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25

Después de varios intentos, le di un golpe a mi original y llamé por teléfono a mi editor.

– He terminado mi novela -le dije-. Pero soy incapaz de pasarla a limpio, tengo un brazo enyesado.

– Le envío a alguien -me contestó.

Colgué y me fumé un puro en la ventana, entrecerrando los ojos al sol.

A primera hora de la tarde se presentó una mujer con el pelo estirado hacia atrás, vestidita son un traje sastre azul marino y extraordinariamente empolvada. Iba a ofrecerle una cerveza, pero me contuve. No tenía labios. Arrastraba una corriente de aire helado a sus espaldas. Le expliqué el problema brevemente y me escuchó en silencio. Luego dejó su bolso encima de la mesa y me miró fijamente a los ojos mientras juntaba las manos, como si fuera a tirarse al agua.

– Bien -me dijo-, pero antes dejemos las cosas claras. He leído uno de sus libros y, francamente, no me ha gustado. Sin embargo, trataremos de hacer un buen trabajo.

– Lo más difícil ya está hecho -dije yo.

– He trabajado con los mejores -siguió ella- y he podido comprobar que el mejor método consiste en establecer horarios precisos. Le propongo desde las ocho hasta las doce y desde las dos hasta las seis, de lunes a viernes y, si lo desea, prepararé té por la tarde. Me llamo Gladys.

– Bien, Gladys, me parece perfecto. ¿Cuándo quiere empezar?

– Inmediatamente -dijo-. Pero tiene usted tiempo de ponerse algo encima.

– ¿Cómo?

– Sí, algo, quizás una camisa y unos pantalones…

Me costó horrores vestirme, ella no hizo ni un gesto para ayudarme y tardé al menos diez minutos. Me miró en silencio y luego se instaló frente a la máquina.

– ¿Sabe? Es la primera vez que he trabajado con un hombre tan joven como usted, y además en una habitación.

– Supongo que todos han empezado así. El despacho viene con las canas.

No me contestó. Cogí el original y me estiré en la cama. Empecé a dictar.

Al terminar la semana habíamos hecho un trabajo formidable, y el viernes por la tarde saqué dos copas para celebrarlo. Ella empezó rechazando la suya pero yo insistí. Alzamos nuestras copas.

– Es bastante curioso lo que usted hace -me dijo-. Lástima que esté tan mal escrito.

– Trabajo como un condenado para conseguirlo.

– ¿Por qué escribe esas cosas tan vulgares?

– No puedo hacer más, y la emoción puede esconderse en cualquier parte. Le juro que no hay nada gratuito. ¿Nos tomamos otra?

– Oh, no, muchas gracias, pero tengo que marcharme. Así que hasta el lunes por la mañana, ¿verdad?.

– Me pasaré el fin de semana errando sin rumbo fijo -dije.

Cerré la puerta a sus espaldas y justo en aquel momento sonó el teléfono. Era Lucie, hacía días que no nos veíamos.

– Bueno -me dijo-, ¿qué tal tu brazo?

– Mal -contesté-, parece que lo tenga tieso.

– Siento no haberte llamado antes, pero he tenido que atenderá tipos importantes durante toda la semana y creo que he conseguido una cosa interesante.

– Me alegro por ti. Yo también he trabajado duro.

– Oye, realmente es una lata que no podamos vernos antes de que me vaya, pero terigo que agarrar esta ocasión al vuelo, ¿entiendes?

– Acabo de comentar que iba a pasarme un fin de semana espantoso.

– La verdad es que, aparte de tu accidente, fueron dos días formidables.

– Para mí también, tendremos un buen recuerdo.

– Quizá volvamos a vernos, nunca se sabe…

– Claro…

– Un beso muy fuerte.

– Sí, y suerte -le dije.

Colgué y fui a servirme una copa. El yeso me jodia realmente. Me mantenía todo el brazo en ángulo recto y me cubría la mitad de la mano, sólo me dejaba libres los dedos. Tenía la impresión de encontrarme de pie en el Metro, agarrado a la barra. Lo peor era conducir, apenas lograba hacerlo, y tenía que cambiar las marchas con la mano izquierda. Mierda, cada vez que pienso en que Cendrars se liaba los cigarrillos con una sola mano…

Miré llegar la noche en un silencio pesado. No siempre es fácil estar solo, y a veces es incluso abominable. Mientras trabajaba en la novela era diferente, podía pasarme de listo sin excesivos riesgos, porque en última instancia siempre podía agarrarme al libro. Pero ahora que lo había terminado tenía que ser prudente, estaba en terreno descubierto.

