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El espinazo de la Sierra Madre occidental, en el estado mexicano de Jalisco, era un territorio abrupto de extraordinaria belleza, con elevaciones de hasta dos mil quinientos metros, estrechas mesetas, profundos cañones serpenteados por ríos salvajes, escasas sendas de comunicación y una vida propia, aislada, un mundo dentro de otro mundo.
Tierras de los huicholes.
Anclados en el pasado con un presente del que parecían no formar parte.
En las zonas altas de las sierras, el frío era tan brutal como el calor en las zonas bajas. La dificultad de los accesos hacía que se necesitasen todoterrenos para desplazarse, y en muchos casos ni siquiera ellos podían con las quebradas de los caminos; por eso aquí y allá aparecían pistas para el aterrizaje y despegue de avionetas, necesarias en casos de emergencia. Con la leña como principal combustible, gasolina para alimentar unas pocas plantas eléctricas, el agua extraída de pozos, apenas servicios médicos y escuelas, salvo las de Primaria o, como mucho, hasta la Pre paratoria en algunos centros privilegiados, los huicholes formaban una comunidad autóctona integrada por unas veintidós mil personas repartidas en cinco comunidades integrada por unas veintidós mil personas repartidas en cinco comunidades autónomas entre el norte de Jalisco y parte de Nayarit, Zacatecas y Durango. Hablaban lenguas como el náhuatl, el pima, el yaqui o la cora y el tepehuano. Se habían mantenido puros desde antes de la conquista de los españoles. Y. esa pureza, arropada por sus difíciles condiciones de vida, no tan sólo atendía a sus raíces, sino también a su espiritualidad y cosmogonía.
El pueblo huichol, o wirrárica según su lengua, podía detener el viento y llamar a la lluvia y el sol, porque sus rituales de hechicería eran la base de todo su ser. Los rituales más antiguos se producían en los mitotes, ceremonias religiosas en las que bailaban y hacían movimientos mágicos para activar la energía vital, para agitar la vida, el kipuri. Los huicholes no veían en la imagen de Dios al creador de la vida, sino que éste formaba parte del cosmos. A las fuerzas que gobernaban la vida las llamaban hermanos. El Abuelo Fuego: Tatevari; la Madre Agua: Tatiei Matinieri; el Bisabuelo Cola de Venado: Tamatz Kayaumari. Todas eran encarnaciones de las fuerzas de la naturaleza, la energía que fluía en el universo y su relación con este mundo mágico.
Gobernados por una casta de chamanes, brujos con su halo de misterio y guerreros que en el pasado libraron imponentes batallas en el ámbito de lo sobrenatural, los huicholes resolvían los problemas mundanos según sus códigos y siempre de acuerdo a la hechicería y el poder de las plantas alucinógenas. El gobernador era el Maraka-me, «el que sabe», y los nuevos chamanes eran los Mate-wame, «los que van a saber». Así se mantenía el linaje, los conocimientos. Ni la presencia de la religión católica desde la conquista había podido cambiar su ancestral mundo, colgado de sus montañas, siempre aislado y protegido por lo apartado de sus tierras aun hallándose dentro de un mundo sin distancias.
Todo esto se lo había contado Joa a David la noche anterior, en el hotelito de Cancún, y a lo largo del viaje desde la capital de la riviera maya hasta México DF y desde ahí hasta Guadalajara, donde alquilaron el todoterreno que les conducía por aquel paraje ignoto. Todo esto y la historia de amor de sus padres, para que él entendiera de qué forma se había producido.
– Las hijas de las tormentas nacieron en lugares remotos -David rompió el silencio en aquel atardecer silencioso.
– ¿Una forma de protegerlas?
– Son especiales, ya te lo dije. La mayoría ha desarrollado vinculaciones artísticas. No han pasado desapercibidas.
– ¿Y por qué no se vincularon con temas científicos? Según tú son antenas vivas, recolectoras de información.
– Quizá esto pruebe que ellos son pacíficos -David apuntó al cielo-, aunque para nosotros es más que evidente que lo son; no necesitamos pruebas.
– ¿Seguro que no saben nada de lo que va a suceder ni dónde?
– Hemos hablado con todas. Aparentemente son mujeres normales, hacen su vida.
– ¿Y si están programadas para algo?
– Tú eres la hija de una de ellas. ¿Cómo te sientes?
– Mi mitad humana me dice que normal -fue tajante aunque al decirlo se agitó incómoda en su asiento.
David detuvo el coche en una encrucijada. No tuvo que preguntar nada. Joa estudió el mapa del territorio hui-chole por enésima vez.
– Por aquí -señaló a su izquierda.
– Creía que sabrías de memoria el camino.
– ¿Tú has visto esto? -abarcó el paisaje, brutal, intenso, arbolado a veces y desértico otras-. La última vez que estuve en estas tierras era una niña y mi padre se ocupó de todo. Apenas si recuerdo nada y, sin embargo, en el fondo es como si hubiera nacido aquí, como si nunca me hubiese ido. Es igual que formar parte de algo sin ser consciente de ello. Mi madre me hablaba de las costumbres, las leyendas.
– Cuéntame una.
– Mi favorita era la de la Madre del Maíz -esbozó una tímida sonrisa ella-. Cambió su forma de paloma y adoptó la humana para presentarle a un muchacho sus cinco hijas, símbolos de los cinco colores sagrados del maíz: blanco, rojo, moteado, azul y amarillo. Como el chico tenía hambre, la Madre del Maíz le dio una olla llena de tortitas y una jicara con atole. El joven no creía que esto pudiera acabar con su apetito, pero descubrió que las tortitas y el atole nunca se terminaban. Por último, cuando la Madre del Maíz le pidió que escogiera a una de sus hijas, él se inclinó por la del Maíz Azul, que era la más bella y sagrada de todas.
– Me has dicho que tu abuela es una poderosa chamán.
– Sí. Domina todo lo concerniente a hierbas, hongos alucinógenos, rituales de magia y espiritismo…
– ¿Crees en eso?
– He visto cosas que te asombrarían. Y eso que era una niña.
– ¿No preparó a tu madre para que también fuera una chamán?
– Mi madre desarrolló otras cualidades. Mi abuela siempre supo que era distinta. La instruyó, pero de alguna forma sabía que no pertenecía al mundo huichole. Al aparecer mi padre y llevársela…
– ¿Nunca ha salido de aquí?
– No.
– ¿Y si ha muerto y no lo sabéis?
– No, eso no es posible. Se habrían puesto en contacto con nosotros. Vive sola, no tiene a nadie, pero forma parte de una comunidad y se sabe que tiene una familia en España.
– No me has dicho cómo se llama.
– En nombre mexicano, Lucía. En náhuatl, Wayanka-we, que significa Mujer Oscura.
– ¿Tenía tu madre nombre náhuatl?
– Se llamaba Kaewaka, Hija del Rayo. A mí me gustaba mucho, pero siempre la llamé por el suyo habitual, María.
– ¿Tienes tú un nombre náhuatl?
– Sí -rehuyó su mirada.
– ¿No quieres decírmelo?
– No.
– Vale.
– Mira -Joa señaló al frente.
Eran los primeros huicholes que veían: los hombres con sus huerrukis, calzones largos de manta bordados en la parte inferior con diseños simbólicos en punto de cruz; la katuni, camisa larga abierta por los lados y sujeta a la cintura con el juayane, una faja ancha y gruesa hecha de lana o estambre; y como remate, el kuchuri, un morral tejido o bordado cruzado al hombro, con la tubarra, un pañolón anudado al cuello y el rupurero, el sombrero hecho de palmas y con adornos de flores, espinas, plumas o chaquiras. Las mujeres en cambio usaban ropas menos vistosas, un kutumi o blusa corta hasta la cintura; una ihui, falda con un borde inferior lleno de bordados, como la blusa; y un ricuri como tocado para la cabeza, formado por dos cuadros de manta blanca igualmente bordados.
David se quedó mirándolos con los ojos muy abiertos hasta que los rebasó con el vehículo.
Habían salido con el coche alquilado en el aeropuerto de Guadalajara, la capital de Jalisco, en dirección norte, adentrándose en el estado de Zacatecas a través de la cincuenta, kilómetros de carretera ni el madrugón de la mañana para tomar el primer vuelo hacia México DF desde Cancún hacían mella en ellos en ese momento. Para Joa era un regreso; para David, un universo desconocido. Había cierta emoción en los dos. Sierra de Guajolotes. La ruta 23 atravesaba escasas ciudades, García de la Cadena, Teúl de González Ortega, Tepechitlán, Tlaltenango de Sánchez Román y Momax, antes de retornar al estado de Jalisco por el norte, una zona aparentemente desgajada de su núcleo central. Dejaron atrás Totatiche, Temastián y Villa Guerrero para descender hacia el sur en dirección a Bolaños, la puerta de las tierras huicholes por el este. El último tramo de carretera lo hicieron bajo el suave sol de media tarde. Ni el cansancio por los doscientos
Apenas si hablaron más hasta llegar a Bolaños, siguiendo un rápido descenso hacia el fondo del cañón del río del mismo nombre. Cruzaron el puente colgante de los Dos Mundos, llamado así porque unía el mundo hispánico con el indígena, y Joa, que era la que conducía el coche en el tramo final, se detuvo en el corazón de la ciudad, con la iglesia inacabada de San Antonio al frente. Allí apagó el motor.
David se sorprendió por su gesto.
– ¿Quieres quedarte a dormir aquí para seguir mañana más descansados a las montañas?
– No.
– ¿Entonces por qué paramos? Creía que querías llegar antes de la noche.
– Tú te bajas.
– ¿Cómo dices?
– Mi abuela no se sentirá cómoda si te ve conmigo. Me hará preguntas. Y no entenderá que le diga que somos amigos, que me proteges o que me acompañas. Por lo tanto, debo ir sola.
– ¿Y si…?
