40514.fb2 Y punto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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VI

Lo miro y me acuerdo de todos esos años, de cada segundo, del frío y de la risa, de la soledad y el miedo, de la angustia y los nervios por verlo y no verlo y recuerdo también a Titania en escena con sus hadas y sus flores exclamando aterrorizada al despertar de su sueño, una noche de verano: «¡Qué aparición he visto tan extraña!, se me antojaba estar de un burro enamorada».

Pero no se lo digo, no le digo que no sé cómo pude, que no sé tampoco cómo era entonces, que sólo sé cómo soy ahora, y me asombro. Y ni presentación ni hola qué tal ni gritos ni pamplinoplas. Sólo reproches.

– Quise olvidarte, y he podido. ¿A qué vienes ahora a mi vida?

Él la contempla desde arriba con sus fríos ojos grises, con sus afilados ojos grises, con sus transparentes, puros, con sus putos ojos grises, con sus inexpresivos ojos grises que durante un tiempo, ilusa, creí conocer, y no contesta. Pasa por delante, siempre por delante de mí, cómo no, los perfectos e intactos primero, y desde la puerta del despacho se digna a volverse para decir sin mirarme con voz como sus ojos, metálica e impersonal:

– Oigamos esa llamada.

Ante la demanda, más bien la orden del nuevo compañero recién llegado, Clara se encoge de hombros y pone la cinta en el magnetófono para que emerja el recuerdo del Culebra en la última noche en que le habló.

Se oyen monedas caer, y coches de fondo, y voces que susurran a lo lejos, que danzan en el aire como el aliento de los muertos, y se huele que es tarde y otoño en ecos abandonados como los muelles en el alba…

Oye… ¿estás ahí?

Pausa.

Qué bonito, tía, los dos a dúo en el contestador, qué delicado: Clara y Ramón, Ramón y Clara… A ver si un día nos hacemos un mensajito así tú y yo.

Pausa más larga.

Pues no, no debe de estar.

Pausa durante la que espera en vano.

Bueno, a ver qué le digo. Déjame pensar….

Pausa para improvisar el recado.

Oye, gata, que tengo que verte mañana, hay algo para ti. Cosas para contarte, micha, y una para enseñarte, ja, ja… ¿No quieres?

No digas que no. Búscame mañana, ¿me oyes?, que es importante, tronca, en serio.

Pausa para empezar a suplicar mientras se escucha un tintineo de fondo tras el sonido de los supersónicos vehículos que pasan, de los aviones plateados que todo lo sobrevuelan, de los grillos despistados que todavía suspiran.

Y oye una cosa, no me tomes a mal lo de antes, que era broma, coño, ya lo sabes, pero búscame, no te olvides.

Pausa como para irse yendo.

Que no tardo nada y voy.

Y como si faltase algo quizá por aclarar en su lógica de suma y resta, una vez más, la última, regresa de nuevo para recordarle.

Ahora no, luego.

Y la larga pausa final abre la despedida sobre la marcha.

Pues eso, que te acuerdes de mí. Que soy el Culebra, joder.

Sobre mi corazón llueven frías corolas, mis ojos se deshojan en lágrimas que no brotan para despedir al Culebra, que no está, y éste, que sí está, me observa desde la cueva de náufragos tristes y olvidados que fue nuestro pasado y no siento nada. Compartimos tantos años, casi crecimos juntos, y cualquiera diría que nunca nos amamos. Pero lo amé, y no siento nada cuando lo miro, sólo una fría curiosidad que me advierte con sorpresa de mi vacío, y me da vergüenza mirarlo porque no quiero que vea en mi rostro esta compasión por lo que fuimos y se perdió, esta ausencia de un dolor que no siento, este pasado que parece que nunca fue.

Aunque qué tontería, vaya una idiotez. Si no le importa, si le da igual, si no siente nada, si no me percibe ni existo en sus ojos, si no se entera más que de cómo se supone que debe sentirse él, sólo él y no yo. Nunca yo. Como siempre.

– ¿Y éste era el mensaje tan importante? -pregunta con apático desdén.

– Eso mismo digo yo. Si no fuera porque murió precisamente esa noche el asunto no tendría mayor importancia.

– Coincido contigo -oh, dios mío, me voy a desmayar, por fin le oigo darle la razón a alguien ¡y ese alguien soy yo!-. En esa cinta no hay nada.

– Puede, lo que pasa es que después de colgar parece que se fue directamente a palmarla. Además, no sé a ti, pero a mí nunca me ha llamado un confidente a casa, y menos él, que en los últimos tiempos sólo se ocupaba de sus necesidades más básicas y pasaba de lo que ocurriese a su alrededor. Eso, creo, cambia las cosas.

– O no. A lo mejor su muerte no altera los hechos, a lo mejor todo es un cúmulo de coincidencias y su sobredosis un accidente y no hay caso.

Sí, lo que tú digas. Y punto. El Oráculo ha hablado, por fin el gran genio se manifestó. No hay nada más que decir. La última palabra, la más importante, como siempre, la suya. Y le odio, le odio. Le odio. Me saca de quicio esa superioridad que ni se molesta en ocultar dando siempre por hecho que es mejor. Y hay que joderse, porque precisamente en esta historia él sí es el entendido, «el de Homicidios», el que se supone que sabe de estas cosas. O no, qué leches. Yo trabajo en este barrio hace años, yo sé cómo funciona y quién vive en él y trapichea, yo conocía al Culebra y recibí su llamada, yo me huelo algo raro en esto. Él, como siempre, ni se entera por mucho que en teoría sepa. Y, por añadidura, si dice que no hay nada extraño en esta historia, no sé qué pinta aquí. Y asiente firmemente con la cabeza como para darse la razón, para convencerse de que está a la altura y no amilanarse y, deseosa de puntualizar, de añadir una frase inteligente y cortante que lo ponga en su sitio y le obligue a darse cuenta de que ya no es la dócil, la tonta de antes, la que siempre se callaba aunque tuviera algo mejor que decir, alza la cabeza decidida a romper a hablar. Sin embargo algo la paraliza: ha pasado demasiado tiempo, ya no sabe cómo llamarle.

¿Carlos, Carlos París, París a secas?… ¿Cómo demonios me dirijo a él? Cuando le conocí era Carlos; luego, cuando aún me enternecía, Carliños; más tarde fue «ése» y al final, con el tiempo y la distancia y las cenizas ya frías, París, sólo París que nunca me quedará. Pero ahora lo veo otra vez, tras tantas guerras y vuelos, cuando ya alzaron las alas los pájaros que anidaron en su imagen, cuando ya ni me duele ni me molesta toparme con sus fotos, ahora que me da igual y en mi pecho canta un amor nuevo, ¿cómo le llamo?