Cuando vi por dónde iba a soplar el viento, prefería cambiar de aires. Me metí en el coche. Fui a comerme una pizza en un sitio donde había poca gente, y me quedé una hora en mi rincón mirando al personal y los farolillos que colgaban del techo. Por supuesto, cuando salí la noche seguía allí. Y yo también. Caminé un poco y luego llamé al bar para saber qué hacía Yan, pero nadie cogió el telefono. Recuperé la moneda y llamé a su casa. Estaba comunicando. Volví al coche y fui hacia allí. Siempre ocurre que cuando estás sentado sin hacer nada es cuando eres más vulnerable, cuando la mente empieza a divagar. Con franqueza, no tenía ninguna necesidad de que me pasara algo semejante. Apenas era ternes por la noche y no tenía especiales ganas de pasar dos días y tres noches agonizando en una balsa, en compañía de las gaviotas.

Llegué hacia las diez, aparqué delante y llamé a la puerta. Yan salió a abrirme. Parecía furioso.

– Coño, ¿eres tú? Llegas en el momento oportuno. Larguémonos de aquí.

Oí un ruido de pelea en el primer piso y un sonido de vidrio al romperse.

– ¿Qué pasa? -le pregunté.

– Nada nuevo. Siguen igual de majaras los dos. Están disputándose el cuarto de baño. ¡¡ESTOY MÁS QUE HARTO!!

A continuación se dio cuenta de que yo llevaba el brazo enyesado.

– Mierda, ¿Qué te ha pasado ahora? ¿Dónde te lo has hecho?

– Pues, es que…

– Bueno -me cortó-, ya me lo explicarás afuera. ¡Si me quedo un momento más, me volveré completamente loco.

Fue a buscar su cazadora. Se oyó que algo más estallaba en pedazos arriba, y a continuación alguien lanzó un largo chillido.

– Tendríamos que ir a ver, ¿no? -propuse yo.

– Que se las arreglen como puedan. Los tengo ya demasiado vistos.

Cerró la puerta y entramos en el coche.

– ¿Adonde vamos? -pregunté.

– ¿Puedes conducir con eso?

– No tengo ningún problema en las rectas.

– Bueno, vamonos, ya veremos…

Arranqué mientras Yan se colocaba las manos detrás de la cabeza y lanzaba un largo suspiro mirando al techo. Estuvimos cinco minutos sin hablar y luego le expliqué rápidamente lo que me había ocurrido. Se echó a reír. Me encendió un cigarrillo y seguimos charlando mientras salíamos de la ciudad.

Tomamos carreteras secundarias. Yo no sabía exactamente a dónde íbamos, pero la noche era clara y estábamos realmente relajados. Hacía mucho tiempo que no estábamos solos los dos, mucho que no dábamos una vuelta de ese tipo, quizá desde antes de que empezara mi novela. Pusimos un poco de música y Yan echó la cabeza hacia atrás, mientras se sostenía el cuello de la cazadora coi las dos manos.

– Esto es lo que me gusta. No hay que ir a buscar más lejos.

Yo me sentía casi alegre y aumenté la velocidad.

– Pero eso no quiere decir que no le tenga aprecio a la vida -añadió.

– Vaya, ¿no tienes confianza en mí?

– No te olvides de que llevas un brazo enyesado.

– Tranquilo -le dije.

El coche corría bajo el cielo estrellado como una luciérnaga enfurecida. Hacía una temperatura bastante buena y un aire agradable de respirar. Bajamos el volumen mientras un tipo anunciaba las temperaturas del día.

– ¿Sabes?, creo que empiezo a hacerme viejo, no dejo de pensar en Nina.

No me contestó.

– ¿Me has oído?

– Sí, hay personas de las que nunca te liberas. Hay que buscarse una razón.

– Pero también tengo la necesidad de estar solo, ¿entiendes? Y ya fui a buscarla una vez.

– Claro, pero no hay ninguna razón para que tú salgas menos pringado que los demás.

– Ja, ja -dije.

íbamos por una hermosa recta bordeada de árboles cuando vi unas luces al lado de la carretera. Era una especie de restaurante con surtidores de gasolina, había miles idénticos, y estaba abierto toda la noche. Una verdadera bendición… Miré a Yan.

– Vale, si te parece bien… -dijo.