– Nadie me encontrará aquí, descuida -lo tranquilizó-. Estoy con la gente de mi madre. Nadie llega a las tierras huicholes sin que se sepa. Es más, yo puedo pasar, soy hija de una de ellos. Tú necesitarías un permiso especial. Esto no es turístico con vía libre. Es una comunidad indígena protegida. Así que vas a quedarte aquí. Bolaños es una antigua ciudad minera. Te gustará, aunque tampoco hay mucho que ver, lo reconozco. Tienes tres hoteles: el Familiar, el Real de Bolaños y el Jalisco. Son sencillos, pero están bien. Para comer, el mismo Real de Bolaños o La Palapa de Enrique Pinedo. Si quieres emociones fuertes, puedes hacer rafting o rappd.
– ¿Cuántos días vas a tardar?
– No lo sé. Dos, tres, cuatro… No lo sé, David. Necesito algo más que hablar con mi abuela.
– ¿Qué necesitas?
No le respondió, y él tampoco insistió. Estaba aprendiendo a respetar sus silencios, sus misterios. Vaciló un momento más antes de rendirse y descender del todoterreno comprendiendo su razonamiento. Recogió su maleta de la parte de atrás y volvió hasta ella por el lado de su ventanilla.
– Cuídate -le pidió con algo más que vehemencia en la voz.
– Y tú diviértete -bromeó Joa.
– ¿Podrás llamarme al móvil?
– Si hay cobertura, sí. No lo sé. La última emoción.
– Por favor, vuelve.
– Volveré.
No supieron qué hacer, si darse la mano, un beso en la mejilla, algo, simplemente tocarse.
Ella puso el coche en marcha y eso fue todo.
Oscureció demasiado rápido. Llegó a tener miedo. Los kilómetros finales, desde Tuxpán de Bolaños, a treinta y siete kilómetros de Bolaños, hacia Mesa Ratontita y la Barranca del Tule, ya en dirección norte, fueron tensos. Allí no había carreteras. Allí la montaña era una trampa incesante. La oscuridad se abatió sobre el coche como una fría losa, y sabía que, si se despeñaba por uno de aquellos cortantes, nunca la encontrarían. Le había prometido a David que volvería. Pensar que la zona turística de Puerto Vallaría estaba tan cerca, al otro lado de la Sierra Madre en dirección sudeste, la sacudió por lo relativo de la vida. Llegó a temer perderse.
Pero en cada rompiente, en cada cruce de sendas milenarias, en cada momento, su instinto le dijo qué camino seguir o qué rumbo tomar. La rabia del día anterior había salvado a David de la muerte, al apartar la pistola de la mano de Nicolás Mayoral. Ahora, por el contrario, lo que la guiaba era una especie de paz que iba en aumento, aunque no por ello su miedo menguó. Cuando los dos se equilibraron se sintió fuerte. Miedo con conciencia. Paz con respeto. Volvía a casa, sola, años después. Si hay puntos en las subidas y bajadas de la vida con una especial relevancia, éste era uno de ellos. Jamás hubiera imaginado regresar de aquella forma.
Es más, al desaparecer su madre, creyó que su nexo con sus raíces huicholes se había perdido para siempre.
No había querido volver a pensar en su reacción del día anterior. David tampoco le había vuelto a preguntar. Ahora sí lo hizo. Por segunda vez recordó con fuerte intensidad aquellas palabras del juez en su primera visita: «posiblemente posea poderes, mentales y físicos, que ni siquiera conoce».
Los tenía.
Y no se sorprendía.
Le molestaba reconocerlo, aceptarlo, pero no le sorprendía, aunque se hubiese peleado con David al repetírselo él.
Poderes desconocidos.
¿Cuáles?
¿Acaso su madre no había sido a sus ojos una mujer normal y corriente?
Las preguntas, de pronto, la bombardearon.
¿De cuánto tiempo disponía? ¿Era realmente la fecha del 21 al 23 de diciembre la decisiva, coincidiendo con el fin del Quinto Sol maya y el nacimiento de una nueva era, y por esa razón todo se había acelerado, o se trataba de una casualidad? ¿Qué papel jugaban las hijas de las tormentas en todo ello? ¿Quién más estaba detrás de lo que sucedía y tenía a su padre, en el supuesto de que alguien lo hubiese secuestrado como así parecía? ¿Por qué se estremecía cada vez que miraba aquellos papeles y dibujos, como si estuviese cerca de algo que no sabía ver?
¿Por qué no había tocado a David?
Esta última pregunta la inquietó, la hizo sonreír, la hizo pensar.
Apenas si le conocía, apenas si había empezado a confiar en él, pero estaban juntos. La noche pasada, en Cancún, habían hablado como una pareja más en uno de los corazones turísticos del Caribe, aunque su conversación no tuviera nada de romántica. El camarero que les sirvió la cena los tomó por novios, o recién casados aunque no llevasen anillos. Ella se puso roja.
Y al separarse en Bolaños se habían comportado como dos tontos, inseguros, tímidos.
Ella acababa de conocerle, pero él hacía años que la seguía.
¿Establecía eso algo más que un nexo?
Ni siquiera se dio cuenta de que estaba en su tierra, en casa, hasta que los faros del coche iluminaron el quebrado rótulo de madera que anunciaba el pueblo.
Suspiró.
Cubrió la última distancia. Algunas personas se asomaron a la puerta de las casas, sorprendidas por su presencia allí. No había luces, probablemente muchos ya durmieran. Alguna vela, alguna lámpara de petróleo, poco más. Las construcciones eran muy sencillas, de adobe y piedras recubiertas de lodo y techos de paja. La abuela vivía a las afueras, hacia el oeste, en un tipi. No tuvo problemas en orientarse porque allí el tiempo se había detenido. Todo estaba igual. Ningún niño echó a correr tras el todoterreno porque era de noche. La loma se elevó de pronto y ya no pudo continuar. Arriba, contra el cielo tachonado de estrellas y una hermosa luna creciente, se recortaron las tres casas más alejadas del centro.
Una de ellas era la suya.
– Abuela…
No recogió la bolsa de viaje. Sólo apagó el motor y las luces. Echó a correr, loma arriba, más y más excitada con cada paso. Tenía ganas de gritar, y de llorar, pero no hizo ninguna de las dos cosas. Cuando irrumpió en el tipi se sintió desfallecer.
– ¡Abuela!
La cabaña estaba vacía.
Salió al exterior y se estremeció por el frío de la noche. No se había percibido de él hasta ese instante. Por entre las sombras vio acercarse la diminuta figura de una mujer, una anciana de cabello blanco. Sabía que no era su abuela porque el tamaño de ésta era mayor que el de la aparecida, pero aun así dudó. Después de tantos años… ¿Cómo la habría tratado la vida? Para ella jamás tuvo una edad. Ni siquiera recordaba cuántos años tenía.
Cuando la anciana se detuvo delante, sus ojos se dilataron.
Alzó una mano en dirección a su rostro.
– Kaewaka… -musitó. Joa reconoció a la vieja Tamari.
– No soy Kaewaka -le respondió con dulzura-. Soy su hija.
– Tía huala chantli.
– Tamari, nunca aprendí el náhuatl.
– Has vuelto a casa -lo repitió en español.
– ¿Dónde está mi abuela?
La anciana señaló en dirección a la oscuridad.
– Montaña de la Luna -dijo-. Lleva dos noches fuera.
– ¿Cuándo regresará?
Tamari le acarició las mejillas. La tomó de las manos. Sonreía con la expresión de bondad de quien recibe un regalo inesperado.
– Descansa -se encogió de hombros-. Hoy ya es tarde. Sé bienvenida.
Allí el tiempo no existía.
Aunque ella lo llevase encima, con caracteres de urgencia.
Diez minutos después, tapada hasta las orejas para superar el frío, y bajo dos mantas, cerraba los ojos en el duro jergón utilizado por su abuela desde el inicio de los tiempos.
Una noche sin sueños. Ni buenos ni malos. Sin sueños. Despertó al amanecer, a causa del silencio. El silencio podía ser en ocasiones más ensordecedor que una explosión. En las tierras de los huicholes se trataba de un silencio denso, profundo, como si el aislamiento también lo convirtiera en algo primitivo, trasladado del pasado al presente. Se levantó, se vistió, se protegió con un jersey y salió al exterior para contemplar las diseminadas casas del pueblo desde lo alto de la loma. Ahora sí, al todoterreno lo rodeaban dos docenas de niños y niñas de mirada absorta. Miradas que se desplazaron en su dirección al aparecer a la puerta del tipi. No se acercaron a ella. Respetaron su soledad. El pueblo entero sabía que estaba allí, pero nadie le diría nada hasta que no se reencontrara con la abuela Wayankawe. Por lo que recordaba, todo seguía igual, una estampa detenida en el tiempo.
Desayunó y tomó la senda de la Montaña de la Luna,a pie.
No fue un paseo muy largo. A los quince minutos, a lo lejos, recortada contra la falda de una encrespada falla, la vio caminar de regreso al pueblo.
Su abuela Lucía.
Wayankawe.
Echó a correr al reconocerla. Andaba encorvada por el peso o la presencia de un saco colgado de su espalda, con la vista fija en el suelo. A menos de diez metros Joa se detuvo, el corazón a mil, la respiración agitada, el pulso acelerado. Esperó que la anciana notara su presencia y levantara la vista.
Al hacerlo, sus ojos se encontraron.
Había emoción en los de su nieta.
Serenidad en los suyos.
– Abuela…
Sus palabras la sorprendieron.
– Te estaba esperando, Akowa.
No contestó. No le preguntó todavía por qué. Quizá todo estuviera escrito. Por algo era chamán. Quedaron una frente a otra hasta que Joa la abrazó con fuerza y la mujer se dejó querer, ahogar por aquella aplastante ternura. Al separarse sonreía y en sus pupilas brillaron un millar de luces cargadas de amor. Lo mismo que la vieja Tamari la noche pasada, su abuela le acarició el rostro y la bendijo con su tacto.
Olía a tierra, a lluvia.
– Eres tan idéntica a tu madre cuando se marchó de aquí.
Ahora sí le hizo la pregunta:
– ¿Por qué dices que me esperabas?
– Me lo dijo el viento.
– ¿Te dijo que vendría?
– Vi a tu padre, en un barco que volaba. No tenía ojos.
– ¿Dónde le viste, en un sueño?
– No, al comunicarme con los espíritus. ¿Dónde está él?
