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Vengo a buscar un paquete -declaró Joséphine Cortès acercándose a la ventanilla de la oficina de correos, en la calle Longchamp del distrito dieciséis de París.
– ¿Francia o extranjero?
– No lo sé.
– ¿A nombre de quién?
– Joséphine Cortès… C.O.R.T.È.S…
– ¿Tiene usted el aviso de llegada?
Joséphine Cortès le tendió el impreso amarillo de entrega.
– ¿Documento de identidad? -preguntó con tono cansino la empleada, una rubia teñida con un cutis cenizo que parpadeaba en el vacío.
Joséphine sacó su carné de identidad y lo colocó bajo la mirada de la encargada, que había entablado una conversación sobre un nuevo régimen a base de col lombarda y rábano negro con una compañera. La empleada cogió el carné, levantó una nalga y después la otra y bajó del taburete masajeándose los riñones.
Fue balanceándose hacia un pasillo y desapareció. La minutera negra avanzaba sobre el cuadrante blanco del reloj de pared. Joséphine sonrió abochornada a la cola que se formaba tras ella.
No es culpa mía si han enviado mi paquete a un sitio donde no lo encuentran, parecía excusarse ella encorvando la espalda. No es culpa mía si ha pasado por Courbevoie antes de llegar aquí. Y sobre todo, ¿de dónde puede venir? ¿De Shirley quizás, desde Inglaterra? Pero ella conoce mi nueva dirección. No sería extraño que fuese cosa de Shirley, que le enviara ese famoso té que compra en Fortnum & Masón, un pudín y calcetines gruesos, para poder trabajar sin tener frío en los pies. Shirley dice siempre que no existe el amor sino los detalles de amor. El amor sin los detalles, añade, es el mar sin la sal, los caracoles de mar sin mayonesa, una flor sin pétalos. Echaba de menos a Shirley. Se había ido a vivir a Londres con su hijo, Gary.
La empleada volvió sosteniendo un paquete del tamaño de una caja de zapatos.
– ¿Colecciona usted sellos? -preguntó a Joséphine encaramándose al taburete que chirrió bajo su peso.
– No…
– Yo sí. ¡Y puedo decirle que éstos son magníficos!
Los contempló parpadeando, después le tendió el paquete a Joséphine, que descifró su nombre y su antigua dirección en Courbevoie en el papel rudimentario que servía de embalaje. El lazo, igual de tosco, tenía las puntas deshilachadas formando una guirnalda de pompones sucios, a fuerza de haber pasado mucho tiempo en los estantes de correos.
– Como usted se ha mudado, no lo localizaba. Viene de lejos. De Kenya. ¡Ha hecho un largo viaje! Y usted también…
Lo había dicho en tono sarcástico y Joséphine se ruborizó. Balbuceó una excusa inaudible. Si se había mudado, no era porque ya no apreciara su extrarradio, oh, no, le gustaba Courbevoie, su antiguo barrio, su piso, el balcón con el pasamanos oxidado y, para ser sincera, no le gustaba nada su nueva dirección, allí se sentía extranjera, desplazada. No, si se había mudado, era por culpa de su hija mayor, Hortense, que ya no soportaba vivir en las afueras. Y cuando a Hortense se le metía una idea en la cabeza, no te quedaba otro remedio que llevarla a cabo, porque si no te fulminaba con su desprecio. Gracias al dinero que Joséphine había ganado con los derechos de autor de su novela, Una reina tan humilde, y a un importante préstamo bancario, había podido comprar un hermoso piso en un buen barrio. Avenida Raphaël, cerca de la Muette. Al final de la calle de Passy y de sus tiendas de lujo, junto al Bois de Boulogne. Mitad ciudad, mitad campo, había subrayado, con énfasis, el hombre de la agencia inmobiliaria. Hortense se había lanzado al cuello de Joséphine, «¡gracias, mamaíta, gracias a ti, voy a revivir, me voy a convertir en una auténtica parisina!».
– Si fuera por mí, me habría quedado en Courbevoie -murmuró Joséphine confusa, notando cómo le ardían las puntas de las orejas enrojecidas.
Esto es nuevo, antes no me ruborizaba por cualquier tontería. Antes estaba en mi sitio. Aunque no siempre me sintiera cómoda, era mi sitio.
– En fin…, ¿se queda con los sellos?
– Es que tengo miedo de estropear el paquete si los corto…
– No importa, ¡déjelo correr!
– Se los traeré, si quiere.
– ¡Ya le digo que no tiene importancia! Lo decía por decir, porque me han parecido bonitos a simple vista…, ¡pero ya me he olvidado de ellos!
Miró a la siguiente persona de la cola e ignoró ostensiblemente a Joséphine que volvió a guardar el carné de identidad en el bolso, antes de ceder el sitio y dejar la oficina.
Joséphine Cortès era tímida, a diferencia de su madre y de su hermana, que se hacían querer o imponían su autoridad con una mirada, con una sonrisa. Ella tenía una forma de pasar desapercibida, de pedir perdón por estar ahí, que la llevaba al extremo de tartamudear o enrojecer. Por un momento había creído que el éxito iba a ayudarle a tener confianza en sí misma. Su novela, Una reina tan humilde, seguía encabezando las listas de ventas más de un año después de su publicación. El dinero no le había aportado ninguna confianza. Incluso había terminado odiándolo. Había cambiado su vida, sus relaciones con los demás. La única cosa que no ha cambiado es la relación conmigo misma, suspiró, buscando con la mirada una cafetería donde poder sentarse y abrir el misterioso paquete.
Tiene que existir algún medio de ignorar ese dinero. El dinero elimina la angustia ante la amenaza del día de mañana, pero en cuanto se amontona, se convierte en un incordio agobiante. ¿Dónde invertirlo? ¿A qué tipo de interés? ¿Quién va a administrarlo? Yo seguro que no, admitió Joséphine mientras cruzaba por el paso de cebra y esquivaba una moto por los pelos. Le había pedido a su banquero, el señor Faugeron, que lo guardase en su cuenta y le entregase una suma cada mes, una suma que ella juzgaba suficiente para vivir, pagar los impuestos, comprarse un coche nuevo y cubrir los gastos de escolarización y del día a día de Hortense en Londres. Hortense sabía utilizar el dinero. A ella con toda seguridad no le produciría vértigo recibir los extractos bancarios. Joséphine se había resignado: su hija mayor, a los diecisiete años y medio, se desenvolvía mejor que ella, a los cuarenta y tres.
Estaban a finales de noviembre y la noche caía sobre la ciudad. Soplaba un viento recio, que despojaba a los árboles de sus últimas hojas rojizas que bailaban un vals antes de llegar al suelo. Los peatones avanzaban mirándose los pies, temiendo recibir el azote de una borrasca. Joséphine se levantó el cuello del abrigo y consultó el reloj. Se había citado a las siete con Luca en la cafetería Le Coq, de la plaza del Trocadero.
Miró el paquete. No llevaba remite. ¿Un envío de Mylène? ¿O quizás del señor Wei?
Subió por la avenida Poincaré, llegó a la plaza del Trocadero y entró en la cafetería. Tenía más de una hora por delante antes de que Luca llegara. Desde que se había mudado, se citaban siempre en esa cafetería. Joséphine lo había querido así. Para ella era una forma de acostumbrarse a su nuevo barrio. Le gustaba crearse hábitos. «Este sitio me parece demasiado burgués o demasiado turístico», decía Luca con voz sorda, «no tiene alma, pero si a usted le apetece…». Para saber si las personas son felices o desgraciadas hay que mirarlas siempre a los ojos. La mirada no se puede maquillar. Luca tenía los ojos tristes. Incluso cuando sonreía.
Abrió la puerta acristalada y buscó una mesa libre. Localizó una y se sentó. Nadie la miraba y se sintió aliviada. ¿Se estaría convirtiendo quizás en una auténtica parisina? Se llevó la mano al sombrero de punto verde almendra que había comprado la semana anterior, pensó durante un instante en quitárselo y después decidió dejárselo puesto. Si se lo quitaba, se despeinaría y no se atrevería a volver a peinarse. Una no se peinaba en público. Era uno de los principios de su madre. Sonrió. Por mucho que ya no viese a su madre, la llevaba siempre consigo. Era un sombrero verde almendra con unos fruncidos de punto que parecían tres michelines y una galleta plana de pana encima, rematada por un rabito de franela como el que corona la clásica boina. Había visto ese tocado en el escaparate de una tienda, en la calle Francs-Bourgeois en el Marais. Había entrado, había preguntado el precio y se lo había probado. Le daba un aire picaro, de mujer desenvuelta con la nariz respingona. Daba a sus ojos marrones un resplandor dorado, le estilizaba los pómulos y le afinaba la silueta. Con ese sombrero, parecía todo un personaje. El día antes, había ido a visitar a la tutora de Zoé, la señora Berthier, para hablar de los progresos de su hija pequeña, del cambio de colegio, de su capacidad de adaptación. Al final de la entrevista, la señora Berthier se había puesto el abrigo y el sombrero verde almendra con los tres fruncidos en la cabeza.
– Yo tengo uno igual -había dicho Joséphine-. No me lo he puesto porque no me he atrevido.
– ¡Debería usted ponérselo! Además, abriga y se sale de lo corriente. ¡Se ve venir desde lejos!
– ¿Lo ha comprado usted en la calle Francs-Bourgeois?
– Sí. En una tienda pequeñita.
– Yo también. ¡Qué casualidad!
El hecho de compartir el mismo tocado las había acercado más que su larga conversación referente a Zoé. Habían salido juntas del colegio y habían caminado en la misma dirección, mientras seguían hablando.
– Me ha dicho Zoé que vienen ustedes de Courbevoie.
– He vivido allí casi quince años. Me gustaba. Aunque había problemas…
– Aquí no son los niños los que plantean problemas, ¡son los padres!
Joséphine la había mirado, extrañada.
– Todos creen haber concebido a un genio y nos reprochan que no descubramos al Pitágoras o al Chateaubriand que duerme en su interior. Les atiborran de clases particulares, cursos de piano, de tenis, vacaciones en colegios caros en el extranjero y los niños, agotados, se duermen en clase o te contestan como si fueras un criado…
– ¿En serio?
– Y cuando intentas recordarles a los padres que de momento sólo son niños, te miran por encima del hombro y te dicen que los otros quizás, pero que el suyo ¡por supuesto que no! ¡Mozart tenía siete años cuando escribió su Pequeña serenata nocturna -una cantinela soporífera, entre nosotras- y que su progenie no va a ser menos! Ayer mismo tuve un altercado con un padre, un banquero cargado de diplomas y condecoraciones, que se quejaba de que su hijo sólo tenía un siete de media. Precisamente está en el mismo grupo que Zoé… Le hice notar que un siete estaba bastante bien, y me miró como si le hubiese insultado. ¡Su hijo! ¡La carne de su carne! ¡Sólo un siete de media! Sentí olor a napalm en su aliento. ¿Sabe?, hoy en día es peligroso ser profesor, y no son los alumnos los que me asustan, sino los padres.
Se había echado a reír y se agarró el sombrero de un manotazo para que el viento no se lo llevase.
Al llegar frente al portal de Joséphine tuvieron que separarse.
– Yo vivo un poco más lejos -había dicho la señora Berthier, señalando una calle a la izquierda-. Velaré por Zoé, ¡se lo prometo!
Caminó algunos pasos, y después se volvió.
– Y mañana ¡póngase el sombrero! Así nos reconoceremos, incluso de lejos. ¡Es imposible no verlo!
Eso sin duda, pensó Joséphine: se elevaba como una cobra saliendo de la cesta; sólo le faltaba empezar a contonearse con el sonido de una flauta. Se había reído y se lo había prometido con una seña: se pondría su boina de michelines a partir de mañana. A ver qué pensaría Luca de él.
Se veían regularmente desde hacía un año y todavía se trataban de usted. Dos meses antes, en septiembre, a la vuelta de las vacaciones, habían intentado tutearse, pero era demasiado tarde. Era como si hubiesen incorporado a dos desconocidos a su intimidad. Dos personas que se trataban de «tú» y que no conocían. Habían vuelto, pues, al usted que, aunque resultara sorprendente, les convenía a la perfección. Su forma de vivir separados también les convenía: cada uno en su casa, con una independencia estricta. Luca escribía una obra erudita para un editor universitario: una historia sobre las lágrimas, desde la Edad Media a nuestros días. Se pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca. A los treinta y nueve años vivía como un estudiante, se alojaba en un estudio en Asnières, en su frigorífico se morían de soledad una botella de Coca Cola y un trozo de paté, no tenía coche ni televisión y llevaba, hiciese el tiempo que hiciese, una parka azul marino que le servía de segunda residencia. Transportaba en sus grandes bolsillos todo lo que necesitaba para la jornada. Tenía un hermano gemelo, Vittorio, que le atormentaba. Joséphine sólo necesitaba fijarse en la arruga que tenía entre los ojos, para saber si las noticias de su hermano eran buenas o malas. Cuando la hendidura se hacía más profunda, era señal de tormenta. Ella no preguntaba nada. Esos días, Luca permanecía mudo, sombrío. Le cogía la mano, la metía en el bolsillo de su parka junto a las llaves, los bolígrafos, los cuadernos, los caramelos para la garganta, los billetes de metro, el móvil, los paquetes de kleenex y la vieja cartera roja de piel. Ella había aprendido a reconocer cada objeto con las yemas de los dedos. Conseguía incluso identificar la marca de las bolsitas de caramelos. Se veían por la noche, cuando Zoé se quedaba a dormir en casa de una amiga, o los fines de semana, cuando iba a visitar a su primo Alexandre a Londres.
Un viernes sí y otro no, Joséphine llevaba a Zoé a la estación del Norte. Philippe y Alexandre, su hijo, iban a recogerla a Saint Paneras. Philippe le había regalado a Zoé un abono del Eurostar y Zoé se marchaba, impaciente por volver a su habitación en el piso de su tío en Notting Hill.
– ¿ Es que allí tienes tu propio dormitorio? -había exclamado Joséphine.
– ¡Tengo incluso un vestidor lleno de ropa para no cargar con maletas! Philippe piensa en todo, es el tío más genial que hay.
Joséphine reconocía, en ese tipo de atenciones, la delicadeza y la generosidad de su cuñado. Cada vez que ella tenía un problema, cuando dudaba sobre una decisión que tomar, llamaba a Philippe.
Y él respondía siempre aquí estoy, Jo, puedes pedirme lo que quieras, ya lo sabes. En cuanto oía ese tono benévolo se sentía más tranquila. Se hubiese dejado mecer gustosamente por el calor de esa voz, por la ternura que adivinaba detrás del ligero cambio de entonación que seguía a su: «Hola, Philippe, soy Jo», pero inmediatamente se imponía una advertencia: ¡cuidado, peligro! ¡Es el marido de tu hermana! ¡Mantén las distancias, Joséphine!
Antoine, su marido, el padre de sus dos hijas, había muerto seis meses antes. En Kenya. Dirigía un criadero de cocodrilos por cuenta de un hombre de negocios chino, el señor Wei, con el que estaba asociado. Los negocios comenzaron a torcerse, él empezó a beber, y a mantener una extraña relación con los cocodrilos, que se burlaban de él, negándose a reproducirse, destrozando las alambradas de protección y devorando a sus empleados. Pasaba noches enteras intentando descifrar los ojos amarillos de los cocodrilos, que flotaban en los estanques. Quería hablarles, convertirse en su amigo. Una noche se había sumergido en el agua y uno de ellos lo había devorado. Fue Mylène quien le relató el trágico final de Antoine. Mylène, la amante de Antoine, la que había elegido para acompañarle en su aventura a Kenya. La mujer por la que la había abandonado. ¡No! No me dejó por ella, me dejó porque ya no aguantaba estar en paro, no hacer nada durante todo el día, depender de mi sueldo para vivir. Mylène había sido un pretexto. Un andamio para volver a construirse.
Joséphine no había tenido el valor de decirle a Zoé que su padre había muerto. Le había contado que se había marchado a explorar otros parques de cocodrilos en plena jungla, sin teléfono móvil, y que no tardaría en tener noticias suyas. Zoé movía la cabeza y respondía: «Pues ahora ya sólo te tengo a ti, mamá, esperemos que no te pase nada», y tocaba madera para alejar esa posibilidad. «No te preocupes, no me pasará nada, soy invencible, como la reina Leonor de Aquitania, que vivió hasta los setenta y ocho años ¡sin quejarse ni desfallecer!». Zoé reflexionaba un instante e insistía en el aspecto práctico: «Pero si te pasara algo, mamá, ¿qué haría yo? ¡Nunca podría encontrar a papá yo sola!». A Joséphine se le había pasado por la cabeza enviarle postales firmadas: «Papá», pero le repugnaba la idea de convertirse en una impostora. Un día u otro tendría que contarle la verdad. Nunca era un buen momento. Pero es que ¿acaso había un momento ideal para anunciar a una adolescente de trece años y medio que su padre había muerto entre las fauces de un cocodrilo? Hortense lo sabía. Había llorado, culpó a Joséphine, y después había decidido que era mejor así, que su padre sufría demasiado por no haber triunfado en la vida. A Hortense no le gustaban las emociones, pensaba que eran una pérdida de tiempo, de energía, una debilidad sospechosa que no provocaba sino piedad. Ella sólo tenía una meta en la vida: triunfar; y nadie, nadie se interpondría en su camino. Quería a su padre, cierto, pero ya no podía hacer nada por él. Cada uno es responsable de su destino; él había perdido la partida, y había pagado el precio.
Derramar lágrimas por él no le iba a resucitar.
Eso había sido el junio anterior.
A Joséphine le parecía que había pasado una eternidad.
Con una matrícula de honor en selectividad en el bolsillo, Hortense se había ido a estudiar a Inglaterra. A veces se reunía con Zoé en casa de Philippe y pasaba el sábado con ellos, pero la mayor parte del tiempo llegaba como una exhalación, besaba a su hermanita y se volvía a marchar. Se había inscrito en el Saint Martins College de Londres y trabajaba sin parar. «Es la mejor escuela de diseño del mundo», aseguraba a su madre. «Lo sé, es cara, pero ahora podemos permitírnoslo, ¿verdad? Ya verás, no te arrepentirás de tu inversión. Voy a convertirme en una diseñadora mundialmente conocida». Hortense no tenía dudas. Joséphine tampoco. Siempre confiaba en su hija mayor.
¡Cuántos acontecimientos en apenas un año! En pocos meses mi vida se ha transformado completamente. Estaba sola, abandonada por mi marido, maltratada por mi madre, perseguida por mi banquero, asediada por las deudas, había terminado de escribir una novela para mi hermana, para que mi querida hermana, Iris Dupin, la firmara y pudiese brillar en sociedad.
Y ahora…
Ahora Scorsese ha comprado los derechos de mi novela y se habla de Nicole Kidman para encarnar a Florine, mi heroína. Las traducciones extranjeras son incontables y acabo de recibir mi primer contrato en chino.
Ahora Philippe vive en Londres con Alexandre. E Iris está internada en una clínica de la región parisina, curándose de una depresión.
Ahora estoy buscando un tema para mi segunda novela, porque el editor me ha convencido para que escriba otra. Busco, busco, pero no encuentro.
Ahora soy viuda. La policía local ha confirmado la muerte de Antoine, se la ha comunicado a la embajada de Francia en Nairobi y ha informado al Ministerio de Asuntos Exteriores en Francia. Soy Joséphine Plissonnier, viuda de Cortès. Soy capaz de pensar en Antoine, en su horrible muerte, sin llorar.
Ahora he rehecho mi vida: espero a Luca para ir al cine. Luca habrá comprado el Pariscope y elegiremos juntos la película. Siempre la elegía él, pero ella fingía dejarle la iniciativa. Apoyaría la cabeza en su hombro, metería la mano en su bolsillo y diría: «Elija usted». Y él diría: «De acuerdo, elegiré yo, ¡pero luego no se queje!».
Joséphine no se quejaba nunca. Se sorprendía siempre de que a él le gustase estar con ella. Cuando dormía en su casa, cuando notaba que se había dormido apoyado en ella, jugaba a cerrar los ojos un buen rato y a abrirlos después para descubrir, como si no lo hubiese visto nunca, el decorado austero de su estudio, la luz blanca que se filtraba a través de las lamas de los estores, las pilas de libros amontonados en el suelo. Encima de cada pila, una mano distraída había dejado un plato, un vaso, la tapa de una cacerola o un periódico a punto de caerse. El apartamento de un solterón. Ella saboreaba su estatus de dueña del lugar. Ésta es su casa, y soy yo la que duerme en su cama. Se apretaba contra él, y le besaba furtivamente la mano, una mano seca como un sarmiento de viña negra, que le enlazaba la cintura. Tengo un amante. Yo, Joséphine Plissonnier, viuda de Cortès, tengo un amante. Se le enrojecieron las orejas y recorrió con la mirada el interior del café para verificar que nadie la observaba. ¡Espero que le guste mi sombrero! Si arruga la nariz, lo aplasto y me hago una boina. O lo enrollo, me lo meto en el bolsillo y no me lo vuelvo a poner.
Su mirada volvió al paquete. Deshizo el cordel y releyó la dirección. Señora Joséphine Cortès. No habían tenido tiempo de divorciarse. ¿Hubiesen tenido el valor? Marido y mujer. Uno no se casa sólo para lo mejor, uno se casa también para los errores, las debilidades, las mentiras, los subterfugios. Ya no estaba enamorada de Antoine, pero seguía siendo su marido, el padre de Hortense y de Zoé.
Apartó con cuidado el envoltorio, miró una vez más los sellos-¿volvería para dárselos a la empleada de correos?-, entreabrió la caja de zapatos. Dentro había una carta.
Señora:
Estas son las pertenencias de Antoine Cortès, su marido, que hemos encontrado tras el desgraciado accidente que le costó la vida. Tenga por seguro que todos la acompañamos en el sentimiento y que recordamos con afecto a nuestro compañero y amigo, siempre dispuesto a hacer un favor y a pagar una ronda. La vida no será ya la misma sin él, y su silla en el bar permanecerá vacía como muestra de fidelidad.
Sus amigos y colegas del Crocodile Café en Mombasa.
Le seguían las firmas, todas ilegibles, de los antiguos conocidos de Antoine. Aunque hubiera podido descifrarlas, no le habrían aportado nada: no conocía a ninguno.
Joséphine volvió a doblar la carta y retiró el papel de periódico que envolvía los efectos de Antoine. Sacó un reloj sumergible, un hermoso reloj con un gran cuadrante negro, rodeado por una roseta de cifras romanas y árabes; una zapatilla deportiva naranja de la talla 39 -sufría por tener los pies pequeños-; una medalla de bautismo que representaba un ángel de perfil, con el mentón apoyado en el dorso de la mano, y en el reverso de la medalla, su nombre grabado y la fecha de nacimiento, 26 de mayo de 1963. Finalmente, pegado con celo a un trozo de cartón amarillento, un mechón de pelo largo y castaño acompañado de una frase garabateada a mano: «Cabello de Antoine Cortès, hombre de negocios francés». Fue el mechón lo que conmocionó a Joséphine. El contraste entre esos cabellos finos, sedosos, y el aspecto que quería mostrar Antoine. No le gustaba su nombre, prefería Tonio. Tonio Cortès. Eso tenía estilo. Estilo de perdonavidas, de gran cazador de fieras, de hombre que no teme a nada, cuando en realidad se moría de miedo de no triunfar, de no estar a la altura.
Acarició el mechón con los dedos. Mi pobre Antoine, no estabas hecho para este mundo, sino para un mundo de terciopelo, frívolo, un mundo de opereta en el que uno puede sacar pecho con toda impunidad, un mundo en el que tus fanfarronadas habrían atemorizado a los cocodrilos. Para ellos sólo has sido un bocado más. Y no sólo para esos reptiles sumergidos en los estanques. Para todos los cocodrilos de la vida, que abrían sus fauces para devorarnos. El mundo está lleno de esas bestias asquerosas.
Eso era todo lo que quedaba de Antoine Cortès: una caja de cartón que ella sostenía sobre las rodillas. De hecho, siempre había tenido a su marido sobre las rodillas. Le había concedido la ilusión de ser el jefe, pero la responsable siempre había sido ella.
– ¿Qué va a ser, mi querida señora?
El camarero, plantado ante ella, esperaba.
– Una Coca Cola light, por favor.
El camarero se alejó con paso ligero. Tenía que ponerse a hacer ejercicio. Estaba volviendo a engordar. Había elegido ese piso para ir a correr por las avenidas del Bois de Boulogne. Se irguió, metió la barriga y se comprometió a mantenerse recta para trabajar sus músculos.
Los transeúntes vagaban por la acera. Otros los adelantaban a empujones. Sin excusarse. Una pareja joven caminaba abrazada. El chico había pasado el brazo sobre el hombro de la chica, que sostenía unos libros contra el pecho. Él le murmuraba algo al oído y ella escuchaba.
¿Cuál será el tema de mi próxima novela? ¿La sitúo en el presente o en mi querido siglo XII? Aquello, al menos, lo conozco. Conozco la sensibilidad de aquella época, los usos amorosos, las reglas de la vida en sociedad. ¿Qué sé yo de la vida de hoy? No demasiado. En este momento estoy aprendiendo. Aprendo las relaciones con los demás, las relaciones con el dinero, lo aprendo todo. Hortense sabe más que yo de eso. Zoé todavía es una niña, aunque está creciendo a ojos vista. Sueña con parecerse a su hermana. Yo también, cuando era niña, tenía a mi hermana como modelo.
Idolatraba a Iris. Era mi dueña y señora. Hoy delira en la penumbra de la habitación de una clínica. Sus grandes ojos azules abrigan una mirada que se ha convertido en un desierto. Me mira, rozándome con un ojo, mientras el otro se evade en un vago aburrimiento. Apenas me escucha. Una vez, mientras la animaba a hacer un esfuerzo con el personal, muy atento con ella, me respondió: «¿Cómo quieres que sea capaz de vivir con los demás, si ni siquiera soy capaz de vivir conmigo misma?», y había dejado caer la mano, inerte, sobre la manta.
