40542.fb2
Todo lo que es, es pasado.
ANATOLE PRANCE
No tardaría en llegar.
El preámbulo fueron aquellos ojos.
Luego vendría la sombra.
Aunque aún no lo sabía, la oscuridad más honda de su vida ya había nacido.
Y la aguardaba en algún lugar cercano del futuro.
Sergio Marini era lo que no era Blanes: elegante y seductor. Delgado, de ondulado pelo oscuro, piel bronceada, rostro terso y encantadora sonrisa, sabía impostar su voz de basso para cautivar los oídos de sus estudiantes milaneses. Nacido en Roma y graduado en la prestigiosa Scuola Normale Superiore de Pisa, de donde habían salido talentos de la talla de Enrico Fermi, se había doctorado en la Sapienza. Tras el período norteamericano de rigor, Grossmann lo había llamado a Zurich, donde había conocido a Blanes y elaborado junto a él la «teoría de la secuoya». «Junto a él» significaba -en palabras textuales de Marini, con las que siempre hacía referencia a aquellos años de trabajo en común- que «yo lo dejaba calcular en paz y acudía presuroso cuando me llamaba para contarme los resultados».
Tenía, por tanto, otra cosa que en Blanes escaseaba: sentido del humor.
– Una noche de 2001 llenamos de agua hasta la mitad un vaso de cristal. Luego lo dejamos sobre la mesa del laboratorio durante treinta horas seguidas. Al cabo de ese tiempo, David lo estrelló en el suelo: ésa fue su única contribución experimental a la teoría. -Miró a Blanes, que se había unido a las risas-. No te enfades, David: tú eres el teórico, yo soy el del martillo y los clavos, ya sabes… Nuestra idea era la siguiente… Oh, bueno, explícalo tú. A ti te sale mejor el rollo.
– No, no, tú mismo.
– Por favor, tú eres el padre.
– Y tú la madre.
Intentaban improvisar un espectáculo, y no les salía mal. Eran como dos humoristas de cabaret barato: el torpe y el astuto, el guapo y el feo. Elisa los miraba y podía entender los años de trabajo en solitario sin resultados y la desbordante ilusión del primer éxito.
– Bueno, por lo visto me toca a mí -dijo Blanes-. En fin, veamos. Ya sabéis que, según la «teoría de la secuoya», cada partícula de luz transporta, arrolladas en su interior, las cuerdas de tiempo, como esos círculos del tronco de la secuoya que se van agregando alrededor del centro conforme crece. El número de cuerdas no es infinito, pero sí gigantesco, inconcebible: es el número de Tiempos de Planck que han transcurrido desde el origen de la luz…
Hubo algunos murmullos y Marini gesticuló con voz quejosa.
– La profesora Clissot quiere saber lo que es un Tiempo de Planck, David… ¡No desprecies a los que no son físicos, por mucho que se lo merezcan!
– Un Tiempo de Planck es el intervalo de tiempo más pequeño posible -explicó Blanes-. Es el que tarda la luz en recorrer una Longitud de Planck, que es la longitud más diminuta que posee existencia física. Para que os hagáis una idea: si un solo átomo tuviera el tamaño del universo, una Longitud de Planck sería del tamaño de un árbol. El tiempo que invierte la luz en recorrer esa mínima distancia es el Tiempo de Planck. Equivale, aproximadamente, a una septillonésima de segundo: no hay ningún suceso en el universo que dure menos que eso.
– No has visto a Colin comiendo bocadillos de foie-gras -apostilló Sergio Marini. Craig levantó la mano en un gesto de asentimiento. Fue la primera vez que Elisa vio a Blanes lanzar una carcajada, pero el físico español retornó a la seriedad casi de inmediato.
– Cada cuerda de tiempo equivale, pues, a un Tiempo de Planck específico, y contiene todo lo reflejado por la luz en ese brevísimo intervalo. Con los necesarios ajustes matemáticos en las ecuaciones (usando variables de tiempo local, por ejemplo), la teoría nos decía que era posible aislar e identificar las cuerdas cronológicamente, y hasta abrirlas. No se requería mucha energía, pero sí una cantidad exacta. «supraselectiva», la bautizó Sergio. Si se empleaba la energía supraselectiva apropiada, las cuerdas de un determinado período temporal podrían abrirse y mostrarían imágenes de ese período. Ahora bien, esto se trataba, tan solo, de un hallazgo matemático. Durante más de diez años fue solo eso. Por fin, un equipo liderado por el profesor Craig diseñó el nuevo sincrotrón, y con él fuimos capaces de obtener esa clase de energía supraselectiva. Pero no obtuvimos resultados hasta la noche en que rompimos aquel vaso. Sigue tú, Sergio. Ahora llega la parte que te gusta.
– Grabamos la imagen del vaso roto en vídeo y la enviamos a un acelerador de partículas -continuó Marini-. Ya sabéis que una imagen de vídeo no es otra cosa que un haz de electrones. Aceleramos esos electrones hasta una energía que se mantuviera estable con un margen de varios decimales y los hicimos colisionar con un chorro de positrones. Las partículas resultantes debían de contener las cuerdas abiertas en un período equivalente a dos horas antes de la rotura del vaso. Reconvertimos estas partículas en un nuevo haz de electrones, las hicimos chocar contra una pantalla de televisión, utilizamos un software para perfilar la imagen, y al encender la pantalla… ¿qué vimos?
– El vaso roto en el suelo -dijo Blanes, y de nuevo estallaron las risas.
– Eso ocurrió durante el primer centenar de intentonas, cierto -admitió Marini-. Pero esa noche de 2001 fue diferente: conseguimos una imagen del vaso intacto sobre la mesa. Esa imagen nunca la habíamos filmado, ¿comprendéis? Procedía del pasado: en concreto, de dos horas antes de empezar a filmar… Tíos, esa noche nos fuimos a la ciudad a emborracharnos. Recuerdo haber estado en un pub de Zurich con David, completamente ciegos los dos, cuando un suizo no menos cocido que nosotros me preguntó: «¿Por qué tan contento, amigo?». «Porque conseguimos el vaso intacto», le respondí. «Qué suerte -dijo él-, yo ya he roto tres esta noche.»
– ¡No es un chiste, ocurrió así! -decía Blanes mientras las carcajadas resonaban en la pequeña sala. Hasta Valente, que siempre se mostraba distante con las bromas del «vulgo» (según Elisa), parecía divertirse de lo lindo.
– Cuando mostramos esa imagen a los que debían aflojar la pasta -siguió Marini-, ¡uf!, entonces sí empezamos a recibir financiación de verdad… Eagle Group tomó las riendas y comenzó la construcción de esta estación científica en Nueva Nelson. Colín os contará el resto…
Colin Craig se levantó y Marini ocupó su asiento. Aún perduraba la diversión y los comentarios en voz alta. Nadja estaba roja de risa, la señora Ross (que había lanzado una inesperada y estrepitosa carcajada con la anécdota del borracho) se secaba las lágrimas. El ambiente en la sala era alegre y distendido.
Sin embargo, Elisa percibía algo.
Un detalle distinto, incongruente.
Creyó detectarlo en las miradas que se lanzaban entre sí Marini, Blanes y Craig. Era como si la consigna fuera: «Más vale que se diviertan con la primera parte».
Quizá el resto no sea tan agradable, supuso.
– A mí se me encargó coordinar todos los cacharros del proyecto -dijo Craig-. En 2004 se lanzaron, en secreto, una decena de satélites con órbitas geosíncronas, o sea, se los programó para girar de acuerdo con el movimiento de la Tierra. Sus cámaras poseen una resolución de medio metro en gama de colores multiespectrales, y abarcan unos doce kilómetros de área. Están preparadas para tomar secuencias telemétricas de cualquier lugar de nuestro planeta, de acuerdo con las coordenadas que se les suministren desde Nueva Nelson. Dichas imágenes son reenviadas a nuestra estación en tiempo real (de ahí el nombre del proyecto, «Zigzag», por la trayectoria de bumerán que realiza la señal, desde la Tierra al satélite y de éste a la Tierra), donde un ordenador las procesa a veintidós bits, aislando la zona geográfica que interesa explorar. Eso no nos da para contar el número de pelos en la cabeza de Sergio…
– Pero sí en la de David, que tiene pocos -terció Marini.
– Exacto. En una palabra: podemos observar lo que queramos y cuando queramos, como ocurre con los satélites-espía militares. Os pondré un ejemplo. -Craig caminó hacia la consola del ordenador mientras se ajustaba las gafas de alambre con un gesto delicado. A Elisa le pareció que era un hombre con elegancia natural, capaz de no llamar la atención si acudía a una recepción en el palacio de Buckingham con la camiseta y los vaqueros que llevaba en aquel momento. Tras un rápido tecleo en la pantalla apareció un dibujo a gruesos trazos de las pirámides de Egipto. En una esquina, dos momias de pie: sus rostros eran fotos cortadas y pegadas de las facciones de Marini y Blanes. Hubo risitas-. Supongamos que le pedimos a los satélites una secuencia del delta del Nilo. Los satélites la captan, nos la envían, un ordenador la procesa y obtiene una serie de planos de las pirámides. Después de hacer pasar el haz de electrones por nuestro sincrotrón, recuperamos las partículas recién formadas y otro ordenador se encarga de perfilar y grabar la nueva imagen. Si la cantidad de energía ha sido la correcta, podríamos ver la misma zona espacial, las pirámides de Egipto, pero, pongamos, tres mil años antes… Con un poco de suerte, veríamos, durante unos cuantos segundos, la construcción de una pirámide, o la ceremonia del entierro de un faraón.
– Increíble -oyó Elisa murmurar a Nadja, dos asientos a su izquierda.
Marini se levantó de repente.
– Oye, Colin, vamos a convencer al público de que no contamos fantasías…
Craig tecleó en la consola. En la pantalla apareció una imagen borrosa pero identificable, de un tenue color rosa pálido, casi sepia, como el de las fotos antiguas.
Hubo un repentino silencio.
Elisa sintió una emoción ambigua: como si deseara reír y llorar al mismo tiempo. Valente, en el asiento contiguo, se inclinó hacia delante con la boca abierta, como un niño al descubrir el regalo más soñado, el que pensó que nadie le regalaría.
La fotografía no aparentaba merecer tanto: mostraba, simplemente, un primer plano de un vaso de cristal lleno de agua hasta la mitad y colocado sobre una mesa.
– Lo increíble de esta imagen -dijo Marini con calma- es que nunca fue fotografiada. La extrajimos de la filmación de veinte segundos que mostraba la misma mesa, pero con el vaso roto en el suelo dos horas después. Estáis contemplando la primera imagen real del pasado que el ser humano ha visto nunca.
Las lágrimas resbalaban por el rostro de Elisa.
Pensó que la ciencia, la verdadera ciencia, la que cambia de repente y para siempre el curso de la historia, consistía en eso: en llorar al ver una manzana caer de un árbol.
O un vaso de cristal intacto sobre una mesa.
Era el turno de Reinhard Silberg. Al plantarse junto a la pantalla dio la impresión -correcta, según Elisa- de ser inmenso. Vestía una camisa de manga corta y pantalones de algodón con cinturón de piel, y era el único que llevaba corbata, aunque con el nudo flojo. Todo en él imponía, y quizá por eso parecía a veces querer atenuarse a sí mismo con una sonrisa que, en su rostro lampiño y carnoso tras unas gafas de montura dorada, resultaba curiosamente infantil.
En aquel momento, sin embargo, no sonreía. Elisa sospechaba la razón. Quizá le ha tocado a él contar la parte desagradable. Las primeras palabras del historiador y científico alemán le hicieron saber que no se equivocaba.
– Me llamo Reinhard Silberg y mi especialidad es la filosofía de la ciencia. Fui reclutado para el Proyecto Zigzag con el propósito de que los asesore sobre aquello que no es física, pero que posee enorme importancia. -Hizo una pausa y movió un pie, como si ejecutara algún dibujo en el suelo metálico-. Este proyecto, ya lo saben, está calificado como alto secreto. Nadie más conoce que estamos aquí, ni los colegas, ni los amigos, ni nuestras familias, ni siquiera muchos de los directores de Eagle Group. Naturalmente, a la comunidad científica no podemos engañarla, pero les hemos ido brindando, mediante congresos y artículos, algunas zanahorias. Saben que con la «secuoya» se puede hacer madera, valga la expresión, pero no de qué forma. Este proyecto, pues, es único en el mundo, al menos hasta ahora. Hemos sido seleccionados tras un estudio detallado de nuestras vidas, aficiones, amistades e inquietudes. Vamos a trabajar en algo en lo que nadie tiene experiencia previa. Somos pioneros, y necesitamos medidas especiales de seguridad debido a… varias razones.
Hizo otra pausa y volvió a observar los movimientos de su pie.
– En primer lugar, no piensen ni por un momento que van a ver películas en esta pantalla. En el cine contemplamos la escena de la muerte de César, por ejemplo, como si se tratara de la grabación de un videoaficionado de la época romana. Pero las imágenes de las cuerdas de tiempo abiertas no son películas, ni siquiera películas de la vida real: son el pasado. Podemos verlas en una pantalla, como las películas, y grabarlas en DVD, igual que las películas, pero deben recordar siempre que se trata de cuerdas de tiempo abiertas de las que hemos extraído información. Nuestro «asesinato de César» será el suceso en sí, tal como quedó y ha quedado para siempre registrado en las partículas de luz que reflejó la escena real, es decir, en la realidad del pasado. Esto acarrea ciertas consecuencias. Ignoramos qué sucedería, por ejemplo, con personajes o acontecimientos que forman parte de nuestra cultura o nuestros ideales. Se han hecho estudios secretos, y aún no existen conclusiones. Por ejemplo, si viéramos a Jesucristo, Mahoma o Buda… tan solo verlos y saber con certeza que se trata de ellos… No digamos si descubrimos aspectos de la vida de estos fundadores de religiones que se oponen a lo que las iglesias de cada fe han estado haciendo creer a millones de personas durante siglos, incluyendo, probablemente, a varios de nosotros. Todo esto constituye motivo más que de sobra para que el Proyecto Zigzag sea secreto. Pero hay otro motivo. -Hizo una pausa y parpadeó-. Me gustaría explicarlo mostrándoles una nueva imagen. Se trata de la única que hemos conseguido obtener, aparte de la del Vaso Intacto. La mayoría de ustedes no conoce su existencia… Jacqueline, te vas a llevar una sorpresa… Colin, ¿te importaría…?
– Claro.
Craig volvió a teclear. Esta vez, la luz de la sala se apagó. Alguien dijo en la oscuridad (Elisa reconoció la voz de Marini): «Quita los anuncios, Reinhard». Pero no hubo risas en esa ocasión. Se escuchó la voz de Silberg, cuya silueta empezaba a destacar en la penumbra creada por la única luz procedente de la consola del ordenador.
– Ha sido obtenida con el sistema que Colin les ha contado antes: un satélite envió las imágenes, calculamos la energía necesaria para abrir las cuerdas de tiempo y la procesamos…
La pantalla se iluminó. Aparecieron formas de desvaída tonalidad rojiza.
– El color se debe a que el extremo «pasado» de la cuerda se halla en un lugar tridimensional equivalente, en términos espaciales, a casi un millón de años luz de nosotros, y sigue alejándose -explicó Silberg-, así que sufre una desviación al rojo similar a la de otros objetos celestes. Pero en realidad, pertenece a la Tierra…
Se trataba de un paisaje. La cámara sobrevolaba una cordillera. Las montañas semejaban ser accesibles, casi pequeñas, y entre ellas destacaban valles circulares y rocas esféricas. Todo parecía haber sido recubierto por algún repostero famoso con un cargamento de nata montada.
– Dios mío… -Se oyó, trémula, la voz de Jacqueline Clissot.
Elisa, inclinada hacia delante, descruzó las piernas. Experimentaba una rara sensación. No podía definir su origen exacto, aunque sabía que procedía de la imagen que estaba contemplando. Era como un soplo de inquietud.
Una vaga amenaza.
Pero ¿dónde radicaba esa amenaza?
– Glaciares de piedemonte inmensos… -murmuraba, absorta, Clissot-. Glaciares de erosión y en U… Mira esos circos y nunataks… ¿Te fijas, Nadja? ¿A qué te suena? Tú eres la experta en paleogeología…
– Esos depósitos son drumlins… -repuso Nadja con un hilo de voz-. Pero de un tamaño increíble. Y esas morrenas a los lados… Parece como si hubiesen arrastrado sedimentos enormes desde mucha distancia…
¿Qué me pasa? Una risa nerviosa afloró a los labios de Elisa. Era absurdo, pero no podía evitar pensarlo: en aquellas cúspides de nieve teñida de rojo existía una cosa que la perturbaba enormemente. Creyó que se había vuelto loca.
Vio temblar a Nadja. Se preguntó si se trataba solo de la emoción ante los hallazgos o bien de algo similar a lo que le estaba sucediendo a ella. Valente parecía también afectado. Se oyó a alguien tomar aliento.
Es ridículo.
No, no lo era: en aquel paisaje había algo extraño.
– Parece haber signos de agua de fusión en los crevasses… -murmuró Nadja, alterada.
– ¡Por Dios, es una glaciación en fase de deshielo…! -exclamó Clissot.
La voz de Silberg, convertido en una sombra junto a la pantalla, llegó clara y firme, pero con no menos ansiedad:
– Son las islas Británicas. Hace unos ochocientos mil años.
– Glaciación de Günz… -dijo Clissot.
– Exacto. Pleistoceno. Período Cuaternario.
– ¡Oh, Dios! -gemía Clissot-. ¡Oh, Dios, Dios, santo Dios…!
Náuseas. Es nauseabundo.
Pero ¿qué?
Cuando las luces se encendieron, Elisa descubrió que había estado abrazándose a sí misma, como si hubiese sido obligada a mostrarse desnuda en público.
– Éste es el segundo motivo por el que el Proyecto Zigzag debe seguir siendo secreto. Ignoramos qué lo produce: lo llamamos «Impacto». -Silberg escribió la palabra en inglés en una pequeña pizarra blanca colgada de la pared junto a la pantalla-. Lo escribimos siempre así, «Impacto», con i mayúscula. Todos lo sufrimos en mayor o menor medida, aunque existen personas más sensibles que otras… Se trata de una reacción especial ante las imágenes del pasado. Puedo aventurar una teoría para explicarlo: quizá Jung tenía razón, y poseamos un inconsciente colectivo repleto de arquetipos, algo así como una memoria genética de la especie, y las imágenes de las cuerdas de tiempo abiertas, de alguna manera, la perturban. Piensen que esa zona de nuestro inconsciente ha permanecido inviolada durante generaciones, y de repente, por primera vez, la puerta se abre y penetra la luz en esa oscuridad…
– ¿Por qué no la sentimos cuando vimos el Vaso Intacto? -preguntó Valente.
– En realidad, sí la sentimos -dijo Silberg, y Elisa comprendió que parte de su emoción ante aquella imagen podía deberse a eso-. Solo que con menor intensidad. Al parecer, los impactos más fuertes se producen con el pasado remoto. Entre los síntomas detectados se encuentran ansiedad, despersonalización y desrealización (la sensación de que somos irreales, o lo es el mundo que nos rodea), insomnio y, en ocasiones, fenómenos alucinatorios. Por eso comencé advirtiéndoles que no se trata de películas. La apertura de cuerdas de tiempo es un fenómeno más complejo.
Elisa se percató de que Nadja se frotaba los ojos. Clissot se había sentado junto a ella y le hablaba al oído.
– Ignoramos si existen síntomas más importantes -prosiguió Silberg-. Es decir, Impactos graves. Lo cual nos obliga a dictar una serie de normas de seguridad que rogaría que todos acatáramos. La primordial es ésta: cuando contemplemos una imagen por primera vez, lo haremos en grupo, tal como hemos hecho hoy. De ese modo podremos observar las reacciones que suframos. Además, nuestra conducta fuera de esta sala, incluso en privado, también será susceptible de cierto control: las mirillas de las puertas y la ausencia de cerraduras cumplen ese objetivo. No se trata de que nos convirtamos en espías de los demás sino de que nadie quede aislado. Si el Impacto afectara a alguno de nosotros de manera especial, los demás deben saberlo cuanto antes… Pese a lo cual, sigue existiendo un margen de riesgo desconocido. Nos enfrentamos a algo nuevo, y no podemos prever los nuevos efectos que nos causará.
Al principio hubo murmullos ante el tono de las palabras de Silberg. Un minuto después, sin embargo, el ánimo general cambió. Aquella primera prueba del trabajo que les esperaba provocaba en todos una ilusión innegable. Los ojos de Elisa estaban húmedos y sentía un nudo en la garganta. Un paisaje del Cuaternario… Dios mío, sigo aquí, soy yo, no estoy soñando… He visto la Tierra, el planeta donde vivo, hace casi un millón de años… La voz de Sergio Marini resumió con humor aquella atmósfera alzándose por encima de las demás:
– Bueno, ya hemos oído los inconvenientes de este empleo. ¿A qué estamos esperando? ¡A trabajar!
Elisa se levantó muy animada. Pero en ese momento Valente le susurró:
– Nos están ocultando cosas, querida… Estoy seguro de que no nos dicen toda la verdad.
La noche del lunes 25 de julio, Elisa vio la sombra por primera vez.
Luego comprendió que se había tratado de otro indicio: el Señor Ojos Blancos había llegado.
Aquí estoy, Elisa. He venido.
Ya no me moveré de tu lado.
Leve y silenciosa, como un alma durante uno de esos viajes esotéricos llamados «astrales» en los que su madre creía a pies juntillas, flotó en la mirilla de su puerta y desapareció. Ella sonrió. Otro que no puede dormir.