– No lo sé, abuela. Quizá con mamá. La mujer bajó la cabeza. Dejó el saco en el suelo. Joa descubrió que estaba lleno de hierbas y plantas. Acto seguido buscó una piedra y se sentó en ella. Su nieta la imitó. Quedaron frente a frente inundándose de miradas a la búsqueda del tiempo perdido. Por cada arruga de aquel rostro tal vez centenario surcaba la historia de una forma tan hermosa como implacable. Joa tomó sus manos para no caer. Necesitaba el contacto de aquellos dedos ásperos. Su abuela llevaba la cabeza descubierta, con las hebras de plata hirsutas y largas hasta los hombros a pesar de la cinta que formaba una cola a la altura de la nuca.
– Él no está con ella -susurró reflexiva.
– ¿Cómo lo sabes?
– No les pertenece.
– ¿Hablas de los que trajeron a mamá hasta ti?
– Sí.
– ¿Quiénes son?
La anciana miró el cielo.
– Me regalaron lo que tanto había deseado -mantuvo su tono reflexivo.
– Abuela, he venido hasta aquí para que me lo cuentes todo.
– ¿Todo?
– ¡Necesito saber la verdad, mis orígenes, cómo llegó mamá hasta ti, cómo era!
Seguía mirando el cielo. Su rostro irradiaba luz. Un universo entero acotado en aquella superficie arada por la mano de un dios paciente.
– El tiempo se acaba, Akowa.
– ¿Qué tiempo?
– Ellas han de regresar.
Joa bajó la cabeza. No siempre le había resultado fácil hablar con su abuela. Las cosas no parecían haber cambiado mucho.
– Abuela, por favor… -se le llenaron los ojos de lágrimas.
– ¡Sssh…!
La abrazó y, cuando su nieta se arrebujó en sus brazos, arrodillada en tierra, le acarició la cabeza mientras la besaba.
De alguna parte surgió una bocanada de aire. Las envolvió en un torbellino de polvo. Y cesó.
Allí todo parecía mágico. No lo era, pero lo parecía.
Joa cerró los ojos para que las lágrimas no la sorprendieran. Sintió cómo las dos primeras gotas resbalaban por sus mejillas abriendo estelas húmedas en su piel. La voz de su abuela llegó hasta ella envuelta en el manto de una letanía indescifrable.
– Aya e katlapaxe'a uahuac nihaya…
Luego la recordó de pronto.
La nana con la que solía arroparla por las noches cada vez que dormía a su lado en el tipi.
Vestida como una huichole, se convirtió en el centro de la atención del pueblo durante la mañana, a su regreso de la montaña.
Esta vez sí, fueron a verla, a recordarla, a presentarle su cariño y a merecer su respeto. Joa llevaba una preciosa kutumi y una ihui larga hasta los pies, las dos con bordados inspirados en la naturaleza de los huicholes, águilas bicéfalas, ardillas, venados, la flor de loto de ocho pétalos, uno de sus símbolos más míticos, y por supuesto serpientes, símbolo del agua. La abuela también le había dado adornos de chaquira, un pectoral y dos brazaletes. Los hombres la admiraban, sobre todo los jóvenes. Las mujeres asentían con la cabeza. Hablaban náhuatl. Lo único que deseaba ella era quedarse sola con su abuela. Pero debía cumplir los rituales. Regresaba la nieta, la hija de Kaewaka. El pueblo estaba de fiesta. Algo rompía por unas horas su eterna complacencia.
Después, la comida.
Joa pensó en David, en su primer día solo en Bolaños.
Inesperadamente le echaba de menos.
¿Era posible que se sintiese segura a su lado? ¿Ella?
No fue hasta después de la comida cuando, por fin, quedaron liberadas de la fiesta popular. Entonces se sentaron a las puertas del tipi.
Y su abuela abrió las compuertas de su ansiedad.
– ¿Qué quieres saber?
– Todo.
– Hay preguntas que no tienen respuestas, y respuestas que no encuentran la pregunta adecuada.
– ¿Por qué no me hablas del comienzo, de cómo llegó mamá hasta ti?
– La Gran Tormenta me la trajo -alzó las cejas con admiración-. Era mi mayor deseo, lo único que día tras día y noche tras noche les pedía a los espíritus, y mucho más tras la muerte de tu abuelo. El día que la encontré yo salí a buscarla.
– ¿Saliste a buscarla?
– Escuché su voz, en la distancia. La tormenta había roto el cielo y machacado la tierra. No hubo ninguna igual antes de ella, ni hubo otra después. Se escuchaban los gritos de las nubes, el alarido de los rayos, el rugir de las aguas surcando las montañas en su camino hacia las zonas bajas. La vida brotaba por encima de la naturaleza. Pero por entre ese caos yo la oí a ella, como te escucho a ti ahora. Salí de aquí y simplemente seguí su eco. Cuando llegué a su lado, me sonrió y eso fue todo.
– Siempre creí que alguien la abandonó.
– ¿Te contaron eso?
– Sí.
– Mantuve a tu madre aquí, en secreto, hasta que fue mía por derecho de corazón. Nadie podía ya arrebatármela. Tenemos nuestras propias leyes. Somos huicholes. Pero tu madre era un misterio. Nació de la tormenta, no en la tormenta. La llamé Hija del Rayo. Su presencia también fue una luz celestial, como la que deja él cuando cabalga por el cielo barriendo las sombras -posó en ella la cansada dulzura de sus ojos y agregó-: No, Akowa, no la abandonaron. Nadie pudo abandonarla en la montaña. Nadie habría resistido la furia de aquella tormenta. Vino del cielo.
Vino del cielo.
– ¿Qué pasó al crecer?
– Era diferente. Siempre lo fue, desde muy pequeña. Aprendía todo rápido. Habló y caminó antes que las demás. Adquirió conocimientos extraordinarios. Hablaba con los animales…
– ¿Hablaba con ellos?
– La entendían. Una vez, a los siete años, un águila se posó a su lado mientras dormía. Yo me quedé aterrada. Le arrojé una piedra pero el águila me miró, inmóvil, de forma muy fija, y no tuve fuerzas para echarle otra. Debió de transcurrir una hora, quizá más, hasta que Kaewaka despertó. Entonces miró al águila, sin miedo, le dijo algo que nunca escuché y ella alzó el vuelo hasta perderse en el cielo.
– ¿Y eso qué prueba?
– Vienes de otra tierra, Akowa -movió la cabeza de lado a lado la anciana-. Perteneces a dos mundos, pero ahora el que te domina es el de allí.
– Quiero saber quién soy.
– Lo sabrás cuando llegue el momento.
– ¡No puedo esperar! ¡He de encontrar a papá! ¡La estaba buscando!
– Ella está aqui -su abuela puso un dedo en su frente.
– No -protestó con disgusto-. Tú vives con los espíritus, pero yo necesito la realidad.
– Hay un punto en el que todo se encuentra.
– ¿Cuál es?
– Puedes ir a su encuentro.
– ¿Te refieres a… tomar… algo? -no se atrevió a pronunciar la palabra «droga».
– Para el mundo occidental las drogas son una perversión -ella sí lo hizo-. Para nosotros son la llave de la realidad, la conexión con el inframundo oculto.
No podía creerla, y sin embargo…
La conexión.
¿Acaso no era lo que había ido a buscar? Cerró los ojos y trató de reordenar sus ideas.
– ¿Mamá tenía algún poder?
– Sí.
– ¿Qué clase de poder?
– Curaba con la voz, con las manos, con la mirada.
– ¿Curaba?
– Sí -subió y bajó la cabeza con determinación.
– Hace dos días aparté un arma de la mano de un hombre con la vista, sólo porque me sentí dominada por la rabia.
– La rabia es el desorden. Tú puedes hacer lo mismo sin ella, consiguiendo dirigir tu energía. Tu mente posee dones que vienen de las estrellas.
– No puede ser…
– Kaewaka veía sin mirar, sentía sin tocar, hablaba sin hablar.
– ¡Pero eso es aterrador!
– Eso es un don, y los dones se agradecen -la corrigió-. Tú tienes el corazón noble, como lo tenía ella. No has de sentir miedo por ser diferente. El miedo deberían tenerlo aquellos que carecen de espíritu para alcanzar su propia esencia más allá de su naturaleza humana. Los dones sólo son una parte del total, depende de cómo se empleen para que sean buenos o malos.
– Yo quería hacer daño a ese hombre. Además de desviar su arma, lo empujé sin tocarlo. Pude haberle matado.
– ¿Quería hacerte daño él a ti?
– Sí.
– Tu madre una vez caminó por el aire.
– Eso no es posible -se quedó sin aliento.
– Amaba a todas las formas vivas de la creación. Se encontró una serpiente inesperadamente y ya tenía su pie en alto, incapaz de detenerse, dispuesta a pisarla o dejarse morder. Fue todo muy rápido. El animal con las fauces abiertas y el veneno en los colmillos. Tu madre frente a su muerte o la de la serpiente. Entonces se levantó del suelo, dio tres pasos por encima y descendió. Fue muy hermoso.
– ¿Mamá… levitó?
– Todo está aquí, Akowa -volvió a tocarle la frente con los dedos de su mano derecha.
Se preguntó cuánto habría de verdad o fantasía en las palabras de la anciana.
La forma en que se había deshecho de Nicolás Mayoral la hizo derrumbarse.
Aquello no había sido ninguna fantasía.
– ¿Qué llevaba mamá cuando la encontraste? -preguntó de pronto.
– Estaba desnuda, en el suelo, aunque tenía una cosa en la mano.
– ¿Una cosa?
Su abuela se levantó. Entró en el tipi y salió a los cinco segundos. Le entregó una pequeña piedra, más bien un cristal, ovalado, de color rojo. No parecía de ninguna materia conocida, porque era tan liviana como una pluma.
– ¿Qué es?
– Nunca lo supimos.
– ¿Puedo…?
– Sí -la invitó a quedársela.
La apretó en la palma de su mano derecha. Más que sentirla, fue como si desapareciera, desvanecida por su contacto. Tuvo que abrirla de nuevo para comprobar que siguiera allí.
Jamás había visto un rojo tan puro.
Sintió deseos de llorar. Romperse.
