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V LA REUNIÓN

El futuro nos tortura, el pasado nos encadena.

GUSTAVE FLAUBERT

20

Madrid,

11 de marzo de 2015,

23.51 h

– Perdí el conocimiento. Recuerdo la pesadilla de un viaje en helicóptero. Me despertaba, volvía a desmayarme… Me inyectaron sedantes. Durante el trayecto me explicaron que el almacén junto a la casamata militar, que contenía sustancias inflamables, había estallado porque uno de los helicópteros que estaban aterrizando había perdido el control accidentalmente y se había estrellado contra él. Los soldados Méndez y Lee, que se hallaban fuera, habían muerto en la explosión junto con los tripulantes del helicóptero. El sector militar quedó destruido y la sala de control sufrió graves desperfectos. Los laboratorios se desplomaron por completo. En cuanto a nosotros… tuvimos «suerte». Eso nos dijeron. -Lanzó una risita-. Nos encontrábamos a resguardo en la cocina, y eso fue una «suerte»… Pero daba igual, porque ya estábamos muertos y no lo sabíamos. -Tras una pausa agregó-: Por supuesto, no nos contaron toda la verdad.

Víctor la vio alzar la mano izquierda y experimentó un sobresalto.

Vigilaba cada uno de los movimientos de Elisa desde que ella le había pedido que se introdujera en aquella área de servicio y aparcara el coche. No era que no se fiara, pero la historia que estaba escuchando, la noche que los envolvía y aquel enorme cuchillo que aún le veía sostener distaban de resultarle elementos tranquilizadores.

Sin embargo, lo único que Elisa hizo fue consultar su reloj-ordenador.

– Se nos ha hecho tarde, son casi las doce. Imagino que tendrás muchas preguntas, pero antes debes decidir una cosa… ¿Me acompañarás a esa reunión?

La misteriosa reunión de las doce y media. Víctor la había olvidado, absorto como estaba con aquella increíble historia. Movió la cabeza asintiendo.

– Por supuesto, si tú… -comenzó. Súbitamente, su propia sombra y la de ella cobraron vida en el techo y los laterales de la cabina, proyectadas por un resplandor en el cristal posterior. Al mismo tiempo se oyó un crepitar de guijarros bajo unas ruedas.

– ¡Por Dios, arranca! -gritó Elisa-. ¡Vámonos de aquí!

Víctor pensó por un instante que no iba a poder cumplir con su papel de conductor experto, pero la realidad le demostró lo contrario. Hizo girar la llave de contacto y aceleró casi a la vez. Las llantas se aferraron al asfalto y saltaron con un chirrido que le evocó chispas en la imaginación. Tras una habilidosa maniobra logró mantener el control.

Cuando regresaron a la carretera de Burgos comprobó dos cosas, a cual más satisfactoria: que la furgoneta, o lo que fue aquel vehículo que se les había aproximado, no los seguía (quizá todo se había tratado de una coincidencia), y que, pese miedo que sentía y le hacía temblar como un viejo despertador sonando en una mesilla, empezaba a pensar que estaba viviendo la aventura de su vida, y nada menos que junto a Elisa.

La aventura de su vida.

Esto último le hizo sonreír, incluso se permitió aumentar la velocidad (nunca lo hacía) por encima del límite establecido. No quería quebrantar la ley, solo hacer una excepción durante una noche. Se sentía como si llevara una embarazada con dolores de parto a un hospital. Por una vez podía permitírselo. Elisa, que había girado el cuerpo para mirar atrás, volvió a reclinarse en el asiento, jadeando.

– No nos siguen. Aún no. Quizá podamos… ¿No tienes ordenador de conducción?

– No, ni siquiera GPS o Galileo. Nunca he querido ponerlos. Tengo un mapa de carreteras, a la manera clásica, en la guantera… Caray, menudo susto… Nunca creí que sería capaz de arrancar y salir pitando de esta forma… -Moderó un poco la velocidad mientras se mordía el labio-. Luis «Lo-opera» tendría que haberme visto. -Y añadió hacia ella-: Hablo de mi hermano.

Elisa no lo escuchaba. Durante un minuto él la vio desplegar rectángulos de papel y buscar algo bajo la luz amarilla de la cabina. El pelo negro carbón volcado hacia delante le impedía gozar de su hermoso rostro.

– Continúa hasta San Agustín de Guadalix y toma el desvío hacia Colmenar.

– De acuerdo.

– Víctor…

– ¿ Sí?

– Gracias.

– No digas eso.

Sintió los dedos de ella acariciando su brazo y recordó cierta vez, durante unas vacaciones invernales que había pasado con la familia de su hermano, en que la súbita proximidad de una hoguera le había producido un hormigueo similar.

– Ahora se admiten ruegos y preguntas -murmuró ella, plegando el mapa.

– Aún no me has dicho lo que ocurrió realmente en la despensa. Afirmas que no te contaron toda la verdad…

– Lo haré enseguida. Primero intentaré contestar las dudas que te hayan surgido sobre lo que has escuchado hasta ahora.

– ¿Las dudas que me han surgido? Si me preguntaras quién soy en este momento, te aseguro que dudaría… No sé por dónde empezar. Todo es tan… no sé…

– Extraño, ¿verdad? Lo más extraño que jamás has oído. Y por la misma razón, debemos comportarnos como jamás nos hemos comportado. Si queremos entenderlo, debemos ser extraños, Víctor.

A él le gustó esa comparación. Sobre todo que se lo dijera una tía así, vestida con aquella camiseta de escote tan abierto cazadora negra de cremallera y vaqueros, y portando aquel cuchillo, mientras iban a doscientos por hora en plena noche. Si extraños. Tú y yo. Strangers in the night. Aceleró un poco más Luego pensó que habría más personas en aquella reunión a la que iban y ya no podrían estar solos. Eso le desanimó ligeramente.

Se decidió por una pregunta preliminar.

– ¿Tienes pruebas de… de todo esto? Quiero decir… ¿Guardaste alguna copia de las imágenes de los dinosaurios y… de esa mujer de Jerusalén?

– Ya te expliqué que no nos permitieron quedarnos con nada. Y en Eagle aseguran que las únicas copias se destruyeron con la explosión. Quizá sea otra mentira, pero es la que menos me importa.

– ¿Y cómo es que la comunidad científica no sabe nada? Ocurrió en 2005, hace diez años… Los grandes éxitos tecnológicos no pueden mantenerse ocultos tanto tiempo…

Elisa meditó la respuesta.

