51964.fb2
La receta decía: «Fácil, precio razonable, tiempo de preparación y cocción: tres horas». Era Nochebuena. Joséphine preparaba un pavo. Un pavo relleno de auténticas castañas, y no uno de esos purés congelados insípidos que se pegan al paladar. La castaña fresca es esponjosa, perfumada; si la congelas queda blanduzca y pastosa. También estaba preparando purés de apio, zanahoria y nabos para acompañar el pavo. Unos entrantes, una ensalada, una tabla de quesos que había ido a comprar a Barthélemy, en la calle Grenelle, y un tronco de Navidad con enanos y setas de merengue.
¿Qué me pasa? Todo me pesa y me aburre. Normalmente me gusta preparar el pavo de Navidad; cada ingrediente me aporta su lote de recuerdos, me remonto a mi infancia; de pie sobre un taburete, mirando oficiar a mi padre con su gran delantal blanco, bordado con letras azules: Soy el chef y hay que obedecerme. Conservo ese delantal, me lo ciño a la cintura, paso los dedos sobre las letras en relieve y releo mi pasado en braille.
Su mirada cayó sobre el pavo pálido y flácido que reposaba sobre el papel de estraza del carnicero. Desplumado, las alas desplegadas, el vientre hinchado, la carne sonrosada y salpicada de puntos negros, mostraba cruelmente su miseria de pavo atado de pies y manos. A su lado reposaba un largo cuchillo de brillante filo.
La señora Berthier había sido apuñalada. Cuarenta y seis puñaladas en pleno corazón. La habían encontrado inerte, con las piernas abiertas y boca arriba. Habían citado a Joséphine en la comisaria. La agente de policía había relacionado las dos agresiones. Las mismas circunstancias, el mismo modus operandi. Había tenido que explicar de nuevo cómo el zapato de Antoine, colocado a la altura de su corazón, la había salvado. La capitán Gallois, que la había recibido la primera vez, la escuchaba con los labios prietos. Joséphine podía leer su pensamiento: «La ha salvado un zapato».
– Es usted un milagro viviente -había dicho la mujer policía mientras sacudía la cabeza como si no pudiese creerlo-. La señora Berthier ha recibido puñaladas extremadamente violentas. Las heridas tienen una profundidad de unos diez o doce centímetros. Es un hombre fuerte; y sabe manejar un arma blanca, no es un aficionado.
Al oír esas cifras macabras, Joséphine había escondido las manos entre los muslos para reprimir el temblor que la sacudía.
– La suela del zapato debía de ser extraordinariamente gruesa -señaló la capitán como si intentara convencerse-. La ha golpeado a la altura del corazón. Como a usted.
Le había pedido que trajese el paquete de Antoine para poder analizarlo.
– ¿Conocía usted a la señora Berthier?
– Era la tutora de mi hija. Habíamos vuelto juntas una tarde del colegio. Había ido a visitarla para hablar de Zoé.
– ¿No hablaron de nada que le parezca importante?
Joséphine sonrió. Iba a contar un detalle cómico. La capitán creería que lo hacía adrede o que no se lo tomaba en serio.
– Sí. Teníamos el mismo sombrero. Un extraño sombrero de tres pisos, un poco extravagante, que yo no me atrevía a llevar y que ella me animó a ponerme… Tenía miedo de dar la nota.
La mujer se había inclinado y le había mostrado una foto.
– ¿Éste?
– Sí. Lo llevaba la noche que me agredieron -había murmurado Joséphine mirando la foto del tocado-. Lo perdí en el parque… No tuve el valor de volver a buscarlo.
– ¿No había nada más que la intrigara?
Joséphine había dudado, otro detalle cómico… Después había añadido:
– No le gustaba la Pequeña serenata nocturna de Mozart, le parecía que era una cantinela soporífera. Hay poca gente que se atreva a decir eso. Es cierto que es una melodía bastante repetitiva.
La oficial de policía la había mirado con un aire entre irritado y desdeñoso.
– Bien -había concluido-. Permanezca localizable, la llamaremos si es necesario.
Tirar de los hilos, esbozar hipótesis, trazar fronteras entre lo posible y lo imposible, el trabajo de búsqueda se había puesto en marcha. Joséphine ya no podía ayudarles. Era un trabajo para los hombres y mujeres de la brigada criminal. Un detalle: un sombrero verde de tres pisos, denominador común de las dos agresiones. El asesino no había dejado ningún rastro, ninguna huella.