Philippe iba a verla. Pagaba las facturas de los médicos, pagaba la factura de la clínica, pagaba el alquiler de su piso en París, pagaba el sueldo de Carmen. Cada día, Carmen, sirvienta fiel y testaruda, confeccionaba ramos de flores que llevaba a Iris, tras hora y media de viaje en un tren de cercanías y dos transbordos de autobús. Iris, incomodada por el olor de las flores, las rechazaba y se marchitaban ante su puerta. Carmen compraba pastas de té en Mariage Frères, colocaba la manta de cachemir rosa sobre la cama blanca, le ponía un libro al alcance de la mano, daba un toque de perfume al ambiente con un vaporizador y esperaba. Iris dormía. Carmen se marchaba de puntillas hacia las seis de la tarde. Volvía al día siguiente, cargada con nuevas ofrendas. Joséphine sufría con la abnegación silenciosa de Carmen y el silencio de Iris.
– Hazle un gesto, dile algo… Viene todos los días y ni siquiera la miras. No eres demasiado amable.
– No tengo por qué ser amable, Joséphine, estoy enferma. Y además me aburre con su amor. ¡Déjame tranquila!
Cuando no se sentía desengañada, cuando recobraba un poco de vida y de color podía ser muy desagradable. La última vez que Joséphine había ido a visitarla, el tono, al principio neutro, anodino, había subido rápidamente.
– Yo sólo he tenido un talento -había declarado Iris contemplándose en un espejito de bolsillo que estaba siempre sobre la mesilla de noche-: He sido guapa. Muy guapa. ¡E incluso eso se me está escapando! ¿Has visto esta arruga? Ayer por la tarde no estaba. Y mañana aparecerá otra, y otra y otra…
Había dejado el espejo de golpe sobre la mesa de fórmica y se había alisado el pelo negro peinado en una media melena recta. Un corte que la rejuvenecía diez años.
– Tengo cuarenta y siete años y he fallado en todo en la vida. Como mujer, como madre, y en la vida sin más… ¿Y quieres que tenga ganas de levantarme? ¿Para hacer qué? Prefiero dormir.
– Pero ¿y Alexandre? -había suspirado Joséphine, sin creer demasiado en que ese argumento fuese a cambiar algo.
– No pretendas ser más tonta de lo que eres, Jo, sabes muy bien que nunca he sido una madre para él. He sido una aparición, una conocida, ni siquiera podría decir una amiga: me aburría estar con él y sospecho que él también se aburría conmigo. Se entiende mejor contigo, su tía, que conmigo, su madre, así que…
La pregunta, que carcomía a Joséphine y que no se atrevía a plantear, se refería a Philippe. ¿No tienes miedo de que rehaga su vida con otra? ¿No tienes miedo de encontrarte sola? Hubiera sido demasiado brutal.
– Pues intenta convertirte en un ser humano de bien… -había concluido-. Nunca es demasiado tarde para convertirse en una buena persona.
– ¡Qué coñazo puedes llegar a ser, Joséphine! ¡Pareces una monjita perdida en un burdel, que intenta salvar almas perdidas! Vienes hasta aquí a darme lecciones. La próxima vez ahórrate el desplazamiento y quédate en casa. Parece ser que te has mudado. A un piso bonito, en un buen barrio. Me lo ha dicho nuestra querida madre. Entre nosotras, se muere de ganas de ir a visitarte, pero no quiere ser la primera en llamar.
Había esbozado una débil sonrisa, una sonrisa de desprecio. Sus grandes ojos azules, que desde que estaba enferma ocupaban todo su rostro, se habían ensombrecido con una melancolía celosa, malvada.
– Ahora tienes dinero. Mucho dinero. Gracias a mí. Fui yo quien provocó el éxito de tu libro, no lo olvides nunca. Sin mí hubieses sido incapaz de encontrar un editor, incapaz de responder a un periodista, de entrar en escena, ¡de dejarte despellejar en directo para llamar la atención! Así que ahórrame los sermones y aprovecha ese dinero. ¡Que al menos sirva para una de las dos!
– Eres injusta, Iris.
Se había incorporado. Una mecha de pelo negro se había escapado del corte perfecto y le caía sobre los ojos. Había gritado, apuntando a Joséphine con el dedo:
– ¡Habíamos hecho un pacto! ¡Yo te daba todo el dinero y tú me dejabas la gloria! Yo respeté nuestro acuerdo. ¡Tú no! Tú quisiste las dos cosas: ¡el dinero y la gloria!
– Sabes muy bien que no es verdad. Yo no quería nada de nada, Iris, nada de nada. Yo no quería escribir el libro, no quería el dinero del libro, sólo quería poder dar una educación decente a Hortense y a Zoé.
– ¡Atrévete a decirme que no enviaste a esa asquerosa de Hortense a denunciarme en directo en la televisión! «No ha sido mi tía quien escribió el libro, ha sido mi madre…». ¡Atrévete a decirlo! ¡Ah! ¡Te vino bien que fuera a soltarlo todo! Te escondiste detrás de tu dignidad y lo recuperaste todo, incluso acabaste conmigo. Si ahora estoy aquí, en esta cama, consumiéndome a fuego lento, es por tu culpa, Joséphine, ¡por tu culpa!
– Iris… Te lo ruego…
– ¿Y eso no te basta? ¡Vienes a burlarte de mí! ¿Qué más quieres? ¿A mi marido? ¿A mi hijo? ¡Pues quédatelos, Joséphine, quédatelos!
– No piensas lo que dices. Es imposible. Nos queríamos mucho las dos. En todo caso, yo, yo te quería y te quiero todavía.
– Me das asco, Jo. He sido tu aliada más fiel. Siempre he estado allí, siempre he pagado por ti, siempre he velado por ti. La única vez que te pido que hagas algo por mí, me traicionas. ¡Porque te has vengado bien! ¡Me has deshonrado! ¿Por qué te crees que me quedo aquí encerrada en esta clínica, dormitando, atiborrada de somníferos? ¡Porque no tengo elección! Si salgo, todo el mundo me señalará con el dedo. Prefiero morirme aquí. Y ese día, tendrás mi muerte sobre la conciencia y ya veremos cómo harás para vivir. ¡Porque no te soltaré! Vendré a tirarte de los pies por la noche, tus pequeños y cálidos pies enlazados con los pies grandes y fríos de mi marido, a quien deseas en secreto. ¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no oigo cómo le tiembla la voz cuando habla de ti? No me he vuelto completamente idiota. Oigo que le atraes. Te impediré dormir, impediré que te mojes los labios en las copas de champán que él te ofrecerá y, cuando pose su boca sobre tu hombro, ¡te morderé, Joséphine!
Sus brazos cadavéricos sobresalían del camisón, bajo la piel de sus mandíbulas crispadas vibraban dos bolitas duras, sus ojos ardían con el odio más feroz que jamás mujer celosa alguna lanzó sobre su rival. Fueron esos celos, ese odio feroz lo que dejó helada a Joséphine, que murmuró, como si se confesase a sí misma:
– Pero si me odias, Iris…
– ¡Por fin lo entiendes! ¡Por fin vamos a dejar de interpretar la comedia de las hermanas que se quieren!
Gritó, sacudiendo violentamente la cabeza. Después bajó la voz, clavó sus ojos ardientes en los de su hermana, y le hizo un gesto para que se fuera.
– ¡Vete!
– Pero Iris…
– No quiero volver a verte. ¡No merece la pena que vuelvas! ¡Adiós muy buenas!
Pulsó el timbre para llamar a la enfermera, se dejó caer sobre las almohadas y se tapó los oídos con las manos, sorda a todo intento de Joséphine por volver al diálogo y hacer las paces.
De eso hacía tres semanas.
No se lo había contado a nadie. Ni a Luca, ni a Zoé, ni a Hortense, ni siquiera a Shirley, a quien nunca le había gustado Iris. Joséphine no necesitaba que juzgasen a su hermana, cuyas cualidades y defectos conocía.
Está llena de rencor, está llena de rencor hacia mí por haberle quitado el papel protagonista que poseía por derecho. No fui yo quien empujó a Hortense a airearlo todo, no fui yo quien rompió el contrato. Pero ¿cómo conseguir que Iris aceptara la verdad? Se sentía demasiado herida para escucharla. Acusaba a Joséphine de haberle destruido la vida. Es más fácil acusar a los demás que hacer autocrítica. Fue a Iris a quien se le ocurrió la idea de hacer que Joséphine escribiera una novela para firmarla ella, ella quien la había seducido, dándole todo el dinero del libro; fue ella quien lo maquinó todo, y Joséphine se dejó manipular. Joséphine era débil ante su hermana. Pero ¿dónde reside el límite preciso entre la debilidad y la cobardía? ¿Entre la debilidad y la duplicidad? ¿No se había sentido feliz cuando Hortense había declarado en la televisión que la verdadera autora de Una reina tan humilde era su madre y no su tía? Me sentí confusa, ciertamente, pero más por la conducta de Hortense -quien, a su manera, me decía que me amaba, que me apreciaba- que por el hecho de haber sido rehabilitada como escritora. Me da igual esa novela. Me da igual ese dinero. Me da igual ese éxito. Lo que yo querría es que todo volviese a ser como antes. Que Iris me quisiera, que nos fuésemos de vacaciones las dos, que ella fuera la más guapa, la más brillante, la más elegante; me gustaría que gritásemos a coro: «Cric y Croe se comieron al gran Cruc…», como cuando éramos pequeñas. Me gustaría ser de nuevo la hermana que no cuenta para nada. No me siento a gusto dentro de mi nueva indumentaria de mujer que triunfa.
Fue entonces cuando vio su propio reflejo en el espejo del café.
Al principio, no se reconoció.
¿Esa mujer era Joséphine Cortès?
¿Esa mujer elegante, con ese bonito abrigo beige con grandes solapas de terciopelo marrón? Esa mujer de brillantes cabellos castaños, boca bien perfilada, y ojos llenos de una luz asombrosa ¿era ella? El sombrero de fruncidos abultados coronaba y rubricaba a la nueva Joséphine. Miró a esa perfecta extraña. Encantada de conocerla. ¡Qué guapa está! ¡Qué hermosa y libre parece! Me gustaría tener su aspecto, quiero decir, ser interiormente tan bella y luminosa como el reflejo que anida en el espejo. Así, mirándola, tengo la extraña impresión de ser doble: usted y yo. Y, sin embargo, sólo somos una.
Miró el vaso de Coca Cola que tenía delante. No lo había tocado. Los cubitos se habían fundido empañando las paredes del vaso. Dudó en imprimir sobre él la marca de sus dedos. ¿Por qué he pedido una Coca Cola? Odio la Coca Cola. Odio las burbujas que suben hasta la nariz como mil hormigas rojas. No sé nunca qué pedir en un café, así que digo Coca Cola como todo el mundo, o café. Coca Cola, café, Coca Cola, café.
Levantó la cabeza hacia el reloj de la cafetería: ¡las siete y media! Luca no había venido. Sacó el móvil del bolso, marcó su número, escuchó su contestador, que decía «Giambelli» pronunciando todas las sílabas y dejó un mensaje. No se verían esta tarde.
Quizás era mejor. Cada vez que recordaba aquella terrible escena con su hermana, sentía que la invadía la desesperanza y las fuerzas la abandonaban. Ya no tenía ganas de nada. Ganas de sentarse en la acera y ver a los desconocidos, a los perfectos extraños de la calle. Cuando quieres a alguien, ¿hay que sufrir obligatoriamente? ¿Es el precio que hay que pagar? Ella sólo sabía querer. No sabía hacerse querer. Eran dos cosas muy diferentes.
– ¿No se bebe usted la Coca Cola, mi querida señora?-preguntó el camarero mientras tamborileaba la bandeja con los muslos-. ¿No tiene buen sabor? ¿No es una buena cosecha? ¿Quiere que se la cambie?
Joséphine sonrió tímidamente y negó con la cabeza.
Decidió no esperarle más. Volvería a casa y cenaría con Zoé. Al salir le había dejado una cena fría en la mesa de la cocina, una pechuga de pollo y una ensalada de judías verdes, un petit-suisse de frutas y una nota: «Estoy en el cine con Luca, volveré sobre las diez. Iré a darte un beso antes de que te duermas, te quiero, mi niña, mi amor. Mamá». No le gustaba dejarla sola por la noche, pero Luca había insistido en verla. «Tengo que hablar con usted, Joséphine, es importante». Joséphine frunció el ceño. Él había pronunciado esas palabras, y ella lo había olvidado.
Marcó el número de casa. Anunció a Zoé que, al final, volvía para cenar, y le hizo una seña al camarero para que le trajese la cuenta.
– Está debajo del posavasos, mi querida señora. ¡Definitivamente, tiene usted la cabeza en otra parte!
Dejó una generosa propina y salió.
– ¡Eh! ¡Olvida su paquete!
Se volvió, le vio mostrándole el envío de Antoine. Se lo había dejado sobre la silla. ¿Y si no tuviese corazón? Me olvido de los restos de Antoine, traiciono a mi hermana, abandono a mi hija para irme al cine con mi amante, y ¿qué más?
Cogió el paquete y lo estrechó contra su corazón, bajo el abrigo.
– Quería decirle que… ¡me gusta mucho su tocado! -exclamó el camarero.
Sintió cómo sus orejas enrojecían bajo el sombrero.
Joséphine buscó un taxi, pero no vio ninguno. Era una hora mala. La hora en la que la gente vuelve a su casa o va al restaurante, al cine o al teatro. Decidió volver a casa andando. Caía una lluvia fina y helada. Abrazó el paquete que seguía sosteniendo bajo el abrigo. ¿Qué voy a hacer? No puedo dejarlo en casa. Si Zoé lo encontrara… Iré a guardarlo al trastero.
Era una noche oscura. La avenida Paul-Doumer estaba desierta. Bordeó el muro del cementerio con paso ligero. Divisó la gasolinera. Sólo los escaparates de las tiendas estaban iluminados. Descifró los nombres de las calles que atravesaban la avenida, intentando memorizarlos. Calle Schlœsing, calle Pétrarque, calle Scheffer, calle de la Tour… Una vez le contaron que Brigitte Bardot había tenido a su hijo en ese hermoso edificio, en la esquina de la calle de la Tour. Había pasado todo el embarazo encerrada en su casa, con las cortinas cerradas: había fotógrafos en cada rama de árbol, en cada balcón. Habían alquilado los pisos vecinos a precio de oro. Estaba prisionera en su casa. Y si se aventuraba a salir, una maruja la perseguía hasta el ascensor, la amenazaba con clavarle un tenedor en los ojos y la llamaba puta. Pobre mujer, pensó Joséphine, si ése es el precio de la fama, es mejor seguir siendo una desconocida. Tras el escándalo provocado por Hortense en la televisión, algunos periodistas habían intentado acercarse a Joséphine para fotografiarla. Ella se había marchado a Londres con Shirley y, desde allí, habían huido a Moustique, a la gran casa blanca de Shirley. Al volver, se había mudado y había conseguido conservar el anonimato. A veces, cuando decía Joséphine Cortès, C.O.R.T.È.S., alguien levantaba la cabeza y le agradecía que hubiera escrito Una reina tan humilde. Sólo recibía muestras de satisfacción y afecto. Nadie la había amenazado todavía con un tenedor.
Al final de la avenida Paul-Doumer empezaba el bulevar Émile-Augier. Ella vivía un poco más lejos, en los jardines del Ranelagh. Atisbo a un hombre que hacía flexiones, colgado de un árbol. Un hombre elegante, con un impermeable blanco. Resultaba cómico verle así, tan elegante, agarrado a una rama, subiendo y bajando, estirando los brazos. No le veía la cara: le daba la espalda.
Podría ser el principio de una novela. Un hombre colgado de una rama. Estaría oscuro, como esta noche. Vestiría ese mismo impermeable y contaría las flexiones que hacía para levantarse. Las mujeres se volverían a mirarle, mientras se apresuraban por llegar a sus casas. ¿Estaría pensando en ahorcarse, o en lanzarse al ataque de un paseante? ¿Era un hombre desesperado o un asesino? Allí comenzaría la historia. Ella confiaba en la vida para que le proporcionara pistas, ideas, detalles, que convertiría en historias. Así es como había escrito su primer libro. Abriendo bien los ojos al mundo. Escuchando, observando, olfateando. Así es también como no se envejece. Envejecemos cuando nos encerramos, cuando nos negamos a ver, a oír o a respirar. A menudo, la vida y la escritura viajan juntas.
Avanzó a través del parque. Era una noche sin luna, una noche sin luz alguna. Se sentía perdida en un bosque hostil. La lluvia emborronaba las luces traseras de los coches, débiles resplandores que lanzaban un brillo incierto sobre el parque. Una rama empujada por una ráfaga de viento le rozó la mano. Joséphine se sobresaltó. Se le aceleró el corazón y empezó a latir con fuerza. Se encogió de hombros y apretó el paso. En estos barrios no puede pasar nada. Todos están ocupados en sus casas, comiendo una buena sopa de verduras frescas o viendo la televisión en familia. Los niños se han bañado, se han puesto el pijama y cortan la carne mientras sus padres comentan la jornada. No hay locos deambulando en busca de pelea y empuñando cuchillos. Se obligó a pensar en otra cosa.
No haber avisado no era el estilo de Luca. Algo le había pasado a su hermano. Algo grave para que él olvidara su cita. «Tengo que hablar con usted, Joséphine, es importante». A estas horas debía de estar en alguna comisaría, intentando sacar a Vittorio de algún lío. Siempre lo dejaba todo para ayudarle. Vittorio se negaba a conocerla, no me gusta esa chica, te acapara, me parece que es torpe, además. Está celoso, había comentado Luca, divertido. ¿No me defendió usted cuando dijo que era torpe? El había sonreído y había dicho estoy acostumbrado, le gustaría que sólo me ocupase de él, ya no es como antes, cada vez se está volviendo más frágil, cada vez más irritable, por eso no quiero que le vea, podría ser muy desagradable y yo la aprecio, mucho. Ella no había retenido más que el final de la frase y había metido la mano en su bolsillo.
Así que a mi querida madre le gustaría inspeccionar mi nuevo piso, pero se niega a confesarlo. Henriette Plissonnier nunca telefoneaba la primera. Se le debía respeto y obediencia. La noche en la que me enfrenté a ella fue mi primera noche de libertad, mi primer acto de independencia. ¿Y si todo hubiese empezado aquella noche? La estatua de la Gran Mandona había sido derribada y Henriette Grobz había caído de cabeza. Aquél había sido el principio de las desgracias de Henriette. Ahora vivía sola en el gran apartamento que, generosamente, le había cedido Marcel Grobz, su marido. El había huido al encuentro de una compañera más clemente, que le había dado un hijo: Marcel Grobz Júnior. Tengo que llamar a Marcel, pensó Joséphine, que sentía más ternura por su padrastro que por su progenitora.
Las ramas de los árboles se balanceaban, formando una coreografía amenazante. Parecía la danza de la muerte: largas ramas negras como los harapos de las brujas. Se estremeció. Una ráfaga de lluvia helada le golpeó en los ojos, como pequeñas agujas que le pincharan el rostro. Ya no veía nada. De las tres farolas que bordeaban la avenida sólo funcionaba una. Era una pincelada de luz blanca estriada por la lluvia, que ascendía hacia el cielo. El agua subía, desbordaba y volvía a caer como una fina bruma. Aparecía, se arremolinaba, se escondía, se deshacía antes de volver a aparecer. Joséphine procuraba seguir el rastro luminoso hasta que se perdía en la oscuridad, y volvía a buscar otro haz tembloroso, pendiente de la trayectoria de la lluvia.
No vio la silueta que se le acercó sigilosamente por detrás.
No oyó los pasos precipitados del hombre que se acercaba.
Sintió que la tiraban hacia atrás; la aplastaron con un brazo, la silenciaron con una mano, y con la otra, un hombre la golpeó en el corazón varias veces. En un primer momento pensó que querían robarle el paquete. Consiguió sujetar la caja de Antoine con el brazo izquierdo, se debatió, resistió con todas sus fuerzas, pero sucumbió. Se ahogaba, sentía náuseas, y terminó rindiéndose y se dejó caer al suelo. Sólo tuvo tiempo de percibir las suelas lisas de unos zapatos limpios, de ciudad, que cubrían su cuerpo de patadas. Se protegió con los brazos, se hizo una bola. Soltó el paquete. El hombre escupía insultos, puta, puta, maldita zorra, gilipollas de mierda, ya no te harás más la lista, ya no te darás esos aires de hija de puta, te vas a callar, gilipollas, ¡te vas a callar! Soltaba obscenidades mientras redoblaba sus golpes. Joséphine cerró los ojos. Permaneció inerte, de su boca fluía un hilo de sangre, las suelas se alejaron y ella siguió tirada en el suelo.
Esperó un buen rato, después se incorporó, se apoyó sobre las manos y las rodillas, se puso de pie. Cogió aire. Inspiró profundamente. Constató que le sangraba la boca, y la mano izquierda. Tropezó con el paquete en el suelo. Lo recogió. La parte superior estaba cosida a cortes. Su primer pensamiento fue: Antoine me ha salvado. Si no hubiese llevado ese paquete sobre el corazón, el paquete que contiene lo que queda de mi marido, su zapatilla de deporte de suela gruesa, estaría muerta. Pensó en el papel protector de las reliquias en la Edad Media. La gente llevaba encima, guardado en un medallón o en una bolsita de cuero, un trozo del vestido de santa Inés o un pedazo de suela de san Benito y estaba protegida. Dio un beso al papel de embalaje y dio las gracias a san Antoine.
Se palpó el vientre, el pecho, el cuello. No estaba herida. De pronto, sintió un dolor agudo en la mano izquierda: tenía un corte en el dorso que sangraba mucho.
Tenía tanto miedo que le temblaban las piernas. Fue a refugiarse tras un gran árbol que la ocultaba y, apoyada sobre la corteza húmeda y áspera, intentó recuperar el aliento. Su primer pensamiento fue para Zoé. Sobre todo no hay que decirle nada, nada. No soportaría la idea de saber que su madre está en peligro. Ha sido una casualidad, no venía a por mí, era un loco, no era a mí a quien quería matar, no era yo, era un loco, quién podría odiarme hasta el punto de matarme, no era yo, era un loco. Esas palabras le invadían la cabeza. Se apoyó en las rodillas, verificó que se aguantaba de pie y se dirigió hacia la gran puerta de madera barnizada que daba entrada a su edificio.
Sobre la mesa del recibidor, Zoé había dejado una nota: «Mamaíta, estoy en el trastero con Paul, un vecino. Creo que ya tengo un amigo».
Joséphine entró en su habitación y cerró la puerta. Le faltaba el aliento. Se quitó el abrigo y lo tiró sobre la cama, se quitó el jersey, la falda, descubrió un resto de sangre en la manga del abrigo y dos desgarrones verticales sobre el faldón izquierdo; hizo una bola con él, fue a buscar una bolsa de basura grande, metió en ella toda la ropa y la tiró en el fondo del armario empotrado. Ya se desembarazaría de ella más tarde. Se examinó los brazos, las piernas, los muslos. Ni rastro de heridas. Fue a ducharse. Al pasar ante el gran espejo colgado sobre el lavabo, se llevó la mano a la frente y observó su imagen. Lívida. Sudando. Los ojos desorbitados. Se tocó el pelo, buscó su sombrero. Lo había perdido. Había debido de caerse al suelo. Se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Debería ir a buscarlo para hacer desaparecer cualquier pista que pudiera identificarla? No se sintió con el suficiente valor para hacerlo.
La había golpeado. En pleno pecho. Con un cuchillo. Una hoja fina. Hubiera podido morir. Había leído en un periódico que en Europa había unos cuarenta asesinos en serie en libertad. Se había preguntado cuántos habría en Francia. Sin embargo, las palabras obscenas que había pronunciado parecían demostrar que tenía cuentas pendientes. «Ya no te harás más la lista, ya no te darás esos aires de hija de puta, te vas a callar, gilipollas, ¡te vas a callar!». Resonaban en su cabeza, punzantes. Ha debido de confundirme con otra. He pagado por otra persona. Tengo que convencerme sin falta de eso, si no, la vida se volvería imposible. Tendría que desconfiar de todo el mundo. Tendría miedo a todas horas.
Se duchó, se lavó el pelo, se secó, se puso una camiseta, unos vaqueros, se maquilló para disimular eventuales marcas, se dio un ligero toque de carmín y se examinó en el espejo forzando una sonrisa. No ha pasado nada, Zoé no debe enterarse, adopta una actitud alegre, haz como si no hubiese pasado nada. No podría contárselo a nadie. Estaría obligada a vivir con ese secreto. O decírselo a Shirley. A Shirley puedo contárselo todo. Ese pensamiento la tranquilizó. Expiró ruidosamente, expulsó la tensión, la angustia que le oprimía el pecho. Toma una dosis de árnica para que no te salgan cardenales. Sacó un tubito del botiquín, lo abrió, vertió la dosis bajo la lengua y dejó que se deshiciera. ¿Debería llamar a la policía? ¿Prevenirles de que hay un asesino suelto? Sí pero… Zoé se enteraría. No le digas nada a Zoé. Abrió el armarito situado bajo la bañera y escondió el paquete de Antoine.
Allí no lo encontraría nadie.
Fue al salón, se sirvió un gran vaso de whisky y bajó a ver a Zoé al trastero.
– Mamá, te presento a Paul…
Un chico de la edad de Zoé, delgado como un palillo, mechones de pelo rubio encrespado y el torso embutido en una camiseta negra se inclinó ante Joséphine. Zoé escrutaba la mirada aprobadora de su madre.
– Encantada, Paul. ¿Vives en este edificio? -preguntó Joséphine en un tono neutro.
– En el tercero. Me llamo Merson. Paul Merson. Tengo un año más que Zoé.
Parecía importante, desde su punto de vista, precisar que era mayor que esa chiquilla que le contemplaba con los ojos colmados de emoción.
– ¿Y cómo os habéis conocido?
Se esforzaba en hablar como si no oyera los golpes secos y entrecortados de su corazón.
– He oído ruido en el trastero, una especie de bum-bum, he bajado y he visto a Paul, que tocaba la batería. Mira, mamá, ha convertido su trastero en un estudio de música.
