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A veces para huir se necesita mucho valor.
MARY EDGEWORTH
Madrid,
12 de marzo de 2015,
1.30 h
– Eso fue todo -dijo Elisa-. La reunión finalizó, y decidimos que cuando sucediera algo, David o Reinhard llamarían a los demás y dirían una clave que nos confirmara sin lugar a dudas que debíamos reunirnos de nuevo aquí y que el lugar sería seguro. Elegimos la palabra «Zigzag», como el nombre del proyecto. La reunión sería a las doce y media la misma noche de la llamada. Mientras tanto, David y Reinhard intentarían averiguar más cosas y Jacqueline y yo esperaríamos. Eso fue lo que hicimos, o al menos lo que hice yo: esperar.
Se pasó una mano por el ondulado pelo negro y respiró hondo. Ya había contado lo peor y se sentía más tranquila.
– Por supuesto, no fue una vida fácil. Sabíamos que no podíamos confiar en las entrevistas médicas de Eagle, pero por suerte empezaron a hacerse cada vez más esporádicas. Nos dejaban en paz, como si no les importáramos. De vez en cuando yo recibía mensajes de David en forma de libros de texto con notas ocultas en la encuadernación. Él las llamaba «conclusiones». Eran noticias escuetas sobre si la investigación avanzaba o no… Pero nunca supe qué clase de investigación llevaba a cabo. Supongo que nos lo explicará ahora… -Miró a Blanes, que asintió-. Pasó el tiempo, procuré seguir viviendo. Los sueños, las pesadillas, estaban ahí, pero David insistía en que debíamos comportarnos como si no supiéramos nada… Creo que he soportado estos últimos años porque a veces tenía la esperanza de que todo acabara pronto… Compré un cuchillo, no para atacar ni defenderme, ahora lo sé, sino para evitar sufrir cuando me llegara el turno… Pero al cabo de los años terminé creyendo que estaba a salvo, que lo peor había pasado… -Ahogó un sollozo-. Y hoy por la mañana, mientras daba clase, leí lo de Marini en el periódico. Estuve esperando la llamada todo el día. Al fin sonó el teléfono y escuché a David decir: «Zigzag». Supe entonces que todo había empezado otra vez. Eso es todo, Víctor. Al menos todo lo que yo sé.
Hizo una pausa, pero fue como si continuara hablando. Nadie se movió ni intervino. Los cuatro seguían sentados a la mesa, alrededor de la luz del flexo. Elisa volvió la cabeza hacia Blanes, luego hacia Jacqueline Clissot.
– Ahora me gustaría saber quién de vosotros nos ha traicionado -dijo en otro tono.
Blanes y Jacqueline intercambiaron una mirada.
– Nadie traicionó a nadie, Elisa -dijo Blanes-. Eagle se enteró de la reunión, y punto.
– No es eso lo que dice Harrison.
– Miente.
¿O mientes tú? Sin dejar de mirar a su antiguo profesor, Elisa se despejó el cabello de la cara y se secó las lágrimas que habían fluido mientras revivía aquellos recuerdos. Confiaba en que Blanes no hubiese sido tan estúpido. De cualquier forma, ya no tiene remedio.
Blanes tomó la palabra con cierto apresuramiento.
– Lo más importante ahora es poneros al corriente de lo que sabemos. Reinhard y yo nos hemos enterado de varias cosas: proceden de informes confidenciales que han sido filtrados, datos secretos pero verificables…
– Nos están escuchando, David -advirtió Elisa.
– Ya lo sé, y no importa: no son ellos quienes más me preocupan. Voy a contaros lo que ignoráis. No quisimos deciros nada hasta no tener pruebas, y ni siquiera tenemos muchas aún, pero la muerte de Sergio lo ha precipitado todo. Sobre esa muerte solo poseemos noticias dispersas, aunque creo que no difiere del resto. Empecemos por ti, Jacqueline. -Hizo un gesto hacia la paleontóloga-. A Jacqueline le lavaron el cerebro por primera vez al salir de Nueva Nelson. Estuvo un mes en la base de Eagle en el Egeo, donde se dedicaron a despojarla de los recuerdos mediante drogas e hipnosis. Pero tras su segunda… ¿Cómo las llaman…? «Reintegración»… Tras su segunda reintegración, en 2012, empezó a recordar.
– Para mi desgracia -repuso Clissot.
– No, no para tu desgracia -corrigió Blanes-. La mentira te hubiera hecho más daño. -Se volvió hacia los demás-. Al principio Jacqueline veía imágenes dispersas, fragmentadas… Luego, cuando le enviamos los primeros informes de las autopsias, recordó cosas concretas. Por ejemplo, los hallazgos en el cadáver de Rosalyn Reiter. ¿Por qué no nos hablas de eso, Jacqueline?
Clissot apoyaba los codos en la mesa y juntaba las yemas de los dedos contemplándose las manos bajo la luz del flexo como si se tratase de una frágil obra de arte. Entonces hizo algo que a Elisa, de alguna manera, le provocó escalofríos: sonrió. Estuvo sonriendo todo el tiempo que duró su intervención, con una tensa y desagradable mueca.
– Bien, yo no disponía en la isla de los medios necesarios para realizar una autopsia, pero, en efecto, encontré… cosas. Al principio, lo esperable: eritemas intensos y escaras debido a la ley de Joule, ya sabéis, el intenso calor producido por el paso de una corriente eléctrica… En la mano derecha tenía la marca de los cables, había metalizaciones y precipitados en la piel… Todo eso era lo normal ante una descarga de quinientos voltios. Pero bajo las quemaduras hallé destrozos no achacables a la electricidad: mutilaciones, áreas del cuerpo que habían sido cortadas o arrancadas… Y había detalles aún más raros en el estado de conservación del cadáver… Quise comentárselo a Carter, y entonces vino la explosión. Me sorprendió regresando a los barracones, de modo que no sufrí ningún daño. Incluso colaboré en la evacuación del resto del equipo.
– Sigue -la invitó Blanes.
– Antes de marcharnos, Carter me pidió que le echara un vistazo a… a lo que había en la despensa. Soy antropóloga forense, pero al ver aquello perdí la noción de mí misma. Fue como si un velo me nublara. Así estuve hasta que los informes de David me hicieron recordar. -Jacqueline dibujaba círculos sobre la mesa mientras sonreía. Parecía divertirle la conversación-. Por ejemplo: vi la mitad de una cara en el suelo, creo que era la de Cheryl, y la habían seccionado a trozos, capa a capa, como si… como si fueran las páginas despegadas de un libro. Jamás había visto eso en mi vida, ni sé qué clase de cosa pudo hacerlo. Desde luego, no un cuchillo ni un hacha. ¿Ric Valente? No… No sé quién pudo hacer eso… ni quién arrancó sus vísceras y empapó con sangre las cuatro paredes, el suelo y el techo por completo, como una decoración… No sé quién lo hizo, ni cómo… pero, desde luego, no era alguien cualquiera… -Guardó silencio.
– Entonces te envié los informes de Craig y Nadja -la animó a seguir Blanes.
– Sí, había más cosas. El cerebro de Colin, por ejemplo, fue extirpado y cortado en capas. Las vísceras habían sido arrancadas y sustituidas por partes amputadas de sus extremidades, como si… como si se tratara de un juego, y toda su sangre se hallaba esparcida por el salón de la casa, que además presentaba destrozos considerables. En cuanto a Nadja, su cabeza había sido tallada. Los bordes de su cráneo fueron como limados hasta hacerlos irreconocibles… Ninguna máquina puede lograr eso en tan poco tiempo. Es como el efecto que causa el agua en la roca: requiere años. Cosas así de curiosas…
– También había sorpresas en los análisis, ¿no es cierto? -señaló Blanes cuando el silencio volvió a posarse en los labios de Jacqueline. La paleontóloga asintió.
– La total ausencia de glucógeno en las muestras de hígado, el hallazgo de un páncreas sin autolisis y la ausencia de lipoides en las cápsulas suprarrenales indicaban una agonía muy lenta. El nivel de catecolaminas en las muestras de sangre también apuntaba a lo mismo. No sé si esto es muy técnico para ti, Víctor… Cuando un individuo es sometido a tortura se produce un violento estrés en el organismo, y unas glándulas que tenemos sobre los riñones, las cápsulas suprarrenales, segregan sustancias llamadas catecolaminas, que provocan taquicardia, aumento de la tensión arterial y otros cambios físicos destinados a protegernos. La cuantía de estas hormonas en sangre puede revelar, en cierta medida, el grado de sufrimiento soportado y su duración. Pero los análisis practicados a los restos de Colin y Nadja arrojaban resultados inconcebibles: tan solo ciertos prisioneros de guerra sometidos a torturas muy prolongadas podían compararse… El tejido glandular suprarrenal se hallaba hipertrófico y parecía haber estado trabajando al límite de manera crónica, lo que indica un sufrimiento de… quizá semanas, quizá meses.
Víctor tragó saliva.
– Esto sí que no lo entiendo. -Miró a los demás, desconcertado.
– No se corresponde con la rapidez de las muertes, en efecto -asintió Blanes, como participando de su asombro-. Por ejemplo, Cheryl Ross llevaba en la despensa apenas dos horas. Stevenson, el soldado que halló los restos junto con Craig, no se había movido de las inmediaciones de la trampilla y no vio ni oyó nada extraño durante esas dos horas… Pero Elisa ha contado que era posible escuchar los pasos de alguien que caminara por la despensa en plena noche. ¿Cómo se las arregló Valente para entrar sin ser visto y hacerle a Ross todo lo que se supone que le hizo con tanta rapidez y en completo silencio? Además, no se han hallado huellas de supuestos agresores, ni armas de ningún tipo. Y no hay testigos de los asesinatos, ni uno solo, y no me refiero únicamente a testigos oculares: nadie ha oído gritos o ruidos, ni siquiera en el caso de Nadja, que murió salvajemente en cuestión de minutos dentro de un apartamento de paredes delgadas.
