en el porche de su chabola, tostándose al Lorenzo de las doce de la mañana, huyendo de la enfermedad, del frío, del dolor. Dejándose engañar con un poco de falso calorcito reflejo del verano recién acabado.

Sólo que el Culebra está muerto y los viejos gitanos no. Resecos y arrugados, los muy cabrones siguen vivos, sus manos de pergamino aún venden droga o cuentan el dinero que sacan adulterándola mientras él, ya más tieso que la mojama, se deja consumir cual pasa, muerto matado por los sueños eternos que les compró. El tonto del Culebra, que quiso meterse un chute para dormir tranquilo y duerme ahora para siempre mientras los patriarcas, ante sus palacios de plástico y uralita, siguen a la caza de un sol que se les refleja en el contrachapado.

– Vamos, míralo, a qué esperas -me ordena Santi, cabreado todavía, apenas sin paciencia, injusto y mordaz conmigo, precisamente conmigo que soy quien menos culpa tiene de lo ocurrido en el despacho de Carahuevo-. No te va a comer -me provoca.

Y lo mira.

Lo miro yo también porque sé que tarde o temprano tendré que hacerlo, porque no me queda otro remedio, porque después de todo ya no encuentro ganas ni para negarme y porque, al fin y al cabo, por mucho pudor, por más recelo que me den, los muertos están muertos, no les importa ser mirados, ya no tienen miedo ni rubor y, si no fuera por los recuerdos de su voz que te muerden en el pecho, te daría hasta paz su rostro, como un hilo de aguja que casi no siente, como un débil cristal herido por el fuego, como un lago en el que ahora es dulce sumergirse.

Lo miro y sé que parecerá ridículo, una simpleza como cualquier otra, pero el Culebra, tirado en el suelo con la jeringuilla colgada del brazo y en la cara esa sonrisa boba, parece una muñeca rota, una muñeca abandonada en los desvanes, sus ojos como canicas o vidrios de colores, y no se me ocurre ninguna otra metáfora, ninguna imagen más apropiada, nada que añadir más allá del estúpido cliché.

– ¿Por qué no le miras a los ojos? -insiste Santi agresivo.

– ¿Y para qué he de mirarlos, si puede saberse?, ¿qué pistas voy a encontrar en ellos, qué solución?, ¿el nombre de su camello, su reflejo en las pupilas? -se revuelve rabiosa.

A ver, qué saco en limpio colándome dentro de esos ojos opacos, turbios, ausentes como los de un pez, que no sea un estremecimiento o el placer del macho que está a mi lado al verme amilanada como una colegiala ante un exhibicionista o el alivio cruel de saberme viva pese a todo mientras su cuerpo comienza a pudrirse.

Y como para disimular, como para hacer que hace algo, se pone a dar vueltas, con las manos en los bolsillos y la cara gacha, fingiéndose muy atenta y reconcentrada aunque no sé qué esperan que encuentre que ellos no puedan descubrir. Habrán pensado con sus dos neuronas que una mirada femenina es más observadora, que me fijaré más en el detalle. Menudo topicazo. Como no me dejen entrar en la chabola no sé qué cojones de detalles voy a poder apreciar. Y, dado que el muerto está fuera, no parece muy procedente.

Por el camino de grava se acercan pasos firmes y oye voces seguras de mando que alejan a los gitanillos ociosos, sin escolarizar, que juegan junto al cadáver a adivinar cuántas moscas se posarán sobre sus pestañas inmóviles, órdenes que ahuyentan a los pocos yonquis a quienes la adicción no les ha robado todavía un mínimo interés por la sociedad, el suficiente como para tentarlos a curiosear con morbo los desechos de uno de los suyos caído en acto de servicio.