Tirar de los hilos, establecer un límite a no sobrepasar, no pensar más en la señora Berthier, en el asesino. ¿Es posible que viva en el barrio? ¿Quería quizás apuñalarme a mí y se encarnizó contra la señora Berthier? Había fracasado, quiso volver a intentarlo y se equivocó de blanco. Vio el sombrero, creyó que era yo, la misma talla, el mismo aspecto… ¡Para!, gritó Joséphine. ¡Para! Vas a fastidiar la velada. Shirley, Gary y Hortense habían llegado la víspera de Londres y esta noche Philippe y Alexandre se les unirían para cenar.
Crearme una burbuja. Como hacía cuando daba conferencias. El trabajo me calma. Fija mi mente, le impide vagabundear en pensamientos morbosos. La cocina también la llevaba a pensar en sus amadas investigaciones. No existe nada nuevo, reflexionaba Joséphine hundiendo los dedos en las castañas. Los fast-food ya existían en la Edad Media. No todo el mundo poseía su propia cocina, las viviendas en las ciudades eran demasiado pequeñas. Los solteros y los viudos comían fuera. Existían comerciantes de comidas preparadas, profesionales de la alimentación o chair cuitiers, que instalaban puestos al aire libre y vendían salchichas, patés o tortas para llevar. El ancestro de los perritos calientes o de las hamburgueserías. La cocina representaba un sector muy importante de la vida cotidiana. Los mercados estaban bien provistos: aceite de oliva de Mallorca, cangrejos y carpas del Marne, pan de Corbeil, mantequilla de Normandía, tocino del Ventoux, todo llegaba a los mercados de París. En las casas importantes existía un maître queux, quien, desde lo alto de su trona, agitaba un cazo para indicar el trabajo de cada uno. Vigilaba a los happe-lopins o galopines, los pinches de cocina que arrancaban trozos de comida para comérselos a escondidas. Los cocineros se llamaban «Pera blanda», «Tragón», «Limpiapotes», «Cortavientos». Las recetas se escribían en unidades de medida religiosas. Se hacía cocer «desde vísperas hasta el anochecer», hervir los raviolis de carne el tiempo de dos paternóster y las nueces durante tres avemarías. En las cocinas, los marmitones recitaban oraciones, vigilaban la cocción, probaban, oraban de nuevo cogiendo el rosario. La alta nobleza decoraba los platos con hojas de oro. Las comidas se convertían en una auténtica ceremonia. Los cocineros se esforzaban en preparar platos llenos de color, el conejo encebollado rosa, la tarta blanca, la salsa camelina para acompañar el pescado frito. El color despertaba el apetito, los alimentos blancos estaban reservados a los enfermos a los que no convenía excitar. Cada plato cambiaba de color según la estación: el potaje de tripas era marrón en otoño, amarillo en verano. El colmo del refinamiento era la salsa italiana «azul celeste». Y, para complacer a los invitados, el cocinero pintaba sus escudos sobre los platos con gelatina, colocando granos de granada o flores de violeta. Inventaba «manjares disfrazados», dignos de aparecer en una película de horror. Fabricaba animales fantásticos o escenas humorísticas uniendo mitades de animales diferentes. El gallo con yelmo representaba a un caballero montado sobre un lechón. También estaban los entremeses sorpresa: se colocaban pájaros dentro de una torta de pan, se levantaba la tapa en el momento de servir y los pájaros salían volando, ante la sorpresa de los asistentes. Debería intentarlo un día, se dijo Jo, volviendo a sonreír.
Sus tribulaciones se alejaban cuando volvía al siglo XII. A los tiempos de Hildegarda de Bingen. Era difícil evitarla, Hildegarda se interesaba por todo: por las plantas, los alimentos, la música, la medicina, los estados del alma que afectaban al cuerpo, que lo debilitan o fortalecen, ya sea riendo o refunfuñando. «Si el hombre que actúa sigue el deseo del alma, sus obras son buenas, malas si actúa según la carne».
«Carne de salchicha. Mezclar las castañas con la carne de salchicha, el hígado y el corazón picados, hojas de tomillo, sal y pimienta». Volver a mi HDI. No tengo ninguna idea para escribir una nueva novela. Ni ideas ni ganas. Debo tener confianza: un día se impondrá el principio de una historia, me cogerá de la mano y me hará escribir.