Elisa escuchaba con suma atención. Algunas de las cosas que Blanes estaba contando también eran nuevas para ella.
– Sin embargo… -Blanes se inclinó sobre la mesa sin dejar de mirar a Víctor. La luz del flexo subrayaba sus facciones-. Todas las personas que han contemplado al menos una de las escenas del crimen, todas sin excepción, incluyendo autoridades y especialistas, han sufrido una especie de «shock». Se le llama así, aunque se ignora de qué se trata exactamente: los síntomas van desde un estado de enajenación transitoria, como el de Stevenson y Craig en la despensa, por ejemplo, o ansiedad repentina, como la de Reinhard en la trampilla, hasta una psicosis que no responde a los tratamientos habituales…
– Pero los crímenes han sido atroces -objetó Víctor-. Me parece natural que…
– No. -Las miradas giraron hacia Jacqueline Clissot- Yo soy forense, Víctor, pero cuando bajé a esa despensa y vi los restos de Cheryl quedé completamente trastornada.
– Lo que queremos dejar claro es que no depende al cien por cien del horror que han contemplado -puntualizó Blanes-. Son reacciones completamente inusuales, incluso después de visiones tan traumáticas como ésas. Piensa, por ejemplo, en los soldados. Eran gente con experiencia…
– Comprendo -dijo Víctor-. Es raro pero no imposible.
– Ya sé que no es imposible -convino Blanes mirando a Víctor con los párpados entornados-. Aún no te he contado lo imposible. Ahora lo haré.
Harrison sabía que la perfección significaba protección.
Podría afirmarse que, en su caso, se trataba de deformación profesional, pero aquellos que lo conocían más profundamente (hasta el punto en que Harrison se dejaba conocer) hubiesen dudado entre el huevo y la gallina. ¿Era la profesión la que marcaba el carácter? ¿O el carácter había dejado la impronta en el oficio?
El propio Harrison ignoraba la respuesta. En él, las esferas laboral y afectiva se superponían. Se había casado y divorciado, llevaba veinte años coordinando la seguridad de proyectos científicos, había tenido una hija que ahora vivía lejos y a la que nunca veía, y todo esto le hacía ser más consciente de su «sacrificio». Tal conciencia de «sacrificio» era lo que le convertía en el sujeto ideal para el cargo que desempeñaba. Harrison sabía que estaba haciendo «el bien»: lo suyo era proteger. Si no dormía, si no se alimentaba, si envejecía de golpe quince años o si carecía de tiempo libre, todo eso le hacía pensar que era el precio que pagaba por «proteger» a otros. Se trataba de un papel que la mayoría de la gente rechazaba en el gran teatro del mundo, y Harrison había decidido interpretarlo.
«Sin fisuras.» Sus superiores lo definían así: un hombre sin fisuras. Con independencia de lo que aquella frase significara para cada cual, en Harrison era sinónimo de blindaje. Todos los perros terminan pareciéndose a sus amos, y todos los hombres, a sus trabajos. Como director de seguridad de proyectos de Eagle Group, Harrison sabía que su meta no era otra que crear un blindaje seguro, acorazado. Nada puede penetrar, nada puede salir.
Todo había ido bien hasta que, diez años antes, Zigzag se había colado por una brecha.
Pensaba en eso mientras abandonaba la casa de Soto del Real aquella madrugada, acompañado de tres hombres. La noche de marzo era más fría en la sierra madrileña que en la ciudad, pero resultaba menos desapacible de lo que Harrison estaba acostumbrado a soportar, y el interior del vehículo en que penetró la hizo aún más confortable. Era un Mercedes Benz S-Class W Special de carrocería tan negra y reluciente como el zapato de tacón de aguja de un travesti, reforzada con cristales enladrillados de policarbonato y doble escudo de Kevlar. Una bala de rifle de nueve gramos y medio disparada a novecientos metros por segundo en dirección a la cabeza de cualquiera de sus ocupantes no lograría mucho más que una avispa kamikaze lanzándose contra la ventanilla. Una granada, una mina o un mortero lo dejarían inservible, pero nadie en su interior sufriría lesiones graves. En aquel búnker con ruedas, Harrison se encontraba razonablemente bien. No seguro del todo («la seguridad consiste en pensar que nunca estás seguro del todo», repetía a sus discípulos), pero razonablemente bien, que es a lo que cualquier hombre razonable puede aspirar.
El conductor arrancó de inmediato, maniobró con habilidad entre los otros dos coches y la furgoneta aparcados frente a la casa y se deslizó por la noche en un silencio de nave espacial. Eran las dos menos cuarto, las estrellas brillaban en el cielo, la carretera estaba vacía y los cálculos más pesimistas auguraban que en cuestión de media hora llegarían al aeropuerto, con tiempo de sobra para dar la bienvenida al recién llegado.
Harrison pensaba.
Tras unos cuantos minutos de viaje en una inmovilidad casi estatuaria, sacó una mano del confortable bolsillo del abrigo.
– Dame el monitor.
El hombre que se hallaba a su izquierda le entregó un objeto semejante a una lámina de chocolate belga. Era un receptor de pantalla plana en TFT de cinco pulgadas con una resolución capaz de hacer creer al usuario que tenía un cine en la palma de la mano. El menú ofrecía una cuádruple elección: ordenador, televisión, GPS o videoconferencias. Harrison escogió esta última y apoyó el índice en la opción «Sistemas Integrados». Se oyó un pitido y acto seguido apareció la pequeña habitación en forma de ele donde se encontraban los cuatro científicos charlando alrededor de la mesa. Pese a la luz mortecina del lugar, la imagen poseía una nitidez extraordinaria y podían advertirse las diferentes tonalidades de la ropa y el cabello de cada uno. También el sonido era asombroso. Harrison podía escoger entre dos clases de ángulos debido a las dos cámaras ocultas que se hallaban filmando. Pero en ninguno de los dos podía ver el rostro de Elisa Robledo de frente, de modo que se contentó con el que mostraba su perfil derecho.
En aquel momento hablaba la profesora Clissot.
– No. Yo soy forense, Víctor, pero cuando bajé a la despensa y vi los restos de Cheryl quedé completamente trastornada…
Hablaban en castellano. Harrison habría podido conectar el traductor automático incorporado al programa de vigilancia, pero no lo deseaba. Era obvio que estaban contándose sus penas e informando a Lopera de lo sucedido.
Se acaricié) la barbilla. El hecho de que los científicos hubiesen llegado a saber tanto no dejaba de intrigarle, pese a que Carter había obtenido sobradas pruebas de que, antes de morir, Marini los había ayudado. Pero ¿cabía atribuir la copia de las autopsias, por ejemplo, a la intervención de Marini? Teniendo en cuenta que el propio Marini lo ignoraba casi todo al respecto, ¿cuál podía haber sido su fuente? ¿De quién había procedido la filtración? A Harrison había empezado a preocuparle eso.
Filtración. La grieta. Lo que permite que las cosas salgan o entren. El defecto en el blindaje.
Blanes hablaba ahora. Cuánto odiaba sus aires de superioridad y sabiduría…
Le dedicó una larga mirada a Elisa Robledo. Últimamente contemplaba ciertas cosas de la misma forma, sin pestañear ni respirar siquiera, con mucha atención. Conocía la anatomía básica del ojo, y sabía que la pupila no es una mancha sino un di-# minuto agujero. Una fisura, en realidad.
Filtraciones.
Por ese agujero podían penetrar imágenes indeseable como las que había visto hacía cuatro años en la casa de Colin Craig y el piso de Nadja Petrova, o el día anterior en una mesa de disecciones de Milán. Imágenes hediondas e impuras como la boca de un moribundo. Soñaba todas las noches (las que empleaba en dormir) con ellas.
Ya había decidido lo que iba a hacer, y recibido la bendición de los altos cargos: descontaminar, amputar la gangrena. Se acercaría a los científicos bien protegido y eliminaría toda la carne enferma que estaba contemplando. En particular, y de manera personal, la carne responsable de que existieran grietas, fisuras.
Muy en especial, se dedicaría a Elisa Robledo. No se lo había dicho a nadie, ni siquiera a sí mismo.
Pero sabía lo que iba a hacer.
De pronto la pantalla se llenó de dientes de sierra. Harrison imaginó por un segundo que el Todopoderoso lo estaba castigando por sus malos pensamientos.
– Interferencias en la transmisión -dijo el hombre de la izquierda manipulando la galleta de chocolate-. Quizá falta de cobertura.
Harrison apenas le dio importancia a no poder ver ni escuchar. Los científicos, incluyendo a Elisa, ya formaban, tan solo, una débil luz en su firmamento privado. Tenía planes, y los llevaría a cabo en el momento oportuno. Ahora quería concentrarse en la última tarea que le aguardaba aquella noche.
Blanes se disponía a seguir hablando cuando algo lo interrumpió.
– El avión del profesor Silberg aterrizará en diez minutos -dijo Carter entrando en la habitación y cerrando la puerta tras de sí.
Aquella intromisión indignó a Elisa, que saltó de su asiento.
– Lárguese, ¿quiere? -espetó-. ¿No le basta con escucharnos desde los micrófonos? ¡Queremos hablar entre nosotros! ¡Váyase de una vez!
A su espalda escuchó ruidos de sillas removidas y peticiones de calma por parte de Víctor y Blanes. Pero ella había llegado a un punto sin retorno. La mirada fija de Carter y su cuerpo como un pedazo de granito plantado frente a ella se le antojaban simbólicos: la justa metáfora de su impotencia ante los acontecimientos. Se situó a escasos centímetros de distancia de él. Era más alta, pero cuando lo empujó sintió como si intentara mover una pared de ladrillos.
– ¿Es que no me escucha? ¿No entiende el inglés? ¡Lárguense, usted y su jefe, de una jodida vez!
Sin tener en cuenta a Elisa, Carter miró a Blanes y asintió.