Zoé invitó a su madre a echar un vistazo al local de Paul. Había instalado una batería acústica, un bombo, una caja clara, tres toms, un hi hat y dos platillos. Un taburete giratorio negro y las baquetas que descansaban sobre la caja clara completaban el conjunto. Las partituras reposaban sobre una silla. En el techo se balanceaba una bombilla que emitía una luz precaria.
– Muy bien -comentó Joséphine, reprimiéndose para no estornudar a causa del polvo que le hacía cosquillas en la nariz-. Un material estupendo. De auténtico profesional.
Lo decía por decir. No tenía ni idea.
– Normal. Es una Tama Swingstar. Me la regalaron estas Navidades y las próximas tendré una Ride Giantbeat marca Paiste.
Ella le escuchaba, impresionada por la precisión de sus respuestas.
– ¿Y has insonorizado el trastero?
– Pues sí… Había que hacerlo, porque armo mucho escándalo con la batería. Ensayo aquí y voy a tocar con un amigo, que tiene una casa en Colombes. En su casa podemos hacerlo sin molestar a nadie. Aquí la gente protesta… Sobre todo el tío de al lado.
Señaló con el mentón el trastero colindante al suyo.
– Quizás no esté bastante insonorizado…-sugirió Zoé mirando las paredes cubiertas con un grueso aislante blanco.
– ¡Tampoco hay que pasarse! Es un trastero. No es para vivir. Papá dice que ha hecho todo lo que ha podido, pero es que ese tío es un protestón profesional. Nunca está contento. De hecho, en cada reunión de la comunidad le echa la bronca a alguien.
– Quizás tenga buenas razones…
– Papá dice que no. Que es un borde. Se enfada por cualquier tontería. Si alguien aparca un coche en un paso de peatones ¡se pone histérico! Nosotros le conocemos bien, hace diez años que vivimos aquí, así que…
Balanceó la cabeza como un adulto a quien no pueden engañar. Sería mayor que Zoé, pero su cara conservaba rasgos infantiles y sus hombros estrechos no tenían aún la envergadura de los de un hombre.
– ¡Mierda! ¡Ahí está! ¡Al refugio!-murmuró Paul.
Cerró la puerta del trastero con Zoé y él dentro. Joséphine vio llegar a un hombre alto, muy bien vestido, y con aspecto de propietario que avanzaba desafiante, como si los pasillos de los trasteros le pertenecieran.
– Buenas noches -consiguió balbucear Joséphine apartándose contra la pared.
– Buenas noches -dijo el hombre, que pasó a su lado sin mirarla.
Vestía un traje gris oscuro y una camisa blanca. El traje enfatizaba todos los músculos de un torso poderoso, el nudo de la corbata, ancho, brillaba, y las mangas inmaculadas de la camisa se abrochaban con dos perlas grises. Sacó las llaves del bolsillo, abrió la puerta de su trastero, entró y cerró.
Paul reapareció cuando estuvo seguro de que el hombre ya no estaba allí.
– ¿No ha dicho nada?
– No -respondió Joséphine-. Creo que ni siquiera me ha visto.
– No es lo que se dice un tío simpático. No pierde el tiempo en chácharas.
– ¿Eso lo ha dicho tu padre? -preguntó Joséphine, divertida por la seriedad del chico.
– No. Mamá. Ella conoce a todo el mundo en el edificio. Parece ser que tiene un trastero muy bien montado. ¡Con un taller y todo tipo de herramientas! Y en su casa hay un acuario. Muy grande, con grutas, plantas, adornos fluorescentes, islas artificiales, ¡pero sin un solo pez!
– ¡Sí que sabe cosas tu mamá! -declaró Joséphine, comprendiendo que se enteraría de muchas cosas sobre los habitantes del edificio hablando con Paul.
– ¡Y eso que nunca la han invitado a su casa! Entró una vez, cuando no había nadie, con la portera, porque la alarma había empezado a sonar y había que pararla. El se puso hecho una fiera cuando se enteró. Nadie va a su casa. Yo conozco a sus hijos. Pues bien, nunca me invitan. Sus padres no quieren. Nunca bajan a jugar al patio. Salen cuando sus padres no están, si no ¡se quedan encerrados en su casa! En cambio, en el segundo, en casa de los Van den Brock, siempre estamos invitados y tienen un televisor enorme que ocupa toda la pared del salón, con dos altavoces y sonido Dolby estéreo. La señora Van den Brock, cuando hay un cumpleaños, hace pasteles e invita a todo el mundo. Yo soy amigo de Fleur y de Sébastien, podría presentárselos a Zoé si quiere.
– ¿Son simpáticos? -preguntó Joséphine.
– Sí, supersimpáticos. Él es médico. Y su mujer canta en el coro de la Ópera. Tiene una voz preciosa. A menudo practica escalas y se la oye en la escalera. Siempre me pregunta qué tal lo llevo con la música. Me ha propuesto ir a tocar su piano si quiero. Fleur toca el violín, y Sébastien el saxo…
– A mí también me gustaría aprender a tocar algo… -intervino Zoé, que debía de sentirse marginada.
Adoptaba frente a Paul la expresión sumisa de una niñita temerosa ante la idea de que él no la mirara, y bajo su mata de pelo caoba, sus ojos dorados lanzaban llamadas de socorro.
– ¿Nunca has tocado un instrumento? -preguntó Paul, sorprendido.
– Pues… no… -respondió Zoé, incómoda.
– Yo empecé con el piano, el solfeo y todo el rollo ese, después me harté y me pasé a la batería. Es más divertido para formar un grupo…
– ¿Tienes un grupo? ¿Cómo se llama?
– Los Vagabundos. El nombre se lo puse yo… Está bien, ¿no?
Joséphine asistía a la conversación entre los dos chiquillos y notaba que recuperaba la calma. Paul, tan seguro de sí mismo, con una opinión sobre todo, y Zoé, al borde de la desesperación, porque no conseguía atraer su atención. Su rostro estaba en tensión, fruncía el ceño y apretaba los labios con una mueca de angustia. Joséphine podía sentir cómo rebuscaba en la mente, igual que se rebaña el fondo del molde del pastel, detalles jugosos que la hiciesen interesante a los ojos del chico. Había crecido mucho durante el verano, pero su cuerpo conservaba aún las curvas suaves y mullidas de la infancia.
– ¿Quieres enseñarnos un poquito cómo tocas? -preguntó Zoé sin más argumentos para seducirle.
– Quizás no sea el mejor momento -intervino Joséphine. Señaló con la mirada el trastero del vecino-. En otra ocasión…
– ¡Ah! -soltó Zoé, decepcionada.
Había renunciado y dibujaba grandes círculos con la punta de su zapato.
– Ya es hora de cenar -continuó Joséphine- y estoy segura de que Paul también va a subir pronto…
– Yo ya he cenado. -Se remangó, cogió las baquetas, se pasó la mano por el pelo y empezó a recoger-. ¿Podéis cerrar la puerta cuando salgáis, por favor?
– ¡Adiós, Paul!-exclamó Zoé-. ¡Hasta pronto!
Le hizo una pequeña seña con la mano, tímida y audaz a la vez, que significaba me gustaría que volviésemos a vernos… si estás de acuerdo, claro.
El no se molestó en responder. Sólo tenía quince años y se negaba a dejarse deslumbrar por una chica de brillo impreciso. Estaba en esa edad delicada en la que se vive dentro de un cuerpo que no se conoce bien, y en la que, para adoptar cierta compostura, uno puede mostrarse cruel sin quererlo. La negligencia con la que trataba a Zoé demostraba que esperaba ser el más fuerte y que, si tenía que haber una víctima, sería ella.
El hombre elegante del traje gris esperaba delante del ascensor. Se apartó para dejarles entrar primero. Les preguntó a qué piso iban y pulsó el botón del quinto. Después el del cuarto.
– Así que son ustedes las recién llegadas…
Joséphine asintió.
– Bienvenidas al edificio. Me presento: Hervé Lefloc-Pignel. Vivo en el cuarto.
– Joséphine Cortès y Zoé, mi hija. Vivimos en el quinto. Tengo otra hija, Hortense, que vive en Londres.
– Yo quería vivir en el quinto, pero el piso no estaba libre cuando nos instalamos. Vivía una pareja de ancianos, el señor y la señora Legrattier. Murieron los dos en un accidente de coche. Es un piso bonito. Tiene usted suerte.
Si usted lo dice, pensó Joséphine, molesta por el tono expeditivo que usó el hombre para hablar de la muerte de los antiguos propietarios.
– Lo visité cuando lo pusieron a la venta -prosiguió-, pero dudamos en mudarnos. Ahora me arrepiento.
Esbozó una sonrisa rápida y se recompuso. Era muy alto, austero. El rostro tallado con un cincel, muy anguloso, agreste. Pelo negro, liso, peinado con una pronunciada raya al lado y un mechón caído sobre la frente, los ojos castaños muy separados, unas cejas que dibujaban dos largos trazos negros, y una nariz, un poco chata, abollada en la parte superior. Sus dientes blanquísimos revelaban un esmalte impecable y los cuidados de un excelente dentista. Es realmente inmenso, se dijo Joséphine, intentando analizarle discretamente, debe de medir por lo menos un metro noventa. Ancho de hombros, erguido, el vientre liso. Se lo imaginó recogiendo un trofeo con una raqueta en la mano. Un hombre muy guapo. Llevaba una bolsa de tela blanca que sostenía horizontalmente sobre las palmas de las manos abiertas.
– Nos hemos mudado en septiembre, justo cuando volvían a empezar las clases. Ha sido un poco precipitado, pero ahora ya estamos mejor.
– Ya verá, el edificio es muy agradable, la gente bastante acogedora y un barrio sin problemas.
Joséphine esbozó una ligera mueca.
– ¿No le parece a usted?
– Sí, sí -se apresuró a responder ella-. Pero las avenidas no están muy iluminadas por la noche.
De pronto sintió que se le humedecían las sienes y que le empezaban a temblar las rodillas.
– Es un detalle. El barrio es bonito, tranquilo, y no estamos invadidos ni por bandas de jóvenes desagradables, ni por esos grafitis que afean los edificios. Me gusta tanto la piedra amarillenta de los edificios de París que no soporto ver cómo se degrada.
Su voz se había teñido de cólera.
– Y además están los árboles, las flores, el césped, oyes cantar a los pájaros por la mañana temprano, a veces vislumbras una ardilla que huye, es importante para los niños estar en contacto con la naturaleza. ¿Te gustan los animales? -preguntó a Zoé.
Zoé conservaba los ojos fijos en el suelo. Debía de recordar lo que había dicho Paul sobre su vecino de trastero y guardaba las distancias, queriendo mantener la solidaridad con su nuevo amigo.
– ¿Te ha comido la lengua el gato? -preguntó el hombre inclinándose hacia ella con una gran sonrisa.
Zoé negó con la cabeza.
– Es tímida -se disculpó Joséphine.
– No soy tímida -protestó Zoé-. Soy reservada.
– ¡Oh! -exclamó-. ¡Su hija tiene un buen vocabulario y sentido del matiz!
– Normal, estoy en tercero.
– Como mi hijo Gaétan… ¿Y a qué colegio vas?
– Al de la calle de la Pompe.
– Igual que mis hijos.
– ¿Están ustedes contentos? -preguntó Joséphine temiendo que el educado mutismo de Zoé resultara embarazoso.
– Algunos profesores son excelentes, otros unos inútiles, por lo que los padres deben completar las carencias de los enseñantes. Yo voy a todas las reuniones de la asociación de padres. Seguramente nos veremos allí.
El ascensor había llegado al cuarto y él salió, sosteniendo su bolsa blanca con cuidado, con los brazos extendidos hacia delante. Se volvió, se inclinó y esbozó una amplia sonrisa.
– ¿Has visto?-dijo Zoé-. ¡En la bolsa había algo que se movía!
– ¡No, mujer! Sería un confit o una pata de cabrito. Debe de tener un congelador en el trastero. Seguramente es cazador. ¿Has oído cómo hablaba de la naturaleza?
Zoé no parecía muy convencida.
– ¡Te digo que se movía!
– ¡Zoé, deja de inventarte historias a todas horas!
– Me gusta contarme historias. Me hace la vida más alegre. Cuando sea mayor, seré escritora, escribiré Los miserables…
Cenaron rápidamente. Joséphine consiguió disimular los arañazos de su mano izquierda. Zoé bostezó varias veces mientras terminaba su petit-suisse.
– Tienes sueño, cariñito… Ve a acostarte enseguida.
Zoé salió dando tumbos hacia su habitación. Cuando Joséphine fue a darle un beso, ya estaba medio dormida. Sobre la almohada, desteñido por los numerosos lavados a máquina, reposaba su peluche. Zoé todavía dormía con él. Incluso le preguntaba a su madre con fervor ¿verdad que Néstor es guapo, mamá? ¡Hortense dice que es más feo que un piojo cojo! A Joséphine le costaba no estar de acuerdo con Hortense, pero mentía heroicamente, intentando encontrar un resto de belleza en ese trapo informe, tuerto y desgastado. A su edad debería poder pasarse sin él, se dijo Joséphine, si no nunca madurará… Sus rizos caoba se mezclaban sobre la sábana blanca de la cama, apoyaba una mano completamente relajada y, con el meñique, acariciaba lo que una vez fue la pierna de Néstor y que ahora parecía un gran higo reblandecido. Un cojón, afirmaba Hortense, lo cual provocaba los gritos de asco en Zoé. ¡Mamá, mamá, dice que Néstor tiene dos cojones en vez de piernas!
Joséphine levantó la mano de Zoé y jugó con sus dedos, besándolos de uno en uno. Besito papá, besito mamá, besito Hortense, besito Zoé, pero ¿quién es este pequeñito? Era el ritual a la hora de acostarse. ¿Cuánto tiempo seguiría su hija extendiendo la mano para que ella recitara esa cantinela mágica que hacía sus noches más dulces y felices? Al abrazarla sintió una triste ternura. Zoé todavía parecía un bebé: las mejillas redondas y sonrosadas, su pequeña nariz, los ojos achinados como los de una gata feliz, hoyuelos y pliegues en las muñecas. La edad que llaman del pavo no le había deformado aún el cuerpo. Joséphine se lo había comentado a la pediatra, que la había tranquilizado, aparecerá de golpe, su hija es de las lentas. Se toma su tiempo. Una mañana se despertará y no la reconocerá. Tendrá pechos, se enamorará y dejará de hablarle. ¡Aprovéchese en lugar de preocuparse! Y además, quizás ella no tiene ganas de crecer. Cada vez veo más niños que se aferran a la infancia como a un barreño lleno de confitura.
Hortense, aguda y cruel, había despreciado durante mucho tiempo a su hermana pequeña, tan frágil. La una sumisa, mendigando afecto y reconocimiento; la otra intratable, abriéndose camino a machetazos. Zoé, límpida, tierna. Hortense, oscura, inflexible, dura. Con mis dos hijas haría una ostra perfecta. Hortense para la concha y Zoé para el interior.
– ¿Estás a gusto en tu nuevo dormitorio, hija?
– Me gusta mucho el piso, pero no me gusta la gente de aquí. Me gustaría volver a Courbevoie. La gente de este edificio es rara…
– No son raros, cariño, son diferentes.
– ¿Por qué son diferentes?
– En Courbevoie conocías a todo el mundo, tenías amigos en cada piso, era fácil charlar, verse. Íbamos de un piso a otro. Sin ceremonias. Aquí son más…
Buscó las palabras. El cansancio le cerraba los párpados y la aletargaba.
– Más altivos, más elegantes… Menos familiares.
– ¿Quieres decir que son fríos y estirados? Como cadáveres.
– Yo no hubiese empleado esas palabras, pero no te equivocas, cariño.
– El señor que hemos visto en el ascensor parece que esté completamente frío por dentro. Parece que tenga escamas por todo el cuerpo, para que nadie se le acerque, y que vive siempre ensimismado…
– ¿Y Paul? ¿También piensas que es frío y estirado?
– ¡Oh, no! Paul…
Se detuvo y después murmuró en un suspiro:
– Paul es guay, mamá. Me gustaría mucho ser su amiga.
– Claro que serás su amiga, cariño…
– ¿Tú crees que él piensa que soy guay?
– En todo caso, ha hablado contigo, te ha propuesto presentarte a los Van den Brock. Eso quiere decir que quiere volver a verte y que piensa que eres más bien guapa.
– ¿Estás segura? Yo creo que no parecía demasiado interesado. Hortense, ella sí que es guay.
– Hortense tiene cuatro años más que tú. ¡Espera a tener su edad y ya verás!
Zoé, pensativa, observó a su madre como si tuviese ganas de creerla, pero para ella era demasiado difícil imaginar que un día podría igualar a su hermana en seducción y belleza. Prefirió renunciar y suspiró. Cerró los ojos y encajó su rostro en la almohada, acariciando la pierna de su peluche con los dedos.
– Mamá, no quiero ser mayor. A veces tengo mucho miedo, ¿sabes?…
– ¿De qué?
– No lo sé. Y eso me da más miedo aún.
Su reflexión era tan exacta que asustó a Joséphine.
– Mamá…, ¿cómo se sabe cuando una es adulta?
– Cuando se es capaz de tomar una decisión muy importante completamente sola, sin preguntar nada a nadie.
– Tú eres adulta… ¡Eres incluso muy, muy adulta!
A Joséphine le hubiese gustado decirle que ella dudaba a menudo, que dejaba actuar a la suerte, al azar, al futuro. Que decidía de acuerdo con su instinto, intentando corregir el tiro si se había equivocado, o respirando de alivio si había hecho lo correcto. Pero siempre atribuía sus éxitos al azar. ¿Y si uno no conseguía crecer del todo?, se dijo, mientras acariciaba la nariz, las mejillas, la frente y el pelo de Zoé, mientras escuchaba cómo su respiración se hacía más regular. Permaneció a su lado hasta que se durmió, sacando de la vivificante presencia de su hija las fuerzas para dejar de pensar en lo que había pasado, y después volvió a su habitación.
Cerró los ojos e intentó dormir; cada vez que iba a quedarse dormida, volvía a oír los insultos del hombre y sentía las patadas cebarse contra su cuerpo. Le dolía todo. Se levantó y rebuscó en una bolsa de plástico que le había dado Philippe. Son los somníferos que encontré en la mesita de noche de Iris. No quiero que los tenga a su alcance. Nunca se sabe. Tómalos, Jo, guárdalos en tu casa.
Cogió un Stilnox, observó la gragea blanca, se preguntó cuál sería la dosis recomendada. Decidió tomar la mitad. Lo tragó con un vaso de agua. No quería pensar en nada más. Dormir, dormir, dormir.
Mañana, sábado, llamaría a Shirley.
Hablar con Shirley la tranquilizaría. Shirley lo pondría todo en su sitio.
¿Era delito no avisar a la policía? Debería quizás ir a verles y solicitar permanecer en el anonimato. ¿Podrían acusarme más tarde de complicidad, si el sujeto atacara de nuevo? Dudó, quiso levantarse, pero cayó dormida.
Al día siguiente la despertó Zoé que saltaba sobre su cama sosteniendo el correo. Levantó los brazos para protegerse de la luz.
– Pero, cariño, ¿qué hora es?
– ¡Las once y media, mamá, las once y media!
– Dios mío ¡y he dormido hasta ahora! ¿Llevas mucho tiempo levantada?
– ¡Lalalalala! Acabo de despertarme, he ido a mirar el felpudo por si había correo y ¡adivina lo que he encontrado!
Joséphine se incorporó, se llevó la mano a la cabeza. Zoé blandía un paquete de sobres.
– ¿Un catálogo de Navidad? ¿Ideas para regalos?
– ¡Nada de eso, mamá, nada de eso! Algo mucho mejor…
¡Qué pesadez sentía! Parecía que tenía un regimiento desfilando con botas de clavos sobre su cabeza. Cuando se movía le dolían todos los miembros.
– ¿Una carta de Hortense?
Hortense no escribía nunca. Llamaba por teléfono. Zoé meneó la cabeza.
– ¡Frío, mamá, muy frío! ¡Estás muy lejos!
– Me rindo.
– ¡Algo de lo más sensacional! ¡Una súper-híper-ultra-terrible-locura! ¡Una noticia donde te montas, y llegas a la luna y a todas las galaxias! Kisses and love and peace all around the world! Que la fuerza te acompañe, hermana. Yo! Brother!
Acompañaba cada grito con un vigoroso impulso, que la hacía rebotar sobre el colchón, como un sioux en trance celebrando su victoria y haciendo girar una cabellera.
– Deja de saltar, cariño. ¡Me va a estallar la cabeza!
Zoé levantó los pies y dejó caer todo su peso sobre la cama. Desmelenada, triunfante, y con una sonrisa de ganadora de la lotería impresa en la cara, proclamó:
– ¡Una postal de papá! ¡Una postal de mi papuchi! Se encuentra bien, todavía está en Kenya, dice que no ha podido mandarnos noticias porque estaba perdido en la selva rodeado por un montón de cocodrilos, pero que ni un minuto, mamá, ¿me oyes?, ni un minuto, ha dejado de pensar en nosotras. ¡Y me envía un beso con todas sus fuerzas de papaíto querido! ¡Lalalalala! ¡He encontrado a mi papaíto!
Con una última pirueta de alegría, se lanzó contra su madre que hizo una mueca de dolor: Zoé le había aplastado la mano.
– ¡Qué feliz soy, mamá, qué feliz, no te puedes hacer idea! Ahora puedo decírtelo, creía que estaba muerto. Que se lo había comido un cocodrilo. ¿Te acuerdas del miedo que sentí cuando estuve allí, con todos aquellos bichejos alrededor? Pues bien, estaba segura de que un día u otro ¡se lo comerían crudo!
Abrió mucho la boca y mordió el aire haciendo groaorrr, groaorrr, queriendo imitar el ruido de las fauces de un cocodrilo devorando a su presa.
– ¡Está vivo, mamá, está vivo! Pronto vendrá a llamar a nuestra puerta…
Se incorporó, alarmada.
– ¡Socorro! ¡No tiene nuestra nueva dirección! ¡No nos encontrará nunca!
Joséphine alargó la mano para atrapar la postal. Procedía efectivamente de Kenya. El matasellos indicaba que la habían enviado, un mes antes, desde Mombasa, y la dirección era, por supuesto, la de Courbevoie. Reconoció la letra de Antoine y su estilo fanfarrón.
Mis queridas niñas:
Unas pocas palabras para deciros que estoy bien, y que he vuelto a la civilización tras permanecer mucho tiempo en la selva hostil.
He luchado contra todo: bestias feroces, fiebres, ciénagas, mosquitos
y, por encima de todo, nunca, nunca he dejado de pensar en vosotras.
Os quiero con todas mis fuerzas. Hasta muy pronto.
Papá.
A los sesenta y siete años, Marcel Grobz era, por fin, un hombre feliz, y no se cansaba de ello. Recitaba oraciones, plegarias, agradecimientos y novenas desde el amanecer, con el fin de que perdurara su felicidad. Gracias, Dios mío, gracias por colmarme con tus favores, por cubrirme de felicidad, por espolvorearme de delicias, por atiborrarme de voluptuosidad, por acribillarme el trasero a base de encantos, por saturarme de bienestar, por hincharme de beatitud, por tsunamizarme de euforia. ¡Gracias, gracias, gracias!
Lo rezaba por las mañanas en cuanto se levantaba. Lo repetía ante el espejo mientras se afeitaba. Lo salmodiaba al ponerse los pantalones. Invocaba a Dios y a todos los santos haciéndose el nudo de la corbata, prometía dar diez euros al primer mendigo que se encontrase, se rociaba de Eau de Cologne Impériale, de Guerlain, aumentaba el óbolo cuando se ajustaba el cinturón, después se llamaba rata inmunda y, arrepentido, añadía otros dos mendigos a los que agasajar. Porque el menda podría haber terminado también en la calle, si Bomboncito no le hubiera rescatado de las garras de Henriette y le hubiera acogido en su generoso seno. ¿Cuántos pobres diablos caían porque no les habían tendido a tiempo una mano salvadora en el momento en el que tropezaban?
Por fin, duchado, afeitado, acicalado, oliendo a lavanda y a artemisia, entraba en la cocina para rendir homenaje a la causa de tanta alegría, al pastelito de crema de la feminidad, al Everest de la sensualidad: Josiane Lambert, su compañera, debidamente rebautizada Bomboncito.
Bomboncito estaba atareada delante de la cocina Aga de hierro fundido, pintado con tres capas de esmalte vitrificado. Preparaba huevos al plato para su hombre. Vestida con un salto de cama rosa, que la cubría de velos vaporosos, vigilaba, con el ceño fruncido y la expresión grave, la excelencia de sus gestos. Sabía mejor que nadie poner el huevo en la sartén caliente, cuajar la albúmina viscosa, dorar la yema para después romperla, voltear el conjunto, volverlo a cuajar para por fin, en el último minuto, con un delicado movimiento de muñeca, verter un chorrito de vinagre balsámico y servir deslizándolo sobre el plato previamente calentado. Entre tanto, grandes rebanadas de pan integral con semillas de lino se doraban en la tostadora Magimix con cuatro rejillas cromadas. Una buena mantequilla salada de Normandía esperaba en una mantequera antigua, mientras las lonchas de jamón cocido y las huevas de salmón reposaban en una bandeja blanca con cenefa dorada.
Todo esto demandaba una extrema concentración que a Marcel Grobz le costaba respetar. Separado de Bomboncito hacía apenas veinte minutos, la buscaba como un perro que sigue la pista de un ciervo, con el hocico hundido entre las hojas muertas y marcando el lugar en cuanto huele al animal al alcance de sus fauces. La marca de Marcel consistía en pasar un brazo sobre el hombro de Bomboncito, pellizcarle el talle y darle un sonoro beso sobre el trozo de carne satinada que dejaba al descubierto el negligé.
– Déjame, Marcel -murmuró Josiane, con la mirada fija en la última fase de cocción de los huevos.
Marcel retrocedió a regañadientes y fue a sentarse ante su cubierto preparado sobre un mantelete de lino blanco. Completaba el conjunto un vaso de zumo de naranja recién exprimido, un frasco de vitaminas «60 años y más» y un cuenco de laca china que contenía una cucharada de polen de castaño. Se le humedecieron los ojos.
