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Me quedaré aquí mucho tiempo. El opresivo hastío que reina en este pueblo entre el bosque y el mar me hace sentir bien. Todo está quieto y silencioso, sólo las nubes avanzan muy despacio, pero el viento sopla tan por encima de las olas y las copas de los árboles que el mar y el bosque no hacen ruido. Aquí hay una soledad profunda, que se percibe incluso entre la gente, en el hotel o en el paseo. La orquesta del balneario toca casi siempre melancólicas canciones suecas y danesas y hasta las piezas alegres suenan cansadas, sofocadas. Al terminar, los músicos bajan en silencio los escalones del quiosco y desaparecen poco a poco en los paseos, llevando sus instrumentos con tristeza.
Escribo esto en una hoja mientras me dejo llevar en un bote de remos a lo largo de la orilla.
La orilla es suave y verde: sencillas casas campesinas con jardines; en los jardines hay bancas junto al agua; tras las casas, un angosto camino blanco; flanqueando el camino, el bosque que se extiende por toda la región, ascendiendo paulatinamente, y ahí donde termina, el sol. El resplandor del crepúsculo cae sobre la delgada isla amarilla que se extiende allá enfrente. El remero dice que podemos alcanzarla en dos horas. Claro que me gustaría ir alguna vez, pero aquí uno se siente extrañamente retenido, siempre estoy en las cercanías más inmediatas del pueblo, de preferencia en la orilla o en mí terraza.
Dejo los libros. La pesada tarde apretuja las ramas, de vez en cuando escucho pasos de gentes que vienen por el camino del bosque, pero que no puedo ver, pues continúo inmóvil y mis ojos se pierden en lo alto. También oigo la risa clara de los niños, pero la profunda quietud a mi alrededor absorbe los sonidos con rapidez, apenas pasa un segundo y parece que la resonancia desapareció hace mucho. Si cierro los ojos y los vuelvo a abrir es como si despertara de una larga noche. Así me evado de mí mismo y me sumerjo como un trozo de naturaleza en la tranquilidad que me rodea.
Ha terminado la hermosa calma que ya no regresará ni al bote ni a los libros. Todo parece cambiar de golpe. Las melodías de la orquesta suenan alegres y cálidas, las personas con las que uno se topa hablan demasiado, los niños ríen y gritan, incluso mi querido mar, tan silencioso en apariencia, en las noches rompe ruidosamente contra la orilla. La vida ha vuelto a ser sonora para mí. Nunca había dejado mi casa con tal facilidad, sin ningún pendiente; terminé mi doctorado, enterré definitivamente la ilusión artística que me acompañó en la juventud, la señorita Jenny se casó con un relojero, en fin, tuve la suerte de emprender un viaje sin dejar a una amante y sin la tentación de llevarla. Me sentía bien, seguro, sabiendo que concluía una etapa de mi vida. Y ahora todo se ha venido abajo, pues Friederike está aquí.
Coloqué una luz en la mesa de mí terraza. Escribo, ya avanzada la noche. Es el momento de poner todo en claro. Reconstruyo el diálogo, el primero en siete años, el primero desde aquella vez…
Fue en la playa, al mediodía. Yo estaba en una banca, de tanto en tanto la gente pasaba frente a mí. En el puente de desembarco estaba una mujer con un niño pequeño, demasiado lejos para distinguir sus facciones. Aunque en realidad no me llamó la atención, supe que pasó mucho rato ahí antes de que se me acercara. Llevaba al niño de la mano. Entonces vi que era joven y delgada. El rostro me pareció conocido. Estaba a unos diez pasos cuando me levanté y fui hacia ella. Había sonreído. Supe quién era.
— Sí, soy yo–dijo y me tendió la mano.
— La reconocí de inmediato —dije.
— Espero que no le haya sido muy difícil —contestó-, y usted tampoco ha cambiado nada. — Siete años…
— Siete años.
Callamos. Se veía muy hermosa. Una sonrisa apareció en su rostro, dirigida al niño que seguía sosteniendo de la mano.
— Dale la mano al señor.
El pequeño me la tendió sin verme.
— Es mi hijo.
Era un lindo niño morena, de ojos claros.
— Es hermoso que nos encontremos otra vez en la vida–empezó a decir-, nunca hubiera pensado… — También es extraño–dije.