– He puesto en marcha los inhibidores de frecuencia. Harrison se ha ido al aeropuerto y no puede vernos ni oírnos ahora.
– Perfecto -repuso Blanes.
La mirada de Elisa viajaba desconcertada de uno a otro, sin comprender el diálogo que mantenían. Blanes dijo entonces:
– Elisa: Carter es quien nos ha estado ayudando en secreto desde hace años. Él ha sido nuestra fuente de información en Eagle, nos ha entregado copias de las autopsias y todas las pruebas con que contamos… Entre él y yo preparamos este encuentro.
– Ha matado a todos mis hombres. Los que estuvieron en Nueva Nelson. Eran cinco, ¿recuerda? Muertes que hielan la sangre, parecidas a las de sus amigos, pero no tan populares, ¿verdad, profesora? Ellos no eran… «científicos brillantes».
Carter hizo una pausa. Por un instante, una especie de telón pareció alzarse en sus ojos claros, pero de inmediato las piezas de acero de su rostro volvieron a encajar y todo cesó. Prosiguió, en un tono neutro:
– A Méndez y Lee se los cargó con la explosión del almacén, pero la autopsia demostró que antes se había entretenido un poco con Méndez… York fue asesinado hace tres años, el mismo día que el profesor Craig, en una base militar de Croacia. A Bergetti y Stevenson los hizo picadillo este lunes, horas antes de matar a Marini. Bergetti estaba de baja por un trastorno mental, y fue asesinado en su casa; su mujer se arrojó por la ventana al ver su cadáver. A Stevenson lo destrozó en una barcaza en medio del mar Rojo diez minutos después, durante una misión rutinaria. Nadie vio cómo ocurrió. Parpadearon, y allí estaba el fiambre… Empecé a sospechar cuando me enteré de la muerte de York. En Eagle no me lo contaron, lo supe por mis propios medios… Fue entonces cuando opté por colaborar con el profesor Blanes…
– Ahora comprendes, Elisa, que no hubo ninguna traición. -acotó Blanes-. Lo habíamos preparado de esta forma. Si Carter no llega a informar a Eagle de nuestra reunión, ya estaríamos todos de regreso a Imnia, y drogados. Pero él los convenció de que era preferible escuchar antes lo que teníamos que decir… De hecho, lleva ayudándonos desde hace años. No solo organizó este encuentro: también el anterior. ¿Recuerdas el mensaje musical? -Elisa asintió: ahora comprendía de dónde había procedido aquel mensaje tan impropio de las habilidades de Blanes.
– Debo aclararles algo -dijo Carter-: ustedes me gustan tanto como yo a ustedes, es decir, ni pizca. Pero si me dan a elegir entre Eagle y ustedes, los prefiero a ustedes… Y si me dan a elegir entre él y ustedes, sigo prefiriéndolos a ustedes, -agregó-. No sé quién o qué coño es, pero ha eliminado a todos mis hombres, y ahora, supongo, viene a por mí.
– Está eliminando a todos los que estuvimos en esa isla, hace diez años… -susurró Jacqueline-. A todos.
– ¿Usted también lo ve? -preguntó Elisa a Carter, trémula.
– Claro que lo veo. En sueños, igual que usted. -Tras una pausa se corrigió, y su voz tembló ligeramente-: Es decir, no, no lo veo: cierro los ojos cuando aparece.
Se apartó de Elisa y se aflojó el nudo de la corbata mientras, hablaba.
– Eagle les está mintiendo: no pretenden ayudarlos. En realidad, están esperando otra muerte… Creo que quieren estudiarnos, ver qué sucede cuando eso elija al siguiente de la lista. A mí también me han hecho exámenes en Imnia, pero aún confían en mí, lo cual es una ventaja, claro. De modo que, les guste o no, ustedes no son cuatro, contando con Silberg, sino cinco. Tendrán que incluirme en sus planes.
– Seis.
Las miradas se trasladaron a Víctor, que parecía tanto o más sorprendido que los demás con su propia intervención.
– Yo… -Titubeó, tragó saliva, respiró hondo y logró dotar a sus palabras de una inesperada fuerza-. Tendrán que incluirme también.
– ¿Se lo han contado todo? -preguntó Carter, como si no estuviera muy seguro acerca de la valía de aquella nueva incorporación.
– Casi todo -dijo Blanes.
Carter se permitió distender los labios.
– Pues tómese su tiempo, profesor. Aún debemos esperar a Silberg.
– Estoy deseando que llegue -confesó Blanes-. Los documentos que trae son la clave.
– ¿A qué te refieres? -inquirió Elisa.
– En ellos está la explicación de lo que nos ocurre.
Jacqueline se adelantó un paso. En su voz se percibía una renovada ansiedad.
– David, solo dime esto: ¿existe él? ¿Es real o se trata de una visión colectiva…, una alucinación?
– No sabemos aún lo que es, Jacqueline, pero es real. Los de Eagle lo saben. Es un ser completamente real. -Los miró como si pasara revista a los últimos supervivientes de alguna catástrofe. En sus ojos Elisa advirtió el brillo del miedo-. En Eagle lo llaman «Zigzag», como el proyecto.
Casi por primera vez en su vida, Reinhard Silberg estaba pensando en sí mismo.
Todos aquellos que lo conocían sabían que pecaba más bien de altruista y abnegado. Cuando su hermano Otto, cinco años mayor y director de una empresa de instrumentos ópticos en Berlín, le llamó un día para explicarle que le habían diagnosticado un cáncer cuyo nombre no era capaz de pronunciar, Silberg habló con Bertha, pidió un permiso en la universidad y se marchó a casa de Otto. Estuvo cuidándolo y apoyándolo hasta que se produjo su muerte al año siguiente. Dos meses después hizo la maleta y se fue a Nueva Nelson. Eran tiempos difíciles, con paletadas emocionales de cal y arena: en aquellos días creía que el Proyecto Zigzag era la feliz compensación que Dios le otorgaba en Su infinita bondad para paliar la tragedia de su hermano.
Ahora pensaba de forma muy distinta.
En cualquier caso, hasta que las cosas cambiaron definitivamente, Silberg nunca había tenido miedo de lo que pudiera ocurrirle. No por poseer una valentía especial sino por lo que Bertha llamaba «cuestiones glandulares». El sufrimiento de los seres que le rodeaban le dolía más que el suyo propio; así era, llanamente. «Si alguien tiene que caer enfermo en esta casa, lo mejor es que sea Reinhard -solía decir su esposa-. Si soy yo, enfermamos los dos, y él más que yo.»
Te quiero tanto, Bertha… Al pensar en ella, volvía a verla en su mente: los ojos ajenos podían decir que ya no era la chica rellenita aunque esbelta que había conocido en la universidad casi medio siglo antes, pero para Silberg seguía siendo la mujer más deseable del mundo. Pese a que no habían logrado tener hijos, treinta años de feliz matrimonio lo habían convencido de que el único paraíso que existe sobre la Tierra, el, único que de verdad merece tal nombre, consiste en poder vivir junto a quien se ama.
Sin embargo, durante algún tiempo esa armonía había estado a punto de quebrarse. Años atrás, horrorizado con sus sueños, Silberg había tomado una decisión muy similar a la que, le había impulsado a marchar a casa de su hermano: irse para ayudar a otro. Hizo las maletas y se trasladó al pequeño apartamento de soltero que poseían cerca de la universidad, y que solían alquilar a los estudiantes. No podía vivir junto a su mujer temiendo cada noche despertarse y comprobar que le había hecho todo lo que le hacía en aquellas visiones grotescas… A Bertha le había dado muchas excusas: desde la necesidad de plantearse las cosas «desde la distancia» hasta que se encontraba mal de los nervios. Pero fue ella la que empezó a encontrarse mal y removió cielo y tierra para que Silberg regresara a su lado. Él había terminado accediendo, aunque sus temores no habían hecho sino incrementarse.
Esa tarde se había despedido de Bertha. No quería que nada de lo que le ocurriera a partir de entonces, fuera lo que fuese, le sorprendiera junto a ella. No le había dado un abrazo muy fuerte, pero había envuelto su cuerpo y acariciado la espalda que la martirizaba tanto últimamente diciéndole que había surgido «un nuevo proyecto» y que se necesitaba su colaboración. Tendría que ausentarse unos días. No le importó decirle que iba a reunirse con David Blanes en Madrid: sabía que Eagle se habría enterado ya, y mentir a su mujer era correr el riesgo de que la interrogaran.
Por supuesto, no le había contado toda la verdad, ya que, en Madrid, Blanes, él y el resto del equipo tendrían que tomar algunas decisiones drásticas. Sabía que pasaría mucho tiempo antes de que volviera a ver a su esposa (si volvía a verla), de ahí la importancia que había otorgado a la breve despedida.
Pero en aquel momento ni siquiera pensaba en Bertha. Estaba aterrorizado por él, por su propia vida, por su futuro. Tenía tanto miedo como un niño pequeño en la profundidad de un pozo.
En el maletín que llevaba en el portaequipajes se encontraba el origen de su terror.
Volaba en un jet privado Northwind a velocidad de crucero de quinientos veinte kilómetros por hora, dentro de una cabina de doce metros de longitud con siete asientos que olían a cuero y metal nuevos. Los otros dos únicos pasajeros, sentados frente a él, eran los hombres que Eagle había enviado para acompañarlo desde su pequeño despacho en la facultad de Física de la Technische de Berlín, en Charlotenburg. Silberg ocupaba desde hacía años la cátedra de un departamento cuyo nombre obligaba a los creadores de tarjetas de visita a hacer piruetas con el espacio libre: Philosophie, Wissenschaftstheorie, Wissenschafts und Technikgeschichte. El departamento estaba adscrito a la facultad de Humanidades, ya que se dedicaba al estudio de la filosofía de la ciencia, pero, en calidad de físico teórico, además de historiador y filósofo, contaba con una base de operaciones en la facultad de Física. Allí había terminado de leer y anotar las conclusiones que había estado elaborando a lo largo de todo el día, y que albergaba bajo el cierre informático de aquel maletín.