– ¡Cuántos cuidados, cuántas atenciones, cuánto refinamiento! ¿Sabes?, Bomboncito, lo mejor de todo es el amor que me das. Sin él no sería más que un caparazón vacío. El mundo entero no significaría nada sin el amor. Es una fuerza insensata que la mayoría de los humanos descuidan. ¡Prefieren dedicarse a la pasta, los imbéciles! Mientras que cultivando el amor, el humilde amor de cada día, el amor que distribuyes a todo el mundo con creces, te enriqueces, te engrandeces, resplandeces ¡y te favoreces!
– ¿Ahora hablas en verso?-preguntó Josiane colocando un gran plato sobre el mantelete de lino blanco-. ¿De dónde salen esas rimas, Racine?
– Es la felicidad, Bomboncito. Me vuelve lírico, dichoso, incluso guapo. ¿No crees que estoy más guapo? Las mujeres se vuelven en la calle y me miran con el rabillo del ojo. Yo hago como que me río, no digo nada, pero me pongo como un pimpollo…
– ¡Te miran porque hablas solo!
– ¡No, Bomboncito, no! Es todo el amor que recibo, que me transforma en el astro solar. Quieren ponerse a mi lado porque les atrae mi calor. Mírame: desde que vivimos juntos embellezco, rejuvenezco, reluzco, ¡y hasta me musculo!
Se golpeó el vientre que había contraído, y se mantuvo apoyado contra el respaldo de la silla con una mueca.
– ¡Menos cháchara, Marcel Grobz! No te vayas a volver un tonto sentimental, ¡y tómate el zumo de naranja, que si no se van a evaporar las vitaminas y vas a tener que cazarlas al vuelo!
– ¡Bomboncito! Hablo en serio. Y soy feliz, tan feliz… ¡Podría echarme a volar si no me agarrases!
Anudándose la gran servilleta alrededor del cuello para proteger la camisa blanca, prosiguió, con la boca llena:
– ¿Qué tal está el heredero? ¿Ha dormido bien?
– Se despertó sobre las ocho, lo cambié, le di de comer y ¡hala! A la cama. Todavía duerme y ¡ni se te ocurra ir a despertarlo!
– Sólo un ligero besito en la punta del pie derecho… -suplicó Marcel.
– Te conozco. ¡Vas a abrir tu bocaza y devorarlo!
– Le encanta. Se estremece de placer sobre el cambiador. Ayer le cambié tres veces. Le embadurné de Mytosil. ¡Menudo par de huevos! ¡Gigantes! ¡Mi hijo será un lobo hambriento, la lanza de un bengalí, un dardo de afilada punta que se clavará en el corazón de las chicas y seguirá su camino!
Se echó a reír, se frotó las manos ante la idea de tanta truculencia futura.
– Por ahora está durmiendo, y tú tienes una cita en el despacho.
– ¡Un sábado, te das cuenta! ¡Citarme un sábado por la mañana al amanecer!
– ¿De qué amanecer hablas? ¡Son las doce!
– ¿Hemos dormido hasta ahora?
– ¡Tú has dormido hasta ahora!
– Eso no quita que nos corriéramos una buena juerga ayer, con René y Ginette. ¡Lo que bebimos! Y Júnior durmiendo como un tronco de Navidad. Venga… Bomboncito, déjame comérmelo a besos antes de irme…
El rostro de Marcel Grobz se encogió en una temblorosa súplica, juntó las manos, se convirtió en comulgante ferviente, pero Josiane Lambert permaneció inflexible.
– Un bebé tiene que dormir. ¡Sobre todo con siete meses!
– ¡Pero si parece que tiene doce más! Míralo: ya le han salido cuatro dientes y, cuando le hablo, lo entiende todo. Mira, el otro día estaba dudando si debía instalar una nueva fábrica en China, hablaba en voz alta, creyendo que él estaba ocupado jugando con sus pies-¿has visto cómo se tritura los pies?, ¡estoy seguro de que está aprendiendo a contar!-, pues bien, levantó su pequeña boquita adorable y dijo sí. ¡Dos veces seguidas! Te lo juro, Bomboncito, me dijo sí, ¡venga, adelante! Creí que sufría alucinaciones.
– Es que sufres alucinaciones, Marcel Grobz. Te estás volviendo completamente majara.
– Incluso creo que me ha dicho go, daddy, go! Porque también habla inglés. ¿Lo sabías?
– ¡Con siete meses!
– ¡ Efectivamente!
– ¿Porque lo duermes con El inglés sin esfuerzo? ¡No creerás que eso funciona! Me preocupas, Marcel, me preocupas.
Cada noche, al acostar a su hijo, Marcel Grobz le ponía un CD para aprender inglés. Lo había comprado en la sección «niños» de WH Smith, en la calle Rivoli. Se acostaba sobre la moqueta, cerca de la cuna, se quitaba los zapatos, se ponía una almohada bajo la nuca y repetía en la oscuridad las frases de la lección número 1. My name is Marcel, what's your name? I live in Paris, where do you live? I have a wife… En fin, a nearly wife, rectificaba en la oscuridad. La voz inglesa, femenina y suave, lo arrullaba. Se dormía y nunca había pasado de la primera lección.
– No lo habla de forma fluida, de acuerdo, pero balbucea algunas palabras. Yo le escuché decir go-daddy-go, en todo caso. ¡Pondría la mano en el fuego!
– Pues bien, ¡retírala o te quedarás manco! Marcel, contrólate. Tu hijo es normal, simplemente normal, eso no impide que sea un bebé muy guapo, muy vivo, muy espabilado… ¡Pero no vayas a hacérmelo emperador de China políglota y hombre de negocios! ¿Cuánto falta para que lo pongas en tu consejo de administración?
– Yo te digo simplemente lo que veo y lo que oigo. No me invento nada. No me crees, estás en tu derecho, pero el día que te diga helio mummy, how are you? o lo mismo pero en chino, porque pienso enseñarle chino, en cuanto haya acabado con el inglés, ¡no te vayas a caer de espaldas! Te prevengo, eso es todo.
Hundió un trocito de pan con mantequilla en los huevos fritos y lo deslizó sobre el plato hasta limpiar los bordes.
Josiane le daba la espalda, pero lo vigilaba en el reflejo del cristal. Comía el buen hombre tragando sus trocitos de pan, girando los brazos como un Tarzán de opereta. Sonreía a la nada, paraba de masticar para aguzar el oído y acechar los balbuceos de su hijo. Después, decepcionado, volvía a su masticación. No pudo evitar sonreír. Marcel Sénior y Marcel Júnior, menudo par de ladinos compadres. Es cierto, reconoció, que Júnior tenía la cabeza repleta de materia gris y la comprensión rápida. Con siete meses se mantenía derecho en su silla de bebé y tendía un dedo imperativo hacia el objeto de sus deseos. Si ella se negaba a obedecer, fruncía los ojos y le lanzaba una mirada como un misil. Cuando hablaba por teléfono, la escuchaba con la cabeza inclinada y asentía. A veces parecía querer decir algo, pero se enfadaba como si no encontrase las palabras. ¡Un día había incluso chascado los dedos! No era un comportamiento muy común en un bebé, pero debía constatar a la fuerza que Júnior estaba muy avanzado. De ahí a darle competencias en el negocio de su padre había un trecho que ella se negaba a cubrir. Júnior crecerá a la velocidad normal. Me niego a que se convierta en un premio a la excelencia, un sabelotodo pretencioso. Yo lo quiero cubierto de papilla, enfundado en su pelele, con el culete al aire, para que pueda mimarlo hasta hartarme. He esperado demasiado tiempo como para soltarle en Dodotis en el mundo de los mayores.
La vida había dado dos hombres a Josiane, uno grande y otro pequeño, dos hombres que tejían su felicidad con un bordado fino. Para nada quería que se los quitasen. La vida nunca había sido generosa con ella. Para una vez que le daba buenas cartas, no dejaría que nadie le robara la menor brizna de felicidad, molería hasta el último grano para extraerle el jugo. Tengo unos cuantos vales de felicidad que cobrar. ¡Ahora me toca a mí tener el culo cosido a medallas! Es hora de reembolsarme, vamos, y que no intenten torearme. ¡Se acabaron los tiempos en los que me ahogaba la desdicha!
Se acabaron los tiempos en los que, simple secretaria famélica, servía de odalisca a Marcel, mi jefe, propietario de la cadena de muebles Casamia, multimillonario en mobiliario diverso, accesorios para la casa, alfombras, alumbrado y baratijas variadas. Marcel la había ascendido al rango de mujer con la que compartía su vida, y había repudiado a su arisca esposa, ¡Henriette la de la nariz larga! Fin de la historia, principio de mi felicidad.
Había descubierto a Henriette rondando en torno al edificio, escondiéndose en una esquina de la calle para pasar desapercibida. Con su sombrero en forma de crepe sobre la cabeza, sólo se la veía a ella. Para jugar a los detectives, hay que arriesgarse a despeinarse, si no, te pillan enseguida. Y no valía la pena fingir que iba a Hédiard a llenarse el estómago de delicatessen. Una vez, quizás, tres no. Le daba mala espina ese largo espárrago agazapado, espiando su felicidad. Sintió un escalofrío. Merodea, merodea buscando algo. Busca una ocasión. Obstruye el divorcio con sus pretensiones. Se niega a ceder una sola pizca de terreno. Amenaza por allí, amenaza por allá. Peligro, peligro, bandera roja, rumió Josiane. Siempre había caído en los brazos de quien no le traía más que desgracias, y ahora que había llegado a buen puerto, no iba a dejarse ni despojar ni liar. Desconfía, cantó una vocecita que conocía demasiado bien. Desconfía y abre bien los ojos ante todo lo que se mueva y huela a podrido.
El timbre del teléfono la sacó de sus pensamientos. Extendió el brazo para descolgar.
– Buenos días -dijo, todavía envuelta en el flujo sombrío de sus pensamientos.
Era Joséphine, la hija menor de Henriette Grobz.
– ¿Quiere usted hablar con Marcel? -contestó con sequedad.
Tendió el aparato a su compañero.
Cuando una se casa con un hombre de esa edad, hay que aceptarlo con todo el equipaje. Y Marcel tenía un ajuar completo: desde el frasco de pastillas hasta la saca de correos. Henriette, Iris, Joséphine, Hortense y Zoé le habían servido de familia tanto tiempo que no podía borrarlas de un plumazo. Y eso que no le faltaban ganas.
Marcel se limpió la boca y se levantó para coger el teléfono. Josiane prefirió salir de la habitación. Fue al cuarto de la lavadora a buscar la cesta de la ropa. Se puso a separar la blanca de la de color. Concentrarse en esa tarea doméstica le sentaba bien. Henriette, Joséphine. ¿Quién sería la próxima? ¿La pequeña Hortense? ¿Esa que tenía a todos los hombres en la palma de la mano?
– Era Jo -dijo Marcel en el umbral de la puerta-. Le ha pasado algo de lo más raro: su marido, Antoine…
– ¿Ese que lo tragó un cocodrilo?
– El mismo… Figúrate que Zoé, su hija, ha recibido una postal suya, enviada desde Kenya hace un mes. ¡Está vivo!
– ¿Y tú qué tienes que ver en eso?
– Yo recibí a la amante de Antoine, una tal Mylène, en junio para darle algún consejillo sobre el mundo de los negocios en China. Quería dedicarse a la cosmética, conocía a un financiero chino y quería información práctica. Hablamos una hora y no la he vuelto a ver.
– ¿Estás seguro de eso?
La mirada de Marcel se iluminó. Le gustaba despertar los celos de Josiane. Eso devolvía juventud y brillo a sus encantos.
– Completamente seguro…
– Y lo que quiere Joséphine es que le des la dirección de esa chica…
– Exacto. La tengo en alguna parte, en el despacho.
Marcó una pausa rascando el marco de la puerta.
– Podríamos invitarla a cenar uno de estos días, siempre me ha gustado esa chiquilla…
– ¡Pero si es mayor que yo!
– ¡Vamos! ¡No exageres! Uno o dos años más.
– Uno o dos años más ¡es ser mayor! A menos que cuentes al revés -replicó Josiane, irritada.
– Pero yo la conocí de niña, Bomboncito. ¡Aún llevaba coletas y jugaba al diábolo! He visto crecer a esa chavalilla.
– ¡Tienes razón! Hoy estoy de los nervios. No sé por qué… Estamos demasiado bien, Marcel, demasiado bien, nos vamos a encontrar con algún cuervo, uno muy oscuro, lleno de infelicidad, de esos que apestan y graznan.
– ¡Que no, mujer! Esta felicidad nos la merecemos. Nos toca festejarla.
– ¿Y desde cuándo la vida ha de ser equilibrada? ¿Desde cuándo es justa? ¿Dónde has visto tú eso?
Apoyó la mano sobre la cabeza de Marcel y le masajeó el cráneo. El se dejó hacer resoplando, mientras ella le acariciaba.
– Más amor, Bomboncito, más… Te quiero tanto…, daría mi testículo izquierdo por ti.
– ¿Y el derecho?
– El izquierdo por ti, el derecho por Júnior…
Iris extendió el brazo para coger su espejo. Tanteó en la mesita de noche y no lo encontró. Se incorporó, enfurecida. Se lo habían robado. Habían temido que lo rompiese y se abriese las venas. Pero ¿por quién me toman? Por una loca de atar completamente desequilibrada. ¿Y por qué no tendría yo derecho a acabar con todo? ¿Por qué me niegan esa última libertad? ¡Para lo que me espera en la vida! A los cuarenta y siete años y medio, ya se acabó. Las arrugas se acentúan, la elastina se evapora, los cuerpos adiposos se acumulan en las esquinas. Al principio se ocultan para llevar a cabo sus ultrajes. Después, cuando te han carcomido bien, cuando ya no eres más que una masa blanda e informe, toman el mando y prosiguen su obra de demolición sin obstáculos. Yo lo constato día tras día. Con mi espejito inspecciono la piel que hay detrás de la rodilla, espío la acumulación de grasa que engorda como un glotón. Y si me paso el día tumbada no conseguiré impedirlo. En esta cama me estoy marchitando. Mi tez palidece como el goterón de un cirio de sacristía. Lo leo en los ojos de los médicos. No me miran. Me hablan como a una probeta graduada que llenan de medicamentos. He dejado de ser una mujer, me he convertido en un recipiente de laboratorio.
Cogió un vaso y lo estrelló contra la pared.
– ¡Quiero verme! -gritó-. ¡Quiero verme! ¡Quiero que me devuelvan mi espejo!
Era su mejor amigo y su peor enemigo. Reflejaba el brillo líquido, profundo y cambiante de sus ojos azules o señalaba la arruga. A veces, si lo orientaba hacia la ventana, la iluminaba y la rejuvenecía. Al girarlo contra la pared, le añadía diez años.
– ¡Mi espejo!-rugió golpeando la sábana con los puños-. Mi espejo o me abro la garganta. No estoy enferma, no estoy loca, he sido traicionada por mi hermana. Ésta es una enfermedad que no pueden curar.
Atrapó una cuchara sopera con la que tomaba el jarabe, la limpió con la esquina de la sábana y la giró para percibir su reflejo. Sólo vio un rostro deformado, como si hubiese sido atacado por un enjambre de abejas. La tiró contra la pared.
Pero ¿qué ha podido pasarme para que me encuentre sola, sin amigos, sin marido, sin hijo, aislada del resto del mundo?
De hecho, ¿acaso existo todavía?
No eres nadie cuando estás sola. El recuerdo de Carmen vino a contradecirla, pero lo rechazó pensando que ella no contaba, ella siempre me ha querido y siempre me querrá. De hecho, Carmen me aburre. La fidelidad me aburre, la virtud me pesa, el silencio me daña los oídos. Quiero ruido, carcajadas, champán, tulipas rosas, miradas de hombres que me deseen, amigas que me calumnien. Bérengère no ha venido a verme. Tiene mala conciencia, así que cuando hablan mal de mí en las cenas de París calla, calla hasta que ya no puede aguantar más y se une a la jauría exclamando: «Qué malas sois, la pobre Iris no merece estar pudriéndose en una clínica por haber sido un poco imprudente», y las demás contestan en staccato agudo: «¿Imprudente? ¡Eres demasiado buena! ¡Querrás decir deshonesta! ¡Francamente deshonesta!». De ese modo, liberada de su fidelidad de amiga, contesta, golosa, degustando cada palabra, dejándose arrastrar por la ciénaga del cotilleo: «Es cierto que no está nada bien lo que hizo. ¡Pero nada en absoluto!», y se une, rápidamente, al coro de lenguas viperinas que, cada una a su manera, añade un defecto a la ausente. «Le está bien empleado», concluye la más dura, «ya no podrá aplastarnos con su desprecio, ya no es nadie». Fin de la oración fúnebre y búsqueda de nueva presa.
No se equivocan, reconoció Iris, contemplando la habitación blanca, las sábanas blancas, las cortinas blancas. ¿Quién soy en realidad? Nadie. No tengo ninguna consistencia. He fracasado en todo, puedo servir de definición a la palabra «fracaso» del diccionario. Fracaso, nombre común, masculino singular, véase Iris Dupin. Haría mejor volviendo a adoptar mi apellido de soltera, no voy a seguir mucho tiempo casada. Joséphine me lo arrebatará todo. Mi libro, mi marido, mi hijo y mi dinero.
¿Puedo vivir alejada de mi familia, mis amigos, mi marido y mi hijo? También alejada de mí. Me voy a convertir en puro espíritu. Al fundirme en la nada, me daré cuenta de que nunca he tenido ninguna consistencia. Que siempre he sido tan sólo una apariencia.
Antes existía porque los demás me miraban, me prestaban ideas, talentos, un estilo, una elegancia. Antes existía porque era la mujer de Philippe Dupin, porque tenía la tarjeta de crédito de Philippe Dupin, la agenda de Philippe Dupin. Me temían, me respetaban, me cubrían de fingidas alabanzas. Podía dar una lección a Bérengère o impresionar a mi madre. Había llegado a la cima.
Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada furiosa. ¡Qué cima tan insustancial la que no te pertenece, la que no se forja, la que no se construye piedra a piedra! Cuando la pierdes, ya puedes sentarte en la acera y extender la mano.
No hace tanto tiempo, cuando Iris no estaba enferma, una tarde que volvía de compras con los brazos cargados de paquetes, corriendo para coger un taxi, se había cruzado con un mendigo abrazado a sus rodillas, con la mirada baja y la nuca encorvada. Decía gracias, señor, gracias, señora, a media voz por cada moneda que caía en su plato. No era el primero que veía pero éste, a saber por qué, le había impresionado. Había acelerado el paso, apartado la mirada. No había tiempo para caridad, el taxi se alejaba, y esa noche salían, había que acicalarse, tomar un baño, elegir el vestido entre las decenas que colgaban de las perchas, peinarse, maquillarse. Al volver le había dicho a Carmen, no voy a parecerme a ese mendigo, ¿verdad? No quiero ser pobre. Carmen le había prometido que ella nunca permitiría que pasara eso, que se dejaría los dedos limpiando casas para que Iris continuase brillando. Ella la había creído. Se había aplicado la mascarilla de belleza a la cera de abeja, se había deslizado en el agua caliente del baño y había cerrado los ojos.
Y sin embargo, no estoy lejos de parecer una mendiga, pensó, levantando las sábanas para buscar el espejo. Puede que se haya escurrido. Puedo haberme olvidado de ponerlo en su sitio y se esconde en algún pliegue.
Mi espejo, devuélvanme mi espejo, quiero verme, asegurarme de que existo, de que no me he evaporado. De que todavía puedo gustar.
Los medicamentos que le daban por la noche empezaban a hacer efecto, deliró todavía un momento, vio a su padre leyendo el periódico al pie de su cama, a su madre comprobando que los alfileres de su sombrero estuviesen bien clavados, a Philippe conduciéndola vestida de blanco por el pasillo central de la iglesia. Nunca lo quise. Nunca quise a nadie y me gustaría que me quisieran. ¡Pobre mujer! Das lástima. Un día vendrá mi príncipe azul, un día vendrá mi príncipe… Gabor. Él era mi príncipe azul. Gabor Minar. El director de cine a quien todo el mundo adula, cuyo nombre irradia tanta luz que uno desea acurrucarse bajo su proyector. Estaba dispuesta a dejarlo todo por él: marido, hijo, París. Gabor Minar. Escupió su nombre como un reproche. No lo amé cuando era pobre, desconocido, y me eché a sus brazos cuando se hizo famoso. Siempre necesito el refrendo de los demás. Incluso para amar. ¡Qué despreciable amante soy!
Iris conservaba la lucidez, lo cual aumentaba su infelicidad. Podía ser injusta durante un acceso de cólera, pero recuperaba pronto la razón y se maldecía. Maldecía su cobardía, su frivolidad. La vida me lo dio todo al nacer y no he hecho nada con ello. Me he dejado llevar sobre la espuma de la comodidad.
Si hubiese sentido un poco de estima por sí misma, entonces habría podido, gracias a esa lucidez cruel que, a veces, la hacía más pérfida de lo que era, corregirse y empezar a amarse. La estima por uno mismo no se obtiene por decreto. Es necesario esfuerzo, trabajo; e Iris, con sólo pensarlo, hizo una mueca de disgusto. Y además, ya no tengo tiempo, constató, práctica. Uno no rehace su vida a los cuarenta y siete años y medio. La remienda, la tapona, pero no construye nada nuevo.
No, se dijo, sintiéndose invadida por el sueño y luchando para encontrar una solución, necesito pronto, pronto, un nuevo marido. Más rico, más fuerte, más importante que Philippe. Un marido inmenso. Que me maraville, me subyugue, ante el que me arrodille como una niña. Que tome mi vida de la mano, que me devuelva mi lugar en el mundo. Con dinero, relaciones, cenas en la ciudad. Todavía soy guapa. En cuanto salga de aquí, volveré a ser la hermosa y magnífica Iris.
Mi primer pensamiento positivo desde que estoy aquí encerrada, murmuró tapándose con la sábana hasta el mentón, ¿estaré empezando a curarme?
El domingo por la mañana, llamó Luca. La víspera, Joséphine le había dejado tres mensajes en el móvil. Sin respuesta. No es buena señal, se dijo dándose golpecitos en el esmalte de los dientes. También la víspera había llamado a Marcel Grobz para obtener la dirección de Mylène. Tenía que hablar con ella. Saber si había recibido, ella también, una carta de Antoine. Si sabía dónde se encontraba, lo que hacía y, en resumen, si estaba vivo de verdad. No puedo creerlo, no puedo creerlo, repetía Joséphine. La carta del paquete hablaba de su horrible muerte. Era claramente una carta de pésame, no el anuncio de un nacimiento.
Aquella noticia la perturbaba. Casi había olvidado la agresión de la que había sido víctima. De hecho, los dos incidentes colisionaban en su mente y la dejaban temblorosa y perpleja a la vez. Le costaba mucho responder a Zoé que, eufórica ante la idea de que su padre iba a reaparecer pronto, formulaba mil preguntas, ideaba proyectos, reencuentros y besos, y no paraba. Parecía una frenética bailarina de cancán, coronada de rizos infantiles.
Estaban desayunando cuando sonó el teléfono.
– Joséphine, soy Luca.
– ¡Luca! Pero ¿dónde se ha metido? Ayer me pasé el día llamándole.
– No podía hablar. ¿Está libre esta tarde? Podríamos dar un paseo al borde del lago.
Joséphine reflexionó con rapidez. Zoé iba al cine con una chica de su clase, tenía tres horas libres.
– ¿A las tres de la tarde cerca de las barcas? -propuso Joséphine.
– Allí estaré.
Colgó sin decir palabra. Joséphine sostuvo el teléfono en el aire y le sorprendió sentirse triste. El había estado lapidario. Ni un gramo de ternura en su voz. Brotaron las lágrimas y entornó los ojos para bloquearlas.
– ¿Pasa algo, mamá?
Zoé la miraba con expresión inquieta.
– Es Luca. Me temo que pueda haberle pasado algo a su hermano, ya sabes, Vittorio.
– Ah… -dijo Zoé, tranquila por que el aspecto preocupado de su madre concerniese a un extraño.
– ¿Quieres más tostadas?
– ¡Oh, sí! Por favor, mamá.
Joséphine se levantó, fue a cortar el pan y a tostarlo.
– ¿Con miel? -preguntó.
Se concentró en hablar animadamente, para que Zoé no descubriera la tristeza en su voz. Sentía un vacío en el corazón. Con Luca soy feliz a ratos. Le robo mi felicidad, la rebusco. Entro en él subrepticiamente. El cierra los ojos, finge que no me ve, y deja que le desvalije. Le quiero a su pesar.
– ¿La miel buena de Hortense?
Joséphine asintió.
– No se va a poner muy contenta si se entera de que nos la comemos cuando no está.
– ¡No te irás a terminar el tarro!
– Nunca se sabe -dijo Zoé con sonrisa glotona-. Es nuevo. ¿Dónde lo has comprado?
– En el mercado. El vendedor me ha dicho que antes de abrirlo había que calentarlo al baño María a fuego lento, para que esté bien líquida y no se solidifique al enfriarse.
Ante la idea de realizar esa ceremonia de la miel para complacer a Zoé, el recuerdo de Luca se borró y se relajó.
– Qué guapa eres -sonrió Joséphine revolviendo el pelo de Zoé-. Deberías cepillarte el pelo, se te va a enredar.
– Me gustaría ser un koala… Así no tendría que peinarme.
– ¡Ponte recta!
– ¡La vida es dura cuando no se es un koala! -suspiró Zoé incorporándose-. ¿Y cuándo vuelve Hortense, mamá?
– No lo sé…
– Y Gary, ¿cuándo viene?
– No tengo ni idea, cariño.
– ¿Y Shirley? ¿Tienes noticias suyas?
– Intenté hablar con ella ayer, pero no contestó. Ha debido de salir el fin de semana.
– Les echo de menos… Oye, mamá, nosotras no tenemos mucha familia, ¿verdad?
– Es cierto. Somos bastante pobres en familia -respondió Jo en tono bromista.
– ¿Y Henriette? ¿No te podrías reconciliar con ella? Así tendríamos al menos una abuela. ¡Aunque ella no quiera que la llamen así!