— ¿Por qué? — preguntó sonriendo y viéndome a los ojos por primera vez—. Es verano… todo mundo viaja, ¿no es cierto?
Yo tenía una pregunta sobre su marido en la punta de la lengua, pero no me atreví a hacerla. — ¿Cuánto tiempo se quedará? — pregunté.
— Catorce días. Después me reuniré con mi marido en Copenhague.
Le dirigí una rápida mirada, la suya me respondió impasible; "¿Te sorprende acaso?».
Me sentí inseguro, casi alterado. De pronto me pareció incomprensible que hubiera olvidado todo. Y ahora me daba cuenta de que pensé en aquel momento de hace siete años tan poco como si jamás hubiera ocurrido.
— Tiene mucho que contarme–continuó-, mucho, muchísimo. Seguramente es doctor desde hace tiempo. — No tanto, desde hace un mes.
— Pero conserva su rostro adolescente, parece que se pegó el bigote.
La agudísima campanada que llamaba a comer llegó desde el hotel.
— Adiós–dijo ella, como si la hubiera estado esperando.
— ¿No podemos ir juntos? — pregunté.
— Como en mi cuarto con el niño, no me gusta el gentío.
— ¿Cuando nos volvemos a ver?
Con la vista indicó sonriente el malecón:
— Uno siempre se encuentra por aquí–y como si notara que su respuesta me molestaba, añadió—: sobre todo si uno lo desea. Hasta luego.
Me tendió la mano y se retiró sin volverse. El niño, en cambio, me vio una vez más.
Toda la tarde caminé por el paseo. Ella no apareció. ¿Se ha marchado al fin y al cabo? No debería sorprenderme.
Ha pasado un día sin que la vea. Llovió toda la mañana Y fui el único en salir al malecón. Pasé un par de veces por la casa donde vive, pero no sé cuáles son sus ventanas. En la tarde amainó la lluvia y pude dar un largo paseo por el camino que bordea el mar hasta el siguiente pueblo. Tiempo nublado y fresco.
En el camino no pensé más que en aquella época. Volví a ver todo claramente. La casa acogedora en la que viví y el jardín con sillas y mesas laqueadas de verde, la pequeña ciudad con sus calles tranquilas y blancas, las colinas que desaparecían en la niebla a la distancia, y más arriba un trozo de cielo azul pálido, tan propio del lugar como si no hubiera en el mundo otro tan pálido y tan azul. También volví a ver a la gente, a mis compañeros de escuela, a mis profesores, incluso al marido de Friederike. No lo vi como en aquel momento final, sino con su rostro suave, algo cansado, cuando salía a caminar rumbo a la escuela y nos saludaba afectuosamente, o cuando se sentaba a la mesa en silencio, entre Friederike y yo. Lo recordé como solía verlo desde mi ventana: sentado a la mesa del jardín, corrigiendo nuestros trabajos escolares. Friederike le llevaba café al jardín y se volvía sonriendo a mi ventana, con una mirada que sólo entendería… hasta aquel momento final. Ahora sé que he recordado todo esto frecuentemente, pero no como algo vivo sino como un cuadro que cuelga quieto y pacífico en la pared de la casa.
Hoy estuvimos sentados en la playa, hablando como si no nos conociéramos. El niño jugaba con piedras y arena a nuestros pies. No es que algo pesara sobre nosotros: conversamos del tiempo, de la región, de la gente, también de música y de algunos libros recientes, como personas que no se interesan la una por la otra y que sólo han sido reunidos por azares de la vida en el balneario. No era en modo alguno desagradable estar a su lado, pero cuando se levantó para irse sentí algo insoportable. Hubiera querido decirle: «al menos déjame algo», pero no me habría entendido. Y si lo pienso bien, ¿qué otra cosa podía esperar yo? El hecho de que me haya saludado tan afectuosamente en el primer encuentro se debió por lo visto a la sorpresa y quizá también al gusto de encontrar a un conocido en un sitio extraño. Ahora, en cambio, ya ha tenido tiempo de recordarlo todo igual que yo, aquello que deseó olvidar para siempre ha reaparecido con toda intensidad. No puedo juzgar lo que tuvo que sufrir por mi culpa, y lo que tal vez aún tiene que sufrir. Que se quedó con él se ve a las claras; el niño de cuatro años es una prueba evidente de la reconciliación, aunque uno se puede reconciliar sin perdonar, y se puede perdonar sin olvidar. Debería irme, sería mejor para los dos.
