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Marcó el número de teléfono de memoria y apenas lo hubo hecho, miró a derecha e izquierda, para asegurarse una vez más de que todo estaba tranquilo y la calle envuelta en la normalidad prematura de un sábado por la mañana. No tuvo que esperar mucho.
– ¿Sí? -le contestó una voz femenina por el auricular.
– ¿El señor Castro?
– Duerme -fue un comentario escueto-. ¿Quién le llama?
– Poli -dijo él-. Poli García.
– ¿Qué quieres?
– Ha habido una movida. He de hablar con él.
– ¿Qué clase de movida?
– Oye, despiértalo, ¿vale? Puede ser importante y tiene que saberlo.
– ¿Qué clase de movida? -repitió la voz femenina.
– Una chica en el hospital -bufó el camello-. Estoy en una cabina, y no tengo muchas monedas.
– Cómprate un móvil. ¿Qué tiene que ver esa chica con Alex?
– Le vendí una luna. De las primeras.
Ahora sí. Ella pareció captar la intención.
– Espera -suspiró.
No tuvo que hacerlo mucho tiempo, pero por si acaso introdujo otra moneda de veinte duros por la ranura del teléfono.
– ¿Poli? -escuchó la voz de Alejandro Castro-. ¿Qué clase de mierda es ésa?
– Ya ves. Estuve en el Pandora's, vendí como cincuenta, y nada más irme una chica se puso a parir.
– ¿Golpe de calor?
– Eso parece.
– ¿Cómo lo sabes?
– Me lo han soplado. Yo también tengo amigos, ¿sabes?
– ¿Está bien?
– ¡Y yo qué sé! Debe estar en algún hospital.
– ¡Eh, eh, tranquilo!
– ¿Tranquilo? Esa clase de marrones no me gustan. Si muere, habrá problemas; y aunque no la palme puede que los haya igualmente. ¡Coño, me dijiste que era material de primera!
– ¡Y lo es!, ¿qué te crees?
– ¡Nunca me había pasado nada así!
– Oye, Poli, entérate: yo no las fabrico, las importo. Y trabajo con gente que lo hace bien.
– Todo lo que tú quieras, pero yo tengo doscientas pastillas encima y ya veremos qué pasa esta noche.
– ¡Yo tengo quince kilos, y hay que venderlas, no me vengas con chorradas!
– Mira, Castro, si esa cría muere, la poli va a remover cielo y tierra, y como den conmigo…
– ¿Como den contigo, qué? -le atajó el aludido al otro lado del teléfono.
Poli percibió claramente su tono.
Llenó sus pulmones de aire.
– Nada -acabó diciendo-. Supongo que estoy un poco nervioso.
– Pues tómate una tila y cálmate, ¿vale?
No había mucho más que decir.
– ¡Vale!
El otro ni siquiera se despidió.