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Me duele tanto callarme la boca mordida…
Se me pudren las palabras dentro y me dan ganas de vomitar, se enquistan en el estómago como los rencores de la infancia, tan absurdos ahora, o no, tan tremendos, y me pesan en el cuello como piedras de suicida que me arrastran de cabeza al río de la muerte y me lastran la vida y me obligan a escurrirme casi por el suelo en busca de miembros besados, de dientes hambrientos de dulzura, de cuerpos trenzados de pasión, en busca del aliento de fuego al que los descontentos, los destemplados, los no vengados nos anudamos y nos desesperamos en una cópula loca de esperanza y esfuerzo.
Me jode callarme. Pero ya soy mayor, o no, y se acabaron los tiempos de la ternura leve como el agua o la harina, y el no recibir la cocinita de la Barbie en un cumpleaños o la palabra apenas comenzada en los labios no es ahora como para tener que obligarme a rendirme para siempre, como sordomuda y sombra ante él, tragándome la ira malsana de las cosas que no oigo, de los sonidos que, claro, no pronunciaré. Así que me callo de momento, según me propongo y, detrás de él, me niego y rebelo al destino de ser la eterna espectadora de los varones, y viajo y avanzo por entre cascotes y anhelos hasta enfrentarme a la tenebrosa y luminosa realidad del poblado de chabolas donde mi confidente murió. Forzamos la portezuela, en realidad un somier de tablas puesto en pie con, a modo de cerradura, un candado sujeto a dos alcayatas, pasamos por encima y por debajo de las cintas tendidas del ridículo cordón policial, trémulas hoy en su desamparo, las apartamos como lianas de una selva perdida para facilitarle el paso a la secretaria del juzgado que anotará los detalles de nuestra ignominiosa invasión y, sin pensarlo demasiado, ya estamos dentro.
Seguro que el Culebra fue feliz aquí.
Seguro que el Culebra fue más feliz de lo que yo fui nunca, pienso deprimida de pronto. Son las ventajas de la ignorancia. Sin expectativas, sin tener que obedecer ni callar, sin la niña que estudie o que deje de estudiar, en qué ciudad nació Carlos V, cuál es la fórmula del hidrógeno, cuántos años tienes, cuántos tardarás en acabar la carrera, a quién quieres más, a mamá o a papá. Y por qué aparcas el Derecho, por qué te metes a héroe con faldas en trabajos de hombre, por qué sigues a este idiota otra vez sin pensar, como si no hubieran pasado navidades y primaveras, como si no hubieras aprendido adónde te lleva, por qué asientes, por qué no le demuestras quién eres ahora, cómo has cambiado, cómo puedes volver a mandarlo a la mierda cuando quieras. Y con mucho menos esfuerzo.
Seguro que el Culebra creció sin colegio y se hizo hombre sin una casa que ordenar para que te refleje limpia, como debo hacer yo, sin un marido ante el que procurar ser perfecta ni jefes que te analicen ante los que es obligación callar eternamente ni un desamor a quien seguir que te juzga por lo pasado. Sólo sus ganas, su vicio y un rinconcito en el suelo donde dormir.
En el Reino de los Tejados de Uralita el Culebra era un príncipe feliz en su palacio. Se percibe en su chabola y en el hecho de que la tuviera. Privilegios de la antigüedad, él dormía a cubierto mientras otros yonquis no tan veteranos malviven al raso o en tiendas de campaña en la frontera misma del poblado, siempre lindando con la autopista. Y la felicidad que proporciona el tener un agujerillo de soledad en su propia casa, la paz a solas que se desprende de este nido, humilde pero limpio, me despierta un rencor por el que entran sin llamar las ganas de visitarlo en silencio, con recogimiento, como para orar en un templo, como para admirar un museo pobre y armonioso donde nada queda más que dignidad firme y serena a punto de ser pisoteada.
Me entran ganas de llorar, desprecio a París y su actitud de marqués con derecho a la invasión que me duele como un agravio. Yo no puedo estar aquí, no soporto a la funcionaria servil que lo sigue sin chistar, que arruga la nariz, que piensa que el chamizo le debería pedir perdón por existir cuando tendría que ser al contrario. No puedo ver sus manos hurgar con descaro ni los gestos de desdén y asco, ese sentirse superiores, ese invadir atropellando. Necesito calma para mirar, un poco de paz para meterme en esta sentina de escombros donde todo cae. Quiero calma para estar, para sentirme de aquí y ver su vivienda y sus secretos como él los vería, sin juzgar. Pero con estos dos no puedo.
Por eso me largo por un rato, ya me empezaban a reventar los ¿ves, Clara? del estúpido de París tirando cosas por el suelo sin cuidado ni respeto. Digo que somos demasiados para un sitio tan pequeño y que esperaré fuera y ya entraré sola después y me piro oyendo el pero qué le pasa de ella y la respuesta de mi leal compañero que le explica que soy una rebotada descontenta con problemas de disciplina y un poco insoportable, y además, está bajo mi mando en este caso y soy su ex, su primer novio, ya sabe lo que es eso, y me imagino que asentirá comprensiva sin entender cómo pude dejar escapar a prenda tal.
Qué otra cosa se podía esperar.
Fuera todo es diferente, vuelvo a la tranquilidad de la alegre incivilización y me siento como la veraneante en un pueblo con pamela de paja y alpargatas, como el descubridor con los bolsillos llenos de cuentas de cristal, con la mirada lúcida y cansada en un mundo donde por fin todo es blanco o negro.
En sitios así una se olvida de que lleva, o no, una condena en el pecho con forma de semilla o botón, en sitios como éste desgracias tan pequeñas brillan con luz propia con reflejos de lentejuela y no de dolor porque, a fin de cuentas, sin un seno puedes seguir permaneciendo viva, o parecerlo pero, a la larga, sin nada que echarte a la boca, no. En sitios como éste el hambre mata; el cáncer -si es que lo es-, no.
Me siento algo avergonzada por mi victimismo frente a este mundo casi en ruinas y, tras unos instantes de indecisión, me decido a alejarme, más que nada para no oír a París y compañía trasteando en el refugio de quien en mí confió. Y la joven y prometedora subinspectora deambula por entre la miseria reflexionando a la luz de las entrañas del submundo, diría el narrador de mi vida si fuese una novela de las que nos reímos Dolores, Zafrilla y yo, y en ella no tropezaría, como ahora, con fragmentos de ladrillos rotos por el suelo ni se me enredaría la ropa con los muelles emergidos del somier que hace de portalón.
– ¡Hostia! -exclama, aunque no puede oírla nadie, y se desengancha los hilos del pantalón lamentándose del pequeño desgarrón.
Luego, como arrepentida, casi parece querer disculparse no sabe bien ante quién y con las manos en los bolsillos continúa su camino paseando por un lugar donde todo es oscuro, tenebroso, sombrío y a la vez milagrosamente luminoso, resplandeciente como la más negra y triste cuenca minera bajo un foco que es el sol, y se da cuenta de que los pobladores del Reino de la Uralita han perdido ya la condición de ciudadanos para el resto de los humanos, para el resto de su tiempo, y admira sus ingeniosas fortificaciones, sus ocurrentes deconstrucciones, su arquitectura magnífica y efímera donde tablones, neumáticos y bidones son siempre pieza esencial y nunca falta ropa tendida, siempre blanca, siempre abundante -bendita su fecundidad que nos puebla de niños morenos, hermosos y descarados-, como banderas de rendición ante una estrella que aquí parece relucir con una fuerza especial entre los escombros. Y se fija en las endebles paredes de yeso encaladas a modo de folclóricas casas de un typical spanish absurdo, en una pintada de trazo incierto que no llega ni a graffiti y que proclama el amor de RICHAR X SARAY, en la multitud de gatos que pululan por doquier, gatos vagueando al sol, gatos persiguiéndose por cualquier superficie, gatos, siempre gatos, cómo no, donde haya ratas, y advierte la presencia de dos chavalillos sin obligaciones ni más deberes que dar el agua botando en un sofá de cuero ajado que alguien descerrajó y desterró, a saber de qué vertedero rescatado, saltando alegremente en una fusión esperpéntica entre catre y cama elástica, y le llega un olor a lumbre y se acuerda de la cocina de hierro en la casa del abuelo, en Galicia, él tostando pan, partiendo leña de pino, repiqueteando con los zuecos sobre caminos de lodo empedrados con pizarra, y parpadeo y de golpe es como si me despertara de otra realidad y aquí estoy, y reparo en un tipo con mono de faena, seguramente un reparador de cundas, que se ha montado el taller en plena calle y arregla una moto Derbi, como las de los chulos de pueblo, y alzo la vista y me doy cuenta de que contra el cielo se elevan tuberías infinitas que en realidad son chimeneas e, igual que en aquel cuento donde las calabazas se convierten en carrozas, diviso coches de lujo conducidos por gitanos con poblados bigotes cargados de cadenas de oro y acompañados por señoras gordas con moño y visón, y parabólicas sobre los tejados, y oigo los politonos de móviles de última generación que, más estridentes aún que el casete que retumba con los grandes éxitos de Camela, llaman al dealer de confianza, al que pasó siete años a la sombra en el penal de El Puerto de Santa María sin decir chitón. Y de golpe ya no quiero estar aquí, me vuelvo hacia la chabola del Culebra y cuando entro mi compañero ya casi ha terminado de profanar el escenario.