Clara, que no les había hecho demasiado caso, ausente como estaba en el vagón de los muertos sin pase VIP para el cielo, levanta ahora la mirada en este mundo, que debe de ser el real, y advierte la extraña presencia a lo lejos, separada de las cotorras de primera fila que se arremolinan como buitres, de una esperpéntica pareja formada por un desastrado mimo fantasma de sábana raída y cara blanca a medio desmaquillar y la exuberante mujer que se deja abrazar por él. Al mimo le corren lágrimas por las mejillas que dejan huellas color carne en su rostro pálido y mortal. Como si lloviese humanidad y las gotas resbalasen en una imagen dibujada sobre un cristal, su pena desemboca y destila en los hombros de su acompañante y parece que los bañe de leche, pero sólo es maquillaje. Clara puede distinguir cómo la silueta de su sombra se contrae entre sollozos y encuentra un momento para pensar en los motivos por los que una mujer elegante, seguramente joven, evidentemente distinguida, probablemente bella, puede dejarse consolar por un personaje como ese bufón que se percibe acabado, destrozado por el caballo, su figura esquelética marcada por el estigma que se aprecia incluso a distancia, las manos huesudas sin vida, el pelo estropajoso recogido en una coleta marchita, las marcas en los brazos imaginadas bajo la sábana casi desvanecida, las pupilas furiosamente dilatadas en unos ojos anegados por el agua salada lloviznando sobre la tersura de la mujer, con sus zapatos de tacón caros, de salón, como de otra época, realzando a la perfección las piernas, la ajustada falda del traje que subraya una cadera poderosa en una figura portentosa, el bolso de marca a la espera, en el suelo polvoriento, y una absurda gabardina junto a él tirada como en un descuido propiciado por la sorpresa, la pena, la aflicción. Repara en su pelo castaño, recogido en la nuca y acariciado por las mugrientas manos de su compañero y no puede dejar de admirar la rarísima simbiosis que forman en su dolor y preguntarse por qué precisamente lloran a ese muerto, si es que lo hacen por él y no es un cúmulo de casualidades que vengan a sufrir por otros motivos justo aquí, tan cerca de un hombre que acaba de expirar. Y además, sigue preguntándose, si están aquí por él y no celebrando una extraña catarsis colectiva, qué podría unir a dos parias como el Culebra y el mimo yonqui con una hembra como ésa, qué tipo de caballeros andantes de tal dama serían, qué clase de amistad mantendrían, elucubra, cuando un grito la obliga a aparcar sus pensamientos.

– ¿Qué haces ahí mirando a la nada? Ven a ayudarnos con el cordón policial, que no te pagan por vegetar en un descampado.

Y se topa con Nacho, nada de pesar ni de pésames, insensible, tranquilo, ajeno, descaradamente vital, intentando cercar con un rollo de cinta plástica blanca y azul donde crípticamente pone D.G.P. el perímetro de la zona en la que yace el finado. Cuando sus miradas se cruzan, los ojos de Clara tan serios, en los de él siempre un brillo burlón, sus alegrías y lamentos se comunican, y ella sabe que ya se ha enterado de lo que pasó en comisaría y no hace falta que se digan nada para que entienda lo jodida que está.

– Menuda movida lo de tu «interrogatorio».

– A todos nos tiene que tocar comer mierda alguna vez.

– Puede, pero Carahuevo no está acostumbrado.

– ¿Qué dices? La que ha comido mierda soy yo.

– ¿Tú? -Nacho levanta las cejas en un gesto de sorpresa falso, exagerado-. Vamos, no me jodas, siempre tienes que hacerte la víctima. A ver si me aclaro porque o soy imbécil o los cotilleos me llegan con interferencias: ¿estás en la calle?, ¿te han abierto expediente?, ¿o acaso perdiste los papeles ante tus subordinados y te ha dejado en ridículo ante ellos un abogado?

– Pues no. Pero…

– Entonces no me vengas con mariconadas de duquesita -le corta-. Tú no has comido mierda hoy.

Y no hay nada que contestar. Asunto zanjado. Tras años de coche y vigilancias, de noches y guardias, de confidencias y café de termo juntos, ya tiene más que asumido que es él quien dice la última palabra, la definitiva conclusión que no se discute porque no tiene vuelta de hoja o porque da pereza darse de cabezazos contra un muro de un metro de grosor que no va a ceder nunca, porque ese muro es Nacho y Nacho es una mole de voluntad inamovible.

Por detrás, con intención de ayudarle y más con torpeza que con pericia, Javier el Bebé aparece y según llega ya se está enredando con las vueltas y nudos del dichoso perímetro policial a modo de alambrada.

Forman una extraña pareja. Nacho, mi Nacho, el Nacho en el que yo confío, el que no me dejaría tirada jamás, mi compañero al que echo de menos, el hombre gancho al que me agarraba antes de que decidieran separarnos sólo porque al jefe se le ha ocurrido la gloriosa idea de que, con su experiencia de la calle, con sus mañas de pillo que se las sabe todas, debe iluminar a un novato y enseñarle a ser como él, a fingirse un paleto despistado, un gigante fuera de sitio, un armario ropero con ojos traviesos y genio aparentemente dormido, un oso en letargo rápido y listo que adora entrar en acción.

Dudo que Javier el Bebé alcance algún día a ser como él. No es mal tío, pero tampoco es santo de mi devoción. Se trata, básicamente, de una cuestión de solidaridad de género: como hombre no me fío un pelo de él. Esa candidez, esa inexperiencia, su infantil sensibilidad tierna y apocada no sirve más que para camuflar un egoísmo de niño bonito, sueño equivocado, ángel sin salida, mentira de lluvia en el bosque. Claro que se lo puede permitir. Rubio, espigado, fibroso, con su carita menuda, las maneras del crío más guapo de la clase y la apostura de guapo de terraza conquistador de princesas de colegio privado, el Bebé es un lucidor de marcas dulce e inocente como un Lucifer a la caza de corazones crudos y tiernos que se vuelve frío y calculador en cuanto divisa a la hembra. En comisaría es un recién llegado y está inseguro, por eso parece tímido, indefenso y azorado, pero es de los que embisten cuando cogen confianza. Por eso hoy, que aún se le puede amilanar, aprovecho. Como decíamos cuando jugábamos al escondite en el patio del colegio: por mí y por todas mis compañeras. Y se dirige a él con tono agresivo.

