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CUARTA PARTE

Ellos

(del 19 al 23 de diciembre de 2012)

53

A1 salir por la puerta de llegadas de pasajeros internacionales del aeropuerto de Cancún, lo buscó con ansiedad.

El grito, proveniente de su izquierda, le hizo comprender que él la había visto antes.

– ¡Joa!

Dejó la bolsa con la ropa comprada en La Habana en el suelo y corrió a su encuentro.

El beso los aisló del mundo entero.

De hecho, ni se dieron cuenta de que Julián Mir estaba allí, a su lado, observándolos, mitad divertido, mitad curioso.

Fue su hija la que se acordó de que no viajaba sola.

– Oh… -se separó de él y realizó las presentaciones de rigor-. Papá, éste es David. David, mi padre.

Los dos hombres se estrecharon la mano, hasta que el mayor hizo algo más. Abrazó al más joven con calor.

– Gracias por ayudarla, hijo -exclamó con vehemencia Julián Mir.

– ¿Ayudarla? -David no ocultó su sorpresa-. Más bien ha sido ella la que me ha ayudado y salvado a mí, señor.

– Por favor, no me trates de usted.

– De acuerdo -asintió-. ¿Qué tal el viaje?

– Malo -reconoció Joa-. El viento y la lluvia…

– Estamos igual -David dirigió una mirada cargada de preocupaciones en dirección a la cortina de agua que caía del otro lado de la zona protegida por la marquesina.

El viento, en zigzag, racheado, era lo peor, porque no había paraguas que lo resistiera.

– Supongo que ya lo sabéis, ¿no?

– ¿Lo del huracán? Sí.

– Llegará a Yucatán pasado mañana, justo el 21 de diciembre. Ahora mismo hay dudas acerca de si se convertirá en tormenta tropical al tocar tierra o no. Pero desde luego, aunque sea de categoría 1 y resulte de lo más inusual en esta época del año, porque la temporada de huracanes termina en noviembre como mucho, se nos viene encima, directo.

– ¿Casualidad?

– Todo el mundo lo achaca al cambio climático, a que la naturaleza sigue loca…

– ¿Pueden hacer eso? ¿Provocar un huracán? Sabían a quién se refería.

– Si no es casual, es porque quieren que no haya nadie en la zona cuando lleguen -dijo Julián Mir-. Y siendo así, ¿cómo conseguiremos quedarnos nosotros, y acceder a las ruinas?

– Tenemos credenciales como científicos. Oficialmente estamos estudiando el comportamiento de los huracanes. Nadie va a echarnos ni a evacuarnos de la zona.

– ¿Se ha calculado cuándo pasaría el ojo del huracán por Chichén Itzá?

– Durante la medianoche del 21 al 22 de diciembre -respondió David.

Los dos hombres intercambiaron una última mirada antes de que David tomara sus bolsas. La salida de pasajeros, debido a la lluvia y a que nadie se movía de la zona cubierta, se estaba colapsando. -Salgamos de aquí.

No se pusieron en marcha los tres solos. Otros tres hombres, todos ellos jóvenes, lo hicieron al unísono, desplegándose en abanico por detrás. David cortó la señal de alarma de su protegida.

– Son guardianes, tranquilos -les advirtió sin dejar de caminar hacia el extremo de la marquesina que partía de la terminal-. Hay otros cuatro allá, en un segundo coche -apuntó con la cabeza al aparcamiento-. Vamos a esperar a que venga el nuestro, porque si damos un solo paso por ahí afuera, acabaremos empapados.

Caminaron por la izquierda de la marquesina. El lugar ocupado habitualmente por los miembros de las agencias y tour operators que recogían a los turistas estaba vacío. De lo que se trataba era de marcharse de Cancón, no de llegar. El aeropuerto podía ser cerrado en cualquier momento.

De hecho, ése había sido su miedo mientras las malas noticias llegaban a La Habana y ellos esperaban sus nuevos pasaportes para poder abandonar el país y viajar. La reaparición en Cuba del profesor Julián Mir había ocupado páginas en muchos medios informativos, y más cuando éste se había negado a comentar nada relativo a su desaparición.

El tiempo apremiaba demasiado.

– Cuando me llamaste por teléfono desde la embajada de España en La Habana… No podía creerlo -David dejó escapar los rescoldos de su miedo e incertidumbre-. Pensaba que no volvería a verte.

Joa le apretó el brazo. Sólo eso. Aunque había pasado aquellos dos días de tensa espera hablándole a su padre de David y de lo que significaba para ella, aún se cortaba en su presencia. El beso había sido espontáneo, una explosión de ansiedad. Ahora se contenía.

Volvía a ser una chica de dieciocho años, aunque en unos días, al despuntar el nuevo año, cumpliera diecinueve y eso le pareciera un poco más significativo.

– Todo fue muy extraño, ya te lo dije. Lo que sucedió en Guantánamo, encontrarnos de pronto en Cuba sin nada… Y hemos tenido suerte de que papá sea quien es, porque en otras circunstancias, de dos días nada. El revuelo que se ha montado porque no regresábamos a España y salíamos con rumbo desconocido…

– Los periódicos hablan de un accidente en las instalaciones de la base naval de Estados Unidos en Guantánamo -comentó con ironía.

– Si no llegamos a estar en una zona próxima al mar, escapar hubiera sido imposible.

– ¿Qué hiciste esta vez?

– No te lo vas a creer -Joa bajó la cabeza.

– Colapso todos los sistemas informáticos y los hizo saltar -intervino Julián Mir.

– ¿Eso hiciste?

– Ya vale -miró a su padre como si fuera una niña pillada haciendo una travesura.

No hubo tiempo para más, salvo para que él abriera los ojos impresionado. Un microbús se detuvo delante del grupo y la puerta lateral se desplazó hacia la parte de atrás. David arrojó las dos bolsas y fue el primero en entrar, para ayudar a Joa y a su padre. Los tres guardianes lo hicieron en último lugar, sin dejar de mirar a su alrededor. Una vez dentro, el coche enfiló la salida del aeropuerto. La segunda camioneta iba detrás. Pegada a su espalda.

– Ellos son Carlos, Mario y Anastasio -los presentó por fin David-. El que conduce es Teodoro. A los que van detrás, en el segundo vehículo, los conoceréis después.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Julián Mir.

– A Chichén Itzá, desde luego. Es mejor estar allí cuanto antes. Si el huracán aumenta de categoría, es posible que cierren las carreteras y los accesos a las ruinas, en cuyo caso no tendríamos la menor posibilidad de llegar allí. Si nos instalamos en la zona, resistiremos. Y ahora…

– ¿Qué? -frunció el ceño Joa dándose cuenta de que tenía algo más que comunicarles.

David los abarcó a ambos con la mirada.

– Todas las hijas de las tormentas se han ido de sus casas en estos tres últimos días.

La noticia fue una sacudida.

– ¿Cómo que… se han ido? -vaciló Joa.

– No hay rastro de ellas. Ningún guardián sabe nada. Ni uno. Se evaporaron. Han salido de sus ciudades, probablemente de sus países.

– ¿Las han secuestrado a todas? -se alarmó ella.

– Vienen hacia aquí -reflexionó Julián Mir.

Sus palabras flotaron entre ellos.

– Es lo que creemos -convino David-. Y más desde que me encontré con esto.

Abrió la palma de su mano, después de introducirla en un bolsillo de su chaqueta para cogerlo, y les mostró lo que guardaba. La piedra que Joa se había llevado de la casa de su abuela. El cristal rojo con el que su madre fue encontrada. Sólo que ya no era rojo.

Era verde.

– ¿Cuándo…? -se asombró Joa.