– Cuánto has tardado.
– Estaba dando una vuelta por ahí.
– Pues no te has perdido mucho, aquí no hay nada que ver.
– Algo habrá -responde imperturbable.
– Tú misma -y París se aparta como un caballero histriónicamente galante que cede su asiento a la dama-. Bienvenida al maravilloso mundo de los detectives de Homicidios. Yo me rindo.
Y sale al exterior seguido por la servilísima secretaria que le sigue cual perro faldero, o perra mejor, a la que le falta muy poco para empezar a babear y jadear con la lengua fuera, o a frotarse contra su pierna presa del celo. Delirante. Y por dónde empiezo yo ahora si no sé lo que éste ha mirado o no. Esto me pasa por abrir la boca.
Clara se planta en medio de la misérrima y desmembrada estancia y observa, en una panorámica general, el estado de la cuestión.
La chabola es como una ciudad desierta, como el mapa de un país en llamas y despoblado, como una aldea sumergida por la crecida de un pantano, como un barrio suburbial asolado por una guerra de guerrillas de la que nadie ha salido con vida pero que en otro tiempo estuvo habitado y despierto, funcionando aunque en precario, harapiento pero con voluntad, cavidad sin fondo en la que caía pero que, a pesar de todo, logró sobrevivir sosegada y fría.
Diáfana en su sentido literal como un salón de baile, como si el Culebra hubiera descubierto antes que las revistas de decoración la libertad que ofrece la ausencia de paredes que ahora los ultramodernos llaman loft, en este loft apocalíptico impera el minimalismo obligado de lo cutre, de la falta de pelas, del hambre voraz del caballo que todo se lo ha tragado.
Mirando al norte hay una pared con manchas de humedad como ciénagas verdosas que recuerdan la cuenca del Amazonas que de pequeña dibujaba en los mapas escolares y, sobre ella, se recorta nítidamente una ventana a un mundo de ilusión y neón, mágico mundo de colores que es en realidad un cartel de cine envejecido en tecnicolor de Karate a muerte en Bangkok que recuerda que Bruce Lee sigue siendo el mejor, siempre vivo, siempre presente, con esa chulería china que vete tú a saber de dónde la sacó el tío, que se la tuvo que inventar, digo yo, porque a ver, dime qué iban a saber de chulería los chinos, tan pequeñitos, tan poca cosa, unos enanos y fíjate éste qué hostias metía, si era la leche, si te quebraba la espalda con dos mandobles y una patada. Posiblemente se dormía el Culebra en su colchoncito tirado en el suelo mirando hacia él, con esos músculos como rocas que parece que van a salir del póster. Qué soñaría en su colchoncito sucio y roído medio quemado por las colillas, bajo las mantas rasposas y sin sábanas jamás lavadas con Perlán. A lo mejor hasta era rico allí, en sus sueños.
En la pared contraria, hacia el sur, por donde hemos accedido, está el portón y una ventana con cortinas rojo grana como el telón de una ópera, pero desgreñadas y deshilachadas, el cristal rajado y un pequeño alféizar en el que el Culebra exponía sus tesoros que son, por este orden, un muñequito de plástico desmontable con forma de robot, como de Kinder Sorpresa, que protesta en actitud ofensiva con sus puños en alto, igual que el chino del póster; dos canicas descascarilladas; un bote de mermelada grande, de fresa, pero repleto de pilas alcalinas todas de diferentes marcas, como si se tratara de la extraña colección de un niño nihilista que no sabe que, a la larga y con el paso del tiempo, las pilas se sulfatarán y perderán su color se ponga como se ponga el jodido conejito rosa. También hay uno de esos guantes de boxeo diminutos de polipiel que se sortean en las tómbolas y que se cuelgan en el espejo retrovisor del coche y, curioso e inusual, un capullo seco de rosa envuelto en celofán, un capullo que le habrá vendido en un bar una china que no ha llegado ni a novia de Bruce Lee, un capullo que no vale más de un euro y que los novios que se las dan de rumbosos compran a sus princesas sólo cuando hay coleguitas delante para demostrar su roñosa clase, su casposa generosidad. Pero lo que más llena de ternura a Clara, lo que la hace sentirse vieja y descreída, de inocencia perdida, de bondad olvidada y para siempre prohibida, es la presencia de un triste geranio rosa chicle, con sus seis hojas medio carcomidas y dos flores famélicas de corolas absurdamente erguidas. El geranio está plantado, con tierra más bien escasa y llena de fragmentos de cemento y cascotes, en el culo de una botella de lejía de esas amarillas que sólo vi utilizar a mi abuela cuando fregaba el suelo de la cocina.
La visión del geranio le provoca ganas de llorar, anda que no estás tú tonta, pero se reprime y mira a un lado, donde una sábana raída oculta pudorosa el solitario aseo. Y vaya retrete si es que se le puede llamar así, un agujero excavado burdamente en la tierra con una tubería al final sobre la que el Culebra acertó a colocar, con sanas pero infructuosas intenciones, un sanitario cualquiera robado de una obra cualquiera sin tan siquiera una mísera tapa de plástico. La fría taza de váter está encastrada en un cubículo hecho con tres tablones cutres que se pueden caer sobre el defecador en el mismo instante en que se da satisfacción a las necesidades más íntimas e imperiosas y que pretenden evitar -tanto si es por la deyección en sí como por la muerte accidental por derrumbamiento en el concreto lapso de tiempo en que se procede a la misma- que el fétido olor llegue a enturbiar la pura atmósfera del palacio que a las doce, hora asignada por el juzgado para el registro, se transformó en chabola. Por su parte, el lavabo es un burdo aguamanil que vaya usted a saber cómo ha llegado hasta aquí, tal vez el Culebra lo rescató del contenedor donde lo tiraron los pragmáticos herederos de la abuelita que lo poseyó en cuanto ésta la palmó; blanco, con florecitas rosas y un poco cascado, como un huevo duro mal pelado, junto a él luce la banda de reina de los cacharros abollados una palangana de metal de generosas dimensiones, como las que usaban los vaqueros para bañarse con el sombrero tejano puesto y un puro en la boca en el burdel del pueblo que, en las películas, siempre estaba en la planta de arriba del Saloon pero que a Clara le trae un recuerdo más cercano, el de su abuelo en calzoncillos de pierna entera y sin boina llenando con cubos de agua caliente la tinaja en la que primero se bañaría ella, cuando despertara del sueño de los niños de campo arropada por el calor dulzón del verano.
Clara no quiere seguir registrando aunque tenga que hacerlo, aunque no le quede otro remedio que seguir escarbando en la mierda con los dientes, mordiendo a dentelladas secas la miseria de un tipo a quien un día conoció porque, en fin, ése es su trabajo, ser rastreadora de inmundicias, alimaña de las vidas ajenas descuartizadas. Pero unas veces más que otras jode tener que hacerlo, y por eso aparta la mirada asqueada de sí misma, deseosa de salir de allí, y sus ojos se posan de nuevo en el triste geranio empeñado en sobrevivir, luchando instintiva, sobrehumanamente por alcanzar unos rayos míseros de luz con que alimentarse, salvando las distancias con la muerte y el hedor y ya estoy otra vez dándole al tarro, llorando por los errores que no salvé y los tontos que quedaron atrapados. Parezco idiota, veo una planta raquítica y se me saltan las lágrimas, qué dolor no exprimiste, qué olas no te ahogaron, qué gotas de agua te alimentaron para que todavía puedas respirar, para que aún resistas en precario en el quicio de la ventana a la sombra de una caja gigante de Cola-Cao que a saber qué contendrá, porque no me imagino al Culebra mojando magdalenas caseras en leche cada mañana.