– ¿Tú a qué has venido?, ¿no habías hecho ya tu turno?, ¿eres masoca o qué?

El Bebé se empeña en desenredar la cinta y hace como que no oye, hasta que levanta la mirada y ahí están Clara, Nacho y Santi, que también siente curiosidad y se ha acercado en dos zancadas, a la espera. Es ineludible, hay que dar una explicación.

– Nada, que ayer le solté a mi madre: ahora que tengo un trabajo fijo, he dado la entrada para un apartamento y me piro, que no te aguanto más, que eres una pesada, una paranoica y una menopáusica.

– ¿Y qué tiene eso que ver con hacer un turno doble? -pregunta Nacho.

– Que me dejó sin cenar, ya ves tú, para las empanadillas asquerosas que hace en la freidora. Se puso chula y empezó a decir que ya me podía largar por la puerta, que soy tan sinvergüenza como mi padre (que la dejó, claro) y que cuanto antes se libre también de mí, pues mejor. Luego le entró la vena sentimental y empezó con el rollo patético de que si le he partido el corazón, que si soy un desagradecido… A ver quién entiende a las mujeres. Y las madres, peor.

– Me parece muy bien, pero ¿qué tiene que ver con que te chupes dos turnos seguidos? -insiste Nacho con lógica aplastante.

E inesperadamente, como si fuera de veras un bebé en plena pataleta, tira el rollo al suelo, le da una patada a una piedra, y estalla.

– ¡Pues que luego me entero de que no me dan el piso hasta dentro de tres meses, joder, y a ver dónde me meto ahora! Me he apalancado en el de una vieja amiga que tengo, pero lo comparte con dos tías más, y como están de exámenes me han dicho que vale que me quede, pero que nada de pulular por la casa, que las molesto y no se concentran. Niñatas universitarias… El caso es que con mi madre no vuelvo, antes me corto un huevo, así que tengo que hacer tiempo para parar en casa de mi amiga lo menos posible. Entonces me he dicho: coño, Javi, para eso curras, les haces unos turnos a los compañeros y cuando tengas tu apartamentito guay para traerte pibitas o ver un partido sin madres tocapelotas, ya te devolverán el favor.

Y los mira con los ojos azules y saltones buscando comprensión, o apoyo, o ese incierto empuje que ni su madre ni sus «viejas amigas» le conceden, ese tipo de asentimiento tácito y firme que los otros machos le dan a uno cuando creen que está haciendo las cosas bien, como dios manda.

– Por mí vale -dice Nacho, el primero en hablar-. Cuando quieras cambiar un día conmigo, me tienes a tu disposición.

– Bueno -interviene Santi, que desenreda con parsimonia la cinta que Javier ha tirado, como una madre que termina el puzzle que su hijo ha dejado por imposible, para que después la llame tonta-, haz los turnos que te dé la gana, pero ojo con pasarte y no rendirme luego, que esto no es una frutería. Aquí hay que estar al loro. ¿Clarito? -y mira al Bebé con ojos entrecerrados, como si fuera Clint Eastwood ante un duelo con el malo.

– Sí, señor -responde marcial el chico.

– No me jodas, carajo, qué señor ni qué niño muerto. Soy Santi, ¿vale?

– Sí, Santi -y el tono suena igualmente marcial.

Éste mueve la cabeza y refunfuña por lo bajo que está rodeado de chavalillos sin experiencia ni entendederas ni dos dedos de frente y a ver qué va a hacer como le sigan mandando incompetentes. Hostias.

– Y ahora a moverse -ordena fastidiado y en alto, muy alto para que todos le oigan y sepan que ya está bien de tanta cháchara-, que a este paso ese de ahí va a empezar a olernos en la cara.

Y lo miran, el Culebra tendido en el suelo, macarra de ceñido pantalón estrangulado por su propio anhelo, pandillero tatuado y suburbial con los brazos decorados en garabatos de azul y una jeringuilla colgando como un abalorio, como un tatuaje más, hijo de la marginación y el chute, primo hermano de la noche cerrada y la necesidad, admirador de púgiles vencidos y perdidos, motorista de caballos desvencijados, guapito de cara con los dientes corrompidos y las venas corruptas, morador de barrios donde el carmín sustituye a la sangre. Qué queda de ti, le dice Clara en silencio, quién heredará tus botas de viejo boxeador, quién tu chupa, cuál de tus camaradas el colgante del cuello y la santa medalla de oro de tu santa madre, la que te iba a proteger siempre.