Paré en el aparcamiento desierto y apagué el contacto. Debía de ser la una de la madrugada, y nos sentaría bien parar un poco. Afuera estaba bastante fresco y caminamos hacia la entrada sacando pequeñas nubecitas de vapor.

Había un tipo repartiendo ceniceros por las mesas con aire ausente. Nos instalamos en un rincón y pedimos dos ginebras para entrar en calor. El tipo vino con los vasos y una garrafa de agua. No había ni un gato en el local, nada más que las mesas vacías y los reflejos helados. Era uno de esos lugares un poco irreales en los que uno puede ir a parar en plena noche. Puse mi yeso encima de la mesa, estiré las piernas y me bebí mi ginebra.

– En realidad, el mundo es transparente -dije.

Yan se contentó con mover afirmativamente la cabeza. Cogió una paja y sopló el envoltorio, que salió volando a través del local. Fue en línea recta y después capotó, como si hubiera chocado con una muralla invisible.

– Vamos a tomarnos otra -dijo Yan- y luego nos largamos.

Cogió los dos vasos sin esperar más y se dirigió hacia la barra. Le vi subir a un taburete. Estaba dotado de una gracia natural, casi animal, su cuerpo parecía cargado de electricidad y además llevaba unos pantalones de cuero y unos zapatos bastante llamativos. Difícilmente podía pasar desapercibido.

Mientras el camarero buscaba la botella de ginebra, entraron gesticulando cuatro tipos y se instalaron en la barra. Apenas les presté atención porque una ráfaga de viento había lanzado un puñado de gravilla contra la cristalera, y me dediqué a mirar un anuncio luminoso que se balanceaba peligrosamente. Una condenada ráfaga de viento. Las pequeñas banderas publicitarias medio destrozadas se habían erguido totalmente. Estaba gozando del espectáculo cuando oí:

– ¿Por qué cono me estás mirando como si fueras gilipollas, eh?

Era uno de los cuatro tipos, y se lo había dicho a Yan. Era un chaval joven, bastante pálido, que había bajado rápidamente de su taburete mientras los otros contemplaban la escena con una sonrisa en los labios. Puse los pies debajo de mi silla.

Pero Yan no contestó, simplemente le dirigió al tipo una mirada helada. A continuación cogió los vasos y volvió a la mesa. Se sentó sin decir una palabra, con las mandíbulas apretadas.

El otro siguió con su número. Era difícil saber si había bebido o si se encontraba en su estado normal, pero esa diferencia no hacía cambiar las cosas.

– No aguanto a este tipo de maricones -gruñó el tipo-. No sé si me habrá entendido…

Yan no lo miraba, pero cuando el otro dio un paso hacia delante, cogió la garrafa por el cuello y la rompió en la mesa. El agua salpicó en todas direcciones y los trozos de vidrio, al caer al suelo, sonaron como monedas tiradas desde un sexto piso. Su gesto había sido rápido y brutal. El otro no se lo esperaba en absoluto y se quedó clavado. La cosa duró sus buenos diez segundos. Luego uno de sus colegas se inclinó sobre su taburete y le puso la mano sobre el hombro para reintegrarlo al calor del clan.

Reinaba una tensión espantosa en aquel rincón perdido, tuve la impresión de que la intensidad de las luces era mayor y de que el climatizador se había estropeado. Yan seguía teniendo su arma en la mano, como una flor traslúcida. No se había movido ni un milímetro. El camarero había retrocedido hasta un rincón y enjuagaba vasos a toda velocidad. Sin embargo, los tipos parecieron olvidarse de nosotros, nos dieron la espalda y al cabo de tres minutos bajaron de sus taburetes y se largaron sin dirigirnos ni una mirada. Como si no existiéramos.

Fui el primero en hacer un gesto, me ocupé de mi vaso.

– Parece que se ha levantado viento -dije.

Yan dejó su trozo de vidrio encima de la mesa y luego se balanceó en la silla mientras se pasaba la punta de la lengua por los labios.

– ¡Mierda, estaba seguro de que ya la teníamos liada! -dijo.

– Supongo que no le habrían pegado a un tipo con un brazo enyesado.

Me miró sonriendo:

– No les habría dejado hacer una cosa así -declaró.

El camarero se acercó con una bayeta y, suspirando, recogió los vidrios rotos. Yan pidió un bocadillo de pollo asegurando que esa historia le había abierto el apetito, yo aproveché para meter unas cuantas monedas en el aparato de los discos; había algunas cosas buenas si uno las buscaba bien. No hay nada como la música para barrer las cenizas.