Todo el mundo llamaba a Henriette por su nombre de pila, se negaba a que la llamasen «abuelita» o «abuela».
Zoé había subrayado lo de una. Antoine tampoco tenía familia. Era hijo único, sus padres habían muerto mucho tiempo atrás y se había peleado con sus tíos, tías y primos y no los había vuelto a ver.
– Tienes un tío y un primo, algo es algo.
– Es poco. Las chicas de mi clase tienen familias de verdad…
– ¿De verdad echas de menos a Henriette?
– Hay veces de que sí.
– No se dice «de que sí» sino «que sí», cariño…
Zoé asintió con la cabeza, pero no se corrigió. En qué estará pensando, se dijo Joséphine contemplando a su hija. Tenía la expresión sombría. Reflexionaba. Todo su rostro se había detenido en una idea que rumiaba en silencio, con el mentón apoyado en las manos y la frente arrugada. Joséphine leía en la cara de su hija la progresión de su reflexión, respetando ese diálogo consigo misma.
Su mirada oscura se aclaró y su ceño fruncido se relajó. Por fin, Zoé clavó los ojos en los de su madre y, con expresión ansiosa, preguntó:
– Oye, mamá, ¿tú crees que me parezco a un hombre?
– ¡Nada de eso! ¿Por qué lo dices?
– ¿No soy cuadrada de hombros?
– ¡Para nada! ¡Qué idea más tonta!
– Es que me compré la revista Elle. Todas las chicas de mi clase la leen…
– ¿Y bien?
– Nadie debería leer Elle. Las chicas de esa revista son demasiado guapas… Nunca seré como ellas.
Tenía la boca llena y devoraba su cuarta rebanada.
– A mí, en todo caso, me pareces guapa y sin los hombros cuadrados.
– Pero eso es lo normal, eres mi madre. Las madres siempre creen que sus hijas son guapas. ¿No te decía eso Henriette?
– ¡La verdad es que no! Me decía que no era guapa, pero que concentrándose mucho quizás me encontrarían interesante.
– ¿Cómo eras cuando eras pequeña?
– ¡Fea como un piojo bizco!
– ¿Eras guay?
– No mucho.
– Entonces, ¿cómo hiciste para gustar a papá?
– Digamos que vio mi belleza «interesante».
– Tiene buen ojo, papá, ¿eh, mamá? ¿Cuándo crees que va a volver?
– No tengo ni idea, amor mío… ¿Tienes deberes para el lunes?
Zoé asintió con la cabeza.
– Hazlos antes de irte al cine porque después no vas a tener ganas de trabajar.
– ¿Y podremos ver una película las dos juntas esta noche?
– ¿Dos películas en el mismo día?
– Sí, pero si vemos una obra maestra, no es lo mismo, es cultura general. Cuando sea mayor seré directora de cine. Haré una versión de Los miserables…
– Pero ¿qué te pasa con Los miserables de un tiempo a esta parte, Zoé?
– Me parece una maravilla, mamá. Cosette me hace llorar con su cubo y su muñeca… y después, vive una hermosa historia de amor con Marius y todo termina bien. Ya no tiene nunca más agujeros en el corazón.
¿Y qué se hace cuando el amor cava un agujero en el corazón, un agujero tan grande que parece de obús, tan grande que se podría ver el cielo a través?, se preguntaba Joséphine de camino a su cita con Luca. ¿Quién podrá decirme lo que siente por mí? No me atrevo a decirle «le quiero», tengo miedo de que sea una palabra demasiado importante. Sé muy bien que en mis «le quiero» hay un «¿me quiere usted?» que no me atrevo a pronunciar, por miedo a que se aleje con las manos en los bolsillos de su parka. ¿Una mujer enamorada es forzosamente una mujer inquieta, dolorida?
El la estaba esperando cerca de las barcas. Sentado en un banco, las manos en los bolsillos, las piernas estiradas, su gran nariz apuntando al suelo, una mecha de pelo moreno barriendo su rostro. Ella se detuvo y le miró antes de abordarle. Por desgracia no sé tomarme el amor a la ligera. Me gustaría echarme al cuello de aquel a quien amo, pero tengo tanto miedo de asustarle que ofrezco la cara humildemente para recibir su beso. Le amo a hurtadillas. Cuando levanta sus ojos hacia mí, cuando atrapa mi mirada, me adapto a su estado de ánimo. Me convierto en la enamorada que él quiere que sea. Me enciendo a distancia, me controlo en cuanto se acerca. Usted no sabe nada de eso, Luca Giambelli, usted se cree que soy un ratoncito temeroso, pero si apoyara su mano sobre el amor que hierve dentro de mí, le produciría quemaduras de tercer grado. Me gusta ese papel: hacerle sonreír, calmarle, agradarle, me disfrazo de dulce y paciente enfermera, y recojo las migas que quiera usted darme para transformarlas en gruesas rebanadas. Hace un año que salimos y no sé más sobre usted que lo que me murmuró durante la primera cita. En amor se parece usted a un hombre sin apetito.
Él la vio. Se levantó. La besó en la mejilla con una levedad casi fraternal. Joséphine se retrajo, sintiendo ya el impreciso dolor que producía ese beso. Voy a hablar con él, hoy, decidió con la audacia de los grandes tímidos. Voy a contarle mis desgracias. ¿Para qué sirve un novio si hay que esconderle todas las penas y las angustias?
– ¿Qué tal está, Joséphine?
– Podría estar mejor.
Vamos, se dijo, sé tú misma, háblale, cuéntale la agresión, háblale de la postal.
– He pasado dos días horribles -siguió él-. Mi hermano desapareció el viernes por la tarde, el día en el que habíamos quedado en aquella cafetería que no me gusta y que usted aprecia tanto.
Se giró hacia ella y esbozó una sonrisa burlona.
– Vittorio tenía cita con el médico que le trata sus brotes de violencia, y no se presentó. Le buscamos por todas partes, reapareció esta mañana. Se encontraba en un estado lamentable. Me temo lo peor. Siento haberle dado plantón.
Había tomado la mano de Joséphine y el contacto de la suya, larga, cálida y seca, la turbó. Apoyó la mejilla sobre la manga de su parka. Se frotó en ella como diciendo no importa, le perdono.
– Le estuve esperando y luego me fui a cenar con Zoé. Me dije que habría tenido algún problema con…, hum…, con Vittorio.
Le resultaba extraño llamar por su nombre de pila a un hombre al que no conocía y que la detestaba. Le producía un sentimiento de falsa intimidad. ¿Por qué me detesta? No le he hecho nada.
– Ha vuelto a su casa, esta mañana, y yo le estaba esperando. Me pasé todo el día y toda la noche de ayer esperándole, sentado en su sofá. Me miró como si no me conociera. Estaba azorado. Se metió rápidamente en la ducha y no abrió la boca. Le convencí para que tomase un somnífero y se durmiera, no se sostenía en pie.
Su mano estrechó la de Joséphine como para transmitirle la angustia de esos dos días esperando, temiendo lo peor.
– Me preocupa Vittorio, ya no sé qué más hacer.
Dos mujeres jóvenes, delgadas, que practicaban footing, se detuvieron a su altura. Sin aliento, se agarraban las costillas y consultaban su reloj para calcular el tiempo que les quedaba por correr. Una de ellas exclamó con voz entrecortada:
– Entonces le dije: pero ¿qué quieres exactamente? Y él me contestó, ¿sabes lo que se atrevió a decirme?, ¡que dejes de acosarme! ¿Acosarle yo? Te voy a decir una cosa, creo que le voy a dejar. Ya no lo soporto. ¿Y después qué más? ¿Hacerle de geisha? ¿Echarme a sus pies? ¿Hacerle comiditas y abrirme de piernas cuando me lo ordene? Mejor vivir sola. ¡Por lo menos estaré en paz y tendré menos trabajo!
La joven estrechó los brazos sobre el pecho en señal de resolución firme, en sus almendrados ojos marrones brillaban la exasperación y la cólera. Su compañera asintió resoplando. Después dio la señal para seguir la carrera.
Luca las miró alejarse.
– ¡No soy el único que tiene problemas!
Es el momento de contarle tus infortunios, venga, se exhortó Joséphine.
– Yo también… Tengo problemas.
Luca levantó una ceja, extrañado.
– Me ha pasado algo muy desagradable y algo sorprendente -declaró Jo con tono pretendidamente jocoso-. ¿Por cuál empiezo?
Un labrador negro se precipitó delante de ellos y se lanzó al lago. Luca desvió su atención para ver cómo se introducía en el estanque verdoso; el agua estaba tan turbia que se dibujaron unos círculos irisados en la superficie. El perro jadeaba, nadando con la boca abierta. Su amo le había tirado una pelota y pataleaba para atraparla. Su pelaje negro y brillante se cubría de perlas líquidas e hilillos de agua; los patos se apartaban bruscamente y se detenían un poco más lejos, desconfiados.
– ¡Esos perros son increíbles!-exclamó Luca-. ¡Mire!
El animal volvía. Emergió salpicando agua y fue a depositar la pelota a los pies de su amo. Agitó la cola y ladró para proseguir el juego. ¿Y ahora cómo continúo?, se preguntó Joséphine, siguiendo con la mirada la bola que volaba y al perro que se tiraba al agua.
– ¿Qué me decía, Joséphine?
– Le decía que me han pasado dos cosas, una violenta y otra extraña.
Se esforzaba en sonreír para aligerar su relato.
– He recibido una carta de Antoine…, esto…, ya sabe, mi marido…
– Pero yo creía que estaba…
No se atrevía a pronunciar la palabra y Joséphine le ayudó:
– ¿Muerto?
– Sí. Me había dicho usted que…
– Yo también lo creía.
– Es extraño, en efecto.
Joséphine esperaba que hiciese alguna pregunta, emitiese alguna hipótesis, proclamara su asombro, algo que permitiese comentar esa noticia, pero él se contentó con fruncir el ceño y proseguir:
– ¿Y la otra noticia, la violenta?
¿Cómo?, se asombró Joséphine, ¿le cuento que un muerto redacta postales, compra un sello, lo pega, la mete en un buzón y me contesta: «Qué más»? Considera normal que los muertos se levanten por la noche para escribir su correspondencia. De hecho, los muertos no están muertos y hacen cola en la oficina, por eso siempre hay que esperar. Tragó y lo soltó todo de golpe:
– ¡He estado a punto de ser asesinada!
– ¿Asesinada? ¿Usted? ¿Joséphine? ¡Eso es imposible!
¿Y por qué no? ¿No sería un bonito cadáver, quizás? ¿No tengo el perfil adecuado?
– El viernes por la noche, volviendo de la cita a la que no se presentó, me apuñalaron en el corazón. ¡Aquí!
Se golpeó el pecho para acentuar el sentido trágico de la frase y se sintió ridícula. Su papel, como víctima de un suceso, no resultaba creíble. El cree que me hago la interesante para rivalizar con su hermano.
– ¡Pero su historia no se sostiene! Si la hubieran apuñalado, estaría muerta…
– Me salvó un zapato. El zapato de Antoine…
Le explicó con calma lo que había pasado. Él la escuchó mientras seguía el vuelo de unas palomas.
– ¿Se lo ha contado a la policía?
– No. No quería que Zoé se enterase.
La miró, dubitativo.
– ¡Pero bueno, Joséphine! Si la han atacado ¡debe ir a poner una denuncia!
– ¡¿Cómo que «si»?! ¡Me han atacado!
– Imagínese que ese hombre ataque a otro. ¡La responsable sería usted! Tendría una muerte sobre su conciencia.
No sólo no la estrechaba entre sus brazos para consolarla, no sólo no le decía aquí estoy, voy a protegerla, sino que encima le hacía sentirse culpable y pensaba en la próxima víctima. Ella se le quedó mirando, desarmada. Pero ¿qué había que hacer para conmover a este hombre?
– ¿No me cree?
– Claro que sí… La creo. Simplemente le aconsejo que presente una denuncia contra un agresor desconocido.
– ¡Parece usted muy bien informado!
– Mi hermano me tiene acostumbrado a las comisarías. Me conozco casi todas las de París.
Le miró fijamente, estupefacta. Había vuelto a su propia historia. Se había desviado un poco para escucharla y después había dado la vuelta hacia su propia desgracia. ¿Este es mi enamorado, mi hombre magnífico? ¿El hombre que escribe un libro sobre las lágrimas, que cita a Jules Michelet: «Lágrimas preciosas han fluido en límpidas leyendas, en maravillosos poemas y, amontonándose en el cielo, han cristalizado en gigantescas catedrales que se alzan hacia el Señor»? Un corazón seco, más bien. Una pasa de Corinto. Él le rodeó los hombros, la atrajo hacia sí y, con voz dulce y cansada, murmuró:
– Joséphine, no puedo ocuparme de los problemas de todo el mundo. No perdamos el buen humor, ¿quiere? Con usted estoy bien. Es mi único espacio de alegría, de risa, de ternura. No lo destrocemos, por favor…
Joséphine hizo un gesto de resignado asentimiento.
Prosiguieron su paseo alrededor del lago, cruzándose con otros deportistas, otros perros nadadores, niños en bicicleta, padres que los seguían, con la espalda doblada para mantenerlos sobre la silla, un gigante negro de torso majestuoso y cubierto de sudor que corría medio desnudo. Joséphine pensó preguntarle: «¿Y de qué quería hablarme la otra tarde cuando nos citamos en la cafetería? Parecía importante», pero renunció.
La mano de Luca, sobre su hombro, la acariciaba, y a ella le dio la impresión de que tenía ganas de escaparse.
Ese día, un trocito de su corazón se despegó de Luca.
Esa noche, Joséphine fue a refugiarse al balcón.
Cuando empezó a buscar un nuevo piso, lo primero que le preguntaba al agente inmobiliario era, antes de conocer el precio, la luz, la planta, el barrio, la estación de metro, el estado del techo y las goteras, siempre era: «¿Hay balcón? Un balcón de verdad donde pueda sentarme, estirar las piernas y mirar las estrellas».
Su nuevo piso tenía balcón. Un balcón grande y hermoso, con una balaustrada negra, abombada, señorial, que dibujaba motivos de hierro forjado encadenados, como letras de maestra de escuela en la pizarra.
Joséphine quería un balcón para hablar con las estrellas.
Hablar con su padre, Lucien Plissonnier, muerto un 13 de julio cuando ella tenía diez años, cuando estallaban los petardos y la gente bailaba en la pista, cuando los fuegos artificiales iluminaban el cielo y hacían aullar a los perros. Su madre se había vuelto a casar con Marcel Grobz, que había demostrado ser un padrastro bueno, generoso, pero que no sabía muy bien dónde situarse entre su arisca mujer y las dos chiquillas. Así que no se situaba. Las quería de lejos, como un turista con el billete de vuelta en el bolsillo.
Era una costumbre que había adoptado cuando sentía alguna pena en el alma. Esperaba a que se hiciese de noche, se envolvía en un edredón, se instalaba en el balcón y hablaba con las estrellas.
Todo lo que no se habían dicho cuando estaba vivo, se lo decían ahora por medio de la Vía Láctea. Por supuesto, reconocía Joséphine, no es algo racional, por supuesto podrán decir que estoy loca, encerrarme, colocarme unas pinzas en la cabeza y darme descargas eléctricas, pero me da igual. Sé que está ahí, que me escucha y, de hecho, me manda señales. Nos ponemos de acuerdo en una estrella, la más pequeña al final de la Osa Mayor, y él la hace brillar con más intensidad. O la apaga. No funciona siempre, sería demasiado fácil. A veces no me responde. Pero, cuando siento que naufrago, me lanza un flotador. También a veces hace que parpadee una bombilla del cuarto de baño, la luz de una bicicleta en la calle o una farola. Le gustan las luces.
Siempre seguía el mismo ritual. Se sentaba en una esquina del balcón, doblaba las piernas, apoyaba los codos sobre las rodillas y levantaba la cabeza hacia el cielo. Primero localizaba la Osa Mayor, después la pequeña estrella al final y empezaba a hablar. Cada vez que pronunciaba esa palabrita, «papá», los ojos le escocían, y cuando decía: «¡Papá! Papaíto querido» se ponía a llorar sin remedio.
Esa noche se instaló en el balcón, escrutó el cielo, localizó la Osa Mayor y le envió un beso, susurró papá, papá…, me siento triste, tan triste que no puedo respirar. Primero la agresión del parque, más tarde la postal de Antoine y después, hace un rato, la reacción de Luca, su frialdad, su educada indiferencia. ¿Qué hacer cuando los sentimientos te desbordan? Si lo expresas mal, lo hacemos todo al revés. Cuando uno tiene flores que ofrecer, no las entrega cabeza abajo y mostrando los tallos, si no el otro sólo ve espinas y se pincha. Es lo que yo hago con los sentimientos, los ofrezco invertidos.
Miró fijamente la estrellita. Le pareció que se iluminaba, se apagaba y se encendía una vez más como diciendo, vamos, cariño, te escucho, habla.
Papá, mi vida se ha convertido en un remolino. Y me ahogo.
¿Recuerdas que cuando era pequeña estuve a punto de ahogarme, que tú me mirabas desde la orilla sin poder hacer nada, porque el mar estaba enfurecido y no sabías nadar…? ¿Recuerdas?
El mar estaba en calma cuando nos fuimos, mamá, Iris y yo. Mamá nadaba delante con su potente crawl, Iris la seguía y yo, más retrasada, intentaba no quedarme atrás. Debía de tener unos siete años. Y luego, de pronto, se levantó el viento, el oleaje creció, la corriente nos arrastraba, estábamos a la deriva y tú no eras más que un puntito sobre la playa que agitaba los brazos con inquietud. Íbamos a morir. Entonces mamá eligió salvar a Iris. No podía salvarnos a las dos, quizás, pero eligió a Iris. La agarró bajo el brazo y la remolcó hasta la playa, dejándome sola, tragando litros de agua salada, golpeándome contra las olas, rebotando como un pelele. Cuando comprendí que me había abandonado, intenté nadar hasta ella, sujetarla, y se volvió gritando déjame, déjame y me rechazó. Me empujó con el hombro. No sé cómo hice para volver, para llegar hasta la orilla, no lo sé, tuve la impresión de que una mano me agarraba, me cogía del pelo y me arrastraba a tierra firme.
Sé que estuve a punto de ahogarme.
Hoy es lo mismo. Las corrientes son demasiado fuertes, me llevan demasiado lejos. Demasiado lejos, demasiado deprisa. Demasiado sola. Estoy triste, papá. Triste por sufrir la cólera de Iris, la violencia de un desconocido, el improbable regreso de mi marido, la indiferencia de Luca. Es demasiado. No soy lo suficientemente fuerte.
La estrellita se había apagado.
¿Quieres decir que me quejo por nada, que no importa? Eso no es justo, y lo sabes.
Y entonces, como si su padre reconociese la verdad de la acusación y recordara el antiguo crimen olvidado, la estrellita volvió a brillar.
¡ Ah!, lo recuerdas. No lo has olvidado. Sobreviví una vez, ¿sobreviviré ésta?
Así es la vida.
Tiene buen aguante, la vida. Nunca te concede un largo periodo de descanso, enseguida te pone a trabajar.
No estamos en la tierra para mirar a las musarañas.
Pero yo no paro. Forcejeo como una loca. Todo carga sobre mis hombros.
¿La vida también me ha dado mucho? Tienes razón.
¿La vida me seguirá dando? Sabes bien que no me importa el dinero, que no me importa el éxito, que preferiría un romance, un hombre a quien venerase, a quien amase, lo sabes. Sola no puedo hacer nada.
Llegará, está allí, no muy lejos.
¿Cuándo? ¿Cuándo? Papá, ¡dímelo!
La estrellita ya no respondía.
Joséphine hundió la cabeza entre las rodillas. Escuchó el viento, escuchó la noche. La envolvió un silencio monacal y se refugió en él. Imaginó el largo pasillo de un convento, losas desiguales, pilares redondos de piedra blanca, un jardín cercado como una mancha verde, una bóveda de crucería a la que sigue otra, y otra. Escuchaba un leve sonido de campanas a lo lejos, emitiendo notas claras a intervalos regulares. Desgranó un rosario entre sus manos, cánticos de agradecimiento y oraciones que no conocía. Las completas, las vísperas y los maitines, una liturgia que se inventaba y que reemplazaba al breviario. Soltó el miedo, las preguntas y dejó de pensar. Se abandonó al viento, escuchó la canción que le susurraba el murmullo de las ramas, compuso algunas notas, canturreó en sordina.
Un pensamiento atravesó su mente: si a Luca no le pareció importante, será porque, quizás, a mí tampoco me lo parezca.
Si Luca no me presta más atención, es porque yo misma no me presto atención.
Luca me trata como yo me trato a mí misma.
No ha advertido el peligro en mis palabras, ni el miedo en mi voz, no ha sentido las puñaladas porque yo no las he sentido.
Sé que pasó de verdad, pero no siento nada. Me apuñalan pero no corro a poner una denuncia, a reclamar protección, venganza o ayuda. Me apuñalan y no digo nada.
Me tiene sin cuidado.
Es un hecho, las palabras están ahí, las articulo en voz alta, pero les falta el color de la emoción. Mis palabras son mudas.
El no las oye. No puede oírlas. Son palabras de una muerta, desaparecida desde hace mucho tiempo.
Soy esa muerta que decolora las palabras. Que decolora su propia vida.
Desde el día en que mi madre escogió salvar a Iris.
Ese día me borró de su vida, me borró de la vida. Era como si me dijese, no vale la pena que existas, así que no existes.
Y yo, una niña de siete años, aterida en el agua helada, me quedo atónita. Paralizada de estupor por ese gesto, el codo que se levanta y me empuja hacia la ola.
Ese día fallecí. Me convertí en una muerta que lleva la máscara de una viva. Actúo sin establecer nunca un vínculo entre lo que hago y yo. Ya no soy real. Me vuelvo virtual.
Todo resbala.
Cuando consigo salir del agua, cuando papá me coge entre sus brazos y trata a mi madre de criminal, me digo que ella no podía hacer otra cosa, no podía salvarnos a las dos, eligió a Iris. No me rebelo. Lo considero normal.
Todo me resbala. No reivindico nada. No me apropio de nada.
Consigo un doctorado en letras, pues bueno…
Me contratan en el CNRS, tres elegidos de ciento veintitrés candidatos, pues vale…
Me caso, me convierto en una mujer aplicada, dulce, sobre la que se evapora el amor distraído de mi marido.
¿Me engaña? Normal, él está mal. Mylène le calma, le reconforta.
No tengo ningún derecho, nada me pertenece porque no existo.
Pero continúo haciendo como si estuviera viva. Un, dos, un, dos. Escribo artículos, doy conferencias, publico, preparo una tesis, pronto acabaré siendo directora de investigación, entonces habré llegado a la cima de mi carrera. Pues vale…
Todo eso no resuena dentro de mí, no me aporta ninguna alegría.
Me convierto en madre. Doy a luz a una hija, luego a otra.
Entonces me animo. Reconozco a la niña que hay dentro de mí. La niñita aterida sobre la playa. La tomo en mis brazos, la acuno, le beso las yemas de los dedos, le cuento cuentos para dormirla, le caliento su miel, le doy todo mi tiempo, todo mi amor, todos mis ahorros. La amo. Nada es lo bastante bueno para la niñita muerta con siete años, a la que reanimo con mis cuidados, con vendajes, con besos.
Mi hermana me pide que escriba un libro que firmará ella. Acepto.
El libro se convierte en un éxito inmenso. Pues bueno…
Sufro por haber sido desposeída, pero no protesto.
Cuando mi hija Hortense se presenta en la televisión a contar la verdad, cuando dirige el foco hacia mí, desaparezco, no quiero que me vean, no quiero que me conozcan. No hay nada que ver, nada que conocer: estoy muerta.
Nada puede afectarme porque ese día, en el mar furioso de las Landas, dejé de existir.
Desde ese día, las cosas me ocurren, pero no quedan impresas en mí.
Estoy muerta. Soy una figurante en mi propia vida.
Levantó la cabeza hacia las estrellas. Le pareció que la Vía Láctea se había iluminado, brillaba con miles de luces nacaradas.
Se propuso ir a comprar camelias blancas. Le gustaban mucho las camelias blancas.
– ¿Shirley?
– ¡Joséphine!
En boca de Shirley, su nombre sonaba como el toque de un clarín. Se apoyaba en la primera sílaba, se elevaba en el aire y dibujaba arabescos de sonidos: ¡Joooséphiiine! Entonces había que sintonizar por miedo a sufrir un interrogatorio en regla: «¿Qué te pasa? ¿No estás bien? ¿Estás desanimada? ¡Tú me estás ocultando algo…!».
– ¡Shiiiirley! ¡Te echo de menos! Vuelve a vivir a París, te lo suplico. Ahora tengo una casa grande, puedo acogerte, a ti y a lo que venga contigo.
– No me acompaña ningún paje enamorado en este momento. He cerrado mi cinturón de castidad. ¡La abstinencia es mi voluptuosidad!
– Entonces ven…
– No es imposible, en efecto, que desembarque uno de estos días y me dé una vueltecita por el país de las ranas arrogantes.
– Una vuelta no, una ocupación, ¡una auténtica guerra de los Cien Años!
Shirley se echó a reír. ¡La risa de Shirley! Empapelaba las paredes, colgaba las cortinas, los cuadros, llenaba toda la habitación.
– ¿Cuándo vienes? -preguntó Joséphine.
– En Navidad… Con Hortense y Gary.
– Pero ¿te quedarás unos días? La vida no es igual sin ti.
– Pero bueno, eso es una declaración de amor.
– Las declaraciones de amor y de amistad se parecen.
– Y bien…, ¿qué tal te va en tu nueva casa?
– Tengo la impresión de ser una invitada. Me siento en el borde del sofá, llamo antes de entrar en el salón y me quedo en la cocina, es el espacio donde estoy más a gusto.
– ¡No me sorprende nada en absoluto!
– He elegido este piso para complacer a Hortense y ella se ha ido a vivir a Londres…
Lanzó un gran suspiro que significaba: con Hortense siempre pasa igual. Uno deposita su ofrenda ante una puerta cerrada.