No lo hizo porque su abuela le dijo de pronto:
– Ahora, dime, Akowa, ¿quieres hablar con tu madre? Porque has venido a eso, ¿verdad?
El segundo amanecer fue menos luminoso. Una capa de nubes bajas cubría las tierras que envolvían las montañas, de forma que ellos parecían estar en el cielo, envueltos por una alfombra de tupido algodón blanco posada casi a sus pies. Pero por encima de sus cabezas no brillaba el sol, sino una neblina no menos blanquinosa y fría.
Cuando Joa buscó a su abuela la encontró de espaldas al tipi.
En trance.
Llegó a su lado y, por un momento, sintió miedo. La mujer tenía la espalda recta, la cabeza orientada al sol y los ojos literalmente en blanco. Detuvo su acción de llamarla y se limitó a comprobar que respirase. Una vez más tranquila, se sentó a unos metros y la contempló.
Recordaba haberla visto en trance en otras ocasiones lejanas, pero nunca de manera tan intensa como aquélla, en cuclillas, las manos unidas a modo de rezo pero apoyadas en el regazo. Transpiraba emoción, leyenda, misterio. Venía a ser casi como la prueba de que los huicholes eran la etnia mejor preservada de todo México.
Recordó lo hablado el día anterior, a lo largo de aquella tarde decisiva.
Y supo que la vieja Wayankawe se encontraba al otro lado por ella.
Le tenía mucho respeto a lo que iba a hacer. Pero estaba decidida.
Si estuviera allí David tal vez tratase de impedírselo. Discutirían. Había personas con años de amistad o relación sin el menor lazo entre ellas. A otras les bastaban unos días, o unas horas, para que los lazos fueran incluso estrechos.
¿Por qué había soñado aquella noche con él?
¿Era porque estaba sola y necesitaba a alguien?
Se llevó la mano a los ojos. No dejaba de hacerse preguntas. La asolaban a todas horas, en cualquier momento, a traición o de cara. Preguntas y más preguntas, símbolos de sus dudas y de sus miedos.
¿Por qué no estaba examinando los papeles de su padre una vez más?
No, allí no. Realmente era otro mundo, con sus leyes no escritas.
Siguió esperando.
Las nubes se disiparon, los valles se abrieron, la neblina se hizo menos compacta y apareció el sol. Cuando los primeros rayos alcanzaron a su abuela, abrió los ojos.
– Akowa -musitó al verla.
– Bienvenida -le sonrió.
La mujer llenó sus pulmones de aire.
– Los espíritus no saben nada -dijo.
– ¿Has hablado con ellos?
– Sí.
– ¿Qué es lo que no saben?
– Hay una enorme convulsión.
– Entonces he de ser yo la que vaya y lo haga.
– ¿Estás decidida?
– Sí.
– Es peligroso.
– No me importa.
– El mundo entero toma drogas, pero por razones equivocadas y egoístas. No buscan la verdad, sino escapar de ella. Nosotros no tomamos drogas, utilizamos los dones de la madre tierra para ser mejores, purificarnos, dar un salto hacia la luz. Tomar peyote, hongos, sus derivados y sus mezclas milenarias no es un juego, Akowa. Los turistas vienen aquí por ello y son ridículos. Actúan con falsedad. En cambio aquellos que buscan ser uno con su espíritu encuentran.
– No sólo quiero abrir mi mente. Quiero hablar con mi madre, como convinimos ayer. Estoy decidida.
– ¿Y dispuesta?
– ¿Qué necesito?
– ¿Eres lo bastante fuerte?
– Sabes que sí.
– Es un camino sin retorno. Dura tres días. Estarás sola, con tus monstruos, tus fantasmas, tus miedos y recelos.
– ¿Estará mamá?
– Sí, si es lo que quieres.
– Lo quiero.
– ¿Y si lo que ves, lo que escuchas, lo que averiguas, no te gusta?
– Seré fuerte.
– La luz ciega.
– Pero no mata -y agregó agotada-:
Por favor…
– Ayúdame a levantarme.
Acudió a su lado y la tomó de las manos. La abuela se incorporó y movió la cabeza de un lado a otro, para desentumecerse. Ponerse en trance, en su caso, no significaba tomar ningún alucinógeno. Tenía la capacidad, la facultad de adentrarse en sí misma. Cuando le hablaba de tres días de soledad se refería a lo máximo, el límite del cuerpo humano, la gran prueba a la que pocos se sometían, incapaces de aguantar tanto dolor.
Porque la limpieza del alma, la búsqueda de la verdad, y más lo que ella pretendía hacer, era dolorosa.
Como llegar a las puertas de la muerte sin soltar el último ápice de vida, asomarse al más allá y regresar.
– Vamos, debes prepararte -la tomó del brazo.
– ¿Cómo he de hacerlo?
– Esta noche cenarás copiosamente. Tu última comida en tres días. Yo prepararé la mezcla. Ahora debemos buscar las plantas y los hongos. Debes cortarlos tú, con tus manos. Ven.
Caminaron por la montaña. Todo lo que sabía del peyote era lo poco que había estudiado al conocer los orígenes de su madre, que para los huicholes formaba parte de su vida y sus creencias. Tomarlo era como tomar café en el resto del mundo. Y su abuela hablaba de mezclarlo con otras plantas para llevarla mucho más lejos que una simple alucinación ritual. Las seis plantas psicotrópicas más conocidas, en lengua náhuatl, eran la tlápatl, la ololiuhqui, la míxtl, la tzintzintlápatl, la nanácatl y la péyotl, más conocida como peyote. Algunos la llamaban San Pedro, el nombre cristiano del santo que guardaba las puertas del cielo, aunque el San Pedro de hecho era un cactus columnar mucho más grande. El nombre huichole del peyote era hikuri. Crecía en pequeños conjuntos llamados manchas, al amparo de arbustos o plantas con púas protectoras para defenderse de los depredadores y las heladas. Era un cactus pequeño, de color verde grisáceo, cuyas raíces en forma de cono se hundían profundamente en la tierra. De crecimiento lento, precisaban de más de quince años para llegar a su madurez, de ahí que cortar los gajos fuera algo muy delicado para no matar a toda la planta. El diámetro era de dos a quince centímetros, y cada planta podía dar entre cinco y trece gajos o meristemas. Los más buscados eran los que tenían cinco gajos. Se les llamaba «estrellas», porque concentraban de una forma más intensa sus propiedades. Su nombre latino, Lophophora Wiliamsii, significaba «la planta que hace que los ojos se maravillen».
Encontraron uno con siete gajos.
– Toma mi cuchillo -le tendió una vieja hoja de metal-. Y corta como yo te diga.
Se lo indicó, a ras de tierra, para no matar las raíces.
Joa lo hizo despacio, impresionada por lo que estaba iniciando, pero sabiendo que ya no había vuelta atrás.
– De acuerdo -su abuela guardó el peyote-. Vamos, aún nos quedan más plantas que buscar.
Continuaron andando montaña abajo.
Los ojos de la anciana recorrían la tierra desde la distancia, capaces de ver una hormiga en mitad de la nada.
La preparación de la mezcla duró más de dos horas.
Joa la vio cortar, calentar, medir, preparar y hacer las proporciones. Los gajos de peyote quedaron aparte. Sabía que tendría que comerlos. Lo otro, aquella papilla de apariencia cada vez más infecta, era lo que potenciaría el resultado.
Un «viaje» con una dosis baja se llevaba a cabo con una o dos cabezas de peyote. Un viaje con una dosis media se realizaba con un mínimo de tres y un máximo de seis. El viaje largo era a partir de las siete cabezas y podía durar diez horas.
Siete era el número depositado en la mesa. Su abuela le había hablado de tres días. Quizá un infierno.
Cuando la mezcla quedó finalizada la vertió en un cazo. Tenía un color pardo, como de tierra enfangada. Joa sintió una arcada pero no dijo nada. Quedaba la parte más ritual del proceso: el sacrificio. Su abuela salió del tipi y regresó con una gallina. La colocó en sus manos sin decir nada.
Comprendió que tenía que matarla.
Y lo hizo.
Venció otra arcada, sobre todo al ver caer la sangre. No le sorprendió descubrir un atisbo de sonrisa en los labios de la anciana. Pero ella no dijo nada. Se limitó a desplumarla y cocinarla, junto a una gran variedad de platos, tortillas de maíz, frijoles, arroz y agua. Mucha agua.
Para cuando la cena estuvo preparada, anochecía.
– Nos queda una hora de luz -la avisó.
– ¿Será esta noche?
– Sí. Es importante escoger cuidadosamente la hora. El final de la tarde o ya entrada la noche es lo más adecuado.
Joa comió, hasta hartarse, y más.
– No puedo… -hizo un conato de rendición.
– Come.
– Abuela…
– Come -lo dijo sin admitir la menor réplica.
– ¿Es para que esté fuerte?
– Vomitarás esta comida -la voz de la anciana estaba revestida de un climax solemne-. Cuanto más comas, más te limpiarás al vomitarla, porque expulsarás tus demonios, te purificarás. Entonces deberás tomarte el peyote y lo que te he preparado para potenciar su efecto. Siempre es mejor hacerlo en ayunas. Esto no es lo que en tu mundo llamáis «viaje». Es mucho más, Akowa. Esto es el gran tránsito.
– ¿Dónde estarás tú?
– Cerca, pero no a tu lado. El viaje es individual y solitario.
– ¿Tres días?
– Probablemente. Llegado el caso, si no vuelves de tu estado, te ayudaría, no te preocupes.
– ¿Alguien ha muerto con esto?
– No.
– ¿Entonces por qué es peligroso?
– No se teme lo que se ignora. Cuando regreses lo conocerás. Puede que te ayude. Puede que te haga daño. Puede iluminarte o hundirte. Depende de ti, de lo que veas, lo que sientas, lo que interpretes y cómo te lo tomes.
Se terminó lo que tenía en el plato. Estaba a punto de reventar. Incluso temió vomitar aquella enorme ingesta de comida antes de lo anunciado. Al ponerse en pie su abuela le dibujó la cara con trazos simbólicos. Después bailó unos instantes a su alrededor utilizando los muwieris, unos palillos adornados con plumas. Se habría sentido ridicula de no ser porque era descendiente de una huichole, no sanguínea, pero sí de adopción.