Silberg esperaba la llegada de los hombres de Eagle, pero pese a ello fingió sorpresa. Le explicaron que habían sido designados para escoltarle hasta Madrid. No era preciso que utilizara el billete de avión que había adquirido: viajaría en un jet privado. Él sabía muy bien la razón de aquella «jaula de oro». Carter ya le había advertido que Harrison iba a detenerlo en el aeropuerto y quitarle el maletín. Confiaba en que Carter lo recuperase, pero aun si no era así, ya había tomado medidas para que sus conclusiones llegaran a las manos adecuadas.
– Iniciamos el descenso -informó el piloto desde los altavoces.
Revisó su cinturón de seguridad y siguió sumido en sus pensamientos. Se preguntaba, no por primera vez, la causa de aquel castigo tan espantoso que había caído sobre ellos. ¿Quizá el hecho de haber transgredido la prohibición más tajante que Dios le había hecho al hombre? Tras expulsar a Adán del paraíso, Dios había enviado a un ángel con espada de fuego para que guardase la entrada. No puedes regresar: el pasado es un paraíso inaccesible para ti. Sin embargo, ellos habían intentado regresar al pasado de algún modo, aunque solo fuese contemplándolo. ¿Acaso no era ésa la principal perversión? Las imágenes del Lago del Sol y la Mujer de Jerusalén (con las que soñaba casi cada noche desde hacía diez años), ¿no eran la prueba palpable de aquel oscuro pecado? Ellos, los «condenados», los mirones de la Historia, ¿no se habían hecho acreedores a un castigo ejemplar?
Tal vez, pero Zigzag le parecía un castigo excesivo: se le antojaba horriblemente injusto.
Zigzag. El ángel de la espada de fuego.
Ignoraba de qué manera podían hacerse compatibles un mundo creado por la Suprema Bondad con las sospechas que albergaba. Si tenía razón, si Zigzag era lo que creía que era, entonces todo sería mucho peor de cuanto imaginaban. Si sus conclusiones, extraídas apresuradamente de los documentos que portaba, resultaban correctas, nada de lo que hicieran iba a poder ayudarlos: él y el resto de los «condenados» se dirigían sin remedio a la perdición.
Mientras el avión en el que viajaba planeaba sobre la noche de Madrid como un enorme pájaro blanco, Reinhard Silberg rezaba al Dios en el que aún seguía creyendo por estar equivocado.
A Víctor Lopera le sonreía la vida.
Su pasado era el mejor que cualquiera podía desear. Tenía dos hermanos que le querían y unos padres saludables y cariñosos. La moderación era el común denominador de su existencia: en su biografía no había grandes penas ni alegrías, sus afectos no eran excesivos ni escasos; no solía hablar mucho, pero tampoco lo precisaba; aunque no era de los que se rebelaban, no se sometía de buen grado a nadie. De haber vivido bajo la bota de un tirano, habría sido un hombre muy semejante al que ya era. Poseía gran capacidad de adaptación, como sus plantas hidropónicas.
La única extravagancia de su vida había sido Ric Valente. Y, no obstante, se había tratado de una experiencia necesaria para su propia formación, o así quería verlo.
A esas alturas había terminado comprendiendo, como Elisa le había dicho en cierta ocasión, que Ric no era tan «diabólico» como él creía, sino un chaval abandonado por sus padres y desdeñado por su tío, lleno de inteligencia y ambición, pero también muy necesitado de amistad y amor. Cuando pensaba en Ric pensaba en contradicciones: un alma egocéntrica pero capaz de sentir afecto, como había quedado demostrado tras la famosa pelea a orillas del río por Kelly Graham; un buscador de placeres que, visto desde la distancia, no dejaba de resultar un cándido aficionado a la satisfacción solitaria con revistas, fotos y películas… Un individuo, en todo caso, marginal para los adultos, pero atractivo, y hasta pedagógico, para cualquier niño. Concluía que la amistad con Valente le había enseñado más sobre la vida que muchos libros de física y muchos maestros, porque haber sido amigo del diablo resultaba apropiado para quien, como él, intentaba aprender a evitar las tentaciones.
Buena prueba de que las cosas habían sido así en su caso era, que, cuando maduró lo suficiente para apartarse de la órbita del aquel chico solitario, resentido y genial, no dudó en hacerlo. Los recuerdos de las correrías que habían compartido no le parecían sino peldaños en su evolución interior. A la hora de la verdad, él había seguido su propio camino mientras Valente continuaba con sus perversiones no tan secretas.
En cualquier caso, la aritmética de su existencia siempre había dado un resultado positivo, incluso con la variable Valente de por medio.
Hasta esa noche.
Si se ponía a rememorar en orden todo lo que había vivido esa noche única, casi le daban ganas de reír: la mujer que más admiraba (y amaba) le había contado una historia increíble; luego unos desconocidos lo habían sacado de su coche a la fuerza, llevado a una casa en las afueras e interrogado mientras le dirigían miradas intimidatorias; y ahora un David Blanes ojeroso, barbudo y probablemente loco pretendía que creyera en lo imposible. Eran números demasiado grandes para su aritmética mental.
Lo único que sabía con certeza era que estaba allí para ayudarlos, sobre todo a Elisa, y que intentaría hacerlo lo mejor posible.
Pese al miedo creciente que sentía.
– Dijiste que había cosas más extrañas -dijo.
Blanes asintió.
– Las momificaciones. ¿Puedes explicarlo, Jacqueline?
– Un cadáver puede momificarse por medios naturales o artificiales -dijo Jacqueline-. Los artificiales los empleaban en Egipto, y los conocemos todos. Pero también la naturaleza puede momificar. Por ejemplo, lugares extremadamente secos con aire circulante, como los desiertos, producen una rápida evaporación del agua del organismo impidiendo la labor de las bacterias. Pero los restos de Cheryl, Colin y Nadja estaban momificados debido a un proceso que no se parecía a ninguno conocido. No había desecación, ni presencia de alteraciones ambientales típicas, ni había transcurrido el tiempo suficiente para que las hubiera. Y existían otras contradicciones: los fenómenos de autolisis química, por ejemplo, causados por la muerte de nuestras propias células, parecían haberse producido, pero no así la posterior labor de las bacterias. La ausencia total de putrefacción bacteriana era insólita… Como si… Como si hubiesen pasado mucho tiempo encerrados en algún sitio sin contacto con la atmósfera. Resultaba inexplicable, teniendo en cuenta la datación post mortem. La llamaron «momificación aséptica idiopática».
– Sé cómo la llamaron -intervino Carter en un castellano torpe pero comprensible (Elisa ignoraba que lo hablase). Estaba apoyado en la pared, con los brazos cruzados y parecía aguardar a que alguien lo desafiara a un combate-. La llamaron: «Si alguien tiene puta idea de lo que es esto, que lo diga».
– Eso es lo que significa «idiopática» -dijo Jacqueline.
– ¿Y ello qué indica? -preguntó Víctor.
Blanes tomó la palabra.
– Ante todo, que el tiempo en el que se supone que fueron cometidos los crímenes no se corresponde con el tiempo que llevaban muertas las víctimas. Craig y Nadja fueron asesinados en menos de una hora, pero, según los análisis, sus cuerpos habían muerto hacía meses. Insisto: sus cuerpos. Ni los trozos de ropa encontrados ni los objetos que los rodeaban presentaban las mismas señales de deterioro o de paso del tiempo, incluyendo a las bacterias sobre su piel: de ahí la ausencia de putrefacción a la que aludía Jacqueline.
Hubo un silencio. Todas las cabezas se volvieron hacia Víctor, que arqueó las cejas.
– Eso es imposible -dijo.
– Ya lo sabemos, pero hay más -repuso Blanes-. Otra perturbación común en todos los casos son los cortes de luz. Es decir, no solo de luz: de energía. Las lámparas con baterías se gastan, los motores se apagan… El generador auxiliar de la estación, por ejemplo, no llegó a ponerse en marcha por ese motivo. Y al helicóptero que se desplomó en pleno vuelo sobre el almacén y produjo la explosión le ocurrió lo mismo: su motor dejó de funcionar de repente, al tiempo que se apagaban las luces de la casamata. Ello coincidió con la muerte de Méndez. Ocurrió igual en la despensa, con la muerte de Ross, y en las casas de Craig y de Nadja. A veces el corte de energía se extiende a una zona amplia, pero el epicentro siempre es el lugar del crimen…
– Puede tratarse de hipersobrecargas. -La mente de físico de Víctor Lopera había empezado a funcionar. Sobre cadáveres no deseaba saber nada, pero en lo referente a circuitos electrónicos se movía en algo que podía denominarse «su elemento»-. Las hipersobrecargas chupan a veces toda la energía de un sistema.
– ¿También la de las baterías de una linterna no conectada a la corriente general?
– Debo reconocer que eso es muy extraño.
– Lo es -asintió Blanes-, pero de alguna manera nos sirve para establecer un punto de partida. Zigzag y los cortes de energía están relacionados de alguna forma. Es como si Zigzag necesitara de esos cortes para poder actuar.
– La oscuridad-dijo Jacqueline-. Él entra con la oscuridad.
La frase pareció atemorizarlos a todos. Elisa comprobó que más de uno miraba el flexo encendido sobre la mesa. Decidió interrumpir el hondo silencio.
– De acuerdo, Zigzag produce cortes de energía, pero ello no explica qué clase de cosa nos ha estado… -Se alisó el pelo en un gesto rabioso-. Nos ha estado torturando y asesinando desde hace años…
– Ya dije que la explicación final nos la ofrecerá Reinhard, pero puedo adelantaros esto: Zigzag no es ningún ente sobrenatural, ningún «diablo»… Lo ha creado la física. Se trata de un hecho comprobable, científico, que Ric Valente, de alguna manera, produjo en Nueva Nelson. -En medio del estupor con que fue recibida aquella declaración, Blanes añadió algo aún más extraño-: Es posible, incluso, que el propio Valente sea Zigzag.