– A Zoé le pasa lo mismo que a mí. Nos sentimos extranjeras aquí. Es como si hubiéramos cambiado de país. La gente es fría, distante, pretenciosa. Llevan trajes cruzados y tienen nombres compuestos. Sólo la portera parece estar viva. Se llama Iphigénie, se cambia el color del pelo todos los meses, pasa del rojo chillón al azul glacial, nunca la reconozco, pero cuando me entrega el correo, su sonrisa es auténtica.
– ¡Iphigénie! ¡Ésa va a terminar mal! Inmolada por su padre o su marido…
– Vive en la portería con sus dos hijos, un niño de cinco años y una niña de siete. Saca la basura todas las mañanas a las seis y media.
– Déjame adivinar: vais a haceros amigas… Te conozco.
No es imposible, se dijo Joséphine. Canta mientras limpia la escalera, baila con el tubo de la aspiradora, explota globos gigantes de chicle que le cubren la cara. La única vez que Joséphine había llamado a la portería, Iphigénie le había abierto disfrazada de vaquero.
– Intenté hablar contigo el sábado y el domingo, pero no contestó nadie.
– Me fui al campo, a Sussex, a casa de unos amigos. De todas formas iba a llamarte. ¿Cómo te va la vida?
Joséphine murmuró podría ir mejor… y después le contó todo detalladamente. Shirley soltó varios «oh!, shit!, ¡Joooséphiiine!» para indicar su estupor, su horror, pidió detalles, reflexionó y después decidió afrontar los problemas uno por uno.
– Empecemos por el misterioso asesino. Luca tiene razón, debes ir a contárselo a la poli. ¡Es cierto que puede volver a atacar! Imagínate que mata a una mujer bajo tu ventana…
Joséphine asintió.
– Intenta recordarlo todo cuando pongas la denuncia. A veces un simple detalle les pone sobre la pista.
– Tenía suelas nuevas.
– ¿Las suelas de los zapatos? ¿Las viste?
– Sí. Suelas nuevas y limpias, como si los zapatos acabaran de salir de la caja. Zapatos buenos, estilo Weston o Church.
– Ah… -dijo Shirley-. No es un matón de barrio, si se pasea con unos Church. Y eso tampoco es bueno para la investigación.
– ¿Por qué?
– Porque unas suelas nuevas no dicen nada. Ni del peso ni de la talla de la persona. Ni de sus últimos trayectos. En cambio, una buena suela usada ofrece una información valiosa. ¿Tienes alguna idea de su edad?
– No. Era fuerte, eso seguro. ¡Ah, sí! Tenía una voz nasal cuando soltaba las obscenidades. Una voz que salía de la nariz. Lo recuerdo muy bien. Hablaba así…
Se tapó la nariz y repitió lo que había dicho el hombre.
– Y además olía bien. Quiero decir que no olía a sudor ni a pies.
– Lo que indica que ataca a sangre fría, sin perder la calma. Planificó su acción, la pensó. La escenificó. Debe de albergar un sentimiento de revancha, de venganza. Repara un mal que le han hecho. Aprendí eso en el servicio de información. ¿Dices que no hubo descarga de humor acuoso?
El término, si bien extrañó a Joséphine, no le sorprendió. El pasado de Shirley, su conocimiento de un universo de violencia, volvía con esas simples palabras «descarga de humor acuoso». Shirley, para guardar el secreto de su nacimiento, estuvo contratada durante un tiempo en los servicios secretos de Su Graciosa Majestad. Había recibido formación como guardaespaldas, había aprendido a luchar, a defenderse, a leer en los rostros las intenciones más ocultas, las pulsiones más remotas. Se había codeado con hombres dispuestos a todo, desveló complots, aprendió a penetrar en la mente de los criminales. Joséphine admiraba su sangre fría. Todos podemos convertirnos en criminales, lo raro no es que suceda, sino que no suceda más a menudo, solía responder cuando Joséphine la interrogaba.
– Así que no ha podido ser Antoine -concluyó Jo.
– ¿Pensaste en él?
– Después… después de haber recibido la postal. Dormía poco… y me dije que quizás podría haber sido él… Me avergüenzo, pero sí…
– Antoine sudaba muchísimo, si no me falla la memoria, ¿verdad?
– Sí. Chorreaba de miedo ante cualquier dificultad. Parecía que le habían mojado con una manguera.
– Así que no ha sido él. A menos que haya cambiado… Pero pensaste en él, de todos modos.
– ¡Ay! Me avergüenzo…
– Te entiendo, su reaparición, en efecto, resulta extraña. O bien escribió esa carta y pidió que la enviaran después de su muerte, o bien está vivo y ronda cerca de tu casa. Conociendo a tu marido y su sentido de la puesta en escena, podemos pensar cualquier cosa. Se montaba tantas historias… ¡Quería ser tan grande, tan importante! Quizás quiso prolongar su muerte, como esos comicuchos que tardan horas en morir sobre el escenario, alargando su perorata para quitarle el protagonismo a los demás.
– Eres mala, Shirley.
– Para las personas como él morirse es humillante, en un instante la palmas, te olvidan, te meten en un agujero y ya no eres nadie.
Estaba lanzada y Joséphine no podía pararla.
– Al enviarte esa postal, Antoine se regala un retazo de vida suplementario, os impide olvidarle y consigue que se hable de él.
– Eso seguro, me causó una impresión tremenda… pero resulta cruel para Zoé. Ella se lo cree a pies juntillas.
– ¡A él eso le importa un bledo! Es demasiado egoísta. Nunca he sentido demasiada estima por tu marido.
– ¡Déjalo! ¡Está muerto!
– Eso espero. ¡Sólo faltaría que se plantase delante de vuestra puerta!
Joséphine oyó el sonido de un hervidor que silbaba. Shirley debió de cerrar el gas porque el pitido se desvaneció con un suspiro agudo. Tea time. Joséphine se imaginó a Shirley, en su cocina, aguantando el teléfono con el hombro, vertiendo el agua a punto de hervir sobre las aromáticas hojas. Poseía un surtido de tés guardados en unas latas metálicas de colores que, cuando levantabas la tapa, te embriagaban con su aroma. Té verde, té rojo, té negro, té blanco, Príncipe Igor, Zar Alejandro, Marco Polo. Tres minutos y medio de infusión y después Shirley retiraba las hojas de la tetera. Controlaba escrupulosamente el tiempo de reposo.
– En cuanto a la indiferencia de Luca, ¿qué quieres que te diga? -prosiguió Shirley pasando de un tema al otro sin dejarse distraer-. Es así desde el principio y tú le apoyas con esa distancia afectuosa. Lo has colocado en un pedestal, le ofreces incienso y mirra y te postras a sus pies. Siempre has hecho eso con los hombres, pides perdón por respirar, les agradeces que bajen la mirada hacia ti.
– Creo que no me gusta que me quieran…
– ¿… y sin embargo? Vamos, Jo, vamos…
– … y sin embargo tengo la impresión de ser una boca abierta de par en par, permanentemente, hambrienta de amor.
– ¡Tendrías que curarte de eso!
– Precisamente… He decidido curarme.
Joséphine contó lo que acababa de comprender mirando a las estrellas y hablando con la Osa Mayor.
– ¡Así que sigues hablando con las estrellas!
– Sí.
– Bueno, es igual que una terapia y es gratis.
– Estoy segura de que, desde allí arriba, él me escucha y me responde.
– Si lo crees… Yo no necesito elevarme hasta las estrellas para decirte que tu madre es una criminal y tú una pobre tonta que se deja pisotear desde que nació.
– Lo sé, acabo de entenderlo. Con cuarenta y tres años… Voy a ir a la comisaría. Tienes razón. Me sienta tan bien hablar contigo, Shirley… Todo está más claro cuando te lo cuento.
– Siempre es más sencillo ver las cosas desde fuera, cuando no nos conciernen. Y la escritura ¿avanza?
– No mucho. No hago más que darle vueltas. Busco un tema para una novela y no lo encuentro. Empiezo mil historias por la mañana y todas se desvanecen por la noche. Tuve la idea para Una reina tan humilde hablando contigo, ¿recuerdas? Estábamos en mi cocina en Courbevoie. Tendrías que volver a echarme una mano…
– Confía en ti misma.
– No es mi fuerte, la confianza en mí misma.
– No tienes prisa.
– No me gusta pasar los días sin hacer nada.
– Vete al cine, pasea, observa a la gente en las terrazas de los cafés. Deja vagar la imaginación y, un día, sin saber por qué, tendrás la idea para una historia.
– La historia de un hombre que apuñala a mujeres solas en los parques, por la noche, ¡y de un marido a quien se creía muerto y que envía postales!
– ¿Por qué no?
– ¡No! Tengo ganas de olvidar todo eso. Voy a volver a prepararme el HDI.
– ¿El qué?
– HDI, Habilitación para Dirigir Investigaciones.
– Y ¿en qué consiste esa… cosa?
– Es un conjunto de publicaciones que incluye una tesis, y todos los trabajos realizados en forma de artículos y conferencias, que presentas ante un jurado. Eso supone un buen montón de papeles. ¡El mío ya pesa casi diecisiete kilos!
– ¿Y eso para qué sirve?
– Sirve para ingresar en la escuela doctoral de una universidad. Tener una cátedra…
– ¡Y ganar un montón de pasta!
– ¡No! A los universitarios no les atrae el dinero. Lo desprecian. Supone la culminación de una carrera. Te conviertes en una eminencia, te hablan con respeto, vienen a consultarte del mundo entero. Todo lo que necesito para rehacer mi imagen.
– Joséphine, ¡eres asombrosa!
– ¡Espera, todavía no he llegado a eso! Tengo por delante dos o tres años de trabajo duro antes de poder presentarme al examen.
Y eso es harina de otro costal. Se trata de defender el trabajo propio delante de un jurado, formado en su mayoría por hombres gruñones y machistas. Examinan el informe detalladamente y, al primer error, te rechazan. Ese día es recomendable presentarse con una falda arrugada, sandalias, las piernas cubiertas de vello y un par de matas de pelo en las axilas.
Como si hubiese leído el curso secreto de sus pensamientos, Shirley exclamó:
– Jo, ¡tú eres masoca!
– Lo sé, también he decidido trabajar eso y aprender a defenderme. ¡He llegado a un montón de buenas resoluciones hablando con las estrellas!
– ¡La Vía Láctea te ha sorbido el cerebro! ¿Y dónde metes tu vida amorosa entre todo ese tumulto de materia gris?
Joséphine enrojeció.
– Después de compulsar el último de mis incunables y de acostar a Zoé.
– ¡O sea que es delgada como el papel de fumar, tal como me imaginaba!
– ¡No todo el mundo puede echar una cana al aire con un hombre vestido de negro!
– ¡Ahí me has dado!
– ¿Qué ha pasado con el hombre de negro?
– No consigo olvidarle. Es terrible. He decidido no volver a verle, mi corazón no puede más, mi cabeza lo rechaza, pero todos los poros de mi piel gritan de abstinencia. Jo, ¿sabes qué? El amor nace en el corazón pero vive bajo la piel. Y él está pegado bajo mi piel. Emboscado ahí dentro. ¡Ay, Jo! Si supieras cómo le echo de menos…
A veces, recordó Shirley, me pellizcaba el interior del muslo, lo cual me producía un morado, me gustaba ese dolor, me gustaba ese color y lo conservaba como un rastro suyo, una prueba de esos instantes en los que hubiese aceptado morir, porque sabía que lo que venía después no podría ser otra cosa que algo plano, nada de nada, respiración artificial. Pensaba en él mirando el cardenal, lo acariciaba, lo adoraba, no debería contarte esto, Jo…
– ¿Y qué haces para dejar de pensar? -preguntó Joséphine.
– Aprieto los dientes… Y he fundado una asociación para luchar contra la obesidad. Voy a los colegios y enseño a nutrirse a los niños. Estamos creando una sociedad de obesos.
– Ninguna de mis dos hijas tiene ese problema.
– A la fuerza… Les preparas unas comiditas buenísimas y equilibradas desde que son bebés. A propósito, tu hija y mi hijo no se separan ni un momento.
– ¿Hortense y Gary? ¿Quieres decir que están enamorados?
– No lo sé, pero se ven mucho.
– Ya les interrogaremos cuando vengan a París.
– También he visto a Philippe. El otro día, en la Tate. Estaba parado delante de un cuadro rojo y negro de Rothko.
– ¿Solo? -preguntó Joséphine, extrañada al sentir cómo se le aceleraba el corazón.
– Esto… No. Estaba con una rubia. Me la presentó como una experta en pintura que le ayuda a comprar obras de arte. Está haciendo una colección. Tiene mucho tiempo libre desde que se alejó del mundo de los negocios…
– ¿Y qué aspecto tiene la experta?
– No está mal.
– Si no fueras mi amiga, podrías incluso decir que ella…
– No está nada mal. Deberías venir a Londres, Jo. Philippe es seductor, rico, guapo y alegre. De momento vive solo con su hijo, pero es una presa perfecta para las lobas hambrientas.
– No puedo, ya lo sabes.
– ¿Iris?
Joséphine se mordió los labios sin responder.
– ¿Sabes?, el hombre de negro… Cuando nos encontrábamos en el hotel, cuando me esperaba en la habitación del sexto piso, tumbado en la cama… Yo era incapaz de esperar al ascensor. Subía las escaleras de cuatro en cuatro, daba un empujón a la puerta, me lanzaba sobre él.
– En cambio yo realizo mis desplazamientos más bien tipo tortuga.
Shirley suspiró ruidosamente.
– Quizás deberías cambiar, Jo.
– ¿Transformarme en amazona? ¡Me caería del caballo al primer trote!
– Te caerías una vez y después montarías con silla.
– ¿Crees que nunca he estado enamorada, realmente enamorada?
– Creo que todavía tienes muchas cosas que descubrir y tanto mejor para ti. ¡La vida aún tiene que sorprenderte!
Joséphine pensó, si pusiera tanto empeño en aprender a vivir como el que pongo en trabajar sobre mi tesis, sería quizás más extrovertida.
Echó un vistazo a la cocina. Se diría un laboratorio de lo limpia y blanca que estaba. Voy a ir al mercado a comprar ristras de ajos y de cebollas, pimientos verdes y rojos, manzanas amarillas, cestas, utensilios de madera, trapos, servilletas, voy a colgar fotos y calendarios, a inundar las paredes de vida. Hablar con Shirley la relajaba, le daba ganas de colgar lámparas por doquier. Shirley era más que su mejor amiga. Era aquella a quien se lo podía decir todo, sin provocar consecuencias ni dependencias.
– Ven pronto -suspiró al aparato antes de colgar-. Te necesito.
Al día siguiente, Joséphine se presentó en la comisaría del barrio. Tras una larga espera en un pasillo que olía a detergente con aroma de cereza, la metieron en un despacho estrecho, sin ventana, alumbrado por un aplique en el techo amarillento, que daba aspecto de acuario a la habitación.
Expuso los hechos a la oficial de policía. Era una mujer joven, el pelo castaño peinado hacia atrás, los labios finos, la nariz aguileña. Llevaba una camisa azul pálido, un uniforme azul marino, un pequeño arete dorado en la oreja izquierda. En una placa sobre su mesa estaba escrito su apellido: Gallois. Le preguntó su nombre completo, dirección. La razón de su presencia en la comisaría. La escuchó sin mover un solo músculo de la cara. Se extrañó de que Joséphine hubiera tardado tanto en declarar la agresión. Se diría que todo aquello le parecía sospechoso. Le propuso a Joséphine que fuera al médico. Joséphine lo rechazó. Le pidió una descripción del individuo, si había notado algún detalle que pudiese ayudar en la investigación. Joséphine mencionó las suelas nuevas y limpias, la voz nasal, la ausencia de sudoración. La agente de policía levantó una ceja, sorprendida por ese detalle, y después continuó mecanografiando la denuncia. Le pidió que precisara si alguien tenía alguna razón para tener algo contra ella, si había habido robo o violación. Hablaba con una voz mecánica, sin ninguna emoción. Enunciaba los hechos.
Joséphine tenía ganas de llorar.
¿Qué mundo es éste, en el que la violencia se ha convertido en algo tan banal, que ya no levantamos la cabeza del teclado para conmovernos, para compartir?, se preguntó al reencontrarse con los ruidos de la calle y la luz del día.
Permaneció inmóvil observando los coches que formaban una caravana larga e impaciente. Un camión bloqueaba la calle. El conductor se tomaba su tiempo para descargar el contenido, transportaba las cajas una por una, sin prisa, contemplando la calle embotellada con expresión satisfecha. Una mujer con un carmín rojo chillón sacó la cabeza por la ventanilla de su coche y estalló: «¿Qué coño pasa? ¡Joder! ¿Va a durar mucho tiempo esto?». Escupió el cigarrillo y apretó la bocina con las palmas de las dos manos.
Joséphine sonrió con tristeza y se fue, tapándose los oídos para
no oír el concierto de protestas.
Hortense dio una patada a la pila de ropa tirada en el suelo del salón del piso que compartía con su compañera, una francesa anémica y pálida que apagaba los cigarrillos aplastándolos al azar, multiplicando los agujeros por todos lados sin el menor cuidado. Vaqueros, tanga, medias, camiseta, jersey de cuello alto, chaqueta. Se había desnudado allí mismo y lo había dejado todo tirado.
Se llamaba Agathe, iba a clase en la misma escuela que Hortense, pero no mostraba el mismo entusiasmo ni para estudiar ni para ordenar el piso. Se levantaba si oía el despertador, y si no, seguía en la cama y asistía a la clase siguiente. La vajilla se amontonaba en la pila de la pequeña cocina, la ropa sucia cubría lo que, antaño, había debido de parecerse a un sofá, la tele estaba encendida permanentemente y los cadáveres de botellas vacías llenaban la mesa baja de cristal entre revistas recortadas, cortezas de pizzas resecas y viejas colillas de porros ennegrecidos que desbordaban los ceniceros.
– ¡Agathe! -gritó Hortense.
Y como Agathe seguía hundida bajo las sábanas, en su habitación, Hortense empezó una violenta sarta de reproches contra la dejadez de su compañera de piso, puntuándola con patadas en la puerta de su habitación.
– ¡Esto no puede seguir así! ¡Eres asquerosa! ¡Puedes tener tu habitación hecha una mierda, pero las zonas comunes no! Acabo de pasarme una hora limpiando el cuarto de baño, hay pelos por todos lados, todo está atascado, los tubos de dentífrico abiertos, un Tampax usado en el lavabo, pero ¿dónde has aprendido educación? ¡No estás viviendo sola! Te lo advierto, me voy a buscar otro piso. ¡Ya no puedo más!
Lo peor, pensó Hortense, es que no puedo marcharme. La fianza de dos meses de alquiler está a nombre de las dos y, además, ¿adónde iría? Eso lo sabe muy bien esa asquerosa, que no sirve más que para pasar hambre con tal de poder entrar en los vaqueros, y mover el culo delante de viejos que babean viendo cómo baila su trasero.
Contempló el cristal de la mesa baja, asqueada, fue a buscar una bolsa de basura y metió en ella todo lo que había encima y debajo de la mesa. Se tapó la nariz, cerró la bolsa y la dejó en el descansillo para bajarla después. Quizás la haga reaccionar tener que recuperar sus vaqueros de la basura. Ni siquiera eso era seguro, gruñó, se comprará otros con el dinero de uno de esos viejos babosos con cara de mañosos, que fuman puros en el salón, mientras la anémica se pega las pestañas postizas en el cuarto de baño. Pero ¿de dónde los saca? Con sólo verles enfundarse sus abrigos de piel de camello y cuello levantado, te dan ganas de echar a correr y refugiarte en una madriguera. Qué angustia me dan todos esos tíos que desfilan por aquí por las noches. Esta va a terminar en un burdel de El Cairo, si continúa así.
– ¿Me oyes, zorra?
Aguzó el oído. Agathe seguía sin rechistar.
Se puso los guantes de goma, cogió una esponja, el Domestos, un producto que presumía de matar todos los gérmenes y borrar todas las manchas, y se puso a desinfectar el piso. Gary pasaría a buscarla dentro de una hora, ni hablar de obligarle a poner un pie en esta pocilga.
Los pelos largos, enredados en la moqueta, retenían trozos de patatas fritas, bolis Bic, pinzas para el pelo, kleenex usados, Smarties… El aspirador soltó un hipo, pero se tragó un peine sin asfixiarse. Hortense hizo una mueca de satisfacción: al menos había algo que funcionaba. Cuando tenga dinero, alquilaré un piso para mí sola, murmuró, intentando despegar un chicle usado atrapado entre los pelos de la moqueta. Cuando tenga dinero, tendré una mujer de la limpieza, cuando tenga dinero…
No tienes dinero, de modo que cierra el pico y limpia, gruñó en voz baja.
Era su madre quien pagaba el piso, la escuela, el gas, la electricidad, la council tax, la ropa, el teléfono y el bocadillo del mediodía en el parque. De hecho, su madre lo pagaba todo. Y en Londres nada era gratis. Dos libras el Tropicana de la mañana, diez libras el bocadillo de la comida, mil doscientas libras un piso de dos habitaciones con salón. En un buen barrio, es verdad. Notting Hill, Royal Borough of Chelsea & Kensington. Los padres de Agathe debían de tener dinero, o a lo mejor eran los viejos de pelo de camello los que la mantenían. No conseguía averiguarlo. Aspiró el olor del producto e hizo una mueca. Voy a apestar a Domestos. Esta cosa penetra hasta los guantes.
Se volvió hacia la habitación de Agathe y dio otra patada a la puerta.
– ¡No soy tu chacha! ¡Vas a tener que meterte eso en la cabeza!
– Too bad! -respondió la otra-. Y demasiado tarde. Me he criado entre chachas, tenía dos en casa, ¡así que cierra el pico, pobretona!
Pero ¿cómo pude elegirla a ella entre todas las demás? Ese día tenía legañas en los ojos. Fue por los aires que se daba. Tenía pinta de darse aires. Altiva, segura de sí misma, impaciente, ataviada con Prada-Vuitton-Hermès. Atraída por el buen barrio y el piso grande. Disponía de los medios y la seguridad de una chica espabilada. Sólo le había hecho una pregunta: «¿Dónde vives en París?», para saber si ella era de su ambiente. Hortense le había respondido: «En la Muette», y la otra había soltado: «OK, servirás». Como si soltara una limosna. Bingo, ¡ha mordido el anzuelo!, había pensado Hortense. Se había dicho que, introduciéndose en su círculo, se aprovecharía de su dinero y de sus relaciones. Lo único que me ha aportado es poder entrar en el Cuckoo Club sin hacer cola. ¡Menuda ventaja! ¡Qué lerda fui! Me dejé timar como una provinciana recién llegada a la capital, con dos trenzas a la espalda y un delantal de cuadros.
Gary vivía en un piso enorme, en Green Park, justo detrás de Buckingham Palace, pero lo había dejado muy claro: no quería compartirlo. «Ciento cincuenta metros cuadrados sólo para ti, es injusto», rabiaba Hortense. «Quizás, pero así están las cosas. Necesito silencio, espacio, necesito leer, escuchar música, pensar, caminar a lo largo, a lo ancho y en paz, no quiero que me tengas controlado y, lo quieras o no, Hortense, tú ocupas espacio». «No te molestaré nada, ¡me quedaré en mi habitación!». «No», había concluido Gary. «No insistas o vas a terminar pareciéndote a esas chicas que odio, esas que gimotean y acosan».
Hortense se detuvo de golpe. En ningún caso quería parecerse a nadie, ella era única, y trabajaba muy duro para seguir siéndolo. Tampoco quería en ningún caso perder la amistad con Gary. Ese chico era seguramente el soltero de su edad más cotizado de Londres. Por sus venas corría sangre real, nadie podía saberlo, pero ella, ella lo sabía. Había oído a su madre hablar con Shirley. Y patatín y patatán, to make a long story short, Gary era el nieto de la reina. Su abuelita vivía en Buckingham. Entraba allí con las manos en los bolsillos y no se perdía nunca. Recibía invitaciones a veladas, inauguraciones de locales, exposiciones, brunches, lunches, cenas. Las tarjetas se apilaban sobre la mesa de la entrada, Gary las barajaba, distraído. Llevaba siempre el mismo jersey negro de cuello vuelto, la misma chaqueta informe, el mismo pantalón arrugado sobre unas playeras infames. Su aspecto le importaba un bledo. Le importaban un bledo su pelo negro, sus grandes ojos verdes, todos los detalles que ella subrayaba para revalorizarle. Odiaba salir para exhibirse. Hortense debía suplicarle para que aceptase y la llevara con él.
– Es para relacionarme, Gary, sin relaciones no eres nadie y tú conoces a todo el mundo en Londres.
– ¡Te equivocas de cabo a rabo! Es mi madre la que conoce a todo el mundo, no yo. Yo todavía tengo que hacer méritos y, mira, no tengo ningunas ganas de hacer méritos. Tengo diecinueve años, soy el que soy, intento mejorar, y eso supone mucho trabajo. Vivo como creo y me gusta. ¡Y no vas a ser tú quien me haga cambiar, sorry!
– ¡Pero si tú sólo con aparecer ya has hecho méritos! -pataleaba Hortense, a quien la falta de frivolidad de Gary ponía de los nervios-. No te cuesta nada y a mí puede servirme de mucho. No seas egoísta. ¡Piensa en mí!
– No way.
El no cedía. Ya podía Hortense amonestarle o acosarle, él la ignoraba y volvía a ponerse los cascos en las orejas. Quería ser músico, poeta o filósofo. Iba a clases de piano, de filosofía, de teatro, de literatura. Veía viejas películas mientras comía patatas fritas ecológicas, escribía sus pensamientos en cuadernos cuadriculados, y se entrenaba para imitar el paso saltarín de las ardillas en Hyde Park. A veces se ponía a saltar en el gran salón, los brazos como garras y enseñando los dientes.
– ¡Gary! ¡Estás ridículo!
– ¡Soy una ardilla magnífica! ¡El rey de las ardillas de brillante pelaje!
Imitaba a la ardilla, recitaba monólogos de Oscar Wilde o de Chateaubriand, diálogos de Scarface o de Los niños del paraíso. «Si los ricos desearan todos ser amados, ¿qué les quedaría a los pobres?». Se tumbaba en un sofá que había pertenecido a Jorge V y meditaba sobre la belleza de la frase frotándose el mentón.
