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Durante los días siguientes hice una buena cura de música, no salí de casa y coloqué los botones a un volumen suficiente. No podía oír ningún ruido del exterior, el teléfono estaba descolgado y todas las cortinas estaban cerradas. El asunto me volvía medio loco pero la casa estaba llena de energía, era como un pulmón artificial y yo llenaba páginas con una pasión frenética. Así evitaba pensar en aquellas dos chicas.
Cuando no tenía otro sistema, miraba fijamente un punto situado frente a mí y no le quitaba la vista de encima. Con la edad me hago más complicado, me hago totalmente retorcido, incluso, y me lo creía realmente. Era culpa mía estar obsesionado por aquellas dos chicas, era porque yo lo quería, porque me había metido en la cabeza que representaban algo en mi vida. Me entretenía maculando ese tipo de ideas con un placer malsano. Es buena cosa sufrir justo lo necesario, agudiza los sentidos y para eso no hay nada como escuchar música, y entre paréntesis, eso era lo que hacía. Caí de rodillas ante el último disco de «Talking Heads», imposible resistirse a algo como This must be the place, imposible no sentirse henchido el máximo.
Una mañana salí de compras y me di cuenta de que el tiempo había cambiado. El aire ya no olía igual, el verano había terminado realmente. Había llovido durante la noche, las aceras aún estaban mojadas, y la calle increíblemente limpia, con una dominante azul. Hacía viento, y me desperté de golpe en medio de un torbellino de hojas húmedas. En la ciudad, paré en un chiringo de lavado automático y, mientras esperaba mi ropa, estalló una tormenta formidable. El cielo dio paso al Diluvio sin avisar.
Las primeras gotas estallaron en el suelo con un ruido de huevo aplastado y a continuación aparecieron los relámpagos. No había más que mujeres en el local y los relámpagos se sucedían con un ritmo rápido, los truenos hacían temblar las paredes y la calle se había transformado en un torrente. Miré a aquellas mujeres pegadas a la vitrina, las oía charlar y lanzar grititos y, mientras, camisas de hombre giraban en las máquinas. Todas esas mujeres vivían con hombres, claro, y yo me mantenía un poco apartado para observarlas, toda esa lluvia me daba unas ganas atroces de joder, pero ¿cuál era el mirlo blanco? ¿Entre todas aquellas mujeres no podría haber una que se sintiera un poco sola y que pudiera perder la mañana?
Pero ese tipo de cosas no me pasaban a mí, nunca he tenido la suerte de montármelo con una desconocida en un cuarto de hora. Cuando terminó la tormenta, salí con mi ropa limpia y caminé lentamente hasta el coche; nadie me llamó, nadie me tiró de la manga, nadie vino a tocarme el culo.
Me paseé un poco por un supermercado y vi algunas que estaban sensacionales, chicas casi dobladas en dos sobre su carrito, con los muslos desnudos, y otras con los pezones erguidos bajo un delgado jersey, pero todas ellas parecían estar celebrando un acto tan extraordinario que nada podía arrancarlas de su pequeño mundo, y yo pasaba muy cerca de ellas, golpeándome con sus miradas vacías mientras ellas pensaban en el menú de la semana. Lo que me ponía realmente enfermo era que el día acababa de ernpe zar y yo sabía que la cosa ya estaba perdida de antemano. Mejor me dedicaba a pensar en otra cosa.
Preferí volver y ponerme a trabajar. Me instalé en la cama con patatas fritas, canutos y cervezas, y me puse a pensar en mi novela. Tenía la impresión de estar sacando una inmensa manta del agua, que centelleaba bajo la luna a medida que la elevaba; era un ejercicio cansador, pero podía aguantarlo durante horas. A veces me preguntaba cuál de nosotros dos existía realmente. En general, cuando me levantaba era para colocarme detrás de la máquina, en caso contrario me adormilaba en la cama y dejaba el asunto para cuando me despertara; lo dejaba hasta que se le ocurriera venir y, cuando esto sucedía, hacía sonar todas las articulaciones de mis dedos, cerraba los ojos y me daba masajes en las sienes. Creo que es una buena fórmula la de alternar el placer con el dolor, te pone inmediatamente en situación. Pero aquel día lo que me apartó de mi trabajo fue un pequeño pájaro gris que entró por la ventana. Levanté la mirada para verlo revolotear por la habitación, era al final de la tarde y me sentía sin fuerzas. A continuación, se lanzó hacia la ventana como una flecha pero se equivocó, eligió la hoja que estaba cerrada y chocó contra el cristal. Cayó al suelo como una granada sin seguro. Me levanté de un salto y lo recogí tomándolo entre mis manos. No se había roto el pico, era una suerte, y yo no veía nada que fallara, pero el pájaro estaba quieto y con los ojos abiertos.