– Hace tres días, el de vuestra escapada de Cuba -David se lo entregó-. A mediodía miré tus cosas una vez más, porque me estaba volviendo loco, y lo encontré ya así. No te dije nada cuando me telefoneaste porque no sabía qué significaba.

– ¿Y ahora lo sabes?

– Ninguna de las hijas de las tormentas conocía lo que iba a suceder. Tú misma hablaste con la de Medellín.

De alguna forma este cristal, o lo que sea, ha sido un transmisor, un despertador o algo parecido.

Julián Mir la tomó de la mano de su hija.

– Tu madre no quiso llevársela -mencionó despacio, con nostalgia-. Se la dejo a tu abuela.

– El huracán, el ojo sobre Chichén Itzá, el fin de la era del Quinto Sol, las hijas de las tormentas reuniéndose aquí a los 15.000 días de haber nacido… ¡Nada de esto es casual! -estalló Joa con pasión-. ¡Ahora ya es definitivo! ¡Todo encaja! ¡Hasta la última prueba! ¡Va a producirse el encuentro! ¡Ellos están regresando! -se quedó pálida de golpe y agregó-: ¡Mamá!

Los ojos de su padre estaban llenos de estrellas.

– Papá, di algo, por favor -le presionó las manos.

– Puede que no sea nada, que ella ya no esté aquí, que se la llevaran cuando desapareció.

– ¡Es un encuentro, papá! ¡Una reunión global! ¡Mamá estará ahí!

– No sabemos a qué vienen, Joa.

– ¡Vendrán a lo que sea, pero nunca a hacernos daño, ni a interferir en nuestras vidas! ¡Lo sé! ¡Puedo sentirlo!

Todos la miraban.

Representaba algo inaudito en la historia de la humanidad. El nexo entre dos mundos.

– Creo lo mismo que tú -la apoyó David pasando un brazo por encima de sus hombros para ser más vehemente-. Todos nosotros lo creemos -miró a los guardianes que los acompañaban.

– Tú también lo crees, ¿verdad, papá?

Julián Mir suspiró y asintió despacio con la cabeza.

– Claro que sí, hija. Claro que sí. Es sólo que ahora, después de tantos días preso, y tan cerca ya…

– Papá, has de confiar.

– Ya confío, cariño.

– No en mí, ni en ti. En mamá. Su padre apretó las mandíbulas. Todos aquellos años de paciente búsqueda, esperanza, tesón…

– Estará, papá. Estará. Te lo aseguro -manifestó al límite de su vehemencia.

El coche ya ganaba velocidad. El conductor pisaba el acelerador a pesar de la lluvia y el viento. La suerte era que en su sentido de la marcha apenas si había tráfico. En el contrario sí, abundante y, en ocasiones, paralizado por alguna larga caravana. Como si la gente huyera del fin del mundo y tratara de alcanzar el aeropuerto para marcharse cuanto antes. La carretera partía de Cancún, en el estado de Quintana Roo, hacia el interior de la península de Yucatán, que abarcaba los tres estados que la componían. Pronto se encontraron en el que daba nombre a la península.

Y entonces formuló Joa la última pregunta, al recordar que el misterio todavía no estaba cerrado.

– ¿Y los jueces?

La respuesta no la tranquilizó, muy al contrario.

– No hay noticias de ellos, pero desde luego harán algo, de eso estamos seguros. Por ese motivo hemos venido tantos guardianes.

– Entonces… será una guerra -dejó de respirar ella.

54

Los pocos hoteles que permanecían abiertos estaban vacíos. Quedaban tan sólo algunos resistentes. El grupo de guardianes había escogido el Villas Arqueológicas por ser más discreto que el Hacienda. Además, y para evitar sorpresas desagradables, un cordón de protección, formado por otros microbuses y coches todoterreno, rodeaba el lugar y, preferentemente, el sitio en el que, en todo momento, se encontrasen ellos, padre e hija. Los introdujeron en una habitación conjunta para mayor seguridad. David Escudé se había convertido en su sombra, ahora por doble motivo. Ya no sólo era su guardián. Durante las horas iniciales se reunieron con los primeros hombres, algunos mayores, veteranos, llegados de México, Colombia, Panamá, Estados Unidos y España. Y eran la avanzadilla. La organización en pleno se movía hacia Yucatán, aunque tal vez algunos no lograran alcanzar su destino por culpa del inesperado huracán. La misión para la cual se habían estado preparando durante casi cuatro décadas tocaba a su fin. 0 al menos así lo parecía. El gran día.

No fue hasta la noche, poco antes de cenar, cuando ella y su padre disfrutaron de unos minutos de intimidad y sosiego. Tras los cristales de su balcón la lluvia era constante, una cortina de agua azotada por los vaivenes del viento, que hora a hora soplaba con más fuerza. El efecto empezaba a ser aterrador, y lo sería más si se quedaban sin luz.

Nunca había estado debajo de un huracán. Era una sensación de absoluta impotencia.

– Quería decirte algo -rompió la calma Julián Mir.

– ¿Me va a gustar?

Su padre la abrazó y luego se quedó con sus dos manos atrapándola por la espalda, cara a cara los dos. Las de ella estaban apoyadas en su pecho.

– Es un buen chico -se limitó a decir.

– Ha sido todo tan…

– Me cae bien -detuvo la inseguridad de sus palabras-. Yo me enamoré de tu madre nada más verla. Puedo entenderle. Eres preciosa, Joa. Le entiendo a él, y te entiendo a ti.

– Gracias.

– No me he dado cuenta de lo sola que te había dejado hasta hoy, al veros juntos.

– No he estado sola, papá.

– Sí -asintió él-. A veces enloquecemos de forma que ni siquiera somos conscientes de que en el mundo hay más cosas por las que vale la pena seguir y luchar. Tu madre y tú sois mi mundo.

– Cuando todo esto pase…

– ¿Qué? -la alentó a seguir.

– Ni siquiera sé cómo terminaremos.

– ¿David y tú?

– Papá, puedo llegar a ser una especie de monstruo.

– Tu madre no lo fue.

– ¿Viste lo que hice en Guantánamo?

– Estabas llena de ira.

– ¡No, papá! Ira y rabia fue lo que sentí cuando le salvé la vida a David. Lo de Guantánamo fue odio, que es muy distinto. Quería… destruirlos, ¿entiendes? Toda yo estaba saturada de odio puro, sin el menor atisbo de bondad o de piedad. Algo que jamás había experimentado y que ojalá jamás vuelva a sentir, porque es lo más duro y amargo que he conocido.

– El amor nos da paz, Joa.

– ¿Y he de ser egoísta, pensando en mi paz, encadenando a David a lo que tal vez sea un futuro incierto?

– ¿Por qué no permites que él decida?

– Porque lleva mucho tiempo enamorado de mí, desde que dejé de ser una cría, y eso le impide pensar con razón. Para mí es algo nuevo. Para él no.

– No puedes apartarle de ti.

– Vale, lo sé -cerró los ojos con tristeza.

– Déjame que te pida una cosa.

– ¿Cuál?

– Fíate siempre de tu corazón, y actúa día a día de acuerdo con él. La vida es eso: el día a día. No sirve de nada hacer planes a largo plazo.

– Carpe diem.

– Exactamente.

– Y más ahora, en estas circunstancias, ¿no? Papá, ¿tú crees que la humanidad terminará dentro de dos días, y que entraremos en una nueva fase de renovación que nos conducirá a una civilización superior?

– ¿Crees tú que nuestra evolución biológica y espiritual responde a una programación superior o que sólo somos un accidente que carga con nuestros propios aciertos y errores?

Carecían de respuestas. Ningún argumento lógico. Podían pasarse horas inmersos en conjeturas. Si era el fin de un largo viaje, era el fin de «su» largo viaje. Lo que los mayas predijeron que sucedería más de cinco mil años antes simplemente iba a cumplirse. Sólo faltaban los términos, la interpretación final de sus profecías. Podía ser todo, podía ser nada.