Tengo tiempo, se dijo, empezando a quitar la dura piel de las castañas, atenta a no cortarse los dedos. ¿Por qué se dice «pavo con marrons» cuando se rellena de castañas? <strong><sup><strong><sup>[3]</sup></strong></sup></strong> El detalle es importante. El detalle inculca, encarna, desprende un olor, un color, una atmósfera. Añadiendo detalles, se reconstruye una historia, o la Historia. Se han descubierto facetas completas de la vida cotidiana en la Edad Media rebuscando en las humildes casas de los campesinos. Se ha aprendido más que analizando los castillos. Pensó en esos viejos cacharros de barro en cuyo fondo se han encontrado restos de caramelo. En el monasterio de Cluny habían instalado sistemas de acometida de agua, letrinas, habitaciones para lavarse semejantes a nuestros cuartos de baño.
El señor y la señora Van den Brock habían venido a visitarla tras haberse enterado de la muerte de la señora Berthier. Habían llamado a su puerta, solemnes como candelabros. Ella, fantasiosa, redonda, espontánea; él, serio y delgado. Los ojos de ella daban vueltas en todos los sentidos intentando fijarse en un punto con obstinación; él fruncía el ceño y agitaba sus largos dedos de monje boticario como tijeras gigantescas. La pareja se parecía a la unión entre Drácula y Blancanieves. Era una pareja incorpórea. Joséphine se preguntó cómo habían conseguido tener hijos. Un descuido momentáneo y él se había posado sobre ella, encogiendo sus largos dedos afilados para no arañarla. Dos libélulas torpes acoplándose en el aire. Debemos proteger a nuestros hijos, afirmaba ella, si ataca a las mujeres, puede también atacar a los más pequeños. Sí, pero ¿qué hacer? ¿Qué hacer? Agitaba su cabeza redonda y su moño ralo atravesado por dos alfileres finos. Habían propuesto que los padres de familia hicieran una ronda en cuanto cayera la noche. Joséphine había sonreído, ese artículo no lo tenía disponible; y, como parecían no haber comprendido, había añadido: quiero decir padre de familia, no tengo marido. Habían invertido una pequeña pausa en digerir su agudeza y habían continuado: de la policía no se puede esperar nada, para ellos no será prioritario, la periferia está ardiendo, así que los barrios buenos… El final de la frase estaba teñido de cierta acrimonia, que rompía el tono hasta entonces responsable y grave.
Joséphine se había excusado por no poder participar en el esfuerzo de guerra, pero había añadido que se negaba a dejarse llevar por el miedo. A partir de ahora sería más prudente, iría a buscar a Zoé a la salida de clase, por la tarde, pero no sucumbiría al pánico. Había propuesto la idea de organizar turnos para recoger a los niños del colegio: todos, los Van den Brock, Lefloc-Pignel y Zoé, iban a la misma escuela. Habían decidido volver a hablar de todo después de las fiestas.
– Voy a decirle a Hervé Lefloc-Pignel que pase a verla, está muy inquieto -aseguró el señor Van den Brock con voz masculina-. Su mujer ya no se atreve a salir. Ni siquiera abre la puerta a la portera.
– Diga, ¿no le parece a usted extraño una portera que cambia de color de pelo cada tres semanas? ¿No tendría algún amiguito que…? -se había inquietado la señora Van den Brock.
– ¿Que acabara de salir de la cárcel y escondiese un gran cuchillo en la espalda? -había preguntado Joséphine-. No, ¡no creo que esté involucrada en esto!
– He oído decir que su pareja había tenido problemas con la justicia…
Se habían marchado prometiendo enviarle a Hervé Lefloc-Pignel en cuanto le vieran.
Voy a terminar reconfortando a todo el edificio, había suspirado Jo cuando cerraba la puerta esa tarde. Resulta irónico, ¡me atacan a mí y soy yo quien les tranquiliza! He hecho bien en no hablar de eso con nadie, me hubiese convertido en una curiosidad, vendrían a lanzarme cacahuetes al felpudo.