Y normal, demasiado normal, hirientemente normal, ni fría ni dolida ni doliente ni distante, alza los ojos hacia él, que se ha levantado, y le espeta:

– Oye, ¿no quieres volver a oírla?, a lo mejor captas algún detalle que a nosotros nos pasa desapercibido. Al fin y al cabo tú eres el experto.

París se lo piensa, asiente, vuelve a sentarse y aprieta el botón de rebobinado. Apenas el Culebra comienza a hablar, para la grabación y pregunta:

– Así que Ramón. ¿Qué es? ¿Tu compañero?, ¿tu novio? -y lo dice como quien no quiere la cosa, casi amistosamente, con la práctica tan ensayada del poli bueno que en un interrogatorio fuerza la confidencia. Buen intento, lástima que no vaya a picar, me conozco este juego de carrerilla, y también lo conozco a él.

– Es mi marido. Creía que lo sabías -corta, hierática y ausente.

– No -y no puede evitar un cierto resquemor de macho humillado en la ronca voz-. No me dijiste nada.

– Ya -qué bien, reconvenciones a estas alturas, y resentimientos, y cosas que nunca te dije y quizás alguna que otra recriminación que se quedó en el tintero, o bajo la lengua, o aletargada en el corazón. Conversaciones aplazadas que no, que no quiero. Todas mis ganas de escuchar te las tragaste tú, mi curiosidad por ti se la tragó la lejanía y mis razones me las comí y nunca las revelé, y el tiempo se las llevó, y se hundieron en el mar. Por eso no estoy dispuesta a oír tus recriminaciones, no me da la gana. No me vengas ahora con un recuento inútil de despechos y reproches-. Pues me casé, lo cual quiere decir que tengo un marido. Tal vez debería habértelo dicho, pero hace mucho que no nos decimos nada. Para que te quedes tranquilo, te lo digo ahora.

Y la respuesta, tajante y afilada, sesga de un tajo el resto de posibles cuestiones que se pudieran desatar. París pulsa el play y se abstrae en la escucha. Clara, apoyada en el borde de la mesa, lo observa distraída y casi reconfortada porque nunca lo había visto tan desmejorado, ahí, sentado, o sentado no, más bien desvencijado, abandonado su cuerpo en esa silla, incluso desparramado. Ha engordado, está inflado como un globo. ¿Se lo digo? Mejor no, tampoco hay que ser cruel. Que no me importe no significa que no me duela hacerle daño, no soy tan malvada, aunque sería una estupenda manera de bajarle los humos, que buena falta le hace.

Recuerdo su pelo más oscuro. Se ha teñido, lo lleva de un castaño más claro, no tiene ninguna cana en esas sienes de las que antes presumía. Patético. ¿Qué pretenderá?, ¿hacerse pasar a estas edades por un adolescente? Es ridículo, qué poca personalidad. Lo hará para parecer más joven, para ligar con chavalitas de esas vaporosas que tanto le gustan. Como princesssas, se admiraba con dicción engolada de romántico gilipollas. Valientes doncellas que lo único que tienen de princesas son las bragas. Para coleccionar y guardar en un cajoncito.

También está más blanco, más fofo, más blando… ¿Es que ya no va al gimnasio? ¿Es que no ha vuelto a tomar el sol? No se lo voy a preguntar, me callo, me dejo al margen, no me meto en su vida, no me importa, no voy a destrozar su retrato ahora que ha pasado la alegre hora del asalto, ahora que se agotaron los besos, ahora que ya no lo miro con el estupor enamorado que ardía como un faro, ahora que se consumió mi amor y sólo veo defectos y me asombro de cómo le pude haber amado. No. Callaré. No quiero escupir más sobre esta adoración vencida que también fue mía. No la voy a repudiar.

París, que no sabe de sus pensamientos, que igual se cree observado y admirado, que quizá repare asombrado en cómo también ha desmejorado ella, rebobina una vez más la memoria del olvidado.

– Es mejor oírlo hasta que se grabe en la cabeza -se justifica-, más tarde el subconsciente te revela cosas en las que ignorabas haber reparado.

Ella asiente. Muy bien, de acuerdo, por mí como si lo quieres memorizar o sólo te estás haciendo el interesante, tan rígido y envarado, con tu pose de quien se concentra para descubrir un remedio contra una enfermedad mortal mientras la voz del Culebra insiste otra vez con lo mismo en el despacho diminuto de Bores. Clara curiosea, admira los diplomas del jefe, le echa un vistazo a la foto de la mujer rolliza y los chavales orondos y rosados como albaricoques, o lechones, más bien, y evita sucumbir a la tentación de abrir los cajones de su archivador a ver si encuentra las revistas porno que descansan en el fondo según los rumores, no vaya a ser que París cante, que nunca fue muy discreto, y a ver por qué no para esa maldita cinta, ya le vale, me va a volver loca de tanto escuchar la cantinela de un muerto, y lo mira con rencor esperando que se dé cuenta y apague por fin la serenata aguardentosa del Culebra que le retumba en la cabeza como una letanía o un bolero, a este paso me la voy a aprender hasta yo. Pero no, de nuevo le da al maldito botón de rebobinado y ¿qué es eso que brilla en su muñeca? ¡Una esclava de oro! A mí me va a dar algo.

Y para disimular la risa y la sorpresa le da la espalda y se pone a contemplar, a través del ventanal que da a la oficina, como a veces hace Bores, a los compañeros que simulan trabajar cuando en realidad hacen solitarios en el ordenador.

No puede ser, lo pierdo de vista unos años y se vuelve un hortera. Y de menudo grosor además, vamos, ni en Marbella. Intenta disimularla bajo el puño de la camisa, eso es que no está muy convencido, quién sabe si es un regalo que se pone por compromiso, como es taaan cumplidor. A ver, voy a fijarme, a lo mejor lleva más «regalitos»… ¡Sí!, y reprime una exclamación al ver en su anular un anillo dorado como el sol de mediodía.

Qué romántico, qué tierno, seguro que tiene una fecha dentro. Éste esconde una novia que lo envuelve de alhajas de los pies a la cabeza, que lo ata con cadenas de bisutería fina, que lo lleva más puesto que un rey. Y yo pensando que se teñía para ligar con quinceañeras. Y sonríe para sus adentros mofándose de sí misma y él, cansado por fin de escuchar el mensaje, ya era hora, levanta la vista y la pilla en su sonrisa. Ella, cogida por sorpresa, sonríe aún más para disimular, y París le responde de igual modo, y los dos sonriendo como tontos un buen rato hasta que por fin Clara asesina la cordialidad y le pregunta encantadora.

– ¿Qué?

Y él, despistado.

– ¿Qué de qué?

Y ella, que ya ha perdido la paciencia.