Julián Mir puso el dedo en la última llaga.

– Joa, hay algo que me preocupa, y mucho. Nadie habla de ello, pero sé que todos lo tienen en la cabeza.

– ¿De qué se trata?

– De ti.

– No te entiendo.

– Sí me entiendes, cariño. Sabes muy bien de qué te estoy hablando -el tono fue angustiado-. ¿Has notado algo estos días?

– ¿Algo como qué?

– Tu psique, tu mente, tus intuiciones…

– ¿Te parece poco lo que me ha pasado? ¿Cómo he cambiado? ¿Mis poderes recién activados?

– Me refiero a que las hijas de las tormentas vendrán aquí porque así estaba escrito desde su llegada. Han sido llamadas. Y si es así, tú representas a tu madre.

– Creo que en eso te equivocas. David me insinuó lo mismo cuando le conocí -fue sincera-. Te aseguro que, si hubiera heredado cuanto era mamá al cien por cien, lo sabría. Hay una mitad suya en mí, pero otra mitad es tuya, papá. Soy humana, por mucho que descienda de otro mundo.

– Hoy has dicho que mamá estará allí.

– Estoy segura de ello.

– Quizá yo también, y eso me dé miedo.

– ¿Por qué?

– El objetivo de mi vida fue amarla. Después, buscarla. Ahora ya no hay otro salvo recuperarla.

– ¿De qué tienes miedo?

– ¿Y si viene a despedirse?

– Ella sabe que estarás ahí. De alguna forma lo sabe. Y no ignora que has perseguido respuestas a lo largo de estos años. Por eso estamos aquí, porque las encontraste. Pero pienso que el tiempo no se mide de la misma forma en el universo. Este tiempo, nuestra vida y nuestra muerte, la forma en que entendemos este tránsito, ha de ser por fuerza distinto al suyo.

Su padre parecía cansado, como si todavía no hubiera superado su cautividad en Guantánamo. Todo en él era distinto.

– ¿Y por qué se fue? -insistió en su leve desesperanza.

– Se la llevaron. Si estuviera aquí habría sido distinto. Se la llevaron, por la razón que fuese, tal vez por haberse enamorado y tenido una hija, como las dos hijas de las tormentas que también dieron a luz.

– Un precio.

– Me regaló la vida, papá.

– A veces he pensado que ella era un ángel. Y que tú eras una señal, hija. Una esperanza. La abrazó de nuevo. Una señal, una esperanza.

¿Y su odio de Guantánamo? ¿Qué clase de señal o de esperanza era ésa?

Quedaban cuarenta y ocho horas para saberlo.

– Necesitamos creer, o nuestra vida no tendría sentido -susurró Joa junto a su oído, aplastada por aquel abrazo de oso que tanto había echado de menos.

55

Estando con David, lo que sucedía al otro lado de la puerta o de los cristales dejaba de importar. Y lo necesitaba tanto… Carpe diem.

Dejaron de besarse un momento para mirarse a los ojos. Cada caricia era nueva. Cada beso, el primero. Todavía naufragaban en aquella sorpresa de la que no salían, víctimas de su asombro y perplejidad, como todo enamorado que descubre que ya no es el mismo, que hay un antes y un después. No estaban así desde aquella noche en Palenque, y tenían la sensación de que eso hubiera sido un sueño.

Un millón de años atrás.

– Nunca les perdonaré que nos interrumpieran -susurró él.

– Tan inoportunos…

Volvió a besarla. Su mano se deslizó por debajo de la ropa, acariciando su espalda, alcanzando la nuca por detrás para estrecharla todavía más entre sus brazos. Joa se venció sobre la cama y le recibió con el cuerpo. Formaban un solo ser, inseparable. El cuerpo de Joa tembló.

En las últimas horas el silencio había pasado a ser una utopía. El viento alcanzaba velocidades increíbles. Su fuerza se hacía oír, y su poder conseguía estremecer. Era como si al otro lado el mundo se peleara consigo mismo. Un estruendo ensordecedor que ponía los pelos de punta. Los árboles se vencían de una forma imposible. Restos de ramas, papeles, hojas y pedazos de construcciones que ya habían sucumbido volaban igual que pájaros ciegos.

En la habitación del hotel, colgado de la puerta, el letrero anunciando las instrucciones en caso de emergencia por huracán cobraba todo el peso de su realidad. Bajo un rótulo en el que se leía: «Temporada de ciclones», otro menor rezaba: «¿Ya estás listo?» A continuación se decía que la temporada de ciclones tropicales se iniciaba el 1 de junio y terminaba el 30 de noviembre, y que las autoridades habían dispuesto un código de colores para informar a la población: «Alerta amarilla» equivalía a prepararse, «Alerta naranja» era la señal de alarma, y «Alerta roja», que la cosa ya era irremediable. Ellos lo llamaban «afectación». Las normas inmediatas consistían en reunir agua, comida enlatada, un botiquín, disponer de una radio con pilas, una linterna, una batería extra y artículos sanitarios como papel higiénico, jabón o pasta de dientes. Al pie del letrero se incluían los teléfonos, el 066 para «reportar emergencias» y otros dos para avisar a protección civil, el 01-800 719 88 33 y el 925 53 22. Habían tenido que firmar documentos en los que asumían el riesgo de quedarse allí, declinando cualquier otra responsabilidad para las autoridades o la dirección del hotel.

Ni siquiera sabían cómo se mantendrían en pie, cómo lograrían llegar a las ruinas, cómo resistirían aquel castigo de la naturaleza sin sucumbir.

No era un juego de niños.

Pero eso sería al día siguiente.

– Prométeme que mañana no harás ninguna tontería -cuchicheó él tras darse la vuelta sin dejar de abrazarla para quedar debajo.

– ¿Como cuál?

– No lo sé -suspiró.

– ¿Tienes miedo?

– Claro.

– Tú crees en ellos, como yo. ¿Por qué has de tener miedo?

– Por ti.

– No me harán nada.

– ¿Y si se te llevan, como a tu madre?

La pregunta flotó en el ambiente. Joa la resolvió con otro beso. En la oscuridad de la habitación veían sólo sus perfiles, el sesgo de sus formas. Dos espectros amables con ojos de ensueño.

– ¿Dónde estarán las hijas de las tormentas? -susurró ella.

– Les hemos perdido el rastro por completo.

– No pueden haber desaparecido de pronto, todas, ¡cincuenta y dos mujeres!

– Cuarenta y nueve -le corrigió él.

– Si yo estoy aquí, es lógico que también estén las otras dos chicas.

– ¿Y si tu padre se ha equivocado, si la cita no es en Chichén Itzá y el huracán es casual?

– David… -se rindió con desfallecimiento y apoyó la cabeza en su pecho.

No más preguntas.

El último día. La última noche.

David volvió a acariciarla. La cabeza, el cabello, la espalda. Joa cerró los ojos y se refugió en sus sentidos.

Quizá sí sucediera algo al día siguiente.

Quizá sí se arrepintiera de no haber dado aquel paso cuando estuvo a tiempo.

Ya no detuvo el deseo, ni lo enmascaró con excusas.

Era una mujer.

Carpe diem. Vivir el momento. Único. Irrepetible. Cuando buscó otra vez sus labios y le miró a los ojos hicieron falta más palabras.

No volvieron a hablar después de aquel largo beso.

56

El grueso de la expedición se puso en marcha antes de que anocheciera, para aprovechar la claridad de la tarde, después de que una avanzadilla tomara las ruinas desde media mañana, en precaución por si los acontecimientos se precipitaban. Era el 21 de diciembre.