Y por qué llamaste. ¿Estás ahí? Qué querías decirme. Qué querías de mí.

Como en un sueño absurdo, de repente se da cuenta de que todos a su alrededor se mueven menos ella y él, que no se puede mover, claro, qué tonterías pienso, y cada uno se ha puesto a hacer algo, como se supone que debe hacerse en el lugar donde aconteció un hecho tan terrible como tu muerte, Culebra, mientras yo sigo aquí parada fijándome embobada en tus manos hinchadas pero limpias, las uñas de chulo brillantes y sin roña, el lustre de tus botas, tan cuidadas, que dejaba como nuevas tu tío el limpiabotas cuando ibas a visitarlo a su curro, a la entrada de aquel cine de la Gran Vía reconvertido en gran almacén, y la puerta de tu chabola entreabierta al fondo, tan tentadora, tras de ti…

Pero no. Al fondo, desde detrás de la loma donde la inaudita pareja de dama y mimo todavía solloza, llegan brillando luces descaradas que anuncian la aparición de un furgón gris oscuro. La muerte oficial ha arribado aunque de él desciendan dos mujeres no fúnebres ni siniestras que se aproximan sonrientes.

– ¿Qué haces mirando al muerto? -pregunta la mayor, de su cuello pende una identificación que, como médico forense, la autoriza a acceder a la zona precintada.

– Pienso.

– ¿Y no tienes nada mejor que contemplar mientras tanto?

– Pienso en él.

– ¿Conocido?

– Sí.

– Vaya compañías. ¿Tengo que darte el pésame?

– Deberías.

– Entonces lo siento -y se pone seria al decirlo.

– Yo también -interviene la más joven, que abre sobre el suelo su maletín y empieza a sacar, laboriosa, pinceles, escobillas y frascos.

– Vaya, Zafrilla, ¿cómo es que has venido? -pregunta Clara intentando cambiar su tono y parecer más natural, no tan afectada, dejándose llevar por sus gestos eficientes, medidos y profesionales, por el ansia de leer las etiquetas de los mil frascos, escudriñando con afán desmesurado los irisados colores de su contenido hasta por fin poder abandonar el regusto amargo de sus pensamientos.

– Alguien tiene que sacar las huellas -responde Zafrilla con un aire resignado en su cara de muñeca antigua al tiempo que se aparta con el antebrazo la media melena negra que le cae sobre el rostro-:, el trabajo de campo no me gusta mucho que digamos, pero si hay que salir, pues se sale. Al fin y al cabo para eso estamos, para recoger vuestra basura y sacar de ella alguna conclusión que podáis echaros a la boca, total, como…

– … alguien tiene que hacerlo -Dolores, la forense, acaba la frase con retintín.

– Eso. Y sobre todo porque después de lo visto ya no podemos fiarnos de los que tendrían que aparecer y no lo hacen, como León.

– ¿Qué pasa con él? -pregunta Clara.

– ¿Que qué pasa? -Zafrilla se rebota y Clara capta por el rabillo del ojo una mirada de reproche de Dolores en plan «la has cagado» ante la cual se encoge de hombros en un gesto de disculpa-, pues que lleva casi un año haciendo cursillos de esos de dos por uno que paga el ministerio para ahorrarse personal y que, en teoría, crearían polis híbridos, como de película, que saben tomar una denuncia y al mismo tiempo psicoanalizar a la violada, que lo mismo le dan al kárate que sacan a mear a los perros antidroga, que son ases de la informática y tiradores de precisión que descifran códigos secretos…

– Veo que no te seduce la idea -la interrumpe Clara.

– Una gilipollez. Como si fueran a formar cuerpos de élite con cuatro clases de nada, menuda utopía. Y al final qué consiguen, una panda de chapuceros que piensan que son la leche cuando no tienen ni idea, y encima hay que soportarles los humos y aguantar que se equiparen a ti y que pretendan darte lecciones. Como tu León, un mamonazo que con un par de seminarios y a base de lamerle el culo a Carahuevo ha conseguido hacerle creer que es «experto en indagaciones científicas» y le ha convencido de que ya no somos necesarios, porque para recoger pruebas se sobra él, el gran rastreador, con su lupa y sus bolsitas. Pero mira, hoy que aparece un muerto y en tu comisaría hace falta alguien que pringue y se venga al descampado a arrastrarse pinzas en mano, entonces hoy se acuerda de que a quien se debe realmente es a su grupo, a los Judiciales, y tiene que vigilar un chalet o no sé qué de un búnker de un mafioso y al final la pringada de la Científica, que soy yo, es la que acaba por el suelo con el pantalón sucio. Y todo por qué, porque está cagado, no sabe ni por dónde empezar.