Corrí hasta la cocina y puse agua en un plato. Le sostuve la cabeza mientras bebía, esperaba que pudiera salirse de ésta, yo también esperaba salirme de ésta. Al cabo de un momento traté de hacer que se sostuviera de pie, pero cayó de lado y quedó con sus patitas apuntando al techo. Fui hasta la ventana para que le diera un poco el aire y para animarlo enseñándole un poco el cielo. El aire fresco me sentó bien. El cielo estaba ligeramente nublado, rosa y azul. Hice un nuevo intento y esta vez se sostuvo en pie, me dije que empezábamos a ver el final del túnel. Pero bastó una leve ráfaga de viento, aquel idiota no tuvo fuerzas para agarrarse y se cayó por la borda. Oí un leve ruido sordo. Oh, mierda, pensé, ese golpe va a acabar con él, no ha tenido tiempo de recuperarse, no ha tenido la menor oportunidad.
Salí y rodeé la casa corriendo. Cuando lo encontré, parecía liquidado. Un gato maulló entre los matorrales y yo me agaché rápidamente para recoger a mi compañero.
– ¿Eh, bicho, sigues vivo? -le pregunté.
Abrió un ojo y yo respiré, formábamos un buen equipo los dos, jarnos duros de pelar. Regresamos a la casa. Le di unas gotas de eche, no sé si le gustó, pero yo me tomé el resto de la botella.
Hacia las diez de la noche emprendió el vuelo. Cerré las ventanas, apagué la luz y salí. Al cabo de diez minutos aparcaba delante de la casa de Marc. Llamé y Cecilia vino a abrirme.
– ¡Oh! -exclamó-. ¿Eres tú? Te creía muerto.
– No, no del todo -le dije-. Pasaba por aquí.
– Pues somos afortunados… Tal vez tengas tiempo para tornar algo, ¿no?
Dio media vuelta sin esperarme y la seguí hasta la sala. Hermosa casa. Hermosa chica. ¿Dónde estaba mi puta estrella?
Acababa de sentarme con mi copa y aún no nos habíamos dicho ni una palabra cuando bajó Marc a toda velocidad. Tenía los cabellos revuelto y los pies descalzos. Se metió en la cocina y salió con una botella de coca. Iba a subir de nuevo la escalera cuando me vio. Me sonrió con aire ausente.
– Ah… hola -dijo-. Eh, éste, mira, perdona, ¿eh? Estoy metido de lleno en mi novela, ya sabes. Estoy consiguiendo algo grande.
Asentí con la cabeza mientras alzaba mi copa en su dirección, y al cabo de un segundo ya había desaparecido.
– No sabía que se podía funcionar con cocacolas. Parece estar en plena forma -comenté.
Ella se sentó delante de mí con los ojos brillantes. Le sentaba bien, un poco de intensidad no le hace daño a nadie. Era agradable mirar a esa chica, y dejarse invadir por la extraña hermosura de su cara. Me hubiera gustado arrancarle la cabeza para llevármela a m casa. Es sobre todo la cara lo que me atrae de una chica, sé que voy a pasarme más tiempo con la cara que con lo demás. Yo tenía metida esa música, This must be the place, la oía claramente. Es increíble lo mucho que esa cosa podía afectarme, hasta sentir la caricia del destino. Estaba relajado pero dispuesto a saltar como un gato, tenía varias vidas de reserva.
– ¿Has leído algo de Marc? -me preguntó.
– No, pero conozco su método.
– Esta vez parece que se ha puesto en serio.
– No basta con ponerse. Lo que necesita es no poder dejar de hacerlo. Escribir es lo que queda cuando uno tiene la sensación de haberlo intentado todo.
– Bueno, sí, pero hay algo que tú nunca has intentado, nunca has intentado mirarte realmente. Fuera de ti, no hay nada que te interese. Los demás no te importan nada.