– ¿Has decidido por fin si hay caso o no?

Pausa enigmática y pensativa. El gran experto en Homicidios aclara la voz para emitir su resolución:

– Es posible que sea necesario investigar un poco -resuelve estirado, con la pose de quien imparte un máster para ejecutivos- sin perder la objetividad ni exagerar. No podemos pasarnos el día persiguiendo sombras sólo porque nos emocionemos y veamos fantasmas donde no los hay. Yo creo que habría que indagar al menos hasta que sepamos el resultado de la autopsia y ésta afirme de un modo concluyente que no nos encontramos ante un homicidio.

– Vale -responde ella sumisa mientras piensa en lo asombrosamente fácil que le resulta ver fantasmas a diario-. Tendremos que organizar el modo de que trabajes en el caso desde tu comisaría -y ante su mirada curiosa se disculpa-. Vamos, digo yo.

Él se levanta y se dirige hacia la puerta. Clara no se mueve. Eso, vete a contárselo a Santi, a Bores y a Carahuevo, a cantar ante los leones, a hacerte el interesante. Aunque, como sois iguales, a lo mejor os laméis los lomos mutuamente. Vete, pero conmigo no cuentes, no pienso meterme en esa jaula, prefiero quedarme aquí pensando cómo se investiga «un poco» una muerte. Qué ironía, qué dominio de la metáfora facilona: «No podemos pasarnos el día persiguiendo sombras». Vomitivo.

París, que todavía no se ha ido, frunce el ceño junto a la puerta y se vuelve.

– ¿No vienes?

– ¿Yo? -Clara improvisa su más convincente mohín de inocencia y se hace la sorprendida-. ¿Para qué si no llevo el caso? Yo sólo soy tu apoyo, qué les voy a decir aparte de que estoy a tus órdenes y que sí a todo. No sirvo para más. Mejor vas tú, que para eso eres la autoridad en la materia.

Y es ahora cuando un brillo desconfiado, que Clara conocía muy bien, ilumina sus ojos. No ha colado. Me pasé. Se me ha visto el plumero.

– ¿Sabes?, creo que quieres escurrir el bulto, y no sé por qué y no me gusta que me utilices. Soy tu superior y está decidido: te vienes.

Y enfurruñada y desganada lo sigue por los pasillos mascullando por lo bajo una letanía de improperios que París conservaba en su memoria pero hace otoños que no oía. Llegando, otra vez, al despacho de Carahuevo, a Clara no le queda más remedio que ponerse, un día más, la careta de niña buena y dócil, no te jode, como si viniera con la bandejita del café, machistas asquerosos, machitos de mierda, polis de salón. Y París es el peor, grandísimo mamón que me obliga a venir sólo por putear, que únicamente busca humillarme. Y ahora a sonreír y a asentir mientras éstos sueltan su previsible sarta de barbaridades.

*

– Pues no ha sido para tanto -comenta París al volante de su coche, cómo no, gris.

Yo a éste lo mato, ya me da igual, lo mato y punto, alego enajenación mental transitoria porque no podía aguantarlo ni un minuto más y que me quieran entender o no, pero después de tanto tiempo volver ahora a soportarlo no. Que estoy harta.

– No podrás quejarte -insiste con su tonillo autosuficiente, inasequible al enrabietado silencio de ella-, tu primera participación directa en un caso de homicidio. Tendrías que estar ilusionada y agradecida.

Sí, no te digo, estoy flipando locamente pero no sé cómo te lo voy a decir.

– ¿Por qué no me hablas?

– Porque no me da la gana.

Idiota estúpido fatuo imbécil. Se me ponen los pelos de punta sólo con pensar en el ridículo que hicimos en el despacho de Carahuevo oyéndolo exponer tan digno, tan prepotente, tan sagaz, sus conclusiones sobre la dichosa grabación y sí, señor comisario, considero necesario investigar el caso hasta que, cuando menos, podamos hallar una explicación convincente sobre el hecho de que se produjera tal llamada. Pensé que me daba algo, creí morir sepultada ante semejantes frases rimbombantes. Y para qué, para que entre tres tíos decidan -yo sin abrir la boca, por supuesto- que debo hacer de pinche, de Watson, de escudero, de azafata, de cicerone y sirvienta del estirado este cuando hace tanto que opté por dejar de hacerlo, porque si bien tienen el mismo rango debe recordar, señora Deza, que él es el experto en Homicidios, bien que me lo especificó el mamón de Carahuevo.

Y sí, señor. Valiente ironía si el experto dirige la investigación precisamente para demostrar que no se produjo tal homicidio, que aquí ha habido una sobredosis y una casualidad y punto, porque no puede haber sido más que una casualidad sin importancia que al yonqui que dio el soplo del año se le ocurriera telefonear de madrugada a la agente a quien se lo confió. No, desde luego que no. Y entonces por qué llamó, a ver, ¿para quedar e ir al cine quizá?, ¿para decirme que brillan las estrellas y el cielo es azul y poesía eres tú? Nooo, no me malinterpretes Clara, que estás muy suspicaz, de lo que se trata es de ver que todo se ajusta a la lógica y sí, venga, hala, según tu lógica de campeón lo que habría que hacer es cerrar el caso deprisa y corriendo, que tampoco hay más vueltas que darle a la muerte de un desecho cualquiera, señor, repetía cuadrándose. Sólo investigaremos por encima para estar tranquilos, quitar un poco el polvo por si acaso, pero esto está clarísimo. Créanme, señores, se lo digo desde mi experiencia. Y todos tan contentos y eso sí, usted, París, se queda entretanto con nosotros, le invita magnánimo Carahuevo. Faltaría más, me dan ganas de añadir, al menos hasta demostrar que no hay nada que demostrar, y aunque me ilusiono con que razone por una puta vez en su vida y opte por la opción menos incómoda, sé que se finge remiso sólo porque le gusta hacerse de rogar y espera las palabras mágicas de mis jefes: no insista, queremos evitarle los continuos desplazamientos de su comisaría a la nuestra y la pérdida de tiempo consiguiente, compañero, porque podemos llamarle compañero, ¿verdad? Ahora es uno de los nuestros y un placer contar con usted para que dirija esta investigación con la ayuda de Clara, claro, que se encargará de que se sienta a gusto entre nosotros. Y boquiabierta, sólo se me ocurre preguntar si le pongo un zumito natural al compañero, al señor, o prefiere acaso que le traiga una mantita para abrigarse el barrigón. Por si acaso me callo como mínima precaución.