Era, Hortense debía reconocerlo, encantador, brillante, original.
Rechazaba la sociedad de consumo. Toleraba el móvil, pero ignoraba los artilugios de moda. Cuando se compraba ropa, lo hacía pieza por pieza. Incluso si las camisas estaban de oferta, dos por el precio de una.
– Pero coge la segunda, ¡es gratis! -insistía Hortense.
– ¡No tengo más que un torso, Hortense!
Y encima, rumiaba ella enfundándose los guantes, es guapo. Alto, guapo, rico, de sangre real, y todo en sus ciento cincuenta metros cuadrados en Green Park. Sin esfuerzo. Es injusto.
Pasó el aspirador sobre los brazos de un viejo sillón club de piel y pensó, claro, hay otros que van detrás de mí, pero son feos. O bajitos. Odio a los hombres bajitos. Es la raza más malvada, más agria y más rencorosa que existe. Un hombre bajito es un hombre malo. No perdona al mundo su pequeña talla. Gary puede ser flemático o despreocupado: es magnífico. Y no tiene por qué preocuparse de la triste realidad. Está dispensado de ello. De hecho eso es lo que me gusta del dinero: te dispensa de la realidad.
Cuando tenga dinero, estaré dispensada de la realidad.
Se inclinó por encima del aspirador y no dio crédito a lo que vio. Había bichos entre los pelos de la moqueta. Una bulliciosa colonia de cucarachas. Separó los pelos, aplicó el tubo del aspirador sobre los insectos e imaginó su horrible muerte. ¡Así aprenderán! Y después echaré la bolsa al fuego para asegurarme de que mueren. Los imaginó crepitando entre las llamas, sus patas retorcidas, su caparazón fundido, sus pulmones asfixiados. Esa imagen le provocó una sonrisa y prosiguió la limpieza con delectación. Ya le gustaría aspirar también a Agathe junto con las cucarachas. O estrangularla lentamente con las medias que se dejaba tiradas por ahí. Le faltaría el aire, sacaría la lengua, grotesca y desmesurada, se pondría violeta, se retorcería, suplicaría…
– Mi querida Hortense -le había dicho Gary un día que bajaban Oxford Street-, deberías ir a psicoanalizarte, eres un monstruo.
– ¿Porque digo lo que pienso?
– ¡Porque te atreves a pensar lo que piensas!
– Ni hablar, perdería mi creatividad. No puedo convertirme en un ser normal, ¡quiero ser una neurótica genial como mademoiselle Chanel! ¿Acaso crees que ella fue a psicoanalizarse?
– No lo sé, pero me voy a informar.
– Tengo mis defectos, los conozco, los comprendo y me los perdono. Punto final. Cuando no haces trampas contigo mismo, tienes respuestas para todo. Es la gente que se monta películas la que va a tumbarse ante un psicólogo. Yo me asumo. Me quiero. Creo que soy una chica formidable, guapa, inteligente, dotada. No vale la pena que me esfuerce para gustar a los demás.
– Lo que yo decía: eres un monstruo.
– ¿Puedo decirte algo, Gary? He visto tantas veces cómo embaucaban a mi madre, que me he jurado embaucar al mundo entero antes de que me toquen un solo pelo.
– Tu madre es una santa y no merece tener una hija como tú.
– ¡Una santa que ha hecho que me horroricen la bondad y la caridad! Me ha servido de psicólogo inverso: me ha instalado en todas mis neurosis. Y de hecho se lo agradezco, sólo afirmándose diferente, resueltamente diferente y liberada de todo sentimiento, se tiene éxito.
– ¿Éxito en qué, Hortense?
– Avanzas, no pierdes el tiempo, te liberas, reinas y ganas mucho dinero haciendo lo que quieres. Como mademoiselle Chanel, te digo. Cuando haya tenido éxito, me convertiré en humana. Será mi hobby, una ocupación deliciosa.
– Será demasiado tarde. Estarás sola, sin amigos.
– Eso es fácil de decir para ti. Has nacido con un juego de cucharitas de oro en la boca. A mí me toca remar, remar y remar…
– ¡No tienes muchos callos en las manos para ser una remera!
– Los callos los tengo en el alma.
– ¿Tienes alma? Es bueno saberlo.
Ella había callado, mortificada. Por supuesto que tengo alma. No la exhibo, eso es todo. Cuando Zoé la había llamado para anunciarle que su padre había enviado una postal, había sentido una punzada en el corazón. Y cuando Zoé había preguntado con voz tímida y temblorosa la próxima vez que vaya a Londres, di, ¿podría quedarme a dormir en tu casa? había contestado sí, Zoétounette. ¿Acaso no era eso una señal de que tenía alma?
Las emociones son una pérdida de tiempo. No se aprende nada llorando. Hoy todo el mundo llora en la tele por cualquier chorrada. Es asqueroso. Produce generaciones de asistidos, de parados, de amargados. Produce un país como Francia, donde todo el mundo gime y juega a hacerse la víctima. Había víctimas a paletadas. Con Gary podía hablar. No necesitaba simular que era una sucursal de la Cruz Roja. A menudo no estaba de acuerdo con ella, pero la escuchaba y le respondía.
Su mirada barrió todo el salón. Orden perfecto, buen olor a limpieza, Gary podría entrar sin tropezarse con un tanga o un resto de guacamole.
Se miró en el espejo: también perfecta.
Su mirada recorrió sus largas piernas, las contempló, satisfecha, cogió el último número de Harper's Bazaar. «100 trucos de belleza robados a las estrellas, a los profesionales, a las amigas». Lo hojeó, dedujo que no había nada que aprender, pasó al artículo siguiente: vaqueros, pero ¿cuáles? Bostezó. Había leído al menos trescientos sobre el mismo tema. Habría que desatascar el cerebro de las redactoras de moda. Un día sería a ella a quien entrevistarían. Un día crearé mi marca. El pasado domingo, en los puestos de Camden Market, había comprado unos vaqueros Karl Lagerfeld. Una ocasión que el vendedor le había asegurado auténtica. Casi nuevos, había presumido, es el modelo preferido de Linda Evangelista. ¡A partir de ahora será el mío!, había proclamado dividiendo por dos el precio. ¡Guárdate tus baratijas para impresionar a las mediocres, que conmigo eso no funciona! Habrá que personalizarlo, por supuesto, transformarlo en un acontecimiento: añadiría unos calentadores, una chaqueta entallada, una bufanda gruesa que caiga…
En ese momento Agathe emergió de su habitación blandiendo una botella de Marie Brizard de cuyo gollete chupaba directamente. Avanzó somnolienta, eructó, se dejó caer sobre el sofá, buscó su ropa, se frotó los ojos, y envió un nuevo trago de licor a su estómago para despertarse. No se había tomado la molestia de desmaquillarse y tenía sus pálidas mejillas cubiertas de rímel.
– ¡Guau! ¡Qué limpio! ¿Has limpiado el piso con agua a presión?
– Prefiero no abordar ese tema o te voy a triturar.
– ¿Y puede saberse dónde has puesto mis cosas?
– ¿Hablas de tus montones de trapos por el suelo?
La rubia famélica asintió con la cabeza.
– En la basura. En el descansillo. Junto con las colillas, los pelos de la moqueta y los restos de pizza.
La famélica chilló:
– ¿Eso has hecho?
– Y volveré a hacerlo si continúas sin ordenar.
– ¡Eran mis vaqueros preferidos! Unos vaqueros de marca, ¡doscientas treinta y cinco pounds!
– ¿Y dónde has conseguido ese dinero, cardo anémico?
– ¡Te prohíbo que me hables así!
– Digo lo que pienso, y todavía me contengo. Me inspiras adjetivos mucho más violentos que evito por buena educación.
– ¡Me las vas a pagar! ¡Voy a decirle a Carlos que te patee el culo, ya verás!
– ¿Tu camarero moreno? Perdona, pero me llega al mentón ¡y eso subiéndose a una silla!
– Tú ríete… ¡Ya no reirás tanto cuando te arranque las tetas con una tenaza!
– ¡Ay, Dios, qué miedo me da! Estoy temblando.
Agathe se fue titubeando hasta la puerta, botella en mano, para recuperar sus pertenencias. Gary estaba en el umbral y se disponía a llamar. Entró, dio unos pasos, atrapó el Harper's Bazaar y se lo metió en el bolsillo.
– ¿Ahora te dedicas a leer revistas de chicas? -exclamó Hortense.
– Estoy cultivando mi lado femenino…
Hortense lanzó una mirada a su compañera de piso, que sacaba sus vaqueros de la bolsa de basura a cuatro patas, lanzando gruñidos de cerdito asustado.
– Vamos, larguémonos… -soltó cogiendo el bolso.
En la escalera, se cruzaron con el famoso Carlos, un metro cincuenta y ocho, setenta kilos, el pelo teñido de negro cuervo, la piel picada por un viejo acné rebelde. Los miró fijamente.
– ¿Qué le pasa a ése? ¿Quiere mi foto? -preguntó Gary volviéndose.
Los dos hombres se enfrentaron con la mirada.
Hortense agarró a Gary del brazo y se lo llevó.
– ¡Olvídale! Es uno de esos babosos que merodean a su alrededor.
– ¿Os habéis peleado otra vez?
Ella se detuvo, se volvió hacia él, dibujó la mueca más suplicante, la más emotiva que tenía en su repertorio y pidió, mimosa:
– Di, no querrías que me fuese a…
– ¡No, Hortense! ¡Ni hablar! Tú te las arreglas con tu compi, y yo me quedo en mi casa ¡tranquilo y solo!
– ¡Me ha amenazado con arrancarme las tetas con una tenaza!
– Parece que has topado con una aún más tenaz que tú. ¡Va a ser un partido interesante! ¿Me guardarás sitio en primera fila?
– ¿Con o sin palomitas?
Gary rio para sus adentros. Esa chica tenía respuesta para todo. Todavía no había nacido aquél capaz de taparle la boca y hacerle bajar la vista. Estuvo a punto de decir venga, de acuerdo, vente a vivir conmigo, pero se contuvo.
– ¡Con palomitas, pero dulces! ¡Y con mucho azúcar!
Alrededor de la cama yacía la ropa de la que se habían despojado apresuradamente, antes de lanzarse sobre el enorme lecho que ocupaba la mitad de la habitación. Las cortinas tenían corazones rojos estampados, el suelo estaba cubierto por una moqueta rosa acrílico y sobre la cama caía una gasa transparente, dibujando una especie de dosel medieval.
¿Dónde estoy?, se preguntó Philippe Dupin examinando la habitación. Un oso pardo de peluche al que le faltaba un ojo de cristal, lo que le daba un aspecto realmente desolador, un revoltijo de pequeños cojines tapizados y uno de ellos proclamando Won'tyou be my sweetheart? I'm so lonely, postales que representaban gatitos en posiciones acrobáticas, un póster de Robbie William haciendo de chico malo sacando la lengua, un abanico de fotos de chicas riéndose y lanzando besos…
¡Dios mío! ¿Qué edad tiene? La víspera, en el pub, había calculado entre veintiocho y treinta años. Contemplando las paredes, ya no estaba tan seguro. No recordaba muy bien cómo la había abordado. A la memoria le venían retazos de diálogo. Siempre los mismos. Sólo el pub o la chica cambiaban.
– Can I buy you a beer?
– Sure. <strong><sup><strong><sup>[1]</sup></strong></sup></strong>
Habían bebido una, dos, tres…, primero en el bar, empinando el codo mientras miraban con el rabillo del ojo la pantalla de la tele, que retransmitía un partido de fútbol. Manchester-Liverpool. Los hinchas gritaban y golpeaban la barra con el culo de los vasos. Llevaban camisetas de su equipo, y se golpeaban las costillas cada vez que había una acción interesante. Tras la barra, un camarero en camisa blanca no paraba, y gritaba los pedidos a otro, cuyo brazo parecía soldado al grifo de cerveza.
Tenía el pelo rubio muy fino, la piel pálida, un carmín oscuro que dejaba marcas en su vaso. Parecía una guirnalda de besos rojo sangre. Bebía una cerveza tras otra. Encadenaba los cigarrillos. En el periódico había leído un artículo que se alarmaba del creciente número de embarazadas que fumaban para tener un bebé pequeñito, que no les doliese durante el parto. Había contemplado su vientre: hundido, muy hundido. No estaba embarazada.
Después le había susurrado:
– Fancy a shag?
– Sure. My place or your place? <sup><sup>[2]</sup></sup>
Prefería ir a casa de ella. En la suya estaban Alexandre y Annie, la niñera.
En este momento me paso la vida despertándome en habitaciones que no conozco, junto a cuerpos desconocidos. Tengo la impresión de ser un piloto de avión, que cambia de hotel y de compañera cada noche. Siendo más severo, se podría decir que he vuelto a caer en plena pubertad. Pronto empezaré a ver Bob Esponja con Alexandre, y nos aprenderemos de memoria los diálogos de Calamardo Tentáculos.
Sintió ganas de volver a su casa para ver dormir a su hijo. Alexandre estaba cambiando, reafirmándose. Se había adaptado muy pronto al sistema inglés. Bebía leche, comía muffins, había aprendido a cruzar la calle sin que le atropellaran, cogía el metro o el autobús solo… Estudiaba en el liceo francés, pero se había convertido en un auténtico niño británico. En pocos meses. Philippe había tenido que imponer el uso del francés en casa, para que Alexandre no olvidase su lengua materna. Había contratado a una niñera francesa. Annie era bretona. De Brest. Maciza, rondando los cincuenta. Alexandre parecía entenderse bien con ella. Su hijo le acompañaba a los museos, hacía preguntas cuando no entendía, preguntaba ¿cómo sabes antes que todo el mundo si algo es bonito o feo? Porque a Picasso, cuando empezó a pintar todo de través, mucha gente lo encontraba feo. Ahora todo el mundo lo encuentra bonito… ¿Entonces? A veces sus preguntas eran más filosóficas: ¿hay que amar para vivir o vivir para amar? U ornitológicas: ¿los pingüinos, papá, pueden coger el sida o no?
El único tema que no abordaba nunca era el de su madre. Cuando iban a verla a su habitación de la clínica permanecía sentado en una silla, las manos sobre las rodillas, los ojos en el vacío. Philippe los había dejado solos una sola vez, pensando que era su presencia la que les impedía hablar.
En el coche, de regreso, Alexandre le advirtió: «Nunca más me dejes solo con mamá, papá. Me da miedo. Miedo de verdad. Esta allí, pero sin estar, sus ojos están vacíos». Después, con tono de entendido en medicina, añadió: «Ha adelgazado mucho, ¿no crees?».
Disponía de todo su tiempo para ocuparse de su hijo y no se privaba de ello. Había conservado la presidencia de su bufete de abogados en París, pero su función se limitaba a un papel de control. Se embolsaba los dividendos, que no eran despreciables en ningún caso, pero ni mucho menos estaba sometido a las obligaciones que, hacía apenas un año, le forzaban a estar cotidiana y agotadoramente presente. A veces trabajaba en casos difíciles cuando le pedían opinión. A veces se citaba con clientes, un trabajo de ojeador que no le disgustaba, y seguía el principio de los casos. Después, pasaba el testigo. Un día volvería a tener ganas de luchar, de trabajar.
Por el momento, no tenía ningún deseo en particular. Era como una resaca que no remitía. La ruptura con Iris había sido violenta y progresiva a la vez. Se había despegado de ella poco a poco, se había ido alejando, haciéndose a la idea de no volver a vivir con ella, y, cuando tuvo lugar el enfrentamiento entre Iris y Gabor Minar en el Waldorf Astoria, en Nueva York, aquello había sido como un esparadrapo que se arranca de un tirón. Doloroso, pero reconfortante. Había visto a su mujer echándose en brazos de otro, ante sus ojos, como si él no existiera. Eso le había dolido. Y, al mismo tiempo, se había sentido liberado. Otro sentimiento, una mezcla de desprecio y de piedad, había reemplazado al amor que había sentido por Iris durante muchos años. Había amado una imagen, una imagen muy hermosa, pero él también había sido un dibujo. El dibujo del éxito. Un hombre lleno de seguridad, de altivez, de certidumbres. Un hombre orgulloso de caminar deprisa, orgulloso de su éxito. Un hombre que se apoyaba en el vacío.
Bajo el esparadrapo había crecido otro hombre, libre de apariencias, de lo mundano. Un hombre que estaba aprendiendo a conocer, que a veces le desconcertaba. ¿Qué papel había tenido Joséphine en el surgimiento de ese hombre?, se preguntaba. Había representado un papel, de eso estaba seguro. A su manera, discreta y apagada. Joséphine es como una bruma benefactora que te envuelve y te da ganas de respirar profundamente. Recordaba su primer beso robado en su despacho de París. Él la había cogido de la muñeca, la había atraído hacia él y…
Había elegido instalarse en Londres. Dejar sus hábitos parisinos para volver a empezar en una ciudad extraña. Tenía amigos, o más bien relaciones, y pertenecía a un club. Sus padres vivían cerca. París sólo estaba a tres horas. Viajaba a menudo. Llevaba a Alexandre a ver a Iris. Nunca llamaba a Joséphine. Todavía no era el momento. Estoy atravesando un periodo extraño. Estoy en espera. En punto muerto. Ya no sé nada. Tengo que aprenderlo todo de nuevo.
Sacó un brazo y se incorporó. Buscó su reloj que había dejado sobre la moqueta. Las siete y media. Tenía que volver a casa.
¿Cómo se llamaba ésta? ¿Debbie, Dottie, Dolly, Daisy?
Se puso los calzoncillos, la camisa, estaba a punto de ponerse los pantalones cuando la chica se volvió, guiñó los ojos y levantó el brazo para protegerse de la luz.
– ¿Qué hora es?
– Las seis.
– ¡Pero si todavía es de noche!
Olió el tufo a cerveza en su aliento y se separó.
– Tengo que volver a casa, tengo…, esto…, tengo un hijo que me espera y…
– ¿Y una mujer?
– Esto…, sí.
Ella se giró de golpe y estrechó la almohada entre sus brazos.
– Debbie…
– Dottie.
– Dottie… No te pongas triste.
– No estoy triste.
– Sí. Leo en tu espalda que estás triste.
– Para nada…
– De verdad que me tengo que ir.
– ¿Tratas a todas las mujeres de la misma forma, Eddy?
– Philippe.
– ¡Las invitas a cinco cervezas, te las follas y después adiós y gracias!
– Digamos que, en este momento, no soy muy elegante, tienes razón. Pero sobre todo no quiero apenarte.
– Has fracasado.
– Debbie, sabes…
– ¡Dottie!
– Estábamos de acuerdo los dos, no te he violado.
– Eso no significa que te vayas como un ladrón tras haber conseguido el botín. Resulta molesto para el que se queda.
– De verdad que me tengo que ir.
– ¿Cómo quieres que tenga una buena imagen de mí misma después de esto? ¿Eh? ¡Voy a estar jodida todo el día! Y, con un poco de suerte, ¡también estaré triste mañana!
Ella le daba la espalda y hablaba mordiendo la almohada.
– ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Necesitas dinero, consejos, alguien que te escuche?
– ¡Que te jodan, gilipollas! ¡No soy ni una puta ni una tarada! Soy contable en Harvey & Fridley.
– De acuerdo. Al menos lo he intentado.
– ¿Intentado qué?-chilló la chica de la que no conseguía recordar el nombre-. ¿Intentar comportarte como un ser humano durante dos minutos y medio? No lo has conseguido.
– Escúchame, esto…
– Dottie.
– Hemos compartido un taxi y una cama, una noche, no hagamos un drama de ello. No es la primera vez que conoces a un hombre en un pub…
– ¡PERO HOY ES MI CUMPLEAÑOS! ¡Y LO VOY A PASAR SOLA COMO DE COSTUMBRE!
El la tomó en sus brazos. Ella le rechazó. El la abrazó. Ella se resistió con todas sus fuerzas.
– Feliz cumpleaños… -susurró.
– Dottie. Feliz cumpleaños, Dottie.
– Feliz cumpleaños, Dottie.
Dudó si preguntarle la edad, pero tuvo miedo de la respuesta. La acunó un instante sin decir nada. Ella se abandonó contra él.
– Lo siento -dijo-, ¿vale? Lo siento de verdad.
Ella se dio la vuelta, dudando. Parecía sincero. Y triste. Se encogió de hombros y se soltó. Él le acarició el pelo.
– Tengo sed -dijo-. ¿Tú no? Ayer bebimos demasiado…
Ella no respondió. Miraba fijamente los corazones rojos de las cortinas. Él desapareció en la cocina. Volvió con una rebanada de pan de molde untada con mermelada sobre la que había plantado cinco cerillas. Las encendió una por una y entonó: «Happy birthday…».
– Dottie -murmuró ella, los ojos brillantes de lágrimas mirando fijamente las cerillas.
– Happy birthday, happy birthday sweet Dottie, happy birthday to you…
Ella sopló, él se quitó el reloj Cartier que Iris le había comprado por Navidad y lo ajustó a la muñeca de Dottie que le dejó hacer, maravillada.
– Eres diferente, eso seguro…
No le pidas su teléfono. No le digas te llamaré, quedamos otro día. Sería cobarde. No la volvería a ver. Ella tenía razón: la esperanza es un veneno violento. Sabía algo de eso, él, que no dejaba de esperar.
Cogió su chaqueta, su bufanda. Ella miró cómo se marchaba sin decir nada.
Cerró la puerta y se encontró en la calle. Miró al cielo con los ojos entornados. ¿Acaso este mismo cielo gris llega hasta París? Ella debe de estar durmiendo a estas horas. ¿Habrá recibido mi camelia blanca? ¿La habrá puesto en el balcón?
No iba a ser así como la olvidaría. Dejaba de pensar en ella durante unos días, después volvía a acosarle su ausencia. Bastaba con un detalle diminuto. Una nube gris, una camelia blanca.
Un camión se detuvo a su altura. Empezaba a lloviznar. Una bruma ligera que no mojaba. Se levantó el cuello y decidió volver a pie.
Blaise Pascal escribió un día: «Existen pasiones que apresan el alma Y la vuelven inmóvil, las hay que la engrandecen y hacen que se expanda hacia fuera». Henriette Grobz, desde que Marcel Grobz la había abandonado para irse a vivir con su secretaria, Josiane Lambert, había descubierto una pasión que le asfixiaba el alma: la venganza. Sólo pensaba en una cosa: devolver a Marcel, multiplicado por cien, el precio de la humillación que le había infligido. Quería poder decirle un día, has acabado con mi posición, me has robado mi comodidad, has saqueado mi santuario, págalo, Marcel, te arrastro por el barro, a ti y a tu fulana. No os quedarán más que los ojos arrasados de dolor para llorar y ver a vuestro hijo crecer envuelto en harapos, privado de toda la esperanza con la que le ataviáis, mientras yo me bañaré en una montaña de oro y os aplastaré con mi desprecio.
Sentía la necesidad de herir a Marcel Grobz, de marcarle con un hierro al rojo vivo, como una mercancía que antaño le había pertenecido y que le habían quitado. ¡Ha tenido el atrevimiento! Le faltaba el aire ¡Se ha atrevido! La había despojado de sus derechos, de sus privilegios, de esa renta vitalicia que se había asegurado casándose con él, con ese cerdo repugnante cuyo único atractivo consistía en una fortuna importante y estable. La había expoliado mediante una hábil operación administrativa, a ella, que creía haberse resguardado con un contrato de hormigón armado, que la ponía al abrigo de cualquier necesidad durante el resto de sus días. Le había robado su oro. Su buen montón de oro que ella cuidaba con ojos de madre devota.
Ella había olvidado su bondad, su generosidad, el infierno que ella le había hecho vivir, tratándole como a un pobre intruso que respiraba su aire, que comía a su mesa. Olvidaba que, para humillarlo, le obligaba a usar tres tenedores en las comidas, a llevar pantalones ajustados, a respetar escrupulosamente una sintaxis imposible. Olvidaba que ella le había proscrito del lecho conyugal y confinado en un cuartucho apenas suficiente para albergar una cama y una mesita de noche, sólo recordaba una cosa: ese miserable había tenido la insolencia de rebelarse y de fugarse con su dinero.
Venganza, ¡venganza!, gritaba todo su ser en cuanto se despertaba. Y en cuanto recorría su piso desolado, privado de los enormes ramos de flores que mandaba antaño el florista Veyrat, en cuanto constataba que ya no había cocinero que organizara los menús, ni camarera que cuidara de su guardarropa, ni criada que le trajera el desayuno a la cama, ni chofer que la paseara por París. Se acabaron las citas cotidianas con el modisto, la pedicura, el masajista, el peluquero, la manicura. Arruinada. La víspera, en la plaza Vendôme, en el momento de pagar una correa nueva para su reloj Cartier, había tenido que sentarse al ver el montante de la factura. Ya no compraba sus productos de belleza en la perfumería, sino en la farmacia, se vestía en Zara, había renunciado a la agenda Hermés y al champán Blanc de blancs de Ruinart. Cada día llegaba acompañado de un nuevo sacrificio.
Marcel Grobz pagaba el alquiler del piso y le pasaba una pensión, pero eso no bastaba a la voracidad de Henriette, que había conocido días de magnificencia, en los que le bastaba con abrir su che- quera para obtener lo que quería. El hermoso brillo de la punta de su pluma de oro sobre el cheque en blanco… El último bolso Vuitton, chales de cachemira a montones, como si le llovieran encima, las suaves acuarelas para sus ojos cansados, las trufas blancas de Hédiard o dos butacas de primera fila en la sala Pleyel, una para su bolso y otra para ella. No soportaba la promiscuidad. El dinero de Marcel Grobz era un bálsamo del que había abusado y que se le había retirado de golpe, como quien le quita el chupete a un bebé que chupa feliz.
Ya no tenía dinero, ya no tenía nada. La otra lo tenía todo.