En el primer piso de su edificio vivían un hijo y su madre, los Pinarelli. Él debía de tener unos cincuenta años, ella ochenta. Él era alto, delgado, el pelo teñido de negro. Se parecía, en más mayor, a Anthony Perkins en Psicosis. Sonreía de forma extraña cuando se cruzaba con alguien, una sonrisa con un lado de la boca torcido, como si desconfiara del otro y le pidiese que se apartase. No trabajaba, debía servir de dama de compañía a su madre. Salían todas las mañanas a hacer la compra. Avanzaban despacio de la mano. Él arrastraba el carrito como si tirara de la correa de un lebrel, ella sostenía entre los dedos la lista de la compra. La vieja era una sargento. No reprimía sus palabras y lanzaba comentarios mordaces, como esos ancianos que se creen dispensados de todo civismo por su avanzada edad. Joséphine les abría el portal. Nunca se lo agradecían, pasaban sin saludarla, salían como dos altezas reales, con la guardia formada presentando armas.
No conocía a los otros vecinos, los del portal B al fondo del patio. Eran más numerosos que los del portal A, que sólo contaba con un piso por planta. El portal B tenía tres. Iphigénie le había comentado que, como los propietarios del portal A eran más ricos, los del B les detestaban y en las reuniones de vecinos se producían a menudo violentos ajustes de cuentas. Se peleaban, se lanzaban todo tipo de insultos. Los A ganaban siempre, para mayor consternación de los B, que veían cómo les infligían nuevas cargas, nuevas obras, y pagaban entre protestas.
Sus ojos se fijaron en el gran reloj de Ikea: ¡las seis y media! Hortense, Gary y Shirley estaban a punto de volver. Habían salido a hacer las últimas compras. Zoé estaba encerrada en su habitación, preparando los regalos. Desde la llegada de los ingleses, la casa se había llenado de ruidos y risas. El teléfono no dejaba de sonar. Habían llegado la víspera. Joséphine les había enseñado el piso, orgullosa del espacio que ponía a su disposición. Hortense había abierto la puerta de su habitación y se había tirado sobre la cama, los brazos en cruz, home sweet home! Joséphine no había podido impedir sentirse emocionada por su exclamación. Shirley había reclamado un whisky mientras Gary, sentado en el sofá, los cascos en las orejas, Preguntaba: «¿Qué vamos a comer esta noche, Jo?, ¿qué manjares nos tienes preparados?». Las puertas se abrían y se cerraban, estallaban voces, salía música de cada habitación. Joséphine comprendió lo que no le gustaba de ese piso, era demasiado grande para Zoé y para ella. Al llenarse de risas, de gritos, de maletas abiertas, se hacía cálido.
La gran cacerola de agua salada esperaba sobre el fuego a que ella echara las castañas peladas. Estar ocupada en la cocina le daba siempre ideas. Como cuando corría alrededor del lago. Las manos se agitan, las piernas se mueven, la cabeza, libre de las preocupaciones con las que solemos llenarla, ofrece miles de ideas.
Cada mañana se ponía un chándal, se calzaba unas deportivas y se iba a correr alrededor del lago del Bois de Boulogne. Antes de llegar al estanque, trotaba observando a los jugadores de petanca, a los ciclistas, a los otros corredores, mientras evitaba los excrementos caninos y saltaba sobre los charcos de agua. Por encima de todo le gustaba pasar por los senderos llenos de agua de lluvia. Lo hacía cuando estaba sola, cuando nadie podía lanzarle una mirada de reproche. Le gustaba el ruido que hacían sus zapatillas al golpear el agua, las gotas que saltaban. En cuanto llegaba a lo que ella llamaba pomposamente «su circuito», aceleraba. Daba una vuelta al lago en veinticinco minutos. Después se detenía, sin aliento, y hacía estiramientos para no tener agujetas al día siguiente. Salía de su casa cada mañana, a las diez y veinte, se cruzaba con un hombre que, también, daba la vuelta al estanque. Caminando. Las manos en los bolsillos, la nariz enfundada en un chaquetón azul marino, con un gorro de lana hundido hasta las cejas, gafas negras y una bufanda que le tapaba completamente. Parecía cubierto de vendajes elásticos. Le había bautizado «el hombre invisible». Caminaba aplicadamente, con paso mecánico. Como si siguiese las prescripciones de un médico: una o dos vueltas al lago al día, preferentemente por la mañana, la espalda recta, respirando profundamente. Podían cruzarse dos veces, si él había acelerado el paso o si ella añadía una vuelta al lago a la que ya había realizado. Debe de hacer por lo menos quince días que me lo cruzo, quince días que le veo y que me ignora. Ni siquiera hace una seña con la cabeza que signifique que se ha dado cuenta de mi presencia. Es pálido, delgado. Debe de salir de una cura de desintoxicación. O de una pena de amor. Ha sufrido un accidente de coche y tiene quemaduras de tercer grado. Es un peligroso delincuente que se ha fugado de la justicia. Se inventaba mil historias. ¿Por qué un hombre, solo y obstinado, camina al borde de un lago todos los días entre las diez y las once? Había en su caminar una determinación casi feroz, como si, vendándose los músculos, se agarrase a la vida o ajustase alguna cuenta pendiente.