– La comunidad científica la formamos los científicos, Víctor. Muchos de nuestros colegas de los años cuarenta admitían la posibilidad de producir bombas por fisión nuclear, pero se llevaron la misma sorpresa que el público general cuando vieron a millares de japoneses saltar por los aires. Una cosa es lo que consideras posible y otra, muy distinta, verlo suceder.

– Aun así…

– Mi pobre Víctor… -dijo ella, y él la miró fugazmente-. No te has creído una sola palabra, ¿verdad?

– Claro que te he creído. La isla, los experimentos, las imágenes… Solo que… son demasiadas cosas para mí en una sola noche.

– Piensas que estoy delirando.

– ¡No, eso no es cierto!

– ¿Realmente crees que hubo algo como el Proyecto Zigzag?

La pregunta le obligó a reflexionar. ¿Lo creía? Ella se lo había contado con bastantes detalles, pero ¿acaso él se lo había contado a sí mismo? ¿Había conseguido despejar sus autopistas cerebrales ante aquel flujo de información inconcebible? Y, lo más arduo: ¿había asumido lo que significaba que ella le hubiese dicho la verdad? Ver el pasado… La «teoría de la secuoya» permite abrir cuerdas de tiempo en la luz visible y transformar la imagen presente en una imagen del pasado. Le parecía… Posible. Inverosímil. Fantástico. Coherente. Absurdo. Si tal era el caso, la historia de la humanidad había dado un giro decisivo. Pero ¿cómo creerlo? Hasta entonces, lo único que él sabía era lo mismo que el resto de sus colegas: que la teoría de Blanes era matemáticamente atractiva, pero con escasas posibilidades de confirmación. En cuanto a las demás cosas extrañas (sombras misteriosas, muertes inexplicables, fantasmas de ojos blancos), si la base en la que se apoyaban se le antojaba tan delirante, ¿cómo iba a creer en ellas?

Decidió ser sincero.

– No me lo creo del todo… O sea, me parece una pasada haberme enterado del mayor descubrimiento desde la relatividad aquí dentro, en mi coche, hace media hora, yendo hacia Burgos… Lo siento, no puedo… No puedo abarcarlo aún. Pero, con la misma seguridad, te digo que a ti sí te creo. A pesar de… de tu forma de comportarte, Elisa. -Tragó saliva y lo soltó todo-. Debo ser sincero contigo: he pensado muchas cosa esta noche… Aún no sé realmente de quién huimos, ni el motivo por el que llevas un… un cuchillo como ése en la mano… Todo esto me impresiona, y me ha hecho dudar de ti… y de mí Lo que me planteas, hasta tu propia actitud, es como un enigma inmenso. Un jeroglífico, el más complejo de toda mi vida. Pero he optado por una solución. Mi solución dice: «Te creo, pero ahora mismo no puedo creer en lo que tú crees». ¿Me explico?

– Perfectamente. Y te agradezco tu sinceridad. -La oyó respirar hondo-. No voy a hacer nada con este cuchillo, te lo aseguro, pero ahora mismo no podría prescindir de él, como tampoco puedo prescindir de ti. Luego lo entenderás. De hecho, si todo sale como espero, dentro de un par de horas lo en tenderás todo y me creerás.

La seguridad de su tono de voz hizo que Víctor se estremeciera. Un letrero solitario le anunció la desviación a Colmenar. Salió de la autopista y se introdujo en una pequeña carretera de doble dirección, tan oscura y arriesgada como sus propios pensamientos. La voz de ella le llegaba como un sueño.

– Te contaré el resto como me lo contaron a mí. Después del viaje en helicóptero desperté en otra isla. Se halla en el mar Egeo, el nombre es mejor que no lo sepas. Al principio apenas vi a nadie, solo a unos tipos vestidos con batas blancas. Me dijeron que Cheryl Ross había enloquecido debido al Impacto y se había quitado la vida cuando bajó a la despensa de la estación de Nueva Nelson… A mí eso me pareció absurdo. Yo acababa de hablar con ella… No podía creerlo.

Víctor la interrumpió para hacerle una de las preguntas que más le importaban.

– ¿Y Ric?

– No quisieron hablarme de él. Durante la primera semana solo me hicieron pruebas: exámenes de sangre y orina, radiografías, resonancias, de todo. Y seguí sin ver a nadie. Empecé a perder la paciencia. La mayor parte del tiempo me la pasaba encerrada en una habitación. Me habían quitado la ropa y me observaban mediante cámaras: cada cosa que hacía, cada conducta… como si fuera… un bicho. -La voz de Elisa temblaba, ahogada en una náusea repentina-. No podía vestirme, no podía esconderme. La explicación que me daban, siempre por altavoces, nunca en persona, era que necesitaban asegurarse de que me encontraba bien. Una especie de cuarentena, decían… Logré resistir un tiempo, pero al finalizar la segunda semana me hallaba con los nervios destrozados. Armé una buena, con gritos y pataletas, hasta que entraron, accedieron a entregarme una bata y trajeron a Harrison, el tipo que acompañaba a Carter cuando firmé el contrato en Zurich. Solo verlo me resultó desagradable: seco, pálido, con la mirada más fría que puedas concebir… Pero fue él quien me contó lo que llamó «la verdad». -Hizo una pausa-. Lamento lo que voy a decirte ahora. No te va a gustar.

– No te preocupes -dijo él entrecerrando los ojos, como si fueran ellos, y no los oídos, los destinados a recibir la mala noticia.

– Me dijo que Ric Valente había asesinado a Rosalyn Reiter y a Cheryl Ross.

Víctor susurró algo hacia Dios: palabras silenciosas, apenas, fabricadas con el gesto de los labios. A fin de cuentas, pese a todo, había sido su gran amigo de la niñez. Pobre Ric.

– El Impacto lo había trastornado más que a ninguno de nosotros. Suponían que la noche de aquel sábado de octubre abandonó el dormitorio, tras dejar una especie de muñeco hecho con la almohada para fingir que seguía durmiendo, atrajo a Rosalyn a la sala de control con alguna mentira y allí la golpeó y arrojó contra el generador… Luego hizo algo que nadie esperaba: se ocultó dentro de uno de los refrigeradores de lo despensa. Al parecer, se habían estropeado con el cortocircuito. Estuvo allí escondido durante el registro que hicieron lo, soldados, y nadie lo vio. Luego, cuando entró Cheryl Ross, la destrozó a golpes. Había conseguido un cuchillo o un hacha de ahí toda la sangre en las paredes que yo había visto. Tras matarla se suicidó. Colin Craig descubrió ambos cadáveres a bajar a la despensa, y empezó a gritar. Minutos después, por una desgraciada casualidad, sucedió el accidente con el helicóptero. Y eso era todo.