Su interior, de un cartón endeble que ya no es tan rojo ni tan amarillo ni tan vistoso con sus negritos cantando contentos, alberga cajas de cerillas, de tabaco, incluso dos de puros cuyo contenido posiblemente el Culebra nunca fumó. Todas -algunas atadas con gomas elásticas- contienen algo y, a medida que las va sacando, Clara se da cuenta, por el sonido y el peso, de que ninguna guarda ahora aquello para lo que estaba predestinada. Esto es como El Tocador Secretitos del Yonqui, piensa, con decenas de cajoncitos misteriosos que sólo tú conocerás, juega con él, esconde tus tesoros más queridos y nadie podrá encontrarlos jamás. ¡Pídeselo a los Reyes Magos y tendrás por siempre un lugar sólo para ti lleno de magia y felicidad!
Se dirige con su preciado cargamento a una extraña mesita situada estratégicamente en el centro de la estancia, cuando se acerca ésta resulta ser un viejo barquillero, de esos que hacían girar en las verbenas unos tipos vestidos de chulapos, la fantasía lúbrica de cualquier interiorista posmoderno empeñado en convertir la basura en obra de arte. Este Culebra era un genio de la estética sin saberlo, un talento desperdiciado en ensueños imposibles de caballo y alcohol. Sobre el barquillero hay un pequeño transistor por el que habrán pasado con certeza cada una de las pilas de la colección del bote de mermelada, y un periódico sospechosamente escuálido, y no, no quiero ni pensar a qué habrá destinado su propietario las hojas que faltan. Clara lo aparta y deposita encima su cargamento de cofrecillos, se sienta en una hamaca playera de metal oxidado y tela plástica a rayas naranjas, verdes y azules que interpreta el papel de sillón orejero de este salón y empieza, con rigor y método policial, a inventariar el contenido de las cajitas en su libreta porque esto promete, y mejor empiezo por la más pequeña. ¿Qué es esto? ¡Qué tío más asqueroso! Joder, qué dentera, qué horror, qué grima. Éste estaba ya sin neuronas porque si no no se explica, a quién se le ocurre guardar los recortes de las uñas de los últimos diez años. Menudo zumbao, Dolores se va a descojonar cuando se lo cuente. Vale, ahora a por otra: cerillas, qué sorpresa. Y aquí cigarrillos, obvio. Pues casi se agradece, mientras no sean deditos de niños u ojos arrancados de animales… ¿Y aquí?: monedas de las antiguas. Pues vaya chasco. Y ésta algo más grande: media docena de tarjetas de abogados de medio pelo que le habrán debido de defender en el turno de oficio, un recetario médico, me apuesto a que robado, un DNI falso, una auténtica chapuza de aficionado y una pequeña agenda de las que te regalan en cualquier sitio, hasta en la pescadería, antes de que empiece un nuevo año. Me la quedo, y la introduce en una de las bolsitas que ha traído para recoger pruebas.
Muy bien, ahora a por las cajas de puros.
En la primera hay una farmacia de urgencia: dos papelinas, ya veremos de qué; seis o siete pastillas, tripis seguro; un paquetito con costo y una jeringuilla desechable a estrenar. Sí, un buen salvavidas. Me lo llevo todo a analizar, y también esta cucharilla esbelta con enrevesadas iniciales grabadas. Parece de plata, cosa insólita porque, siendo como era el Culebra un adicto de primera, debería de estar hace mucho empeñada y no aquí, intacta y plácida, llameando y cantando su fulgor en medio del desconchado y la mugre.
La segunda caja es sin duda más enigmática, no por el contenido en sí sino porque no se ajusta a la perspectiva que siempre he tenido de su propietario. Pensaba que, a pesar de su toque de distinción, de una cierta apostura innata, de la dignidad que le confería esa actitud suya de chuleta de zarzuela, el Culebra no sería más que un animal de bellota, con sus gustos y aficiones, sí, pero sin la más mínima sensibilidad hacia algo que no fuera su pasión por el cine de artes marciales, sin más imaginación que la necesaria para sobrevivir trampeando entre los de su raza con su prosa de embaucador de feria, sin más poesía que las trolas que inventaba y con una única fachada, la del digno vencido que, de pie como un marino en la proa de un barco, se niega a arrastrarse por su dosis, que no bandea por las esquinas, que no duerme en las aceras, que se pincha en privado y se esconde de los ojos de la gente para cagar entre cuatro tablas y no en medio del descampado como otros hacen. Pero ahora resulta que el Culebra tenía corazón, y guardaba plumas irisadas de sabe dios qué aves exóticas o paganas en una caja de puros, y leía poemas de amor en una sobada edición de bolsillo que escondía en su interior un trébol de cuatro hojas seco junto a un poema repleto de garabatos y la marca de un beso en la primera página, un beso de mujer con labios bermellones grandes y jugosos y una pestaña postiza adosada debajo.
Qué sorpresas esconden las vidas que creemos conocer, qué facetas secretas se nos ocultan para mostrarnos sólo una faz simple y sin doblez que nos ahorre la tarea de molestarnos en entender a los demás.
– Qué bien, Clara. Nosotros fuera de pie y tú recostada en esa tumbona cochambrosa haciendo nada y mirando al vacío.
– Eres un gilipollas, te lo digo como lo siento.
– Y tú una insubordinada sin deseos de colaborar.
Así que se levanta lentamente y piensa en los improperios que podría dirigirle y éstos, por dentro, la van carcomiendo, la corroen, pero prefiere no abrir la boca. Insultarlo, como halagarlo, como odiarle o venerarle o alabarle, tanto da, sería como echar cubos de agua helada sobre el frío corazón de un muñeco de nieve: sólo contribuiría a aumentar más su ya de por sí enorme ego, y no estoy dispuesta a hacerlo porque todas sus palabras vendrían a decirle lo mismo en su lenguaje de Narciso enamorado de su imagen: que todavía me importa. Por eso le ignoro y me dirijo hacia otra esquina de este ignoto país de las últimas cosas donde reina el caos, la armonía y la desolación.
La cocina, el territorio del hambre mal aplacado, el reino de los estómagos vacíos y el hastío de las pocas ganas de comer, aunque llamar cocina a la del Culebra no es una burda exageración ni fruto de la pereza mental que obliga a buscar una palabra conocida para designar a algo que se le parece como el monstruo de Frankenstein a un ser humano: es simplemente un eufemismo.
La «cocina» es un hornillo de camping gas junto a la pared, varias cajas de fruta apiladas llenas de cacharros desportillados y una nevera blanca que provoca su curiosidad. Se acerca y forcejea para abrirla aún con el regusto en la boca del bocadillo que fue toda su comida y engulló en el coche antes de penetrar en este submundo de latón, ladrillos rotos y batas de percal. No se enciende ninguna luz, no está conectada a ningún enchufe, no es más que una fresquera de desecho, una despensa reciclada, una solución chapucera destinada a salvar de ratas y cucarachas la comida del Culebra, lo que alimentaba sus días.
Dentro de ese abdomen chirriante, desolado y blanco como los restos del armazón de una ballena, sólo hay un cartón de leche desnatada, una zanahoria arrugada como el pito de un viejo, desgarbada, mínima, un par de botellas de cristal vacías y la corteza de lo que fue un queso de bola, con su cera roja abollada como un cráneo sangriento de pega.
También hay latas de comida para gatos. Muchas.
Clara se agacha y procede a sacarlas, hay de paté de trucha, de sardinas y de merluza, un pack de Sabores de la Granja compuesto por tres recetas exclusivas a base de buey, liebre y cordero, sobres de bocaditos en salsa de pato con verduras de la huerta y también de tomatitos con bacalao, y hasta unas pequeñas tarrinas Gourmet Diamant de «dados de atún en delicado pastel de gelatina con gambas», «filetitos de besugo con calamarcitos» o «finas láminas de salmón en suave espumoso con shirasu», que no sé qué coño será pero es la preferida de nuestra Matisse, la que le reservamos los domingos o para compensarla los días en que le toca baño.
– ¿Y dónde está el gato? -pregunta París por encima de su hombro-. Sería imbécil el bicho si anduviera por ahí cazando con estos manjares aquí dentro.
– A veces pareces tonto. No hay ningún gato, las latas eran para él.