Porque claro, Clara, me explican ellos como si mi mandíbula desencajada fuera no de sorpresa sino de incomprensión, usted sabe que nos compete el poblado donde falleció el Cuchilla… ¿Cómo?, ah sí, el Culebra, qué más da si me entienden perfectamente, si saben de quién estoy hablando, y como en esta zona es también donde realiza el grueso de sus actividades don Vitorio Grandal, alias Vito, huelga decir, subinspectora, que usted se ocupará de instalar y acomodar al señor París y procurará informarle sobre la rutina de esta comisaría, las actividades delictivas desarrolladas en nuestro distrito y atenderle en lo que necesite mientras dure la investigación conjunta.

Y mímelo, y haláguelo, y escuche sus naderías como si fueran geniales y dígale siempre que sí y vístase con una capa de olvido que le borre el pasado, la resaca de aquella turbia embriaguez del amor que tuvieron, los años perdidos, el todo que naufragó, y cómase su orgullo mientras alimenta la sospecha de si el investigador viene a investigarla a usted y no la muerte de un cualquiera indiferente, y despídase de otros casos, de otros anhelos y otras compañías con quien solazarse y vuélvase transparente para aclarar por qué la llamó el yonqui, por qué se murió luego, por qué le dolió tanto. Por qué, ofrézcanos un porqué, Clara. Y no piense demasiado, sólo le pagamos para que obedezca.

Tienen razón. No pienses, no busques más explicaciones o te reconcomerás y te podrá la zozobra. Dales la razón. No son más que malditas casualidades. Nadie se vuelve contra ti, no te ha cambiado la suerte. No pienses mal, no pienses más.

Pero cómo no pensar, cómo evitar sospechar si sospechan algo de mí y por qué, si me quieren quitar de en medio en el caso de Vito volcándome en éste, y quiénes, o si saben o no lo que hubo entre París y yo y pretenden disfrutar del morbo de nuestro reencuentro. Igual me adosan a él por joder, por entretenerse viendo cómo le afecta esto a mi vida. Aunque a lo mejor no, a lo mejor no les importo tanto, a lo mejor sí son coincidencias, los dados que se ríen de una con sus bocas llenas de seises, el destino que me la juega y soy una paranoica con razón. Vete a saber, Clariña, que lo ves todo negro.

París es tan corpulento que parece abarrotado, encajonado, metido a presión, oprimido por el volante de su coche que, cómo no, se empeña en conducir cuando lo más correcto sería, ya que se me ha asignado la cualidad de chica para todo, que el chófer fuera yo, que además me conozco el barrio. Pero no, porque ya se sabe que a las mujeres se les da mal manejar manos y pies a la vez y, qué pollas, a él le gusta llevar el rumbo de su vida y su automóvil. Y sí, conduzca usted, don Carlos, y yo a callar a pesar de que se equivoque de carril y se pierda al coger en la autopista una salida que no es. Lo que yo decía: patético.

A ver cómo se porta cuando lleguemos al depósito, se me salen los colores por anticipado sólo con pensar en las preguntas «inteligentes» que al experto se le ocurrirán sobre la autopsia.

– Lo primero es lo primero, Clara, actuar con sistematización, demostrar su muerte, establecer las causas y después pasar a la acción -me alecciona, mientras llegamos a la morgue, con su estilo docente y absurdo. Yo lo miro de refilón y lo contemplo intentando aparcar con su vientre acosado por el volante, contorsionándose para girarlo, ridículo e hinchado como un muñeco, con ese suéter de color imposible que, francamente, cómo se le habrá ocurrido comprarlo tan chillón, como si no supiera que parece un globo. Y pienso en el héroe de mi infancia de niebla, en cómo mi alma alada y herida pudo llorar por él.

Qué queda de ti, quisiera decirle, me encantaría poder borrar de mi cara esta expresión de desconsuelo que sé que aparece cuando lo veo, el llanto por los ídolos caídos, la decepción de saber que yo también habré cambiado, el desagrado que me produce su degradación y el inevitable desprecio al comprobar que no parece darse ni cuenta, que sigue tan contento consigo mismo como siempre. Pero no voy a hacer nada de eso, decide, y sale del coche indiferente y lo guía pasando por entre los controles, saludando a conserjes y celadores, preguntando por Dolores, explicándole quién es y su tarea aunque, claro, seguro que tú también la conocerás.

Justo ante la puerta de la sala de autopsias París se para. Clara lo observa.

– ¿Qué pasa?

– Tengo que hacer una llamada, no tardo -le explica al tiempo que saca de su bolsillo un absurdo teléfono móvil de plástico amarillo.

– ¿Y tienes que hacerla precisamente ahora?

– Lo siento, me había comprometido y no puedo eludirlo.

– Vale, vale, allá tú con tus historias -agarra el picaporte decidida-. Cuando acabes, te vienes.

– ¿Cómo? ¿Vas a entrar sin mí? -exclama París casi asustado.

– Qué quieres, no me voy a quedar aquí plantada esperando.

– Pues no me parece bien -rezonga ofendido-, desde luego no es lo más correcto, lo adecuado es que pasemos juntos. Entrar tú primero y luego yo sería una falta de educación tremenda, por si no lo sabes.

Ya salió el selecto, ya estamos como antes, como siempre: ni contigo ni sin ti, yo voy pero tú me esperas, no lo hagas sin mí, no des un paso sin mí, no resuelvas nada sin mí… Él sí que es tremendo. Estoy de sus lecciones de protocolo hasta los mismísimos cimientos. Y además, si no entro ni salgo ni espero a que llame ni me quedo por no fisgar en sus llamadas, ¿qué hago?

– A ver, ¿qué hago?

– Si no te molesta podrías estarte en ese rincón, será sólo un momento -suplica lastimero y, como esquivando los fogonazos que lanzan los ojos de ella, se encoge de hombros-. Compréndelo, necesito un poco de intimidad.

– Muy bien, Don Pudoroso. No tardes.

Como herido por la burla, París se yergue de repente con su ridículo móvil en la mano y hasta se pone digno.

– Qué ocurrente, Clara, tan cínica como siempre, incapaz de entender que los demás tengamos compromisos. La verdad, creí que habías cambiado.

– Yo también -responde yéndose al rincón. Una vez allí se arrodilla cara a la pared y abre los brazos en cruz-. ¿Te parece bien así?

– No me hace gracia el numerito -masculla él buscando el número en la agenda-. ¿Y si pasara alguien?, ¿qué pensaría, eh?

– Que soy una pobre víctima que sufre el castigo de tener que aguantarte por orden directa de sus superiores.

Pero ya no la escucha, de pronto no tiene más oídos que para el minúsculo aparato. Por fin alguien contesta al otro lado y París se repliega sobre sí mismo para proteger la intimidad forzada de su conversación, qué vergüenza, lo que hay que ver, como si sus amoríos fueran secreto de Estado. Esto es de escarnio y cepo, bufa Clara por dentro mientras se incorpora, se sacude con desgana las rodilleras del pantalón y pone la oreja.