No era raro. El cuarto era confortable, pero no podía considerarse un hogar. Hacía calor entre aquellas paredes metálicas porque, tal como Valente le había dicho, quitaban el aire acondicionado por las noches y la ventana era de báscula y no se abría del todo. Cubierta solo por sus pequeñas bragas, Elisa transpiraba sobre la cama, en medio de una difusa mezcla de luz y oscuridad: a su derecha, los resplandores de los focos de las alambradas; a su izquierda, el rectángulo tenue de la mirilla. Y de pronto la sombra.
La había visto desfilar en dirección a la puerta que dividía las dos alas del barracón, así que con toda probabilidad debía de tratarse de uno de sus compañeros: Nadja, Ric o Rosalyn. Los demás dormían en el ala opuesta.
¿Adónde irá? Aguzó el oído. Las puertas no eran ruidosas, pero no por eso dejaban de ser metálicas, de modo que se preparó para escuchar, en cuestión de segundos, algún tipo de chasquido.
No oyó nada.
Aquel silencio la intrigó. Le hizo pensar en algo más que pura cortesía para con los que descansan. Era como si el supuesto insomne pretendiera ser cauteloso.
Salió de la cama y se acercó a la mirilla. Distinguió las débiles luces de emergencia del pasillo. Éste parecía vacío, pero ella estaba segura de haber visto pasar una silueta.
Se puso la camiseta y salió. La puerta que comunicaba las dos alas del barracón se hallaba cerrada. Sin embargo, alguien tenía que haberla abierto momentos antes: los fantasmas no se incluían entre las posibilidades que barajaba.
Dudó un instante. ¿Intentaría comprobar primero si alguno de sus compañeros no estaba en su lecho? No, pero tampoco iba a quedarse tranquila regresando sin más a la cama. Abrió la puerta de la siguiente ala. Ante ella se extendía un pasillo oscuro, segmentado por débiles bombillas. A la derecha, las puertas de los dormitorios; a la izquierda, el acceso al segundo barracón.
De repente sintió una vaga inquietud.
En realidad, por dentro, deseaba reírse. Nos han ordenado que nos espiemos unos a otros, y eso es lo que hago. En camiseta y bragas, de pie en el pasillo, parecía…
Un ruido.
Esta vez sí, aunque lejano. Quizá procedente del barracón paralelo.
Caminó hacia la boca del pasillo que llevaba al segundo barracón. La inquietud, como un amigo pesado, se resistía a abandonarla, pero por fuera no se le notaba. En general se encontraba tranquila: ser hija única le había enseñado muy pronto a caminar a solas en la oscuridad y el silencio de las noches. Le quedaba poco para perder esa costumbre por completo.
Llegó hasta el pasillo y se asomó.
A unos dos metros de ella, una extraña criatura hecha de sombras vivas agitaba los brazos en cruz y la observaba con mirada brillante y devoradora. Pero lo más horrible (luego comprendería que se trataba de otra advertencia) fue comprobar que carecía de rostro, o bien sus facciones se mezclaban con las tinieblas.
– No grite -dijo en inglés una luz repentina, con voz ronca, cegándola (sí, ahora se daba cuenta: había lanzado un chillido)-. La he asustado, perdón…
Ella ignoraba que los soldados patrullaran de noche por el interior de los barracones. La linterna que el militar había encendido le reveló el resto: los «brazos en cruz» (el rifle), la «mirada brillante» (un visor de infrarrojos), la ausencia de rostro (una especie de radio que ocultaba su boca). En la pechera del uniforme se leía «Stevenson». Elisa lo conocía: era uno de los cinco soldados que había en la isla, uno de los más jóvenes y apuestos. Hasta ese momento no había hablado con ninguno de ellos. Se limitaba a saludarlos cuando los veía, como consciente de que estaban allí para cuidarla y no al revés. Ahora experimentó una honda sensación de vergüenza.
Stevenson bajó la linterna y alzó el visor de infrarrojos. Ella pudo ver que sonreía.
– ¿Qué hacía paseando a oscuras por el corredor?
– Creí ver a alguien pasar frente a mi cuarto. Quería saber quién era.
– Llevo aquí una hora y no he visto a nadie. -En la voz de Stevenson ella creyó detectar cierto enfado.
– Quizá me he equivocado. Perdone.
Escuchó el sonido de otras puertas: compañeros alarmados por su estúpido grito. No quiso saber quiénes eran. Se disculpó, regresó a su cuarto, se tumbó en la cama y, pensando que nunca se dormiría, se quedó dormida.
Día siguiente, martes 26 de julio, a las 18.44.
Bostezó, se levantó y puso el ordenador en «hibernación». Lo había programado para que continuase el complicado cálculo por sí solo.
El incidente con la sombra nocturna aún rondaba en su cabeza. Decidió que se lo comentaría a Nadia en la playa, al menos para reírse. Por lo pronto, necesitaba descansar un poco. Llevaba solo seis días en Nueva Nelson, pero le parecía que eran meses. Se preguntó si el esfuerzo excesivo podría llegar a enfermarla. Pero no hay problema: tengo el hospital al lado de la mesa. Contempló el silencioso laboratorio de la paleontóloga, que hacía las veces de pequeña clínica y contaba hasta con una camilla de exploración. Si seguía así, quizá le pidiera a Jacqueline alguna píldora «energética». «El cálculo de la energía me roba energía», le diría.
Abandonó el laboratorio, se dirigió a su habitación, cogió el bikini y la toalla y salió del barracón a la mortecina luz del sol. Era uno de los escasos días sin lluvias en los meses monzónicos, y había que aprovecharlo. Al ver al soldado que montaba guardia en la verja volvió a recordar el incidente de la noche, pero en este caso no era Stevenson sino Bergetti, el italiano robusto con quien Marini jugaba a veces a las cartas. Lo saludó al pasar (le amedrentaban aquellos erizos humanos repletos de armas), atravesó la cancela y descendió la suave loma hasta la playa más increíble de su vida.
Dos kilómetros de oro molido y un mar que en sus mejores días se coloreaba de varias tonalidades de azul, al lado de cuya espuma la carne de Nadja podía parecer tan morena como la suya, de olas poderosas, maquinarias salvajes que nada tenían que ver con las domésticas ondulaciones de las playas civilizadas. Por si fuera poco, como si el Dios de aquel paraíso no quisiera provocar muchas molestias, las olas más fuertes rompían a lo lejos, permitiéndole caminar por un amplio remanso de agua y crema de arena, y hasta nadar, sin mayor inconveniente.
Nadja Petrova le hizo señas desde el lugar de costumbre. Elisa había trabado con la joven paleontóloga rusa una de esas amistades rápidas y profundas que solo acontecen entre personas obligadas a convivir en lugares aislados. Ambas tenían, cosas en común, además de la edad: carácter voluntarioso, aguda inteligencia y similar costumbre de subir peldaño a peldaño la empinada escalera de los logros. En esto último, incluso, Nadja la superaba. Nacida en San Petersburgo, inmigrante en Francia desde su adolescencia, se había abierto camino hasta obtener una de las codiciadas becas de doctorado con Jacqueline Clissot en Montpellier, convirtiéndose en su discípula predilecta, y todo ello sin una madre rica que le pagara hasta el tiempo que emplearían ambas en discutir. Pero cuando hablaba con Nadja no percibía aquellas cualidades tan duras: más bien se quedaba con la fulgurante impresión dé una chica amable y divertida, de pelo color cidra y piel nevada, de esa clase de criaturas que parecen dedicarse al sencillo e inmenso trabajo de sonreír. Elisa pensaba que no podía haber encontrado mejor compañera.
– Hum, el mar está hoy tentador -dijo Elisa dejando la toalla y el bikini en la arena y comenzando a desvestirse-. Creo que lo probaré, a ver si me ahogo.
– Por lo visto, hoy tampoco lo has conseguido. -Nadja le sonrió bajo las grandes gafas negras que protegían la mitad de su níveo rostro.
– Al menos he conseguido deprimirme.
– Repite conmigo: «Mañana lo lograré, mañana será el día».
– «Mañana lo lograré, mañana será el día» -obedeció Elisa-. ¿Puedo modificar un poco el mantra?
– ¿Qué sugieres?
– «Lo lograré un día de éstos», por ejemplo. -Elisa tensó el slip en sus caderas y cogió el sujetador del bikini-. Mantiene viva mi esperanza pero no me aburre.
– La clave del mantra es aburrir un poquito -declaró Nadja y se echó a reír.
Tras ponerse el bikini, Elisa agrupó su ropa y la sujetó con uno de los incontables frascos que siempre traía su compañera. Luego extendió la toalla y usó más frascos para asegurarla: el viento no era tan fuerte como otros días, pero no quería emplear su tiempo de descanso en perseguir una toalla o unas bragas por la arena.
Nadja estaba tumbada boca abajo. Elisa distinguía su cuerpo delgado bajo la caperuza de pelo blanco y las líneas rosadas del bikini. El primer día se habían reído cuando se probaron aquellas prendas que la señora Ross les había procurado (ninguna de las dos había pensado en llevarse un bikini a Zurich). Ella recibió el de color rosa y Nadja el blanco, pero sus pechos estaban más desarrollados que los de Nadja y el blanco era más grande y le quedaba mucho mejor. No habían tardado en intercambiarlos.
– ¿Sigues atascada en el mismo sitio? -preguntó Nadja.
– Qué va. Cada día retrocedo un poco más. Me da la impresión de que terminaré en el principio. -Elisa apoyó los codos en la arena y contempló el océano. Luego se volvió hacia Nadja, que balanceaba un frasquito mientras sonreía graciosamente-. Oh, sí, perdona, se me había olvidado.
– Ya -respondió su amiga, desabrochándose el bikini-. Lo que te ocurre es que consideras que frotarme la espalda es un trabajo degradante.
– Pero me sale mejor que los cálculos, reconócelo. -Elisa se echó crema en la mano y empezó a untar la espalda de Nadja.
La piel de Nadja resplandecía de toneladas de filtro de protección, pese a que siempre acudía a la playa al atardecer. Su problema de «casi albinismo» entristecía a Elisa porque deparaba a su amiga muchas contrariedades debido a su profesión. «No soy albina -le había explicado Nadja-, sino casi albina, pero el sol fuerte puede producirme grandes daños, incluso cáncer. Ya te imaginas: gran parte del trabajo de un paleontólogo se realiza al aire libre, a veces bajo un sol tropical o desértico.» Pero, en correspondencia con su manera de ser, Nadja se lo tomaba a broma. «Salgo de noche a buscar merocanites y gastrioceras. Soy algo así como un vampiro de la paleontología.»
– Tu amigo Ric está igual de liado que tú -le dijo Nadja, amodorrada, mientras Elisa frotaba su espalda-. Pero se lo toma mejor. Dice que quiere ganarte.
– No es mi amigo. Y siempre quiere ganarme.
Se habían dividido el trabajo: Valente se había agregado al grupo de Silberg y ella al de Clissot. La tarea de ella consistía en encontrar la energía exacta (la solución no podía tener menos de seis decimales) para abrir una cuerda temporal correspondiente a ciento cincuenta millones de años atrás, unos cuatro mil setecientos billones de segundos antes de que Nadja y ella depositaran sus delicados culitos en una playa del índico. «En algún día de sol en plena selva, en ese período que llamamos Jurásico», decía Clissot. Si lo lograban, el resultado podía ser fantástico, inconcebible: quizá llegaran a contemplar la primera imagen de un… (no lo digamos, a ver si luego nos trae mala suerte)… vivo.
Nadja y ella soñaban con esa imagen.
Elisa, a quien le habían fascinado de niña las películas de dinosaurios, pensaba que ningún esfuerzo resultaría excesivo en comparación con eso. Si su trabajo ayudaba a obtener la foto de algún gran reptil prehistórico haciendo cualquier cosa (aunque sea caquita en la hierba, por favor) ya no le quedaría nada por ver o hacer en toda su vida. Ríete de Parque Jurásico y Steven Spielberg. A partir de ese instante podría morir. O dejarse matar.
Pero se trataba de una tarea compleja y tediosa. De hecho, Blanes y ella se la habían repartido: mientras él intentaba hallar la energía necesaria para el inicio de la apertura de cuerdas, ella buscaba la energía final. Luego las compararían con el fin de cerciorarse de que eran las correctas. Sin embargo, llevaba días extraviada en el bosque de las ecuaciones, y aunque no perdía la esperanza, temía que Blanes se arrepintiera de haberla seleccionado.
– Seguro que pronto resolverás los problemas -la animó su amiga.
– Confío en eso. -Elisa se pasó las manos por los muslos para limpiarse los restos de la crema-. ¿Algo nuevo que contar de las Nieves Eternas? -preguntó a su vez.
– ¿Bromeas? No sabría por dónde empezar. Jacqueline asegura que cada vez que la ve echa por tierra veinte teorías paleogeológicas. Es increíble. Esos pocos segundos bastan para escribir un tratado entero sobre el Cuaternario. -Aún boca abajo, Nadja flexionó las rodillas y elevó las puntas de los pies, juntándolas. Tenía unos pies finos y bonitos-. Te pasas media vida estudiando la glaciación, encuentras pruebas de ella en el subsuelo de Groenlandia, sueñas con ella… Pero de repente contemplas Inglaterra bajo toneladas de nieve y dices: todo el trabajo y la ciencia de todos los profesores del mundo no pueden compararse a esto.
– Supongo que el Impacto te está volviendo majareta -bromeó Elisa.
Para su sorpresa, su amiga se lo tomó en serio.
– No creo. Aunque llevo varias noches que no duermo bien.
– ¿Se lo has comentado a Jacqueline?
– Ella tampoco duerme bien.
Elisa iba a decir algo cuando advirtió, con el rabillo del ojo, junto a su pierna izquierda, a uno de esos cangrejos de pinzas desiguales, la derecha de un tamaño enorme, y la otra, diminuta, que Nadja llamaba «violinistas». Su amiga le había dicho que en la jungla y en los alrededores del lago (que ella aún no había visitado) se encontraban otras especies «de importancia paleontológica».
– Una pregunta -dijo Elisa-: este bicho que está a punto de pellizcarme la pantorrilla, ¿tiene importancia paleontológica o puedo cargármelo de un porrazo?
– Pobrecillo. -Nadja se incorporó y rió-. No lo hagas, es un «violinista».
– Pues que se vaya con la música a otra parte. -Arrojó un puñado de arena al cangrejo, que desvió su trayectoria- Anda, largo.
Cuando el «peligro» desapareció, Elisa se dio la vuelta y apoyó los pechos en la toalla. Nadja la imitó. Quedaron con los rostros muy próximos, mirándose (Nadja a ella y ella a sí misma en las gafas de Nadia). No podía dejar de pensar en el contraste que ofrecían sus cuerpos tan juntos: moreno-café-con-leche y blanco-helado-de-nata. La brisa, el oleaje y la atmósfera del atardecer la relajaban tanto que creyó que se quedaría dormida.
– ¿Sabías que el profesor Silberg guarda muchas pruebas de imágenes diferentes? -dijo entonces Nadja, y asintió ante la mirada atónita de Elisa-. Sí, ya habían hecho experimentos antes: el Vaso Intacto y las Nieves Eternas no es lo único que tienen. Pero no te hagas ilusiones, el resto no puede verse debido a cálculos erróneos de energía. Las llaman «dispersiones».
– ¿Cómo te has enterado? ¿Por qué no nos lo han dicho? -Elisa recordaba de pronto las palabras de Valente. ¿Sería cierto que les ocultaban cosas?
– Me lo ha contado Jacqueline. Pero Silberg asegura que no se ve nada en ninguna. «Crrreo que hay gato encerrrrado, camarrrada» -bromeó Nadia engolando la voz-. Hablo en serio: ¿no te has preguntado nunca por qué estamos en una isla?
– El proyecto es secreto, ya oíste a Silberg.
– Pero no hay razones estratégicas para que trabajemos en una isla. Podríamos seguir en Zurich, incluso llamaríamos menos la atención…
– ¿Por qué crees tú, entonces?
– No sé, a lo mejor quieren aislarnos -aventuró Nadja-. Como si… Como si temieran que pudiéramos… volvernos peligrosos. ¿Has visto cuántos soldados hay?
– Solo cinco. Seis, contando a Carter.
– Yo veo demasiados.
– Eres un poco paranoica.
– No me gustan los soldados. -Nadja la miró por encima de las gafas-. En mi país me harté de verlos, Elisa. Me pregunto si están para protegernos, o para proteger al resto del mundo de lo que nos pase. -El viento le había cubierto la cara con su propio cabello.
Elisa se disponía a replicar cuando oyeron un grito.
Una figura en camiseta y pantalones cortos corría por la arena a treinta metros de distancia. Otra, en bermudas rojas, la perseguía dando grandes zancadas. Sin duda la que huía no tenía mucha intención de escapar, porque fue alcanzada enseguida. Durante unos cuantos segundos ambas quedaron muy juntas, encendidas por el sol de poniente. Luego se echaron sobre la arena, entre carcajadas.
– Nuevas experiencias, nuevos amigos -apostilló Nadja guiñando un ojo a Elisa.
No le sorprendía: ya los había visto varias veces hablando a solas en el laboratorio de Silberg, él mirándola con aquellos ojos acuosos de reptil, ella con su aspecto avinagrado de siempre, como si el mundo hubiese contraído con su excelsa persona una deuda remota que nunca hubiese cancelado del todo. Pobre Rosalyn Reiter. No le gustaba ver a Valente apoderándose con tanta facilidad de aquella mujer madura, feúcha y callada. Le daban ganas de darle un par de consejos a la historiadora alemana acerca de su maravilloso latin lover.
– Se toman muy en serio lo de buscar energía -ironizó ella.
– Muy energéticos ambos -sonrió Nadja.
Valente y Reiter trabajaban con Silberg para abrir cuerdas de tiempo en un período de unos sesenta mil millones de segundos atrás, con imágenes de la ciudad de Jerusalén. Si todo salía bien, la «Energía Jerusalén» podía volverse más importante que la «Jurásica». Mucho más importante para ellos, y para el resto de la humanidad.
Verían Jerusalén en tiempos de Cristo. Concretamente, en los últimos años de la vida de Jesús.
Quizá contemplaran algún acontecimiento histórico o bíblico.
Quizá el acontecimiento fuera muy especial.
Quizá (aunque la probabilidad en este caso era como la de acertar con una sola bala en una diana de un milímetro de anchura situada a mil kilómetros) pudieran verlo.
Ríete de los tiranosaurios, de Napoleón, de César y de Spielberg. Ríete de todo.
Elisa no había mentido a Maldonado (ahora comprendía el motivo de aquellas preguntas sobre sus creencias): era atea. Pero ¿qué ateo podía presumir de permanecer impasible ante la posibilidad, la simple posibilidad, de verlo siquiera un instante?
Quien así opine, que arroje la primera piedra.
Y uno de los responsables de que tal milagro pudiese producirse se encontraba en aquel momento empinando el culo forrado de bermudas rojas mientras su lengua, sin duda, saboreaba la boca que una historiadora madura y frustrada ponía a su disposición.
Nadja parecía divertidísima: miraba a Elisa con la mejilla apoyada en la toalla, todo el rostro colorado.
– La otra noche compartieron cama.
– ¿En serio? -A Elisa la noticia le provocó emociones indefinidas. Turbulentos flashes de su visita a la casa de Valente y las amenazas que él le había dirigido durante la apuesta cruzaron por su cabeza. Imaginó a Valente dedicándose a humillar a Rosalyn Reiter.
– ¡Por favor, no digas nada! -rió Nadja-. Me da vergüenza contártelo, porque no es de mi incumbencia…
– Ni de la mía -agregó Elisa apresuradamente.
– Fue el domingo por la noche. Oí ruidos raros y me levanté. Miré por la mirilla de la puerta de Ric… ¡y no estaba! Entonces miré en la habitación de Rosalyn… Y los vi a los dos.
– Nadja reía en voz baja mostrando sus dientes algo separados-. ¿Son así todos los hombres en España?
– ¿Tú qué crees? -resopló Elisa, y su compañera estalló en carcajadas, quizá al ver lo seria que estaba ella-. Yo también vi algo anoche, te lo iba a contar… Alguien que caminaba por los pasillos. Al final era un soldado… Me dio un susto de muerte, el cabrón.
– ¡No me digas! ¿También se tira a los soldados? -El rostro de la joven paleontóloga, a dos milímetros del suyo, estaba tan colorado que Elisa pensó que estallaría. Ella le arrojó un poco de arena al hombro.
– Cállate, rusa perversa. Voy a darme un chapuzón. Estos espectáculos me ponen caliente.
Caminó hasta la orilla sin mirar hacia la pareja tendida en la arena a treinta metros a su derecha.
Esa noche oyó ruidos. Pasos en el corredor.
Se levantó de un salto y se asomó por la mirilla. Nadie. Los pasos cesaron.
Cogió su reloj de pulsera de la mesilla y encendió la lucecita de la esfera: marcaba 1.12, aún temprano, pero ya tarde para los usos y costumbres del equipo científico de Nueva Nelson. Cenaban a las siete y a las nueve y media estaban todos en el sobre: las luces se apagaban a las diez. Pero ella seguía con insomnio. Pensaba en soldados que se movían sin hacer ruido, en soldados-sombra sin rostro deslizándose por los pasillos oscuros, cruzando por su mirilla… Y también pensaba en Valente y Reiter, aunque no sabía por qué.
Pasos. Ahora sí, muy claros. En el corredor.
Entreabrió la puerta y se asomó, volviendo la cabeza en ambas direcciones.