El desagrado ocupa su cara, como si fuera mucho mejor, como si nunca hubiera tenido que suplicar o lamer algún culo, como si jamás hubiese comido hamburguesas a un euro o pizza con pedacitos de algo indefinido.
– Dios, cómo se puede caer tan bajo.
Y esta vez soy yo la que esboza el gesto de rechazo, un asomo de náusea pero mirándole a los ojos, porque quien de verdad me la provoca es él.
– Yo creía que los buenos investigadores son capaces de ponerse en el pellejo de los demás para comprender así sus actos, pero por lo visto a ti te dieron la placa en una rifa o es que no te das cuenta, pedazo de mulo, de que el Culebra estaba casi desdentado, de que tenía la boca hecha trizas y los dientes negros y huecos de tanto jaco. No podría masticar ni una manzana, y por eso y porque aquí no hay batidora que valga y los potitos para niños son mucho más caros que la comida para animales, le daba a la mousse de tripas de pescado y al paté de ratones en escabeche.
– Pues vale, Sherlock, has desentrañado el enigma, ya podemos irnos a casa.
– Vete tú si quieres, a mí me falta todavía un rato.
– ¿Lo quieres aún más claro? ¿Qué te queda por encontrar? ¿Su carta de suicidio?
– Oh, por favor, qué sarcasmo, qué gran sentido del humor a costa de los matados que ni te dignas a mirar por la calle. ¿Y eres tú el que me tacha de irrespetuosa? Das asco.
– Pues antes no te lo daba.
Ya estamos.
– Pues ahora sí -y le fulmina con la mirada, pero no parece importarle, es más, incluso se diría que disfruta-. Y voy a revolver este antro hasta que dé con la guita y la ropa, si es que no han entrado ya sus vecinos a saquear.
– Haz lo que te venga en gana, pero rápido. Te espero fuera diez minutos, después cojo el coche y me voy, y tú verás cómo te arreglas para salir de aquí.
Pero Clara ya no oye ni atiende ni siente cómo sus pisadas se alejan. Husmea, huele, rastrea, busca contrarreloj una respuesta porque aquí falta algo, dónde está la ropa, dónde la chupa, las botas perennes, los vaqueros gastados, las camisetas con la cara del Che que le había visto tantas veces, dónde el jersey de rayas rojas y negras al estilo Freddy Krueger, la pañoleta de tela vaquera que se ataba al cuello, los mitones que se ponía en invierno, aquella chaqueta de punto raída que decía de coña que le calcetó su abuela.
Y las pelas, el fondito para un por si acaso, una salida para no quedarse colgado, un seguro ante cualquier contingencia, una vía de escape por si un día volvía de sus palos con los bolsillos vacíos, derrotado por el fracaso, ya demasiado viejo para esta sociedad moderna y sin la dosis diaria en su cuerpo.
Y, de pronto, contempla junto al colchón maloliente la vieja guitarra española de cuerdas vencidas y madera sin barniz, pálida y ojerosa, que la ha estado espiando siempre, con su solo ojo, desde que invadió la intimidad del refugio de su amigo. Qué capullo, yo que creía que era una compañía para los ratos tontos y resulta que más que florecer en cánticos, más que romperse en corrientes de música mal afinada, el trasto sólo sirve para esconder el tesoro, como la hucha cerdito, la caja fuerte tras el cuadro o la barriga de una muñeca mal remendada.
Pero no. Clara la coge, la sacude, la agita, mira dentro de su cabeza de cíclope, mete la mano en su vientre vacío y nada, no está aquí, ningún sobre pegado con billetes dentro, nada de paracaídas ni barreños de agua ni colchones de piedad debajo del trampolín, a la espera.
El colchón.
Lo levanta con esfuerzo del suelo, lo arrastra como puede hacia un lado y descubre, excavado en el piso de tierra pisada, un agujero en el que se alinean, con precisión matemática y hasta quisquillosa, cajas de plástico que sirven de pozo abierto y amargo, como armario secreto y rincón oculto, para esconder los deseos en bolsas con logotipos de hipermercado llenos de calcetines, de pantalones de chándal, de chaquetones envejecidos, de oscuras novelas de Marcial Lafuente Estefanía o Edel Stephen ya sin tapas y casi sin letras.
Clara las abre y, como en las tinajas de Sésamo, encuentra los preciados bienes que con tanto celo el Culebra se molestaba en ocultar: un mechón de pelo trigueño cuidadosamente guardado en un sobre escondido a su vez en el bolsillo de una cazadora, un par de guantes de boxeo demasiado deteriorados, un cinturón naranja-verde de judo, una camiseta del Atlético de Madrid con tremendo manchón de tinta en la pechera, un juego de baraja española sin abrir, un calendario del año pasado con sus días tachados y marcados, unas zapatillas deportivas sin cordones y en pésimo estado y, quién lo iba a adivinar, fardos y más fardos de ropa de marca: sobrios trajes de Cerruti y Armani, camisas de Loewe, chaquetas sport de Yves Saint Laurent o Ermenegildo Zegna y hasta alguna corbata de seda con pañuelo a juego. Eso sí, quizás alguna talla más grande que la del Culebra pero en perfecto estado y, joder, es demasiado para él, casi demasiado hasta para Ramón, porque esta corbata es cojonuda, preciosa, de un azul delicado, eléctrico, elegante. Y de Hermès. ¿De dónde habrá salido todo esto? Quizá provenga de un palo a una mansión de La Moraleja y pensaba venderlo para sacarse una pasta. Pero es ropa usada, y vamos a ver qué asoma por aquí… Sí, el forro de esta chaqueta tiene grapado un resguardo de tintorería.
– ¿Qué hay en las bolsas? -es París, que vuelve a asomar la cabeza por el dintel.
Clara se retuerce sobresaltada.
– Nada, ropa vieja.
– ¿Dónde estaba? ¿Y qué interés tiene la ropa de este tío?
– ¿Tú no eras el que decía que si tardaba en salir te ibas? ¡Pues vete de una vez y déjame hacer mi trabajo en paz!
– Cinco minutos, Clara, ni uno más. Cinco minutos y me marcho, que la secretaria del juzgado dice que ha visto una rata y está de los nervios.
– Pues dile que se ande con cuidado, que aquí las ratas son antropófagas y se comen todo lo que encuentren, párpados y lóbulos de oreja de yonquis en pleno síndrome, los pulpejos de las manos de niños que se quedan dormidos afuera… Cualquier carne blanda les viene bien, que pregunte a los chavales de ahí cuántas falanges han perdido por mordeduras de rata, que les pregunte.
– Qué asquerosa eres, lo que te inventas para molestarla.
– No me invento nada, si vinieras más por aquí sabrías que es verdad. Y no lo digo para asustarla, peor es ella por dejarse amilanar.
Porque la que no se amilana soy yo, lo que faltaba, que me vaya a dejar roer por una comadreja solterona. Y qué más, largarme ahora que he dado con el foso de los misterios y estoy a punto de sumergirme como un buzo ciego desventurado. Y aparta la ropa, se arrodilla junto al hueco y se remanga dispuesta a encontrar de una vez por todas aquello que presiente y aún no ha sido hallado, porque lo que no me puedo creer es que el Culebra fuera tan previsor como para reservarse chinas sin fumar y ni un duro en la caja fuerte, es tan absurdo como tener…
… como tener una decena de trajes y ni un solo par de zapatos de vestir.
Y los saca del fondo y comprueba en su plantilla sus enseñas, George's, Castellanos, Lotusse, y se fija en que tal vez son algo pequeños para el Culebra, y de cada uno saca su correspondiente calcetín. Y en ellos encuentra un fajo de billetes de cincuenta y otro de veinte que suman en total la asombrosa cifra de seis mil euros, un millón de pesetas de las antiguas; un saquito de joyería con tres dientes diminutos y blancos; una postal publicitaria de Torrente, el brazo tonto de la ley dedicada para el Culebra en términos francamente cariñosos por el mismísimo Santiago Segura y, ya en el último calcetín, un teléfono móvil de un amarillo chillón, posiblemente uno de los modelos más baratos del mercado, con su correspondiente cargador que debía de enchufar en la única toma de corriente de la chabola, una toma cómo no clandestina que, sacada a traición y con total alevosía del poste de luz más cercano, atraviesa la estancia como una frontera imaginaria en forma de cable negro que en cualquier momento podría haberle dejado frito, más por lo cutre y el mal estado del puente que por la potencia de la tensión. Pero todo vale cuando se trata de sobrevivir y de encontrar una fuente a la que conectar la diminuta tele en blanco y negro o la lámpara, aun a riesgo de electrocución en los días de lluvia. Total, a Iberdrola qué más le da.