Una gota de agua salpicó fuera de la cacerola. Ella soltó un grito y redujo el fuego. Vertió la primera tanda de castañas y continuó pelando las otras.
«Dejar hervir treinta minutos y retirar la segunda piel en el horno y a medida que se sacan del agua».
Papá hacía una cruz en las castañas para que fuera más fácil pelarlas. Siempre era él el que hacía el pavo de Navidad. Poco antes de morir había copiado su receta en una hoja en blanco. Había firmado al pie de la hoja: «El hombre que ama a su hija y la cocina». Había escrito su hija. Y no sus hijas. Era la primera vez que ese detalle le saltaba a la vista. Y sin embargo, cada año, el día de Nochebuena, sacaba la hoja manuscrita. Yo era su hija preferida. Iris debía de intimidarle. Era a mí a quien sentaba sobre sus rodillas para escuchar sus discos. Léo Ferré, Jacques Brel, Georges Brassens. Iris nos miraba avanzando por el pasillo y se encogía de hombros.
¿Sabrá Philippe cocinar? Buscó un pañuelo de papel con la mirada y se rascó la punta de la nariz con el cuchillo pelador. Philippe. Su corazón se aceleraba cada vez que pensaba en él. Forget me not <strong><sup><strong><sup>[4]</sup></strong></sup></strong> Fueron sus últimas palabras, sobre el andén de una estación, en junio. Desde entonces no se habían vuelto a ver. Cuando se enteró de que pasaría la Nochebuena solo con Alexandre, se apresuró a invitarles.
Dibujar los límites, trazar la frontera entre lo posible y lo imposible, crear una distancia que se prohibiría sobrepasar. Será más sencillo si establezco reglas. Me gustan las reglas, soy una mujer que se inclina ante la ley. Igual que uno se detiene ante un semáforo en rojo. En la vida hay que fijarse límites. Distancias entre uno mismo y los demás. Para sobrevivir. Para aprender a conocerse. A conocer el sentimiento confuso que me atrae hacia él y a dominarlo. Cuando no está presente, no pienso en él. Cuando se acerca todo se enturbia. Todo se inflama.
«Encender la parte baja del horno. Precalentarlo a termostato 7 durante veinte minutos». Nuestra relación ha evolucionado sin que me diese cuenta. De ser invisible, he pasado a ser amable, diferente, especial, valiosa, codiciada, prohibida. En cuanto a mí, ese hombre que me dejaba fría ha pasado a ser accesible, familiar, atento, atractivo, peligroso. Esa admirable graduación de sentimientos nos ha conducido, sin darnos cuenta, al borde de un precipicio. La camelia blanca, en el balcón, es el último escalón. Cuando la riego, pienso en él. Le lanzo un beso. El no lo sabe, y nunca se lo diré.
Creería que soy una lela.
Debo de ser una lela, eso seguro. Vittorio se lo repite sin cesar a Luca. ¿Vas a ver hoy a tu lela? ¿Qué va a hacer la torpona en Navidad? ¿Va a ir a besarle los pies al Papa en el Vaticano? ¿Bendice el pan antes de comérselo? ¿Se riega de agua bendita antes de follar? Luca no debería repetirme esos comentarios. Me hacen daño. Dice que Vittorio es cada vez más incoherente, que el paso del tiempo acentúa su angustia. Habla de hacerse un lifting, pero no tiene dinero. Pídeselo a tu lela, está forrada por los cuatro costados gracias a su novelucha de quiosco. Las lelas tienen un gran corazón. ¿Y tú llamas a eso una escritora? Luca suspiraba, si la veo menos, no es culpa mía, él me necesita.