Nadie. El pasillo estaba vacío y la puerta de acceso a la segunda ala, cerrada. Los pasos habían vuelto a interrumpirse, pero se le ocurrió una posible solución. Proceden del cuarto de él. O el de ella.
Obedeciendo a un súbito impulso (qué niña eres, le diría su madre), salió al pasillo sin vestirse. Se detuvo primero en la puerta contigua, la de Nadja, y se asomó a la mirilla. Nadja se encontraba en la cama: su pelo blanco, bajo la luz de los focos del exterior, era tan visible como una señal de carretera. La postura del cuerpo, con las sábanas arrolladas a las piernas, apuntaba a que llevaba cierto rato durmiendo. Parecía un feto encogido en el útero. Elisa sonrió. Recordó una conversación que habían mantenido el fin de semana, en la playa.
– Me gustaría ser madre -había declarado Nadja en uno de sus «arranques» sinceros.
– ¿Qué es eso?
– Algo que nos ocurre a las paleontólogas de vez en cuando. Consiste en criar un embrión en el vientre tras ser fecundadas por un macho.
– Yo he decidido ser zángano -repuso ella, adormilada sobre la toalla.
– ¿En serio no te gustaría tener hijos, Elisa?
La pregunta le pareció increíble. Y le pareció increíble que le pareciera increíble.
– Aún no me lo he planteado -contestó, pero Nadja creyó que bromeaba.
– Oye, que no es un problema matemático. O quieres o no quieres.
Elisa se había mordido el labio, como hacía cuando calculaba.
– No, no quiero -había respondido al fin, tras largo silencio, y Nadja había movido la cabeza, esa suave cabeza de cabellos de ángel que tenía.
– Hazme un favor -le había dicho-: antes de morirte lega tu cráneo a la Universidad de Montpellier. Jacqueline y yo disfrutaremos estudiándolo, te lo juro. No hay muchos ejemplares de fisicus extravagantissimus hembra.
Volvió a la realidad: estaba en el pasillo, de madrugada, vestida tan solo con las bragas, espiando a sus compañeros. Imagínate que se levanten y descubran a la fisicus extravagantissimus hembra en bragas espiándolos por la mirilla. Los pasos ya no se escuchaban. Sin dejar de sonreír, avanzó de puntillas hasta la habitación de Ric Valente. El suelo metálico le ofreció un contraste de frescor en los pies para la calidez que sentía por todo el cuerpo. Se asomó a la mirilla.
Todas sus ideas preconcebidas se esfumaron. Bajo la claridad que penetraba por la ventana distinguió perfectamente la flaca silueta de Valente Sharpe estirada en la cama, su huesuda espalda, la blancura del calzoncillo.
Se quedó mirándolo un instante. Luego se dirigió a la última habitación. Aquel bulto acurrucado bajo las sábanas tenía que ser Rosalyn, incluso creyó ver mechas de su cabello castaño.
Sacudió la cabeza y regresó a su cuarto, preguntándose qué había pretendido contemplar. Mirona. Comprendió que el impresionante esfuerzo exigido por su primer trabajo en la isla estaba cobrándose un precio. En su vida normal sabía cómo resolver aquellas situaciones de desgaste: daba paseos, hacía deporte o, si precisaba llegar más lejos, se entregaba a sus fantasías eróticas a solas. Pero en el mundo de Nueva Nelson, con aquella ausencia de intimidad, se sentía un tanto desorientada. Se acostó boca arriba y respiró hondo. Ya no había pasos.,, No había ruidos. Aguzando el oído podía llegar a escuchar el mar, pero no quería. Tras pensarlo un instante, se metió bajo las sábanas pese al calor que sentía. Pero no buscaba abrigarse.
Volvió a tomar aire, cerró los ojos y dejó que la fantasía la llevara por donde quisiera.
Sospechaba por dónde la llevaría.
Valente seguía pareciéndole Valente Sharpe: un chico estúpido, vacuo, una mente brillante en el cuerpo de un niño enfermizo, un hijo de papá. Sin embargo, de manera irremediable, su fantasía (probablemente también enfermiza, supuso) la arrastraba del pelo hacia él. Era la primera vez que le sucedía, estaba sorprendida.
Fisicus calentissimus.
Se lo imaginó entrando en su cuarto en aquel momento. Podía verlo con claridad, ahora que tenía los ojos cerrados. Introdujo las manos bajo las sábanas y se bajó las bragas. Pero a él ese gesto de sumisión le pareció poco. Ella accedió a quitárselas del todo, hizo una bola con ellas y las arrojó al suelo. Imaginó que ni aun así su Valente Sharpe de fantasía quedaría satisfecho. Pero te jodes, porque no pienso apartar la sábana. Se llevó una mano allí abajo, al centro de aquel lugar tórrido y exigente, y comenzó a removerse y jadear. Sospechó lo que él haría: mirarla con absoluto desprecio. Y ella le diría…
En ese instante los pasos sonaron junto a su cama.
El incipiente placer le estalló en el cerebro como una filigrana de cristal pisoteada por un elefante adulto.
Abrió los ojos exhalando un gemido.
No había nadie.
El susto, clavado de aquella forma en mitad de su excitación sexual, había sido de tal naturaleza que casi se alegró de seguir con vida: esa clase de sustos que son como un acceso de fiebres palúdicas y te dejan rígido y helado. En algún sitio había leído, incluso, que podían llegar a matarte de un infarto por joven que fueras y saludables que tuvieras las arterias.
Se incorporó conteniendo el aliento. La puerta de su habitación seguía cerrada. No había oído en ningún momento que se hubiese abierto. Pero los pasos -de eso estaba segura- habían sonado dentro de su habitación. Sin embargo, no había nadie.
– ¿Hola…? -le preguntó a los muertos.
Los muertos respondieron. Con más pasos.
Estaban en el baño.
En aquel momento Elisa pensó que no podía llegar a sentir más miedo del que ya tenía. Que jamás sentiría más miedo que entonces.
Luego comprobó que aquel pensamiento había sido el más erróneo que jamás había tenido hasta entonces.
Pero eso lo supo luego.
– ¿ Sí?
Nadie respondió. Los pasos iban y venían. ¿Se equivocaba? No: sonaban dentro del cuarto de baño. Carecía de lámpara en la mesilla, y de todas formas las luces de las habitaciones recortaban de noche, salvo las de los baños. Tendría que levantarse a oscuras e ir hacia allí para encenderla.
Ahora ya no los oía: habían vuelto a detenerse.
De repente le pareció que era una completa idiota. ¿Quién demonios podía haberse metido en su cuarto de baño? ¿Y quién aguardaría allí sin luz, sin hablar, pero moviéndose? No cabía duda de que los pasos procedían de otro lugar del barracón y reverberaban en las paredes.
Pese a aquella conclusión «tranquilizadora», el proceso de apartar la sábana, levantarse (ni soñar con perder tiempo en ponerte las bragas, además, si se trata de un muerto, ¿qué coño te importa estar en pelotas?) y caminar hasta el baño le pareció poco menos que una misión astronáutica. Descubrió que la puerta del baño, que no podía ver desde la cama, estaba cerrada y la mirilla se hallaba completamente negra. Tendría que abrirla y encender, a su vez, la luz del interior.
Movió el picaporte.
Mientras abría la puerta con terrible lentitud, revelando porciones crecientes de la negrura interior, se escuchaba a sí misma jadear. Jadeaba como si aún siguiera en la cama con su fantasía privada… No, qué más quisiera ella: jadeaba como un tren a vapor. Ríete de como había jadeado antes, mientras se hacía una de sus pajas-de-salir-del-paso. Ríete, fisicus extravagantissimus…
Abrió la puerta del todo.
Lo supo incluso antes de encender la luz. Estaba vacío, claro.
Respiró aliviada, sin saber qué había esperado encontrar. Volvió a oír los pasos, pero esa vez claramente remotos, quizá en el ala de los dormitorios de profesores.
Por un instante se quedó allí de pie, desnuda, en el umbral del baño iluminado, preguntándose cómo era posible que hubiesen sonado junto a su cama momentos antes. Sabía que sus sentidos no la habían engañado, y no iba a poder dormir hasta encontrar una solución lógica para aquel enigma, aunque solo fuera por el deseo de no parecer idiota.
Al fin dio con una posible causa: se agachó y apoyó la oreja en el suelo de metal. Creyó escuchar los pasos con más intensidad y dedujo que no se equivocaba.
Existía un lugar en toda la estación donde ella aún no había estado: la despensa. Se hallaba bajo tierra. En Nueva Nelson era muy importante ahorrar energía y espacio, y el almacenamiento de víveres en el subsuelo cumplía aquel doble objetivo, ya que, debido a la fresca temperatura subterránea, los refrigeradores trabajaran a mínima potencia y ciertos alimentos podían conservarse sin necesidad de frío adicional. Cheryl Ross empleaba algunas noches en visitarla (se accedía por una trampilla en la cocina) para hacer una lista de todo lo que era necesario reponer. La cámara de los refrigeradores se hallaba cerca de su habitación, y los pasos de quien allí estuviera debían de transmitirse con facilidad debido al revestimiento metálico de las paredes. Había creído que sonaban dentro, y en realidad sonaban debajo.
Tenía que ser eso: la señora Ross estaría en la despensa.
Cuando se sintió lo bastante tranquila, apagó la luz del baño, cerró la puerta y regresó a la cama. Antes buscó las bragas y se las puso. Estaba extenuada. Tras aquel susto, el tan ansiado sueño se dignaba acercarse a ella.
Pero mientras su vigilia se consumía como una vela agotada, segundos antes de que un torbellino la arrastrara por fin a la negrura, le pareció distinguir algo.
Una sombra deslizándose por la mirilla de su puerta.
De:
Para:
Enviado: viernes, 16 de septiembre de 2005
Asunto: hola
Hola, mamá. Solo unas líneas para decirte que estoy bien. Lamento no poder escribir (ni llamar) más a menudo, pero el trabajo aquí en Zurich es intenso. Lo cual me agrada (ya me conoces), así que no me quejaré. Todo lo que hago y veo es maravilloso. El profesor Blanes es extraordinario, y mis compañeros también. En estos días estamos a punto de obtener ciertos resultados, de modo que, por favor, no te inquietes si tardo en volver a comunicarme contigo.
Cuídate. Un beso. Saluda a Víctor de mi parte, si te llama.
Eli.
Años después pensó que ella, a su modo, también era responsable del horror.
Tendemos a culparnos por las catástrofes sufridas. Cuando la tragedia nos abruma, nos replegamos hacia el pasado y buscamos alguna falta que hayamos podido cometer, y que la explique. Tal reacción podía ser absurda en muchos casos, pero en el suyo le parecía correcta.
Su tragedia era abrumadora, y quizá su falta también.
¿Cuándo se había equivocado, en qué preciso instante?
A veces, en la soledad de su casa, frente al espejo, contando los angustiosos segundos que le quedaban antes de que sus pesadillas regresaran de nuevo, concluía que su gran error había sido, precisamente, su gran acierto.
Aquel jueves 15 de septiembre de 2005, el día de su éxito.
El día de su condena.
Los problemas matemáticos son como cualquier otro: te pasas semanas vagando por un sinfín de vericuetos y de repente te levantas una mañana, bebes café, miras cómo el sol nace y allí, incomparablemente luminosa, está la solución que buscabas.
La mañana del jueves 15 de septiembre, Elisa se quedó inmóvil con el lápiz en la boca mirando la pantalla del ordenador. Imprimió el resultado y se dirigió al despacho de Blanes portando un papel.
Blanes se había hecho instalar un teclado eléctrico en su despacho privado. Interpretaba a Bach, mucho Bach, solo a Bach. El despacho lindaba con el laboratorio de Clissot, y a veces la cristalina criatura de una fuga o el aria de las Variaciones Goldberg se filtraban como fantasmas por las paredes durante las tardes solitarias que Elisa pasaba trabajando. Pero no le molestaba, incluso le agradaba oírle. juzgaba a Blanes, dentro de su profunda ignorancia de la música, como un pianista aceptable. Sin embargo, aquella mañana ella tenía otra «música» que ofrecerle, y pensaba que a él no le parecería mal si se trataba de la melodía correcta.
Sin mover las manos de las teclas, Blanes lanzó una mirada a la temblorosa hoja de papel.
– Perfecto -dijo sin emoción-. Ya lo tenemos.
Blanes ya no le parecía ningún ser «extraordinario» -como solía contarle a su madre-, pero tampoco vulgar, ni siquiera un cabrón. Si algo había aprendido Elisa a sus veintitrés años de edad, era que nadie, absolutamente nadie, podía ser definido con facilidad. Todo el mundo es algo, pero también algo más, incluso lo opuesto. Las personas, como las nubes de electrones, son borrosas. Y Blanes no era una excepción. Cuando lo conoció, en las clases de Alighieri, había creído que se trataba de un estúpido sexista, o bien un tímido enfermizo. Durante los primeros tiempos de convivencia en Nueva Nelson llegó a pensar, sencillamente, que él no le hacía ningún caso. Creyó entonces que el problema radicaba en ella: en su inveterada costumbre de esperar que todos los profesores masculinos la trataran de manera especial, no solo porque era lista (incluso muy lista) sino porque estaba buena (incluso buenísima), y ella conocía sus virtudes y estaba habituada a manipularlas en su beneficio. Pero con Blanes se topaba con alguien que parecía decirle: «Me traen al fresco tus intuiciones geométricas y tus formas novedosas de integrar, así como tus piernas, tus shorts, y el hecho de que unos días te pongas y otros te quites el sostén».
Tiempo después Elisa cambió de opinión, y comprendió que él sí que la tenía en cuenta. Que la miraba con aquellos ojos de Robert Mitchum siempre entornados como si estuviera a punto de dormirse, pero que no se dormía ni de coña. Que cuando ella regresaba de la playa casi desnuda y se lo encontraba en los pasillos del barracón, él, por supuesto, le echaba miradas de hombre, incluso más fogosas que las de Marini (que eran notables), y desde luego mucho más que las de Craig (casi inexistentes). Pero sospechaba que la mente de Blanes, como la suya, andaba por otros cerros, y que él estaría sospechando otro tanto sobre ella. Quizá todo se solucionara, creía a veces, si algún día se iban juntos a la cama. Ella se lo imaginaba así: ambos en pelotas, mirándose sin hacer nada más. Pasarían los minutos y de pronto él diría, en tono asombrado: «Pero… ¿de verdad no te importa que te toque?». Y ella, con no menos asombro: «Pero… ¿querías tocarme?».
– Esperaremos a que Sergio termine -dijo él, y siguió tocando a Bach, que era lo único que tocaba.
La idea de Blanes era tomar ambas muestras de luz -la «Jurásica» y la «Jerusalén»- en una misma jornada, ya que el lugar geográfico que iban a investigar era aproximadamente el mismo.
Pero Marini y Valente, como les había ocurrido en la ocasión anterior, se retrasaban con los cálculos, de modo que no había más remedio que esperar.
Sin nada que hacer ya, Elisa se dedicó a vegetar con pequeñas tareas, entre ellas preparar el correo electrónico que enviaría a su madre al día siguiente (tras pasar, por descontado, a través de los habituales filtros de censura). Luego se puso a recordar la mañana de principios de agosto, mes y medio atrás, cuando le había mostrado su primer resultado a Blanes interrumpiendo también su recital, y todo el tormento por el que había pasado después, del cual Nadja la había rescatado.
Justo en aquellos días había tenido lugar el encuentro más desagradable hasta la fecha con Valente, y ella había creído comprender cuánto le afectaba a Sharpe llegar siempre el último en la supuesta «carrera» que ambos (por exclusivo deseo de él) estaban disputando. Irónicamente, los resultados de Valente y ella por aquel entonces habían sido erróneos.
Ahora no iba a ser así. Tenía la convicción de que esa vez había dado en el clavo. Y en esto no se equivocaba.
Pensaba, asimismo, que si su cálculo se demostraba correcto, sería la persona más dichosa del mundo.
Y en esto sí se equivocaba. Por completo.
El mes previo no había sido, desde luego, el mejor para Valente Sharpe. Elisa apenas si lo veía por la estación, ni siquiera en el laboratorio de Silberg, que era donde se suponía que trabajaba. Pero lo que era trabajar, le constaba que lo hacía. En ocasiones necesitaba decirle algo y lo hallaba en su cuarto, sentado en la cama tecleando en su ordenador portátil y tan sumido en su tarea que ella casi se sentía inclinada a considerarle (¿cómo había dicho él aquella vez?) un «alma gemela». Había abandonado incluso el flirteo con Reiter (a Rosalyn -se percataba ella- eso le afectaba mucho más que a él). En cambio, frecuentaba la compañía de Marini y Craig, y no era raro verlos a los tres llegando a la caída de la tarde, tras largos paseos por la playa o el lago. A ella le pareció evidente que Ric había entrado en una nueva fase en la que pretendía, a toda costa, destacar. No le bastaba con haber sido uno de los elegidos para el proyecto, quería ser el único: desplazarla no solo a ella, sino a todos los demás.
En ocasiones eso le daba más miedo que las historias de oscuras perversiones que Víctor le había contado sobre él. Tras aquel tiempo de convivencia forzosa en la isla empezaba a, comprender que bajo la aparente calma despectiva de su compañero existía un volcán de deseos de ser el mejor, el primero. Todo lo que hace o dice tiene ese objetivo. Se percató de que esa pasión lo devoraba, no solo por dentro: violentos tics le contraían los labios o la pierna derecha cuando se hallaba frente al ordenador, su anémico color natural había palidecido y sendas bolsas de piel le pendían bajo los párpados como nidos de alguna clase de extraña y maligna criatura. ¿Qué le pasa? ¿Qué puede estar pasándole?
A ella le apenaba verle tan obsesionado. Sabía que sentir una pizca de pena por Ric Valente Sharpe era, en cierto modo, haberse ganado la mitad del cielo y tener buenas perspectivas de conseguir la otra, pero ya estaba acostumbrada a él y era capaz de compadecerle.
Al menos, hasta aquel encuentro en la playa.
La tarde del miércoles 10 de agosto, un día después de entregar los primeros resultados, Elisa bajó a la playa. Nadja aún no había llegado. En su lugar, de pie en la arena, había una estatua blanca sobre la que algún gamberro parecía haber arrojado trapos sucios que ondeaban al viento.
Cuando comprobó quién era, se quedó con la boca abierta. Valente estaba inmóvil. Mejor dicho: petrificado. Y contemplaba algo. Ese algo debía de ser el mar, porque ella miró en la misma dirección, pero solo alcanzó a distinguir un espléndido horizonte de olas verdes y nubes azules. Él ni siquiera se había dado cuenta de su presencia.
– Hola -lo saludó, titubeando-. ¿Qué te pasa?
El joven pareció salir de un profundo ensimismamiento y se volvió. Elisa sintió un escalofrío: la expresión de su rostro le recordó, por un momento, la de un compañero de su facultad, enfermo de esquizofrenia, que había tenido que abandonar los estudios para siempre. Incluso pensó que Valente no la reconocía.
Pero en cuestión de décimas de segundo todo cambió, y el Sharpe al que estaba acostumbrada se asomó a los ojos.
– Mira a quién tenemos aquí -murmuró con voz ronca- Elisa, la calientapollas. ¿Qué tal, Elisa? ¿Cómo estás, Elisa?
– Escúchame, tío -dijo ella, pasando del temor al enfado con igual rapidez-. Sé la clase de presión que estamos soportando tú y yo, pero, te hablo en serio, no voy a permitir que me insultes más. Somos compañeros de trabajo, nos guste o no. Si vuelves a insultarme, me quejaré de ti por escrito a Blanes y a Marini. Te echarán del proyecto.
– ¿Insultarte? -Valente tenía el desmayado sol de cara y arrugaba la expresión al mirarla como si estuviera chupando limones-. ¿Qué insultos, querida? Tu cuerpo bajo la camiseta y los shorts me calienta la polla, es decir, me produce un aumento de temperatura y una repentina rigidez en el miembro viril, y eso no es culpa mía. Es como si me acusaran de decir que la primera ley de la termodinámica es una «calientatubos». Lo pondré por escrito también. Espera, ¿adónde vas?
Valente se plantó frente a ella.
– Por favor, déjame -dijo Elisa, esquivándolo.
– Ya sé adónde vas: a despelotarte en la playa y producir un incremento aún mayor en la temperatura de mi vaso comunicante. Si no fueras una calientapollas te pondrías el bikini en la habitación, como hace tu decente amiga, pero como eres una fantástica calientapollas te desnudas en la playa, y así te vemos todos, ¿verdad?
Elisa volvió a esquivarlo. Se hallaba profundamente arrepentida de haberse interesado por su salud. Y eso que aún no sospechaba lo que sucedería a continuación.
Él le bloqueó el paso de nuevo.
– ¿Me vas a denunciar por decirte científicamente lo que eres para mí? -Y de pronto ella comprendió que aquello no era una de sus típicas bromas: Valente ardía de ira, aún más que ella-. Sería como si… no sé… como si yo te acusara de hacerte pajas por la noche pensando en mí. Algo así de monstruoso, exagerado e imposible…
Ella lo miraba inmóvil. De repente no le apetecía el mar, ni la compañía de Nadja, ni el mundo. No se sentía abochornada ni humillada: estaba asustada.
– … o como si me acusaras de zoofilia por el simple hecho de que me gustan tus tetas -siguió él en idéntico tono, como si lo dicho antes formase parte de la misma broma-. No sé. Eres una exagerada… Si no quieres que te digan las verdades a la cara, no des motivos para ello…
Me ha visto. Ha tenido que verme. Pero no, no puede ser. Lo dice por decir. Ella intentaba traspasar el brillo burlón de su mirada para llegar a la verdad, pero no lo lograba. Habían transcurrido dos semanas desde la noche en que había estado tocándose a solas en su cuarto, y estaba segura de que nadie la había visto hacerlo. Pero, entonces, ¿cómo…?