Cuando se cree en algo, con firmeza, y esa creencia procede de cientos, miles de años en el pasado, reírse es un sacrilegio.
Por fin, la tomó de la mano.
– Vamos, Akowa.
Recogieron el cazo, el peyote, un tapiz, una manta, una toalla y una vela, y salieron al exterior.
No le preguntó nada. Sabía adonde se dirigían. En la Montaña de la Luna se abrían las cuevas que, en otro tiempo, habían servido de refugio a sus antepasados. No eran profundas, pero sí singulares, de rocas pulidas, vías de agua para beber, al abrigo de fríos o calores, como si contuvieran un microclima único y especial. Un lugar ideal para dejarla sola.
Llegaron con la última luz del día, a un paso de la noche, y se adentraron en una de ellas, escogida de forma deliberada por su abuela. No penetraron mucho en su interior, apenas unos diez metros. No hacía frío, no hacía calor. La mujer prendió la vela, tendió el tapiz en el suelo y dejó el cazo y el peyote encima. Luego colocó la manta doblada, la toalla a un lado y se arrodilló. Joa hizo lo mismo. De los labios de la chamán fluyó una letanía monótona que recitó con las manos extendidas por encima del tapiz, a medio metro de altura. Se inclinó para rozarlo y concluyó el último ritual.
A continuación, ya incorporadas, la condujo hasta uno de los pequeños manantiales que fluían de las paredes de la cueva.
– Desnúdate.
La obedeció. Ya no eran necesarias más preguntas. Se quitó la ropa y su abuela la lavó, con las manos, sólo con agua gélida, cabeza, pecho, vientre, muslos, espalda… Tembló de frío sin llegar a protestar. La toalla era para secarse. También lo hizo la mujer, despacio, frotándole la piel con suavidad para que entrara en calor poco a poco. Su rostro estaba revestido de grave serenidad. Joa volvió a vestirse y regresaron junto al tapiz.
El momento de la verdad.
– Siéntate y prepárate. Piensa en aquello que deseas ver y conocer. Piensa en tu madre. Llévala hasta tu mente, tu corazón, tu espíritu. Cuanto más en paz te sientas, mejor te enfrentarás a lo que se abrirá ante ti. Antes de tres horas vomitarás la cena…
– ¿Y si no vomito?
– Vomitarás -pareció molesta por la interrupción-. Pasadas esas tres horas desde que me vaya mastica el peyote y después bébete el contenido del cazo. Todo. Una vez hecho esto tiéndete aquí encima y cierra los ojos. Lo primero que sentirás es el tránsito hacia el otro mundo, un paso que consta de dos etapas. La primera es el puente hacia las nubes estruendosas; la segunda, la separación de las nubes. Así llegarás al umbral cósmico. Penetrarás en la geografía de la mente, abandonando la tierra, viajarás al pasado y dejarás que la vida fluya de él hacia ti. Adquiere la sabiduría. No luches. Siente.
Terminó de hablar y las dos se miraron. La débil luz de la vela diseminó formas capciosas en sus rostros y a su alrededor, proyectándolas sobre las paredes del lugar.
Su abuela la besó en la frente.
Se levantó y se marchó, sin decir nada más.
Aquellas tres horas pasaron muy despacio. No tenía miedo, pero sentía mucho respeto por lo que iba a hacer. Nunca había tomado drogas, no creía en ellas, jamás autolastimaría su cuerpo con sustancias peligrosas. Sabía que aquello era distinto, pero aun así mantenía la prudencia de la distancia anímica. Por una vez, la necesidad era mayor que la prevención.
Su abuela era una huichole, su madre había sido criada con ellos. Por lo tanto ella era también una huichole. La primera hora fue tensa, a la espera del vómito. Las náuseas llegaron al comienzo de la segunda hora, la de la inquietud. Aparecieron de manera fulminante, con retortijones en el vientre, y se dispararon hasta romperle el cuerpo de arriba abajo. No trató de dominarlas, aunque tampoco las aceleró. Sudaba. Sudaba copiosamente, como si estuviera en pleno mes de agosto en la Costa Brava y acabase de correr un kilómetro bajo el sol. De pronto tuvo que lanzarse hacia un lado porque la arcada subió por su organismo como la lava ardiente de un volcán erupcionando de forma inesperada.
El vómito fluyó libre y denso por su garganta, su boca.
Tuvo que arrodillarse, dejar que aquella fuente cálida y pastosa salpicara el suelo y la llenara de gotitas amarillentas. No pudo apoyar la cabeza en ninguna parte, y eso fue lo peor. Había vomitado otras veces, no muchas, tres o cuatro a lo sumo a lo largo de su vida, por marearse o sentarle mal una comida, pero ninguna como aquélla. Cuando creía que ya lo había sacado todo, descubría que no, que seguía existiendo más materia orgánica allá adentro. La arcada volvía y una nueva oleada de comida la desarbolaba y la sumía en la agonía. Vomitó más y más.
Al final lo único que le quedaba era bilis. Pero también la sacó, toda, víctima de aquella sacudida brutal, hasta que sólo un hilito de baba colgó de sus labios y supo que el primer paso estaba dado.
Había limpiado su cuerpo.
– ¿Qué has puesto… en la cena…, abuela?
Se dejó caer de nuevo sobre el tapiz, boca arriba, empapada en sudor y convulsa, y pensó que si se dormía sería peor.
No se durmió.
La inquietud de la segunda hora dio paso a los nervios de la tercera, hasta que una serena calma empezó a apoderarse de ella.
Pensó en aquello que deseaba ver y conocer. Pensó en su madre. La llevó hasta su mente, su corazón y su espíritu. No alcanzó una paz plena, pero a medida que se acercaba el momento los nervios acabaron por menguar hasta extinguirse por completo. Cuando la manecilla del reloj de su muñeca se aproximó al punto crucial, supo que lo había logrado. Era una consigo misma y con su entorno, una con la naturaleza y el universo. Un estado de absoluta pureza.
Lo último que apareció en su mente, por unos segundos, fue la imagen de David.
Y cerró el círculo de su paz.
Tomó el primer gajo de peyote en sus manos, lo partió, lo llevó a sus labios y lo introdujo en su boca. Su sabor era rancio y su consistencia como de corcho blando, de sabor amargo.
Con el tercero empezó a sentir su boca adormecida.
La amargura del sabor hizo que las glándulas salivares produjeran más líquido.
Las nuevas náuseas aparecieron con el quinto gajo, llegaron casi a la plenitud con el séptimo y último y se dispararon a medida que bebía el contenido del cazo, que era sin duda lo más espantoso que jamás se había llevado a la garganta, con un sabor indefinible y tan espeso que lo peor fue tragarlo.
No dejó ni una gota.
Luego se tumbó en el tapiz, boca arriba, apoyó la cabeza en la manta y cerró los ojos. Seguía sudando.
Pero las náuseas, esta vez, desaparecieron poco a poco.
Escuchó el silencio.
Se convirtió en un corazón lleno de amor. Equilibrio.
¿Cuánto tardaban en iniciarse los efectos? ¿Había transcurrido otra hora o tan sólo unos minutos?
Intentó levantar la mano en la que llevaba el reloj de pulsera y no pudo.
¿Aquella luz potente y el centelleo de los colores que la envolvían formaban parte del viaje? ¿Aquella espiral en movimiento, proyectada sobre el abismo, era la puerta de su percepción? ¿Flotaba de verdad, en el aire, sin contacto alguno con el suelo, o era su imaginación?
Joa sonrió.
Jamás había estado en el infinito y era muy hermoso.
Los colores eran puros y las sensaciones primitivas, tan desnudas como lo estaba ella.
Su cuerpo era hermoso. Lo acarició. Aquellas ganas de cantar…
Dejó de flotar para posarse en tierra, y al tocarla se convirtió en algo sólido, un jardín, un vergel lleno de árboles cargados de frutas de apariencia sabrosa. Estaba en el Paraíso, porque los ríos surcaban su geografía produciendo música y eran de leche y miel. Por si eso fuera poco los animales hablaban.
La conocían.
– ¡Joa!
– ¡Ven, Joa!
– ¡Cántanos, Joa!
– No puedo -les dijo-. He de seguir. Busco a mi madre.
Al decir la palabra, el jardín se desvaneció.
En su lugar apareció un desierto, una tierra yerma aplastada por un cielo de color violáceo que, poco a poco, muy despacio, fue curvándose sobre sí misma hasta convertirse en un pequeño planeta. Se sintió igual que el Principito.
No le gustaba estar allí, así que se lanzó al vacío de un salto.
No voló, pero tampoco cayó.
Continuó flotando, por el espacio, mientras otros mundos surgían aquí y allá y de alguna forma la reclamaban lo mismo que las sirenas a Ulises en su viaje. Mundos muy bonitos. Mundos en los que vivir y olvidarse de todo.
– ¡Joa!
Era David. Le tendía la mano.
Le sonrió desde la distancia, llegó a extender la suya y se rozaron, pero eso fue todo. -Ahora no -le dijo.
Ahora no. ¿Significaba que habría un después?
Se echó a reír más feliz de lo que nunca lo había sido y continuó aquel viaje alado por las riberas de un espacio tachonado de estrellas. La sinfonía cósmica formaba un pentagrama en el que los planetas eran notas y ella la intérprete de su música. La canción ya no era suya, era de ellos. Una catarsis sonora tan envolvente como maravillosa.
Miró hacia atrás pero ya no vio a David. Estaba sola. 0 no.
La silueta de la nave espacial surgió a su izquierda. Primero fue un puntúo, después una estrella plateada, finalmente un cohete. Se detuvo frente a ella y se abrió una escotilla por la que salió un astronauta. No le veía la cara porque su casco tenía una visera opaca. La voz de un hombre apareció en el ordenador de su mente.
– ¿Quién eres?
– Busco a mi madre.
– No la encontrarás aquí -manifestó el astronauta.
– ¿Dónde pues?
– Aquí no hay tiempo, sólo espacio. Debes volver al lugar en que tus gritos puedan ser oídos.
– ¿Qué lugar es ése?
– El dolor.
– Pero…
El astronauta regresaba a su nave.
– ¡Espera!