Las últimas horas habían sido tensas, el final de una larga espera que, para algunos, venía de muchos años atrás. Lo extraño, meteorológicamente hablando, era que desde el mediodía el viento había amainado de manera gradual. Todavía era fuerte, pero no tanto como para temer lo peor. Por las radios portátiles escucharon el parte de incidencias, y momento a momento el paso del huracán por encima de sus cabezas consistía en un fenómeno cada vez más extraordinario. Extraordinario por lo insólito. El huracán no se había convertido en una tormenta tropical, persistía la trayectoria que haría discurrir su ojo por encima de Chichén Itzá, con su cénit en torno a la medianoche, pero no se comportaba como sus hermanos climáticos. Parecía inmovilizarse a sí mismo, romper las normas, mantenerse sin retroalimentarse ni menguar de manera súbita. Envolviendo al ojo se hablaba de una segunda zona de relativa calma, que era la que quedaba ahora por encima de sus cabezas. Un «párpado» protegiendo al «ojo».

Llegaron al acceso de Chichén Itzá en unos minutos, a pie, protegidos con chubasqueros y capuchas. Todos calzaban botas. La puerta principal, la horrible construcción rectangular que recibía a los turistas con sus tiendas, estaba cerrada. Joa recordó su anterior visita, sola, veinte días antes. Otra eternidad. Otra sensación. Precedidos por guías que ya habían hecho el camino previamente enfilaron una zona arbolada, por la parte izquierda, y durante unos minutos atravesaron una especie de tierra de nadie hasta dar con una senda que serpenteaba dando un rodeo en dirección a su objetivo. No les sorprendió encontrarse una cabana enquistada entre dos rocas, con varios pares de ojos observándolos desde una oscura puerta.

El hombre que se hallaba al frente, protegiendo su humilde hogar, se santiguó a su paso.

Su mirada estaba revestida de miedo. Era maya, y verlos caminar en un día como aquél, señalado desde hacía años en su historia y bajo el peso de sus tradiciones, no hacía sino ratificarlas.

– Buenas noches -les deseó Joa con una sonrisa.

El hombre se santiguó de nuevo.

– ¿Llegó el rayo? -les preguntó.

El rayo disparado desde el centro de la galaxia que cambiaría su mundo y entronizaría uno nuevo.

– No habrá ningún rayo, señor -mantuvo su marcha Joa.

La señal de la cruz fue hecha por tercera vez.

Continuaron caminando, prestando atención al terreno, unas veces pedregoso, otras surcado por raíces nudosas que sobresalían del suelo como serpientes, las más, encharcado a causa del agua caída en los últimos días.

– ¿Qué sucede? -uno de los guardianes apuntó al

cielo.

Estaba dejando de llover y el viento amainaba.

Todos se miraron entre sí, pero sin decir palabra. Julián Mir era de los primeros. Joa y David, cogidos de la mano, iban en el centro del grupo. Ya dentro del perímetro de las ruinas aparecieron otros guardianes, la mayoría jóvenes y dispuestos a todo.

– Nunca he estado en el ojo de un huracán, aunque he visto fotos, informes del tiempo en televisión y alguna película -Joa miró al cielo preguntándose cómo era posible que allá arriba brillara un sol-. Me siento igual que una exploradora.

– Puede que lo seamos -murmuró David.

En el ojo del huracán no había vientos, ni lluvia, sólo una calma absoluta, un impasse temporal a modo de isla y salvaguarda, porque en torno a él sí giraban los vientos y la lluvia danzando con su a veces mortal giro. De hecho el ojo era un tubo, una enorme chimenea circular de paredes verticales que iba desde la tierra hasta el cielo. Y ese cielo, más allá de su extremo nuboso, sí era azul, diáfano.

De pronto los árboles terminaron y se encontraron en la explanada de Chichén Itzá, con el Juego de Pelota, el Templo de los Guerreros y el del Chac Mool, las Mil Columnas, la pirámide…

El Castillo, noble, con su piedra gris aún más oscura por la oscuridad que los envolvía, los sobrecogió más que nunca, por lo que representaba en un día como aquél.

La puerta de las estrellas.

El medio centenar de personas permaneció quieto por espacio de unos segundos, contemplando la majestuosidad de la pirámide. El tiempo pareció detenerse.

Joa experimentó un ramalazo de emoción.

Le apretó más y más la mano a David, hasta que se soltó de él y caminó junto a su padre.

El hombre le pasó un brazo por encima de los hombros.

Faltaba la espera final.

La noche, quizá todo el día siguiente, hasta el 23.

– ¡El ojo del huracán! -gritó una voz.

57

A lo largo de los siguientes minutos, nadie habló en la llanura milenaria de Chiehén Itzá. Despacio, con la majestuosidad de lo prodigioso, el borde del ojo del huracán se aproximó hasta engullirlos, rebasarlos y situarlos dentro de la chimenea que contactaba el cielo con la tierra a través de aquel tubo gigantesco, enorme, de muchos kilómetros de diámetro. Según los meteorólogos el centro exacto de su paso sería a medianoche, y todavía faltaban horas para ello. Empezaron a quitarse los chubasqueros, las capuchas. Aparecieron las linternas en las primeras manos.

Todas las cabezas se alzaban. Todas las miradas iban dirigidas a las alturas, siguiendo el borde circular de la parte superior. Nadie podía impedir sentirse abrumado ante aquella brutal visión de la naturaleza.

La noche se precipitó ya de inmediato sobre ellos.

– ¿Alguna noticia? -preguntó Julián Mir. Sabían que se referia al espacio. Muchos ojos miraban ese día las estrellas.

– Estamos dentro de una campana, ya no escuchamos ninguna emisora. Los teléfonos móviles tampoco funcionan -hizo un último esfuerzo uno de los hombres de mayor edad, uno de los científicos que militaban entre los guardianes.

– Aislados -dijo alguien. Joa sintió cómo su corazón se aceleraba.

– ¿Qué te sucede? -le preguntó David a su lado al darse cuenta de la circunstancia.

Ella parpadeó.

– No lo sé, es como si de pronto… me hubiera quedado… sin energía, agotada.

– Están cerca -les advirtió la voz de su padre.

– ¿Cómo…?

– Lo sé, lo sé -apretó los puños sin dejar de mirar el gigantesco círculo abierto sobre sus cabezas. Joa se apoyó en David.

– ¿Cuánto falta para la medianoche? -preguntó otra

voz.

Varios ojos centraron su atención en los relojes.

La primera que lo anunció fue una mujer joven, de cabello muy negro y muy corto. Su acento era argentino.

– ¡Se pararon! -gritó-. ¡Se pararon los relojes!

– Dios…, esto es algo más que el ojo del huracán -suspiró Julián Mir-. ¡Es una burbuja temporal!

Los relojes podían estar parados, pero fue como si de pronto el tiempo se acelerara. La oscuridad se hizo densa, cerrada. Los haces de las linternas eran como serpientes brillantes moviéndose con espasmos. Si el 21 de junio de cada año Kukulkán, la serpiente emplumada, descendía a la tierra desde el cielo reptando por la pirámide de Chichén Itzá, aquella noche cuatro docenas de Kukulkanes se movían por entre las ruinas esperando la venida de otros seres.

– ¿Cómo te encuentras? -le susurró David al oído.

– Débil -reconoció Joa-. Se me doblan las piernas.

– Son los nervios.

– No, es mucho más -se agarró de su brazo y le besó en la oscuridad antes de agregar-: Te quiero.

David se dio cuenta de que sonaba a despedida. Por

encima del súbito pánico se oyó a sí mismo decir con inusitada calma:

– Yo también.

El temblor de Joa era más que perceptible.

– No sucederá nada -quiso tranquilizarla él.

– He de ir con mi padre.

