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La primera en entrar en la sala de espera fue Norma, la hermana pequeña de Luciana. Después lo hicieron ellos, los padres. El padre sujetaba a la madre, que apenas si se sostenía en sus brazos. Las miradas de los recién llegados convergieron en las de los amigos de su hija y hermana. Cinta se puso en pie. Santi y Máximo no. Los ojos del hombre tenían un halo de marcada dureza. Los de su esposa, en cambio, naufragaban en la impotencia y el desconcierto. La cara de Norma era una máscara inexpresiva.
– ¿Cómo está? -quiso saber Cinta.
El padre de Luciana se detuvo en medio de la sala, abarcándolos totalmente con su mirada llena de aristas. Vieron en ella muchas preguntas, y leyeron aún más sentimientos, de ira, rabia, frustración, dolor.
Cinta tuvo un estremecimiento.
– ¿Qué ha pasado? -la voz de Luis Salas sonó como un flagelo.
– Nada, estábamos…
– ¿Qué ha pasado? -repitió la pregunta con mayor dureza.
Santi se puso en pie para coger a Cinta.
– Tomamos pastillas y a ella le han sentado mal, eso es todo -tuvo el valor de decir.
– ¿Qué clase de pastillas?
– Bueno, ya se lo hemos dicho al médico…
– ¡Mierda!, ¿estáis locos o qué?
La madre de Luciana rompió a llorar más desconsoladamente aún por la explosión de furia de su marido. Incluso Norma pareció despertar con ella. Se acercó a su madre buscando su protección. Sin dejar de llorar, la mujer abandonó el regazo protector de su marido para abrazar a su hija pequeña.
Luis Salas se quedó solo frente a ellos tres.
Cinta tenía los ojos desorbitados.
– ¿Cómo… está? -preguntó por segunda vez.
La respuesta les alcanzó de lleno, hiriéndolos en lo más profundo.
– Está en coma -dijo el hombre, primero despacio, para agregar después con mayor desesperación, con los puños apretados-: ¡Está en coma!, ¿sabéis? ¡Luciana está en coma!