– Es tu dolor, no el mío -se despidió de ella.
Antes de que pudiera darse cuenta ya no estaba allí.
Joa se sintió perdida.
Continuó flotando. Un segundo. Un minuto. Una hora. Un día. La oscuridad que la rodeaba se hizo más densa hasta que a lo lejos divisó otro planeta y al acercarse a él lo reconoció.
La Tierra.
Buscó América, México, el oeste, Sierra Madre, y descendió sobre el horizonte de los huicholes para volver a casa. Desde el aire divisó su destino, la Montaña de la Luna y las cuevas. En una de ellas estaba su cuerpo, así que fue a por él.
Al entrar en la cueva se vio a sí misma. Levitaba. A un palmo del suelo, horizontal, boca arriba.
Se acercó despacio y se contempló con curiosidad. Su rostro era plácido. Se tocó con un dedo y su otro yo se estremeció. Repitió el contacto y el estremecimiento se hizo agitación. Entonces ya no esperó más y penetró en su cuerpo.
El dolor estaba allí. Fuerte, intenso, agudo. Un dolor tan poderoso que la hizo llorar. Intentó salir de nuevo pero ya no pudo. Su cuerpo era una cárcel. Lo golpeó desde dentro y no tuvo más remedio que adaptarse a él, dejar que la cubriera como un guante. Abrió los ojos y cayó al suelo al concluir abruptamente la levitación.
¿Había terminado el efecto del peyote y la mezcla hecha por su abuela?
Se miró las manos.
Seguía desnuda.
El dolor la abrasó entonces por dentro, primero la cabeza, después el corazón, finalmente el cuerpo. Una arcada que parecía surgir de lo más profundo de su ser le arrancó las entrañas y las llevó hasta su boca. Creía que volvería a vomitar bilis, pero lo que salió de sus labios fueron niños, cientos, miles de niños. Vomitaba niños pequeños, diminutos, y los veía ahogarse entre ellos mismos mientras luchaban por sobrevivir. Intentó cerrar la boca sin conseguirlo. Salieron más y más niños, de ambos sexos. Lo peor eran sus miradas, de odio, como si la culpa fuera de ella.
No quería matarlos.
Ni siquiera sabía que los llevaba dentro. Al detenerse el flujo se levantó y echó a correr. Salió de la cueva.
A los pocos pasos sus pies se hundieron en la tierra y comenzaron a echar raíces. Sus manos se convirtieron en ramas. Sus dedos en hojas. Ya no le dolía. Volvía a encontrarse bien y en paz. Desde su nueva posición vio cómo el tiempo se aceleraba. Días, noches, días, noches, sucediéndose a velocidad de vértigo. Semanas, meses, años. Y ella continuaba siendo un árbol que crecía alto y hermoso.
Sin prisa.
El último día vio la nube.
Sabía que lo era porque ya había crecido y madurado como árbol.
La nube fue blanca y algodonosa primero. Gris y desvaída después. Negra y poderosa por último. Abrió sus compuertas y millones de gotas de agua saltaron de su interior con absoluta disciplina. Un ejército victorioso. Una lluvia refrescante. Se llenó el rostro de agua y para cuando el rayo atravesó el cielo estaba dispuesta.
El rayo la arrancó de cuajo, separándola de la tierra en la que había echado raíces.
Volvió a convertirla en una mujer. Su luz permaneció en su mente. Una luz fuerte, tan poderosa, que cuando se concretó una apariencia humana a ella le costó mirarla. Hasta que la reconoció.
– Mamá… -suspiró Joa.
Hola cariño. Su voz, su tacto,su olor.
– Mamá!
– ¿Cómo estás, Joa?
– Bien, ¡bien! ¡Oh, mamá, ha pasado tanto tiempo! Esto… -miró a su alrededor-, ¿esto es real?
– ¿A ti qué te parece?
– Sí.
– Entonces lo es. Si lo has deseado con todas tus fuerzas, es real.
– ¿Dónde estás?
– Aquí. Nunca me he ido.
– Llevamos años buscándote.
– No mirabais donde debíais.
– ¿Estás muerta?
– No, su sonrisa se acentuó.
– ¿Por qué no vuelves?
– No es el momento.
– ¿Cuándo lo será?
– Pronto.
– ¿Cuándo es pronto?
– Hay un orden celestial, un equilibrio. Formamos parte de él. Somos instrumentos sujetos a los avatares del cambio.
– No te entiendo. -Mira en ti.
– Lo hago, y no veo nada -recordó a su padre de pronto-. ¡Papá te está buscando!
– No temas. Me encontrará. Y volveremos a ti.
– ¿Te encontrará él?
– Así es.
– ¿Por qué dices que volveréis a mí?
– Deja que el futuro te alcance sin necesidad de ir a por él, cariño.
– Por favor, dime cuándo.
– Cuando llegue el momento.
La primera sorpresa menguaba. Pero tenía tantas preguntas en su corazón que buscó la forma de encauzarlas.
– Dicen que no eres de este mundo.
Su madre se sentó frente a ella, en cuclillas. Estaban en lo alto de la más alta montaña, bajo un cálido sol, y en el cielo brillaban nueve soles de colores.
– Formamos parte de una civilización muy lejana, demasiado para comprenderlo con la naturaleza de lo simple. Los humanos miden las distancias cósmicas en años luz. Nosotros, en núcleos de energía. Somos vecinos lejanos. Una raza que se desarrolló mucho antes. Pero sí somos de este mundo, porque sólo hay uno en verdad: el infinito. Todos nacimos con la Gran Explosión.
– ¿Cómo llegasteis aquí?
– Hace miles de años poblamos la Tierra, discretamente, sin dejar rastros evidentes. Fue una primera huella, no una conquista. Este era un hermoso planeta deshabitado. La humanidad es nuestra hija. Por desgracia nosotros también cometimos errores. Nunca volvimos porque teníamos nuestros propios problemas. Nuestro tiempo también es distinto del vuestro. Para cuando nos dimos cuenta vuestra evolución mostraba un camino propio. No el mejor, ni el más deseado, pero propio a fin de cuentas. No queríamos que fuerais un experimento, sino una prolongación nuestra. Por desgracia…
– ¿Lo hemos hecho mal?
– No habéis superado la fase más primitiva, la del odio, la brutalidad, las guerras, la autoaniquilación.
– ¿Vais a destruir la Tierra?
– ¡No!
– ¿A cambiarla?
– No somos Dios, sólo entes energéticos. Me mandaron a mí y a otras para recoger información.
– Es lo que dicen los guardianes.
– ¿Quiénes son?
– Nos protegen. Saben que volveréis y os esperan.
– ¿Es un guardián el hombre que ha aparecido en tu viaje?
– Sí -frunció el ceño al captar el detalle-. ¿Me has seguido hasta aquí?
– Sí.
– ¿Por qué no me has ayudado?
– Tenías que llegar por ti misma.
– Otros hombres quieren haceros daño. Se llaman jueces. Quieren deteneros, evitar que volváis, quizá mataros.
– Toda acción provoca una reacción. Es lógico.
– ¿Pueden hacerlo?
– Todo es destruible. Pero la energía no muere. Fíjate en ti.
– ¿Qué sucede conmigo?
– Estás llena de energía, Joa -lo proclamó con orgullo de madre.
– ¿Y eso es bueno?
– Es tu origen, nada más.
– No sé quién soy, mamá.
– Eres el puente entre dos mundos. Por eso debes tener cuidado.
– ¿De qué?
– Del amor.
– Yo no estoy enamorada -se puso roja.
– El amor es un sentimiento muy fuerte, el más poderoso, y también el más imprevisible -la acarició con un haz de luz-. Nosotros somos energía, sólo nos atraemos. Pero aquí, en la Tierra, es distinto.
– Tú te enamoraste de papá.
– Y te tuve, con dolor. Fue lo más hermoso e increíble. Ahora tú eres yo.
– ¿No puedo amar?
– Debes amar.
– ¿Y el riesgo?
– Vivir es un riesgo. Amar forma parte de él. Habéis evolucionado de una forma única. Los humanos viven, mueren…
– ¿Y yo?
– Eres como nosotros, y también humana. Depende de tu vida. No hay referentes. Tienes dos hermanastras.
– ¿Sus madres y tú desaparecisteis por haber dado a luz?
– Sí.
– Mamá…
– No sufras. Volvería a hacerlo. Fuiste lo mejor. Y sigues siéndolo. Mírate.
Se miró. Seguía desnuda.
– Has renacido -dijo su madre.
– ¿Para qué?
– Para ocupar tu lugar en la historia.
– No te entiendo -tuvo deseos de llorar.
La segunda caricia de luz penetró hasta su alma.
– Confía en ti, momento a momento.
– ¿Y papá? ¿Dónde está él?
– No lo sé, Joa -su voz fue triste.
– ¿Qué he de hacer?
– Sigue los indicios, los signos que están y los que no
están.
– ¿Los papeles de papá?
– Sí.
– Lo he intentado y no…
– Tú los viste. Sabes que hay algo. Sólo has de abrir los ojos.
– ¿Por qué no me lo dices tú?
– Porque yo soy un sueño que está en tu cabeza. Sé lo que sientes, pero no puedo verlo si no lo ves tú.
Un sueño.
Quería que fuese real. La luz se debilitó.
– No te vayas, por favor.
– No me voy. Eres tú la que regresa.
– ¿Cuando despierte, recordaré esto?
– Sí, porque eres tú la que te estás respondiendo a ti misma.
– ¿Y las otras hijas de las tormentas? ¿Tienen respuestas ellas?
– Sí, aunque aún no lo saben.
– Entonces, si hablo con alguna…
– Hazlo.
– ¿Para qué?
– Para llegar a mí.
– ¡¿Pero cómo?!
Su madre empezó a desvanecerse.
– ¡Mamá! -se aferró a su delirio.
– Te quiero, Joa.
– ¡Hay tanto que…!
– Lo sé.
Quiso abrazarla y lo único que hizo fue atravesar la luz.
No llegó a caer del otro lado. Los nueve soles habían desaparecido y se vio a sí misma flotando de nuevo. Abrió los brazos en cruz y elevó la cabeza hacia el cielo. Un vivido aire le alborotó el pelo.
