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Al llegar al portal del edificio, los dos aminoraron el paso de forma que se detuvieron como si se les hubiese terminado la energía. Santi, que llevaba a Cinta cogida por los hombros, fue el que se colocó delante de la chica para besarla.
Ella se dejó hacer, sin colaborar, sin reaccionar.
– ¿Estás bien? -acabó preguntando él.
– Sí.
– ¿Seguro?
– Que sí.
Santi levantó la cabeza. Miró la casa.
– No es conveniente que te quedes sola -comentó.
– Ya -Cinta plegó los labios.
– ¿Tus padres vuelven mañana?
– Ya sabes que sí.
– Déjame que suba.
– No.
– Pero…
– Ahora no -quiso zanjar el tema sin conseguirlo.
– ¿Por qué?
– Porque acabarás como siempre, y no me apetece. Además, la última vez casi nos pillan, y juré que no volvería a ser tan imprudente.
– Oye, que es sábado por la mañana. La otra vez era domingo y nos quedamos dormidos. Y ellos no van a volver el sábado por la mañana, ¿vale?
– Imagínate que mi madre se pone mal o qué sé yo.
– Escucha -trató de ser convincente, casi tanto como solía gustarle a su novia-, sólo quiero echarme un rato, nada más. Y así nos hacemos compañía. Ha sido un palo, y no quiero dejarte sola.
Se encontró con la mirada cargada de dudosos reproches de Cinta, pero nada más.
– Además dije en casa que estaría fuera todo el fin de semana -continuó él-. Si aparezco a esta hora del sábado van a creer que ha pasado algo. No esperaba que ocurriera una cosa así.
– Mucha cara tienes tú.
– Va, no seas así.
Le dio un beso en la frente y Cinta cerró los ojos. Luego él la atrajo hacia su pecho, y ella se dejó acariciar, muy quieta.
No hizo falta volver a hablar.
Acabaron entrando en el portal en silencio, todavía abrazados, revestidos de ternura, hasta que la aparición de una vecina en la escalera les hizo separarse.