La otra. Ella aparecía en sus pesadillas todas las noches, se despertaba con el camisón empapado. La cólera la sofocaba. Tenía que beber un vaso de agua para deshacer el nudo de rabia que le aplastaba el pecho. Sus noches terminaban con las temblorosas luces del alba, rumiando una revancha que no acababa de alumbrar. Josiane Lambert, acabaré contigo y con tu hijo, silbaba, hundida en su mullida almohada. ¡Y aún he tenido suerte de que no se llevara la ropa de cama! Me habría visto obligada a dormir sobre almohadas del Carrefour.
Tenía que acabar con esta infamia. Y eso no vendría de un nuevo enlace, a los sesenta y ocho años no encandilas a ningún hombre con lo que queda de tu encanto, sólo podría proceder de una acción que debería emprender para recuperar sus derechos. Una venganza madura, premeditada.
¿Cuál? Todavía no lo sabía.
Para calmar los nervios, rondaba por los alrededores del domicilio de su rival, la seguía cuando paseaba al heredero, dentro de un landó inglés cubierto de bordados y mantas de lana peinada, seguida por el coche a cuyo volante iba Gilíes, el chofer, por si la usurpadora se cansaba. Se ahogaba de rabia, pero seguía tras los pasos de la madre y del hijo, dando zancadas con sus piernas largas y delgadas, protegida, creía, por el amplio sombrero que nunca la abandonaba.
Había pensado en el vitriolo. Rociar a la madre y al niño, desfigurarlos, cegarlos, grabar su rostro con una lepra imborrable. Ese proyecto la transfiguraba, una gran sonrisa iluminaba su rostro reseco, encalado con polvo blanco. Disfrutaba pensando en ello. Se informó sobre la forma de procurarse ese concentrado de ácido sulfúrico, investigó, estudió los efectos; esa idea la rondó durante algún tiempo, hasta que la abandonó. Marcel Grobz la denunciaría y su furia sería terrible.
Su venganza debía ser secreta, anónima, silenciosa.
Decidió entonces estudiar el territorio de su rival. Intentó sobornar a la asistenta que trabajaba en casa de Marcel, hacerla hablar de sus amigos, de sus relaciones, de la familia de su jefa. Sabía dirigirse a los subalternos, ponerse a su nivel, adoptar sus puntos de vista, incidir en sus miedos imaginarios, cargar las tintas, halagarlos, acariciaba sus sueños, se mostraba buena amiga, buena señora para sacarles la información que necesitaba: esa Josiane, ¿no tendrá un amante?
– Oh, no… La señora nunca haría eso -enrojecía la criada-. Es demasiado buena. Y demasiado franca también. Cuando tiene algo en el corazón, lo dice. No es de las que disimulan.
¿Una hermana, un hermano indigno que viniese a sacarle dinero cuando el gordo seboso le volvía la espalda? La criada, tras haber colocado los billetes doblados en cuatro en el bolsillo de su chaqueta, decía, no lo creo, la señora Josiane parece muy enamorada y el señor también, se comen a besos y, si no estuviese Júnior vigilándoles, se pasarían el día retozando en la cocina, en la entrada, en el salón…, y es que amarse, se aman. Son como dos piruletas pegadas.
Henriette golpeaba el suelo con el pie encolerizada.
– Pero ¿todavía se frotan el uno contra el otro? ¡Es repugnante!
– Oh, no, señora, ¡resulta encantador! Si los viese… Ofrecen esperanza, aumenta la fe en el amor cuando se trabaja para ellos.
Henriette se alejaba tapándose la nariz.
Entonces intentó ablandar a la portera del inmueble para obtener datos que, juiciosamente utilizados, podrían servir a sus propósitos, pero renunció. No se veía haciéndose cargo del niño, ni pagando a un sicario para suprimir a la madre.
Ella y Marcel no estaban divorciados todavía, ella ponía mil dificultades, inventaba mil obstáculos, alejaba la fecha fatídica en la que él recobraría su libertad y podría casarse de nuevo. Era su única ventaja: todavía estaba casada y muy lejos de divorciarse. La ley la protegía.
Tendría que planearlo todo de forma segura y sutil. Marcel no era tonto. Podía mostrarse implacable. Lo había visto en acción. Aplastaba a enemigos temibles con su sonrisa de monaguillo. Hundía a su adversario con tres pelotazos.
Encontraré algo, lo encontraré, se decía todos los días dando zancadas por la avenida Ternes, la avenida Niel, la avenida Wagram, la avenida Foch, siguiendo el carrito de ese niño al que odiaba. Esas caminatas la agotaban. Su rival, más joven y vivaz, empujaba el landó con decisión. Volvía a su casa, los pies ensangrentados, y meditaba, los dedos estirados en un barreño de agua salada. Siempre me las he arreglado, no ha llegado el día en que ese viejo asqueroso y derrochador me reduzca a la nada.
A veces, primera hora de la mañana, cuando el día apuntaba a través de las cortinas, podía darse un lujo del que disfrutaba mucho porque era muy poco frecuente: las lágrimas. Derramaba escasas lágrimas frías pensando en su vida que habría debido ser luminosa, dulce, si el infortunio no se hubiese cebado con ella. Cebado, repetía, lanzando un sollozo de rabia. No había tenido suerte, la vida es una lotería y a mí no me ha tocado un buen número. Eso por no hablar de mis hijas, rabiaba, erguida en su cama. La una, ingrata y vulgar, no quiere volver a verme, la otra, frívola y mimada, dejó pasar la oportunidad de su vida queriéndose convertir en madame de Sévigné. ¡Qué idea más absurda! ¿Necesitaba acaso travestirse en autora de éxito? Lo tenía todo. Un marido rico, un piso magnífico, una casa en Deauville, dinero a raudales… Y le puedo asegurar, añadía como si se dirigiese a una amiga imaginaria sentada al pie de su cama, ¡que no cerraba nunca el grifo! Tuvo que creerse otra, abandonarse a sueños estériles, presumir de ser una escritora. Hoy languidece en una clínica. No voy a verla: me deprime. Y además, está tan lejos y el transporte público… ¡Dios! ¿Cómo hará la gente para amontonarse todos los días en esos vagones de ganado humano? ¡No, gracias!
Un día en que interrogaba a la criada sobre las relaciones de Marcel y su puta -así es como llamaba a Josiane en sus soliloquios-, se enteró de que iban a invitar a cenar a Joséphine próximamente. Hablaban de hacerlo. ¡Joséphine en casa del enemigo! Podría ser su caballo de Troya. Tenía que reconciliarse con ella, sin falta. Era tan tonta, tan ingenua, que no vería más que humo.
Su determinación se vio reforzada cuando, un día en el que esperaba que el semáforo se pusiese verde para poder continuar su persecución, tuvo la sorpresa de ver el coche de Marcel detenerse a su altura.
– Y bien, abuela -saludó Gilíes, el chofer-, ¿dando un paseíto para airearse? ¿Redescubriendo el placer de caminar?
Ella le había vuelto la cabeza, mirando la copa de los árboles, concentrándose en las castañas que estallaban dentro de su cáscara marrón. Las castañas las prefería en marrons glacés. Los compraba en Fauchon. Había olvidado que crecían en los árboles.
Él había tocado la bocina para que le atendiese y había seguido:
– ¿No estaremos más bien buscándole problemas al patrón, pegándose al culo de su chica y de su hijo? ¿Cree que no me he dado cuenta del tiempo que lleva correteando tras ellos?
Por suerte no había nadie que pudiese extrañarse de ese inapropiado diálogo. Bajó los ojos hacia él y le fusiló con la mirada. Él aprovechó para dar la estocada final:
– Le aconsejo que lo deje y pronto, porque si no se lo cuento al jefe. ¡Y su cheque de final de mes podría desvanecerse!
Ese día Henriette abandonó el seguimiento. Tenía que encontrar sin falta un medio para atacar, un medio invisible, anónimo. Una venganza a distancia, en la que ella no apareciese.
No iba a dejarse morir de pena, iba a matar su pena.
Joséphine comprobó que llevaba efectivamente el medallón, cerró la puerta y salió. Se había acordado de las reglas de prudencia dictadas por Hildegarda de Bingen para alejar el peligro: llevar en un saquito bajo el cuello las reliquias de un santo protector o los fragmentos de pelo, de uñas o de piel del cabeza de familia fallecido. Había colocado el mechón de pelo de Antoine en un medallón y lo llevaba alrededor del cuello. Estaba convencida de que Antoine la había salvado interponiéndose, en forma de paquete postal, entre ella y el asesino; podía, pues, protegerla de un nuevo asalto si el asesino volvía a la carga. ¡Qué importaba que la tomaran por una tarada!
Al fin y al cabo, la creencia en las reliquias protectoras había perdurado el tiempo suficiente en la historia de Francia como para concederle un poco de crédito. No por vivir en una época que presume de científica y racional, dejo de tener derecho a creer en lo sobrenatural. Los milagros, los santos, las manifestaciones del más allá formaban parte de la vida cotidiana en la Edad Media. Se había llegado hasta creer en los dones curativos de un perro. En el siglo XII, en la parroquia de Châtillon-sur-Chalaronne. Se llamaba Guignefort. Su amo lo había martirizado y lo había enterrado con prisas una campesina, que había tomado por costumbre depositar unas flores sobre la tumba del pobre lebrel cada vez que pasaba por el claro. Un día en el que paseaba con su hijo de quince meses, que tenía una fiebre muy alta y pústulas en el rostro, había colocado al niño sobre la tumba para ir a recoger, como hacía siempre, flores en el campo. Cuando volvió, el niño, con el rostro liso como el terciopelo, balbuceaba y daba palmas para celebrar la desaparición del mal que le atormentaba. La campesina narró a todos esa aventura, que fue declarada milagro. Las mujeres del pueblo adoptaron la costumbre de peregrinar a la tumba del perro en cuanto un niño enfermaba. Volvían cantando, alabando al perro y sus poderes sobrenaturales. Pronto llegaron de todas partes para colocar a los niños enfermos sobre la tumba de Guignefort. Hicieron de él un santo. San Guignefort, ladra por nosotros. Le rezaban oraciones, le edificaron un altar, depositaban ofrendas. Se armó tanto jaleo que en 1250 un dominico, Esteban de Borbón, prohibió estas prácticas supersticiosas, pero los peregrinajes continuaron hasta el siglo XX.
Tenía previsto trabajar en la biblioteca y luego, a las seis y media, presentarse en el colegio de Zoé para la tradicional reunión entre padres y profesores. No lo olvides, ¿eh, mamá? No te quedarás encerrada en una mazmorra oliendo una flor de lis… Ella había sonreído y había prometido ser puntual.
Estaba sentada, pues, en el metro, en el sentido de la marcha, la nariz pegada al cristal. Reflexionaba sobre la organización de su trabajo, los libros que debería estudiar, las fichas que rellenar, el bocadillo y el café que se tomaría en la barra. Debía hacer un estudio sobre la higiene de las jovencitas. La vestimenta cambiaba según las regiones y se podía adivinar de dónde venía una mujer por su ropa. La jovencita del pueblo llevaba una falda y una caperuza con un cinturón y pequeñas bolsas colgadas de la cintura pues, en la Edad Media, no existían los bolsillos. Por encima del vestido se ponía un surcot, una especie de abrigo forrado de vientre de ardilla llamado el vero. ¡Hoy en día si una se vistiese con piel de vientre de ardilla le arrancarían los ojos y las orejas!
Giró la cabeza y echó un vistazo a su vecino, que estudiaba un curso de electricidad. Una exposición sobre el trifásico. Intentó leer sus notas. Eran un encadenamiento de flechas rojas y círculos azules, de raíces cuadradas y divisiones. Un título subrayado en rojo decía: «¿Cómo es un transformador perfecto?». Joséphine sonrió. Había leído: «¿Cómo es un hombre perfecto?». Su relación con Luca languidecía. Ya no iba a dormir a su casa: estaba viviendo con su hermano. Vittorio estaba cada vez más inquieto. Luca se inquietaba por su estado mental. Dudo en dejarle solo y no quiero que lo encierren. Tiene una verdadera fijación con usted. Debo probarle que sólo me importa él. Además, el editor había adelantado la fecha de aparición de su libro sobre las lágrimas, y debía corregir sus pruebas. La llamaba, hablaba de películas, de exposiciones a las que irían juntos, pero no se citaba con ella. Huye de mí. La carcomía una pregunta: ¿qué habría querido decirle la noche que no se había presentado a la cita? «Tengo que hablar con usted, Joséphine, es importante». ¿Se trataría de la violencia de su hermano? ¿Vittorio le había amenazado con atacarla? ¿O había atacado quizás a Luca?
Desde que ella le había contado la agresión de la que había sido víctima, entre ellos se había instalado cierto distanciamiento. Pensaba por un momento que habría hecho mejor callándose. No importunarle con sus problemas. Después recobraba el dominio de sí misma y se reprochaba diciendo ¡no!, pero bueno, Jo, ¡deja de creerte algo despreciable! ¡Eres una persona formidable! Tengo que entrenarme pensándolo. Soy una persona formidable, merezco vivir. No soy una mota de polvo.
Luca resultaba tan misterioso como el capítulo sobre la corriente trifásica del vecino. Necesitaría un circuito de flechas para entenderle y llegar hasta su corazón.
Frente a ella, dos estudiantes examinaban los anuncios por palabras en busca de piso y protestaban por el precio de los alquileres.
Tenían aspecto de buenos chicos. Joséphine sintió ganas de invitarles a instalarse en su casa, había una habitación de servicio en el sexto piso, pero se contuvo. La última vez que había cedido a un impulso de generosidad, había tenido que soportar la presencia de la señora Barthillet y de su hijo Max en su casa: no conseguía echarlos. Ya no tenía noticias de los Barthillet. En la estación de Passy, el metro salía al aire libre. Era su tramo preferido, cuando la vía salía de las entrañas de la tierra y se lanzaba hacia el cielo. Se volvió hacia la ventana, buscando la luz. De golpe aparecieron los andenes, iluminados por el sol. Cerró los ojos. Siempre se sorprendía.
Un metro que venía en sentido contrarío se detuvo al lado del suyo. Se fijó en la gente sentada en el vagón. Los observaba, inventaba vidas, amores, penas. Intentaba adivinar los que tenían pareja, intentaba atrapar retazos de diálogo en sus labios. Su mirada acarició primero a una dama, fuerte, envuelta en un abrigo de cuadros enormes, que fruncía el ceño. No es muy buena idea lo de los cuadros cuando se está gordo, ¡y esas cejas! Declaro que es desabrida y solterona. Su prometido huyó, un día, y le está esperando para decirle lo que piensa, con un rodillo de pastelería escondido en la espalda. Después otra mujer, muy delgada, con un trazo de contorno de ojos verde pistacho en cada párpado. Debía de estar haciendo crucigramas porque chupaba un lápiz, inclinada sobre un periódico. No llevaba alianza, llevaba las uñas rojas, Joséphine decidió que era informática, soltera, que no tenía hijos y que nunca lavaba la vajilla. El sábado por la noche iba a una discoteca, bailaba hasta las tres de la mañana y volvía sola. A su lado, un hombre, los hombros caídos, un jersey rojo de cuello vuelto, una chaqueta gris, demasiado grande, un poco ajada, le daba la espalda. Una mujer quiso sentarse y se desplazó para dejarla pasar. Vio su rostro y se quedó de piedra. ¡Antoine! Era Antoine. No estaba mirando en su dirección, sus ojos flotaban en el vacío, pero era él. Golpeó con todas sus fuerzas contra la ventanilla, gritó ¡Antoine! ¡Antoine! Se levantó, martilleó el cristal, el hombre giró la cabeza, la miró, extrañado, y le hizo una pequeña señal con la mano. Como si se sintiese desconcertado y le pidiese que se calmase.
¡Antoine!
Tenía una larga cicatriz en la mejilla derecha y el ojo derecho cerrado.
¿Antoine?
Ya no estaba segura del todo.
¿Antoine?
No parecía haberla reconocido.
Las puertas se cerraron. El metro se puso en marcha. Joséphine se dejó caer en el asiento, la cabeza vuelta hacia atrás para intentar percibir una última vez al hombre que se parecía a Antoine.
No es posible. Si estaba vivo, habría venido a vernos. No tiene nuestra dirección, susurró la vocecita de Zoé. ¡Pero una dirección se encuentra! ¡Yo he recibido su paquete! ¡Puede pedírsela a Henriette!
Pero ella no podía ver a Antoine ni en pintura, replicó la vocecita de Zoé.
El chico pasó la página de su curso de electricidad trifásica. Los estudiantes rodeaban con rotulador rojo un piso en la calle Glaciére. Dos habitaciones, setecientos cincuenta euros. Un hombre, que había subido en la estación de Passy, hojeaba una revista sobre segundas residencias. Financiación y fiscalidad. Llevaba una camisa blanca, un traje gris con rayas azul cielo y una corbata roja de lunares. El hombre al que había tomado por Antoine llevaba un jersey rojo de cuello vuelto. Antoine detestaba el rojo. Es un color para camioneros, afirmaba.
Pasó la tarde en la biblioteca, pero le costó mucho trabajar. No conseguía concentrarse. Volvía a ver aquel vagón y a sus ocupantes, la mujer gorda a cuadros, la menuda con dos trazos de contorno de ojos verde y… Antoine con jersey rojo de cuello vuelto. Sacudía la cabeza y volvía al estudio de sus textos. Santa Hildegarda de Bingen, protégeme, dime que no estoy loca. ¿Por qué viene a torturarme?
A las seis menos cuarto, recogió sus papeles, sus libros y volvió a coger el metro en sentido inverso. En la estación de Passy, buscó con la mirada a un hombre con jersey rojo de cuello vuelto. Quizás se haya convertido en un mendigo. Vive en una estación de metro. Ha elegido la línea 6 porque va por la superficie, porque se ve París como en una postal, para poder admirar la torre Eiffel que brilla. Por la noche duerme cubierto con un abrigo viejo bajo un arco del metro elevado. Son muchos los que se refugian bajo el metropolitano. No sabe dónde vivo. Yerra como un ermitaño. Ha perdido la memoria.
A las seis y media, entró en el colegio de Zoé. Cada profesor recibía en una sala de estudio. Los padres hacían cola en el pasillo, esperando su turno para hablar de los problemas o los éxitos de sus hijos.
Anotó en una hoja los nombres de los profesores, el número de su sala y la hora a la que la esperaban. Se puso en la cola para su primera cita, la profesora de inglés, miss Pentell.
La puerta estaba abierta y miss Pentell sentada detrás de su mesa. Tenía ante ella las notas del alumno y los comentarios sobre su conducta en clase. Cada entrevista debía durar cinco minutos, pero era frecuente que los padres angustiados prolongaran la conversación, con la esperanza de aumentar la nota de su prole. Los demás padres, que esperaban en el umbral del aula, suspiraban mirando el reloj. A menudo se producían intercambios desagradables, incluso altercados. Joséphine ya había asistido a discusiones memorables, en las que padres solemnes se transformaban en vociferantes violentos.
Algunos leían el periódico durante la espera, las madres charlaban, intercambiaban direcciones de clases particulares, de campos de vacaciones, teléfonos de chicas au pair. Otras tenían la oreja pegada al móvil, otras intentaban colarse pasando delante de todo el mundo, provocando un concierto de protestas.
Vio de pasada a su vecino, el señor Lefloc-Pignel, que salía de una clase. Le hizo una señal amistosa con la mano. Ella le sonrió. Estaba solo, sin su mujer. Después le llegó el turno para su entrevista con la profesora de inglés. Miss Pentell le aseguró que todo iba bien, Zoé tenía un nivel muy bueno, un acento perfecto, una seguridad remarcable en la lengua de Shakespeare, un excelente comportamiento en clase. No había nada de particular que señalar. Joséphine enrojeció ante tantos cumplidos y tiró la silla al levantarse.
Lo mismo sucedió con los profesores de matemáticas, español, ciencias naturales, historia, geografía, pasaba de clase en clase recibiendo alabanzas y laureles. Todos la felicitaban por tener una hija brillante, alegre, concienzuda. También muy buena compañera. La habían nombrado tutora de un alumno con dificultades. Joséphine recibía esos cumplidos como si estuviesen dirigidos a ella, también le gustaba el esfuerzo, la perfección, la precisión. Se sentía muy feliz y caminaba alegremente hacia su última cita, la señora Berthier.
El señor Lefloc-Pignel esperaba ante la puerta de la clase. Su saludo fue menos caluroso que antes. Estaba apoyado en el marco de la puerta abierta, golpeando el cartel con el índice, haciendo un ruido irregular e irritante que debió de importunar a la señora Berthier, porque levantó la cabeza y pidió con tono exasperado: «¿Puede usted dejar de hacer ese ruido, por favor?».
Sobre una silla, a su lado, colocado bien liso y siempre mofletudo, descansaba su sombrero verde de fruncidos.
– No ganará tiempo y me impide concentrarme -subrayó la señora Berthier.
El señor Lefloc-Pignel golpeó la esfera de su reloj para indicarle que llevaba retraso. Ella asintió con la cabeza, separó las manos en señal de impotencia y se inclinó hacia una madre con aspecto desesperado, los hombros encogidos, los pies hacia dentro, las largas mangas de su abrigo cubriéndole los dedos. El señor Lefloc-Pignel se contuvo un momento, después continuó con su martilleo, con el índice doblado, como si golpeara la puerta.
– Señor Lefloc-Pignel -dijo la señora Berthier leyendo su nombre en la lista de padres-, le agradecería mucho que esperase su turno pacientemente.
– Yo le agradecería que respetase los horarios. Lleva usted ya treinta y cinco minutos de retraso. Es inadmisible.
– Me tomaré el tiempo que haga falta.
– ¿Qué tipo de profesora es usted si no sabe que la exactitud es una cortesía que conviene enseñar a los alumnos?
– ¿Y qué tipo de padre es usted si es incapaz de escuchar a los demás y adaptarse?-replicó la señora Berthier-. Aquí no estamos en un banco, nos ocupamos de niños.
– ¡Usted no es quien para darme lecciones!
– Es una lástima -sonrió la señora Berthier-. ¡Si le hubiera tenido como alumno le habría enseñado a obedecer!
Él se encabritó como si le hubieran clavado una pica.
– Siempre es así-dijo, dirigiéndose a Joséphine-. Las primeras citas van bien, y después, se acumulan los retrasos. ¡Sin la menor disciplina! ¡Y ella siempre me hace esperar adrede! Cree que no me doy cuenta, ¡pero a mí no me engaña!
Había levantado la voz para que la señora Berthier le oyera.
– ¿Sabe usted que arrastró a los niños a la Comédie-Franҫaise, por la noche, un día de diario? Está usted al corriente, ¿verdad?
La señora Berthier había llevado a su clase a ver El Cid. Zoé había vuelto encantada. Había cambiado Los miserables por los monólogos de El Cid y deambulaba, trágica, por el pasillo, recitando: «¡Oh, rabia! ¡Oh, desesperanza! ¡Oh, vejez enemiga! ¿Acaso tanto he vivido que para esta infamia…?».
A Joséphine le había costado no echarse a reír ante ese don Diego imberbe en pijama rosa.
– Se acostaron a las doce. Es un escándalo. Un niño necesita dormir. Su equilibrio y el desarrollo de su cerebro dependen de ello.
Hablaba cada vez más alto. Se le había unido una madre que alimentaba su cólera añadiendo datos.
– ¡Encima nos pidió ocho euros por niño! -se quejó.
– ¡Cuando pienso en la de dinero que aportamos con nuestros impuestos!
– Es un teatro subvencionado -gruñó la madre-. Podrían regalar entradas a los niños de los colegios e institutos.
– ¡Completamente de acuerdo!-añadió otra que engrosó el grupo de los descontentos-. ¡Hay que ser pobre para que alguien se preocupe por ti en este país!
– ¿No dice usted nada? -soltó Lefloc-Pignel, molesto porque Joséphine permanecía callada.
Sus mejillas enrojecieron, se colocó el pelo para que no le vieran las puntas de las orejas, que se volvían púrpura. La señora Berthier se levantó y se acercó para cerrar la puerta con un golpe seco. Los padres se quedaron atónitos.
– ¡Me la ha cerrado en las narices! -exclamó Lefloc-Pignel.
Miraba fijamente la puerta, lívido.
– ¡Ya les dije que, ahora, contratan a los profesores en los suburbios! -dijo una madre apretando los labios.
– ¡Cuando las élites se desmoronan, ya nadie se hace responsable de nada!-gruñó un padre-. ¡Pobre Francia!
Joséphine hubiera dado cualquier cosa por estar en otro sitio. Decidió organizar su fuga.
– Creo que, mientras espero, voy a ir a ver…, esto…, ¡al profesor de educación física!
Una madre la miró de arriba abajo y, en sus ojos, Joséphine percibió el desprecio de un general ante un soldado que deserta. Se alejó. Ante cada clase había un padre o una madre pataleando, invocando a Jules Ferry. Había uno que amenazaba con hablar con el ministro, al que conocía bien. Sintió un impulso de solidaridad hacia los profesores y decidió aligerar su tarea saltándose sus dos últimas citas.
Hizo un resumen a Zoé. Subrayó la buena opinión que los profesores tenían de ella, le contó las escenas de motín a las que había estado a punto de asistir.
– Tú no perdiste la calma porque estabas contenta -le hizo notar Zoé-. Quizás los otros padres tienen un montón de problemas con sus hijos y se enfadan…
– Lo mezclan todo. No es culpa de los profesores.
Empezó a recoger la mesa. Zoé se levantó para abrazarse a su cintura.
– Estoy muy orgullosa de ti, mi amor -murmuró Joséphine.
Zoé le devolvió el beso y siguió pegada a ella.
– ¿Cuándo crees que volverá papá? -suspiró al cabo de un momento.
Joséphine se sobresaltó. Había olvidado al hombre del metro.
La abrazó más fuerte. Volvió a ver el jersey rojo de cuello vuelto. El corte en la mejilla, el ojo cerrado. Murmuró, no sé, no sé.
Al día siguiente, cuando Iphigénie le trajo el correo, le informó de que la víspera habían apuñalado a una mujer, en la arboleda de Passy. Al lado de su cuerpo habían encontrado un sombrero, un curioso sombrero con fruncidos verde almendra… ¡Exactamente igual que el suyo, señora Cortès!
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> «¿Puedo invitarte a una cerveza?». «Claro».
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> «¿Echamos un polvo?». «Claro. ¿En tu casa o en la mía?».