Entonces viajó hacia atrás. A cámara rápida.
Fue árbol, los niños que había vomitado danzaron a su alrededor en la cueva, desapareció el dolor, salió de su cuerpo, regresó al espacio, se cruzó con el astronauta, con David y su mano extendida, caminó por el pequeño planeta que se convirtió en desierto y en jardín.
Llegó al comienzo.
Tenía el vientre hinchado y antes de despertar se dio a luz a sí misma. Renació.
Cuando abrió los ojos, un alarido infrahumano surgido de lo más profundo de su ser la hizo romper a llorar antes de doblarse sobre sí misma temblando y gimiendo asustada.
Le costó dominarse, darse cuenta de que el viaje había terminado y aquello era la realidad. El pulso todavía lo tenía acelerado. Permaneció quieta en posición fetal unos segundos, hasta habituarse a la claridad que llegaba a ella desde la entrada de la cueva. Por el tono, primero pensó que se trataba del amanecer. Cuando dirigió la mirada hacia el hueco abierto a la luz se dio cuenta de que se trataba del crepúsculo. Estaba desnuda.
Tenía el cuerpo lleno de picaduras.
Se sentó, abrazada a sus piernas, con la cabeza apoyada en las rodillas, y paseó una mirada a su alrededor. La ropa estaba allí, diseminada, hecha un revoltijo, tal y como debía de habérsela sacado en algún momento de la noche. Un montoncito de cera indicaba el lugar en el que la vela había estado brillando hasta su extinción.
Tenía la boca seca.
Y le ardía la frente.
Se sintió sin fuerzas para reaccionar pero tuvo que hacerlo. La idea de pasar otra noche allí no la seducía y la oscuridad no tardaría en hacer acto de presencia. Gateó, atrapando cada una de sus prendas, y se vistió despacio, superando el dolor que el roce de la ropa le producía en las pústulas. Estaba embotada, buscando comprender qué había sucedido. La imagen de su madre seguía presente en su ánimo. Tan real como si acabase de irse dejándola sola. Eso y su voz. Un eco vivo en mitad de su cabeza. Cuando estuvo vestida se arrodilló y se incorporó jadeando. Primero fue a una de las vetas de agua que recorrían las paredes de la cueva y se lavó la cara. El agua seguía estando muy fría y eso la despejó casi del todo. La debilidad se acentuó al caminar en busca de la vida.
Los últimos rayos del sol la saludaron en silencio.
Tomó aire y dio el primer paso para volver a casa.
Supo que iban a fallarle las fuerzas menos de cincuenta metros después. Se apoyó en el primer árbol que encontró en su camino. ¿Cuánto tiempo había durado aquello? Su abuela le habló de tres días, pero estaba segura de que eso era imposible. La noche pasada a lo sumo. Sus recuerdos del viaje parecían circunscribirse a unas pocas horas. Un día ya era demasiado.
Aunque aquella debilidad…
Dio otra docena de pasos antes de sentarse en una roca para recuperar fuerzas. Se llevó una mano a la cabeza y cerró los ojos. Las múltiples picaduras la molestaban mucho, y la fiebre tenía que ser a causa de ellas. Se miró las manos y se le antojaron garfios. Tenía hambre, náuseas, un horrible sabor de boca, peor que la peor de las resacas.
La puesta de sol era un regalo.
Se fijó en ella para hacerse fuerte.
No importaba que el sol se pusiera cada tarde. Por la mañana regresaba, envuelto en un amanecer pletórico. La vida la formaban anocheceres y amaneceres continuos. Las personas se movían entre ellos y en eso consistía la existencia.
Se levantó y ya no volvió a ceder al agotamiento.
Entonces la vio, en el primer recodo, caminando en su dirección.
– ¡Abuela! -gimió.
Quemó su resistencia final corriendo a su encuentro y se fundió con ella en un abrazo reparador. La anciana la acunó y acarició lo mismo que cuando era niña y la visitaba envuelta en la sorpresa constante que le producía su mundo. No habló. Dejó que aquellas manos se llevaran los malos espíritus que todavía anidaban en su ser. Las manos milenarias que reunían toda la sabiduría de los huicholes.
– Bienvenida -le deseó la anciana después de unos largos segundos de calma.
– Ha sido… -no encontró las palabras adecuadas.
– ¿La has visto?
– Sí.
Su abuela la apartó lo justo para mirarla a los ojos. No había sorpresa en su mirada, sino cautelas revestidas de expectación.
– ¿Has hablado con ella?
– Sí -asintió Joa con un inicio de vehemencia vital.
– ¿Tienes tus respuestas?
– Algunas -vaciló-. Todavía no he tenido tiempo de asimilarlo todo. Ha sido tan rápido…
– ¿Rápido? -la mujer sonrió-. Han pasado tres días, como te dije.
No pudo creerlo, a pesar de todo.
– ¿De veras?
– Anda, vamos a casa -la animó a seguir-. Te curaré estas picaduras y cenarás bien. Es lo único válido para cuando se despierta de un trance como el que has tenido.
La ayudó a caminar y juntas hicieron el trayecto en silencio. Una joven fuerte pero agotada apoyada en una anciana agotada pero fuerte. La distancia se le antojó mayor que nunca, pero resistió sin ceder, sin pedirle un descanso, sin caer vencida por tanta debilidad. Cuando por fin vio el pueblo, el tipi, supo que había llegado al límite y lanzó un gemido de agonía.
– Has sido muy fuerte -le dijo su abuela.
Recordó a David. Llevaba cinco días allí, lejos del mundo, con él mordiéndose las uñas en Bolaños, ignorante de todo.
Y le quedaba una última noche. Eso suponiendo que al día siguiente estuviera bien, algo que en ese momento se le antojaba imposible.
Se derrumbó sobre el jergón nada más pisar la cabaña y fue incapaz de moverse cuando su abuela la desnudó con la paciencia de una madre. Dejó que le aplicara un ungüento por todas las picaduras, una especie de resina confeccionada, como todo allí, con raíces y hojas, plantas y cortezas, hongos y flores. Al principio le escoció mucho más. Después sintió frescor. Casi de inmediato la sensación de irritación desapareció. Para la fiebre tomó un bebedizo tan infecto como el que acompañó a la ingesta de peyote tres noches antes.
– Ahora descansa mientras preparo la cena.
– Abuela…
– ¡Sssh…! -le puso una mano en los labios-. Los espíritus son hábiles.
No logró detener sus palabras.
– ¿Y si todo lo que he visto y oído ha sido fruto de mi imaginación, y era lo que yo creía ya de antemano, o lo que quería escuchar… o lo que sabía, por mis genes, sin darme cuenta?
– Casi siempre, las respuestas están en nosotros mismos.
– Entonces…
– Tu madre está en ti. Eres su hija. Y tienes el poder de convocar la energía, Akowa. Has viajado hasta el centro de ti misma y has hablado con ella, no te quepa la menor duda. Has hablado a través de lo que tu cerebro sabe y permanece oculto. Deja que las semillas arraiguen unas horas, unos días. Ningún árbol crece en la tierra en un abrir y cerrar de ojos. Y tú además necesitas regar esa tierra con paciencia.
– ¿Y si no hay tiempo?
– Siempre hay tiempo, cariño.
Por una vez no estuvo de acuerdo.
Pero no se lo dijo.
Por la mañana, al despertar, ya tarde porque el reloj marcaba más allá de mediodía, no tenía fiebre, pero se sentía muy fatigada.
Quizá los efectos del peyote aún perduraban en su organismo. Su último sueño había sido tan o más real que el de su madre. En él, Pakal salía del dibujo de la lápida de su tumba y le hablaba. Le pedía ayuda para volver a ser el que era.
– ¿Qué clase de ayuda? -le había preguntado ella.
– Mírame y lo sabrás -le respondió él.
¿Por qué los sueños siempre eran tan crípticos?
Se lavó con el agua de la jofaina, sin que las picaduras la molestaran a pesar de las ronchas más o menos aparatosas ya en retroceso, y se vistió antes de salir del sencillo tipi. La cabaña de su abuela ni siquiera era de adobe o paja, como las demás. Y nunca había querido cambiar, mudarse, disfrutar de privilegios o mejoras, tener más cosas. Siempre les había dicho que era feliz así, que no necesitaba más, que las posesiones entorpecían el tránsito de la vida por el valle de la luz.
El valle de la luz.
La sorpresa de Joa no tuvo límites cuando le vio. David.
Allí, sentado en cuclillas, como si hiciera guardia al pie del tipi.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -balbuceó atenazada por el impacto.
Le sobresaltó. Se incorporó de un salto y quedó frente a ella, temblando y vacilando como un leve tallo mecido por el viento. No hizo falta mucho más. Les bastó con mirarse a los ojos para saberlo todo, el justo fiel de la balanza en aquel momento preciso. Joa captó la tensión de aquella inquietud almacenada en los cinco días pasados. David suspiró ante su alegría no dominada.
El abrazo, a mitad de camino de cada uno, les fundió la resistencia final.
– No podía más -su suspiro la envolvió con densidad.
– ¿Cómo has llegado hasta mí?
– Caminando.
– ¿Desde Bolaños?
– No es demasiado, aunque sí ha sido difícil no perderse. Era la única forma.
– Estás loco.
– No, tú lo estás -se apartó lo justo para mirarla a los ojos-. Tu abuela me ha contado lo que has hecho.
– ¿Has visto a mi abuela? -Joa paseó la vista por los alrededores sin localizarla.
– Sí, claro.
Ella parpadeó.
– ¿Y?
– Simpática -curvó sus labios hacia arriba-. Me ha sonreído y me ha puesto la mano en el pecho. Luego ha dicho que era una buena persona y que podía quedarme.
– ¡Oh, Dios! -el suspiro fue de rendición.
Su propia abuela…
– ¿Cómo te encuentras?
– Un poco débil, pero bien -lo reconoció-. De cualquier forma me hubiera ido hoy para que no acabaras de volverte loco.
– No estás en condiciones de viajar.
– He de…
– Mañana -su tono fue determinante-. Necesitas un poco más de descanso, relajarte, recuperar fuerzas. Tu abuela también merece un día más. He hablado con ella desde que he llegado, al amanecer, y es una mujer muy especial.