La noticia de la muerte de Ric no afectó a Víctor Lopera: ya lo sabía. Hacía diez años que lo sabía, pero hasta esa noche la única versión que había conocido e intentado imaginar en tantos ocasiones era la «oficial»: que su viejo amigo de la infancia habla perecido durante la explosión del laboratorio de Zurich

– Podrá parecerte una explicación algo forzada -continuo Elisa-, pero al menos se trataba de una explicación, que era lo único que yo deseaba oír. Además, Ric verdaderamente murió: encontraron su cuerpo en la despensa, hubo un funeral, se avisó a sus padres. Como era lógico, toda la información era confidencial. Mi familia, mis amigos y el resto del mundo solo sabrían que se había producido una explosión en el laboratorio de Blanes en Zurich. Las únicas víctimas serían Rosalyn Reiter, Cheryl Ross y Ric Valente… La ficción se preparó muy bien. Incluso hubo una explosión real, sin víctimas, en Zurich, para que la noticia no tuviera cabos sueltos… Se nos prohibía, bajo juramento, revelar lo que sabíamos. Tampoco podríamos hablar entre nosotros o mantener ningún tipo de contacto. Durante un tiempo, cuando retornáramos a la vida cotidiana, seríamos vigilados estrictamente. Todo esto, dijo Harrison, era «por nuestro bien». El Impacto podría tener otras consecuencias aún desconocidas, de modo que debíamos permanecer bajo vigilancia un período prudencial y hacer borrón y cuenta nueva. A cada uno se nos proporcionaría un trabajo, un medio de vida… Yo regresé a Madrid, hice la tesis con Noriega y obtuve una plaza de profesora en Alighieri. -Al llegar a este punto quedó en silencio tanto tiempo que Víctor pensó que había finalizado. Se disponía a decir algo cuando ella agregó-: Y de ese modo se acabaron todas mis ilusiones, mis ganas de investigar, hasta de trabajar en mi especialidad.

– ¿Y nunca volviste a Nueva Nelson?

– No.

– Cuánto lo siento… Abandonar un proyecto como ése, después de conseguir esos resultados… Te comprendo. Debió de costarte mucho.

Elisa no lo miraba. Clavaba la vista en la oscura carretera. Replicó con dureza:

Jamás me he alegrado tanto de algo en toda mi vida.

Contemplaban la pantalla flexible, extendida como un mantel sobre las piernas del hombre de pelo canoso, mientras el Mercedes blindado en el que viajaban discurría en silencio por la autopista de Burgos. En la pantalla, un punto rojo parpadeaba rodeado de un laberinto de luces verdes.

– ¿Lo está llevando a la reunión? -preguntó el hombre corpulento hablando por primera vez en varias horas. La pastosa densidad de su voz iba acorde con su aspecto.

– Supongo.

– ¿Por qué no ha sido interceptado?

– No existían indicios de que hubiese involucrado a nadie, y sospecho que no existían porque lo reclutó esta misma noche. -El hombre de pelo blanco plegó la pantalla y el resplandor verde y el punto rojo desaparecieron. En la oscuridad del vehículo distendió los labios con una sonrisa-. Fue muy astuta. Se las ingenió para confundir a los escuchas con una especie de jeroglífico cuya respuesta solo conocía ese tipo. Se han espabilado bastante desde la última vez, Paul.

– Más les vale.

Aquella respuesta hizo que Harrison mirara a Paul Carter con curiosidad, pero Carter se había vuelto otra vez hacia la ventanilla.

– De todas formas, la intromisión de… otro elemento no modificará nuestros planes -agregó Harrison-. Ella y su amigo estarán pronto con nosotros. En el ajedrez de esta noche, lo único que me preocupa es el movimiento de la pieza alemana.

– ¿Ya ha emprendido el viaje?

– Está a punto de hacerlo, pero él sí será interceptado. Él y todo lo que lleva consigo.

De repente se operó la crisis. Fue inmediata, inesperada. Harrison no se dio cuenta (porque le ocurrió a él), pero Carter sí aunque apenas se apercibió al principio: lo único que vio fue que Harrison abría de nuevo la hoja plegada del ordenador con la delicadeza con que podría estar separando los pétalos de una rosa para capturar la abeja en su interior. Luego tocó la pantalla y eligió una opción del menú: un hermoso rostro enmarcado en cabello negro llenó todo el rectángulo. Debido a la flacidez de la pantalla, parecía derretido cuando Harrison lo apoyó sobre sus muslos: una convexidad, un valle, luego otra convexidad.

Era el rostro de la profesora Elisa Robledo.

Harrison cogió aquella máscara con las dos manos, y entonces Carter comprendió lo que le sucedía.

Una crisis.

En las facciones de Harrison toda emoción había desaparecido. No solo la amabilidad que había mostrado durante su charla con el joven conductor a su llegada a Barajas o la frialdad de su conversación por el móvil: cualquier otra clase de expresión, gesto o sentimiento. Aquellas facciones se hallaban saqueadas de vida. El hombre que conducía el Mercedes no podía verlos en la penumbra del interior del coche, de lo cual Carter se alegraba: si se le ocurría mirar por el retrovisor y descubría a Harrison (es decir, si veía el rostro de Harrison) en ese instante, sin duda iban a tener un accidente.

Carter había presenciado ya varios ataques semejantes. Harrison los calificaba de «crisis de nervios». Aducía que llevaba demasiados años con aquel asunto, y ya deseaba jubilarse. Pero Carter sabía que había algo más. Las crisis eran peores después de pasar por ciertas experiencias.

Milán. Es lo que hemos visto en Milán.

Se preguntó por qué él mismo no empeoraba también; dedujo que era porque ya no podía estar peor.

– Hay cosas que nadie debería… contemplar jamás -dijo Harrison recobrándose, plegando la pantalla y guardándola en el abrigo.

Y que lo digas. Carter no replicó: se limitó a seguir mirando por la ventanilla. Ningún hipotético testigo hubiese dicho que se encontraba afectado por lo que había visto.

Pero lo cierto era que Paul Carter tenía miedo.

– ¡Espera! ¡Creo entenderlo todo!

– No, no puedes entenderlo aún.

– ¡Sí, espera…! La muerte de Sergio Marini… La noticia la han dado hoy, yo mismo te llamé para que la vieras… -Víctor abrió la boca y casi se irguió en el asiento-. ¡Elisa, has relacionado una cosa con otra! ¡Ya comprendo! Tuviste una experiencia horrible, lo reconozco… Murieron tres compañeros de tu equipo debido a que uno de ellos enloqueció… ¡Pero eso pasó hace diez años!