La voz de París al teléfono se transforma, susurra dulcemente intentando ser seductor, acariciador, sensible y varonil a un tiempo cuando afirma que soy yo, cari, ¿ves como te he llamado?, para que luego te quejes.

Sí, en el depósito. Creo que tardaremos bastante. No me esperes, te llamo yo al acabar, palabra de tu chiqui.

¿Ella?, bueno, bien. Como siempre.

¡No, como siempre no!, como al final. Horrible, ya sabes.

No te preocupes preciosssa, no me afecta, ya lo hemos hablado, está superado. Además, para qué voy a volver a la comida basura con lo mal que me sienta teniendo a un filetito como tú a mi alcance.

Sí. No. Yo. Yo mucho más. De lejos.

Bueno, chati, tengo que colgar. Sí, aquí. Esperándome.

¡No, aquí no!, allá, lejos. Tengo que colgar, en serio. Te adorooo.

Y Clara aguanta la carcajada mientras él sigue prolongando las sílabas finales, interminables, como un eco lejano.

Cuando termina se le acerca con una sonrisa zumbona bailando en los labios.

– ¿Ya ha acabado de hablar el señor? ¿Podemos entrar ahora? -pregunta vaciándose la risa mientras empuña el picaporte.

– Sí -responde mosqueado por la burla.

– Entonces vamos allá, chiqui.

Dolores, que acaba de devolver el último cadáver a la cámara frigorífica, se aproxima quitándose los guantes y por un momento a Clara le parece que cae de sus manos suave ceniza, pero no, es el olor de ese lugar de muertos que le nubla la vista. París, a su lado, respira hondo, será para empaparse bien con la peste aséptica del vacío, a lo mejor le gusta, a lo mejor se regodea en la degradación de los demás para sentirse más vivo, y ya va a maldecirlo pero no le da tiempo porque como antes, como siempre, como de costumbre, él se adelanta y rompe a hablar para hacerse el importante mientras yo me quedo atrás observando la mesa de autopsias, las camillas, las sábanas sobre la piel yerta, comiéndome las ganas de salir fuera, haciéndome la dura. Sorbiéndome las babas.

– Buenos días, soy Carlos París -se presenta tendiendo una mano que Dolores estrecha sin demasiada convicción-. Como sabrá, soy el encargado del caso de sobredosis que recibieron ayer.

– ¿Cómo es que habéis tardado tanto? -pregunta la forense rebasando a París y acercándose a Clara, a quien besa con confianza en ambas mejillas.

– Hubo que atender alguna llamada -responde ésta lacónica.

– Da igual, al fin y al cabo vuestro hombre no se va a escapar. ¿Queréis verlo? -y se dirige a una pared metálica cubierta de celdillas numeradas, una celosía de cadáveres para no ser vistos ni ver porque ya no tienen nada que mirar, y señala una a la altura de su cintura.

Clara instintivamente se repliega un paso atrás y niega con la mirada. París no desperdicia la oportunidad de hacerse el macho.

– Sí, por favor -exige más que pide-, me gusta ver el rostro de los muertos que me tocan.

Dolores da un fuerte tirón al compartimento del Culebra, siempre encerrado, vida y muerte atrapado, y el nicho se abre, bien engrasado, extendiéndose cual bandeja ante ellos. El cadáver, que no huele precisamente a flores, se ofrece a la vista de París, quien suelta un taco violento ante el hedor que desprende y busca un pañuelo para taparse la nariz a la vez que se retira.

– Ha estado mucho tiempo expuesto al sol, es normal. Si necesita tomar un poco de aire, señor París, esa puerta le conducirá a una galería bien ventilada.

– No, gracias, no es necesario -farfulla.

– No se avergüence, es una reacción normal -insiste amable-, suele ocurrir cuando la crudeza de la muerte nos asalta sin avisar, cuando no nos lo esperamos, cuando pretendemos ignorarla o jugamos a hacernos los insensibles ante su presencia. Clara lo sabe muy bien y por eso se aparta -y ahora se dirige a ella-; ¿quieres verlo una última vez?

Y ésta, obediente, hipnotizada se acerca, abrazándose a sí misma e inclinándose para observar a la altura de sus ojos los del Culebra ya sin cadenas ni medallas, desnudo y frío, cubierto sólo por la luz aséptica y descarnada.

– Qué queda de ti -musita-. Te ceñiste al dolor, te agarraste al deseo, te tumbó la tristeza.

– Perdón, ¿me decías algo? -pregunta su amiga.

– No -responde ausente-. Le hablo a él.

– ¿Salimos de aquí? -le propone, con la intención de alejarla del cadáver.

– Como quiera -concede París a una prudente distancia, casi en el pasillo.

– Adiós, Culebra -Clara se despide de nadie, de la habitación vacía impregnada de su efluvio mientras, al fondo, Dolores y París departen.

– Si me acompaña a mi despacho -ofrece ella- puedo proporcionarle un informe sobre la autopsia del señor Blasco.

– ¿El señor Blasco?

– Los toxicómanos también tienen apellido -le aclara con frialdad-. Hasta los difuntos. Éste se llamaba Enrique, y se apellidaba Blasco.

– No me había fijado.

– Suele pasar, generalmente no les damos mucha importancia.

– ¿A los nombres? -pregunta, en un vano intento de hacerse el simpático.

– No, a los muertos -responde seca, empujando la puerta de su despacho.

Es en este momento cuando París aprovecha para escabullirse.

– Bien, aquí ya no tengo nada que hacer. Como imagino que la autopsia del señor Blasco no hará sino confirmar la hipótesis de la sobredosis, le ruego informe de los detalles a la subinspectora Deza. Yo debo irme a por la orden de registro para la chabola, ¿o debo decir vivienda?, del señor Blasco. Cuanto antes descubramos que allí no hay nada, antes ventilaremos este absurdo caso. Clara -advierte agrio-, regresaré en menos de una hora. Ha sido un placer, Dolores.

Y se va intentando parecer altivo, evitando darse por ofendido con la áspera actitud de la forense, haciéndose el duro, más chulo que Harry el Sucio, más digno que un rey camino del destierro.

Dolores entra en su despacho presa de un ataque de hilaridad y, con su alegría, hace retroceder la muralla de sombra que encierra a su amiga.

– Este hombre es completamente ridículo. ¡Qué pose, qué apostura! No hay nada para despabilar la mañana como un pequeño combate verbal. Y ganarlo, por supuesto. Por cierto ¿qué hay de ese café que me debías?

*

– Te has pasado tres pueblos -le reprocha Clara mientras sumerge el cruasán en la taza.