Estuvimos más de un cuarto de hora antes de tomar la decisión de irnos, porque Yan necesitó otro bocadillo para sentirse totalmente bien y yo aún tenía que oír algunas piezas. Mientras, el tipo seguía enjuagando vasos, ¿podía ser que al principio fuera duro y que después a uno llegara a gustarle? ¿Podía ser que el tipo hubiera encontrado las puertas del Paraíso?

Salimos y estuvimos un momento con la espalda pegada a la Puerta, en pleno viento, para acostumbrarnos a la noche. Se adivinaba una pequeña cadena de montañas a lo lejos y el aparcamiento estaba rodeado de árboles por la zona derecha; no quedaba ni una hoja en las ramas y el silbido del viento era casi doloroso. Avanzamos hacia el coche sin prisas, entornando los ojos debido al polvo que el aire arremolinaba. La noche iba a seguir un buen rato, y un poco de aire fresco nos ayudaría a aguantar hasta el final.

Hundí mi única mano libre en el bolsillo para buscar las llaves y en aquel preciso momento recibí en la espalda un golpe formidable que me lanzó hacia delante, con la cabeza en primer término. Me fue imposible detener la caída con las manos; quedé extendido cuan largo era sobre la tierra batida y sentí un ardor violento en la mejilla. Antes de que pudiera esbozar la menor reacción, un tipo saltó encima de mi espalda y me aplastó la cabeza contra el suelo agarrándome por el pelo. Se me cortó la respiración. Luego oí que Yan chillaba como un condenado. Aquello me puso los pelos de punta, eran unos gritos realmente terribles y yo no podía moverme ni un milímetro. Seguía teniendo la mano aprisionada en el bolsillo con todo mi cuerpo encima de ella, y además el tipo había puesto una rodilla sobre mi yeso. Yo ya ni sabía en que posición rae había quedado el brazo.

Tenía la mente sumergida en la más total de las confusiones. Vociferaba y el tipo me golpeaba la cabeza contra el suelo diciéndome que me callara la boca; pero no me hacía daño y yo vociferaba aún más. Me pregunto si no lo hacía para cubrir los aullidos de Yan. La violencia de sus gritos me hacía temblar de pies a cabeza, y no sé cómo aguanté con toda aquella tierra en la boca. Mis dientes rechinaban y trataba de ponerme de rodillas pero me era imposible, y lo más terrible era aquella sensación de impotencia total y de caída sin fin.

Tuve la impresión de que daba un increíble salto en el vacío y a continuación volvió una especie de silencio. Creí oír respiraciones y alguien empezó a toser. Sentí que el tipo que estaba encima de mi se levantaba y recibí un golpe en la parte trasera de la cabeza, pero todo mi cuerpo estaba tan duro que no me hizo nada. Oí que se marchaban corriendo.

Lo primero que hice fue retirar la mano del bolsillo. Luego conseguí ponerme de rodillas. Me limpié la boca mientras miraba a mi alrededor y me agarré al picaporte del «Jaguar». Logré poneme de pie. Sentía un temblor nervioso en el párpado derecho.

Rodeé el coche. Quería llamar a Yan, pero no me salía ningún sonido de la boca. Sus gritos seguían resonando en mi cabeza como un eco lejano. En el momento en que le vi, estuve a punto de tropezar debido a una ráfaga de viento un poco más fuerte que las otras. Todo el lugar estaba iluminado por una luz azulada y Yan estaba estirado en el suelo, vuelto hacia el otro lado. No se movía. Grité su nombre con todas mis fuerzas para que el cielo se cayera en pedazos, pero Yan no se movió ni un milímetro. Avancé hacia él mientras me invadía una repulsión formidable, y me dejé caer de rodillas a su lado. Lo cogí por el hombro, lo volví hacia mí y su cara rodó de lado.

Mi primer movimiento fue el de retirar la mano de su hombro. Volví a limpiarme la boca mirando al cielo, pero no vi otra cosa que una cara cubierta de sangre y la luna creciente. Sorbí ruidosamente por la nariz. Lo más duro fue mirarle las piernas, tardé un momento en comprender, y entonces empecé a sudar abundantemente. La sangre era poca y las heridas no parecían excesivamente profundas, pero todo aquello ponía de manifiesto tal grado de locura, que me doblé en dos y me estremecí. Los tipos le habían tajeado su pantalón de cuero en todas direcciones. Seguro que habían utilizado una navaja pequeña, era como si sus piernas literalmente hubiesen explotado o que hubieran pasado entre los dientes de un grupo de tiburones. Recordé cómo había aullado y realmente tenía motivos.