– Vamos a calmarnos todos -dijo Valente-. Crees haber resuelto tus cálculos, ¿verdad, querida? Pues deja que los torpes hagamos nuestro trabajo y no me calientes más…
Dio media vuelta y se alejó, dejándola allí. Un minuto después llegó Nadja, pero ella ya no estaba. Pasaron varios días antes de que le apeteciera regresar a la playa, y a partir de entonces siempre se desvistió en su habitación. A su amiga no le dijo la verdad sobre el motivo de su cambio de costumbre.
Más tarde, cuando logró ver las cosas desde la distancia, comprendió que estaba exagerando. Valoró los ataques de Valente desde el punto de vista de una competición: era obvio que a él le crispaba verla llegando antes a todas las metas. Por otra parte, ella se achicaba demasiado ante su presencia. Valente podía parecer un ser indefinible, inexpresable, pero a fin de cuentas se trataba tan solo de un capullo al cubo medianamente astuto que no perdía oportunidad de herirla cuando percibía un punto débil. Pero no era tanto por mérito suyo como por defecto de ella.
Por supuesto, consideró sus frases como puras baladronadas. Nadie podía haberla visto, ni siquiera por la mirilla, y en cuanto a los pasos, ya sabía quién los había producido: la señora Ross había estado en la despensa aquella noche, así se lo había dicho a Elisa al día siguiente. De modo que todo quedaba claro. Valente solo hacía lanzar dardos a ciegas para ver si alguno acertaba. Ya se le pasará. Quizá comprenda que es preferible dedicarse a trabajar y no a tirarse a las compañeras. No volvió a pensar en él, ni en ninguna otra preocupación. De hecho, desde que su tarea había finalizado, dormía como un tronco, no veía sombras ni escuchaba ruidos.
El jueves 18 de agosto la «Energía Jerusalén» fue depositada sobre la mesa de Blanes en un papel limpio. El experimento se programó para el día siguiente. Después de que Craig y Marini obtuviesen las muestras de imágenes y las hicieran colisionar a las energías calculadas, todo el equipo empezó a comerse las uñas, aguardando.
A Elisa le tocaba colaborar en el turno de limpieza, algo descuidada en los últimos días, y se entregó con afán a la tarea. Coincidió en la cocina con Blanes. Ver a Blanes secar platos era un espectáculo que no hubiera imaginado que contemplaría alguna vez, sobre todo cuando asistía a aquellas tensas clases en Alighieri: la convivencia en la isla deparaba ese tipo de cosas.
Súbitamente, se produjo un silencio. En el umbral de la cocina había varias caras largas. Colin Craig fue el encargado de decirlo.
– Las dos muestras de imágenes se han dispersado.
– No lloréis -intentó bromear Marini-, pero eso significa que habrá que ponerse a calcular de nuevo.
Nadie lloró entonces. Después, a solas, quizá sí lo hicieron. Elisa estaba segura de que lloraban, igual que ella, porque todos amanecían con los ojos rojizos, arrugas de cansancio y pocas ganas de hablar. La naturaleza pareció unirse al luto y convocó, en los últimos días de agosto, espesas nubes y una lluvia cálida y oblicua. Era época de monzones, advertía Nadja, que conocía gran parte del planeta: «Los meses de verano son los del monzón del suroeste, el hulhangu, cuando la lluvia es más intensa y frecuente, como en las Maldivas». Desde luego, ella nunca había visto una lluvia así: era como si no fuesen gotas sino hilos. Millones de hilos agitados por titiriteros enloquecidos que golpeaban techos, ventanas y paredes y producían no un repiqueteo sino una especie de perenne ronquido gutural. A ratos Elisa elevaba la vista como un zombi, contemplaba los elementos desatados en el exterior y le parecía que constituían buen reflejo del estado de su mente.
El primer lunes de septiembre, tras mantener una discusión especialmente áspera con Blanes, que le había reprochado la lentitud de su trabajo, sintió una rara, empalagosa amargura. No lloró, no hizo nada: se quedó frente al ordenador del laboratorio de Clissot, rígida, pensando que jamás volvería a levantarse. Transcurrió el tiempo. Quizá horas, no estaba segura. Entonces olió un perfume y sintió una mano suave como la caída de una hoja de árbol sobre la piel desnuda de su hombro.
– Ven -le dijo Nadja.
Si Nadja hubiese empleado cualquier otro tipo de estrategia, por ejemplo las invectivas (tan prodigadas por su madre) o los razonamientos (que solían provenir de su padre), Elisa no habría obedecido. Pero la tersura de sus gestos y el dulce calor de su voz obraron a modo de sortilegio para ella. Se levantó y la siguió, como una rata hipnotizada por una melodía.
Nadja estaba vestida con recios pantalones y botas que le quedaban algo grandes.
– No quiero ir a la playa -dijo Elisa.
– No vamos a la playa.
La llevó a su habitación y le indicó un grueso bulto de ropa y otro par de botas. Elisa logró reír al comprobar que no le quedaban tan mal aquellas prendas.
– Tienes anatomía de soldado -dijo Nadja-. La señora Ross dice que esos pantalones y botas fueron encargados para los soldados de Carter.
De aquella guisa, y tras untarse una crema de olor extraño que Nadja calificó como «repelente de mosquitos» -a ella le pareció «repelente», a secas-, salieron al exterior y caminaron hacia el helipuerto. No llovía, pero en el aire parecía haber como una lluvia acechante, camuflada. Los pulmones de Elisa se llenaron de eso, y de perfume de vegetación. El viento, norteño, producía un tránsito de nubes que ocultaban y revelaban el sol casi cada segundo, convirtiendo la luz en las imágenes de una película estropeada.
Dejaron atrás el terrizo del helipuerto. Frente a la casamata de los soldados vieron a Carter charlando con el tailandés Lee y el colombiano Méndez, que en aquel momento montaba guardia en la zona de la verja que daba a la selva. Lee le caía muy bien a Elisa, porque siempre sonreía al verla, pero con quien más hablaba era con Méndez, que en aquel momento le mostró toda la dentadura brillando en su rostro moreno. A ella ya no le impresionaban tanto los militares como al principio: había descubierto que detrás de aquellos duros caparazones de metal y cuero había personas, y ahora se fijaba más en estas últimas que en el disfraz.
Cruzaron frente al almacén donde se guardaban municiones, armas, equipo técnico y el depurador de agua potable y Nadja eligió una vereda paralela al muro de jungla.
La famosa selva, que a Elisa le parecía de lejos no más que un breve trecho de árboles y barro, se volvió mágica cuando se adentró en ella. Saltó como una niña sobre las enormes raíces musgosas, se maravilló con el tamaño y la forma de las flores y escuchó los infinitos sonidos de la vida. En un momento dado, un avión de aeromodelismo de color negro y marfil le pasó zumbando frente a los ojos.
– Caballito del diablo gigante -explicó Nadja-. O libélula helicóptero. Esas manchas negras en las alas son pterostigmas. En ciertas culturas del sudeste asiático los identifican con almas de muertos.
– No me extraña -admitió Elisa.
De pronto Nadja se agachó. Al levantarse sostenía sobre la palma una botellita pintada de rojo, negro y verde como el elixir de un brujo, con seis brillantes asas de azabache.
– Una cetonia. O quizá un crisomélido, no estoy segura. Escarabajos, para los ignorantes. -Elisa estaba asombrada: nunca había visto ningún escarabajo con esos fantásticos colores-. Tengo un amigo francés experto en coleópteros a quien le encantaría estar aquí -agregó Nadja, y depositó el escarabajo en tierra. Elisa se burló de sus amistades.
Su amiga le señaló también una familia de insectos palo y una mantis flor de bellísimos tonos rosados. No es que vieran ningún animal mayor que un insecto (solo un lagarto de vivos colores), pero eso era típico de las selvas, según Nadja. Las criaturas de la jungla se escondían de las demás, se mimetizaban, se camuflaban para salvar la vida o arrebatarla. La selva era un escenario de disfraces terribles.
– Si viniéramos de noche con infrarrojos quizá veríamos loris. Son prosimios nocturnos. ¿No has visto nunca una foto? Parecen peluches de ojos asustados. Y esos gritos… -Y Nadja se quedaba quieta como una escultura de azúcar glas en medio de aquella catedral verde-. Probablemente gibones…
El lago ocupaba una amplia extensión con una zona de marjal al norte repleta de manglares. Nadja le mostró la pequeña fauna del marjal: cangrejos, ranas y culebras. Luego bordearon el lago, de color verde oscuro a esas horas del crepúsculo, hasta los arrecifes de coral y hallaron un remanso fronterizo con el océano que parecía tallado en esmeralda. Tras examinar cuidadosamente el lugar, Nadja se despojó de la ropa e invitó a Elisa a hacer lo mismo.
Existen momentos en que pensamos que todo lo que hemos vivido hasta entonces ha sido falso. Elisa había experimentado algo así con las imágenes del Vaso Intacto y las Nieves Eternas, pero ahora, en otro orden de cosas, chapoteando en aquella masa límpida y templada, desnuda como las nubes, al lado de otra persona desnuda como ella, volvió a sentirlo, quizá, con más intensidad. Su vida entre cuatro paredes emborronadas de ecuaciones se le antojó tan falsa como su reflejo aterciopelado en la superficie del agua. Toda su piel, cada uno de sus poros bañados en aquel frescor, parecía gritarle que podía hacer cualquier cosa, que carecía de trabas y el mundo le pertenecía por completo.
Miró a Nadja y supo que sentía lo mismo.
No hicieron nada fuera de lo común, sin embargo. A Elisa le bastó con el pensamiento para ser feliz. Creyó comprender que la diferencia -sutil- entre un paraíso y un infierno puede estribar en hacer todo lo que se piensa.
Fue una tarde inolvidable. Quizá no de esa clase de experiencias que uno contaría a los nietos, suponía ella, pero sí de las que, cuando acontecen, hasta la última fibra del cuerpo reconoce haberlo estado necesitando.
Media hora después, y sin esperar a secarse, se vistieron y regresaron. Hablaron poco; el trayecto de vuelta lo hicieron casi en silencio. Elisa intuyó que habían pasado a otra clase de relación, más profunda, y ya no necesitaban del cemento de las palabras para permanecer juntas.
A partir de aquel punto las cosas, para ella, transcurrieron mejor. Regresó al laboratorio y a los cálculos, los días pasaron casi sin que lo percibiera y aquel 15 de septiembre sufrió un déjá vu al interrumpir de nuevo la música de Blanes con sus resultados. Se trataba de una cifra similar a la anterior, salvo en los últimos decimales.
La «Energía Jerusalén» fue presentada dos días después, pero hubo que esperar a que Craig y Marini terminaran de ajustar el acelerador. Por fin, el jueves 24 de septiembre todo el equipo se congregó en la sala de control -la «Sala del Trono», la llamaba Marini-, una vasta cámara de casi treinta metros de ancho y cuarenta de largo, la joya de la arquitectura prêt á porter de Nueva Nelson. A diferencia de los barracones, estaba construida solo con ladrillos y cemento y reforzada con materiales aislantes, para prevenir posibles cortocircuitos. En ella se encontraban los cuatro ordenadores más potentes y SUSAN, el acelerador supraselectivo, la niña mimada de Colin Craig, un dónut de acero de quince metros de diámetro y uno y medio de grosor a cuya circunferencia se adosaban los imanes que producían el campo magnético que aceleraba las partículas cargadas. SUSAN era el gran triunfo tecnológico del Proyecto Zigzag: a diferencia de la mayoría de aquellos aparatos, bastaban una o dos personas para manipularlo y realizar los infinitos ajustes necesarios; las energías que se alcanzaban en su interior no eran grandes, pero sí altamente exactas. A los lados de SUSAN, dos pequeñas puertas con dibujos de calaveras y tibias albergaban las cámaras de los generadores de la estación. Una escalera, a la que se accedía desde la cámara de la izquierda, permitían cruzar por encima del dónut y situarse en el centro para «tocar las intimidades de nuestra Niña», como decía Marini con toda su socarronería de galán meridional.
Sentado ante las pantallas telemétricas, Craig tecleó con ansiedad las coordenadas para dos grupos de satélites con el fin de que captaran imágenes del norte de África y las reenviaran a Nueva Nelson en tiempo real (la apertura de cuerdas solo podía realizarse con señales en tiempo real -«luz fresca», la llamaba el siempre imaginativo Marini-, cualquier proceso de almacenamiento distorsionaba el resultado). El área escogida abarcaba unos cuarenta kilómetros cuadrados y era más o menos la misma para ambos experimentos. De ella podían obtenerse imágenes de Jerusalén y de Gondwana, el megacontinente que, ciento cincuenta millones de años atrás, aún formaban Sudamérica, África, la península del Indostán, Australia y la Antártida. Cuando se recibieron las imágenes, los ordenadores las identificaron y seleccionaron, y Craig y Marini pusieron en marcha a SUSAN, que aceleró los haces de electrones resultantes y los hizo colisionar a las energías previstas.
Mientras este proceso tenía lugar, Elisa observó los rostros de sus compañeros. Mostraban tensión y avidez, aunque con su matiz peculiar: Craig, siempre contenido; Marini, exultante; Clissot, reservada; Cheryl Ross, misteriosa y práctica; Silberg, preocupado; Blanes, expectante; Valente, como si con él no fuera; Nadja, alegre; Rosalyn, mirando a Valente.
– Se acabó -dijo Colin Craig y se levantó del asiento frente a los mandos-. Dentro de cuatro horas sabremos si son visibles.
– Quien crea en algo que rece -contribuyó Marini.
No rezaron. En cambio, se abalanzaron sobre la comida. Había hambre, y el almuerzo fue distendido y rápido. Mientras aguardaban el análisis de las imágenes, Elisa volvió a recordar la sagrada tarde de dos semanas antes y se rió pensando que su amiga había sido su propio «acelerador»: le había dado energía para abrirse y descubrir que todavía era capaz de mucho esfuerzo. En aquel momento llegó a creer que tardes así volverían a repetirse mientras estuviera en la isla.
Después comprendió que aquella excursión había sido su última felicidad antes de que las sombras lo cubrieran todo.
– Hay imágenes.
– ¿De ambas muestras?
– Sí. -Blanes detuvo los comentarios con un gesto-. La primera corresponde a tres o cuatro cuerdas aisladas en algún lugar en tierra firme, unos cuatro mil setecientos billones de segundos atrás. O sea, hace ciento cincuenta millones de años.
– Período Jurásico -murmuró Jacqueline Clissot, como en trance.
– Así es. Y la mejor noticia no es ésa. Díselo tú, Colin.
Colin Craig, que ni durante los últimos y agotadores días había perdido su imagen de dandi en camiseta y vaqueros, se ajustó las gafas y miró a Jacqueline Clissot como si pretendiera invitarla a cenar.
– El análisis demuestra que hay criaturas vivas de gran tamaño.
El ordenador que digitalizaba las imágenes de las cuerdas estaba programado para detectar formas y desplazamiento de objetos, con el fin de seleccionar la presencia de posibles seres vivos.
Por un instante nadie logró decir nada. Entonces ocurrió algo que Elisa jamás olvidaría. Clissot, una mujer fascinante y asombrosa -«perfecta», la definía Nadja-, cuyo atuendo ofrecía la extraña impresión de llevar más objetos de metal encima (no al estilo de Ross sino de acero: colgantes, reloj, pulseras y anillos) que verdadera ropa, tomó aliento y dejó escapar una sola palabra que sonó a gemido:
– Dinos…
Nadja y Clissot se abrazaron en medio de los renovados aplausos, pero Blanes interrumpió las muestras de alegría alzando las manos.
– La otra imagen corresponde a la ciudad de Jerusalén hace algo más de sesenta y dos mil millones de segundos. Nuestro cómputo la sitúa alrededor de principios de abril del año treinta y tres de nuestra era…
– Mes hebreo de nisán. -Marini hizo un guiño hacia Reinhard Silberg; ahora todos miraban al profesor alemán.
– También hay criaturas vivas -dijo Blanes-. Son nítidas. El ordenador considera que, con un noventa y nueve coma cinco por ciento de probabilidad, son seres humanos.
Esta vez no hubo aplausos. La emoción que sobrecogió a Elisa fue casi puramente física: un temblor que parecía provenir de la médula de sus huesos.
– Una o varias personas caminando por Jerusalén, Reinhard -dijo Craig.
– O uno o varios monos amaestrados, si nos atenemos al cero coma cinco por ciento restante -sonrió Marini, pero Craig lo abucheó.
Silberg, que se había quitado las gafas, los miró a todos uno a uno, en silencio, como desafiándolos a sentir más alegría que él.
Tras una rápida y alborotada celebración con auténticas copas de champán (que la señora Ross había rescatado de la despensa), se reunieron en la sala de proyección.
– ¡Ocupen sus asientos, señoras y caballeros! -gritaba Marini-. ¡Vamos, apresúrense! La vite son corte!, como decía el Dante. La vite son corte!
– ¡Todos a sus puestos! -palmeó la señora Ross.
– ¡Abróchense los cinturones!
Casi con reluctancia comenzó el trajín de las sillas, los «¿te importa que me siente aquí?», las llamadas de cada cual reclutando a aquel a quien querían tener al lado en el momento en que las luces se apagaran. Como si fuéramos a ver una película de terror, pensaba Elisa. Cheryl Ross lo paralizó todo obligando a los que aún sostenían copas a que las apuraran y las llevaran a la cocina, lo cual, naturalmente, fue motivo de excusa para nuevas bromas («A la orden, señora Ross -dijo Marini-. Me da usted más miedo que el señor Carter, señora Ross») y nuevas dilaciones. Elisa se sentó al lado de Nadja, en la segunda fila. Blanes había empezado a hablar.
– … no sé lo que nos espera en esta pantalla, amigos. Ignoro lo que vamos a ver, si nos complacerá o no, o si nos revelará algo nuevo o algo que ya conocíamos… Solo puedo aseguraros que éste es el momento más grande de mi vida. Y os doy las gracias por ello.
– Reinhard, por favor, sé que estás deseando hablar, pero guarda tu discurso para el final -pidió Marini cuando finalizaron los emocionados aplausos-. ¿Colin?
Craig, que se hallaba al fondo manipulando el teclado del ordenador, alzó el pulgar.
– Todo listo, padrino -bromeó.
– ¿Puedes apagar las luces?
Elisa vio una última imagen antes de que la oscuridad le cerrara los ojos como unos párpados de acero: a Reinhard Silberg haciendo la señal de la cruz.
Y de pronto, sin saber bien por qué, deseó no haber ido nunca a Nueva Nelson, no haber firmado aquellos papeles, no haber acertado con sus cálculos.
Por encima de todo, deseó no estar allí sentada, aguardando lo desconocido.
– ¿Por qué?
– Porque la historia no es el pasado. La historia ocurrió ya, pero el pasado está ocurriendo. Si esta mesa no hubiese sido hecha alguna vez por un carpintero, no estaría aquí ahora. Si los griegos o los romanos no hubiesen existido, ni tú ni yo estaríamos aquí, o no estaríamos de la misma forma. Y si yo no hubiese nacido hace sesenta y siete años, tú no tendrías ahora quince ni serías esta jovencita tan guapa que eres. No lo olvides nunca: tú eres porque otros fueron.
– Tú no eres el pasado, abuelo.
– Claro que lo soy, y tus padres también… Hasta tú misma eres tu propio pasado, Elisa. Lo que quiero decirte es que el pasado constituye nuestro presente. No es una simple «historia»: es algo que sucede, que está sucediendo. No podemos verlo, ni sentirlo, ni modificarlo, pero nos acompaña siempre, como un fantasma. Y decide nuestra vida, y quizá nuestra muerte. ¿Sabes lo que pienso a veces? Es un pensamiento algo raro, pero me consta que eres muy inteligente, con todas esas matemáticas que sabes, y me comprenderás. La gente suele decir, con cierto temor: «El pasado no ha muerto». Pero ¿sabes lo que más me asusta a mí, Eli? No que el pasado no haya muerto, sino que sea capaz de matarnos…
La negrura se convirtió en sangre. Un color denso, casi pegajoso, cegador.
– No hay imagen -dijo Blanes.
– Pero no existe evidencia de dispersión -apuntó Craig desde el fondo.
El grito los sobrecogió a todos. Dejó en el aire un rastro de palabras apresuradas:
– ¡Por Dios, sí hay imagen! ¿No os dais cuenta? Jacqueline Clissot casi no apoyaba el trasero en su asiento de la primera fila. Se había doblado por la cintura, como si quisiera meterse en la pantalla.
Elisa comprobó que tenía razón: la luz roja permanecía impenetrable en el centro, pero en la periferia formaba como un halo. El significado no se hizo evidente hasta que el punto de vista de la cámara se desplazó segundos después.
– ¡El sol! ¡Es el sol! ¡Se refleja en el agua! -decía Clissot.
La imagen seguía desplazándose. El resplandor dejó de resultar molesto debido al cambio de ángulo, y pudo advertirse la curva oscura de una orilla en la parte inferior. El color consistía en diversos grados de rojo, pero se apreciaban formas alargadas y retorcidas. Elisa contuvo la respiración. ¿Ellos? Si era así, se trataba de los seres más extraños que había visto nunca. Le parecieron serpientes gigantescas.
Sin embargo, Clissot dijo que eran árboles.