Aquel año se alza frente a mí con una extraña y dolorosa belleza y lo vivo de nueva cuenta. Los detalles vuelven a mí. Recuerdo la mañana de otoño en que llegué acompañado de mi padre a la pequeña ciudad donde debía estudiar el último año de bachillerato; vuelvo a ver nítidamente el edificio de la escuela en medio de un parque de árboles inmensos; recuerdo mi trabajo tranquilo en el cuarto agradable y espacioso, los paseos por la carretera con los compañeros, hasta llegar al siguiente pueblo, y estas pequeñeces me afectan tan profundamente como si encerraran el significado de mi juventud. Es probable que todos esos días hubieran quedado en las profundas sombras del olvido de no ser por el misterioso resplandor de aquel momento final. Y lo más curioso es que desde que Friederike está cerca de mí aquellos días parecen más cercanos que los de mayo pasado, cuando amé a la señorita que se casó en junio con el relojero.
Al asomarme a la ventana hoy temprano vi a Friederike en la terraza de allá abajo, sentada a la mesa con el niño. Eran los primeros huéspedes en desayunar. Su mesa quedaba justo bajo mi ventana. Le grité los buenos días. Ella alzó la mirada.
— ¿Despierto tan temprano? — dijo-. ¿No se nos une?
Al minuto siguiente estaba sentado a la mesa. Era una mañana admirable, fresca y asoleada. Hablamos de cosas tan intrascendentes como durante la vez pasada y sin embargo todo fue distinto. Detrás de nuestras palabras relumbraba el recuerdo. Fuimos al bosque. Entonces empezó a hablar de sí misma y de su casa. — Todo sigue igual en casa–dijo-. El jardín está má s hermoso. Desde que tenernos al niño mi marido se ocupa del jardín con mucha dedicación, el año entrante incluso pondremos un invernadero.
Siguió hablando:
— Desde hace años tenemos teatro, se actúa todo el invierno hasta el domingo de ramos. Voy dos, tres veces por semana, casi siempre con mi madre que es muy aficionada.
— ¡Yo también teatro! — gritó el pequeño, a quien Friederike llevaba de la mano.
— Claro que sí. Los domingos en la tarde–y se volvió hacia mí, explicativa-: a veces interpretan piezas infantiles y voy con el niño; eso también me gusta mucho.
Tuve que contarle algo de mí. Preguntó por mi profesión y demás asuntos serios, pero más bien le interesaba saber en qué ocupaba mi tiempo libre y le dio gusto enterarse de las diversiones de la gran ciudad.
La conversación se fue animando. No hubo una sola mención a aquel recuerdo común, que seguramente estaba tan presente para ella como para mí. Paseamos durante horas y casi me sentí feliz. A veces el pequeño caminaba entre nosotros y entonces nuestras manos se encontraban en sus hueles, pero fingíamos no darnos cuenta y seguíamos hablando como si nada.
Cuando estuve solo otra vez el buen humor se fue de repente. De nuevo sentí que no sabía nada de Friederike. Era increíble que esta incenidumbre no me hubiera molestado durante nuestro diálogo. Era extraño que, Friederike no sintiera necesidad de hablar al respecto, pues aun aceptando que entre ella y su marido no se pensara más en el asunto, era imposible que ella lo hubiera olvidado. Algo decisivo debía haber sucedido después de mi despedida. ¿Cómo no había hablado de ello? ¿Esperaba tal vez que yo empezara? ¿Qué me impidió hacerlo? ¿La misma reserva que acalló sus preguntas? ¿Nos da miedo tocar el tema? Es muy posible. Sin embargo, tendrá que ocurrir, pues hasta entonces habrá un obstáculo entre nosotros, y nada me duele tanto como saber que algo nos separa.
En la tarde vagué por los caminos del bosque que recorrí con ella. Anhelaba algo que en realidad nunca había dejado de querer. Después de buscarla infructuosamente en todas partes, pasé por su casa. Estaba en la ventana. Le grité como ella lo hizo hoy en la mañana:
— ¿No viene usted?
— Estoy cansada. Buenas noches–dijo con frialdad, según me pareció, y cerró la ventana.