Se apartó de su lado. Le costó dejarla marchar, perder su contacto. Y a ella le costó desplazarse los escasos metros que la separaban de su destino. Algunos se habían arrodillado o sentado en la hierba. Los más seguían de pie. Joa se abrazó a la cintura de Julián Mir.

– Papá…

El hombre perforaba el cielo con sus ojos.

– Lo sé -musitó.

– Siento como si alguien… me vaciara por dentro…

– Joa… -la estrechó con fuerza contra sí.

Los absorbió un silencio espectral, tan profundo como el huracán, tan enorme como su fuerza, tan denso como aquel infinito que los envolvía y en el cual la Tierra no era más que una minúscula mota de polvo galáctico.

¿Quién podía pensar que fuesen el centro de todo?

– Polvo de estrellas -rezó desde una distancia abismal Julián Mir.

Joa ya no pudo responder.

El primer disparo en mitad de la noche, seco y desgarrador, provocó su alarma.

El segundo despertó su percepción del peligro.

Con el tercero, los gritos de los guardianes se mezclaron ya con los de los invasores, surgiendo por su espalda y a ambos lados.

58

El grupo no era mucho más numeroso que el suyo, pero a diferencia de ellos, llevaban armas. Y parecían dispuestos a utilizarlas.

– ¡Quietos!

– ¡Atrás!

– ¡Manos en alto y agrupaos! ¡No nos obliguéis a disparar!

Julián Mir protegió a su hija. David también se puso a su lado. Los primeros guardianes que levantaron las manos fueron los que estaban más cerca de la zona exterior. Ninguno iba armado. Nadie lo había creído necesario, máxime para un encuentro en paz. Retrocedieron de espaldas y se mezclaron con los del centro de la explanada, a la izquierda de la escalinata coronada por las dos cabezas de serpiente a ras de suelo. No hacía falta decirlo en voz alta, pero alguien lo hizo.

– Jueces.

Pese a la oscuridad batida por las linternas, Joa reconoció a Nicolás Mayoral. Caminar con su bastón con empuñadura de plata lo hacía destacar. Era uno de los primeros. No llevaba armas. El trabajo sucio lo dejaba para los demás. Parecía buscar a alguien.

A ella.

Cuando la localizó, barriendo de lado a lado con su linterna, caminó en su dirección. No iba solo. Le seguían dos hombres empuñando sendas pistolas, los que trataron de llevársela la primera vez, y otros dos, más o menos de su edad, flanqueándolo. Uno era alto y enjuto, de rostro enteco y siniestro. El otro, bajo y rechoncho, grasiento. Se le antojaron personajes de opereta. Y no lo eran.

Estaban dispuestos a cambiar la historia. 0 precipitarla.

No hubo más que un conato de rebelión. Dos jueces lo aplacaron machacando al guardián que lo había intentado. Quedó tendido en el suelo, con sus compañeros apretando puños y mandíbulas frente a la batería de armas.

– Señorita Mir -cantó con falsa languidez Nicolás Mayoral deteniéndose frente a ella.

Joa buscó la rabia. La deseó con todas sus fuerzas.

– Volvemos a encontrarnos -el juez unió sus manos, entrelazando todos los dedos menos los pulgares, que dejó apoyados por las yemas-. Apuesto a que ya no me esperaba, ¿me equivoco?

¿Dónde estaba su ira? ¿Por qué, de pronto, no era más que una niña asustada y temblorosa?

– ¿Nadie le ha dicho que estamos dentro de una burbuja, Georgina? -Nicolás Mayoral expandió una sonrisa de suficiencia, de oreja a oreja-. Ya habrán observado que los relojes se han parado. Este no es un huracán normal, por supuesto. Es… una antesala, la preparación del gran momento, una exhibición antes de que lleguen. Lo bloquean todo, posiblemente para no ser detectados. Y naturalmente aquí no hay niveles energéticos, así que está indefensa. Es como si ellos limpiaran el terreno antes de bajar, ¿comprende? Su rabia no la salvará esta vez.

Joa llegó al borde del colapso de tanto intentarlo. Hasta que sus piernas acabaron cediendo.

Cayó al suelo.

– ¡Joa! -gritó su padre.

David se inclinó antes. La sujetó y la puso en pie.

– ¿Julián Mir? -el juez pasó de la chica y como si fuera un hombre de negocios se inclinó levemente para saludar a su padre-. Es un placer conocerle, puedo asegurárselo. Siempre confiamos en usted.

– Nicolás -le advirtió el hombre alto y enjuto.

– Tranquilo, Sergio, tranquilo -se volvió hacia él con pomposos movimientos-. Ya no tiene sentido precipitarse. Saben que han perdido -miró a Julián Mir-: ¿No es cierto?

El otro hombre, el obeso, habló en francés. Nadie pareció entender sus palabras salvo su compañero y Joa.

Nicolás Mayoral hizo un gesto de resignación.

– No queremos hacerles daño -insistió-. Ustedes no son nuestro objetivo. Díganme dónde están ellas.

– ¿Quiénes? -preguntó uno de los hombres que lideraba el grupo de guardianes.

– ¡Por Dios, Lester! ¡Vamos, vamos! -se mostró como un padre comprensivo-. ¿A estas alturas y con juegos dilatorios? ¿Dónde las tenéis?

– No están aquí -tomó ahora las riendas de la conversación el hombre llamado Lester en un español marcado por su acento inglés.

– Eso ya lo veo. Por eso pregunto dónde las tenéis esperando.

– No hay rastro de ellas.

– ¿Qué? -fingió no haber escuchado bien.

– Han desaparecido, todas. Y vosotros deberíais saberlo igual.

– Desaparecieron de sus casas, sí, en todo el mundo. Pero están aquí.

– Búscalas.

Nicolás Mayoral hizo un gesto con el bastón. Uno de los hombres armados se plantó delante de Lester con sólo tres pasos. El golpe con la pistola sobre su rostro le hizo crujir la mandíbula. Fue el único ruido, acompañado por el de la caída.

– ¡Bestia! -el grito lo lanzó Joa.

– Señorita Mir -la apuntó con el dedo índice de su mano derecha-. No tiente a la suerte -dio un paso más y se detuvo a un metro escaso-. Usted me cae bien, se lo aseguro. Es el personaje más inocente y puro de toda esta divina comedia. Lo malo, lo triste, es que todavía no sabe de qué lado está.

– Sé de qué lado estoy.

– ¿Le gusta ser un monstruo? ¡Adelante! Ha tenido y tiene la oportunidad de cambiar, de escoger vivir en libertad…

– ¿Llama libertad a esto? -abarcó a los jueces armados.

– Por supuesto que sí.

– ¿Por qué todos los dictadores creen que su manera de entender la libertad es la correcta, la mejor?

Nicolás Mayoral la miró con lástima.

– Cuando hay una causa, un ideal, no importa nada. Nosotros sabemos a qué vienen -apuntó al cielo-. ¿En son de paz? ¿A vigilarnos? ¿A tutelarnos? ¡No sea ingenua, por Dios!

– Tal vez ellos ya estuvieron aquí y seamos como sus

hijos.

El rostro del hombre cambió de color. También de expresión. Perdió su condescendiente ironía para dejarse atravesar por un rictus de desprecio y furia.

– No diga estupideces ni nos insulte, se lo ruego -repitió su gesto de apuntar al cielo, más allá del ojo del huracán-. ¿Sus hijos? -lo pronunció con desprecio-. Aunque vinieran en son de paz, ya nada sería igual. El mundo cambiaría. Y no vamos a permitirlo. Les demostraremos cómo queremos vivir, y también de qué manera estamos dispuestos a sacrificarnos y morir por aquello en lo que creemos.

– ¿De qué… está hablando? -preguntó Julián Mir.