– Es un imbécil. En comisaría nadie lo puede ver -afirma Clara.

– Pero jode igual, y mucho. Y conste que he venido porque soy una buena persona -puntualiza Zafrilla-, que mucho presumir y mucho prescindir de «ayudas externas» pero, a la hora de la verdad, como de costumbre, la que le hará la manicura a vuestro muerto será una servidora de ustedes.

– Qué mentirosa -le reprocha Dolores con la voz acusadora del confesor insobornable incapaz de reconciliarse con los pecados ajenos-, si te morías por salir del laboratorio, tiempo te ha faltado para coger el maletín y venir pitando y cuando llegué a tu puerta ya estabas plantada con cara de llevar media hora esperando.

– Es que me aburría. Desde que León se ocupa de las nimiedades de este distrito ya nunca lo piso. Y claro, así no hay modo de que quedemos las tres.

– Pues vaya modo de quedar, con cadáver incluido.

– Bueno, eso es lo de menos, lo importante es que gracias al petardo ese hemos podido vernos. Y después de esto un café, ¿no? -propone Dolores.

– La duda ofende -responde Clara.

– Oye -inquiere Zafrilla circunspecta de improviso-. No te habrás mosqueado porque hayamos criticado al inútil de León.

– ¿Mosquearme? Si la primera que no le aguanta soy yo. ¿Cuántas veces os he dicho que estoy harta de él, de sus aires de superioridad y su habilidad para el escaqueo? Anda que no me habréis oído ponerlo a parir…

– Ya, pero a fin de cuentas sois compañeros, y todo el mundo sabe eso del rollo fraternal que os traéis los polis con lo de cubriros las espaldas y poner la vida en las manos del otro y sentiros solos ante el peligro y todo eso.

– La de películas que has visto, qué compañerismo ni qué tonterías, si es un estúpido y un llorón que nunca ha salido de comisaría, que no ha puesto jamás un pie en la calle porque, sinceramente, lo que le pasa es que se caga por la pata abajo de puro pavor, siempre excusándose y escudándose porque no es más que un cobarde. Lo del curso de Investigación Científica le ha venido como maná caído de las alturas, ahora si sale es sólo para recoger indicios en la escena del crimen cuando el bacalao ya está cortado y hemos sido nosotros los que nos pringamos hasta el cuello. Y además, qué le voy a deber yo a ése si jamás he patrullado con él.

– Di que sí -interviene Dolores con lengua acerada tan helada como su laboratorio-. Se ve de lejos que el rubito es un señorito. Tiene pinta de nazi frustrado de esos que mucho arte, mucha taza de porcelana, mucho Wagner y luego a ventilarse judíos sin piedad. Ya se puede pavonear lo que quiera de sus cursillos de dos meses, todos sabemos que su preparación no es como la nuestra, qué más quisiera. De momento las cosas le han venido fáciles, pero ponle un suicidio fingido, un crimen sexual, un cráneo reventado, lo que sea: ni puta idea.

– Ya, pero el capullo tiene tanta suerte que de momento se ha ido librando. Y precisamente hoy, que tenía fiambre para merendar, lo mandamos de vigilancia. Y encima siempre quiere compartir turno con Expósito, que es el más cachas, para sentirse seguro, no como yo, que he hecho mi guardia más sola que la una y tan tranquila, sin ataques de pánico ni accesos de histeria ni esa lividez que le entra cada vez que siente el peligro cerca.

– Mejor sola que mal acompañada -sentencia Dolores.

– Eso -corrobora Zafrilla-. A ver si acabamos rápido y tomamos ese dichoso café.

– Al café invito yo, pero tomaos vuestro tiempo. No quiero prisas con éste -y mientras lo dice se pone seria y guiña los ojos, porque la luz del sol saca reflejos de joya a la medalla de oro malo del Culebra.

– De lo que se ha muerto este pobre te lo digo ahora mismo y sin ponerme los guantes -responde Dolores segura. Pero se los pone, y traspasa la cinta que por fin alguien ha acabado de colocar y se acerca al cadáver para, con gesto experto, mirarle las pupilas-. Una sobredosis como una catedral. ¿Qué esperabas?

– Ni yo lo sé. A lo mejor es que me siento como si le debiera una pequeña cortesía, como si hiciera mal llamándole fiambre para hacerme la dura cuando hace tanto que le conocía, tal vez sea que se niegue a desaparecer de mi conciencia, pero el instinto me dice que esto no es tan normal como parece. Y además está el tema de la llamada -Clara gesticula de modo vago, impreciso, con la mano, como si espantara pájaros de mal agüero o desoladores pensamientos-. El caso es que como ayer yo dormía mientras él se moría, hoy, que estoy aquí, quiero hacer las cosas bien. Dedicadle cinco minutos extra y, además del café, pago la tarta.