Me balanceé un poco de atrás adelante, sin ser capaz de hacer ni un solo gesto, y a continuación volví a sentir el viento, y la noche. Me dolió un poco todo y lo apreté contra mí. Creo que lo mecí como un imbécil. Estaba flaccido en mis brazos, tanto que pensé que se había ahogado. Siempre he pensado que los tipos que sacaban del agua estaban fláccidos como salchichas. Luego me di cuenta de que lo que veía allí eran las luces del bar. Aquello quería decir que la noche no nos había engullido del todo, quería decir que no estábamos tan lejos de la superficie. No me planteé en absoluto si iba a conseguirlo, si tendría fuerzas suficientes para levantarlo con un solo brazo, ni cómo lo iba a hacer. Pero ló hice. Prácticamente lo arranqué del suelo y me eché a correr, con sus brazos golpeándome los ríñones.

Me lancé al interior sin preocuparme por la puerta, y los dos batientes, al golpear contra los lados, sonaron como truenos. Me detuve en medio del local, completamente deslumbrado, y al cabo de un segundo vi el banco al fondo. Estiré a Yan encima tan suavemente como pude, como temiendo que fuera a romperse en mil pedazos.

En aquel momento no recordé cómo se hacía para saber si un tipo estaba vivo o muerto, y me quedé inclinado encima suyo, sudando y con el cerebro tan vacío como una pelota de ping-pong. Me sobresalté cuando me di cuenta de que el camarero estaba de pie detrás de mí y de que nos miraba horrorizado

– ¡¡¡SANTO DIOS, TENEMOS QUE HACER ALGO!!! -grité.

El tipo parecía paralizado.

– ¡¡¡Y MUY RÁPIDO, MIERDA, SI NO EMPEZARÉ A ROMPÉRTELO TODO!!! ¡¡AGARRA ESE PUTO TELÉFONO!!

Dejó caer su trapo al suelo y echó a correr. Miré a Yan, era increíble cómo le habían dejado, prácticamente no lo reconocía de tan hinchada como tenía la cara. Me incliné sobre él y al menos me costó cinco minutos asegurarme de que estaba con vida. Aquello tenía que haberme llenado de alegría, pero curiosamente sentí que aumentaba mi furor y pensé que iba a encontrarme mal si no hacía algo. Entoces agarré una silla y salí al exterior corriendo, la llevaba alzada y troté hasta el centro del aparcamiento lanzando un largo grito de loco. Pero no encontré más que la noche y el silencio. Todo permanecía inmóvil a mi alrededor.

Me detuve sin aliento. Estaba tan ridículo con mi brazo enyesado y mi silla por encima de la cabeza, que era enternecedor. ¿Qué esperaba, que uno de aquellos hijos de puta se me acercara y se dejara amablemente romper la cabeza porque sí? Me sentí vacío. Dejé la silla en el suelo y me senté en ella. Descansé un momento con los ojos cerrados, obligándome a respirar con calma. Paulatinamente fui encontrándome mejor. Volví al mundo. Incluso fui a mear para deshacerme de todo aquel veneno que se había acumulado en mi interior.

Cuando regresé junto a Yan, me habían caído veinte años encima. Creo que no todo será de color de rosa cuando tenga cincuenta y cuatro; espero no arrastrarme así. Me senté a su lado y en el mismo instante aquel cerdo trató de abrir un ojo, pero tenía las pestañas pegadas por la sangre y abandonó. Le tomé una mano y miré hacia otro lado. El tipo me ofreció una copa. La rechacé. A veces sé detenerme cuando llevo suficiente encima.

– He llamado a la Policía -dijo.

Asentí blandamente con la cabeza, estaba agotado.

– Vale -le dije-, ¿pero de verdad crees que lo que necesita son policías?

– No se preocupe. Conocen su oficio. Santo Dios, es la primera vez que veo algo así.

– ¿Conoces a esos tipos?

– No, no los había visto nunca. Supongo que han debido esconderse afuera para esperarles.

– Vaya, veo que lo has entendido todo.

Yan empezó a gemir. Mientras esperábamos a la pasma, le pedí al tipo una manta para que Yan no se enfriara. Lo había visto hacer en las películas.

– Santo Dios, pero aquí no tengo ninguna… -No importa, trae cualquier cosa.

Desapareció en la trastienda y al cabo de un momento lo vi volver con una tela de quitasol ORANGINA.