Friederike se me presenta en el recuerdo en dos formas distintas. Casi siempre veo a una mujer pálida y dulce en un blanco vestido de mañana, sentada en el Jardín, y que para mí es como una madre que me acaricia las mejillas. De haberla vuelto a encontrar así, con toda seguridad continuaría pasando las tardes en calma, tendido bajo las frondosas hayas como en los primeros días de mi estancia.
Pero también se me presenta totalmente distinta, como sólo la vi en una ocasión, en la última hora que pasé en la pequeña ciudad.
Fue el día en que recibí mi certificado de bachillerato. Comí al mediodía con el profesor y su mujer, igual que siempre, y como no deseaba ir acompañado a la estación nos despedimos al levantarnos de la mesa. No sentí emoción alguna; sólo al sentarme en la cama en mi cuarto desnudo, el equipaje a mis pies y la ventana muy abierta sobre el suave follaje del jardín, hacía las nubes blancas que reposaban en las colinas, el dolor de la despedida se apoderó de mí con facilidad, casi agradablemente. De pronto se abrió la puerta. Friederike entró. Me levanté de prisa. Se acercó, se recargó en la mesa y me vio con seriedad. Dijo muy quedo:
— ¿Así es que te vas hoy?
Asentí y por primera vez supe lo triste que era tener que partir. Me miró un rato, en silencio. Después alzó la cabeza y se acercó más a mí. Tocó mi pelo con suavidad, como ya lo había hecho muchas veces, pero en ese momento supe que se trataba de algo distinto. Luego sus manos se deslizaron lentamente por mis mejillas y su mirada me recorrió con una ternura infinita. Agitó la cabeza, atormentada, como si no entendiera algo.
— ¿Te tienes que ir hoy? — preguntó muy quedo. — Sí.
— ¿Para siempre? — No.
— Claro que sí–se mordió los labios-, para siempre. Aunque nos visites… dentro de dos o tres años, hoy te vas para siempre–dijo esto con un cariño que ya no tenía nada de maternal. De pronto me besó. En un principio sólo pensé «esto no lo ha hecho nunca», pero sus labios no tenían intención de separarse de los míos y entendí lo que ese beso significaba. Estaba en una confusión feliz; hubiera podido llorar; ella tenía los brazos alrededor de mi cuello; me hundí como empujado en un rincón del diván, Friederike se arrodilló a mis pies y atrajo mi boca hacia la suya, luego tomó mis manos y con ellas acarició su rostro, murmuré su nombre, sorprendido de lo hermoso que era. El aroma de sus cabellos llegaba hasta mí y lo respiré con arrebato… En ese momento se abre la puerta que sólo está entrecerrada (creí paralizarme por el miedo) y aparece el marido de Friederike. Quiero gritar pero soy incapaz de articular sonido alguno. Lo veo a la cara y no noto si sus facciones se alteran, pues desaparece al instante, cerrando la puerta. Deseo levantarme, liberar mis manos que continúan acariciando el rostro de Friederike, deseo hablar pero su nombre se interpone. De repente es ella quien se levanta, con palidez mortuoria, y susurra casi suplicante:
— Calla–se queda inmóvil un segundo, el rostro hacia la puerta, como si quisiera escuchar. Luego abre apenas y mira por la rendija. Estoy sin aliento. Por fin abre bien la puerta, toma mis manos y susurra:
— Vete, rápido.
Me empuja hacia afuera, avanzo con lentitud por el pasillo hasta la escalera, luego me vuelvo una vez más y la veo junto a la puerta, un miedo indecible en sus facciones y un ademán vehemente que significa: ¡fuera!, ¡fuera! Salgo precipitadamente.
Lo que sucedió después me vuelve a la mente como un sueño demencial. Corrí a la estación, torturado por un terror mortal. Viajé toda la noche, insomne, volteándome de un lado a otro en el compartimiento. Llegué a casa, esperando encontrar a mis padres enterados de todo y casi me sorprendió que me recibieran afectuosamente. Pasé varios días de suma inquietud, resignado a algo espantoso, temblando cada vez que tocaban a la puerta, cada vez que llegaba una carta. Finalmente llegó la noticia que me tranquilizó: una postal de un compañero de clase que vivía en la pequeña ciudad y que me ponía al tanto de inofensivas novedades y me mandaba alegres saludos. Así es que no había pasado nada temible, al menos no se trataba de un escándalo público; podía suponer que todo se arregló entre marido y mujer; él la perdonó, ella se arrepintió.