– ¿De chocolate? -pregunta alborozada.

– Y con guindas, Zafrilla.

– Te he dicho mil veces que me llamo Laura -bufa como un gatito revoltoso al que le han quitado su ovillo de lana.

– Vale, lo siento. Entro un momento en la chabola mientras vosotras os esmeráis y cuando salga nos vamos.

– ¡De entrar a la chabola nada, bonita! -salta otra vez-. Si quieres fisgar ahí espera a mañana. Cuando me juego la tarta de chocolate hago el trabajo completo, como dios manda, y contrasto las huellas del cadáver con las de dentro, así que no fastidies toqueteándolo todo por ahí. Menuda policía judicial estás tú hecha, vaya pifia ibas a hacer sin darte cuenta -y la mira con otros ojos en los que aparece una ráfaga de comprensión-. ¿Es que acaso pensabas pasar de todo?, ¿tú, saltándote las normas y entrando por las bravas sin esperar a que el juez de guardia te lo autorice? ¡Estás loca! ¿Tan amigo era ese yonqui como para que rompas ahora tu propio código? -y busca la ayuda de su compañera con la mirada-. Lola, dile algo, que parece que se ha vuelto gilipollas de golpe.

– Tampoco es para tanto -se defiende Clara dolida-, todo el mundo pasa de estas formalidades. Los maderos somos cotillas por naturaleza, entramos a husmear sin pedir permiso a nadie, basta con que veamos una puerta abierta. En el fondo, la única que se toma al pie de la letra hasta las mínimas reglas del reglamento soy yo y por eso los demás siempre se burlan de mí.

– Pues precisamente por eso no vas a empezar a saltártelas ahora -decide Dolores mientras se levanta, y con sus canas, sus manos huesudas y esos ojos grises que han destripado a miles de cuerpos, se encara con Clara. Pero no se escandaliza, ni le grita, ni pierde la paciencia ni le pierde el genio, la mira desde muy cerca, la coge por los hombros con un ademán que casi parece maternal y le pregunta con calma-. ¿Tanto te importaba?

Clara no sabe qué decir, o no puede hablar, o cómo les va a contar que sí, que le ha afectado, qué queréis, no me miréis vosotras también así. Ya sé que no es el primer cadáver que veo, que vivo rodeada de guadañas, que mueren todos los días yonquis a decenas… Pero no a los pies de mi memoria, no los que pretendían protegerme, no los que me regalaban confites y me perdonaban el hecho de ser madera. No tú, Culebra, que me conocías, que me susurrabas al oído que aprendiera en tus carnes lo duro de la vida, que me tentabas unas veces, que otras me invitabas a tu chabola contigo a morir. Esos otros que la palman, que desaparecen, que se van, nunca fueron tú, que me dejaste en la memoria mensajes por si te perdías y me tienes ahora a ti atada.

Y desde sus ojos que se anclaban al muerto busca los de Dolores como implorando un sí, te entiendo, un apoyo, un cable, una decisión que haga algo por ella que ella no puede hacer ahora. Y Dolores se pone firme de pronto y empieza a dar órdenes.

– A ver, Laura, vete acabando y pregunta por qué no llega el juez, no vamos a estar esperándole aquí durante horas con este hombre expuesto al sol, que se merecerá un respeto, digo yo, y tendremos que taparlo. Yo me encargo de pedirle cuando llegue permiso para lo de la chabola, pero se entra mañana, Clara, que tu amigo no tiene prisa y no le va a importar un día más, por eso no te preocupes. Y me recompones esa cara de desesperada, o de cansada, o de lo que sea que tienes encima y te vas ya mismo a casa, que aquí sólo queda esperar y no va a servir de nada que estemos doscientos tropezándonos. El café, mañana si te pasas por el depósito. Así que pírate, que pareces un alma en pena, descansa, duerme, cómprate unos zapatos o vete a buscar a tu marido a la salida de su trabajo, pero lárgate de aquí, que estás demasiado implicada. Nosotras podemos arreglarnos sin ti.

Y como una autómata obedece sin rechistar y al dirigir sus pasos hacia la carretera no alcanza a ver al mimo fantasma abrazado a la mujer. Igual se han ido cogidos de la mano, no como ella, que se va sola, sin esperar al juez, sin quedarse para ver cómo registran y manosean a su confidente en busca de pelos, huellas o motas de polvo que hayan formado alguna vez parte de su vida, cómo lo meten en el furgón como un fardo, cómo lo cosificamos y deshumanizamos entre todos, yo incluida, una más del engranaje de documentos que engullirá su último rostro, sus últimas palabras -que soy el Culebra, joder-, en busca de un rastro que justifique su adiós, de una explicación que dé sentido a su ausencia, de una excusa que me permita darle la espalda y no estar mientras lo sacan de su tumba y lo meten en la bolsa y le cierran los ojos y se lo llevan a la penúltima parada de los que sufrieron una muerte violenta, al frigorífico, congelándose a la espera de que Dolores le abra el pecho sin dolores ya, de que lo cosa luego como quien remienda un calcetín, como quien tapa un espejo, como quien para el reloj, sin vísceras y sin sangre como un animal disecado, listo por fin para morir del todo con el torso relleno de paja, preparado para un definitivo hasta siempre o para irse, tal vez, a buscar su arco iris.