– Lo sé.
Seguían juntos, las manos de él cogidas a los brazos de Joa. Las de ella apoyadas en el pecho de David. Parecieron darse cuenta de pronto. Su vida en común apenas si existía, era un retazo fugaz. Se separaron sacudidos por una descarga y por un momento no supieron qué hacer.
Les salvó la presencia inesperada de la dueña del tipi.
– Buenos días, Akowa.
Joa apartó los ojos de David.
– ¿Akowa? -le oyó preguntar.
Caminó a su encuentro y le dio un beso en la mejilla. La anciana no le preguntó nada. Le bastó con mirar a su nieta. La cogió de la mano y la llevó hasta la cabaña. En la misma puerta impidió que David se colara dentro con ellas.
– Espera -le pidió.
Una vez solas cogió el ungüento y aguardó a que la muchacha se desnudara para aplicárselo de nuevo, con paciencia, roncha a roncha.
– Ya no me duelen.
– Algunas eran venenosas, de ahí la fiebre. Pero el veneno de la serpiente aún es más poderoso para vencerla.
– ¿El ungüento está hecho con veneno de serpiente?
– Entre otras cosas -la tranquilizó.
No lo consiguió demasiado. Aunque lo importante era que funcionaba.
Volvió a vestirse por segunda vez y no rehuyó la mirada de su abuela, mitad seria mitad irónica.
– ¿Qué? -se impacientó.
– Sólo quien oculta algo se enfada por el silencio.
– Yo no oculto nada.
– He visto sus ojos.
– ¿Y qué dicen?
– Lo mismo que tu cuerpo.
– Abuela… -se puso roja.
– Akowa -le tomó las dos manos-, me alegro de que no estés sola en todo esto. Lo único que te pido es cuidado.
– Lo tengo.
– Tu futuro es incierto, un misterio que ahora compartes con alguien. Lo que me contaste anoche de tu madre no aclara demasiadas cosas, ni por qué tu padre ha desaparecido. Por lo que me ha dicho, ese muchacho lleva años sabiendo de ti, protegiéndote. Para ti, sin embargo, es algo nuevo. De ahí el misterio. No te sientas vulnerable. Si te entregas, hazlo porque lo deseas.
– ¿Entregarme?
– Tus ojos te traicionaron desde el primer día que llegaste.
– No es posible -apenas si pudo hablar.
– Vi esa expresión en tu padre cuando llegó aquí, y en tu madre al sentirla. No puedes renunciar a ella, pero sí ser cautelosa.
¿Cómo se llegaba a la cautela con todo lo que le estaba sucediendo?
– Ahora salgamos -cortó la conversación su abuela-. Tenemos un invitado y nos debemos a él, ¿verdad?
No estuvo a solas con David durante el resto del día. Prepararon la comida y comieron. Caminaron por los alrededores y la vieja Wayankawe le habló al recién llegado de cuanto quiso, de los huicholes, su pasado, su gloria, su irreductible independencia indígena. Por la tarde se mezclaron con los miembros de la comunidad. Las jóvenes le miraban, sonreían y apartaban los ojos tan coquetas como avergonzadas. Los jóvenes continuaron contemplándola a ella, arrobados. Algunos se atrevieron a tocarle el rojizo cabello, impactados por su color natural. Por la noche estaba de nuevo rendida, pero hubo una cena, una fiesta de despedida. Una hoguera, danzas, un ceremonial puro. Se marchaban al salir el sol.
– ¿Adonde iremos mañana? -pareció despertar él de pronto.
– He de hablar con una hija de la tormenta.
– ¿Por qué?
– Le pregunté a mi madre si ellas tenían respuestas, y me dijo que sí, pero que todavía no lo sabían. Quizá sea el momento.
– ¿Y si no es así?
– Volveremos a Palenque. La clave ha de estar allí. Si tiene que ver con el fin del Quinto Sol maya nos queda muy poco tiempo.
– ¿Qué más te dijo tu madre sobre las hijas de las tormentas?
– Que tenía que hablar con una para llegar hasta ella.
– Entonces iremos a Medellín. Aquella noche, en el Xibalba, antes de que escaparas, te dije que era la más asequible y que te llevaría si eso era lo que te dictaba tu instinto. Si llegamos a Guadalajara a mediodía o primera hora de la tarde, tal vez podamos encontrar un vuelo a Bogotá, directo o vía México.
Ya no hablaron más del tema.
Dejaron que la fiesta los envolviera sabiendo que posiblemente eran sus últimas horas de calma antes de lo que se les venía encima.
La noche era hermosa.
La vida, detenida por unas horas, era hermosa.
Y cada vez que sus ojos se encontraban, lo era más.
Sobre todo si no pensaban en el mañana.
Cuando se acostaron, las dos en el tipi y David en el todoterreno, Joa ya no pudo dormir.
Al salir al exterior, minutos después de dar la enésima vuelta en su jergón, él también estaba despierto, con su silueta recortada en la noche bajo la luna, igual que un espectro.
Se detuvo a su lado, amparada en el silencio. Hubieran podido mecerse en él sin más, hasta la salida del sol.
– ¿Estás bien? -lo rompió David.
– Ahora sí.
– Gracias. -¿Por qué?
– Por dejarme ver esto y formar parte de ello -abarcó las tierras sagradas de los huicholes.
– ¿Puedo hacerte una pregunta?
– Claro.
– ¿Quién eres?
Lo meditó un breve intervalo de tiempo, con la cabeza baja.
– No mucho más de lo que ves -se encogió de hombros-. Salvo por el hecho de que tengo un sueño y creo en él.
– ¿Ellos? -Joa miró al cielo.
– Ellos -suspiró David.
Le pasó un brazo por encima de los hombros y la atrajo hacia sí. Ella no se resistió, al contrario. Necesitaba ese contacto, el roce de sus pieles. Lo esperaba. Lo deseaba. Aun así no hizo nada por abrazarle o corresponderle. Se quedó quieta. Como dos amigos unidos por el destino.
David contempló su rostro lateralmente unos segundos.
La besó en la frente. Sólo eso.
Joa cerró los ojos. Quizá deseara algo más, otra clase de beso. Quizá no. No lo supo. Ni quiso averiguarlo. David ya no se movió durante un minuto, dos, tres.
A su término, ambos sí lo hicieron, al unísono. Como si fuera el fin de un sueño, o una pausa dentro de él.
– Buenas noches -le deseó el guardián.
– Buenas noches -sonrió ella agradeciéndoselo.
Una gratitud superior a sus palabras y que se refería en exclusiva a lo que acababa de suceder entre los dos y más aún a lo que no había sucedido.
Al amanecer, la despedida fue emotiva. En lo primero que pensó Joa fue en que, tal vez, aquélla fuese la última vez que la veía. Era tan anciana… A pesar de su magia, su chamanismo, su fortaleza indígena.
La abrazó y la besó, tratando de no llorar.
– Gracias.
– Tú viniste, tú hiciste el viaje al umbral cósmico, tú luchaste por tu destino.
– Sin ti no lo habría logrado.
– Explora en tu interior, Akowa -la anciana sujetó su rostro entre sus manos de corteza de árbol-. No renuncies a nada, acéptalo, vívelo. Los dones son regalos. Tú eres hija de las estrellas y eso te hace única, no para que vivas con miedo, sino para que luches con orgullo.
Besó de nuevo aquellas mejillas aradas y aquella frente atravesada por los caminos del tiempo.
Luego, su abuela se dirigió a David.
– Ella es más fuerte que tú -le dijo-, pero aún no lo sabe y te necesita. Deberás darle tu energía para completar la suya si es necesario.
– Lo haré, señora.
– Ahora marchaos en paz.
Entraron en el todoterreno. Joa introdujo su mano derecha en el bolsillo del pantalón y apretó con fuerza la piedra de cristal rojo con la que fue encontrada su madre. Una corriente eléctrica la vivificó.
Si ella era hija de las estrellas, aquella especie de cristal pertenecía a su origen.
– Arranca, por favor -le pidió incapaz de dominar el nudo de su garganta.
David lo hizo. Puso la primera y el coche inició el descenso traqueteando por encima de las irregularidades del terreno. El pueblo entero ya estaba en pie. Muchas manos se alzaron para saludarlos y despedirlos. Algunos niños corrieron junto al vehículo para sentir la sensación de formar parte de algo novedoso en sus constantes vidas carentes de mayores emociones. David introdujo la segunda y se alejaron a mayor velocidad.
El pueblo quedó atrás en medio de una nube de polvo.
Descendieron por la ladera de la montaña y la meseta bajo un silencio cargado de dolor. Y fue en el momento en que el sol emergió por detrás de la montaña, con su fuerza y su fuego espectacular, casi cinco minutos después de la partida, cuando Joa se lo pidió.
– Para.
La luz les daba en la cara, los iluminaba.
El dolor desapareció.
Sintieron la vida.
– Abrázame, por favor -le pidió.
David lo hizo. Se volvió hacia ella y la cubrió con el abrazo que le pedía. La sepultó bajo su cuerpo, rodeándola con las manos hasta encajarla y aprisionarla con dulce mimo no exento de fuerza.
Se encontró con los labios de Joa, abiertos, y sus ojos de mirada limpia.
El beso fue una caricia. Una entrega que los serenó, pero también agitó sus conciencias.
Cuando se separaron, unos centímetros, ya nada era igual. Había un antes y un después y lo sabían.
– ¿Sabes dónde te metes? -susurró ella.
– Sí.
– No, no lo sabes -esbozó una sonrisa de pesar y ternura-. Crees que sí, pero no.
– De acuerdo -dijo él-. No lo sé.
Volvió a besarla, despacio, con delicada suavidad, sintiendo cómo ella se abandonaba.
Sus respiraciones se acompasaron.
– No digas nada -suspiró Joa.
– No hace falta que diga nada más -susurró él.
– Entonces vamonos, sería fantástico llegar a Medellín esta noche, y para eso necesitaremos mucha suerte.
Se separó de su abrazo y se reclinó en el asiento. Cerró los ojos. David puso de nuevo el todoterreno en marcha.
Las tierras de los huicholes quedaron definitivamente atrás.