Nicolás Mayoral sostuvo su mirada brevemente. Después él mismo mostró el cinturón de explosivos que envolvía su vientre. Sus compañeros y otros jueces le imitaron.

– Todo esto va a volar. Incluidos nosotros, y ellos.

– Son unos fanáticos, integristas y locos -pareció hundirse anímicamente el padre de Joa.

De pronto, todo era distinto.

Nicolás Mayoral se cansó de la discusión.

– ¿Dónde están las hijas de las tormentas?

No hubo ninguna respuesta. El silencio los envolvía con un sudario de calma. No se movía ni una hoja. Era como estar dentro de una cámara aislada.

– Sebastián -dijo el juez.

Fue una orden.

Primero volvió a golpear a Lester. Después a otros dos guardianes, los mayores, los principales responsables del grupo. El intento de reacción de algunos de los jóvenes acabó igual. Armas contra cuerpos. Ningún disparo. No era necesario.

Joa impidió que David fuera uno de ellos. -Espera -cuchicheó.

– ¿A qué? ¿A que nos maten?

– Espera -repitió ella.

Sus ojos volvían a brillar. No tenía fuerzas, pero volvían a brillar.

– ¿Qué sientes? -preguntó él.

– Esperanza.

– ¿Qué?

– ¡Callaos! -gritó Nicolás Mayoral dirigiéndose a ambos.

Lester no se rindió.

– No podéis… destruirlos con bombas, estúpidos -consiguió hablar mientras escupía sangre por la boca-. ¡No podéis! ¿Estáis locos?

– ¡Son más que bombas! -el juez se plantó delante de él y quedó apoyado en su bastón-. Tenemos virus, armas químicas y nucleares. ¡Volará medio Yucatán, pero te aseguro que ellos también, y entonces ya no volverán, porque sabrán hasta dónde podemos llegar! ¡Sólo desde la fuerza se consigue la victoria! El poder es fuerza y nosotros representamos el poder.

Nicolás Mayoral ya no dejó que Lester continuara hablando. El golpe de Sebastián lo dejó inconsciente boca abajo.

– ¡Y ahora buscad a esas mujeres, ya! -gritó arrogándose el mando del operativo y dando por zanjada la discusión con los guardianes.

59

Una hora después, los jueces comprendieron que las hijas de las tormentas no estaban allí. Su desconcierto no tuvo límites. Aunque eso no alteró sus planes para nada.

Ataron a los guardianes, los colocaron en mitad de la gran explanada, al lado del Castillo, y mientras unos pocos formaban un círculo para vigilarlos, el resto tomó posiciones a lo largo y ancho de Chichén Itzá, previendo cualquier punto de toma de tierra.

Unos, los más, subieron a lo alto del Castillo, dominando la pirámide y todo el ámbito de las ruinas; otros cubrieron el observatorio, más alejado del centro; los menos se quedaron en los templos de Chac Mool y de los Guerreros al este, y el de los Jaguares y el Juego de Pelota al oeste.

Los relojes no funcionaban, pero sintieron el lento e inexorable paso del tiempo.

El ojo del huracán se desplazaba a cámara lenta. Todos miraban al cielo con diferentes sentimientos.

– Hablame de tu esperanza -susurró David al oído de Joa.

– No puedo explicártelo.

– Me fío de ti. Es lo único que tiene sentido en esta locura.

– La esperanza es amor, no significa victoria.

– ¿Quieres decir que… vamos a morir, que esos fanáticos harán estallar sus cargas y acabarán con el futuro?

– No lo sé -Joa apoyó la cabeza en su hombro.

– Si vuelan esto, la profecía maya se habrá cumplido -le recordó él-. Ellos no hablaban del mundo en general, de toda la Tierra, sino de su mundo, éste. No habrá conciencia superior, ni evolución, ni nada. Habrá una matanza en toda regla. Eso, suponiendo que ellos no vuelen el planeta como represalia o que si estalla la nave o lo que sea no vaya a producirse un cataclismo con el mismo resultado, igual que sucedió con la extinción de los dinosaurios.

Joa miró a su padre.

– Papá.

– Sí, cariño -despertó de su abstracción.

– ¿En qué piensas? Le dirigió una sonrisa de aliento.

– ¿Te creerás si te digo que también siento tu esperanza como si me alcanzara?

– Tengo un presentimiento.

– ¿Bueno o malo?

– Una moneda tiene dos caras. Una no se entiende sin la otra. Mi presentimiento es igual.

Uno de los jueces se plantó delante de ellos. Era joven, no alcanzaría los treinta años. Sostenía algo parecido a una ametralladora. No entendían de armas, pero sí de expresiones. La suya era dura, pétrea, tan inflexible como su tono de voz.

– ¡Queréis callaros!

Durante años los fanáticos se habían inmolado para matar a otros semejantes. Y la historia seguía.

Estaban allí. Tan dispuestos y felices.

Quizá fuese una noche eterna, quizá amaneciese pronto. Continuaron transcurriendo las horas.

El silencio llegó a ser tan denso que casi les costó escucharse entre sí.

Silencio y oscuridad. Hasta que de pronto… Primero se hizo la luz.

Venía del cielo, caía en vertical justo en la perpendicular de la pirámide, como si el centro perfecto del ojo del huracán estuviese encima. Al incidir en ella, en sus nueve niveles, se expandió alcanzando toda la superficie de Chi-chén Itzá. No era una luz cegadora, sino cálida. La luz del reencuentro.

– Están aquí -se incorporó Julián Mir.

Los guardianes le imitaron. También Joa y David. Nadie les prohibió hacerlo. Los jueces estaban demasiado pendientes del fenómeno. Sólo Nicolás Mayoral hizo escuchar su voz.

– ¡Atentos!

Lo estaban, no era necesario recordárselo.

Ya no sabían si era de noche o de día. La escena mostraba tintes fantasmagóricos. Una suerte de cielo en la tierra, o de paraíso en el que ángeles y demonios compartían un mismo espacio. Algunas armas apuntaban hacia arriba.

La espera final.

La nave apareció muy despacio, solemne. Surgió del este, alcanzó la superficie exterior del ojo del huracán y descendió por él. Era circular, exactamente del mismo tamaño que el ojo y, por lo tanto, enorme, gigantesca. Parecía sólida, pero también estar formada de energía. Desprendía corrientes eléctricas azuladas. No se adivinaban resquicios, ventanas, salientes. Ofrecía una imagen hermética y sólida.

Y sin embargo era hermosa. Tal vez lo más hermoso jamás visto.

Joa sintió cómo le caían dos lágrimas de los ojos. La expresión de su padre era la de un niño viendo la primera magia de su vida.

David no respiraba. Ningún ruido.

– Tenemos que advertirles del peligro -se repuso David.

– Lo saben -susurró Joa.

– ¿Qué te sucede?

La muchacha no respondió. Dio un paso al frente. Entonces, de los cuatro puntos cardinales que envolvían a las ruinas, surgieron ellas. Las hijas de las tormentas.

– ¡Están aquí! -gritó uno de los jueces al darse cuenta.

– ¿De dónde han salido?

– ¡Que no avancen, cogedlas! -ordenó un tercero.

– ¡No, dejadlas! -pidió Nicolás Mayoral-. Que lleguen a la nave y que entren, no importa. ¡Necesitamos un acceso para entrar también nosotros!

Joa dio un segundo paso.

– Cariño… -intentó detenerla su padre.

– ¡Oh, Dios! -vaciló David al comprender lo que estaba sucediendo.

Ninguno de los dos logró sujetarla. David se colocó delante. El rostro de Joa reflejaba su ánimo, su paz, toda aquella esperanza de la que le había hablado un rato antes.

– Joa, no -le suplicó.

La sonrisa de la chica le desarmó.