A pesar de todo, en un principio este recuerdo vivió en mi memoria como algo triste, casi tétrico, y pensaba en mí mismo como en el involuntario destructor de la paz de un hogar. Esta sensación desapareció gradualmente, pues nuevas experiencias me permitieron valorar aquel momento mejor y más profundamente. Empecé a extrañar a Friederike de un modo curioso, semejante al dolor que surge de una maravillosa promesa incumplida. Pero también este anhelo acabó desapareciendo, y así sucedió que casi olvidara a la joven mujer. Ahora ha resurgido de golpe todo lo que convirtió ese suceso en una vivencia, y con mayor intensidad que entonces, pues amo a Friederike.
Hoy me parece claro todo lo que fue misterioso en los últimos días. Estuvimos sentados en la playa, solos, el niño ya estaba en la cama. Le había pedido en la mañana que viniera. Mencioné inofensivamente la belleza nocturna del mar y lo hermoso que sería estar en la orilla, rodeados de un silencio absoluto, viendo la inmensa oscuridad. No dijo nada, pero supe que vendría. Estuvimos en la playa, casi en silencio, las manos entrelazadas, y sentí que Friederike me pertenecería cuando yo quisiera. Para qué hablar del pasado, pensé y supe que ella pensaba lo mismo desde nuestro primer reencuentro. ¿Somos los mismos que éramos entonces? Nada nos sujeta, somos tan libres, los recuerdos revolotean sobre nosotros como aves de verano. Quizá ya ha vivido otras experiencias, igual que yo en estos siete años, pero ¿qué importa? Pertenecemos al presente y nos deseamos. Tal vez ayer era desdichada y superficial, hoy está a mi lado, frente al mar, sostiene mi mano y desea estar en mis brazos.
Caminé con ella lentamente los pocos pasos que nos separaban de su casa. Los árboles arrojaban sombras negras a lo largo del camino.
— Mañana temprano debemos dar un paseo en velero–dije.
— Sí–contestó.
— La esperaré en el puente, a las siete. — ¿Adonde iremos?
— A la isla de enfrente… donde está el faro, ¿lo ve? — Ah, sí, la luz roja, ¿está lejos? — Una hora, podemos regresar pronto. — Buenas noches–dijo y entró al vestíbulo de la casa.
Me alejé. Tal vez me olvidarás en unos días, pensé, pero mañana será un día hermoso.
Llegué al puente antes que ella. El pequeño bote esperaba, el viejo Jansen había izado la vela y fumaba su pipa, sentado al timón. Salté junto a él y me dejé mecer por las olas. Sorbí los momentos de espera como una bebida matinal. La calle hacia la que dirigía la vista continuaba totalmente desierta. Después de un cuarto de hora apareció Friederíke. La vi desde muy lejos, parecía caminar más rápido que de costumbre. Cuando llegó al puente me levanté, entonces me pudo ver y me saludó con una sonrisa. Por fin llegó al extremo del puente, le tendí la mano y la ayudé a subir al bote. Jansen soltó la cuerda y
nuestro barco se empezó a deslizar. Nos sentamos muy juntos, ella estrechada contra mi brazo. Estaba vestida completamente de blanco y se veía como una muchacha de dieciocho años.
— ¿Qué hay que ver en la isla? — preguntó. No pude evitar sonreírme.
— ¿Al menos el faro? — dijo ella, ruborizada.
— Tal vez también la iglesia–añadí.
— Pregúntale al hombre… — y señaló a Jansen.
— ¿Qué tan antigua es la iglesia de la isla? — le pregunté, pero no entendía una palabra de alemán. Después de esta tentativa pudimos sentirnos aún más solos.
— ¿Hay otra isla allá enfrente? — dijo ella, indicando con la mirada.
— No, eso es Suecia, tierra firme.
— Eso sería aún más hermoso.
— Sí, pero deberíamos podernos quedar ahí… mucho…para siempre.
Si me hubiera dicho en ese momento «ven, vamos a otro país, no regresaremos nunca», la habría seguido en el acto. Mientras nos deslizábamos en el bote, mecidos por un aire puro, el cielo claro sobre nosotros y el agua resplandeciente alrededor, me pareció que estábamos en un paseo señorial: éramos una pareja real, las ataduras de nuestra existencia anterior quedaban canceladas.