– ¿Qué? -Víctor los miró a todos, palideciendo- Pero… Pero si Ric ha muerto…
Carter se plantó frente a ellos con los brazos cruzados.
– Fue otra de las mentiras de Eagle, la más sencilla. Nunca se encontraron pruebas de la culpabilidad de Valente, y menos de su muerte, pero decidieron achacarle los asesinatos de la isla para que nadie hiciera preguntas. Sus padres enterraron un ataúd vacío.
Elisa contemplaba a Carter, aturdida. Carter añadió:
– Por lo que al mundo respecta, Valente sigue en paradero desconocido.
Oía zumbidos, sentía un hormigueo trepando por su vientre y el levísimo mareo producido por la inclinación. La diferencia de presión había taponado sus conductos auditivos curvando sus tímpanos. Las luces de la cabina, puestas al mínimo para el aterrizaje, creaban una atmósfera dorada y tibia. Se trataba de percepciones familiares para los pasajeros de cualquier avión en descenso.
Los altavoces se animaron de repente.
– En diez minutos aterrizaremos.
El hombre que tenía enfrente dejó de hablar con su compañero y miró por la ventanilla. Silberg hizo lo mismo. Vio una oscuridad salpicada de luces en la parte inferior. Había visitado Madrid varias veces, y le gustaba aquella pequeña gran ciudad. Desplazó la manga de la chaqueta para consultar su reloj: eran las 2.30 de la madrugada del jueves 12 de marzo. Imaginó todo lo que sucedería después de transcurridos esos minutos: el avión aterrizaría, los hombres de Eagle lo llevarían a la casa y de allí sería trasladado con los demás al centro del Egeo… o quién sabía a qué otro lugar remoto. Tendrían que estudiar un plan de fuga con Carter. Solo si escapaban de las manos de Eagle podrían diseñar algún método para enfrentarse a la verdadera amenaza.
Pero ¿cuál sería ese método? Silberg lo ignoraba. Se limpió el sudor con la manga de la chaqueta mientras notaba, bajo el suelo, el chasquido del tren de aterrizaje.
Uno de los hombres se inclinó hacia él.
– Profesor, ¿sabe cuál es la…?
Fue lo último que pudo escuchar.
En medio de la pregunta, las luces se apagaron.
– ¿Oiga? -dijo Silberg. Oyó su propia voz al decirlo.
No recibió respuesta.
Tampoco escuchaba el zumbido de los poderosos motores del Northwind. Y había dejado de experimentar el vértigo del descenso.
Por un momento pensó que podía haber muerto. O quizá había sufrido un derrame cerebral, y aún le quedaba un resto de conciencia que se apagaría lentamente en medio de la oscuridad. Pero acababa de usar su voz y la había oído. Además -ahora se percataba-, podía palpar los brazos del asiento, el cinturón de seguridad seguía sujetándolo y casi columbraba el vago contorno de la cabina entre las tinieblas. Sin embargo, todo a su alrededor se había quedado quieto y mudo. ¿Cómo era posible?
Los hombres de Eagle tenían que estar a tres pasos de distancia. Recordaba detalles de ambos: el de la derecha era más alto, de facciones recias, con patillas hasta la mitad de los pómulos; el de la izquierda, rubio, fornido, de ojos azules, con una hendidura muy marcada en el labio superior. En aquel momento Silberg hubiese dado cualquier cosa por volver a verlos, o al menos escucharlos. Pero la masa de negrura frente a él era demasiado compacta.
O no.
Miró a su alrededor. Unos metros a su derecha, en lo que debía de ser la pared de la cabina, había una ligera claridad. No se había fijado en ella hasta aquel momento. La observó detenidamente. Se preguntaba qué podía ser. ¿Un agujero en el fuselaje? Una claridad quieta y difusa. El espíritu de Dios flotando sobre las aguas. La Nada. Filósofos y teólogos se habían esforzado a lo largo de los siglos por entender lo que en aquel momento sus ojos abarcaban de un solo vistazo.
De niño, la pasión por las lecturas bíblicas había llevado a Silberg a preguntarse qué se experimentaría al vivir un milagro: el mar se abre, el sol se paraliza, las murallas se desmoronan al sonido de las trompetas, el cadáver resucita y el lago se alisa en la tempestad como una sábana bajo manos expertas. ¿Qué habrían sentido los protagonistas de tales maravillas?
Ya sabes lo que se siente. Pero este milagro no viene de Dios.
De repente supo qué significaba aquella claridad, así como todo lo que le rodeaba.
Zigzag. El ángel de la espada de fuego.
Lo había sabido desde el principio, pero se negaba a aceptarlo. Era demasiado espantoso.
De modo que es así. Incluso en un avión.
Llevó la mano izquierda a la cadera y palpó el cierre del cinturón de seguridad, pero no logró abrirlo: como si la pestaña formara una sola cosa con la hendidura del enganche. Desesperado, dio un tirón hacia delante y la correa se le clavó en la carne (no parecía llevar ropa alguna encima) haciéndole gemir de dolor, pero no se abrió.
No podía levantarse. Y eso no era lo peor.
Lo peor era la sensación de que no estaba solo.
Resultaba sobrecogedora en medio del silencio de aquella noche eterna. Más que una verdadera percepción era la certidumbre de que había algo o alguien al fondo de la cabina, detrás de él, donde se encontraban las últimas filas de asientos y los aseos. Miró por encima del hombro, pero la incapacidad para girar del todo la cabeza, el obstáculo de su propio asiento y la ausencia de luces le impidieron ver nada.
No obstante, tenía la certeza de que aquella presencia era muy real. Y se acercaba.
Se estaba acercando por el pasillo central.
Zigzag. El ángel de…
Súbitamente, perdió toda la calma que había logrado mantener hasta entonces. Un pánico atroz le invadió. Nada, ni el recuerdo de Bertha, ni sus múltiples lecturas, su cultura inmensa o su mucho o poco coraje le ayudaron a soportar aquel momento de absoluto terror. Temblaba y gemía. Se echó a llorar. Luchó como un poseso con el cinturón de seguridad. Pensó que se volvería loco, pero tal cosa no sucedía. Creyó comprender que la locura no llegaba con tanta rapidez al cerebro que la ansía. Más fácil era cortar una extremidad, mutilar una víscera o desgarrar una carne palpitante que arrancar la razón a una mente sana, dedujo. Intuyó que estaba condenado a mantenerse cuerdo hasta el final.
Pero se equivocaba.
Lo comprobó un instante después.
Había cosas que podían arrancar la razón a una mente sana.
La noche parecía frágil. Una débil gasa negra cuajada de luces diminutas. El picudo morro del Northwind la desgarró como un cuchillo de hielo. La mayor parte de su tonelaje presionó los amortiguadores hidráulicos mientras los frenos retenían el increíble impulso en medio de un ruido atronador.
Harrison no esperó a que se detuviera. Se apartó del encargado del aeropuerto y señaló con la cabeza la furgoneta estacionada en el pasaje de la terminal número tres. Sus hombres subieron a ella, eficaces, silenciosos; el último cerró la puerta y el vehículo se deslizó sin prisas hacia el avión. Casi todos los vuelos comerciales habían cesado a esas horas de la madrugada, por lo que no era de temer ningún tipo de molestia. Harrison acababa de recibir un informe de los pilotos: el viaje se había realizado sin incidencias. Pensó que la primera parte de su tarea, reunir a todos los científicos, estaba concluida.
Se volvió hacia su hombre de confianza, sentado junto a él.
– No quiero armas ni violencia. Si no desea entregar su maletín ahora, no se lo quitaremos. Ya tendremos tiempo de hacerlo al llegar a la casa. Lo primero de todo es lograr que se confíe.
La furgoneta se detuvo y los hombres bajaron. El viento, que alisaba el césped alrededor de las pistas despeinó el níveo cabello de Harrison. La escalerilla ya estaba situada, pero la compuerta de salida del avión no se abría. ¿A qué esperan?
– Las ventanillas… -señaló su hombre de confianza.
Por un instante Harrison no entendió qué quería decir. Entonces volvió a mirar al avión y cayó en la cuenta.
Salvo el cristal de la cabina de los pilotos, los cinco ojos del buey a los costados del lujoso Northwind parecían pintados de negro. No le constaba que aquel modelo tuviese cristales ahumados. ¿Qué hacían los pasajeros a oscuras?
De repente las ventanillas se encendieron con la suavidad con que, al anochecer, se despiertan las farolas en una calle solitaria. La luz flotaba de una abertura a otra: sin duda, alguien sostenía una linterna dentro de la cabina. Pero lo más llamativo era el color de aquella luz.
Roja. De un tono sucio, poco uniforme.
O bien el efecto lo causaban las manchas que cubrían por dentro los cristales.
Un hormigueo procedente de sus entrañas clavó a Harrison en el suelo. Durante un momento fue como si el tiempo no transcurriera.
– Entrad… en ese avión… -dijo, pero nadie pareció oírle. Tomó aliento y reunió fuerzas, como un general dirigiéndose a su maltrecho ejército ante la inminencia de la derrota-. ¡Entrad en el maldito avión!
Le pareció que gritaba en medio de un mundo de seres paralizados.