La escena se convirtió en un ballet sin música. Las hijas de las tormentas caminando hacia la escalinata principal de la pirámide, la de las dos cabezas de serpiente; los jueces siguiéndolas; los guardianes convertidos en un coro de testigos simbólicos.

De la parte de la nave situada a un metro del templo de la pirámide fluyó otra luz. Un acceso.

– ¡La puerta! -gritó Nicolás Mayoral.

Los jueces que se encontraban en la cima del Castillo fueron los primeros sorprendidos. No tenían más que penetrar en la luz.

En ese instante toda la nave se iluminó.

No fue cegador. Fue igual que si se pusiera en marcha una gran pantalla de cine. Podían mirarla sin pestañear. Sentirla.

Sucedieron muchas cosas al mismo tiempo.

La primera, que las armas de los jueces recibieron cientos de pequeños rayos luminosos de color rojizo. La segunda, que las ataduras de los guardianes recibieron cientos de pequeños rayos luminosos de color verde. La tercera, que, dirigidas a las cabezas de las hijas de las tormentas, los rayos fueron de color azulado.

Las armas de los jueces se fundieron. Tuvieron que soltarlas para no quemarse. Las bombas se evaporaron. Las ataduras de los guardianes se cortaron.

Joa no sintió el rayo azulado en su mente. Pero sí una voz.

– Todo está bien, hija. Te quiero.

– Mamá…

– No elegimos el modo en que queremos existir. Nacemos con él, igual que un sello indeleble.

– Te quiero.

– Y yo a ti, mi niña.

– ¿Vas a volver?

Temía la respuesta, aunque ya la conocía. Aquella esperanza anterior se la había dado. -Aún no es el momento.

– ¿Cuándo lo será?

– Lo sabrás.

– Mamá…

Los jueces de la pirámide descendían. La escalinata era tan empinada que dos de ellos acabaron rodando hasta el suelo.

– No… es posible… -apretó los puños Nicolás Mayoral.

Los guardianes se acercaron a la pirámide. El Castillo parecía sostener ahora el inmenso plato de luz. Cuando las hijas de las tormentas iniciaron el ascenso por la escalinata, David las contó. Atropellado.

Necesitaba saber…

– ¡Son cuarenta y nueve! -casi gritó atrapado por su nerviosismo.

Las cuarenta y nueve supervivientes.

Eso dejaba fuera a las nacidas de las tres desaparecidas.

Miró a Joa con un nudo en la garganta. La muchacha apenas si rozaba el suelo. Era como si levitase.

– Julián, fíjate.

El padre de Joa no miraba a su hija. Miraba la nave.

Las hijas de las tormentas alcanzaron la cumbre de la pirámide. Prácticamente también ellas eran ya de luz en ese instante.

Una a una, entraron en la luz mayor. La mujer de Medellín, María Paula, fue de las últimas.

– Mamá, por favor -suplicó mentalmente Joa por última vez-. ¿Qué hago?

La voz de su madre la inundó de amor.

– Debes quedarte aquí. Éste es tu sitio.

La hija de las tormentas que cerró la comitiva también desapareció en la luz.

Pareció que eso era todo.

Todo.

Y en ese momento, en Chichén Itzá, se escuchó un grito desaforado, tan lleno de angustia y dolor, de ansiedad y desesperación…

– ¡N0!

Era Julián Mir, corriendo hacia la escalinata del Castillo.

60

La única voz que se escuchó tras ese grito fue la de su hija.

– ¡Papá! Julián Mir tropezó dos veces: una antes de alcanzar la escalinata y otra en los primeros peldaños. La furia y la desesperación le hicieron alzarse las dos veces, continuar, aunque fuese cojeando. Eso permitió que Joa casi le alcanzara.

Lo llamó al pie de la pirámide.

– ¡Papá, por favor!

El hombre volvió la cabeza. No lloraba, ni parecía estar sometido a un exceso de miedo o presión. Su sonrisa incluso era desconcertante.

Lo tenía a unos cinco metros. Dado que la escalinata era casi vertical, se le antojó mágico, con la nave inundando su cielo, resplandeciente y majestuosa.

Joa asintió con la cabeza. Una vez, dos, tres.

Ella sí lloraba.

– Dile que la quiero.

– Lo sabe.

– Díselo.

Julián Mir retrocedió aquellos peldaños. La abrazó y la besó. Muy rápido. Su caricia final fue una promesa:

– Volveremos.

– Sí -asintió ella.

Cuando David la alcanzó y se situó a su lado, el arqueólogo ya se encontraba a media ascensión. Subía en zigzag, con el máximo de urgencia que sus piernas, su ánimo y su corazón le permitían. No era un joven, pero sacaba las fuerzas del único lugar posible en cualquier ser humano: la determinación. La voluntad que puede con todo.

Al llegar arriba, a los pies del pequeño templo rectangular que coronaba la pirámide, un rayo de luz le detuvo. Igual que si le escaneara. Cuerpo y mente.

Fue muy rápido, unos segundos.

Cuando entró en la nave desapareció.

– Te quiero, papá… -le despidió Joa.

– ¿Cómo… le han admitido? -no pudo creerlo David.

– Lo ha hecho ella -se apoyó en su compañero.

Ya no hubo más.

Primero se cerró la puerta. Después la nave dejó de brillar. En tercer lugar inició su ascenso. Tan hermosa como al llegar a su horizonte.

La vieron ascender por el ojo del huracán.

Para los jueces, era la derrota. Para los guardianes, el día más feliz de sus vidas, aunque se hubiese tratado de un primer contacto que en modo alguno era el que esperaban. Para Joa…

Le quedaba toda una vida, o parte de ella, para pensarlo.

David la abrazó por detrás.

– Estoy bien -lo tranquilizó-. Estoy bien.

Pudo transcurrir una hora. Tal vez fuesen dos o tres. Se les antojó un minuto. La nave coronó el ojo del huracán y siguió ascendiendo por el cielo, empequeñeciéndose, empequeñeciéndose más y más hasta desaparecer en la distancia. En ese momento vieron dos aviones de combate cruzando por encima de sus cabezas, buscando, comprendiendo que su presencia ya era inútil. Joa supo que eran estadounidenses. Pensó en el coronel Hank Travis.

Cuando la nave desapareció por completo sucedieron dos cosas más.

Primero, que el huracán se deshizo, como si nada, y se encontraron bajo un hermoso y plácido sol de mediodía.

Segundo, que sus relojes volvieron a funcionar, y en aquellos que tenían calendario apareció la fecha: 23 de diciembre.

Había pasado más de un día y medio de golpe.

Epílogo

(Nochebuena de 2012, en la riviera maya)

El cristal volvía a ser rojo. Lo sostuvo en su mano.

– Tú las avisaste, ¿verdad? -le dijo esperando una ilusoria respuesta que no llegó.

– ¿Viste sus caras? -preguntó David.

– Volvían a casa.

No sonó a lamento, ni a felicidad, envidia o sorpresa. Fue tan sólo un modo de decirlo.

Dejó el cristal en la mesita de noche, junto al reloj y el periódico, y se volvió hacia él.

En la penumbra, sus cuerpos resplandecían. Todavía húmedos.

Sus manos se encontraron en el centro de aquella geografía acotada por la cama. No había más horizonte. Ellos y lo que poseían. La brevedad de cada momento, lo efímero de cada instante, ya no les alcanzaba. No aquella tarde, ni durante aquellos días inmediatos en los que habían decidido vivir y ser libres. Aunque no lograsen aparcar todas las preguntas.

– ¿Cómo será la vida de mi padre?

– Fascinante -acertó a decir David.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque está con ella, y eso hace que no importe el dónde, sino el cómo.

– No puedo imaginármelo.

– Ni yo.

Una nave, el espacio, tal vez otro mundo, al otro lado de la galaxia o del universo.