Pronto pudimos distinguir casitas en la isla y, con mayor nitidez, los contornos de la iglesia blanca en la colina que se alzaba ligeramente sobre la isla. Nuestro bote se apresuró hacia la orilla. Esquifes de pescadores aparecieron cerca de nosotros, algunos no tenían remos y dejaban que el agua los llevara morosamente. Friederike tenía la mirada fija en la isla, pero no veía nada. En menos de una hora llegamos al puerto cercado por un muelle de madera, de modo que se podía confundir con un estanque.
Había un par de niños en el muelle. Bajamos y caminamos lentamente por la orilla; los niños iban detrás de nosotros, pero pronto desaparecieron. Todo el pueblo estaba ahí enfrente, no más de veinte casas desperdigadas en derredor. Casi nos hundimos en la arena fina y oscura mojada por el agua. En una plaza asoleada que llegaba hasta el mar, las redes colgaban para secarse. Cien pasos y estuvimos completamente solos. Habíamos llegado a un pequeño camino que llevaba del caserío al extremo de la isla, donde estaba el faro.
Teníamos el mar a la izquierda, separado de nosotros por agrestes tierras de labranza que se hacían más y más angostas. A la derecha crecía la colina, un camino llevaba por las faldas a la iglesia que habíamos dejado atrás. El silencio y el sol dominaban todo. Friederike y yo no habíamos hablado en el trayecto. No tenía deseos de hacerlo, me sentía increíblemente bien paseando con ella en total silencio.
Pero ella empezó a hablar:
— Hoy hace ocho días…
— ¿De qué?
— No sabía… no tenía la menor idea de adonde viajaría. No respondí.
— Ah, es tan hermoso–exclamó ella y estrechó mi mano.
Me sentí atraído hacia ella, hubiera querido abrazarla, besarla en los ojos.
— ¿Sí? — pregunté en cambio, muy quedo.
Guardó silencio, bastante seria.
Habíamos llegado a la casita construida junto al faro, ahí terminaba el camino, debíamos regresar. Un camino estrecho ascendía por la colina. Dudé.
— Venga–dije.
Nos aproximábamos a la iglesia que ahora teníamos a la vista. Hacía mucho calor. Pasé el brazo por el cuello de Friederike, tenía que estar muy cerca de mí para no resbalar. Acaricié sus tibias mejillas.
— ¿Por qué no supimos nada de usted en todo este tiempo? —preguntó de repente-, yo al menos–añadió, volviéndose hacia mí.
— ¿Por qué? — repetí extrañado.
— ¡Pues sí!
— ¿Pero cómo hubiera podido?
— Ah, por eso–dijo-, ¿Se sintió ofendido?
Estaba demasiado sorprendido para contestar algo.
— Bueno, ¿qué fue lo que pensó?
— Lo que…
— Sí… o qué, ¿ya no se acuerda? — Claro, me acuerdo, ¿por qué habla ahora de eso? — Quería preguntarle desde hace mucho. — Bueno, pues hable–contesté muy alterado.
— Lo tomó por un capricho… ¡seguro que sí! — añadió acaloradamente, como si notara que yo iba a responder algo-, pero le aseguro que no fue así. En ese año sufrí más de lo que un hombre puede imaginar.
— ¿En cuál?
— Pues… cuando estuvo con nosotros… ¿por qué pregunta eso?… pero ¿por qué le cuento todo esto? La sujeté del brazo.
— Cuente… se lo pido… la quiero.
— Yo también te quiero–gritó de pronto, tomó mis manos y las besó-, siempre, siempre.
— Sigue contando, por favor, todo, todo… Habló mientras caminábamos contra el sol:
— Al principio me dije «es un niño, lo quiero como una madre», pero mientras más se acercaba el momento de tu partida… — se interrumpió un instante, luego continuó-: y finalmente llegó el momento. No quería ir a tu cuarto, no sé qué me impulsó a hacerlo. Y al estar contigo quise besarte, pero…
— Sigue, sigue.
— Y de pronto te dije que debías irte, lloraste, todo fue una comedia, ¿no es así? — No te entiendo.
— Eso he pensado todo el tiempo. Quise escribirte, pero, ¿para qué?… es decir… te corrí porque… de pronto tuve miedo.
— Eso lo sé.
— Si lo sabías, ¿por qué nunca volví a saber de ti? — gritó exaltada. — ¿De qué tuviste miedo? — Creí que alguien se acercaba. — ¿Creíste eso?, ¿por qué?