Justo cuando París, impaciente y enojado, pone en marcha el coche haciendo ademán de marcharse, aparece Clara con una caja a rebosar de pruebas, la media botella de lejía con el geranio y una bolsa de basura que oculta un pequeño bulto que a saber qué es. Se introduce en el asiento trasero sin saludar a la secretaria judicial, aunque sólo sea por compromiso o educación, y ordena:
– Tira, Carlos.
Clara no abrirá el pico hasta que no se libren de la solterona, ni siquiera cuando ésta, con su hociquito de resabiada dignamente levantado y un altivo golpe de su media melena color violín, le exija un informe detallado de cuantos objetos hubiera incautado de la morada del interfecto para así, de paso, recordarle quién manda, que para eso se ha sacado unas oposiciones como es debido, usando la cabeza y sin disparar tiros, sin mezclarse con la calaña ni rebuscar en las basuras de los drogadictos ni andar por ahí de marimacha siempre entre los hombres como uno de ellos, con esos andares desclasados tan poco finos, tan poco femeninos. Ella no, desde luego, ella es una señorita, con sus falditas tableadas y su pañuelito al cuello, y no tiene nada que envidiarle a esa brutota porque, total, qué se le ha perdido por esas calles repletas de maleantes corriendo y sudando junto a hombres tan recios, tan violentos y bruscos, tan viriles y fuertes con sus amplios torsos y esas manos ásperas que aprietan y golpean y manosean… Pues eso, que ella no trata con polis callejeros sucios y libidinosos, aunque para hacer honor a la verdad no todos son así. Sin ir más lejos este chico, que conduce tan prudente y se preocupó por darme conversación y no dejarme sola cuando llegamos a aquel sitio horrible lleno de indigencias, es totalmente diferente al prototipo. Y es que él ya lo dijo: entre el lumpen hay mucho desaprensivo suelto, y en la Policía también. Sí, parece una persona seria: apuesto, agradable, galante, buen mozo… Algo rellenito, la verdad, pero eso se soluciona en un santiamén con unas semanitas a dieta. Pobrecillo, tener que aguantar día tras día a esa borde que le trata fatal y ni le habla, toqueteando ese absurdo teléfono amarillo como una niña malcriada con uno de sus videojuegos. A lo mejor ni se ha enterado de lo que le he dicho:
– ¿Me oye usted?
Y Clara, abstraída en la disección del móvil del Culebra, se hace la loca para no tener que responder a esa frígida reprimida que desde que se metió en el coche ya me miró mal, arrugando la nariz como si apestara, y por eso tiene que ser París el que, cordial y hasta empalagoso, responda por ella y su empecinado mutismo con el sempiterno claro que lo hará que los padres usan para obviar con retórica cortesía el silencio maleducado de sus vástagos rebeldes que ni muertos querrían darle las gracias o un beso en la mejilla por su asqueroso regalo, puag, al vejestorio canoso y fofo de la tía Aurora, por poner un ejemplo. Y es que en el fondo se siente como el más importante cantante pop del momento, un macho de fama mundial admirado por féminas babeantes de medio mundo que, nobleza obliga, entiende como un deber el tratar bien a sus fans. Sí, definitivamente es un deber, aunque sean a veces tan patéticas como la secretaria, una pobrecita histérica a quien no le ha sonreído en su vida de virgencita de cristal ni el mismísimo cura que le da de comulgar cada domingo al pie del altar.
Clara, aunque vaya a lo suyo, se da perfecta cuenta del rollito desesperado de seducción de ella y del voy a dejar que me adores de él, pero no dice nada porque, sencillamente, tiene cosas mejores en que pensar. Como en intentar penetrar en la agenda de este móvil de mierda probando una y mil combinaciones del menú con los dedos enguantados en látex y procurando no borrar posibles huellas en las teclas antes de que se le acabe la poca batería que le queda y se apague sin remedio, para encontrar las llamadas realizadas y recibidas, y es que soy una torpe. Yo de móviles, incluyendo el mío, maldita la idea. Y lo sacude como si fuera un pelele que se niega a cantar su información. Dime algo, cabrón. Suéltalo ya.
Tan absorta está que ni se despide de la pedorra cuando sale del coche ni se entera de que ésta le ofrece su número de teléfono a París ni, por tanto, aprovecha la oportunidad de burlarse de él con una frase hiriente una vez más.
– ¿Por qué no te sientas delante, Clara? No me apetece hacer de taxista.
– ¿Mmmm?
– Que pases para delante te estoy diciendo.
– Aquí estoy bien.
– Insisto.
– Qué pesado eres. ¿Nadie te ha dicho que eres un coñazo?
– Podemos probar a ser civilizados.
– Quién dice que no lo esté siendo.
– A ver -y se vuelve, apoya la manaza en el respaldo de su asiento y la mira con sus malditos ojos grises, con los benditos ojos grises que un día fueron adorables, mártires y santos y que ahora pretenden, tal vez, ser conciliadores-, yo no te estoy diciendo que nos vayamos a tomar una caña juntos ni que haya olvidado de un plumazo todo lo que me hiciste al final, pero deberíamos intentar ser profesionales, recordar que servimos al Estado por encima de nuestras rencillas personales y, al menos y en nombre de la Patria, intentar soportarnos.
– Hombre, si me lo pides en nombre de la Patria y por el bien del caso… -y rebosando ironía por la comisura de una sonrisa que no acaba de parir, se desliza por el hueco que resta entre los asientos y se deja caer delante.
– Es del caso de lo que quería hablarte.
– Estupendo, porque lo cierto es que he estado mirando este aparatejo mientras la del juzgado tonteaba contigo y tú te dejabas y me apuesto lo que sea a que en la agenda hay números interesantes que seguro que nos pueden ayudar.
– Clara, no te embales: para mí no hay caso.
Ella se queda en blanco, paralizada y con expresión de sorpresa ante el fotomatón, como si hubiera sido inmovilizada por el cruel dedo que en el mando del vídeo pulsara el botón de pause. Pero poco a poco, a pesar de la lentitud que imprime al cerebro la noticia, a pesar del chaparrón de hielo y de la lasitud de los miembros, los cabos se van atando y las furias encuentran su lugar.
– ¿Para eso querías que pasara aquí delante?
– No empieces, no es nada personal.
– No, por supuesto que no es personal, es justo lo contrario. Yo te doy exactamente igual, eso lo tengo asumido desde hace tiempo y no me importa, pero lo mismo te pasa con el Culebra, que te da igual, que no consideras su muerte ni una desgracia ni un crimen ni una pérdida. No es personal, qué va a ser personal si ni siquiera lo calificas de persona.
– Volvemos a lo de siempre, te obcecas en la única realidad que ves, la tuya, y no te paras a pensar con objetividad. No hay caso. Asúmelo, es un yonqui cualquiera muerto por una sobredosis cualquiera. Pura rutina.
– Aquí el único rutinario eres tú, que no ves más allá, porque resulta que no, que no era un yonqui cualquiera sino un confidente de la Policía que días antes nos había dado un soplo muy importante.
– Que no está confirmado.
– No me vengas con mamonadas, ningún soplo se confirma hasta que se confirma, lo sabes perfectamente. Y te voy a decir una cosa: si te jode mancharte revolviendo entre la mugre es asunto tuyo, si tu máxima aspiración es investigar las rayas que se meten las duquesitas es asunto tuyo, si te crees un gran servidor de la Patria pero los que viven en las chabolas, los que duermen en los bancos, los que trapichean con pequeñas cantidades en los parques no forman parte de ella, es asunto tuyo. Allá tú con tus aires de grandeza porque todo te apesta desde tus alturas. Yo me quedo en el suelo y me pringo en la mierda porque ése sí es mi deber y para eso me pagan, y fíjate, desde aquí abajo veo más de uno y más de dos indicios que acabarán confirmando que sí hay caso, así que de momento tendremos que seguir hasta que los análisis pertinentes me quiten la razón, por lo que te aconsejo que por ahora y hasta que te libres de mí no me jodas más. Y punto.