– Un bosque jurásico. Eso deben de ser equisetos. O helechos arborescentes. ¡Dios, parecen tener kilómetros de altura! Y las plantas que flotan en ese lago, o lo que sea… ¿Licopodios anfibios gigantes…?
– Las palmeras son cicadáceas… -intervino Nadja-. Pero parecen más bajas de lo que pensábamos…
– Ginkgos, araucarias… -enumeraba Clissot-. Esos papás de allá… Secuoyas… David, un símbolo de su teoría… -La imagen dio un pequeño brinco hacia otra cuerda temporal y siguió moviéndose por la orilla-. ¡Espera, espera!… Quizá alguna de esas ramas sea… Puede que… -La paleontóloga agitó los brazos, enfurecida-. Colin, ¿por qué no paras la maldita película?
– No conviene detener las imágenes ahora -dijo Craig.
Hubo otro corte.
Y allí estaban.
Cuando aparecieron, Blanes, Nadja y Clissot se levantaron de sus asientos obligando a los demás a hacer lo mismo, como si se tratara de la película más emocionante de la historia ofrecida a un público enfervorizado.
– ¡La piel! -escuchó Elisa el jadeo de Valente, en la fila de atrás. Lo había dicho en castellano.
– ¿Eso es su piel?-gritó Sergio Marini.
Era, en verdad, un extraño espectáculo: los músculos cervicales y dorsales y las extremidades semejaban joyas, Fabergés inmensos, pedrerías torrenciales despeñándose bajo el sol. Des pedían tanta luz que costaba mirarlos. Elisa jamás habría podido imaginar algo así. Nada la había preparado para aquella imagen. Creyó comprender que se habían extinguido porque algo tan hermoso no podía sobrevivir junto al hombre.
Eran dos, inmóviles, fotografiados desde arriba. Se le ocurrió una idea muy extraña al ver sus enormes cabezas y largos cuerpos: que aquellas cosas se referían, de alguna forma, a ella; que no eran animales sino sueños que había soñado alguna vez (sueños de diablos, porque eso parecían, con aquellos cuernos), y que los demás estaban contemplando cómo era ella por dentro.
La escena dio otro salto hacia una nueva foto: uno se había desplazado hacia el borde del agua. Podía distinguirse su cola, afilada hasta lo imposible, en un color rojo moteado. Jacqueline Clissot gesticulaba y gritaba en francés. Parecía una candidata a la presidencia en el último día de campaña.
– ¡Antenas! ¿Cómo iba a sospechar nadie…? ¡No, espera! ¿Cuernos retráctiles… ?
– ¿Cuántos dedos tenían en las patas? ¿Alguien los contó? Quizá fueran Megalos… No, por las protuberancias… Allosaurus, casi seguro. Devoraban restos… ¡Nadja, debemos ver qué comían! Pero, ¡esas antenas…! ¡Oh, por favor…! -Clissot, convertida en el centro de la atención, no paraba de hablar. No había parado desde que habían visto las imágenes-. ¡Plumas en la cola y antenas en la cabeza! Los cráneos de allosaurus muestran hendiduras supraorbiculares que han sido siempre objeto de debate… Reconocimiento sexual, se dijo. Pero nadie sospechaba… ¡Nadie podía imaginar que fueran una especie de cuernos retráctiles, como los de los caracoles! ¿Cuál sería su función…? Quizá órganos olfatorios, o un sensorio para desplazarse por la jungla… Y esas plumas son la prueba de que poseían rituales de cortejo mucho más complicados de lo que suponíamos… ¿Cómo íbamos a poder…? ¡Estoy tan nerviosa! Necesito un vaso de agua…
La señora Ross ya lo traía, abriéndose paso entre Silberg y Valente. Las luces de la sala estaban encendidas, y a Elisa le pareció increíble que algo como lo que acababan de contemplar se hubiese proyectado en aquella habitación miserable, aquel cine doméstico de paredes prefabricadas con una decena de sillitas de plástico.
– ¿Cómo era posible ese brillo en la piel? -dijo Marini.
– ¡Qué lástima que no puedan verse los colores originales -se lamentó Cheryl Ross.
– La desviación al rojo era intensa -arguyó Blanes-. Las cuerdas de tiempo se hallaban a una distancia espacial equivalente a ciento cincuenta millones de años luz…
– Hay cosas que no conocíamos. -La paleontóloga había bebido todo el vaso de un trago y se secaba con el dorso de la mano-. Muchas cosas, en realidad… Los fósiles solo dan cuenta, la mayoría de las veces, de la osamenta… Por ejemplo, sabíamos que algunos tenían plumas… De hecho, los dinosaurios son los antepasados de las aves. Pero nadie había imaginado que ejemplares tan grandes pudiesen tenerlas…
– Gallinas gigantes carnívoras -dijo Marini, y soltó una carcajada nerviosa.
– ¡Oh, Dios, David, David! -Clissot abrazó impetuosamente a Blanes, que se quedó un tanto aturdido.
– Todos estamos muy contentos -resumió la señora Ross.
No todos.
Elisa era incapaz de definir con exactitud lo que sentía. Percibía como una tracción, una fuerza que desplazara su centro de gravedad, invitándola a caer. Un vértigo, pero no solo del equilibrio físico. Como si también su equilibrio emocional, y hasta moral, estuviesen amenazados. Quería permanecer atenta a las explicaciones de Clissot, pero no podía. Se apoyó en la pared. Intuía, de algún modo, que si se dejaba vencer se precipitaría por un abismo, y solo si resistía de pie lograría salvarse.
No todos igual.
Lo había sentido al abrazar a Nadja. También al acercarse a Rosalyn y a Craig. Curiosamente, pese a todo su entusiasmo, Clissot parecía neutra, y a Valente le ocurría otro tanto. El Impacto. Nos ha tocado a nosotros esta vez.
La alegría del resto del equipo continuaba, pero Silberg, sudoroso (aunque incapaz, al parecer, de quitarse la corbata), los reunió con su poderoso vozarrón.
– Un momento… Hemos olvidado las consecuencias del Impacto. Me gustaría que me dijerais qué estáis sintiendo…
A Elisa le habría gustado decirlo, pero no pudo. Vio que Blanes la miraba y huyó de la sala de proyección por la puerta lateral, en dirección a su cuarto. Al llegar se encerró en el baño. Tenía deseos de vomitar, pero solo logró arcadas secas. El baño pareció ondular entonces. Elisa se sujetó a las paredes como si se encontrara en el interior de un barco sin tripulación sometido al capricho de las olas. Sabía que se caería si seguía de pie, de modo que decidió apoyarse en el suelo, dobló las rodillas y sintió dolor en las rótulas al chocar contra la plancha metálica. Quedó a cuatro patas, con la cabeza gacha, como esperando que alguien viniera y se apiadara de ella. ¡No, no, que no venga nadie, que no me vean!
De pronto todo pasó.
El final fue tan inesperado como el comienzo. Se levantó y se lavó la cara. Volvió a identificar su imagen en el espejo. Era ella, no le sucedía nada. ¿Qué clase de pensamientos raros habían caminado como arañas por su mente? No podía entenderlo.
Y no quería perderse por nada del mundo la siguiente proyección.
Se trataba de una ciudad, en sí misma poco sorprendente; grande, hecha de piedra, pero con no demasiadas pretensiones. Sin embargo, al igual que le había ocurrido con la imagen de los dinosaurios, se impresionó de lo bella que resultaba. Había un deseo en aquellas formas, en la poderosa muralla que la rodeaba, en los bucles de calles y tejados, en la disposición de las torres, que constituía un golpe de hermosura para los ojos. Una perfección física y salvaje, alejada del mundo en el que ella vivía. ¿Hasta tal punto las cosas antes -objetos, ciudades, animales- eran tan hermosas? ¿O las actuales habían desembocado en tanta fealdad? Pensó que parte del Impacto podía deberse a eso: a la añoranza de la belleza perdida.
– El templo… El pórtico de Salomón no lo vemos… -Silberg era un cicerone en medio de la oscuridad-. La fortaleza Antonia… Eso de allá debe de ser el Pretorio, Rosalyn… Todo nos confunde, ¿eh? Todo es tan… nuevo… Y digo bien: nuevo. El edificio semicircular es un teatro… Hay cosas colgadas de las ventanas…
– Enseñas romanas -dijo Rosalyn Reiter con voz pesarosa.
Elisa contenía la respiración. Sabía que no lo verían. No tendrían tanta suerte. Era como encontrar una aguja entre millones de pajares vacíos.
Silberg afirmaba que era más probable verlo en la cruz que moviéndose por las calles. Pese a todo, Reiter y él habían procedido hacia atrás en el cómputo: el día 15 de nisán se citaba como el día de su muerte en los Sinópticos, y el 14 en Juan. Silberg se decantaba por Juan, lo cual equivalía a un viernes de abril. Poncio Pilatos había gobernado del 26 al 36 de nuestra era, por lo que destacaban dos fechas posibles: 7 de abril del 30 o 21 de abril del 33. Pero existía otro dato: Sejano, comandante de la guardia pretoriana en Roma y partidario de aplicar mano dura contra los judíos, había muerto en el año 32, y el emperador Tiberio se había manifestado en contra de esa postura. Si Sejano ya había muerto, se comprendían mejor las reticencias de Pilatos a la hora de condenar a aquel carpintero hebreo. Lo cual apuntaba al 33 como año más probable.
Silberg y Reiter habían escogido un tiempo preciso (una «apuesta», lo llamaba Silberg): los días de abril previos al 21 del año 33.
– Era una sola persona en una ciudad de setenta mil, pero armó cierto alboroto… Quizá… podamos ver algo indirectamente… Comprender algo por el movimiento de la gente… Pero no había gente por ninguna parte. La ciudad parecía vacía.
– ¿Dónde se ha metido todo el mundo? -inquirió Marini-. El ordenador encontró personas…
– Hay más cuerdas abiertas, Sergio -dijo Craig-. No sabemos a qué momento temporal exacto pertenece ésta… Quizá la gente estuviera…
Pero el siguiente corte hizo que Craig se interrumpiera. La cámara descendió hacia una calle en pendiente y hubo un salto hacia otra cuerda temporal. De pronto el silencio en la sala se convirtió en una tumba.
Por el lateral izquierdo de la pantalla despuntaba, inmóvil, una silueta.
Era negra como una sombra. Llevaba lo que parecía ser un velo sobre la cabeza y sostenía algo blanco, quizá una cesta. El zoom no permitía distinguirla con nitidez; de hecho, su imagen, estaba parcialmente disuelta. Ocasionaba cierto temor verla allí, en contraste con la claridad que la rodeaba: una silueta difusa y negra. Pero el aspecto no parecía dejar lugar a dudas.
– Una mujer -dijo Silberg.
Elisa reprimió un escalofrío. Pensaba que ni siquiera dos hierros al rojo acercándose a sus globos oculares le habrían hecho cerrar los ojos en aquel momento, no digamos el posible Impacto que sufriría. Atesoraba, devoraba la imagen con sus cristalinos hambrientos, bañada en la saliva de las lágrimas. El primer ser humano del pasado que contemplamos. Allí quieta, en la pantalla. Una mujer real que vivió realmente dos mil años antes. ¿Adónde iría? ¿Al mercado? ¿Qué llevaría en la cesta? ¿Habría visto predicar a Jesús? ¿Lo habría visto entrar en la ciudad a lomos de un asno y habría agitado un ramo?
La imagen pasó a otra cuerda no consecutiva y la figura pareció saltar varios metros, situándose en el centro. Continuaba inmóvil, envuelta en sus ropajes oscuros, pero su postura indicaba que había sido «fotografiada» desde arriba mientras caminaba de izquierda a derecha por la calle en pendiente.
Hubo otro salto. La figura no se desplazó esta vez. ¿Se habría detenido? El ordenador efectuó un zoom automático y se centró en la mitad superior de la imagen. Silberg, que había empezado a hablar, se interrumpió bruscamente.
Entonces sucedió algo que a Elisa le cortó la respiración. Tras otro corte, la figura apareció vuelta de lado, la cabeza alzada, como si estuviese mirando hacia la cámara. Como si los estuviera mirando a ellos.
Pero no fue eso lo que provocó los gritos y el revuelo de sillas y cuerpos en la oscuridad.
Fueron sus facciones.
Blanes era el único que permanecía realmente quieto, sentado en una esquina de la mesa. En la opuesta, Marini jugaba con un rotulador como un mago practicando su truco favorito. Clissot tamborileaba sobre la mesa. Valente parecía más interesado en contemplar la isla, pero su nerviosismo se notaba en el cambio constante de postura. Craig y Ross aprovechaban cualquier excusa -recoger vasos, servirlos- para ir y venir de la cocina. Silberg no necesitaba excusas: era un toro encerrado en un corral demasiado pequeño.
Elisa, sentada frente a Marini, los miraba a todos por turno, deteniéndose en los detalles, los gestos, lo que cada uno hacía.,. Eso la ayudaba a no pensar.
– Debe de ser una enfermedad -dijo Silberg-. Lepra, quizá. En aquella época era epidémica y devastadora. Jacqueline, ¿usted qué opina?
– Tendría que verla con más detenimiento. Es posible que se trate de lepra, pero… resulta extraño…
– ¿Qué?
– Que le faltaran los ojos y gran parte de la cara y, aun así, pareciera caminar como si pudiera ver perfectamente.
– Jacqueline, disculpe, no sabemos si caminaba «perfectamente» -apuntó Craig con educación parándose frente a ella-. Las imágenes saltaban. Entre cada una puede haber dos segundos de lapso, o quizá quince. No sabemos si andaba tambaleándose…
– Ya comprendo -asintió Jacqueline-, pero, por otra parte, el destrozo era demasiado grande para la lepra que conocemos. Aunque quizá, en aquella época…
– Ahora que mencionaste lo de ver… -interrumpió Marini-. ¿Cómo es posible que estuviera… mirándonos? ¿No os dio esa sensación?
– No tenía ojos -apostilló Valente con una sonrisa que semejaba una herida.
– Me refiero a que era como si nos presintiera…
– El «pre» son dos mil años. Un «pre» muy largo, ¿no cree?
– No nos presentía de ningún modo, Sergio -intervino Silberg-. Eso es lo que nos pareció, pero es completamente imposible…
– Lo sé, solo digo…
– Lo que ocurre -cortó Silberg- es que vimos lo que quisimos ver. No podemos olvidarnos del Impacto. Nos hace más suspicaces.
Una sombra penetró en el campo de visión de Elisa: era Rosalyn. Pobre Rosalyn. ¿Cómo lo estás llevando? Tanto Nadja como Rosalyn se habían retirado a descansar, después de que la escena de Jerusalén les produjera reacciones nerviosas. Nadja se había echado a llorar histéricamente mientras que la historiadora, en cambio, se había quedado rígida. Elisa nunca olvidaría el aspecto de Rosalyn Reiter cuando las luces se encendieron: de pie, los brazos a ambos lados del cuerpo, como una estatua que respirase. La gran diferencia: Nadja parecía asustada, Rosalyn asustaba.
En parte, aquella aura no había cambiado. Rosalyn entró en el comedor y se paró frente a todos, como una criada a la que hubiesen llamado para dar una orden.
– Rosalyn, ¿cómo te encuentras? -preguntó Silberg.
– Mejor. -Sonrió-. Mejor, de verdad.
Desvió la cabeza hacia Valente, que fue el único que no la miró. Luego pasó de largo y entró en la cocina. A través de la puerta abierta Elisa la vio ajustarse los pantalones cortos y deslizar la mano por la cara y el cabello, como si estuviera decidiendo qué hacer a continuación.
– Deberíamos saber medir las consecuencias del Impacto -sugirió Blanes.
– Estoy elaborando una prueba psicológica -les informó Silberg-, pero no creo que sea tan fácil como responder a unas cuantas preguntas. Y quizá no apreciemos ahora todas las consecuencias… Puede que sea como la propaganda subliminal: algo que queda dentro y después afecta. No lo sabemos, ni podemos saberlo aún.
La señora Ross pareció activarse de repente. Se dirigió a la puerta.
– Voy a ver qué tal sigue Nadja -dijo.
Elisa se prometió que también iría a verla.
La ausencia de la señora Ross dejó como un vacío, un agujero de presión por el que se filtrara parte del ánimo de todos. En la ventana donde se hallaba Valente volvía a llover con intensidad.
– No os riáis de mí, sé que es absurdo -comenzó Clissot-, pero me pregunto, siguiendo la idea de Sergio… ¿Hasta qué punto no puede haber una comunicación entre pasado y presente? Quiero decir… ¿Por qué esa mujer no podía percibirnos de algún modo? -A Elisa la posibilidad se le antojaba espantosa-. Sé que me lo habéis explicado muchas veces, pero aún no entiendo el fenómeno físico exacto de la apertura de las cuerdas de tiempo. Si se trata de abrir un agujero para ver hacia atrás, ¿no podría ser que la gente «de atrás» nos viera a través del mismo agujero?
Hubo silencio. Blanes y Marini intercambiaron una rápida mirada, como si estuviesen decidiendo quién respondería. O qué responder.
– Cualquier cosa es posible, Jacqueline -dijo Blanes al fin-. «El fenómeno físico exacto», usando tu expresión, no lo conocemos ninguno. Y nos movemos en un campo tan diminuto que las leyes que lo gobiernan son, en gran parte, desconocidas. En física cuántica existe el fenómeno del «entrelazamiento», por el cual dos partículas, aunque estén separadas entre sí billones de kilómetros, poseen una misteriosa relación, y lo que le ocurre a una afecta a la otra de inmediato. En el caso de las cuerdas de tiempo, creemos que la distancia temporal es un factor decisivo para que no se produzca entrelazamiento. Por eso no queremos realizar experimentos con el pasado reciente.
– Me temo que falté ese día a mis clases de física -sonrió Clissot.
Blanes hizo ademán de levantarse pero Marini se le adelantó.
– Yo tengo la tiza, maestro. -Se dirigió a la pizarra blanca que colgaba de la pared y dibujó una línea horizontal con el rotulador en la mano izquierda. Marini exhibía su zurdera con cierta elegancia-. Imagina que éste es el tiempo, Jacqueline… En este extremo estaría el momento presente, y en éste, un suceso acaecido hace mil años, por ejemplo. Al abrir sus cuerdas de tiempo creamos una especie de túnel llamado «agujero de gusano», un «puente» de partículas que conecta el pasado con el presente, al menos durante el instante de apertura… Igual sucedería si abriéramos las cuerdas de hace quinientos años… aunque en este caso el «puente» con nuestro presente sería mucho más breve. ¿Lo ves?
Clissot asintió. A Elisa el ejemplo le pareció perfecto.
– Pero ¿qué ocurriría si abriéramos las cuerdas de, supongamos, setenta años atrás? Según nuestro dibujo, el «puente» sería aún más pequeño… Y si lo intentáramos con períodos de diez, o cinco años antes… o un año… -Marini dibujó otros trazos. El último lo simbolizó con una línea vertical gruesa. El diagrama no ofrecía dudas.
– Entiendo -dijo Clissot: al final no habría ningún «puente». Ambos sucesos se unirían.
– Exacto: un entrelazamiento. -Marini señaló la línea vertical gruesa-. A distancias temporales cada vez más pequeñas, la posibilidad de interacción con nuestro presente se hace mayor. Es un esquema burdo, porque la verdadera explicación es matemática, pero creo que te ayudará a comprenderlo…
– Perfectamente.
Ric Valente se apartó de la ventana y entró en la cocina. De inmediato, Rosalyn y él se pusieron a hablar. Elisa no alcanzaba a oírlos.
– Por eso no nos preocupan los sucesos de hace quinientos o mil años -dijo Blanes-, pero no queremos volver a repetir una experiencia como la del Vaso Intacto…
Hubo un breve silencio.
– ¿Ocurrió algo que no sepamos en el experimento del Vaso Intacto? -preguntó Clissot.
– No, no -añadió Blanes con rapidez-. Lo que quería decir era que no volveré a afrontar nunca más esa clase de riesgo…
En la cocina se oyó un ligero alboroto. Cuando todos se volvieron, Valente les sonreía desde el interior y Rosalyn, enrojecida, miraba con semblante hosco.
– Discusiones amistosas -dijo Valente mostrando las palmas de las manos.
La puerta del comedor se abrió. Elisa estaba preparada para ver a Nadja, o quizá a Ross, pero no era ninguna de ambas Una voz que no escuchaba desde hacía varios días resonó e toda la sala.
– ¿Puedo hablar con ustedes un momento? -dijo Carter.
– ¿Cómo estás?
– Más tranquila.
La habitación de Nadja Petrova se hallaba casi a oscuras, apenas iluminada por una pequeña lámpara a pilas colocada en la mesilla. Elisa supuso que se la habría traído la señora Ross, que estaba trasteando en el baño. Se alegró al ver que su amiga parecía, en efecto, encontrarse mejor y que su visita le hacía una ilusión evidente (Nadja no era de las que ocultaban los sentimientos). Se sentó a un lado de la cama y le sonrió.
– Lo que no está nada bien son estas luces. -La señora Ross, siempre alegre, salió del aseo llevando una escalera portátil-. No solo se han fundido las bombillas: los casquillos están quemados. ¿Cuándo dices que pasó, Nadja? ¿Anoche? Qué curioso, en la habitación de Rosalyn ocurrió lo mismo el otro día… Deben de ser las conexiones. No puedo arreglarlo ahora, lo siento.
– No se preocupe, me apañaré con esta lámpara por las noches. Gracias.
– De nada, pequeña. Intentaré hablar con el señor Carter. Creo que entiende de enchufes.
Cuando la señora Ross cerró la puerta, Nadja se volvió hacia Elisa y le acarició el brazo con dulzura.
– Gracias por venir.