— Me pareció escuchar pasos en el pasillo. Eso fue. ¡Pasos!, pensé que sería él… entonces el pánico se apoderó de mí, hubiera sido horrible que él, no, no, no quiero ni pensarlo. Pero no había nadie. Nadie. Él no regresó hasta la noche, mucho, mucho tiempo después de que te fueras.
Mientras contaba esto sentí que algo despeñaba en mi interior. Cuando terminó, la vi como si le preguntara "¿quién eres?». Me volví hacia el puerto, involuntariamente, y vi brillar la vela de nuestro bote. ¿Cuánto tiempo ha pasaDo?, pensé. Llegué con una mujer a la que amaba y ahora veo a una extraña a mi lado. También me era imposible decir palabra. Ella apenas se daba cuenta, estrechaba mi brazo, creyendo que se trataba de un silencio afectuoso. Yo pensaba en él. ¡Así es que nunca le dijo! Ella no lo sabe, nunca supo que él la vio tendida a mis pies.
Se alejó de la puerta y regresó muy tarde… muchas horas después ¡y no le dijo nada! Siguió viviendo a su lado todos estos años, sin delatarse en una palabra. ¡La perdonó, y ella nunca lo supo!
Estábamos cerca de la iglesia, a unos diez pasos. Ahí se bifurcaba un camino que debía llevar al pueblo. Lo propuse. Ella me siguió.
— Dame la mano–me dijo. Se la di sin verla.
— ¿Qué tienes?
No podía contestar y me limité a apretar su mano con fuerza. Esto pareció tranquilizarla.
— Es una lástima que no hayamos visitado la iglesia–dije después sólo por tener algo de qué hablar. — ¡Pasamos sin verla! —ella se rió. — ¿Desea regresar? — le pregunté.
— No, me alegro de volver pronto al barco. Deberíamos hacer una excursión en velero, sin ese hombre. — No sé velear.
— Ah–dijo y guardó silencio, como sí recordara algo que no quería decir. No le pregunté. Llegamos pronto al puente de desembarco. El bote estaba listo. Los niños que nos saludaron al llegar volvieron a aparecer. Nos vieron con grandes ojos azules. Partimos. El mar estaba más calmado, al cerrar los ojos apenas se sentía el desplazamiento.
— Acuéstese a lo largo–dijo Friederike y me tendí en el fondo del bote, apoyando mi cabeza en su regazo. Me gustó no tener que verla a la cara. Ella habló y fue como si su voz resonara muy lejos. Entendí todo y sin embargo pude continuar pensando.
Ella me produjo escalofríos.
— ¿Vamos al mar hoy en la noche? — preguntó.
Era como si algo fantasmal se desprendiera de ella.
— Vamos al mar hoy en la noche–repitió despacio-, en un bote de remos. Remar sí sabes.
— Sí–dije, estremecido ante el profundo perdón que la rodeaba silenciosamente, sin que ella lo supiera.
— Nos dejaremos mecer por el mar y estaremos solos, ¿por qué no hablas?
— Soy feliz–dije.
Me pareció escalofriante el mudo destino que ella vivía desde hacía tantos años, sin siquiera suponerlo. Nos deslizábamos.
Por un segundo pasó por mi mente la idea de decírselo. Deshazte de esta maldición, díselo y volverá a ser para ti una mujer como las otras. Pero no debía. Seguimos navegando.
Salté del bote y la ayudé a subir;
— El niño ya debe extrañarme. Debo apresurarme. Ahora déjame sola. La playa estaba animada. Noté que algunas personas nos observaban. — A las nueve, hoy en la noche–dijo-, pero ¿qué te pasa? — Soy muy feliz.
— Hoy en la noche, a las nueve estaré contigo aquí en la playa. ¡Hasta luego! — y se fue de prisa.
— ¡Hasta luego! — dije y me quedé inmóvil. No la volveré a ver.
Mientras escribo estas líneas ya estoy lejos, más lejos a cada segundo. Escribo en el compartimiento del tren que me aleja segundo tras segundo de Copenhague. Ahora son precisamente las nueve. Ella está en la playa y me espera. Al cerrar los ojos puedo ver su figura pasar frente a mí. Pero no es una mujer quien camina por la orilla en penumbra: es una sombra.