– No creo que sea así -dije yo-, aún no he llegado a ese punto. De lo contrario, explícame qué hago en tu casa.
– Vaya, creía que pasabas por aquí, ¿no? Quizá tenías ganas de perder un rato…
– La verdad es que tenía ganas de verte. Así de fácil.
Sonrió abiertamente.
– Oye, no me lo puedo creer -comentó-. ¿Te has molestado A PROPÓSITO para venir a verme?
– No lo puedes entender.
– Claro, sólo soy una chica un poco tonta, pero igualmente trata de explicármelo un poco.
En aquel preciso momento, Marc hizo otro viaje a la cocina. Esta vez salió con un bocadillo de jamón. Me hizo un gesto.
– Oye, ¿verdad que me perdonas, no? -se excusó.
Asentí con la cabeza y se largó.
– Parece que le ha dado fuerte -dije-. Tiene lo mejor que puede desearse: dinero, una mujer, inspiración…
Ella se levantó sin decir ni una palabara y me sirvió otra copa, una gran copa bien llena. Se quedó plantada frente a mí sin moverse. Me tomé la mitad de mi copa, la dejé y a continuación me incliné hacia delante, crucé los brazos detrás de sus nalgas y apoyé la mejilla en su vientre. Su mano se posó sobre mi cabeza. Me sentí cansado, me pregunté si el paraíso no sería la inmovilidad total y por qué la vida estaba cortada en rodajas, por qué todo parecía tan fácil, por qué no era siempre así; me pregunté si realmente había algo que valiera la pena a fondo.
Me desplacé un poco para poder atrapar su sexo con mis dientes, pero le di un golpe a la copa con el codo y se cayó encima de la moqueta, dejando una mancha de al menos cincuenta centímetros de diámetro. Cecilia lanzó una especie de gemido animal y me rechazó.
– ¡Oh, no! ¡No es posible! -exclamó.
– ¿Qué no es posible? -pregunté.
Salió disparada hacia la cocina y volvió con un rollo de papel. Arrancó hojas y hojas para secar la mancha.
– Oye -le dije-, ya lo arreglaremos después.
– ¡¡Qué TORPE eres!!
– ¡Coño, olvida eso y ven aquí!
– ¿Lo has visto? ¿Te has fijado? ¡¿Has visto qué PRINGUE?! ¿Cómo voy a poder limpiarlo?
– ¡Santo Dios! ¡Deja en paz la jodida moqueta! ¡Tú Y YO SOMOS SERES HUMANOS!
– Mierda, oh mierda -lloriqueó-. ¿Por qué has tenido que dejar esa copa en cualquier lado?
Estaba a punto de levantarme para zarandearla un poco pero precisamente en aquel momento se presentó Marc. Frunció e ceño al ver la mancha.
– Tío, lo siento -dije.
Sin decir ni una palabra se acercó a la mancha y se agachó para tocarla con el dedo. Tuve la impresión de que a Marc acababan de pegarle con una porra en la nuca.
– ¿Has visto? -le dije.
Volvió hacia mí su cara de zombi. Estaba muy pálido.
– NO… no es nada -dijo.
– Me alegro… Y tu novela, parece que la tienes ya encarrilada,
¿no?
– Cecilia, mierda. ¡Trae agua!
– Sé lo que sientes. Sé lo que se siente cuando te pones a escribirá y la cosa funciona. En esos momentos, nada existe, uno se encuentra realmente aislado del mundo…
Cecilia trajo agua, parecían auténticamente preocupados los dos y me pregunté si habrían recibido alguna mala noticia.
– Tengo que decirte una cosa -comenté-. No tienes por qué ocuparte de mí cuando estás trabajando, no me sentiré insultado, sé perfectamente que nada más cuenta en momentos así…
– ¡¡Cecilia, maldita sea!! ¡¡¿¿No puedes traer un cepillo??!!
Ella corrió, él frotó, ella se mordisqueaba los labios mientras él se afanaba. Fui a servirme una copa y volví a sentarme.
– Y te diré más -añadí-, es agradable ver a un tipo funcionando, a un tipo encadenado a su novela.
– ¡No se va! ¡¡¡VE A BUSCAR PRODUCTOS DE ÉSOS, MIERDA DE MIERDA!!!