– Quería verte antes de acostarme. Y contarte los últimos chismes. -Nadja arqueó sus casi blancas cejas mientras la escuchaba-. Carter acaba de decirnos que ha recibido información por satélite: se aproxima un buen temporal a Nueva Nelson, un tifón, llegará a mediados de semana, pero lo más fuerte lo pasaremos el sábado y el domingo. Estas lluvias son solo el anuncio. La buena noticia es que tenemos vacaciones forzosas. No nos permitirán usar a SUSAN ni recibir imágenes telemétricas nuevas, y el fin de semana tampoco podremos encender los ordenadores, por si acaso fallara el generador principal y hubiera que usar el de emergencia. No te preocupes, tonta -se apresuró a decir al ver la cara que ponía su amiga-. Carter asegura que no se va a ir la luz…
La expresión de Nadja le borró la sonrisa. Cuando habló, su voz sonó como si un desconocido la hubiese sorprendido en medio de la noche y obligado a decir aquellas palabras.
– Esa… mujer… nos veía, Elisa.
– No, cariño, claro que no…
– Y su cara… Como si le hubiesen raspado las facciones con una cuchilla hasta arrancárselas…
– Nadja, basta… -Sintiendo una oleada de pura compasión, Elisa la abrazó. Permanecieron las dos así un rato, protegiéndose mutuamente de algo que no comprendían, en aquella habitación casi a oscuras.
Luego Nadja se apartó. La rojez de sus ojos era tanto mas notable debido a la blancura que los rodeaba.
– Soy cristiana, Elisa, y cuando respondí el cuestionario para este trabajo dije que daría cualquier cosa por poder… poder verlo alguna vez… Pero ahora ya no estoy tan segura… ¡Ahora ya no sé si deseo verlo!
– Nadja. -Elisa la sujetó de los hombros y le despejó el cabello de la cara-. Mucho de lo que sientes es consecuencia del Impacto. Ese ahogo que no te dejaba respirar, el pánico, la idea de que todo se relaciona de alguna forma contigo… Yo sentí lo mismo tras la imagen de los «dinos». Tuve que hacer verdaderos esfuerzos para superarlo. Silberg dice que habrá que estudiar mejor el Impacto, saber por qué nos ocurre a unos con unas imágenes y a otros con otras… Pero, en cualquier caso, se trata de una consecuencia psicológica. No debes pensar que…
Nadja lloraba en su hombro, pero sus sollozos fueron apagándose. Al fin solo persistieron el zumbido de los aparatos de aire y el repiqueteo de la lluvia.
Una parte de Elisa no podía evitar compartir el terror de Nadja: con Impacto o sin él, la imagen de la mujer sin facciones había sido espantosa. Al recordarla le parecía que la habitación se hacía más fría y la oscuridad más densa.
– ¿Acaso no te gustaron los «dinos»? -probó a bromear.
– Sí… Es decir, no del todo. Ese brillo de la piel… ¿Por qué os pareció tan bonito? Era repugnante…
– Ya. Tú prefieres los huesos, no el relleno.
– Sí, soy paleon… -Nadja luchó con el castellano.
– «Paleontóloga.»
Sonrieron. Elisa le acarició el pelo blanco y la besó en la frente. El cabello de Nadja, con su suavidad y su color de muñeca, la fascinaba.
– Ahora debes intentar descansar -dijo.
– No creo que pueda. -El miedo deformaba el rostro de Nadja. Sus facciones no eran ciertamente muy hermosas, pero cuando ponía aquella cara hacía pensar a Elisa en una doncella de cuadro antiguo pidiendo ayuda a un caballero-. Volveré a oír los ruidos… ¿Tú no los oyes ya? Esos ruidos de pasos…
– Ya te dije que era la señora Ross…
– No, no siempre.
– ¿Cómo?
Nadja no contestó. Era como si pensara en otra cosa.
– Anoche volví a oírlos -dijo-. Salí de la habitación y miré por las puertas de Ric y Rosalyn, pero no se habían movido de sus camas. ¿No oíste nada tú?
– Dormí a pierna suelta. Pero serían los hombres de Carter. O la señora Ross en la despensa. Hace una inspección semanal. Le pregunté y me confirmó…
Pero Nadja sacudía la cabeza.
– No era ella…, ni tampoco un soldado.
– ¿Por qué estás tan segura?
– Porque lo vi.
– ¿A quién?
El semblante de Nadja era como una máscara de nácar.
– Ya te dije que cuando escuché los pasos me levanté y salí. Miré en los cuartos de Ric y de Rosalyn, pero no me pareció que hubiese nada raro. Entonces di la vuelta para mirar en el tuyo… y vi a un hombre. -Le apretó un brazo con fuerza-. Estaba de pie junto a tu puerta, de espaldas, yo no podía ver su cara… Al principio creí que era Ric y le llamé, pero de repente me di cuenta de que no era él… Era un desconocido.
– ¿Cómo podías saberlo? -murmuró Elisa, aterrada-. El pasillo no tiene mucha luz… y dices que estaba de espaldas…
– Es que… -Los labios de Nadja temblaban, su voz se convirtió en un gemido de horror-… Me acerqué y me di cuenta de que, en realidad, no estaba de espaldas…
– ¿Qué?
– Le vi los ojos: eran blancos… Pero la cara estaba vacía. No tenía rostro, Elisa. ¡Te lo juro! ¡Créeme!
– Nadja, estás influida por la imagen de la mujer de Jerusalén…
– No, esa imagen la he visto hoy, pero esto me ocurrió anoche.
– ¿Se lo has contado a alguien? -Nadja negó con la cabeza-. ¿Por qué? -Cuando comprobó que su amiga no contestaría, Elisa agregó-: Yo te diré por qué. Porque en el fondo sabes que fue un sueño. Ahora lo ves de otra manera debido al Impacto…
Aquella explicación pareció surtir efecto en la joven paleontóloga. Se quedaron un instante mirándose!.
– Quizá tengas razón… Pero fue un sueño horrible.
– ¿Recuerdas otra cosa?
– No… Se acercó a mí y… Creo que me desmayé al verle… Luego aparecí en la cama… -«¿Ves?», le decía Elisa. Nadja volvió a apretarle el brazo-. Pero ¿no crees que puede haber alguien más, aparte de los soldados, Carter o nosotros?
– ¿A qué te refieres?
– Alguien más… en la isla.
– Es imposible -dijo Elisa estremeciéndose.
– ¿Y si hubiera alguien más, Elisa? -insistía Nadja. Apretaba el brazo de Elisa con tanta fuerza que le hacía daño-. ¿Y si hubiese alguien más en la isla que no supiéramos?
Sergio Marini hacía trucos de magia: era capaz de sacar un billete de tu oreja, partirlo por la mitad y recomponerlo con la mano derecha, como si la izquierda la reservara para cosas más serias. Colin Craig tenía grabados en su portátil los últimos grandes partidos del Manchester, y solía ver con Marini las retransmisiones de encuentros internacionales. Jacqueline Clissot enseñaba por doquier las fotos de su hijo Michel, de cinco años, a quien le enviaba correos electrónicos muy graciosos, y luego se sentaba a darle sensatos consejos a Craig, que sería papá por primera vez el año próximo. Cheryl Ross ya era abuela desde hacía dos años, pero no hacía calceta ni amasaba buñuelos sino que hablaba de política y le gustaba criticar a «ese inmenso idiota» de Tony Blair. Reinhard Silberg había perdido recientemente a su hermano debido a un cáncer, y coleccionaba pipas pero rara vez fumaba. Rosalyn Reiter leía novelas de Le Carré y Ludlum, aunque durante el mes de agosto su afición favorita había sido Ric Valente. Ric Valente trabajaba y trabajaba, en todas partes, a todas horas: ya había dejado de estar con Rosalyn, incluso de dar paseos con Marini y Craig, y esos ratos los dedicaba a trabajar. Nadja Petrova charlaba y sonreía: su gran afición era no estar sola. David Blanes quería estar solo para interpretar los laberintos de Bach al teclado. Paul Carter hacía ejercicio -barras y flexiones- junto a la casamata. En eso se parecía a ella, aunque lo que ella hacía era correr por la playa y nadar, cuando la lluvia y el viento se lo permitían. Bergetti jugaba a las cartas con Marini. Stevenson y su colega, también británico, York, solían ver las retransmisiones de fútbol junto con Craig. Méndez era muy chistoso y hacía reír a Elisa con cuentos que contados por cualquier otra persona hubiesen parecido bobos. El tailandés Lee era aficionado a la música New Age y a los aparatos electrónicos.
Así eran sus compañeros. Así fueron los dieciséis únicos habitantes de Nueva Nelson entre julio y octubre de 2005.
Ella nunca olvidaría aquellos pasatiempos banales que los definían, les otorgaban historia e identidad.
Jamás olvidaría. Por muchas razones.
La mañana del martes 27 de septiembre, Elisa se enteró de una noticia que le hizo mucha ilusión. Se la dijo la señora Ross (que era «como Hacienda», según definición de Marini, y lo sabía «todo sobre todo el mundo») durante el almuerzo. Elisa se pasó el resto de la comida decidiendo si debía o no hacerlo, e imaginando posibles resultados.
Al fin optó por ponerse pantalones largos. Podía parecer una estupidez (una «niñería», lo llamaría su madre), pero no le apetecía presentarse ante él en shorts.
Cuando se acercó a su despacho esa tarde oyó el picoteo de dos pájaros saltando sobre las teclas. Carraspeó. Llamó con los nudillos. Al abrir la puerta, se juró a sí misma que guardaría para siempre la imagen del científico sentado ante el piano eléctrico mientras su semblante parecía transportado a un paraíso privado donde ni siquiera la física tenía cabida. Se quedó en el umbral escuchándolo hasta que él se detuvo.
– Preludio de la primera partita en si bemol mayor erijo Blanes.
– Es preciosa. No quería interrumpirle.
– Vamos, pasa y no digas bobadas.
Aunque había estado varias veces en aquel despacho, se sintió algo tensa. Siempre se sentía algo tensa cuando entraba allí. Parte de la culpa la tenían el reducido tamaño de la habitación y el cuantioso número de objetos apilados, incluyendo la pizarra de plástico atestada de ecuaciones, la mesa con el ordenador y el teclado musical y la estantería de libros.
– Quería felicitarle -murmuró de pie, pegada a la puerta-. Me ha alegrado mucho la noticia. -Lo vio fruncir el ceño con los ojos achinados, como si ella fuese invisible y él escudriñase el aire para poder distinguir qué clase de criatura incorpórea le hablaba-. El señor Carter se lo dijo a la señora Ross… -De pronto, mientras se enjugaba los labios, pensó algo. Joder, no lo sabe todavía. Voy a tener que decírselo yo-. Lo ha filtrado una fuente extraoficial de la Academia Sueca esta mañana…
Blanes dejó de mirarla. Parecía haber perdido todo interés en la conversación.
– Solo soy un… ¿Cómo lo llaman?… «Firme candidato.» Todos los años lo soy. -Y rubricó la frase con un acorde de teclas, como si le indicase que prefería seguir tocando a hablar de chorradas.
– Se lo darán. Si no este año, el próximo.
– Claro. Me lo darán.
Elisa no sabía qué más añadir.
– Usted se lo merece. La «teoría de la secuoya» es… es un éxito rotundo.
– Un éxito desconocido -precisó él hablando de cara a la, pared-. Nuestra época se caracteriza, entre otras cosas, porque los pequeños éxitos los conoce mucha gente, los grandes unos pocos y los inmensos nadie.
– Éste sí lo conocerán -replicó ella con sincera emoción-. Habrá maneras de reducir el Impacto, o controlarlo… Estoy segura de que lo que usted ha conseguido terminará sabiéndolo todo el mundo…
– Ya basta de «usted». Yo, David; tú, Elisa.
– De acuerdo. -Ella sonrió, pese a que no le gustaba la escena que, sin querer, había provocado. Su pretensión era felicitarle y marcharse sin tener ocasión siquiera de escuchar su agradecimiento. Le parecía obvio que a Blanes su presencia no le interesaba un pimiento.
– Siéntate donde puedas.
– Solo venía a decirle… a decirte esto…
– Siéntate de una vez, caramba.
Elisa encontró un lugar sobre la mesa, junto al ordenador. Era estrecho, y el borde se clavaba en su trasero. Por fortuna llevaba pantalones largos. Blanes siguió mirando hacia la pared. Ella sospechaba que se disponía a hablarle de las injusticias que la sociedad perpetraba con pobres genios hispanos como él, por eso se le encogió el estómago cuando le oyó decir:
– ¿Sabes por qué no te dejaba responder en clase? Porque sabía que conocías la respuesta. Cuando yo doy clase, no quiero escuchar respuestas: quiero enseñar. Con Valente no me sentía tan seguro.
– Comprendo -dijo ella tragando una bola de saliva.
– Luego, cuando respondiste sin que te preguntara, y de esa manera tan tonta en que lo hiciste, cambié de opinión respecto de ti.
– Ya.
– No, no es lo que estás pensando. Déjame decirte algo. -Blanes se frotó los ojos y luego se estiró sobre el asiento-. No te lo tomes a mal, pero tienes uno de los mayores defectos que pueden tenerse en este puñetero mundo: pareces no tener defectos. Eso fue lo que me cayó peor de ti desde el principio. Es mejor, muchísimo mejor, provocar burla antes que envidia, recuérdalo siempre. Sin embargo, cuando me hablaste con ese tono de orgullo herido, me dije: «Ah, bueno, menos mal. Será bella, inteligente y trabajadora, pero al menos es una capulla arrogante. Algo es algo».
Se quedaron mirándose muy serios y de improviso ambos sonrieron.
Una amistad no es un logro tan difícil y esforzado como muchos creen. Tendemos a pensar que las cosas más importantes tardan en nacer, pero a veces una amistad o un amor surgen como el sol cuando hay nubes: un segundo antes todo era gris; un segundo después, la luz ciega.
En ese simple segundo, Elisa se hizo amiga de David Blanes.
– De modo que voy a decirte algo más para contribuir a que conserves ese defecto -añadió él-: aparte de ser una capulla arrogante, eres una estupenda colaboradora, la mejor que he tenido nunca. Eso te disculpa por haber venido a felicitarme.
– Gracias, pero… ¿no querías que te felicitara? -preguntó ella, titubeante.
Blanes replicó con otra pregunta.
– ¿Sabes lo que significa el Nobel en mi caso? La zanahoria. La «teoría de la secuoya» no está probada oficialmente, y no podemos revelar nuestros experimentos en Nueva Nelson porque constituyen «materia clasificada». Pero quieren darme una palmada en la espalda. Decirme: «Blanes, la ciencia lo admira. Siga trabajando para el gobierno». -Hizo una pausa-. ¿Qué te parece?
Ella lo pensó un rato.
– Me parece la opinión de un capullo arrogante -dijo, poniendo su típica expresión «cruel».
Esa vez ambos soltaron carcajadas.
– Uno a uno -dijo Blanes, enrojeciendo-. Pero te explicaré por qué creo tener razón. -Se pasó la mano por la cara, y de repente Elisa supo que llegaba el momento de hablar en serio. En la habitación no había ventanas, pero el rumor de la lluvia y el zumbido del climatizador se filtraban a través del revestimiento metálico de las paredes. Por un momento solo se oyeron esos ruidos-. ¿Has coincidido alguna vez con Albert Grossmann?
– No, nunca.
– Él me ha enseñado todo lo que sé. Lo quiero como a un padre. Siempre he pensado que la relación entre maestro y discípulo es mucho más intensa en nuestra especialidad que en otras. -Y tan cierto, pensó Elisa-. Los idealizamos hasta extremos inconcebibles, pero a la vez sentimos la imperiosa necesidad de superarlos. Creo que es debido a lo solitario que es este trabajo. En física teórica somos como monstruos encerrados en madrigueras… Transformamos la faz del mundo sobre el papel, Dios mío, somos realmente peligrosos… Pero me estoy desviando del tema… Grossmann es un tipo fuerte, un gran teutón, lleno de energía. Está retirado ya. Recientemente le diagnosticaron un cáncer… Esto no lo sabe nadie, así que no lo comentes… Te lo cuento para que entiendas qué clase de hombre es. No le da ninguna importancia a su enfermedad, y tiene mejor aspecto que yo, te lo juro. Dice que aún durará muchos años, y le creo. Estaba retirado ya en 2001, pero la noche en que obtuvimos la imagen del Vaso Intacto fui a su casa y se lo conté. Pensé que se alegraría, que me felicitaría. En lugar de eso me miró y dijo: «No, David», tan débilmente como si solo hubiese respirado. Y repitió: «No, David, no lo hagas. El pasado está prohibido. No te atrevas a tocar lo prohibido». Creo que en ese instante comprendí por qué se había jubilado. Un físico teórico se jubila cuando empieza a pensar que los descubrimientos están prohibidos. -Contemplaba las teclas blancas y negras con intensa concentración. Tras una pausa añadió-: De cualquier forma, quizá Grossmann tuviese razón en algo. En aquella época todavía no sabíamos nada del Impacto. Pero no hablo solo de eso. También de la empresa que financia el Proyecto Zigzag.
– Eagle Group -dijo Elisa.
– En efecto. Pero eso solo es la punta del iceberg. Debajo… ¿qué hay? ¿Te lo has preguntado alguna vez? Yo te lo diré: los gobiernos. ¿Y debajo? Negocios. El Impacto es una excusa. Lo que Eagle quiere ocultar a toda costa es el interés militar del proyecto.
– ¿Qué?
– Ponte a pensar. ¿De veras crees que toda la pasta que cuesta Zigzag viene de la pasión que despiertan Troya, el antiguo Egipto o la vida de Jesús? No seas ingenua. Cuando Sergio y yo les mostramos el Vaso Intacto aparecieron letreros de neón en la mente de los jerarcas: «¿Cómo podemos aprovechar esto contra el enemigo?» fue el primer titular que brilló en sus, complejos cerebros. «¿Y cómo podemos impedir que el enemigo lo use contra nosotros?» Ése fue el segundo. En cuanto a los Cristos, faraones o emperadores, son resultados interesantes, pero no decisivos en el cómputo total. -Elisa parpadeó., Nunca se le hubiese ocurrido aquella posibilidad. Ni siquiera alcanzaba a imaginar qué clase de uso militar podía darse al hecho de contemplar el pasado remoto. Pero Blanes empezó a levantar los dedos de la mano derecha respondiendo a sus dudas como si le leyera el pensamiento-: Espionaje. Captación de imágenes desde el espacio que pueden mostrar no solo lo que está ocurriendo ahora, sino lo ocurrido hace diez meses o diez años antes, cuando el enemigo no podía ni sospechar que estaba siendo espiado. Esto resulta útil para obtener datos de los campos de entrenamiento de terroristas, tan aficionados al nomadismo: hoy están aquí, mañana allí, y no dejan pruebas… O para el rastreo de atentados. No importa que la bomba haya estallado ya: se filma la zona y se busca lo sucedido en los días previos hasta dar con los culpables y el método exacto que utilizaron.
– Dios mío…
– Sí, Dios mío. -Blanes torció los labios-. El ojo de Dios viéndolo todo. El Gran Hermano del Tiempo. A ello hay que añadir el espionaje industrial y político, la búsqueda de pruebas de escándalos para expulsar a tal o cual presidente… Es una carrera contrarreloj entre Europa, financiadora del proyecto, y Estados Unidos, que seguramente han iniciado en cualquier isla del Pacífico su Zigzag personal. Hemos demostrado que con una simple cámara de vídeo puedes contemplar todo lo ocurrido en cualquier momento y en cualquier lugar del mundo… Zigzag ha desnudado a la humanidad, y los militares quieren ser los primeros mirones. Solo los frena una cosa, pequeña pero jodida. -Se llevó las manos al pecho-: Yo.
A Elisa no le pareció presunción. Era como si aquel papel no le gustara en absoluto. Sus siguientes palabras se lo confirmaron.
– Para ellos soy… ¿Cómo dice el bolero? -Y cantó-: «Soy como una espinita que se te ha clavado en el corazón…». Te juro que no me agrada ser un incordio para nadie. Me fui de Estados Unidos porque invirtieron en armas antes que en aceleradores, y me marcharé de Europa si Zigzag se destina a uso militar, pero soy consciente de que estoy aquí porque me pagan. Deseo darles lo que me piden, te lo aseguro, pero me niego a experimentar con el pasado reciente. -De pronto su voz revelaba inquietud-. Les he dicho que hay riesgos, y es cierto, Elisa… Muchos riesgos, créeme. No obstante, se trata de una postura personal. Sergio, por ejemplo, es más atrevido, aunque ha terminado dándome la razón. Por eso quieren que sigamos con nuestros juegos, para ver si topamos con algo que no implique tantos riesgos y que ellos puedan usar.
– No me dijeron nada de eso cuando me contrataron -comentó Elisa, asombrada.
– Claro que no. ¿Crees que a mí me lo han dicho todo? Desde cierto once de septiembre, el mundo ha dejado de dividirse en verdades y mentiras. Ahora solo disponemos de mentiras; el resto nunca lo conoceremos.
Hubo un silencio. Blanes contemplaba un punto en el suelo metálico. En algún remoto lugar atronaba la lluvia.
– Y lo peor, ¿sabes qué es? -dijo él de improviso-. Que si me hubiese negado, si hubiese obedecido a Grossmann y lo hubiese abandonado todo, nunca habríamos contemplado un, bosque jurásico, o las antenas de un dinosaurio, o una mujer caminando por la Jerusalén de tiempos de Cristo… Nada de eso me disculpa, pero al menos me explica. Es como tener un inmenso regalo y no poder compartirlo con nadie… De modo que, si me dan el Nobel, te lo regalaré. ¿Lo quieres? -Le apuntó con el dedo..