Y es que los hay que hasta para palmarla se lo montan mal y estaba cantado, Culebra, que tarde o temprano te tendría que tocar. Jugabas a todas las cartas, pero por qué tuviste que dejarme recado.

*

Ramón sale del ascensor silbando y, al posar el maletín para sacar las llaves, descubre el reguero de un líquido que lo mismo podría ser agua que meados encharcando el parqué del descansillo que lleva a la puerta de su casa. Supone que el perrucho ridículo de la vieja loca se habrá vuelto a orinar, o que ni siquiera lo habrá sacado, la muy egoísta, lo habrá paseado por el rellano para no tener que salir a la calle y así pasa lo que pasa. Claro que en su puerta no lo pone a mear, anda que no es tonta. Y decide muy firmemente que se va a enterar en la próxima reunión de vecinos.

Resignado, al menos por hoy, se dedica a seguir el rastro húmedo, que además va en su misma dirección, dispuesto a encontrar algún recuerdo más del animal para restregárselo por las narices a su dueña, pero con sorpresa descubre que tal manantial nace de una bolsa de plástico de supermercado abandonada en el suelo, y junto a ella hay muchas más susceptibles de aumentar el caudal, y están en la puerta de su propia casa y, a su lado, sentada en el suelo, con la cabeza baja, el pelo tapándole la cara y la espalda apoyada en la pared, su mujer. Como un trasto perdido o una maleta abandonada.

– ¿Clara? -pregunta confundido-. ¿Qué demonios haces?

Ella levanta los ojos y lo mira en silencio por entre las guedejas con gesto ausente, y él, de pronto, abandona la sorpresa para pasar a la ansiedad y la preocupación: se agacha y le sujeta el mentón con una mano.

– ¿Estás bien? -pregunta sin respiración.

– Me he olvidado las llaves. La compra se ha descongelado.

Ramón ya no es el marido preocupado de antes. Se levanta y empieza a gritar preso de uno de sus mundialmente famosos accesos de rabia.

– ¡Cómo que te has olvidado las llaves! ¡No puede ser!

Pausa para coger aire con el que mejor y más temiblemente vocear.

– ¿Y tú tienes un trabajo?, ¿una casa?, ¿responsabilidades? -con las manos en los costados aprieta los puños-. ¿Dónde tienes la cabeza? ¡Qué susto me has dado! ¡Un día de éstos te olvidas de levantarte por la mañana! Ahora la comida perdida, las tareas sin hacer y tú aquí como un pasmarote ¿cuánto?, ¿una hora, dos horas, tres…? Cualquiera te da a ti una responsabilidad, menudo modo de malgastar el tiempo y el dinero. Y lo has dejado todo perdido, no sé si te habrás dado cuenta, el suelo encharcado y yo como un idiota poniendo a parir a la vecina cuando resulta que eras tú la responsable de este desaguisado. Eres un desastre.

Y se enfurece y enrojece en décimas de segundo, y bracea en el aire y patalea sobre el charco del suelo y le salen chispas por los ojos y resopla como un toro y la lengua se le llena de veneno.

– ¿No dices nada? ¡Di algo, coño, dame una razón!

Pero ella sigue en silencio.

– ¡Es que no se puede contar contigo para nada! Para una sola cosa que tenías que hacer, sólo una, la puta compra, y vas y te olvidas las llaves. Todo a la basura. Yo currando como un cabrón, deseando salir para venir aquí y cenar tranquilo por una vez y mira qué me encuentro. No se te puede dejar sola. Tienes un despiste encima que no es normal. Yo no sé en qué mundo vives. ¿Dónde estabas?, ¿en las nubes? Nada, lo que digo: no se puede contar contigo.

Y pasa junto a ella sin mirarla y recoge las llaves que había tirado con furia y decidido abre la puerta del piso y entra. Clara sigue sentada, con la cabeza siempre rendida, las manos aún quietas y muertas, la espalda vencida todavía refugiada en la pared. Y no se mueve.

Así sigue un minuto. Tal vez dos…

Ramón sale. Ha dejado la chaqueta y el maletín dentro. En mangas de camisa y con el motor que le proporcionan la ira y el cabreo, comienza a meter las bolsas en la casa. Entra y sale sin descanso y en unos cuantos viajes ya está todo en la cocina. Pero Clara no se mueve de su sitio.