– Sergio Marini lo planeó todo. Conocía tan bien los riesgos como yo, pero tenía… -Blanes quedó un instante pensativo, como buscando la palabra justa-. Puede que más curiosidad. Creo que ya te comenté alguna vez, Elisa, que Eagle quería que hiciéramos experimentos con el pasado reciente, pero yo me negaba. Sergio nunca estuvo de acuerdo conmigo en eso, y cuando vio que no lograba convencerme aparentó capitular. Supongo que yo resultaba imprescindible para el proyecto y tenía que fingir delante de mí, pero a mis espaldas habló con Colin. Él era un físico joven y genial, había diseñado a SUSAN y estaba deseando destacar. «Es nuestra oportunidad, Colin», le diría. Se pusieron a pensar cómo iban a hacerlo sin que yo me enterara, y se les ocurrió la gran idea: ¿por qué no usar a uno de los estudiantes? Eligieron a Ric Valente. Era ideal para eso, un alumno brillante, con ambiciones; Colin lo conocía desde Oxford. Al principio, sin duda, le pedirían pocas cosas: que se entrenara en el manejo del acelerador y los ordenadores… Luego le dieron instrucciones más específicas. Practicaba casi todas las noches. Carter y sus hombres lo sabían y lo protegían.
– Los ruidos que oía en el pasillo… -murmuró Elisa- Esa sombra…
– Era Ric. Incluso hizo algo más, que sorprendió a Marini y a Colin: mantuvo relaciones con Rosalyn Reiter para que todo el mundo creyese, si lo atrapaban yendo y viniendo de noche por los barracones, que era debido a que la visitaba.
La memoria de Elisa se había trasladado a la habitación de Nueva Nelson: oía los pasos y veía deslizarse la sombra por la mirilla de la puerta. Y allí estaba de nuevo Ric Valente, contemplándola con una sonrisa de desprecio. Lo que ahora sabía encajaba muy bien con el Ric que ella había conocido: la ambición, el deseo de sobresalir aun por encima de Blanes… Todo eso era propio de él, así como su mezquino uso de los sentimientos de Rosalyn. Pero ¿qué clase de cosa había hecho durante sus pruebas nocturnas? ¿Cómo se habían producido esos sueños y visiones? ¿De qué manera Ric había trastornado hasta ese punto la vida de todos?
Jacqueline pareció leerle el pensamiento. Alzando la cabeza preguntó:
– Pero ¿qué fue lo que Ric hizo para que haya sucedido esto…?
– Todo a su tiempo, Jacqueline -repuso Blanes-. No sabemos aún lo que hizo exactamente, pero os contaré lo que Reinhard y yo creemos que ocurrió la noche del sábado primero de octubre de 2005. La noche en que Rosalyn murió y desapareció Ric.
Se hallaban sentados de nuevo alrededor de la mesa, con el flexo como una isla de luz en el centro. Estaban fatigados y hambrientos (lo único que habían ingerido durante las últimas horas era agua), pero Elisa apenas pensaba en otra cosa que en escuchar lo que Blanes contaba. Suponía que su porcentaje de adrenalina era cada vez mayor, y lo mismo debía de ocurrir con los demás, incluyendo al pobre Víctor. Entretanto, Carter entraba y salía, recibía llamadas y enviaba mensajes. Le había pedido el documento de identidad a Víctor, explicándole que necesitaría un pasaporte falso si quería acompañarlos. Ahora hablaba con alguien afuera. Elisa no podía oírlo.
– Como recordaréis -prosiguió Blanes-, esa noche se nos prohibió el uso de aparatos electrónicos debido a la tormenta. Nadie podía ir a la sala de control ni conectar las máquinas. Imagino que Ric pensó que no encontraría mejor oportunidad para experimentar por su cuenta, ya que nadie lo molestaría. Ni siquiera se lo dijo a Marini y Craig. Se levantó y preparó la cama con la almohada y la mochila como acostumbraba, simulando que seguía acostado. Pero ocurrió algo que no esperaba. Es decir, dos cosas. La primera (según creemos, no hay pruebas concretas), que Rosalyn se dirigió a su cuarto en plena noche para hablarle: hacía días que él se había hartado de fingir con ella y estaba desesperada. Al intentar despertarle descubrió el engaño, se intrigó y lo buscó por toda la estación. Quizá se encontraron en la sala de control, o quizá ella llegara cuando él ya había desaparecido. Sea como fuere, sucedió la segunda cosa, la que debemos averiguar, eso que Ric hizo de especial (puede que lo hiciera Rosalyn, pero lo dudo: ella solo sufrió las consecuencias), lo erróneo… El resto solo es conjetura: Zigzag apareció y mató a Rosalyn, y Ric desapareció, -Tras una pausa, Blanes continuó-. Marini y Craig, más tarde, borraron los rastros de la utilización del acelerador para que no sospecháramos nada, o bien se borrarían con el apagón, no estoy seguro. Lo cierto es que Marini conservó una copia secreta de los experimentos de Ric, así como de los suyos propios. Ni siquiera Eagle conocía su existencia. Los especialistas nos interrogaban con drogas, pero Carter afirma que ninguna, droga puede obligarte a confesar algo que tratas de ocultar, a menos que te hagan las preguntas precisas. La existencia de esos archivos se les pasó por alto. Sergio los guardaba, sin duda porque había empezado a sospechar que lo sucedido podía relacionarse con los experimentos de Ric, aunque quizá no tuviera certeza absoluta hasta la muerte de Colin. Él fue el primero de nosotros que se enteró (lo que demuestra que estaba muy pendiente). ¿Y recordáis lo nervioso que se encontraba en la base de Eagle, reclamando protección?
– Hijo de puta -dijo Jacqueline. Su vientre, desnudo bajo el top, y sus pechos se movían con los jadeos de furia-. Hijo de…
– No pretendo disculparlo -murmuró Blanes tras un denso silencio-, pero sospecho que lo que Sergio soportó fue peor que lo de muchos de nosotros, porque él sí creía saber cómo había comenzado todo…
– No te atrevas a compadecerlo. -Jacqueline hablaba con voz quebrada, gélida-. Ni lo intentes, David…
El físico orientó hacia Jacqueline sus párpados entornados.
– Si Zigzag surgió debido a errores humanos, Jacqueline -dijo lentamente-, todos merecemos compasión. En cualquier caso, Sergio guardó esos archivos en una unidad USB que escondió en su casa de Milán. Durante estos tres últimos años Carter ha estado sospechando de él. Envió a varios profesionales a registrar su apartamento, pero no hallaron nada. No se atrevió a intentarlo de nuevo: era arriesgarse a que Eagle conociera su doble juego. Pero ayer, cuando se supo que Marini había sido asesinado, aprovechó la circunstancia para rastrear con un equipo de sus propios hombres. Encontró la unidad en el doble fondo de una de esas cajitas de trucos de magia a los que Marini era tan aficionado y envió los archivos a Reinhard. Yo tenía que venir a Madrid a preparar esta reunión, así lo habíamos acordado. Silberg es el único que ha estado estudiando los archivos toda la noche y el día de hoy. Sus conclusiones viajan con él ahora. Por eso es tan importante recuperarlas.
– Pero Harrison se ha enterado -señaló Elisa.
– Era necesario decírselo para que no sospechara nada. Carter mismo se lo dijo, pero le echó la culpa a Marini, aduciendo que el miedo le había llevado a enviarnos esos documentos. Sabe que Harrison confiscará los archivos, pero intentará recobrarlos.
– ¿Y luego?
– Huiremos. Carter ha diseñado un plan de fuga: primero iremos a Zurich, y de allí a cualquier lugar que él decida. Permaneceremos ocultos mientras buscamos alguna forma de… de solucionar el problema de Zigzag.
Aquella expresión hizo que Elisa apretara los labios. Sí, es un «problema». Míranos a nosotras. Mira nuestro aspecto, mira en lo que nos hemos convertido Jacqueline y yo: ratas cobardes que tratan de embellecerse y tiemblan confiando en que el problema les perdone la vida una noche más. No podía evitar pensar que Blanes, Silberg y Carter quizá se sentirían atemorizados, pero no habían probado ni un tercio de la mierda que ellas tragaban a paletadas todos los días.
Se enderezó en el asiento y habló con la energía que solía mostrar cuando tomaba una decisión.
– No, David. No podemos huir, y lo sabes. Tenemos que regresar. -Fue como si hubiese estado sentada a la mesa con títeres abandonados y solo en aquel momento alguien los manejara: cabezas, gestos, cuerpos que se removían. Añadió-: A Nueva Nelson. Es nuestra única oportunidad. Si Ric desencadenó todo esto allí, solo allí podremos… ¿Cómo dijiste? «Solucionar el problema.»
– ¿Regresar a la isla? -Blanes frunció el ceño.
– ¡No! -Jacqueline Clissot había estado murmurando aquella palabra en voz cada vez más alta, hasta llegar al grito, Entonces se puso en pie. Su estatura era considerable, y aquellos tacones negros la incrementaban. Los maquillados ojos relampagueaban de dolor en la penumbra de la habitación-. ¡No volveré a esa isla jamás! ¡Nunca! ¡Ni se te ocurra!
– ¿Y qué propones, entonces? -preguntó Elisa en un tono casi suplicante.
– ¡Ocultarnos! ¡Huir y ocultarnos en algún sitio!
– ¿Y, mientras tanto, dejar que Zigzag elija al siguiente?
– ¡Nada ni nadie me hará regresar a esa isla, Elisa! -Bajo su alborotada mata de pelo bermellón peinado hacia atrás y la blancuzca capa de maquillaje, la expresión y el tono de Jacqueline se habían vuelto amenazadores-. ¡Allí… me convertí en lo que soy! ¡Allí…! -gruñó-. ¡Allí entró eso en mi vida! ¡No voy a regresar…! ¡No regresaré… ni aunque ÉL quiera…!
Se detuvo bruscamente, como si de pronto se hubiese percatado de lo que acababa de decir.
– Jacqueline… -murmuró Blanes.
– ¡No soy una persona! -Con una horrible mueca, la paleontóloga se llevó la mano al pelo como si quisiera arrancárselo-. ¡No estoy viva! ¡Soy una cosa enferma! ¡Contaminada! ¡Allí me contaminé! ¡Nada me hará regresar! ¡Nada! -Había alzado las manos como garras, como si deseara defenderse de algún ataque físico. Su pantalón se ceñía a las caderas, provocativamente descendido. Era una imagen sensual y a la vez deprimente.