Juguetearon con sus dedos, los entrelazaron, los separaron, rozaron sus yemas y se acariciaron la palma, el dorso, hasta subir el contacto por las muñecas, los brazos… Un ritual.

– Te quiero -susurró David.

Joa no dijo nada. No podía.

– Me da miedo lo que vaya a pasar ahora -no se lo ocultó él.

– Vivamos estas dos semanas -se encogió de hombros ella.

– ¿Y después? Volvió a callar.

– Joa…

Le besó la mano. La dejó sobre su boca.

– ¿Volverás a casa?

– No.

– ¿Por qué?

– Porque nada puede ser como antes.

– Pero no estarás sola.

– No lo digo por eso. Ya sé que en Barcelona estás tú. Es… por mí.

– Nadie sabe nada acerca de ti. Los jueces han desaparecido de momento, y nosotros en teoría ya no tenemos a quién cuidar.

– En teoría.

– ¿Piensas en ti y en las otras dos chicas que han quedado?

– Sí, sobre todo en ellas.

No hubo respuesta. Era como si no contasen. Las otras dos no estaban en Chichén Itzá. No habían formado parte del gran momento. Ella sí, pero por otras circunstancias.

– Es posible que tengas razón -asintió David.

– Esto no ha terminado y lo sabes -lo proclamó con dulzura aunque sin resignación-. Sigo siendo lo que soy.

– ¿Y qué eres?

– Un bicho raro, demasiado valioso para unos, peligroso para otros, curioso para muchos…

– Nadie te hará nada.

– Los americanos que me secuestraron pueden volver a intentarlo. Uno de los jueces quizá acabe enloqueciendo y decidiendo que yo no merezco estar entre humanos. No quiero vivir con miedo, David. No lo resistiría. Si regresara a Barcelona, ¿crees que tendría una vida normal? Me cansaría de mirar debajo de la cama y por encima del hombro. La rutina me haría débil pero la tensión me enloquecería.

– Entonces volveremos a cuidar de ti. Los guardianes seguiremos en la brecha por vosotras tres, aunque de momento no sabemos nada de las otras dos.

– ¿Siempre? ¿Toda la vida?

– Yo sí.

– No puedo atarte a mí, cariño.

– No digas eso -su rostro quedó atravesado por un sesgo de tristeza-. ¿Atarme? ¿Lo llamas así?

– Nos veremos, siempre que quieras, siempre que lo necesitemos, y cada reencuentro será maravilloso, cada día un cielo, cada semana una eternidad. Tenemos el mundo entero para hacerlo, y la tecnología para estar en perpetuo contacto.

– No es lo mismo.

– Pero ha de ser así, David. No resultaría de otra forma. No siendo yo quien soy.

– Nosotros…

– Nos tenemos, y es lo que cuenta -lo detuvo ella.

– No como quisiera.

– Nos tenemos -se lo repitió con mayor vehemencia.

– Tú no tienes problemas económicos, puedes vivir dos vidas saltando de ciudad en ciudad y de continente a continente, pero yo soy un simple profesor, aunque dispongamos de la Fundación para nuestras misiones como guardianes.

– No seas tonto. Tendrás un billete de avión siempre que lo necesites. No todas las parejas viven bajo un mismo techo siempre. Hay muchas formas de compartir.

– ¿Cómo puedes ser tan fuerte?

– ¡No lo soy! -tembló mientras le acariciaba la mejilla con pasión-. Pero es lo que hay. Y he de vivir con ello, y tú también salvo que prefieras otra cosa. Iré a Barcelona de cuando en cuando, porque es mi casa y necesitaré reencontrarme con todo eso, pero no me quedaré demasiado en ninguna parte.

– Así que vas a buscarles.

– Buscaré la forma de llegar a ellos o de que me escuchen. Si mi padre encontró la pista de mi madre, yo puedo encontrar otras. Ha de haberlas. Sólo hace falta tiempo y paciencia para descifrarlas. Mi padre me lo dijo: todo está conectado. La Antigüedad no es sólo el pasado, es una gran red de indicios y forma un inmenso mapa que debemos reconstruir mientras navegamos por él. Las pirámides de Egipto, Petra en Jordania, Angkor en Camboya, los restos de las otras culturas aquí mismo, en México… No puedo quedarme quieta y que me utilicen para hacer daño o me lo hagan a mí. No tengo otra cosa que hacer, David. Eso y descubrir quién soy, de qué soy capaz, aunque eso me da miedo. Lo que puedo hacer es también una responsabilidad.

Dejó de hablar unos segundos y se enfrentó a sus ojos. Dos lagos plácidos bajo un cielo muy oscuro.

– Dijiste que ellos volverían -se rindió David.

– Lo harán, pero no puedo limitarme a esperar.

– Y que tu madre te habló…

– Sí.

– ¿No fue una ilusión?

– No -sonrió.

David se acercó un poco más, hasta que sus cuerpos se rozaron por completo.

– Eres increíble.

– Volverán porque me lo dijeron. Algún día. Eso no es ser increíble. He de esperar, sí, pero no me resigno a quedarme quieta, te lo acabo de decir. De la misma manera que mi padre buscó a mi madre sin descanso, yo voy a buscar ahora la forma de que esa espera sea lo más breve posible.

– ¿Cuántas veces habrán venido?

– Quién sabe.

– ¿Cuántos bloques de 15.000 días midiendo el paso de sus enviadas habrán transcurrido a lo largo de los siglos?

– Puede que muchos, y puede que fuera la primera vez. También es posible que para ellos cien mil años sean un soplo de tiempo. Ya viste lo que sucedió, llegamos la tarde del 21, aparecieron en la madrugada del 22, y cuando se marcharon ayer ya era 23 de diciembre.

– Una vez leí que la torre Eiffel de París era en realidad una antena para que nos espiaran los extraterrestres.

– Eso es ciencia ficción.

– También lo es buscar una puerta que te comunique con ellos.

Sonó un teléfono móvil. Era el de David. Tuvo que levantarse para cogerlo porque lo tenía en la mesa, junto al televisor de la habitación. La cobertura no era la mejor. Se puso a gritar y a moverse, buscando un lugar desde el que pudiera establecer el diálogo sin que se cortara su fluidez. Finalmente abrió el ventanal y salió a la terraza. Joa contempló su figura.

Y más allá de ella, el mar, la puesta de sol. La calma después de la tempestad. La vida seguía.

Los periódicos de la mañana habían hablado del inexplicable fenómeno, de cómo un huracán ya de por sí insólito por la fecha se había desvanecido sin más, con su ojo en la vertical de Chichén Itzá. No había ningún antecedente. No existían explicaciones físicas ni meteorológicas. Se trataba de un misterio. Las únicas argumentaciones basadas en algo más o menos conocido eran las más descabelladas y absurdas para la mayoría: el fin del mundo profetizado por los mayas para el 21, el 22 o el 23 de diciembre de 2012.

Pero el mundo no se había terminado. Ni la humanidad había entrado en otra fase más trascendente de su evolución. ¿0 tal vez sí?

Joa se incorporó hasta quedar sentada en la cama y se miró en el espejo frontal.

Ella formaba parte de la humanidad.

Y ya no era la misma.

Acababan de entrar en el Sexto Sol, la nueva era

maya.

Alargó la mano y cogió el periódico. Ni una palabra de alienígenas, ni naves extraterrestres. Sólo el huracán. Eso y que en las aguas del Golfo de México la marina y la armada de los Estados Unidos habían realizado unas maniobras secretas.

David seguía hablando. Decía que regresaría a casa el 7 de enero, después de las fiestas. Dos semanas.

Joa se desperezó.

Tenía un mundo por descubrir. Pero incluso eso, en este momento, podía esperar. Iba a esperar.