– Nada de y punto, siempre con tus y punto y tus cabezonerías de exaltada que siempre se sale con la suya. Pero no pienso alterarme ni discutir ni ponerme a tu altura. Cuando lleguemos a comisaría exponemos nuestra postura a los superiores y que ellos decidan. Siempre has sido una indisciplinada, pero esta vez no te va a quedar más remedio que achantar, lo que tú necesitas es alguien que te ponga…
– Que me ponga qué, a ver, genio, dímelo tú. Qué necesito yo, eh, qué sabes tú si no sabes ni quién soy. No me conoces de nada, olvídame, soy otra, no la niña tonta que camelaste con tu labia barata, déjame tranquila con lo que necesito o no. Y coge de una puta vez ese móvil que no para de sonar.
– Ya, pero es que es tu móvil.
Joder, menudo corte. Y quién coño llamará. Ah, Ramón. A ver qué hueso se le ha roto ahora a éste.
Qué. Espera, no te oigo bien, ¿dónde estaba el botón para subir el volumen? Ya está. Qué quieres.
¿Qué? No te oigo. No oigo nada. Este trasto es una…
Pero ¿qué dices? Mira, no me entero. Voy a colgar. Adiós.
– Le has colgado a tu marido -la mira sorprendido-. Se va a enfadar.
– Lo dudo. Aunque no te lo creas, hay personas que no son susceptibles.
– Huy, qué miedo, vaya modo de saltar, qué manera de defender a su hombre. Claro, no me extraña, como es millonario…
– ¿Millonario?, ¿de dónde te has sacado esa gilipollez si puede saberse?
– Es lo que todo el mundo dice en comisaría, que menudo triunfo, que qué buen partido, que hasta es marqués de no sé qué, o conde, o algo por el estilo.
– ¿Conde? Esto es lo último. Qué panda de marujas, qué asquerosos.
– Frena, que a mí me da igual, me parece muy bien y me alegro mucho de que ese pobrecillo te soporte y de que te hayas casado y tengas papeles y ceremonia religiosa con velo blanco y marquesado y un marido y una suegra tan, tan lo que sea que hasta el comisario les lama el culo. Así te dolerá menos que yo esté con alguien. Porque estoy con alguien y estamos fenomenal, ¿sabes?, y ella es maravillosa y me escucha, y entiende la presión de este oficio.
– Ya, que es perfecta, vamos, como de anuncio de colonia.
– Lo sabía. Ya está ahí.
– ¿El qué?
– Tu cinismo, tu mala leche, ese modo irónico de reírte de los sentimientos más íntimos y profundos de la gente porque te crees más lista que nadie.
– ¿Yo? Esto es como un déjà-vu, no puede ser cierto que estemos otra vez discutiendo como si no hubieran pasado años desde la última vez que nos vimos. Y no es que hayas cambiado, es que has ido a peor y ¡joder!, ¿este trasto no va a dejar nunca de sonar?
¿Sí? ¿Quién es?
¿Tú otra vez?, pero ¿qué quieres?
¿Qué? ¿Que qué tal? ¿Y para eso llamas?
No, no, si me parece genial.
Pues bien.
Sí, sólo bien.
Es un pesado, se cree mejor que yo. Y ha preguntado por ti.
No, está aquí al lado, conduciendo.
Mira, el listo se acaba de pasar otra vez la salida correcta.
¿Quieres saludarlo?
Ya, pero es que me da igual, que piense lo que quiera.
¡Ay!, no me riñas, es lo último que me faltaba hoy.
Sí. Horrible, un día horrible. Y aún no ha terminado.
Ahora vamos a comisaría y después, si puede ser, por fin a casa.
¿Y para qué llamaba?
No, es que no sé qué puede querer tu madre de mí, como no soy rubia ni llevo pendientes de perlas… Imagino que no pretenderá llevarme a alguno de sus rastrillos benéficos. Pero bueno, si me ha dejado un mensaje, pues ya lo escucharé.
Oye, que cuelgo, que no me quiero enrollar más. Abrígate. Adiós.
Y tras guardar el teléfono se topa con la mirada ceñuda de París.
– Cómo has podido decir eso estando yo delante.
– ¿Te ha molestado?
– Pues sí. Qué corte, no quiero ni imaginar lo que pensará tu marido de mí. Probablemente que soy un imbécil. Claro, como es millonario. Seguro que es de los que usan gomina hasta para jugar al paddle.
– Pues no, y ni siquiera se tiñe el pelo. No como otros…
– ¡Yo no me tiño el pelo! Es que mi novia es peluquera, y claro, ella de esto sabe mucho y me ha dicho que me queda mucho mejor así porque resalta…
– ¿He dicho yo algo de tu look? Y no te preocupes, que las mechas te quedan de vicio: hacen juego con el peazo pulsera calorra que te has marcado. Lo único que te falta ahora es un tatuaje en el hombro con un corazón y su nombre, y lo próximo será ir de platino y con pendientes, como Beckham.
Y se ríe cínicamente porque toma, ahora recibes tú, tanta jodienda con el monóculo y el conde y el paddle que ya hasta casi me da vergüenza tener un marido como Ramón, como si eso fuera pecado, como si lo nuestro no fuera limpio, sólo un contrato, una avenencia sin amor, como si yo fuera otra y me hubiera olvidado de la Clara de antes, como si hubiera traicionado algo o a alguien. Él se revuelve, le duele, le lastima, aprieta el volante con fuerza. Pues que se aguante, que tampoco es para ponerse así, menudo suspicaz.
– ¿Qué pasa si le gustan Beckham o los tatuajes? -dice de pronto, y hay una amargura en su voz que no conozco-. ¡Me respeta! No me cuestiona a cada momento. Si hasta se ríe de mis chistes, ¿lo entiendes?, ¡de mis chistes!, con lo paquete que soy yo contándolos y a ella le hacen gracia. Y qué si sólo vemos películas de Jennifer López, y qué si no sabe quién es Vladimir Nabokov, y qué si jamás ha ido al teatro ni ve los documentales de La 2 o sólo fue al Prado una vez con el colegio. Adivina lo mejor: ¡me quiere! -Clara se da cuenta de que una nube pasajera vela por un instante su mirada y no alcanza a saber ahora, que ha olvidado cómo leer en sus ojos, si de pena o de tormenta-. Y atiende -insiste de nuevo tras una pausa-: No puedes juzgarme sólo porque ya no sea el de antes.
Qué le contesto si tiene razón, quién soy yo para juzgarle si él mismo está asumiendo que se ha vuelto un hortera por amor o por la pereza de dejarse dominar, amansar por una hembra caliente y cariñosa que le llama churri y con la que la vida, seguro, es mucho más fácil que conmigo. Quién soy yo para juzgar sus derrotas si él mismo está reconociendo que se ha dejado vencer.
Mejor callarse, mejor dejarlo estar. Mejor no hacer leña de una afirmación tan valiente, tan jugosa, tan rendida, tan cobarde y tan sincera. Por una vez mejor respetarle, piensa, y cuando se bajan del coche, cuando caminan juntos hasta la comisaría en silencio con las manos en los bolsillos, cuando entran indiferentes a las miradas suspicaces y ruines del gordo gilipuertas que hace como que vigila la entrada, incluso cuando ya se encuentran ante Santi que sentado ante su mesa lee por una vez quieto y despreocupado en todo el día el periódico, con la calma de la tarde ya vencida cuando la jornada toca a su fin, todavía le dura a Clara (en la cara, en sus ademanes, en sus gestos) esa actitud respetuosa, de deferencia y reconocimiento hacia su ex, hacia el que ahora es su compañero. Claro que los demás dirán que es arrobamiento y sumisión, que vuelvo a caer otra vez en sus garras, que en sólo un día ya me ha puesto en mi sitio y por fin alguien me ha hecho callar. A estas alturas ya será un héroe, seguro que el bocaoreja ha avanzado más que nosotros, que el de la puerta se lo ha dicho al de recepción, éste al de la oficina de Denuncias, ese otro al de los DNI y así ha corrido la cosa de modo que hasta la de la limpieza sabe que soy una lililla sólo porque Carlos me ha pillado desprevenida con un ataque de sensiblería que me ha descolocado. Hay que fastidiarse, menudo manipulador. Yo me piro a donde sea a recomponerme antes de que este esbozo de cretina se instale para siempre en mi cara y se vaya al traste en un minuto mi reputación.
– ¿Y qué? -pregunta Santi levantando la mirada del periódico.
– Nada -contesta París enseñando las manos vacías.
– Eso lo dirás por ti -responde Clara con mala leche-, yo he encontrado todo esto.