Le pareció que ella lo escuchaba con mucha atención. Ahora lo veía claro: Elisa necesitaba más de sus palabras que de su habilidad para conducir en plena noche por carreteras angostas. A ella solo la perseguían sus propios recuerdos. Tenía un miedo atroz a cosas que ya estaban muertas. De hecho, ¿no recibía eso un nombre en medicina? ¿Estrés postraumático? La horrible coincidencia del brutal asesinato de Sergio Marini lo había precipitado todo… ¿Qué debía hacer él? Lo más sensato: ayudarla a entenderlo de esa manera.

– Razona -le pidió-. Ric Valente tenía sobrados motivos para sufrir un desequilibrio mental, y te aseguro que no me sorprende que el Impacto, o lo que quiera que fuese, le hiciera brotar sus peores instintos… Pero ya murió, Elisa. No debes… -De repente el relámpago de otra idea cruzó por su cabeza-. Un momento… Estamos yendo a ver a los demás; ¿verdad? -El silencio de ella le hizo saber que había acertado. Decidió seguir aventurándose-. Al resto del equipo de Zigzag, claro… Os vais a reunir esta noche. La muerte de Marini os ha hecho pensar que… que otro de vosotros ha perdido el juicio, como le ocurrió a Ric… Pero, en tal caso, ¿no deberíais pedir ayuda?

– Nadie va a ayudarnos -dijo ella con la voz más triste y remota que él le había oído hasta entonces-. Nadie, Víctor.

– El gobierno… Las autoridades… Eagle Group.

– Son ellos quienes nos persiguen. Es de ellos de quienes huimos.

– Pero ¿por qué?

– Porque pretenden ayudarnos. -A él le pareció que con cada respuesta que Elisa le daba se introducía más en un torbellino de círculos viciosos-. Cuando lleguemos a la reunión lo comprenderás todo. Ya falta poco. El desvío está pasando este tramo…

Una doble curva lo mantuvo distraído un instante. Los nombres de las localidades que iban dejando atrás se encadenaban en su mente: Cerceda, Manzanares el Real, Soto del Real… Leves luces flotaban dispersas por el campo negro y a veces confluían en pequeños enjambres de poblaciones. El paisaje que los rodeaba sería muy pintoresco a plena luz del día (Víctor ya lo había recorrido en otras ocasiones), pero a esas horas era como deambular por las ruinas de una inmensa catedral embrujada. Entre el hombre y el terror media una distancia tan ínfima que, por sí misma, produce espanto, pensaba Víctor: tres horas antes cuidaba sus plantas hidropónicas en su confortable apartamento de Ciudad de los Periodistas, y ahora, míralo, vagando por un sendero tenebroso en compañía de una mujer que quizá estuviese trastornada.

– ¿Por eso vas armada? -Intentó pensar velozmente-. ¿Eagle Group es nuestro enemigo?

– No, nuestro enemigo es muchísimo peor… Incalculablemente peor.

Se adentró en otra curva. Los faros apuntaron un instante hacia los árboles.

– ¿Qué quieres decir? ¿No fue Ric quien…?

– Lo de Ric fue una patraña. Nos mintieron.

– Pero, entonces…

– Víctor -dijo ella con crudeza, mirándolo fijamente-: desde hace diez años alguien está asesinando a todos los que estuvimos en esa maldita isla…

Él se disponía a replicar cuando, al girar en otra curva, los faros revelaron la carrocería del coche que les bloqueaba el paso.

21

Su cuerpo se convirtió en su pie derecho.

La mente no se simplificó tanto: tuvo tiempo de hacerse preguntas, descifrar el grito de Elisa, invocar a sus padres y a Dios y asumir una terrible certidumbre: Vamos a matarnos.

La masa de metal atravesada en la carretera se acercó al parabrisas como si fuese ella la que se moviera. A Víctor-Pie-Derecho le pareció que todo él se hundía hasta el fondo de la maquinaria montado en el pedal del freno. En sus oídos, el grito de Elisa y los chillidos de las llantas al aferrarse al asfalto se fundieron en una sola nota, agudísima, una coral aterrada de viejas locas. Dos detalles resultaron afortunados: la curva no era muy cerrada y el obstáculo se hallaba algo alejado. Aun así, y pese al giro que imprimió al volante hacia la izquierda, el costado derecho del coche golpeó la portezuela del conductor del vehículo estacionado. Durante una fracción de segundo casi se alegró. Sea quien sea ese cabrón, ha recibido una buena. Luego vino el arcén, y Víctor perdió la alegría: más allá solo había un par de troncos y la ladera del monte. Sí, Víctor, la ladera, cuesta abajo. Pero el mundo se detuvo bruscamente en la barrera de contención tras un patinazo estrepitoso. Apenas fue un choque: el airbag consideró indigno activarse; la inercia newtoniana agitó un poco los cuerpos y vino la calma.

– ¡Dios! -gritó Víctor como si «Dios» fuese un insulto capaz de ruborizar a un descargador de muelles. Se volvió hacia Elisa-. ¿Estás bien?

– Eso creo…

A Víctor le temblaban las piernas (luego de cumplido su deber, su pie derecho se había convertido en un flan inservible), pero sus manos habían tomado el control. Se desabrochó el cinturón mientras murmuraba: «Menudo cabrón… Lo voy a denunciar… Desgraciado…». Estaba a punto de abrir la portezuela cuando algo lo detuvo.

La luz que cegó su ventanilla se le antojó, por un instante, como proveniente de otro coche, pero flotaba en el aire y carecía de motor.

– Son ellos -murmuró Elisa.

– ¿Ellos?

– Los que nos siguen.

Un puño de piel negra golpeó el cristal.

– Salga -dijo el puño.

– ¡Oiga, qué pasa…!

Víctor solía enfadarse cuando sentía cualquier emoción intensa salvo enfado. En aquel momento sentía miedo. No deseaba abandonar el claustro protector de la cabina, pero tampoco le atraía desobedecer la orden de Puño Negro. Su miedo le decía «no abras», y el mismo miedo le susurraba «obedece». Trajes oscuros con los faldones de la chaqueta agitándose al viento desfilaron frente al cono de luz de los faros.

– No salgas -dijo Elisa-, yo hablaré con ellos.

Estaba bajando la ventanilla manualmente. Un rostro desconocido se asomó por ella, junto con un trozo de luz. Elisa y el rostro se pusieron a hablar en inglés.