Al cabo de un rato vuelve a salir y, aunque sigue furioso, no parece tan frenético como antes.

– ¿Y tú qué haces ahí? -la increpa-, ¿por qué no entras de una maldita vez?

Ella no responde ni le mira.

– ¿Te has quedado muda o qué?

Ni una palabra, ni un gesto.

– No me hagas comedia, Clara -dice con impaciencia-. Tampoco ha sido para tanto, ni que fueras de mantequilla. Mira que eres sensible, te tomas la más mínima chorrada tan a pecho…

Nada.

– ¿Clara?

Y se da cuenta de que cada vez hay más agua en el suelo.

– Clara, mírame -y se pone serio.

No lo hace.

– Clara… -y se acerca a ella, se agacha, se pone a su altura y le aparta los mechones de la cara para ver los ojos llorando a mares en silencio.

»No te pongas así, no me llores, si no era para tanto, mira, si ya se me ha pasado, ya me olvidé, ya estoy de buenas, ¿ves? Es que el genio me puede, no me controlo. Pero luego se me olvida en un minuto, como siempre.

– Clara, para. Por favor. Ya sé que no soportas que te grite, lo sé. Te juro que intento no hacerlo… Clara, para de llorar, ven, vamos a dentro, ¿no te importa que esté la idiota de la vecina mirando por la mirilla?

– Clara… Dime algo, para de llorar, por favor. Has tenido un día difícil, siento haberlo olvidado. Y lo de las llaves no tenía importancia, ya ni me acuerdo de eso ni de por qué me puse así. Y reconozco que he sido injusto contigo, que en el tiempo que llevamos juntos es la primera vez que te las olvidas. Te reconozco lo que quieras, pero para de llorar.

– Es que no puedo -hipa entre sollozos.

– Vale, bueno, no importa -y la abraza protector-. Pues entramos y te tomas un vaso de agua, ¿sí? -y le habla como quien consuela a una niña pequeña que se ha raspado la rodilla después de que se le haya ido la mano a la hora de la regañina.

– No -se empecina ella.

– Bueno, pues yo también me quedo, ¿ves? Me siento aquí contigo, espero a que te calmes, y me explicas qué ha ocurrido, a qué viene esta llantina si siempre me ignoras cuando me pongo en plan rabia babosa y no me haces ni caso aunque eche espuma por los oídos. Por lo de las llaves no ha sido, ¿a que no?

– Sí -responde hipando.

– ¿Pero por qué? ¿Llevabas mucho rato esperando?

– Me sentía como una yonqui tirada en el suelo. Tan sucia, tan sola, tan…

– Pero si no lo estás, tonta, si ha sido un descuido sin importancia. Además, se te ponen unos ojos preciosos cuando lloras. Estás guapísima.

– ¡No! -y protesta y se revuelve con inusitada energía-. Es muy importante, mucho más de lo que parece, lo que pasa es que tú no lo entiendes: un día como hoy se me olvidan las llaves, mañana el monedero y cualquier día me olvido de engrasar la pistola, de cargarla, de quitarle el seguro al ir a disparar… -y no puede seguir hablando porque ya vuelve a llorar.

– Venga, no te pongas dramática. No va a suceder nada de eso. Lo sabes. Las cosas importantes no se te olvidan. Sólo tienes que tener confianza en ti misma, no te la irá a quitar un cretino como Carahuevo con una tontería como la de hoy. ¿O sí? No me digas que todo viene por eso.

– No, pero es que se ha muerto el Culebra y he tenido que ir al levantamiento, porque como antes de morir me llamó a mí, y era tan desolador…

– ¡Pues estupendo, mi vida! ¡Por fin te dan un homicidio!

– Sí, pero lo investigaré con alguien.

– ¿Es porque te han puesto un compañero? Bueno, es normal, siempre los has tenido, tampoco vas a llevarlo tú sola al principio… ¿Con quién te emparejan?, ¿con Santi?, ¿con Nacho?

– No, no es de comisaría. Antes de venir aquí pasé por allí y me lo comunicaron. Es un investigador de Homicidios, lo han trasladado provisionalmente porque el Culebra era un confidente y nos dio un soplo antes de morir.

– Qué quieres que te diga, es lógico, los de Homicidios están para este tipo de casos, aunque sean unos estirados. ¿Lo conoces?, ¿quién es?

– Se llama Carlos.

– ¿Carlos?, ¿Carlos qué?

Y ahora por fin lo mira, sentado junto a ella en el suelo, el pantalón de lino perfectamente planchado sobre el charco de lágrimas, para decirle muy seria, muy triste, muy preocupada.

– Ya lo sabes, Ramón, no me mires así, es ese Carlos. Carlos París.