Ella trajo un montón de botes de la cocina. No la reconocía, creo que si la mitad de la casa hubiera ardido cuando vivía en mi apartamento, simplemente hubiera bostezado y no le habría parecido demasiado grave. Tuve ganas de decirle que se lo estaba montando mal, que no era más que una mancha idiota en un rincón de la moqueta, que tenía dieciocho años, sí, y que es imposible que a los dieciocho años una cosa así pueda tener la menor importancia. Sé que era imposible, no se puede tener la mente tan atrofiada a los dieciocho años, ni siquiera después. Quién iba a hacerme creer que un trozo de moqueta podía volver medio majara a alguien, o un trozo de cualquier cosa.
Se pusieron a trabajar los dos con una arruga en medio de la frente. Se lanzaron con la energía de una pareja joven y tuve tiempo de mirarlos tranquilamente, en silencio, de tomarme otra copa mientras ellos enjabonaban y frotaban. Bah, qué cosas, el mundo estaba lleno de violencia, este tipo de espectáculo era el pan de cada día y se podía dar gracias al cielo si uno salía mínimamente con vida de todo aquello.
Me levanté sin decir adiós y ellos ni levantaron la cabeza, pero conocía la salida. Atravesé el jardín ligeramente borracho, con los nervios a flor de piel. En realidad tenía dos soluciones: o me iba a casa a llenar algunas páginas lúgubres sobre la naturaleza humana o buscaba otra cosa.
Me senté en el coche, y durante cinco minutos fui incapaz de hacer nada, excepto mirar la noche a mi alrededor y las luces. Tenía la impresión de ser una especie de menhir plantado en la arena, una piedra viva y solitaria que trata de no perder la esperanza a pesar de todo. Me fumé un cigarrillo tranquilamente, con la cabeza recostada en el respaldo, y si una estrella no me cortaba el cuello estaba seguro de que iba a aguantar el golpe, como cualquiera que tenga un cierto aprecio por su piel.
Fui hasta el bar de Yan. Tenía ganas de ver gente a mi alrededor, y con un poco de suerte iba a poder relajarme un poco cambiando algunas palabras sin importancia con alguna persona; es verdad que hay momentos en que son los demás los que te impiden resbalar hasta el fondo. Aparqué justo debajo del letrero. Estaba Prohibido, pero no tenía ganas de recorrer kilómetros a pie, habría sido incapaz de hacerlo, el alcohol me había bajado directamente a las piernas.
– Oh… -exclamó Yan-. ¡Quién está aquí!
Había gente y mucho humo, y Yan charlaba con dos tipos mientras enjuagaba vasos. Conocía a aquellos tipos de vista, pero iban con el pelo verde. Dejé dos taburetes de distancia entre ellos y yo.
Le hice una mueca a Yan, y mientras me servía le eché un vistazo a la sala. No me llevé ninguna sorpresa. A finales de verano ese bar se convertía en refugio de intelectuales y artistas, y había que sostener duras batallas para mantenerse en la onda. Menos mal que Yan había conseguido una licencia para vender alcohol, lo que permitía mantener el infierno a distancia. A veces, uno de esos tipos podía aniquilarte de plano a base de palabras, y lo habría matado de no ser porque tenía fija en ti su mirada paralizadora. Sin una atracción mórbida por el vacío, ¿cómo podía uno encontrarse en un lugar semejante? La mayoría de los presentes parecían recién salidos de un cementerio húmedo, y la música era horrible.
– Oye -le dije a Yan-, empieza por echar a la calle al tipo de los discos y la cosa irá mucho mejor…
– Es Jean-Paul el que se ocupa de los discos en este momento.
– Vale, olvida lo que te he dicho. Me cago en la puta, recuerda que eres mi mejor amigo, nunca lo olvides.
Estaba mirando el fondo de mi vaso cuando dos chicas vinieron a sentarse en los taburetes que me separaban de los marcianos. Eran de un modelo reciente, con la mirada enloquecida y los nervios hechos puré. La morena que se sentaba a mi lado no estaba mal; la rubia no mataba a nadie. Pidieron dos tequilas y la morena tiró una caja arrugada de «Valium» a un cenicero. Esa chica estaba en su punto, desempeñaba su papel a la perfección. Yan me preguntó cómo me iba con mi novela y le contesté que bien bien, ya continuación fue a servir algunas bebidas a la sala. Volví a encontrarme solo. La morena me empujó con el codo.