– El profesor Lopera no tiene nada que ver… Déjenlo ir…

– Él debe venir también.

– Les repito que…

– No haga más difícil la situación, por favor.

Mientras presenciaba aquella discusión formal, la noche entró repentinamente en su asiento. De alguna forma habían logrado abrir la portezuela de su lado, pese a que no recordaba haber quitado el seguro. Ahora no había barreras entre Puño Negro y él.

– Salga, profesor.

Una mano ciñó su brazo. Se le atragantaron las palabras: nadie lo había tocado así nunca; sus relaciones siempre se basaban en una distancia cortés. La mano tiraba, lo sacaba a rastras. Ahora, además de miedo, experimentaba la rabia del ciudadano honrado a quien la autoridad amedrenta.

– ¡Oiga, pero…! ¿Con qué derecho…?

– Vamos.

Eran dos hombres, uno calvo y otro rubio. Quien hablaba era el calvo. Víctor intuyó que el rubio ni siquiera comprendía el castellano.

No le hacía falta, por otra parte.

El rubio tenía una pistola.

La casa, a unos kilómetros de Soto del Real, se hallaba tal como ella la recordaba. Acaso las diferencias fuesen que el interior parecía más descuidado y que en los alrededores había creído ver nuevas construcciones. Pero seguía teniendo el tejado a dos aguas, las paredes blancas, el porche y la vieja piscina. Era de noche, aunque también había sido de noche cuando fue por primera vez.

Todo estaba igual y todo había variado, porque durante su primera visita se había sentido esperanzada y ahora, en cambio, se encontraba hundida, sin fuerzas.

La habitación en la que la habían encerrado era un dormitorio pequeño con aspecto de no haber sido usado en años. No había decoración, solo una cama sin cobertores y una mesilla con una lámpara desnuda, que era lo único que daba luz. Y dos armarios: uno de madera, con la puerta derecha combada por la vejez, y el otro de carne y hueso, traje oscuro, un audífono y los brazos cruzados, de pie frente a la puerta. Elisa ya había intentado comunicarse con este último, pero resultaba tan inútil como intentarlo con el primero.

Mientras paseaba por la desolada habitación, espiada por su cancerbero, sus pensamientos se concentraban en una sola cosa de las muchas que le importaban, la más urgente. Lo siento, Víctor. Lo siento de veras.

Ignoraba adónde lo habían llevado a él. Suponía que también a la casa, pero los hombres que les habían tendido la emboscada los habían separado, obligando a Víctor a entrar en otro coche. A ella la habían trasladado en el automóvil de Víctor (tras quitarle, por supuesto, aquel estúpido e inútil cuchillo). No obstante, estaba casi segura de que ambos se habían dirigido al mismo sitio, y que Víctor había llegado primero. En aquel momento estarían interrogándolo en otra habitación. Pobre Víctor.

Se había propuesto ayudarle a salir de aquel agujero aunque fuese lo último que hiciera. Involucrarle había sido una debilidad fatal por su parte. Se juró a sí misma que haría cualquier cosa, usaría su vida como moneda de cambio o puente para que él pudiese escapar. Pero antes tendría que saber la respuesta a algunas dudas terribles. Por ejemplo: ¿por qué había recibido la llamada si el lugar no era seguro? ¿Y cómo se habían enterado de la reunión? ¿Acaso les habían tendido una trampa desde el principio?

Veinte o treinta minutos después, la puerta de la habitación, se abrió con brusquedad, golpeando la espalda del guardián. Se asomó un individuo en mangas de camisa (no El Que Importaba, ése todavía no, aunque estaba segura de que no tardaría en encontrárselo). Hubo un intercambio de disculpas en inglés entre los dos hombres, pero ninguno le explicó nada a ella. El tipo que la había vigilado le hizo un gesto con la enorme cabeza y Elisa se acercó.

Atravesaron el salón en dirección a la escalera. Olía a café recién hecho, y hombres con chaqueta o en mangas de camisa iban y venían de la cocina portando tazas y vasos. Lo tenían todo planeado de antemano.

En la planta superior volvieron a registrarla.

No ya con un detector de metales, sino con las manos. Le hicieron quitarse la cazadora, alzar los brazos por encima de la cabeza y separar las piernas. Quien la registraba no era la reglamentaria mujer policía que puede tocar a otra mujer sino un hombre, pero le daba igual. Años de vigilancia e interrogatorios la habían acostumbrado a perderse el respeto a sí misma. Y era obvio que ellos tampoco la respetarían. ¿Qué buscaban? ¿Qué temían que ella pudiese hacerles? Nos tienen miedo. Mucho más del que nosotros les tenemos a ellos.

Tras el riguroso examen el hombre asintió, le devolvió la cazadora y abrió la puerta de otra habitación, una especie de biblioteca.

Y dentro, oh sí, El Hijo de Puta Que Importaba.

– Profesora Robledo, siempre es un placer para mí volver a verla.

Creía sentirse preparada para encontrarse otra vez con él.

Se equivocaba.

Reprimiendo la furia, accedió a ocupar una butaca frente al pequeño escritorio. Uno de los hombres abandonó la habitación y cerró la puerta, el otro se quedó a su espalda preparado para actuar por si ella, digamos, decidía arrojarse contra el abuelito de pelo blanco y arrancarle los ojos. Lo cual era una posibilidad, desde luego.

– Sé por qué quería venir aquí esta noche -dijo el de pelo blanco en su inglés cabal, sentándose tras el escritorio después de que ella lo hiciera. Era evidente que acababa de llegar: su abrigo se hallaba sobre una silla aún enjoyado del relente nocturno-. Le aseguro que no le quitaré mucho tiempo. Solo una charla cordial. Luego podrá reunirse con los amigos… -Una lámpara de gran pantalla apoyada en la mesa le ocultaba a medias el rostro; el hombre la apartó, y ella pudo ver su sonrisa. No era el espectáculo que más ansiaba contemplar, pero aun así lo hizo.

Harrison había envejecido notablemente durante aquellos últimos años, pero su mirada, hundida bajo el balcón de unas cejas casi inexistentes, y aquella sonrisa en su cara lampiña (hacía tiempo que se había quitado el bigote que llevaba cuando lo había conocido), expresaba la misma «frialdad-cortesía-amenaza-confianza» de siempre. Quizá con algo más brillando al fondo del todo. Algo nuevo. ¿Odio? ¿Miedo?

– ¿Dónde está mi amigo? -dijo sin ganas de seguir descifrándolo.