Oyéndola gritar, algo abrumador subió como la espuma a la cabeza de Elisa. Se levantó y se encaró con Jacqueline.
– ¿Sabes una cosa, Jacqueline? Estoy harta de oír cómo te adjudicas siempre toda la náusea para ti sola. ¿Tus años han sido difíciles? Bienvenida al club. ¿Tenías profesión, esposo e hijo? Déjame decirte lo que tenía yo: mi juventud, mis ilusiones de estudiante, mi futuro, toda mi vida… ¿Has perdido tu propio respeto? Yo he perdido mi estabilidad, mi cordura… Sigo viviendo en esa isla todas y cada una de las noches. -Sus ojos se llenaron de lágrimas-. Incluso ahora, incluso esta noche, con todo lo que sé, algo dentro de mí me reprocha que no esté en mi dormitorio vestida como una puta soñando que obedezco sus asquerosos deseos, enferma de terror cuando lo siento acercarse y asqueada de mí misma por no ser capaz de rebelarme… Te juro que quiero abandonar esa isla para siempre, Jacqueline. Pero si no regresamos a ella, nunca podremos salir de ella. ¿Entiendes? -preguntó con dulzura. Y de súbito lanzó un grito inesperado, brutal-: ¿Entiendes de una maldita puta vez, Jacqueline?
– Jacqueline, Elisa… -susurró Blanes-. No debemos…
El intento apaciguador se vio interrumpido bruscamente al abrirse la puerta.
– Ha cazado a Silberg.
Momentos después, cuando logró recordar con coherencia aquellos instantes, Elisa pensó que Carter no podía haber empleado mejor término. Zigzag nos caza, en efecto. Somos su presa.
– Ha ocurrido en pleno vuelo, uno de mis hombres acaba de llamarme. Tuvo que suceder en cuestión de segundos, poco antes de aterrizar, porque los pilotos habían hablado con los escoltas y todo iba bien… Cuando aterrizaron comprobaron que las luces de la cabina de pasajeros no se encendían y echaron un vistazo con linternas. Los escoltas estaban en el suelo, en medio de un mar de sangre, completamente pirados, y Silberg repartido en trozos por todos los asientos. Mi contacta no lo ha visto, pero ha oído decir que era como si hubieran transportado un matadero en un avión…
– Dios mío, Reinhard… -Blanes se dejó caer pesadamente en la silla.
El llanto de Jacqueline quebró el silencio. Era una vocecilla gemebunda, casi de niña. Elisa la abrazó con fuerza y le susurró las pocas palabras de consuelo que se le ocurrían. Notó, a su vez, la mano reconfortante de Víctor sobre su hombro. Le pareció que nunca aquellos simples contactos físicos la habían hecho sentirse más unida a alguien como en aquel momento. Los que no han tenido tanto miedo no saben lo que es abrazar, aunque amen.
– La buena noticia es que Silberg envió los documentos a la dirección de correo seguro que le suministré para casos de emergencia. -Carter iba de un sitio a otro recogiendo varios aparatos pequeños de la estantería mientras hablaba. No había cesado de hacer cosas desde que había entrado en la habitación-. Antes de irnos, los transferiré a una USB y podremos disponer de ellos. -Se detuvo y los miró-. No sé ustedes, pero yo me dedicaría a pensar en largarme. Luego tendré tiempo de llorar a moco tendido.
– ¿Cuál es el plan? -preguntó Blanes con voz átona.
– Son casi las tres de la madrugada. Tendremos que esperar a que Harrison se marche del aeropuerto. Mi contacto me informará de eso. Todavía tardará dos o tres horas. Clausurará el avión, lo meterá en un hangar a cargo del ejército y se irá: no le interesa levantar polvo en un aeropuerto público.
– ¿Por qué debemos esperar a que se marche?
– Porque vamos al aeropuerto, profesor -replicó Carter con sorna-. Volaremos en un avión comercial, y no querrá que el viejo nos vea entrando en la puerta de embarque, ¿verdad? Además, quiero conectar un rato las cámaras ocultas con ustedes sentados a la mesa para que no se mosquee. Cuando él se marche, saldremos. Hay un par de hombres fuera que no son de los nuestros, pero no será difícil encerrarlos en una habitación y quitarles los móviles. Eso nos dará algo de tiempo. Tomaremos el vuelo de Lufthansa a Zurich a las siete de la mañana. Allí tengo amigos que podrán ocultarnos en lugar seguro. Y de allí, ya veremos.
Elisa seguía abrazando a Jacqueline. De repente le habló en voz baja pero con firmeza.
– Vamos a acabar con él, Jacqueline. Vamos a joder de una vez a ese… ese hijo de puta, sea lo que sea… Solo allí podremos hacerlo… ¿De acuerdo? -Clissot la miró y asintió. Elisa también asintió en dirección a Blanes. Éste pareció titubear, pero dijo:
– Carter, ¿en qué estado se encuentra Nueva Nelson?
– ¿La estación? Mucho mejor de lo que Eagle pretende hacerles creer. La explosión del almacén no dañó demasiado los instrumentos, y varios técnicos han reparado el acelerador y mantenido las máquinas a punto durante los últimos años.
– ¿Cree que podríamos ocultarnos allí?
Carter se quedó mirándolo.
– Pensé que querían alejarse lo más posible de la mansión de los horrores, profesor. ¿Es que se les ha ocurrido alguna forma de arreglar el estropicio?
– Quizá -dijo Blanes.
– No veo ningún problema. Podemos ir primero a Zurich y de allí a la isla.
– ¿Está vigilada?
– Ya lo creo: con cuatro patrullas costeras armadas hasta, los dientes y un submarino nuclear, todos a las órdenes de un coordinador.
– ¿Quién es ese coordinador?
Por una vez, Carter se permitió sonreír.
Pasan cosas. Es la única sabiduría infalible que puede adquirirse en esta vida. No necesitamos ser grandes científicos para conocerla. Te encuentras bien justo hasta el día en que tu salud se desmorona como un castillo de naipes; planeas algo concienzudamente, pero no puedes tener en cuenta todas las contingencias; prevés lo que va a ocurrir en las próximas cuatro horas y tan solo cinco minutos después se desbarata tu previsión. Pasan cosas.
Harrison tenía treinta años de experiencia y aún podía sorprenderse, incluso asombrarse. Seamos explícitos: horrorizarse. Pese a todo lo que había visto ya, sabía que pasaban cosas que son como fronteras: hay un antes y un después a cada lado. «Es como ver nevar para arriba», solía decir su padre. Era su curiosa expresión. «Ver nevar para arriba»: ver algo que te hace cambiar para siempre.
Por ejemplo, el interior de aquel Northwind.
Pensaba eso envuelto en su abrigo protector, envuelto a su vez en la protección de su Mercedes blindado, viajando a toda pastilla de regreso a la casa de Blanes. Hay una frontera después de ver ciertas cosas.
– No contesta, señor.
Su hombre de confianza estaba al lado. Harrison lo miró de reojo: era un tipo joven, de cuidado bigote negro y ojos azules, padre de familia, fiel devoto de su trabajo, anglosajón de pura cepa. La clase de hombre ante el cual podía decir u ordenar lo que le diera la gana, ya que nunca cuestionaría sus decisiones ni le haría preguntas incómodas. Por eso mismo necesitaba mantenerlo… ¿La expresión era «virgen»? Sí, quizá. Virginalmente apartado de las cosas más peligrosas. Harrison era lo bastante inteligente para saberlo: puedes permitirte que tu mente enloquezca, pero jamás permitas que enloquezcan tus manos.
– ¿Lo intento otra vez, señor?
– ¿Cuántas veces lo has llamado?
– Tres. Es muy raro, señor. Y en el monitor siguen las interferencias.
Por eso no le había permitido entrar en aquel avión. Y había hecho bien. Que un telón rojo te oculte esas cosas para siempre, muchacho. Nunca veas nevar para arriba.
De los tres agentes que habían penetrado en el Northwind con él, dos habían sido trasladados a un hospital junto con los pilotos y escoltas. El tercero se encontraba relativamente bien, aunque sedado. Él lo había soportado a pelo, igual que la visión de los restos de Marini en Milán. Tenía experiencia: era un parroquiano habitual de los tugurios del horror.
– Llama a Max.
– Ya lo hice, señor, y tampoco responde.
El amanecer doraba los costados de los árboles. Iba a ser un bonito día de marzo en la sierra madrileña, aunque tal eventualidad importaba un comino a Harrison. Se sentía extenuado tras las largas horas de tensión en el aeropuerto, pero no podía permitirse el descanso. No hasta decidir qué iba a hacer con los científicos que quedaban: con aquellos monstruos (la profesora Robledo incluida), los responsables de cosas como las que había visto en el Northwind.
Por la ventanilla pasó, en dirección contraria, una furgoneta tan oscura y veloz como sus pensamientos.
– Tenemos cobertura, señor, y estoy probando con todos los canales, pero…
Harrison parpadeó. No le quedaban muchas ideas en la cabeza, pero con las pocas que tenía construyó algo parecido a una conclusión. Ni Carter ni Max contestan.
Pasan cosas.
Los científicos sabían lo que no debían. Se habían enterado, por ejemplo, de cómo Marini, Craig y Valente habían colaborado en los experimentos que a Eagle le interesaba realizar. Carter le había explicado que Marini, atemorizado ante lo que estaba sucediendo, se lo había confesado todo a Blanes durante una conversación privada en Zurich. Harrison disponía de pruebas de aquella conversación.
Las había conseguido Carter.