– Oye, en uno de tus libros hay un tipo que se tira a una tía y la embadurna con gelatina de cereza. ¿Me equivoco?
– No me acuerdo -le dije.
– Pues, mira, eso no existe. La gelatina de cereza no existe, la he buscado en todas las tiendas, puedes preguntárselo a mi amiga… ¡La he buscado por todos lados y no existe!
No contesté nada. A lo mejor tenía razón, pero ¿a mí qué me importaba?
– Además -añadió-, te di un buen palo en un artículo.
– No habrás sido demasiado dura, ¿verdad?
– No mucho…
– Es curioso que sea una chica la que trate de hundir mi obra. ¿Os habéis pasado la consigna?
– No sé qué quieres decir.
– Seguro que no.
– Para serte franca, ni siquiera pude acabar tu libro. Me fastidiaba demasiado…
Miré al suelo y me eché a reír. Estaba un poco tenso, pero la verdad es que Ia gente es realmente increíble. No le había hecho nada a aquella chica, era la primera vez que la veía y me atacaba sin ninguna razón. Pero cuando vi que las gafas le resbalaban del bolsillo y se le caían al suelo, justo al lado de mi tacón, comprendí que Dios se había puesto de mi lado. Atrapé mi copa, la vacié de un trago y me excusé con la chica:
– Tengo que irme pero me alegro de haberte conocido… -le dije.
Giré sobre las gafas y el cristal izquierdo explotó sobre la moqueta con ruido de caramelo aplastado. Ella no se dio cuenta de nada, a lo mejor estaba buscando algo con que atacarme, y me alejé rápidamente hacia la sala.
Acababa de alcanzar un rincón protegido por la sombra cuando la oí gritar:
– ¡¡¡¿¿¿DÓNDE ESTÁ ESE HIJO DE PUTA???!!!
Lanzó una especie de rugido e inició la persecucióin. Me dirigí hacia el fondo de la sala doblado en dos, empujando las mesas y rezando para que ese chica tuviera al menos dos dioptrías en cada ojo.
Se acercaba a toda velocidad, podía oír el estrépito que formaba a mis espaldas. Llegué a la salida de emergencia y no lo dudé, abrí la puerta y me erguí para correr a lo largo del pasillo. Giré a la izquierda, quedé frente a una puerta de hierro, a continuación me encontré en el exterior, en un terreno abandonado y cubierto de cardos azules. No me veía corriendo uno o dos kilómetros en línea recta, ni quería alejarme de mi coche, sobre todo después de un día así, era muy consciente de que ya no tenía veinte años.
Alcé la cabeza y vi el letrero del bar que destelleaba en la terraza, no muy arriba. Di un salto, me cogí del reborde y me icé hasta la terraza. El letrero chisporroteaba y cambiaba de color. Hacía una temperatura agradable. Apenas había tenido tiempo de echar una mirada a mi alrededor cuando la puerta de hierro se abrió de golpe y la morena dio unos cuantos pasos por el exterior. Me escondí. Ella pisoteaba furiosamente la hierba y se pasaba la mano por el pelo sin cesar. Me daba la espalda.
– ¡¡¡NO IMPORTA, DJIAN, TE ENCONTRARÉ!!!
Sin esa chica, la noche habría sido silenciosa, la terraza estaba siendo barrida por oleadas de colores suaves, y lamenté no poder aprovecharme de todo tranquilamente, no ser un hombre de corazón puro.
– ¡¡¡ENTÉRATE, NO PODRÁS ESCRIBIR UNA SOLA LÍNEA MÁS, ME ENCARGARÉ PERSONALMENTE DE TU PUBLICIDAD!!!
Sin esa chica, los cardos azules habrían centelleado bajo la luna y yo habría aspirado dos o tres bocanadas de aire yodado. No habría pedido más.
– ¡¡¡SEGURO QUE NO TIENES COJQNES, TE HAS EQUIVOCADO HACIÉNDOME UNA COSA ASÍ, DJIAN, PORQUE AHORA ESTÁS ACABADO!!!
Sin esa chica quizá no estaría perdiendo el tiempo, quizás estaría sorbiendo una copa en el bar mientras una rubia calentorra intentaba ligar conmigo.