– ¿Cuál de ellos? Tiene usted varios, y muy buenos.

– El profesor Víctor Lopera.

– Oh, está contestando unas cuantas preguntas. Cuando acabemos podrá…

– Déjelo en paz. Soy yo quien les importa, Harrison. Déjelo marchar a él.

– Profesora, profesora… Su impaciencia es tan… Todo a su tiempo… ¿Quiere una taza de café? No le ofrezco otra cosa: porque supongo que habrá cenado ya… Las doce y media de la noche es una hora demasiado tardía incluso para ustedes los españoles, ¿eh? -Y se dirigió al fantasma de pie tras ella-. Di que traigan café, por favor.

A ella le apetecía el café, pero pensó que no iba a aceptar ninguna cosa que aquel tipo le ofreciera, ni aunque se hallara agonizando en el suelo, envenenada, y él le tendiera el antídoto. Cuando el lacayo se marchó, decidió hacer la prueba de perder la paciencia.

– Escuche, Harrison. Si no deja a Lopera regresar a su casa le juro que voy a armarla… Armaré una buena, de verdad: periodistas, tribunales, lo que caiga… No soy la misma idiota sumisa de antes.

– Usted nunca ha sido una idiota sumisa.

– Déjese de monsergas. Hablo en serio.

– Ah, ¿sí? -De pronto toda la cordialidad de Harrison había desaparecido. Se irguió en el asiento y apuntó su largo dedo índice hacia ella-. Pues le diré qué podemos hacer nosotros: podemos procesarlos judicialmente, a usted y a su amigo Lopera. Podemos acusarla a usted de revelar material clasificado y a Lopera de encubrimiento y complicidad. Se ha saltado todas las normas legales sobre las que estampó su firma, de modo que basta de amenazar… ¿Puedo saber dónde está el chiste?

Elisa se despejó el cabello de la cara mientras reía.

– ¡Habla la voz de la justicia! Se han introducido en nuestras casas y nuestras vidas, nos espían desde hace años, nos secuestran cuando les da la gana… Ahora mismo se encuentran invadiendo una propiedad privada: en su país y en el mío eso se llama «allanamiento de morada»… ¡Y todavía se permite hablar de leyes…!

La puerta los interrumpió, pero el gesto de Harrison informó a Elisa de que había cambiado de opinión respecto del café, de lo cual se congratulaba. Perfecto. Muéstrame los dientes pero ahórrate la sonrisa.

– ¿Así califica las medidas destinadas a protegerla? -replicó Harrison.

– ¿Se refiere a protegerme como han protegido a Sergio Marini?

Harrison desvió un poco la cara, como si no hubiese oído bien. Ella recordaba ese gesto: entre los registros hipócritas de su interrogador aquél era uno de los grandes. No se molestó en repetir su pregunta.

– Acabo de venir de Milán, profesora. Le aseguro que no existen pruebas de que lo sucedido con el profesor Marini tenga nada que ver con el Proyecto Zigzag.

– Está mintiendo.

– ¡Qué temperamento el suyo! -Harrison soltó una carcajada-. Carácter español… Desde que la conozco es igual. Muy fuerte, muy apasionada… y muy desconfiada.

– La desconfianza me la enseñó usted.

– Por favor, por favor…

Elisa percibía algo extraño en Harrison: como si detrás de aquellas sonrisas y palabras corteses gruñera un animal aterrorizado y peligroso, impaciente por soltarse y clavarle en el cuello su dentadura babeante.

La imprevista posibilidad de que el estado mental de Harrison fuese peor que el suyo propio renovó su pánico. Comprendió entonces que le tranquilizaba más como verdugo que como víctima. Dice que acaba de venir de Milán… Entonces habrá contemplado…

– ¿Cómo murió Marini? -preguntó, escrutando detenidamente su rostro. Otra vez le vio hacer el desagradable gesto de «perdón, ¿puede repetir?». Y en esa ocasión ella sí repitió-. Le pregunto cómo murió Sergio Marini.

– Lo… lo golpearon. Presumiblemente ladrones, aunque esperamos un informe…

– ¿Vio su cadáver?

– Sí, claro. Pero ya le digo que lo golpearon…

– Descríbamelo.

Se echó a temblar cuando advirtió los esfuerzos de Harrison por eludir a toda costa su mirada.

– Profesora, nos estamos desviando del…

– Descríbame el estado del cuerpo de Sergio Marini…

– Déjeme hablar -masculló Harrison entre dientes.

– Me está mintiendo -gimió ella. Y rogó en silencio por que Harrison lo negase. Pero lo que hizo Harrison fue chillar. Y de una forma asombrosa, casi desgañitándose. Pasó de la suma tranquilidad a aquel alarido en cuestión de décimas de segundo.

– ¡Cállese! -De inmediato recobró el control y sonrió-. Es usted…, permítame decirlo…, indecorosamente obstinada…

Ya no le cupo duda alguna: todo había sucedido otra vez.

Y Harrison ya no representaba siquiera una amenaza, porque su razón estaba siendo corroída. Como la de ella, como la de todos.

Constatar aquellos hechos la hizo sentirse más que indefensa: se sintió exánime.

Hay instantes que poseen profundidad, baches en el transcurrir de la conciencia, turbulencias del ánimo, y Elisa cayó de improviso por un abismo así hasta alcanzar un fondo indefinible. Harrison dejó de importarle, Víctor dejó de importarle, su vida dejó de importarle. Se sumió en un mundo vegetativo en el que oía las palabras de Harrison como si formaran parte de un aburrido programa de televisión.

– ¿Por qué no puede comprender que vamos en el mismo barco? Si se hunde usted, nos hundimos todos… Qué carácter el suyo… Me admira y me atrae, lo reconozco, esa forma de ser… No crea que me estoy pasando de la raya: de sobra sé que tengo demasiada edad y usted es muy joven… Pero me atrae, se lo digo francamente… Quiero ayudarla. Sin embargo, antes debo conocer las características del… llamémosle «peligro». Si es que existe tal peligro…

Repentinamente todo pasó: había recordado lo único por lo que todavía debía seguir luchando.

– Dejen libre a Víctor y accederé a lo que quieran.

– ¿Que lo dejemos libre? ¡Por Dios, profesora, fue usted quien lo metió en esto!

En ese punto no le faltaba razón a aquel cerdo, reconoció ella.

– ¿Cuánto tiempo lo retendrán?

– El que sea preciso. Queremos averiguar cuánto sabe.