– Creo que no. -Elisa bajó de la mesa y estiró los bordes; de su breve camiseta hacia el vientre mientras sonreía-. Puedes quedártelo.
– Oye, tu obligación como discípula es hacerte cargo de las cosas que yo rechace. ¿Qué íbamos a hacer si no? ¿Tirarlo a la papelera?
– Dáselo a Ric Valente. Seguro que lo acepta encantado.
Volvieron a sonreír.
– Ric Valente… -meditó Blanes-. Un chico raro. Un alumno extraordinario, pero demasiado ambicioso… En Alighieri traté de conocerlo bien y me di cuenta de que no me gustaba. De ser por mí, no habría sido reclutado, pero Sergio y Colin están enamorados de él.
Ella permaneció un instante mirándolo. Luego dijo, antes de marcharse:
– Gracias.
Blanes alzó la vista.
– ¿Por qué?
– Por compartir conmigo ese regalo.
Mientras regresaba por el pasillo recordando fragmentos de la conversación, percibió que la lluvia había redoblado su fuerza. Sin duda se trataba del preámbulo del tifón. Pero la proximidad del temporal no la inquietaba: Carter había asegurado que no iba a representar ningún peligro, y ya se habían tomado «las medidas necesarias».
Y tenía razón. El tifón sería lo menos peligroso de todo.
Aquella tromba impedía el desarrollo de cualquier actividad en el exterior y apiñaba a los científicos en las habitaciones, encerrándolos en una atmósfera gris y aletargada. Elisa y sus colegas sufrían más ese aletargamiento, ya que el trabajo había cambiado de manos y ahora eran Clissot, Silberg, Nadja y Rosalyn quienes tenían cosas que hacer, mientras que los físicos podían permitirse un descanso. Ella solía reunirse con Clissot y Nadja en el laboratorio después de desayunar, y se distraía viéndolas estudiar milímetro a milímetro la imagen del Lago del Sol (como había sido bautizada, rechazándose otras propuestas como la de Marini, que pretendía llamarla «de las Gallinas Carnívoras»). Al principio asistía a aquellas sesiones muy animada, pero luego empezó a aburrirse con el trabajo minucioso de las dos paleontólogas. «Observa la extremidad anterior de A, Nadja. Compárala con la homolateral de B. Solo hay una falange en A, dos en B.» Elisa bostezaba. Si hace un par de días me hubiesen dicho que iba a hartarme de ver esto, me habría reído a carcajadas. Nos acostumbramos a todo.
Nadja se encontraba mucho mejor. Había logrado conciliar el sueño y su ansiedad había disminuido. Aunque tendría que presentarse a una revisión psicológica con Silberg la semana siguiente, nada parecía poder apartarla de aquella rutina diaria frente al ordenador.
Cada vez que veía a su amiga, Elisa pensaba en lo que le había contado la tarde de las proyecciones. Le parecía absurdo, fruto de su estado de nervios, pero albergaba dudas. ¿Cabía la posibilidad de que hubiese alguien más en la isla que ellos ignoraran? ¿Y por qué no? Llevaba dos meses y medio allí, y aunque creía conocer a todos y cada uno de sus habitantes, incluyendo a los soldados, los helicópteros iban y venían para reponer víveres y podía darse la circunstancia de que hubiese llegado algún militar de reemplazo y se alojara, junto con los otros, en la casamata. Pero, si así era, ¿por qué no se daba a conocer? ¿Y qué hacía explorando los barracones de noche y sin uniforme? Es absurdo. Nadja tuvo una pesadilla especialmente intensa. Luego la exageró con el Impacto.
Pero no podía quitarse de la cabeza la horrible fantasía de un hombre de ojos blancos mirándola desde las tinieblas.
La noche del sábado 1 de octubre, después de jugar (y perder) con Craig, Marini y Blanes varias partidas de póquer tras, la cena, Elisa se retiró a su habitación. A las nueve ya estaba en la cama y a las diez en punto se apagaron las luces.
El tifón parecía haber empeorado. Sonaba como si hubiese comenzado el día del juicio, una de esas apariciones dantescas en forma de águila o cruz sobrevolando los cielos. Pero tras las capas de aislamiento de aquellas paredes prefabricadas era fácil encontrarse como en una burbuja de metal. Nada se movía, todo estaba callado y tranquilo. Pese a ello, Elisa no podía conciliar el sueño.
Apartó la sábana y se levantó. Pensó en dar un paseo: podía ir hasta la cocina y prepararse un té. Recordó que Carter había prohibido el uso de todos los aparatos eléctricos. Y no le faltaba razón, porque habían comenzado los relámpagos, destellos silenciosos que revelaban retazos de la habitación. De todas formas, la idea del paseo le agradaba. No le haría falta ninguna luz adicional: le bastaría con las de emergencia. Además, se sentía capaz de recorrer el barracón de una punta a otra con los ojos cerrados.
Entonces se percató de algo.
Estaba mirando hacia la ventana cuando lo vio. Al principio creyó que soñaba.
Era un agujero. En la esquina superior izquierda de la pared, junto a la intersección con el techo y la pared del baño. Era elíptico, y tan grande que hubiese podido colarse por él de haber querido. Los «destellos silenciosos» no provenían de la ventana sino de aquella abertura que daba al exterior.
Se quedó tan aturdida preguntándose cómo podía haber sucedido tal cosa, que no se dio cuenta, al pronto, del otro detalle extraño.
Destellos silenciosos.
Silenciosos.
Estaba rodeada de silencio. Un silencio absoluto. ¿Dónde se había ido la tormenta?
Pero el silencio no era total: detrás de ella sonaba algo.
Esta vez no eran pasos cuyos ecos se filtraran por las paredes, sino los ruidos de una presencia inmediata y concreta. El roce de la suela de unos zapatos, una respiración. Alguien en su cuarto, dentro de su cuarto, con ella.
Le pareció como si su piel quisiera abandonarla: sus poros se convirtieron en diminutas limaduras de hierro rodeadas por un electroimán potente y se alzaron desde la nuca a los pies. Pensó que tardaba una eternidad en girar y mirar atrás. Cuando por fin lo hizo, distinguió una figura.
Se hallaba de pie junto a la puerta, algo más alejada de lo que le había hecho pensar el sonido de su respiración, completamente inmóvil. Los resplandores la revelaban parcialmente: zapatillas deportivas, bermudas, una camiseta. Pero la cara era una masa de tinieblas.
Un hombre.
Por un instante creyó que el corazón le reventaría de terror. Entonces lo reconoció, y casi le entraron ganas de reír.
– Ric… ¿Qué haces aquí? Menudo susto…
La figura no contestó. En lugar de eso, avanzó hacia ella sin apresurarse, con la levedad con que las nubes ocultan la luna. A ella no le cabía ninguna duda de que se trataba de Valente: la complexión, la vestimenta… Estaba casi segura. Pero, si era así, ¿qué pretendía? ¿Por qué no le hablaba?
– ¿Ric? -Nunca hubiese sospechado que aquella simple palabra iba a costarle tanto esfuerzo. Sintió dolor en la garganta al pronunciarla-. Ric, eres tú, ¿verdad?
Retrocedió un paso, luego otro. El hombre rodeó la cama y continuó acercándose, inmutable, en completo silencio. Se tomaba su tiempo. Los resplandores iluminaban bien sus bermudas y su camiseta de color oscuro, pero la cara seguía negra como un túnel bajo un techo de cabellos.
No es Ric Hay alguien más en la isla que no sabíamos.
Su espalda y sus nalgas se aplastaron contra la pared metálica y notó el frío en contacto directo con la piel. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que no llevaba ni una sola prenda encima. No recordaba haberse desnudado, lo cual la hizo sospechar que aquello no podía ser real. Estaba soñando, tenía que ser eso.
Pero fuera un sueño o no, ver aquella silueta aproximándose cada vez más en medio del silencio resultaba insoportable. Lanzó un grito. De niña, cuando tenía pesadillas, despertaba en el momento en que gritaba. Gritar -pensó siempre- le servía para romper la pesadilla y acabar con el horror.
Ahora no le dio resultado: abrió los ojos y el hombre seguía allí, cada vez más cerca. Ya podía tocarlo si alargaba el brazo. Su rostro parecía una casa deshabitada. Solo perduraban las paredes de las mejillas y, al fondo, en la oscuridad, el ladrillo rugoso de las vértebras. El resto estaba desprovisto de carne y huesos, era un segmento donde la realidad decía: NO, un hueco entre dos paréntesis, completamente negro…
Su cabeza es la guarida de una rata que le ha roído el rostro y vive en el cerebro. Porque hay alguien más en la isla que no sabíamos.
… completamente negro, salvo los ojos.
Se llama Ojos Blancos, y ha venido a verte, Elisa. A veros a todos, en realidad.
Una visita breve pero definitiva.
Ojos vacíos como abscesos.
No era una pesadilla. La había inmovilizado. La estaba…
Ojos como lunas enormes que, al mirarla, la hacían introducirse en aquella luminiscencia, la cegaban con su vacua blancura.
… por favor que alguien me ayude por favor esto es real por favor…
En ese instante se desató la oscuridad.
La oscuridad tenía una voz ridícula, ciertamente.
Sonaba a niño a quien acabaran de pegarle los mayores en el colegio tras arrebatarle su helado preferido. Era un «ay» constante y agudo. Era Ric Valente, a quien Elisa había mordido en algún sitio sensible de la anatomía de cualquier hombre por insensible que fuese. Y sus gritos resultaban tan ensordecedores que ella tenía ganas de ordenarle que callase so pena de volver a morderle en el mismo lugar, o quemarle las plumas, porque, ahora que se fijaba bien, Valente poseía plumas en el trasero y antenas en la cabeza, y movía todo aquello sobre ella. En realidad, se trataba de una gallina carnívora con importancia paleontológica que abría el pico para dejar escapar su algarabía. «Pero no debo reírme ni excitarme porque se trata de una pesadilla.»
O no del todo.
Veamos. Había hecho el amor por primera y última vez en su vida a los diecisiete, con un chico llamado Bernardo. La experiencia la había dejado tan traumatizada que no había querido repetir. Bernardo era amistoso, dulce, suave y romántico; pero en el momento en que la penetró se volvió un pistón desbaratado. La había agarrado de las nalgas emitiendo gorgoteos gruñidos, empujando, echando espumarajos. Ella había salido al cine con un ser humano y se había encontrado metida en la cama con una bestia rabiosa que intentaba una y otra vez encajarle algo entre las piernas mientras rugía: «Mmmmfff… Baffffff». No le gustó, la verdad. La vagina le dolió un montón y no se corrió. Al final, él la invitó a compartir un cigarrillo, le dijo: «Ha sido inolvidable». Ella tosió.
Un par de meses después, viniendo de Valencia, su padre se estrelló contra el coche de un borracho. No es que tuviera nada que ver una cosa con otra. NO, siempre que la follaran iba a ocurrir una desgracia, pero lo cierto es que se le quitaron las ganas de hacer la prueba.
De modo que… ¿por qué estaba ahora con aquel hombre en la cama? Desde luego, era mucho peor que Bernardo, mucho más feroz y de peores instintos. Ella había visto una película cierta vez (se había olvidado del título) en la que a la protagonista se la tiraba nada menos que el diablo, un ser que expelía vapores de azufre y tenía los ojos blancos y la picha (era de suponer) descomunal. Una idea completamente absurda, pero dímelo ahora aquí, con esta cosa encima… estos ojos como luces, mientras alguien que no soy yo (pero que debería serlo) está dejándome sorda gritando de esa manera…
Se despertó rodeada de tinieblas. No había ningún violador, ni encima ni debajo, y ella no estaba desnuda, sino con la camiseta y las bragas con que se había acostado. Tampoco había ningún agujero en la pared (qué ocurrencia). Sin embargo, algo le dolía allí dentro, como le había dolido también aquella primera vez. Pero no pudo concentrarse en eso porque notaba cosas mucho más inquietantes a su alrededor.
Los resplandores familiares estaban ausentes. No había focos sobre la estación, no había estación sobre la isla, quizá tampoco isla sobre el mar. Solo aquella estridencia terrible: un ulular enloquecedor que perforaba sus tímpanos. Una alarma.
Se incorporó, negándose aún a sentir miedo, y entonces oyó las voces, apretujadas en el estrecho espacio de decibelios que dejaba libre la vibrante campana. Las voces trajeron el miedo como trae la brisa el olor de una carroña: gritos en un inglés que ella no precisó traducir para comprender que algo grave había sucedido, porque existe un momento en cualquier urgencia en que la gente entiende todo lo que oye sin necesidad de descifrarlo. Las catástrofes son políglotas.
Se abalanzó hacia la puerta pensando en un incendio, y casi se dio de bruces contra un fantasma horripilante, blanco como la radiografía de un cuerpo humano clavada en la pared.
– ¡Se han i… i… ido todas…! ¡Las luces! ¡Todas! ¡Hasta la de mi… linterna!
Era cierto: ni siquiera se hallaban encendidas las de emergencia. La rodeaba la oscuridad más impenetrable. Pasó un brazo por los temblorosos hombros de Nadja procurando consolarla y echó a correr junto a ella, a tientas, descalza, pasillo arriba.
Un muro les impidió avanzar. De aquella pared emergía la voz de Reinhard Silberg, cuya silueta se recortaba en el resplandor de una linterna. Alzándose de puntillas para superar el obstáculo de Silberg, Elisa pudo ver también a Jacqueline Clissot, a quien el rayo de luz apuntaba desde abajo, y a Blanes forcejeando con el individuo que sostenía la linterna (un soldado, quizá Stevenson) en la embocadura del pasillo que llevaba al segundo barracón. ¡Quiero pasar! ¡No puede! ¡Tengo derecho…! ¡Le digo que…! ¡Soy el director científico…!
Se dio cuenta de que Nadja le estaba gritando algo desde hacía tiempo:
– ¡Ric y Rosalyn no están en sus cuartos! ¿Los has visto?
Intentaba improvisar una respuesta más larga que el «no» cuando, de súbito, el silencio se hizo puro.
Y, acompañándolo, la voz de alivio de Marini (lejana, procedente del segundo barracón: «Ah, al fin, coño»). La alarma, ya apagada, había dejado tantos ecos en los oídos de Elisa que no percibió que alguien más se acercaba por el pasillo detrás de Stevenson. Una mano enorme salió de la oscuridad, un rostro de piedra se encaró con Blanes.
– Calma, profesor -dijo Carter sin elevar la voz-. Calma todos. Ha habido un cortocircuito en el generador principal Eso disparó la alarma. Por eso no hay luces.
– ¿Por qué no se ha puesto en marcha el generador secundario? -preguntó Silberg.
– Lo ignoramos.
– ¿Las máquinas están bien? -inquirió Blanes.
Elisa nunca olvidaría la respuesta de Carter: la forma que tuvo de desviar los ojos, la rigidez de su rostro contrastando con cierta aparente blancura en las mejillas, el brusco descenso del tono de voz.
– Las máquinas, sí.
– Perdón, ¿alguien quiere más té o café? Voy a recoger las tazas.
La voz de la señora Ross surgió por sorpresa, como la de aquellos que rara vez hablan. Elisa se fijó en que era la única que estaba comiendo (un yogur, a cucharadas tranquilas pero incesantes). Se hallaba sentada a la mesa y su aspecto era mejor del que cabría esperar, no solo debido a lo ocurrido sino a que aún no había tenido tiempo de acicalarse y colgar de su cuerpo la joyería que solía llevar encima. Poco antes había estado haciendo té y café y repartiendo galletas, como una madre práctica que pensara que un mínimo desayuno era imprescindible para poder charlar sobre la muerte.
Nadie quería nada más. Tras atusarse el cabello, siguió con, el yogur.
Se habían reunido en el comedor: un grupo de rostros ojerosos y pálidos. Faltaban Marini y Craig, que estaban revisando el acelerador, y Jacqueline Clissot, dedicada a una tarea propia de su especialidad, pero totalmente insospechada antes de que aquella tragedia se produjera.
– En mi opinión -dijo Carter-, la señorita Reiter se levantó de madrugada por algún motivo, se dirigió a la sala de control y entró en la cámara del generador. Allí tocó donde no debía, provocó un cortocircuito y… El resto ya lo conocen. Cuando la doctora termine su examen, sabremos algo más. Carece de materiales para hacer una autopsia, pero ha asegurado que emitirá un informe.
– ¿Y dónde se ha metido Ric Valente? -preguntó Blanes.
– Ésa es la segunda parte. Aún no me la sé, profesor. Pregúntemela después.
Silberg, sentado a la mesa, en pijama, con la expresión extraña que muestran todos los rostros que usan gafas y de pronto aparecen sin ellas (las había dejado en el dormitorio y aún no había podido recuperarlas), las mejillas bañadas de lágrimas, abrió sus grandes manos mientras murmuraba:
– La puerta de la cámara del generador… ¿No estaba cerrada con llave?
– Así es.
– ¿Cómo pudo Rosalyn entrar allí?
– Con una copia, sin duda.
– Pero ¿para qué querría Rosalyn una copia de esa llave? -Elisa tampoco conseguía explicárselo.
– Un momento -dijo Blanes-. Colin me contó que hubo que esperarlo a usted para desconectar la alarma de la cámara del generador, porque solo usted poseía una llave, ¿correcto?
– Así es.
– Eso significa que estaba cerrada por fuera. Es decir, Rosalyn estaba encerrada. ¿Cómo pudo hacerlo sola?
– No he dicho que lo hiciera sola -precisó Carter rascándose los erizados pelos de su perilla grisácea-. Alguien la encerró allí.
Aquello parecía dar paso a otro nivel, otro plano de la situación. Blanes y Silberg se miraron. Hubo un silencio incómodo que Carter quebró.
– No obstante, no puede descartarse un accidente. Encerrada en la oscuridad, la señorita Reiter tropezaría, o tocaría esos cables sin querer…
– ¿No había luz en la cámara del generador? -preguntó Silberg-. Ella fue la que provocó el cortocircuito, ¿verdad? Entonces había luz antes de que ella tocara esos cables… ¿Por qué no la encendió?
– Quizá lo hizo.
– ¿Lo hizo o no? -Tomó el relevo Blanes-. ¿En qué posición estaba el interruptor?
– No me he fijado en ese detalle, profesor -contestó Carter, y Elisa percibió por primera vez cierta irritación en su tono de voz-. No obstante, si alguien la encerró en la oscuridad, pudo ponerse nerviosa y no encontrar el interruptor.
– Pero ¿por qué encerrarla? -Silberg miraba con expresión desconcertada-. Incluso si alguien quería hacerle daño… ¿por qué hacer eso? Hay muchas cosas que no encajan…
Carter rió por lo bajo.
– Muchas cosas no encajan en las tragedias, se lo aseguro., Lo sucedido debe de tener una explicación muy simple. En la vida real -añadió, acentuando ostensiblemente la palabra, «real»- las cosas casi siempre son simples.
– En la vida real que usted conoce, quizá sí, no en la que yo conozco -objetó Blanes-. Luego está la desaparición de, Ric. Nadja: ¿por qué no vuelves a contar lo que dices que encontraste en su cama?
Nadja asintió. Elisa, sentada junto a ella sobre la mesa, la sintió temblar sin necesidad de tocarla y le tendió un brazo e ademán protector.
– Cuando oí la alarma me levanté y salí al pasillo… Estaba sola, ninguno de mis compañeros se había levantado aún y… Bueno, quise despertarlos. Entonces comprobé que la cama de Rosalyn estaba vacía y en la de Ric había… No era exactamente un muñeco sino algo más burdo, hecho con la almohada, un par de mochilas cilíndricas… La sábana estaba en el suelo -agregó.
– ¿Por qué haría Ric algo así? -preguntó Blanes.
Por la mente de Carter parecía haber cruzado un pensamiento. Dijo:
– No los hubiese imaginado tan detectives a ustedes. Creí que eran físicos.
– La física se basa en emitir hipótesis, seguir pistas y hallar pruebas, señor Carter. Es lo que estamos intentando hacer ahora. -Blanes contempló a Carter con aquella mirada de párpados caídos que Elisa ya conocía-. ¿Cree que Ric podría estar escondido dentro de la estación?
– Tendría que ser el hombre invisible. Lo hemos registrado todo de arriba abajo. Aquí no hay muchos sitios donde ocultarse, en la isla sí.
Se abrió la puerta y entraron, en fila, Marini, Craig y Lee, el tailandés. Tanto Lee como Carter se hallaban literalmente empapados por la lluvia, como si hubiesen recibido una ducha con una manguera a presión. Stevenson, el soldado que les había impedido el paso aquella madrugada, y que ahora montaba guardia en el comedor, también estaba chorreando.
– Todo correcto -dijo Marini, aunque la tensión de su rostro parecía opinar lo contrario. Venía restregándose las manos con un trapo-. Los ordenadores funcionan correctamente y las pantallas siguen captando señales de los satélites…
– SUSAN también parece en perfecto estado -corroboró Craig-. Nadie tocó nada.
¿Quién tendría que haber tocado algo?, pensó Elisa distraídamente.
– ¿Lee? -dijo Carter.
– Ningún problema con el generador auxiliar, señor. -Lee se secaba el sudor con el dorso de la mano, o quizá la lluvia, y traía el uniforme abierto mostrando el blanco y nada musculoso tórax bajo la camiseta-. Hay electricidad de sobra. Pero el generador principal no tiene remedio… Todo quemado… Imposible repararlo.
– ¿Por qué no se puso en marcha el generador auxiliar cuando el principal dejó de funcionar? -preguntó Blanes, y Carter le pasó la pregunta a Lee con la mirada.