Paul Carter. Un tipo intachable, un guerrero nato, una muralla de músculos y cerebro, ex militar reciclado en mercenario: la mejor de las máquinas posibles. Harrison lo conocía desde hacía más de diez años y creía saber todo lo que un hombre necesita conocer sobre otro para depositarle un noventa y nueve por ciento de confianza. Carter había luchado (o entrenado a los que luchaban) en Sudán, Afganistán y Haití, siempre al servicio de quien pudiera pagar sus trabajos. Eagle, por recomendación suya, lo había comprado a precio de oro para coordinar los aspectos militares del Proyecto Zigzag. Solo tenía una regla, que Harrison supiera, un único código ético: su propia seguridad y la de sus hombres. Eso le otorgaba cierta…
Su propia seguridad y la de sus hombres.
Harrison se removió sobre el confortable asiento de piel.
– No lo entiendo, señor. Max dijo que seguiría en la casa con Carter y…
De pronto se hizo la luz en la oscuridad de su mente. La furgoneta.
– Dave -dijo sin alterar el tono de voz, hablando por el interfono con el conductor-. Dave, da media vuelta.
– ¿Perdón, señor?
– Media vuelta. Al aeropuerto de nuevo.
Fuga de cerebros. ¿No era ésa la expresión que se usaba para explicar la triste situación de la ciencia en países como el suyo?
Víctor intentaba entretenerse mediante aquellos simples juegos de palabras. Los científicos se evaden, como los impuestos. Los científicos españoles huyen del país y se dirigen a Suiza, como el dinero negro, a fin de ocultarse de las autoridades, a fin de salvar la vida. Y allí estaba ahora, en la terminal número uno de Barajas, aguardando junto a los demás a que Carter obtuviera las tarjetas de embarque en el mostrador de Lufthansa con aquellos pasaportes falsos. Ni siquiera había podido despedirse de su familia, aunque sí había logrado telefonear a Teresa, la secretaria del departamento, para informarle de que tanto él como Elisa habían contraído el mismo virus y se tomarían unos días de baja. La mentira le divertía.
Eran casi las seis y media, pero en aquella zona del edificio no se veía el amanecer. Solo los más madrugadores (ejecutivos de ambos sexos) iban y venían portando maletines de piel o guardaban cola en los mostradores. Lo único que Víctor tenía en común con ellos era el cansancio: llevaba una noche entera en blanco escuchando historias espantosas sobre un asesino invisible y sádico del que todos querían huir. Estaba aterrorizado y cansado a partes iguales. En el avión, sin duda, la fatiga aventajaría al miedo y cerraría un poco los ojos, pero ahora se sentía como si hubiesen inyectado en sus venas un suero de cafeína.
– A estas alturas, Harrison ya habrá descubierto lo sucedido -dijo Elisa. Víctor volvió a pensar, mientras la miraba, que ni siquiera la agotadora velada que habían pasado lograba afearla. Qué mujer más bella. Su largo pelo azabache, que a él le enajenaba, destacaba enmarcando aquel rostro prodigioso. Se sentía dichoso acompañándola. Las sonrisas que ella le dirigía, el simple hecho de estar a su lado, lo compensaban con creces. En el aeropuerto hacía frío, o quizá ésa era la excusa que encontraba para abrazarla. «Unidos por la desdicha» era otra expresión tópica, como «fuga de cerebros». Pero, tópica o no, a Elisa parecía reconfortarle aquel brazo sobre sus hombros.
– Quizá -admitió Blanes-, pero el avión de Zurich despega en menos de una hora, y Carter asegura que Harrison ignora adónde iremos.
– ¿Podemos fiarnos de él? -preguntó ella contemplando la ancha espalda de Carter, de pie frente al mostrador.
– Tiene tanto interés como nosotros en huir, Elisa.
Carter regresó mostrando las tarjetas de embarque como un tahúr el envés de unos naipes. Víctor apreció sus dotes de mando: no necesitaba hablar para ponerlos en marcha y hacer que lo siguieran como corderitos, Jacqueline repiqueteando con sus altos tacones.
– ¿Cree que Harrison lo sabe ya? -preguntó Blanes mirando a su alrededor.
– Es posible. -Carter se encogió de hombros-. Pero lo conozco bien y he tratado de adelantarme a sus reacciones. A estas horas aún estará en la casa, confundido, dando órdenes y preguntándose qué ha sucedido… Le he dejado algunas pistas falsas. Para cuando pueda reaccionar, nuestro avión habrá despegado.
Harrison puso el pie en el interior de la terminal uno de Barajas mientras hablaba por el móvil. Había actuado muy rápido, mucho más -imaginaba- de lo que Carter hubiese podido sospechar. No se había convertido en jefe de seguridad de proyectos científicos de Eagle por casualidad.
– Tenía usted razón, señor -decía la voz del auricular-: acaba de facturar cinco billetes para el vuelo de las siete de Lufthansa con dirección a Zurich usando documentación falsa. Lo han reconocido en el mostrador. Fue buena idea enviar su foto con urgencia. Debe de estar dirigiéndose a la puerta de embarque.
Harrison asintió en silencio y cortó la comunicación. Conocía bien a Paul Carter: por muy traidor que se hubiese vuelto, era el mercenario de siempre y disponía de las ayudas y métodos de siempre. Pero vas a llevarte una sorpresa, Paul. Echó un vistazo al reloj mientras atravesaba a toda prisa el vestíbulo de la terminal acompañado de su hombre de confianza: las siete menos cuarto.
– ¿Has hablado con Blázquez? -preguntó sin aminorar el paso.
– Retrasarán el vuelo, señor. La policía española también ha sido alertada. Los detendremos en el control de pasajeros.
Harrison se congratuló, no por primera vez, de la situación de pánico internacional que se vivía desde hacía más de una década. El temor al terrorismo había logrado que órdenes como la de retrasar la salida de un avión o detener a cinco sospechosos en un país extranjero fuesen obedecidas sin poner el más mínimo reparo. El miedo también era útil en Europa.
Una mujer de color se interpuso en su camino empujando un carrito con maletas. Harrison casi chocó con ella y maldijo entre dientes. Su hombre de confianza apartó a la mujer de un empellón, sin detenerse. Simultáneamente, Harrison escuchó,. primero en castellano y luego en inglés, el aviso en los altavoces: «Lufthansa informa que la salida de su vuelo… con destino a Zurich se ha retrasado por causas técnicas».
Ya eran suyos.
«Repetimos: la compañía Lufthansa informa que la salida de vuelo…»
Blanes palideció mientras avanzaban apresuradamente hacia la cola del escáner.
– Han retrasado la salida del avión, Carter, ¿lo oye?
Había unos seis pasajeros en la fila colocando el equipaje en la cinta deslizante. Más allá, un nutrido grupo de hombres de uniforme parecía celebrar un cónclave. Ni un solo viajero escapaba sin ser examinado rigurosamente.
– Los vuelos suelen retrasarse, profesor, no se altere -replicó Carter. Pasó frente a una cola y se dirigió a la siguiente. Movía la cabeza de un lado a otro, montada sobre el grueso pivote del cuello, como buscando algo.
Blanes y Elisa intercambiaron miradas de ansiedad.
– ¿Ha visto a esos policías, Carter? -insistió Blanes.
En vez de contestar, Carter siguió caminando. Cruzó frente al último pasajero que aguardaba la cola, pero tampoco se detuvo allí. Torció hacia la salida del aeropuerto. Los científicos lo siguieron, confundidos.
– ¿Adónde vamos? -preguntaba Blanes.
Un monovolumen oscuro aguardaba en aquella salida. El hombre que lo conducía se apeó, Carter entró, se sentó tras el volante y encendió el motor.
– ¡Entren, vamos! -llamó a los científicos.
Solo cuando todos estuvieron acomodados y el coche arrancó, Carter dijo:
– No habrá pensado en serio que íbamos a volar a Zurich en un transporte público con billetes sacados en el aeropuerto, ¿verdad? -Maniobró marcha atrás y aceleró-. Ya le dije que conozco bien a Harrison y he intentado adelantarme a sus decisiones. Imaginé que enviaría mi descripción a las autoridades… Aunque es verdad que se ha movido con más rapidez de la que esperaba… Confío en que se trague el anzuelo de los billetes a Zurich el mayor tiempo posible…
En el asiento trasero, Elisa miró a Víctor y Jacqueline, que parecían tan desconcertados como ella. Pensó que, si Carter no los defraudaba, se trataba del mejor aliado que poseían.
– Pero, entonces, ¿no vamos a Zurich? -preguntó Blanes.
– Por supuesto que no. Nunca me lo planteé.
– ¿Y por qué no nos dijo nada?
Carter aparentaba no haber oído. Tras deslizarse hábilmente entre dos vehículos y alcanzar la autopista murmuró:
– Si van a depender de mí a partir de ahora, profesor, más vale que aprendan esto: la verdad nunca se dice, se hace. Lo único que necesita decirse es la mentira.
Elisa se preguntó si, en aquel momento, Carter estaba diciendo la verdad.
– Se han ido.
Ésa fue su única conclusión, su único pensamiento. Su colaborador lo había planeado todo muy bien. Quizá nunca había pensado dirigirse a Suiza. Puede que contara, incluso, con algún medio de transporte privado en otro aeropuerto.
Por un instante no logró respirar. El ahogo que sintió fue tal que, sin mediar palabra, tuvo que levantarse y abandonar la sala donde el director de Barajas le ofrecía la última información disponible. Salió al pasillo. Su hombre de confianza le siguió.
– Se han ido -repitió Harrison cuando pudo recobrar el aliento-. Carter los ayuda.
Comprendió por qué. Se ha ido para salvar el pellejo. Sabe que se enfrenta a lo más peligroso de toda su vida y quiere que los sabios lo ayuden a sobrevivir.
Respiró hondo. Las expectativas, de repente, se habían vuelto poco halagüeñas.
Zigzag bien podía tratarse del gran enemigo, el Enemigo con mayúsculas, el más temible. Pero ahora sabía que Carter era otro enemigo. Y, aunque no resultaban comparables, su antiguo colaborador no podía ser considerado un exiguo adversario.
A partir de ese momento también tendría que cuidarse mucho de Paul Carter.