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Tuvo que llamar al timbre media docena de veces, y aporrear la puerta con los puños, hasta conseguir despertarlos. Cuando ya creía no poder hacerlo, escuchó un ruido al otro lado de la madera. Y una voz.
– ¡Ya va! ¡Ya va!
Le abrió Ana. No se había preocupado mucho de taparse. Llevaba una bata corta mal anudada por encima de su desnudez. Después de todo, lo raro era incluso que se hubiera puesto la bata, porque Ana era de las que pasaba de convencionalismos. En eso le ganaba a Paco. La modernidad por montera. El estímulo de la contracorriente. La rebeldía de los que no tienen ninguna rebeldía, salvo vivir.
Vivir para pasarlo bien.
– ¿Eloy? -lo reconoció a duras penas por entre las brumas de su sopor-. ¿Qué haces aquí?
– Tengo que hablar con vosotros.
– ¡Jo! ¿Estás loco? ¿Qué hora es?
Eran aves nocturnas, así que el día les producía sarpullidos, y más aún los fines de semana. Tal vez se volvieran de piedra y se deshicieran, convirtiéndose en un montón de cenizas, como Drácula.
Eloy entró decidido, sin esperar una invitación. Ana cerró la puerta, indecisa, y le siguió como si flotara, sin entender qué pasaba. El pequeño apartamento era un museo barroco mal arreglado, con velitas, símbolos de todas clases, desde el yin y el yang y pósters hindúes hasta objetos de diseño, luces por el suelo o un mueble del más puro estilo art decó. No faltaba ropa tirada por el suelo. Al fin y al cabo Ana tenía dieciocho años v Paco no había llegado aún a los veinte.
– ¡Paco! -llamó Eloy.
– ¡No grites! -Ana se llevó las manos a los oídos.
– ¿Te has tomado un valium o es pura y simple resaca:
– ¡Eh, qué pasa contigo! -protestó ella.
Entró en la única puerta que estaba medio cerrada, y se encontró con el colchón, en el suelo, y con Paco tendido sobre él, boca abajo. Se sintió irritado por la escena sin saber por qué.
– Vamos, Paco, despierta.
La respuesta fue un bufido.
Así que le apartó la sábana y, tras arrodillarse a su lado, lo zarandeó.
– ¿Qué haces? -protestó Ana despejándose más rápidamente al comprender que pasaba algo.
Paco acabó abriendo los ojos. Lo miró a él y frunció el ceño. Luego la miró a ella. Ana también se había arrodillado junto a Eloy, para impedirle seguir. El silencio fue muy breve.
– ¡Luciana está en coma!, ¿vale? -les soltó a bocajarro- Ahora quiero que me digáis si tenéis alguna pastilla como la que ella se tomó anoche.
Tardaron en reaccionar. Las palabras tenían que atravesar una espesa masa de algodón hasta llegar a su cerebro.
– ¿Qué? -balbuceó Paco.
– ¡Luciana está en coma! -gritó aún más fuerte Eloy-. ¡Se tomó una mierda y le sentó mal! ¡La misma mierda que os tomasteis vosotros, y que se tomaron los demás! ¿Lo cogéis ahora?
Lo cogían, pero a cámara lenta.
– Pero si…
– Nos fuimos y ella…
– ¿Tenéis una pastilla de esas?
– No -dijo Ana.
– ¿Para qué vamos a tener una…? No hay ningún problema en comprarla después, donde vayamos. Ningún problema.
– ¿Dónde puedo encontrar a Raúl?
– ¿Para qué…?
– Porque él fue el que las consiguió. Me lo dijo Máximo. Venga, ¿dónde puede estar a esta hora un sábado por la tarde?
– Raúl… -siguió espeso Paco.
– ¡Vamos, vamos, joder! -le zarandeó Eloy.
– ¡Déjale en paz!, ¿quieres? -le defendió Ana-. ¡Iba a una privada! ¡Nos dijo si queríamos ir, pero pasamos, porque yo no me encontraba bien y prefería salir esta noche!
– ¿Dónde está esa privada?
– ¡En una nave abandonada, cerca de las viejas fábricas, al lado de la estación! ¡Y no grites más, coño!
– ¿Cómo la reconozco? ¡Ahí hay varias fábricas, las están echando abajo!
– ¡Tiene el techo plano, y un rótulo en rojo en la puerta, Hilos de No-sé-qué o algo parecido! -Paco se llevó una mano a la cabeza, como si ésta fuese a estallarle.
– Al lado hay una con una chimenea muy alta, ¡no tiene pérdida! -tomó el relevo Ana.
Era suficiente. Se puso en pie, jadeando, y se dirigió a la puerta para no perder ni un minuto más. Iba a traspasarla cuando escuchó de nuevo la voz de Ana a su espalda.
Ya no gritaba.
– Eloy -le detuvo.
Él la miró.
– ¿Es… grave? -preguntó la muchacha.
– Ya os lo he dicho: está en coma. Tuvo un golpe de calor.
Ana cerró los ojos.
Y Eloy se marchó sin esperar más.