– ¡¡¡DJIAN, TE JURO QUE NO ENTENDERÁS LO QUE TE VA A PASAR!!!
Sin esa chica, en fin, habría podido felicitarme por haber encontrado un lugar agradable. Pero no hay nada gratuito aquí abajo y hay que saber retribuir con una sonrisa.
Ella seguía prometiéndome los peores horrores si no salía de mi escondite, pero sólo conseguía que mis bostezos fueran cada vez mayores. Estiré las piernas y levanté el cuello de mi cazadora Seguramente me habría dormido si ella no cambia de onda.
– ¡¡¡NO ENTIENDO CÓMO NINA PUDO SOPORTARTE MÁS DE UN CUARTO DE SEGUNDO!!!
Sólo el hecho de oír su nombre fue como un latigazo. Salí desde la terraza al suelo, caí delante de la morena. Normalmente me lo habría pensado antes de hacer una acrobacia de ese tipo, pero treinta y cuatro años tampoco es que sean la muerte, y a veces uno puede concederse un margen de confianza; la cosa salió perfecta. La chica dio un paso atrás.
– A ver -le dije-, ¿qué sois exactamente, una especie de cofradía?
A lo mejor estaba un poco borracho, pero vi que en sus ojos brillaba una llama.
– Yo qué sé -dijo-, pero voy a decirte algo. Vosotros, los tíos, estáis acabados. Ahora vamos a demostraros lo que sabemos hacer.
– ¿Cómo está ella? -le pregunté.
– ¿Qué te has creído, te has creído que necesitamos que un tío nos tome por los hombros para estar bien?
– ¿Eres una especie de lesbiana?
– No, no soy una ESPECIE de lesbiana. Eso es lo que te gustaría, sería más sencillo para tu cerebro de mosquito. Pero te equivocas, colega, me encanta acostarme con tíos. Y no me privo de hacerlo, lo que ocurre es que los olvido increíblemente de prisa.
Sonreía con todos los dientes.
– Oye -le dije-, no vamos a andar peleándonos como crios, acabo de tener una idea…
– Ni hablar -comentó-. No eres mi tipo.
– Tampoco soy lo que se dice inolvidable.
– Seguro que no, te creo, pero ni hablar.
Mostró una leve sonrisa victoriosa y me plantó allí en medio. Formidable. Era un día realmente formidable.
Volví a entrar al cabo de un momento. Cerré la puerta, atravesé el salón, y me tomé una última copa. Estaba asqueado. Salí, busqué las llaves y me instalé al volante. Iba a arrancar cuando la morena golpeó la ventanilla. Abrí la puerta y ella se sentó a mi lado.
– Iremos a tu casa -dijo-. Nunca recibo hombres en mi apartamento.
Recorrimos todo el trayecto sin decir ni una palabra. Ella me arrinconó en la entrada y me dio un morreo de todos los demonios agarrándome el pelo. A continuación, echó un vistazo a los libros apilados a lo largo de la pared y levantó uno de ellos por encima de su cabeza:
– Abre los ojos -me dijo-, de cada diez libros que se publican en la actualidad, nueve están escritos por mujeres.
– De cada diez mujeres cuyos libros se publican en la actualizo, nueve escriben como hombres -repliqué-. Por eso son malos.
– Hay tipos que te regalan la cuerda con que los vas a ahorcar -dijo riéndose-. Tú formas parte de esos.
Luego se desnudó, y yo hice otro tanto. Mientras me desabrochaba los cordones de los zapatos, se sentó en una esquina de mi cama y empezó a acariciarse cerrando los ojos.
– Oye, si quieres puedo ayudarte -le propuse.
– No, nadie puede hacerlo tan bien como yo. Es sólo cuestión de un minuto.
Me estiré en la cama y esperé. Luché para alejar todos los pensamientos negativos que me asaltaban. Además, era como si todas esas mujeres se conocieran. Parecía insensato, y nunca me había sentido tan solo. Tenía interés en acabar rápidamente.
La cama tembló un poco. Ella permaneció un instante inmóvil y luego se arrodilló a mi lado.
– Mira -me dijo-, prefiero que tú te quedes de espaldas y yo te montaré. Yo marcaré el ritmo, si no te molesta.
No contesté.
– ¿De acuerdo? -preguntó.
– Vale. No tengo nada que hacer -murmuré.