– Los cables de encendido se quemaron. El auxiliar solo pudo conectar la alarma. Pero ya he arreglado esos cables.
– ¿Es lógico que se quemen los cables de encendido de un generador auxiliar debido a un cortocircuito del principal? -indagó Blanes.
Un canto de pájaro electrónico los interrumpió. Carter desprendió una radio del cinturón y se oyeron palabras confusas y zumbidos de estática.
– York dice que han llegado hasta el lago y no hay ni rastro del señor Valente -explicó cuando cortó la comunicación-. Pero aún les queda isla por recorrer.
– ¿Y nosotros qué haremos?
Carter se llevó una mano a su enorme cuello de toro mientras hacía una pausa, aunque no parecía que la pregunta de Blanes le ocasionara especiales problemas. Era como si pretendiera crear expectación, como si pensara que llegaba el momento de enseñarles la verdadera vida a los sabihondos. Permanecía de pie bajo la única luz (ahorro en prevención de posibles cortes, decía) de las tres que normalmente alumbraban el comedor, y hacia él se dirigían todos los ojos. «Confíen en mí», parecía decir aquella figura robusta. En cierto modo, Elisa se alegraba de que hubiese una persona así entre ellos: jamás hubiese ido en compañía de Carter a bailar, cenar en un restaurante francés o siquiera a pasear por el parque, pero en aquella situación le gustaba tenerlo cerca. Tipos como él solo podían resultar agradables en las tragedias.
– Todo está reflejado en los contratos que han firmado. Yo asumo el mando hasta nueva orden, se prohíben todas las actividades científicas, se interrumpe el proyecto y hacemos las maletas. Para el mediodía el tiempo mejorará, y quizá puedan acudir los helicópteros desde nuestra base más cercana. Mañana no debe quedar nadie en Nueva Nelson, salvo el equipo de búsqueda.
Era una noticia esperada y, hasta cierto punto, deseada, pero fue recibida con grave silencio.
– Cancelar el proyecto… -dijo Blanes. Pese a lo ocurrido, Elisa fue capaz de comprender la tristeza que reflejaba su rostro.
– Párrafo cinco, anexo de confidencialidad -recitó Carter-: «En todas aquellas situaciones que impliquen riesgos desconocidos para el personal involucrado, el equipo de seguridad podrá decretar la interrupción indefinida del proyecto». Creo que la muerte de uno de sus compañeros y la desaparición de otro entran en la categoría de riesgos desconocidos. Pero hablamos de una «interrupción», no creo que dure para siempre… Lo que ahora me interesa es encontrar a Valente… Mientras tanto, no pierdan el tiempo: hagan el equipaje.
Elisa no tenía mucho equipaje que hacer. Terminó pronto de guardar lo que se hallaba en su habitación, pero al entrar en el baño para recoger el resto comprobó que las luces se habían fundido, sin duda tras el cortocircuito. El casquillo y las bombillas aparecían ennegrecidos, como quemados. Pensó en buscar a la señora Ross para pedirle una linterna.
Mientras caminaba por el pasillo, los pensamientos y preguntas se agolpaban en su cabeza. ¿Por qué huyó? ¿Por qué se ha escondido? ¿Ha tenido algo que ver con lo de Rosalyn? No quería pensar en Valente, ya que su imagen le traía a la memoria su extraño sueño. Y cuando lo recordaba se quedaba quieta y le costaba esfuerzo respirar.
No había soñado nada en toda su vida comparable a aquello en espanto, repugnancia y realismo. Había llegado, incluso, a examinarse buscando un rastro de la supuesta (violación) experiencia. Pero solo persistía cierto tenue dolor, cierta sensibilidad que terminó desapareciendo. Quiso imaginar que el sonido de la alarma unido a la historia que Nadja le había contado una semana antes habían sido los causantes de la pesadilla. No se le ocurría otra cosa.
Halló a Ross en la cocina, sumida en la contabilidad de las provisiones.
– Es curioso -dijo Ross tras escuchar su petición-, te ha ocurrido lo mismo que a Nadja la semana pasada… Pero no creo que se deba al cortocircuito, porque la luz de mi baño funciona bien… Deben de ser malas conexiones… En cuanto a darte una linterna… Déjame pensar… Últimamente la demanda de linternas ha superado todas las expectativas… -Y se echó a reír con aquella risita suave y cristalina que Elisa había escuchado por primera vez a su llegada a la isla, pero enseguida adoptó una expresión circunspecta, como si comprendiera que toda alegría estaba fuera de lugar esa mañana-. Te prestaría la mía, pero voy a bajar a la despensa, y si se va la luz de nuevo, maldita la gracia que me va a hacer golpearme las espinillas con los refrigeradores… Podrías pedirle a Nadja su lámpara… No, espera… Me dijo esta mañana que se le había estropeado…
– Bueno, es igual -dijo Elisa.
– Hagamos una cosa. Si no tienes demasiada prisa, buscaré más linternas abajo. Pensaba ir en cuanto terminara de anotar todo esto. Es preciso saber lo que dejamos atrás, porque estoy segura de que regresaremos pronto.
– ¿Puedo ayudarla?
– Muchas gracias, cariño. Ya que te ofreces… Solo dime qué productos quedan allí arriba, en el armario. Eres más alta que yo, no necesitas subirte a ninguna silla…
Elisa se puso de puntillas y empezó a enumerarlos. En un momento dado la señora Ross le pidió que se detuviera para poder escribir. Durante ese silencio dijo:
– Pobre Rosalyn, ¿verdad? No solo por… cómo ha… por su accidente, vamos, sino por todo lo que ha sufrido durante los últimos días.
No tuvo que aguardar demasiado para que Ross le contara su teoría. A la señora Ross le encantaba forjar teorías sobre sucesos y personas, eso había formado parte de su trabajo desde siempre («He sido asesora», le había dicho en cierta ocasión, sin especificar de qué ni con quién). Opinaba que Valente se hallaba escondido en algún lugar de la isla y aparecería antes de que se marcharan. ¿Y por qué se había escondido? Ah, allí había más tela que cortar.
– El señor Valente es un joven bastante anormal -apuntó-. Tiene bastantes papeletas para ganar el Concurso de Científicos Raros. Quizá pueda hacer latir más deprisa el corazón de ciertas mujeres, pero gran parte de su atractivo reside en su rareza. Eso fue lo que le gustó a Rosalyn de él. Él la dominaba y a ella le gustaba… ¿Llegas a las bolsas del fondo? ¿Podrías sacarlas? -Ross la ayudó, al tiempo que sujetaba los papeles con la boca. Luego dijo-: ¿No te ha sorprendido que Nadja encontrara la sábana en el suelo del cuarto de Valente? Si él quería hacer creer que seguía allí, ¿por qué dejó la sábana en el suelo? Parece que alguien entró antes que Nadja y descubrió su truco, ¿no?
Elisa se percató de que la señora Ross era mucho más perspicaz de lo que aparentaba.
– Te diré lo que creo yo -continuó Cheryl Ross-: Rosalyn estaba desesperada porque él ya no le hacía ningún caso, y esa noche se levantó y fue a su cuarto para hablarle, pero al quitar las sábanas vio que no estaba. Entonces lo buscó por la estación y lo halló en la sala de control. Seguro que fue allí, porque la puerta estaba abierta de par en par cuando llegué, y fui la primera en llegar, incluso antes que los soldados… Mi sueño es muy ligero y la alarma me puso en pie enseguida. Pero, a lo que iba… Quizá discutieron, como la semana pasada en la cocina, ¿te acuerdas? Puede que gritaran tanto que se metieran en el cuarto del generador para que nadie los oyese. Entonces ella recibió una descarga y él, asustado, se largó y cerró la puerta. Sin duda contaba con una copia de la llave. Los hombres son así de miserables, ya lo comprobarás a lo largo de la vida, jovencita: no hace falta que recibamos quinientos voltios para que nos dejen tiradas en cualquier sitio y salgan corriendo.
– Pero ¿por qué dejaría Ric una almohada en su lugar? ¿Qué estaría haciendo?
La señora Ross le guiñó un ojo.
– Eso sí que no lo sé. Y sería interesante saberlo, ya lo creo. -Stevenson las interrumpió en aquel momento: los helicópteros tardarían menos de lo previsto. La señora Ross se dirigió a la trampilla de la despensa-. Gracias por ayudarme. Te subiré la linterna enseguida.
Elisa regresó a la habitación y continuó con el equipaje. Su cerebro bullía de preguntas. ¿Por qué tuvo que hacer creer que seguía en la cama? ¿Y dónde se ha metido ahora? No escuchó abrirse la puerta a su espalda.
– Elisa.
Era Nadja. La expresión de su rostro (ya creía conocerla bien) hizo que se olvidara de Valente y se preparase para una nueva y horripilante sorpresa.
– Mira este borde… ¿Te fijas? Y ahora…
Los dedos de Nadja temblaban sobre el teclado. Llevaban quince minutos encerradas en el laboratorio de Silberg. Se habían metido allí porque Jacqueline Clissot continuaba examinando el cadáver de Rosalyn Reiteren el otro laboratorio, y no querían molestarla (y, en el caso de Elisa, tampoco ayudarla). Nadja había probado varias ampliaciones del rostro de la Mujer de Jerusalén hasta encontrar lo que buscaba. Se había negado a contarle su idea a Elisa: le dijo que pretendía que la tuviera por sí misma.
– He estado pensando en esto desde ayer. Quería asegurarme antes de comentártelo, pero después de que nos dijesen esta mañana que teníamos que irnos y que las imágenes se quedarían aquí ya no pude esperar más…
Carter lo había dejado claro, pese a las protestas de Silberg y Blanes: todas las imágenes obtenidas durante las pruebas -Nieves Eternas, Lago del Sol y Mujer de Jerusalén, todas salvo el Vaso intacto- eran material clasificado y no podrían salir de la isla. Por otra parte, Eagle Group había decidido, por razones de seguridad, que solo los participantes en el proyecto verían aquellas imágenes por el momento. No querían arriesgarse a que otros sufrieran las consecuencias del Impacto, cuyos verdaderos síntomas estaban por dilucidar. Elisa podía comprender todo eso, pero le parecía terrible que imágenes tan únicas como aquéllas se quedaran allí, sin más copias.
– Date prisa con lo que sea
– Espera un momento, solo… «Oh, puta» -exclamó Nadja en castellano-, la he perdido de nuevo… ¿De qué te ríes?
– «Oh, puta» -dijo Elisa.
– ¿No es una exclamación común en España? -objetó Nadja, distraída. De improviso apretó los puños-. Ah… Ya está. Mira.
Elisa se inclinó y observó la pantalla dividida: a la izquierda, un primer plano bastante nítido de las espantosas facciones de la Mujer de Jerusalén, devoradas hasta extremos inconcebibles, hasta el fondo del cerebro, según creía Elisa, todo el rostro convertido en un cráter sanguinolento. A la derecha, una especie de palos curvos o ramas partidas que solo le resultaban vagamente conocidas debido al brillo enjoyado que las recubría. Fue incapaz de comprender qué quería decir su amiga.
– ¿Y?
– Compara ambas imágenes.
– Nadja, no tenemos tiempo ahora de…
– Por favor.
De repente Elisa creyó comprender.
– Las patas de los dinos… están… ¿mutiladas?
La albina cabeza de Nadja se movía afirmativamente. Se miraron en la penumbra del laboratorio.
– Les faltan trozos, Elisa. Jacqueline cree que se trata de heridas producidas por depredadores o enfermedades. Y entonces se me ocurrió algo. Me parecía absurdo, pero decidí comprobarlo… ¿Ves estas líneas de corte, aquí y aquí? No hay marcas de dientes. Son muy semejantes a estas otras… -Apuntó hacia la cara de la Mujer.
– Tiene que ser una coincidencia, Nadja. Una casualidad, sin más. Una de las imágenes procede del año treinta y tres de la era cristiana, mientras que la otra es de hace ciento cincuenta millones de años…
– Ya lo sé. ¡Solo hablo de lo que veo! ¡Y de lo que tú también ves!
– Yo solo veo una cara destrozada…
– Y las patas de dos reptiles destrozadas…
– ¡No tiene sentido establecer una relación, Nadja!
– ¡Ya lo sé, Elisa!
Por un instante permanecieron mirándose desde muy cerca. Elisa sonrió.
– Creo que estamos perdiendo la chaveta con todo esto. Empiezo a alegrarme de que nos vayamos.
– Yo también, pero ¿no te parece una coincidencia muy rara?
– En todo caso es…
– Te contaré otra coincidencia. -Nadja bajó la voz hasta convertirla en un susurro, pero sus ojos claros y abiertos parecían gritar-: ¿Sabías que Rosalyn también vio al hombre?
Ella no tuvo necesidad de preguntarle a quién se refería. Se limitó a escuchar, estremecida.
– Una tarde, hace días, la encontré sola en su cuarto y entré a charlar con ella. No recuerdo cómo surgió el tema, creo que hablamos de lo mal que dormíamos, y yo le conté mi pesadilla… O lo que tú crees que fue una pesadilla. Ella me miró y me dijo que unos días antes había tenido un… sueño muy parecido. Se había asustado mucho. Había soñado con un hombre que carecía de rostro y cuyos ojos…
– Cállate, por favor.
– ¿Qué te pasa?
Elisa, de repente, se echó a reír.
– Anoche soñé algo parecido… Dios mío… -La risa se le partió dentro como una cáscara y brotó un llanto denso. Nadja la abrazó.
Ambas muchachas permanecieron juntas, jadeando, los contornos de sus cuerpos dibujados por la luz de la pantalla del ordenador. Elisa sentía miedo: no el temor vago que había experimentado a lo largo del día sino un miedo concreto, real. Yo también soñé con ese hombre. ¿Qué significa esto… ? Miró a su alrededor, hacia las sombras que las rodeaban.
– No te preocupes… -dijo Nadja-. Seguro que tú tienes razón, son pesadillas… Nos hemos influido mutuamente.
Ahora escuchaban voces desde el pasillo del barracón: Blanes, Marini… Era evidente que el éxodo se estaba poniendo en marcha.
En ese instante la puerta que comunicaba ambos laboratorios se abrió bruscamente, asustándolas. Jacqueline Clissot apareció en el umbral, avanzó algunos pasos como si pretendiera cruzar la habitación y se detuvo. A Elisa le llamó la atención su aspecto. Parecía como si Clissot se hubiese arrojado de cabeza, completamente vestida, a una piscina. Pero de inmediato comprendió que la humedad que pegaba su pelo a las sienes, hacía brillar su rostro y empapaba la blusa ceñida formando un cerco entre sus pechos y axilas, no era agua. La paleontóloga sudaba profusamente.
– ¿Has terminado ya, Jacqueline? -Nadja se levantó-. ¿Cómo ha…?
– ¿Habéis visto a Carter? -la interrumpió Clissot con una voz que a Elisa se le antojó demasiado firme-. Lo he llamado por radio dos veces y no contesta.
Las jóvenes negaron con la cabeza. Elisa deseaba conocer la opinión de Clissot sobre el examen del cadáver, pero no tuvo oportunidad de preguntarle nada: la puerta del pasillo se abrió y Méndez les habló en un inglés con acento:
– Lo siento, deben presentarse en la sala de proyección. Los helicópteros están llegando.
– Quiero ver al señor Carter -dijo Clissot. Abrió un contenedor y arrojó dentro una mascarilla de papel-. Es urgente.
Pero Méndez, de improviso, se había transformado en Colin Craig.
– Perdón. ¿Alguien de ustedes ha visto a la señora Ross?
– Quizá esté en la despensa -dijo Elisa.
– Gracias. -Craig esbozó otra sonrisa cortés y desapareció.
– Necesito ver a Carter antes de irnos… -insistió Clissot, dirigiéndose a las dos muchachas-. Si lo veis, decídselo. Voy a buscarle al helipuerto. -Luego siguió los pasos de Craig y desapareció por el corredor.
– Parece nerviosa -murmuró Nadja.
– Todos lo estamos.
– Pero ella no estaba así antes…
Elisa sabía lo que quería decir. Antes de ver a Rosalyn.
– Otra vez con tus fantasías -le dijo. Pero se preguntaba qué podía haber encontrado Clissot en el cadáver de Rosalyn que fuera tan urgente comunicar-. Venga, vamos a dejar esto como estaba…
Mientras ayudaba a Nadja a cerrar el ordenador y guardar los archivos, pensaba que quería marcharse de allí. La isla, de repente, se le hacía insoportable, con aquellas idas y venidas, entradas y salidas de gente, barullo de soldados. Deseaba volver a sentir la soledad de su casa, o de cualquier otra casa.
– Enseguida voy -dijo Nadja-. Me quedan algunas cosas en la habitación.
Se separaron en el pasillo y Elisa se dirigió a la salida. Afuera parecía haber dejado de llover, aunque el día seguía gris. Con todo, le apetecía asomarse al exterior. Los barracones la agobiaban.
Cruzó frente al comedor, y estaba a punto de llegar a la salida cuando oyó los gritos.
Surgían bajo sus pies. Casi los podía sentir percutiendo en las suelas de sus zapatos, como el inicio de un terremoto. Por un instante no comprendió, pero enseguida cayó en la cuenta. La despensa. Corrió al comedor y lo encontró vacío.
O no exactamente: Silberg había llegado primero (quizá ya estaba allí) y se dirigía a la cocina a toda prisa.
El estómago se le convirtió en un puño de piedra mientras seguía al profesor alemán hasta la cámara donde se hallaba la trampilla abierta de la despensa. Silberg se metió por ella y empezó a descender. Al lado de Elisa se materializó una sombra.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Nadja, jadeante-. ¿Quién grita de esa forma?
Silberg se había detenido. La mitad de su cuerpo se hallaba fuera de la trampilla, como si estuviese haciendo cola para poder bajar, o como si contemplara algo que hubiera a sus pies.
Ahora los gritos eran diáfanos, y se mezclaban con toses y jadeos. Al principio Elisa había pensado en la señora Ross, pero se trataba de la voz de un hombre.
Entonces Silberg hizo algo que la dejó horrorizada: alzó su corpachón, subió de espaldas los tres peldaños de la escalera que había bajado y se apartó de la trampilla gesticulando con sus grandes manos mientras sacudía la cabeza.
– No… No… No… -gemía.
Ver a aquel hombre inmenso sollozar como un niño castigado, todo el semblante convertido en una masa de cera, la impresionó más que los gritos. Pero lo que sucedió a continuación resultó peor.
Por la trampilla se alzaron otras manos, enguantadas. Un soldado. No traía casco ni metralleta, pero Elisa lo reconoció enseguida. El joven Stevenson parecía querer escapar de algo: corrió hacia la pared, junto a Silberg, luego hacia la opuesta, tambaleándose como un boxeador que hubiese recibido el puñetazo decisivo del combate. Por fin cayó de rodillas y empezó a vomitar.
La trampilla seguía abierta, negra, paciente, como diciendo: «¿Quién viene ahora?». Una boca sin dentadura que aguardara comida.
Elisa dio un paso hacia ella, y en ese instante alguien la apartó de un empellón.
– ¡No puede entrar! -rugió Carter. Llevaba una pistola en la mano-. ¡Quédese aquí! ¡Quédense todos aquí! -En la otra mano sostenía una linterna encendida, sin duda tanto o más útil que la pistola, porque cuando terminó de bajar la escalera la oscuridad pareció engullirlo.
Ahora había mucha gente en la cámara: otro soldado (era York), de botas y pantalones manchados de barro, intentaba tranquilizar a Stevenson sin resultado; Blanes y Marini discutían con Bergetti… Bajo tierra también había confusión. Elisa distinguió perfectamente la voz de Colin Craig: ¡En la pared! ¿Es que no lo ve? ¡En la pared!
En medio del aturdimiento, le pareció casi seguro que había sido Craig quien había estado gritando todo el tiempo. Rápidamente, tomó una decisión. Esquivó a Nadja y se introdujo en la trampilla. Bajó los primeros escalones maquinalmente.
Punto por punto, escena por escena, mientras descendía, revivió lo sucedido aquella madrugada, el mismo horror de voces y tinieblas, de confusión y sombras. Con una diferencia: en esa ocasión no logró seguir avanzando, pero no debido a ningún obstáculo sino a una visión.
Nunca se le olvidaría. Pasarían los años y seguiría recordando aquello como la primera vez, como si el tiempo, en comparación, no fuese más que un engaño, un disfraz que camuflara un presente constante e inamovible.
Carter se hallaba al fondo, en la cámara de los refrigeradores, y su linterna era la única luz en toda la despensa. Elisa podía ver su silueta recortada contra aquel resplandor. Lo demás, lo que no era la sombra negra de Carter, consistía en un color denso, pastoso, que parecía cubrir por completo las paredes, suelo y techo de la cámara del fondo.
Rojo.
Era como si alguna bestia gigantesca se hubiese tragado a Carter y éste se encontrase en el interior del estómago del monstruo, a punto de ser digerido.
No pudo seguir bajando. Aquella escena la paralizaba. Se quedó en mitad de la escalera, igual que Silberg, y notó que alguien la agarraba del brazo (un soldado: veía su mano enguantada). Escuchó un mareante vértigo de órdenes en inglés procedente de las profundidades:
– ¡Que nadie se acerque…! ¡Fuera los civiles! ¡¡Fuera los putos civiles!!
Las manos que tiraban de ella la sostuvieron de las axilas, alzándola de nuevo hacia la luz.
En ese instante oyó el trueno, y la luz se hizo enorme.
– Fue entonces cuando morimos todos -le dijo Elisa a Víctor diez años después.