– Yo misma puedo decírselo. No será necesario que lo encierren completamente desnudo en una habitación con cámaras ocultas, le inyecten drogas y le hagan hablar de su vida íntima con lujo de detalles… Aunque quizá éste sea el programa reservado para las chicas, ¿verdad? -Harrison no replicó. Había convertido su boca en un punto-. Le he contado lo de la isla -claudicó ella-. Solo lo de la isla.

– Es usted una imprudente. -Él la miró como si estuviese eligiendo un calificativo mucho más vulgar, pero repitió-: Una imprudente.

– ¡Necesitaba ayuda!

– Nosotros somos la ayuda…

– ¡Por eso necesitaba ayuda!

– No levante la voz. -Harrison, que parecía más interesado en enderezar la torcida pantalla de la lámpara del escritorio, que en escucharla, abandonó de improviso tal actividad, se levantó, rodeó la mesa y acercó su rostro a unos milímetros del de Elisa-. No levante la voz -repitió, punzando su cazadora con un dedo admonitorio-. No delante de mí.

– Y usted -replicó Elisa, rechazando con violencia la mano de Harrison- no vuelva a tocarme.

La nueva interrupción, esta vez procedente de la puerta opuesta, hizo que respirara aliviada. Harrison y su dedo índice no le importaban una mierda, pero estaba empezando a comprender que el individuo que se hallaba inclinado sobre su rostro no era Harrison del todo. O quizá lo era al cien por cien, sin conservantes ni colorantes.

Reconoció de inmediato al tipo que apareció en el umbral. Los años transcurridos no habían hecho mella en aquel rostro de granito y aquella figura embutida a duras penas en un traje elegante. A Elisa casi le tranquilizó comprobar que al menos Carter seguía siendo el mismo.

– ¿Por qué me parecía que usted no debía de andar muy lejos? -preguntó con desprecio.

– Quieren verla- dijo Carter hacia Harrison, sin tenerla en cuenta.

Harrison sonrió, recobrando de golpe su cortesía.

– Claro. Acompañe al señor Carter, profesora. El resto de sus amigos está en esa habitación. Al menos, los que han venido hasta el momento… Estoy seguro de que le apetecerá volver a saludarlos. -Y mientras Elisa se levantaba agregó-: También le gustará saber que nos hemos enterado de esta reunión gracias a uno de ustedes… -Ella le miró, incrédula-. ¿Le sorprende? Al parecer, no todos sus amigos opinan igual…

La habitación contigua era oscura, una especie de salita en forma de ele mayúscula. Había estanterías polvorientas, una televisión anticuada y un flexo inclinado sobre una mesa pequeña. El flexo volcaba la luz como un misterioso robot que buscase algo oculto en una grieta de la madera. Elisa pensó que, en cuanto pasara el tiempo suficiente, aquellas tinieblas empezarían a agobiarla, pero su temor aún era ínfimo en comparación a la emoción del reencuentro.

Se le había formado un nudo en la garganta al verlos.

El hombre y la mujer se hallaban sentados a la mesa, pero se levantaron cuando ella entró. Los saludos fueron rápidos: ligeros besos en las mejillas. Pese a todo, Elisa no pudo contener las lágrimas. Pensaba que por fin se encontraba junto a aquellos que podían comprender su pavor. Por fin estaba junto a los condenados.

– ¿Y Reinhard? -preguntó, trémula.

– A estas horas está saliendo de Berlín -dijo el hombre-. Lo esperarán en el aeropuerto y lo traerán aquí.

De modo que los habían vuelto a atrapar a todos, comprendió. Pero ¿quién nos ha delatado? Los contempló de nuevo. ¿Quién de ellos?

Llevaba años sin verlos, y la nueva transformación que advirtió en ambos le sorprendió, como le había sorprendido la anterior. La mujer no solo no había perdido su atractivo, sino que Elisa pensó que incluso lo había incrementado, aunque debía de contar ya con cuarenta y pico de edad, y pese a que había adelgazado notoriamente. Sin embargo, su apariencia era chocante. Llevaba el largo pelo teñido de rojo y echado hacia atrás formando una melena espesa, su rostro estaba empolvado y se había depilado las cejas. Los labios eran muy rojos. En cuanto al vestuario, resultaba llamativo: top de tirantes cerrado por la parte anterior, pantalones ceñidos y zapatos de tacón, todo en negro. Encima llevaba una rebeca corriente, quizá porque al final (suponía Elisa) había deseado atenuar aquel triste y provocativo aire que emanaba de toda su persona. En cuanto a él, se había quedado completamente calvo, había ganado varios kilos y gastaba una barba moderada, gris como el color de su cazadora y sus pantalones de pana. Se notaban mucho más los años en él que en ella, pero por dentro ella parecía más derruida que él. Él sonreía, ella no. Ésas eran las diferencias apreciables.

En otro orden de cosas, sus miradas pertenecían al mismo clan que la de Elisa. Tenían un aire de familia, pensaba ella. La familia de los condenados.

– Juntos otra vez -dijo.

Se hallaba de espaldas, y percibió primero los pasos y luego el sonido de la puerta al abrirse. Víctor miraba como un conejo asustado tras las gafas. Parecía sano y salvo; lo cual, y aunque ella había estado segura desde el principio de que no lo dañarían, hizo que respirara aliviada.

– Elisa, ¿estás bien?

– Sí, ¿Y tú?

– También. Solo respondí unas cuantas preguntas… -En ese instante Víctor reparó en el hombre y su cara reveló un destello de reconocimiento-. ¿Profesor… Blanes?

– Es Víctor Lopera, ¿lo recuerdas? -dijo Elisa hacia Blanes-. Del curso de Alighieri. Es un buen amigo. Le he contado muchas cosas esta noche…

La mujer respiró ruidosamente mientras Víctor y Blanes se estrechaban la mano. Elisa la señaló entonces.

– Te presento a Jacqueline Clissot. Ya te he hablado de ella.

– Encantado -dijo Víctor, y su nuez pareció saludar también desde su cuello.

Clissot se limitó a mirarle haciendo un gesto con la cabeza. El sonrojo y la rígida torpeza de Víctor al sentirse protagonista involuntario de la situación podían resultar cómicos, pero nadie sonreía.

Se oyó la pétrea voz de Carter desde la puerta.

– ¿Quieren algo de comer?

– Queremos que nos dejen solos, si es posible -replicó Elisa, sin molestarse en ocultar el desagrado que Carter le inspiraba-. Todavía tienen que esperar al profesor Silberg antes de tomar una decisión sobre nosotros, ¿no? Además, podrán escuchar todo lo que decimos desde uno de los centenares de micrófonos que hay en la habitación, de modo que ¿qué les parece si se marchan de una puta vez y cierran la puerta?