Y exultante y triunfal despliega ante su mesa el arsenal de bolsitas de plástico con media vida del Culebra dentro.
A Santi no le pasa desapercibido su aire orgulloso de niña sabihonda.
– Muy bien, a ti te voy a poner un nueve -le dice a ella-, y a ti sólo un cinco pelado -y le guiña un ojo a París-, para que aprendas de Clarita, que sigue siendo la más lista de la clase.
– Imbécil -bufa, y les da la espalda a ambos absorta en sus pruebas.
– ¿Qué haces? -la interpela París al verla ponerse unos guantes y abrir la bolsita sellada con el cargador y sacar el móvil del Culebra para enchufarlo con sumo cuidado a la corriente-. Deja eso, deberías preocuparte más por hacer un resumen de las indagaciones efectuadas, para que Santi pueda opinar sobre nuestras discrepancias con respecto al caso, que por manipular unas pruebas que igual ni siquiera necesitaremos.
– Que se lo haga su madre, yo me estoy meando.
Y desaparece hacia el lavabo con un tremendo portazo.
– Qué mala leche -suspira Santi doblando el periódico con resignación y guardándolo en un cajón.
– A mí me lo vas a decir -suspira también París, más resignado aún.
Son estúpidos, son engreídos, son unos retrasados. Y también estúpidos. No, eso ya lo he dicho. Da igual: son una pandilla de envidiosos. Y se frota con fuerza las manos enjabonadas y con el codo le da al grifo para que corra el agua que siempre, siempre, sale fría, gélida, casi congelada. ¿Ya ha acabado la niña de cantar la lección? ¿Le parece bien que le pongamos un nueve? ¡Qué lista es la niña!, rezonga para sí mientras arranca furiosamente toallitas de papel y, tras secarse, las arroja con desatino a la papelera. Me tienen harta. Qué asco me dan los hombres. Todos. Y no le importa que la hayan oído dos limpiadoras que se la quedan mirando como si estuviera loca de remate y se hubiera escapado del calabozo.
Y también me da igual lo que digan y no me hacen ni maldita la gracia sus gracias, concluye descolgando el teléfono de su escritorio y marcando un número que comprueba en una tarjeta que guardaba en el bolsillo trasero de su pantalón. Vaya, otro papel arrugado por mi odiosa manía de guardarlo todo en el bolsillo de atrás. Menos mal que no lo va a ver Ramón, que si no me mata.
Al otro lado alguien contesta con tono monótono y ella pregunta ¿Sí? ¿La consulta del doctor Arnedo? Llamaba para pedir cita, tengo que llevarle el resultado de unas pruebas.
A las doce me va bien. Mañana estaré allí con la ecografía y los demás resultados, muchas gracias.
Y cuando cuelga se da cuenta de que París acaba de entrar. Joder, qué inoportuno es este hombre, me juego lo que sea a que estaba escuchando.
– Ha dicho Santi que se mantiene la investigación hasta que se analicen los objetos que has requisado. Yo le he respondido que me parece una pérdida de tiempo.
– Gracias por tu apoyo. No esperaba menos de ti.
– Mira, Clara -y se pone grave y habla con voz de persona razonable-, cuanto antes te convenzas de que echarle horas a esta investigación únicamente se debe a que el difunto era tu colega, mejor. Es un desperdicio en recursos humanos. No hay caso porque es una sobredosis, no hay indicios de violencia ni huellas, ni móvil, ni motivos para que le mataran. No hay más que la llamada de un yonqui colgado de sus alucinaciones. Y, además, debes pensar en lo que más te conviene: arrastrarte por las chabolas ya no es adecuado para ti.
– ¿A qué te refieres?
– Tú lo sabrás mejor que nadie -insinúa con mirada capciosa y enigmática.
– Explícamelo, porque no entiendo lo que me estás diciendo.
– ¿A quién llamabas hace un momento? -pretende cambiar de tema.
– ¿Y a ti qué te importa? -y recoge sus cosas ya sin paciencia-. Si no se os ofrece nada más a ti o a Santi, me voy. Estar rodeada de tanto machito empieza a afectarme a los nervios.
Y sale decidida, poniéndose el abrigo a base de empellones contra sí misma, colgándose el bolso como un lastre que la hundiera en el suelo de linóleo, agarrando con fuerza la bolsa de basura, huyendo de la amarillenta irradiación fosforescente de los neones que le pinta ojeras, de los sillones de escay en la sala de espera, de los carteles ajados con el retrato de los terroristas más buscados, de los ancianos con alzheimer que esperan dóciles a que sus hijos vengan por fin a recogerlos o de los señores exasperados y con cara de cabreo que llegan para denunciar que algún chorizo drogado, como pudo ser el Culebra, les ha mangado el GPS del salpicadero una vez más.
Fuera empiezan a encenderse a media luz las farolas, y ya se siente el fresco en el aire y se huele que es otoño en las sombras que pueblan las aceras, y dentro de poco empezarán a crujir las hojas secas bajo los pies y la calle olerá a zapatos nuevos de colegio en vez de a hoguera de rastrojos, a cloro añejo de piscina, a final remolón de verano.
Clara se dirige a su coche a trompicones, aún le dura el sabor a indignación en la boca, va buscando las llaves en el bolso y, como siempre, estarán en el fondo, es otra de mis maldiciones, cuantas más ganas de llegar a casa y quitarme los zapatos, más tardan en aparecer. De todo, encuentro todo menos el puto llavero. ¿Para qué quiero yo una agenda en la que jamás apunto nada?, ¿y el MP3 con las pilas gastadas?, ¿y caramelos balsámicos que no me como y se pasan y pringan lo demás cuando llega el calor? De todo, sale de todo menos el llavero; kleenex, el móvil, juego de esposas, barra de labios, espejito rajado, porra retráctil, ratón de pega para la gata, una caja de paracetamol… No hay manera, pero esto lo arreglo yo, vacío el bolso en el capó y ya pueden ir apareciendo las llaves o levanto el techo con un abrelatas, hago un puente y me piro antes de que… ¿Y esta tía quién es?
– Hola, ¿esperas a alguien? -se dirige a una joven que espera apoyada en el coche aparcado junto al suyo.
– Sí, pero es que no sé si se habrá ido ya, es que yo quería darle una sorpresa y a lo mejor le parece mal, no sé, igual pensaba salir a tomar una copa con sus compañeros y casi creo que sería mejor si me fuera, aunque claro, ya que he venido hasta aquí… -y la mira de pronto a los ojos y Clara puede ver en los suyos, furiosamente sombreados de azul, toda su inseguridad, su indecisión, y le da lástima-. No sé qué hacer.
– Bueno, si me indicas de quién se trata a lo mejor puedo decirte si se ha marchado ya o no -se ofrece en un acto inesperado de solidaridad femenina, enternecida tal vez por la mirada perdida de esa chavala tan expuesta, indefensa, que pudo haber sido ella hace años.
– ¿De verdad? ¡Gracias! Es que me dio un arrebato y me he venido al salir del curro sin consultárselo, y como yo sé que a él le molesta que haga las cosas sin decírselo antes, pues no sé cómo le va a parecer, pero es que si se lo digo ya no es una sorpresa, ¿me entiendes? Mis compañeras de la pelu me han dicho que sí, que venga, que a los hombres hay que perderles un poco el respeto y que a ellos les pone que tomemos la iniciativa. ¿Tú qué piensas?
– Depende del hombre, y también de la mujer -responde con una sonrisa alentadora, como para darle ánimo a esa pobre chica que sólo pretende agradar a un novio del que aún no está muy convencida y que, para qué negarlo, le está cayendo ya, sin saber quién es, bastante gordo. Menudo tirano, vaya tío mandón que todo lo quiere gobernar, que todo lo controla, que hay que organizado todo previamente y pedirle permiso para todo y todo consultárselo sin un resquicio a la espontaneidad, a la ternura no programada, a la alegría y a las sorpresas y los sobresaltos porque sí. Qué agobio me entra sólo de pensarlo, estoy casi por decirle a esta pobre que lo mande a tomar viento, aunque no, pobriña, se la ve tan ilusionada, y quién soy yo para meterme en su vida sin haber sido invitada. Si le gustan tiranos allá ella, si es un ogro pues que se dé cuenta por sí misma, que de todo se tiene que aprender, hasta de los desengaños.
– Ya, pero ¿a ti qué te parece? -me consulta.