– Oye, estate atenta, Zafrilla me ha dicho que viene en cinco minutos. Con el despiste que lleva igual ni nos ve -responde tranquilamente.

– No cambies de tema. Yo creo que no sabes con quién te has metido.

– ¿Por quién me tomas? Con tu ex. A mí no se me olvida el nombre de quien maltrata un corazón -y a Clara se le escapa el cruasán dentro del café y se hunde, se hunde, se empapa sin remedio cual submarino abocado al fondo abisal-. Lo recordé en cuanto se presentó. Además, todo coincidía, sus rasgos, su actitud, su estatura… Y me dije: ¡venganza! Me lo he pasado de vicio.

– Menos cachondeos, Loliña, que bastante jodida estoy.

– ¿Y eso por qué? Míralo por el lado bueno: no parece tener muchas ganas de profundizar en el caso, pero por lo menos mientras dure no te chuparás más guardias nocturnas en la puerta de ese mafioso.

– Pues eso también me jode, no te creas, que esa historia era importante, y era mía y, qué coño, quería seguir en ella en vez de soportar a este imbécil pegado a mi culo.

– No te pongas así. Como se cosquen en comisaría de que te molesta trabajar con él, el choteo que te va a caer puede ser antológico.

– No sé si lo sabrán.

– No te preocupes, que se enteran volando. Los maderos van de duros y en el fondo son un nido de cotillas. Mucho machote, mucho taco y mucho puñetazo en la mesa del bar, puro prototipo, sólo que en vez de hablar de fútbol les da por destripar la vida de cualquiera que se ponga a tiro. Aunque la tuya está más a mano, a qué negarlo. Y menudo bombazo además. ¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos? ¿Tres, cuatro años?

Y Clara, ensimismada en el lodazal en que se ha convertido su café, buscando el trozo de luna sumergido, contesta por lo bajo con la boca pequeña.

– Siete.

– ¿Siete? Les va a faltar tiempo para… -y de golpe enmudece para procesar la información-. Pero siete años son muchos, no lo entiendo, ¿no me dijiste que os habíais conocido en la academia de Policía?

– No, antes.

– ¡Muchísimo antes! Cuando empezasteis serías casi una niña, ¿cuántos años tenías? ¿Eras menor, verdad? Porque si eras…

Clara revienta por fin olvidando su contención, pasando del rencor, más allá del deseo y el acto. Sin paciencia.

– ¿Y eso a quién coño le importa? ¿No tienes nada mejor que hacer que echarme las cuentas?

– No te pongas así, yo sólo…

– ¿Cómo voy a ponerme si parece que quieres vender la exclusiva? ¿Sabes qué?, que no te digo nada más. El que quiera saber que se compre un libro.

Y se hace el silencio, cada una con su taza rodeadas del runrún del público que entra y sale, los camareros que vienen, los platos que chocan y las servilletas de papel que caen como nubes arrugadas al suelo. Cuando Dolores ve que Clara se calma, ataca de nuevo.

– A mí no es que me vaya, bien lo sabes tú, pero tampoco está tan mal.

– Qué dices, si parece una morsa. A los veinte años era como una escultura clásica y fíjate ahora. ¿Tú te crees que lleva esos jerséis flojos porque están de moda? No, querida: tapan los flotadores.

– Pues a mí, con flotadores incluidos, me parece que no está mal. Eso hablando estrictamente de lo físico, claro -matiza.

– Sí, porque a su carácter no le has dado ni una oportunidad.

– No me olvido de lo que me contaste.

– Nosotras qué sabemos, a lo mejor ha aprendido y se ha vuelto un santo.

– Permíteme que lo dude.

– Por ser tú, te lo permito.

Y cómplices y escépticas se ríen como viejas dolidas, como colegas quemadas por el tiempo, con esa risa secreta que temen los varones porque está, posiblemente, más allá de su comprensión.

– Por cierto, ¿Ramón qué tal lo lleva? -pregunta Dolores aún con un resto de carcajada en los labios.

Clara calla y reflexiona buscando tiempo para encontrar la respuesta a una pregunta que no se había planteado antes. O no había querido.

– Creo que no hay nada que llevar. Nos ha tocado trabajar juntos en un caso y punto.

– Si yo fuera él no estaría muy tranquila.

– Pues lo está. Es muy maduro, muy centrado, seguro de sí mismo y de nuestra relación. Y, por si no lo sabías, confía en mí.

– Estupendo, me alegro, porque si yo fuera él por mucho que confiara, aunque yo te hubiera puesto la alianza y no el otro, aunque tú me hubieras elegido a mí y no a él, aunque estuvieras dispuesta a parir a mis hijos y no los suyos, no estaría tranquilo del todo.

– No te montes películas, París tampoco va a venir a estas alturas en plan mujer que amé y perdí, a ti evoco y hago canto.

– Si tú lo dices.

Suena una musiquilla extraña, como de canción infantil, que interrumpe las reflexiones, los recuerdos, las palabras dulces o amargas que ya no dicen nada, que se secaron en el pecho, que ya no tienen eco ni voz.

– ¿Qué es eso que se oye? -pregunta Dolores extrañada.

– Mi móvil.

– ¿No eras tú quien se negaba a llevarlo encendido?

– Generalmente sí, pero Ramón ha insistido esta mañana y…

– Ya se ve lo tranquilo que está, ya. Anda, cógelo, no vaya a ser que le dé un aire de la ansiedad.

– ¿Ramón? -y con la mano libre se tapa el oído contrario para escuchar mejor a la vez que se levanta y hace un amago de saludo a Zafrilla, que acaba de llegar y se acerca a su mesa.

– ¿Con quién habla? -pregunta a Dolores sin preámbulos ni besitos ni saludos de compromiso ni tonterías de adolescentes falsas que se odian y pretenden disimularlo.

– Con Ramón. La ha llamado él.

– Pues menos mal que por una vez lo llevaba encendido.

– Ya ves, pon un ex en tu vida.

– ¿Un ex?, eso tienes que contármelo con calma -exige sentándose mientras Clara se aleja del barullo y casi grita. ¿Cómo? Te oigo fatal.

En una cafetería, con Dolores y Zafrilla.

No, ha ido al juzgado a por la orden de registro. Saldremos para allí en cuanto la consiga.

¿Que qué tal? Y yo qué sé. Me observa como quien mira a un bicho dentro de un frasco, y me agobia porque no dice nada, sólo mira. Quisiera saber qué piensa de mí ahora, pero no seré yo quien se lo pregunte.

No, tonto, eso es lo que tú piensas, seguro que él me cree una bruja. Oye, tengo que dejarte, nos vemos luego.

Abrígate tú también.

Clara regresa, se sienta, mira a sus amigas y descubre en sus rostros una ansiedad inusual.