– Déjenos, Carter -pidió Blanes-. Ella tiene razón.

Carter siguió mirándolos como si se hallara a miles de kilómetros de allí y las palabras sufrieran cierto retraso en alcanzarle. Luego se volvió hacia sus hombres.

Cuando la puerta se cerró, quedaron los cuatro sentados a la mesa. A Elisa se lo ocurrió un símil. Vamos a jugar con las cartas boca arriba.

El primer turno se lo arrebató Jacqueline.

– Has cometido un grave error, Elisa. -Miró de reojo a Víctor, que parecía fascinado con ella. En verdad, el aspecto y la voz de Jacqueline Clissot resultaban muy seductores, pero mientras la contemplaba, Elisa no podía evitar pensar en el infierno que debía de estar viviendo aquella pobre mujer. Quizá peor que el mío-. No debiste mezclar a nadie en… En lo nuestro.

Encajó el golpe. Ella también tenía algunos que dar, pero antes prefería aclarar las cosas.

– Víctor todavía puede elegir. Solo conoce lo ocurrido en Nueva Nelson, y ellos le dejarán en paz si se compromete a no hablar.

– Estoy de acuerdo -admitió Blanes-. Lo que menos le interesa a Harrison es complicar las cosas.

– ¿Y tú? -indagó Elisa hacia Jacqueline, repentinamente cruel-. ¿Es que nunca has intentado buscar ninguna ayuda por tu cuenta, Jacqueline?

Se reprochó aquella pregunta nada más hacerla. Los ojos de la mujer se desviaron de los suyos. Comprendió que, en Jacqueline, aquella conducta se había vuelto un hábito: desviar su mirada de la de otros.

– Hace tiempo que sobrellevo sola mi propia vida -declaró Clissot.

Elisa no replicó. No quería discutir, menos aún con Jacqueline, pero no le gustaba aquel papel de «Mira-Cuánto-Sufro» que se había adjudicado la francesa.

– Sea como fuere -dijo Blanes-, Elisa ha traído a Víctor y tenemos que aceptarlo. Yo, al menos, lo acepto.

– Tiene que ser él quien acepte, David -repuso Clissot-. Debemos contarle el resto y dejar que decida si quiere seguir con nosotros.

– Muy bien. Estoy de acuerdo. -Blanes se frotaba las sienes como si quisiera abrir una salida para sus pensamientos. Elisa percibía también un cambio en él, pero le resultaba más difícil de desentrañar que el de Jacqueline. Estaba… ¿más confiado? ¿Con más fuerzas? ¿O se trataba solo del deseo que ella tenía de verlo así?-. ¿Qué opinas, Elisa?

– Le contaremos lo demás y él decidirá. -Elisa se volvió hacia Víctor y le tendió la mano, cautelosa pero firme-. No quiero que esto se convierta para ti en un paso sin vuelta atrás, Víctor. Sé que no debí mezclarte con nada de esto, pero te necesitaba… Deseaba que vinieras. Deseaba que alguien de fuera juzgara lo que nos ocurre.

– No, yo…

– Escúchame. -Elisa apretó sus manos-. No es una disculpa. Creí que las cosas saldrían de otra manera, que esta reunión ocurriría de otra forma… No estoy disculpándome -repitió con énfasis-. Te necesitaba, y por eso te busqué. Volvería a hacer lo mismo en las mismas circunstancias. Tengo un miedo atroz, Víctor. Todos tenemos un miedo atroz. No eres capaz de comprenderlo aún. Pero si algo sé es que necesitamos toda la ayuda posible… y tú eres, ahora, toda la ayuda posible… -Y pensó: Aunque uno de vosotros crea lo contrario. Los miró intencionadamente, preguntándose quién los habría traicionado. ¿O acaso se trataba de un truco de Harrison para desunirlos?

De pronto aquel muñeco de pelo rizado oscuro y gafas de intelectual, que ya no eran de John Lennon sino de modesto profesor de física, cobró vida.

– Esperad. He llegado hasta aquí por mí mismo, no porque tú lo quisieras, Elisa… Lo he hecho porque he querido hacerlo yo. Esperad. Esperad… -Hacía curiosos gestos, como si sostuviera una caja grande e intentara introducirla en otra apenas unos milímetros mayor, una especie de delicada prueba de destreza. A Elisa le sorprendió la fuerza inesperada de su voz-. Todo el mundo… Todo el que me conoce dice lo mismo: «Te he obligado a hacer esto, Víctor, o lo otro, caramba, lo siento, Víctor»… Pero no es así. Soy yo quien decido. Quizá sea tímido, pero tomo mis propias decisiones. Y esta noche he querido venir aquí y ayudarte… ayudaros en lo que pueda. Ha sido mi decisión. No sé si os serviré o no, pero soy una voz más. Me asustan los riesgos. Me asusta vuestro miedo. Pero quiero estar con vosotros y conocer… conocerlo todo.

– Gracias -susurró Elisa.

– En cualquier caso, deberíamos esperar a Reinhard -insistió Jacqueline Clissot-. Saber qué opina.

Blanes negó con la cabeza.

– Víctor ya está aquí, y debemos contarle el resto. -Miró a Elisa-. ¿Lo harás tú?

Ahora venía el momento difícil, y lo sabía. Luego tendría que enfrentarse a otro nada sencillo: averiguar quién de ellos los había traicionado. Pero el simple hecho de narrar lo que había estado ocultando durante los últimos años (lo mas espantoso) se le antojaba una prueba casi insuperable. Sin embargo, también sabía que ella era la más indicada para hacerlo.

No miró a Víctor, ni a nadie. Bajó la vista hacia el espacio de luz que circunscribía el flexo.

– Como ya te dije, Víctor, aceptamos la explicación que nos dieron sobre lo sucedido en Nueva Nelson y nos reintegramos a nuestra vida, tras jurar que respetaríamos las normas que nos impusieron: no comunicarnos entre nosotros y no hablar a nadie de lo ocurrido. Hubo un mínimo revuelo por la noticia del supuesto accidente en el laboratorio de Zurich, pero pasó el tiempo y todo volvió a la normalidad…, al menos en apariencia. -Se detuvo y tomó aliento-. Entonces, hace cuatro años, en las navidades de 2011… -Se estremeció al oírse a sí misma decir: «Navidades de 2011».

Siguió hablando entre susurros, como si intentara dormir a un niño.

Comprendió que eso era exactamente lo que hacía: acunaba a su propio terror.