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(Blancas: Alfil f4)

Al llegar al portal del edificio, los dos aminoraron el paso de forma que se detuvieron como si se les hubiese terminado la energía. Santi, que llevaba a Cinta cogida por los hombros, fue el que se colocó delante de la chica para besarla.

Ella se dejó hacer, sin colaborar, sin reaccionar.

– ¿Estás bien? -acabó preguntando él.

– Sí.

– ¿Seguro?

– Que sí.

Santi levantó la cabeza. Miró la casa.

– No es conveniente que te quedes sola -comentó.

– Ya -Cinta plegó los labios.

– ¿Tus padres vuelven mañana?

– Ya sabes que sí.

– Déjame que suba.

– No.

– Pero…

– Ahora no -quiso zanjar el tema sin conseguirlo.

– ¿Por qué?

– Porque acabarás como siempre, y no me apetece. Además, la última vez casi nos pillan, y juré que no volvería a ser tan imprudente.

– Oye, que es sábado por la mañana. La otra vez era domingo y nos quedamos dormidos. Y ellos no van a volver el sábado por la mañana, ¿vale?

– Imagínate que mi madre se pone mal o qué sé yo.

– Escucha -trató de ser convincente, casi tanto como solía gustarle a su novia-, sólo quiero echarme un rato, nada más. Y así nos hacemos compañía. Ha sido un palo, y no quiero dejarte sola.

Se encontró con la mirada cargada de dudosos reproches de Cinta, pero nada más.

– Además dije en casa que estaría fuera todo el fin de semana -continuó él-. Si aparezco a esta hora del sábado van a creer que ha pasado algo. No esperaba que ocurriera una cosa así.

– Mucha cara tienes tú.

– Va, no seas así.

Le dio un beso en la frente y Cinta cerró los ojos. Luego él la atrajo hacia su pecho, y ella se dejó acariciar, muy quieta.

No hizo falta volver a hablar.

Acabaron entrando en el portal en silencio, todavía abrazados, revestidos de ternura, hasta que la aparición de una vecina en la escalera les hizo separarse.