– ¿Pasa algo?

– ¡Nada! -contestan las dos a la vez.

– Mejor cambiamos de tema. ¿Qué sabemos de la autopsia? -pregunta a Dolores.

– Lo evidente: ni hematomas ni huesos rotos ni hemorragias internas, sólo los signos de la previsible sobredosis, ¿o esperabas algo más?

– No me vendría mal algún detalle.

– Los análisis del laboratorio aún no están, así que no sé todavía cuánta droga y de qué pureza había consumido, sólo puedo darte datos de mi examen, y por tu bien espero que, por más colega tuyo que fuera, no hubieras tenido mucho roce con él: tuberculosis, sida… ¿Sigo?

– No, déjalo. ¿Y tú qué me dices? -inquiere Clara mirando a Zafrilla.

– Por ahora bien poco, que la jeringuilla tenía sus huellas, un pulgar parcial en la medalla del cuello nada claro que todavía no he podido contrastar con las suyas ni con los ficheros y se acabó. La chabola era tal desastre de polvo y mierda que cualquier cosa puede ser un indicio o no serlo. Un día no da para más.

– Lo sé, y os lo agradezco muchísimo y siento de verdad ponerme tan pesada… Es que no puedo evitar quedarme con la sensación de que se me escapa algo y debo encontrarlo pronto, porque todos a mi alrededor tienen una prisa enorme por darle carpetazo a este asunto que ni siquiera es caso para ellos -aun así, insiste-. ¿Y dices que en la jeringuilla sólo estaban sus huellas?

– Sí. Y eso es un poco raro porque los heroinómanos suelen compartirlas. Lo normal sería que estuviese muy manoseada y por más de una persona y, sin embargo, estaba nuevecita. Puedo asegurarte que tu colega la estrenó para morirse. Qué ironía. Como algunos suicidas que estrenan ropa para tirarse por un acantilado o tomarse sobre su cama diez tabletas de pastillas.

– Pero este detalle no basta para mantener abierto un caso -apunta Dolores-. Quizá tu amigo fuera un maniático de la higiene. En el mundo del pico cada persona es única, hay yonquis que se pinchan solos o con alguien de confianza, otros en grupo sin fijarse con quién, los hay que no comparten ni la cucharilla y a algunos les da todo igual y ni sopesan el peligro de coger algo o no porque ya lo han cogido todo, como tu amigo el Culebra.

– Por otra parte -continúa Zafrilla-, los poblados marginales son el objetivo de la asistencia social de la Comunidad y de una docena de ONG que no se cansan de repartir material desechable de un solo uso para evitar el contagio. Que un tipo como el Culebra tenga a mano jeringuillas sin estrenar no es insólito, y mucho menos motivo suficiente para resultar sospechoso.

– Vale, tenéis razón, sólo que vosotras os basáis en hechos, en indicios. Yo, además, le conocía. Y ayer, cuando lo vi allí tirado, algo me pareció disonante, fuera de lugar. Sólo que por más vueltas que le doy no caigo en qué es lo que chirría -y cierra los ojos para volver atrás un día, una vez más, y buscar el objeto desenfocado en la foto del finado-. Dolores, ¿ni una sola marca extraña, ni una señal de violencia?

– Los heroinómanos tienen las venas fatal de tanto chute -responde pensativa- y, como consecuencia de esto, la circulación peor todavía. Es muy habitual que presenten moratones, derrames, varices y pústulas pero, dentro de lo que cabe, las contusiones que tenía tu amigo no sólo eran antiguas sino hasta cierto punto normales.

– ¿Veis?, eso es lo que más me mosquea. ¿'No os parece todo demasiado normal? -pregunta Clara-. No me refiero sólo a su muerte, sino a lo que la envuelve. No puede ser todo «tan normal» sencillamente porque el Culebra no era normal. No era un colgado al uso, era extravagante, peculiar, se salía del estereotipo. Pensadlo bien: ¿a qué otro yonqui se le ocurriría llamar a medianoche a la casa de un madero? Por eso -enfatiza- lo normal en su cadáver, en su casa, sería que hubiésemos encontrado algo incomprensible, hasta absurdo, porque él lo era. Aquí lo extraño es que todo sea tan previsible, tan sospechosamente predecible, y yo no voy a pasar de este caso sólo porque fuera un matado acabado que no valía casi ni para confidente. Pobre Culebra -recuerda, con un aire de pena en la voz-, como un vaso albergaste la infinita ternura y el infinito olvido te trizó como a un vaso. Te comió la negra soledad.

– En fin, no sé si esto te servirá -dice Dolores tras un breve lapso de silencio- porque es lo único que me llama la atención en esta historia: tu amigo estaba hecho cisco después de tantos años de adicción y, a pesar de eso, aún mostraba una cierta coquetería en sus costumbres, como por ejemplo no pincharse en los brazos. ¿Recordáis cómo le encontramos? Llevaba una camisa remangada hasta el hombro. Creo que quería tener los brazos limpios.

– Sería para lucir los tatuajes -elucubra Zafrilla.

– Sí -recuerda Clara-. Estaba muy orgulloso de ellos, siempre fantaseaba con hacerse más.

– Es un buen motivo para evitar los pinchazos y las consiguientes venas hinchadas, piel destrozada o ganglios abultados en las axilas. Pero entonces -resuelve Dolores, retórica- ¿dónde están las marcas de un adicto que lleva por lo menos una década chutándose?

– A saber, he visto a gente inyectarse en los tobillos, en la lengua, en los ojos… -enumera Clara.

– ¡Hasta en la polla! -apunta Zafrilla.

– Ése no era su estilo. En los ojos no podía ser -piensa en alto Clara intentando adivinar con los suyos entrecerrados-, nunca llevaba gafas y se le notaría, se ponen rojos, cogen conjuntivitis, infecciones…; los brazos también están descartados y, francamente, no lo imagino pinchándose en sus partes, era demasiado chulo como para maltratarse su bien más preciado -ironiza-. Así que sólo quedan la lengua o las piernas. Aunque la lengua es tan incómoda que mejor hacerlo en los tobillos, y de ahí sus botines de boxeador, que no se quitaba ni en verano -concluye mirando a la forense.

– Muy bien, pues dime ahora, si siempre se pinchaba en los tobillos, cómo es que su último chute fue en el brazo izquierdo.

– Muchos yonquis se chutan en él porque creen que, al ser el brazo que está más cerca del corazón, el colocón les va a subir antes, es algo bastante habitual, si su chute fue un suicidio tendría sentido que no le importara estropear su brazo hasta entonces impoluto. Si no lo fue, ya tenemos una contradicción. Ahora dame una alegría y dime que era zurdo.