– A mí me gusta que me vengan a buscar, y que me mimen, y que estén pendientes de una. Pero no se trata de mí, ¿no? Me huelo que no llevas demasiado tiempo saliendo con él.
– La verdad es que no llevamos mucho, tienes razón, pero Carlos dice que como a él conmigo le ha cambiado la vida, pues es como si lleváramos un siglo juntos -y se ríe con un sonidito dulce, infantil, algo ridículo quizá, como con risa de ratón de dibujos animados-. ¿A que es una ricura?
– Sí, riquísimo -hay que joderse, como le diga a ésta quién soy me saca los ojos con las uñas. Estas niñitas inocentes a las que les salen las tetas antes que los dientes saltan a la yugular por menos de nada, si lo sabré yo que tengo que lidiar con ellas cuando toca redada de pastis en las discotecas. Y qué le digo. Joder, qué marrón, si voy a cagarla de todas formas-… Carlos, ¿no?
– Sí, Carlos París. ¿Le conoces? -y se le ilumina la cara con una sonrisa de tonta enamorada que hace que a Clara se le encoja el corazón-. Ay, se me olvidaba, yo soy Remedios, bueno, Reme, encantada. ¿Y tú?
– ¡Clara! -brama París acercándose antes de que le dé tiempo a pronunciar palabra alguna-. ¿Qué haces aquí?
Mientras llega a su lado jadeando temeroso, a la defensiva, la dulce Reme abre la boca una cuarta con asombro y sus labios murmuran inaudibles un «¡¿cómo?!» a la vez que sonríe confusa con sus ojos bañados en azul que la analizan ahora, y la estudian, y la miran y remiran de arriba abajo calibrando si es más joven o vieja, más delgada, más alta, más guapa, más elegante, mona, resultona, tetona o culona o todo lo contrario que ella y a Clara le da tiempo a recomponerse, a simular tranquilidad y rebuscar en su interior hasta encontrar toda su clase, toda su ironía, un saber estar y una seguridad que en realidad no siente para contestar como si no viviera esa absurda situación.
– Por fin apareces, ya se temía esta chica tan maja que te hubieras ido sin ella.
– ¿Y tú…? -continúa él atacando insistente.
– ¿Yo? Pues si mal no recuerdo trabajo aquí, y ese de ahí es mi coche, y me voy a casa ya, antes de que mi marido se canse de echarme de menos.
– ¿Estás casada? ¡Pues qué bien!, digo, pues que… eso… que me alegro -exclama Remedios con un asomo de rubor ante tamaña metedura.
– Sí, estoy casada, y sí, ya me imagino que te alegrarás -responde con una sonrisa-, aunque no debes preocuparte porque Carlos y yo vayamos a ser compañeros una breve temporada, al fin y al cabo todo en nosotros fue naufragio.
– ¡Hala! ¡Qué frase tan bonita! Es de una canción antigua, ¿verdad? A mí me la escribió una vez un novio en una carta, pero me la mandó después de que le dejara, ya ves qué faena, si llego a saber que era tan sensible no lo dejo.
– Sí -responde Clara con pena, para qué te lo voy a negar, niña de mechas rubias y raíces negras-, es una canción muy antigua de un artista que seguro que no recuerdas -cómo lo vas a recordar, niña eterna de pestañas azules, si nunca existió para ti, si vives ignorante de las musas entre masivas músicas triunfales, si meces en tu regazo los ecos de famas inciertas, de carpetas con fotos de cantantes bellos pero asexuados, de sueños con héroes que son polis como los de la tele-, se hacía llamar Pablo Neruda, y seguro que murió antes de que tú nacieras -y tarde o temprano descubrirás que los héroes no existen, que a los cantantes asexuados les atraen más los de su propio sexo, que los policías se parecen más a los malos que a los buenos, que, a fin de cuentas, los hombres son tipos iguales que asumen con mejor o peor fortuna los disfraces que les ha tocado llevar, y todos buscan lo mismo, todos, y es tarea tuya, sólo tuya, conservar un poco de inocencia, de ilusión intacta, para poder ofrecérsela un día a aquel que no la vaya a desperdiciar-. Bueno, tengo que irme, es la hora de partir, la dura y fría hora que la noche sujeta a todo horario. Por cierto, si quieres saber más sobre Neruda pregúntale a Carlos, antes solía gustarle. A lo mejor todavía recuerda algo.
Y me doy la vuelta como en Casablanca, con una imagen en mi mente que quiere reflejarme en blanco y negro, entre niebla, irreal, y quisiera tener el porte de Ingrid Bergman desapareciendo para siempre con su sombrerito, o la gloriosa dignidad de Rita Hayworth entre espejos en La dama de Shanghai, pero sólo soy yo vencida, desbancada por otra más joven, humillada por una impúber con los pechos bien altos, bien arriba, que no sabe quién es Pablo Neruda. Ah sí, el autor de aquel bolero tan cursi, no te jode. Pero claro, para qué saberlo si tiene esa sonrisa.
Y tan consciente como soy de mi estupidez, de mis patas de gallo, de las cartucheras que pretendo disimular con pantalones flojos, lo soy de que París me importa una grandísima mierda. Se trata de algo entre ella y yo y la vi muy elegante, muy culta, pero algo ya gastada ¿no, churri?, que es lo que le dirá a ese asaltacunas tan pronto como me haya ido, y qué más me da el a ti qué te importa de Ramón cuando se lo cuente, si es que se lo cuento, y el si es que no vales ná de los compañeros cuando quieren hacerte de menos y que te sientas insignificante, y el tonillo de estirada que la mamá de Ramón usa para recordarme que ya no deberías ponerte cierto tipo de ropa, ¿sabes?, te lo digo por hacerte un favor, como una opinión objetiva para que aceptes, aunque duela, que cuando se llega a una cierta edad se debe asumir que alguna ropa juvenil ya no está hecha para nuestro cuerpo, aunque para algunas lo esté, porque a medida que la condición social de una persona aumenta ésta ha de ser consciente de renunciar a ciertas comodidades más propias de la juventud que, como parece ser, es exactamente lo que ya no soy. Y duele.
– Clara -y la voz seria de París, hasta cohibida incluso, la obliga a girarse, a renunciar a su digna retirada, a exponer de nuevo al escarnio público sus pecas, su diente mellado desde aquel día en que se cayó de la bici, las ínfimas arruguillas que han brotado poco a poco en el precipicio de sus ojos tras tantos años de reír y reír y llorar.
– Qué pasa ahora.
– No podemos irnos. Acaban de encontrar a una puta muerta en su apartamento. Cerca de aquí, en el barrio. También es mala suerte que me encarguen un homicidio y ahora me encalomen otro por el precio del mismo. Y tú estás conmigo. Tenemos que acudir antes de que levanten el cadáver.
La oscuridad se cierra sobre nosotros tres como el cinturón ruidoso del mar cuando ciñe la costa. Cae el silencio, surgen frías estrellas que desconocía que existiesen, de alguno de los edificios que dan a esta plaza se escapan risas enlatadas y parpadean en las cortinas las sombras de los televisores. Con el ruido se levantan mis pensamientos y vuelan, se van a lo alto como emigran los negros pájaros tras cada verano que claudica. Miro arriba y las ventanas, azules, parecen escaparates de un acuario.
Me encojo de hombros. Suspiro. Me resigno.
– En fin, vamos.
– Pero cómo, si yo quería darte una sorpresa… -protesta débilmente Reme al fondo-. Jo! ¡No es justo!
– Venga, prince -¿prince?-, si no tardo nada, si vuelvo enseguida. No te enfades, ¿vale? Te debo una, ¿sí? ¿Qué te parece si este finde vamos a ver esa película que te hacía tanta ilusión de Jennifer López?
Mientras los tortolitos se despiden telefoneo a Ramón que estará solo, esperándome, abandonado y varado como los muelles en el alba. París se entretiene seduciendo un poco más a su princesa y yo aguardo, sola también, sin nada que hacer, sin nada alrededor o cerca de mí, sólo las sombras trémulas y azules que se retuercen en mis manos.
Y Carliños París que no llega.
Ramón solo en casa.
La princesa, que está triste y llora.
Las gentes en sus salones, embobadas ante la caja tonta, más allá de todo.
Una puta muerta en su apartamento, más allá de todo.
Se sienta al volante y arranca por fin, viendo cómo se queda enjugando sus lágrimas de gominola y sal junto a los coches muertos, apagados.
Es la hora de partir. ¡Oh, abandonados!