– Lo siento, diestro. Los callos en sus falanges, las manchas de nicotina en la cara interior de los dedos, el mayor desarrollo de la musculatura del bíceps… Todo indica que la mano que más usaba era la derecha.

– Mierda, con lo fácil que hubiera sido -masculla Clara-. Pues entonces sigo sin tener nada, ni una maldita evidencia, sólo la sospecha, una anomalía más a la que es imposible agarrarse y, creedme, necesito no cagarla ahora que estoy en el punto de mira de Carahuevo. En lo que va de semana ya me lo he cruzado dos veces y han sido dos encontronazos de los que hacen historia. Estoy gafada.

– No te preocupes por ese gilipollas, tú a lo tuyo -la tranquiliza Zafrilla-. Y no te agobies, lo estás haciendo genial. Mírate, a la hora del café te hemos montado sobre la marcha una sesión deductiva que ríete tú de las películas y las novelas. No me pongas esa cara de escepticismo -alega-. Nos sentamos al amor de tres cafés, como esas señoras de la mesa de atrás, y en vez de criticar a los maridos o a los novios de las hijas, nos ponemos a despellejar, pero de verdad, a un yonqui muerto. Si se parasen a escucharnos les daba un soponcio.

– O a lo mejor nos daba a nosotras de escucharlas a ellas, no te fíes -ironiza Dolores.

– Ya habló la voz de la razón -salta Zafrilla.

– Qué quieres -se excusa-, por algo me habrá tocado el papel de la escéptica, digo yo, porque si somos tan de película o de libro como aseguras habrá que repartir estereotipos: Clara sería la poli peleada con el mundo, acosada por la suegra, el ex novio y los jefes; tú, la joven hermosa de probada eficiencia que descubre en su laboratorio al asesino gracias al análisis de una uña postiza que compró en la China y perdió en La Latina; y yo la madura y cínica forense, solitaria y fría, desengañada de la vida de tanto ver sus miserias, negándome al amor porque sólo vivo por uno verdadero, platónico e imposible, desahogándome en lágrimas de pasión inasible vertidas sobre los muertos de mi depósito.

– Se te va la olla -le reprocha Zafrilla.

– Para nada, tiene toda la razón -admite Clara-. Tú serías amable y risueña, incluso algo ingenua, y al describirte el novelista diría de ti que «su cara de muñeca antigua parecía no conocer el mal, pero sus manos frágiles habían recogido cientos de veces los oscuros restos de la crueldad entre los matorrales de los parques, en las viviendas, en los callejones sombríos donde un triste zapato solitario perdura como única muestra del horror».

– Quién lo diría -comenta Dolores-. Hasta te ha quedado bien.

– Me siento inspirada, ¿y qué tal tú?: «Seria e inteligente, tan cerebral que se advierte bajo su piel el brillo de la pasión contenida, la fuerza de quien se enfrenta a diario a la putrefacción, la perseverancia que sólo poseen los que conocen el verdadero valor de la vida».

– No te chotees tanto, nena, que lo tuyo de ahora más que de novela negra es directamente de culebrón -advierte Dolores-, todos juntos y revueltos a tu alrededor desordenándote la rutina.

– Al menos siempre serás la protagonista, el centro, todo gira en torno a ti, a la hábil investigadora, a la poli -añade Zafrilla para quitarle hierro a la coña-. En cambio a Dolores y a mí siempre nos tocará ser comparsas. Si al menos tuviera un rollito con algún yogurín tipo Javier el nuevo…

– No quiero desilusionarte, pero no te lo recomiendo. Mujer de amor, que no lo acojan tus brazos.

– ¿Por qué? Si parece un angelote. ¿Y por qué le llaman el Bebé?

– No lo sé. Por motivos obvios tal vez. Sólo te digo que tiene un sucedáneo de novia a la que llama «vieja amiga».

– Me da igual -responde tan fresca-. No soy celosa.

– Sí, no eres celosa y sólo para un polvo, eso lo dices ahora. Y luego me vienes colgada a llorar de desamor encima de mis fiambres, regándomelos para que empiecen a criar malvas antes de tiempo -la amonesta Dolores.

– Joder, sois como madres.

– No te enfades sólo porque te avisemos -se defiende Clara-. Como si no supieras que a esos tíos inmaduros los pierde la sed y el hambre y que tú eres fruta jugosa, que los come el duelo y las ruinas y tú eres su milagro, conteniéndolos en la tierra de tu alma y en la cruz de tus brazos para que luego su deseo resulte ser el más terrible y corto, y tú sola y abandonada, tú que lo has dado todo, tú que todo lo has arriesgado tirando tu amor en un cementerio de besos donde se han quemado, en la tumba de tu cuerpo picoteado como las uvas por los pájaros. Hazme caso -advierte ensombrecida-. Olvídalo, ni lo mires, búscate un amor más sano. Los niños bonitos nunca salen bien.

– No sé, tengo la sensación de que te lo dice por experiencia.

– Qué aguda, Lola -ironiza Zafrilla-, no me había dado cuenta. Aunque mira, a quien sí querría conocer es al que te ha inspirado la parrafada que acabas de soltar.

– Ahí lo tienes -Dolores señala con los ojos la puerta de la cafetería y sus amigas se vuelven para mirar con curiosidad. A Clara, al vislumbrar a París, se le amarga el gesto. A Zafrilla se le ilumina la mirada. Cuando él llega a su mesa la primera tiene ya el abrigo puesto y está sacando el monedero para pagar.

– Me han dicho ahí enfrente que estabais aquí y…

– Nos vamos. Vosotras no os preocupéis, pago yo.

– Mujer, qué prisa tienes, ¿te vas a ir sin presentarnos a tu compañero? -la detiene Zafrilla, melosa, comiéndose glotona a París con la mirada.

– Tenemos mucho que hacer. ¿Traes la orden de registro?

– Sí, aunque por cinco minutos más que nos quedemos…

– ¿Cómo que por cinco minutos? -se planta Clara, cabreada-. ¿Tú no eras tan profesional? Te recuerdo que se nos ha pasado media mañana entre pitos y flautas, pero nada, si prefieres perder el tiempo dedicándote a la vida social, allá tú. ¿Qué es lo que quieres, que te las presente? Ahí tienes a Dolores, ya la conoces. Y esta pendona de aquí es Zafrilla. Muy mona, ¿no? Estupendo. Hala, ya podemos irnos. Adiós. Mañana os llamo.

– Hasta luego -responde Dolores no demasiado asombrada.

– ¿Qué mosca le ha picado? -pregunta Zafrilla.

– ¿Por qué te has puesto así con tu amiga? -intenta sonsacarla París mientras abre la puerta del coche.

– Por su bien -responde Clara-. Y quítate de ahí, que ahora conduzco yo. Para eso me sé el camino.