En tres cacerolas de cobre se cocían las zanahorias, los nabos y el apio que iba a reducir a puré. Pronto estarían cocidas y peladas las castañas. Había previsto foie gras como entrada. Y lonchas de salmón salvaje. A Zoé le volvía loca el salmón salvaje. Tenía un gusto muy desarrollado y podía decir si el salmón estaba suculento, bueno o malo, estudiando simplemente la palidez o el brillo de la carne. Arrugaba la nariz ante el mostrador del pescadero. Era la señal que advertía: «Ése no es bueno, mamá. Salmón de criadero: hacinados como sardinas y tragándose los excrementos de los demás». Zoé adoraba los sabores, los olores, se encallaba buscando un color preciso, o imitando un sonido determinado, cerraba los ojos y creaba paletas de sabores chascando la lengua. Le gustaba cuando llegaba el invierno, con su cortejo de fríos que ella clasificaba. Frío cortante, frío húmedo, frío gris y bajo que anuncia la nieve, frío sordo que te empuja a refugiarte ante la chimenea. «Me gusta el frío, mamá, me calienta el corazón». Había confeccionado sus regalos con cartón, trozos de lana, tela, grapas, pegamento, clips, lentejuelas. Fabricaba muñecas magníficas, cuadros, móviles. No le gustaba comprar, al contrario que a Hortense. Es una adolescente de antaño, mi hija. No le gustan los cambios, le gusta que cada año se repita el mismo menú de fiesta, que se decore el árbol con las mismas bolas, las mismas guirnaldas, que se escuchen los mismos villancicos. Es por ella por lo que respeto la etiqueta. A los niños no les gusta que se cambien sus costumbres. Por sentimentalismo, por deseo de sentirse cómodos. En el tronco de Navidad, que prueba con la lengua antes de morderlo, Zoé busca el sabor de todos los demás troncos, y puede que también el de los que había probado junto a su padre. ¿Dónde pasará esta Nochebuena el hombre que descubrí en el metro ¿Es posible que se trate de Antoine? Tenía una cuchillada y el ojo medio cerrado. Si está vivo y nos busca, debe de rondar el edificio de Courbevoie. La portera ha cambiado. La nueva no nos conoce. Mi nombre no figura en la guía.
Zoé había pedido que hubiera un sitio libre en la mesa durante la cena de Nochebuena.
– Ya verás, mamá, será una sorpresa, una sorpresa de Navidad.
– ¡Nos va a traer a un mendigo! -había pronosticado Hortense-. ¡Si lo hace, yo me largo!
Los ojos de Shirley reían en silencio.
– Si Zoé no lo hace ¡lo hará tu madre! -había replicado.
– Me pone enferma tanto festejo cuando fuera hay muchos…
– ¡Para, mamá, para! -había gritado Hortense-. ¡Me había olvidado de que iba a volver con la Madre Teresa! ¿Por qué no montas un orfanato de negritos ya que estamos?
«Añadir el queso fresco y las ciruelas al relleno. Mezclar. Rellenar el interior del pavo». Era lo que prefería cuando era pequeña. Atiborraba el pavo de espeso y oloroso relleno. El vientre del pavo se inflaba, y preguntaba a papá ¿crees que va a estallar? Iris y mamá hacían una mueca de disgusto, papá se reía a carcajadas. Iris no estará esta noche. Ni Henriette. No tendré el sabor de las Nochebuenas pasadas, la rama de acebo colgada en la puerta, el collar de perlas de tres vueltas de Henriette sobre su vestido negro, la cinta de terciopelo violeta que Iris llevaba en el pelo y que provocaba siempre la misma exclamación por parte de Henriette: «¡No debería decirlo delante de esta pequeña pero nunca he visto unos ojos tan azules! ¡Y los dientes! ¡Y la piel!». Se extasiaba como si descubriese un collar de zafiros sobre papel de seda. ¿Y yo? Yo me sentía fea, con la certidumbre de que nadie, nunca, me miraría. Esa es la herida que nunca se ha cerrado.
«Coser la abertura con hilo grueso. Untar el ave de mantequilla o margarina. Sazonar. Disponer el ave sobre la placa del horno bien caliente. Al cabo de cuarenta y cinco minutos aproximadamente, moderar el calor del horno. Dejar cocer una hora. Salsear a menudo durante la cocción».
Tras la muerte de Lucien Plissonnier habían pasado Nochebuenas tristes en las que el lugar del jefe de familia había permanecido vacío, y después había llegado Marcel, con sus chaquetas escocesas y sus corbatas Lurex. En sus platos había montones de regalos. Iris los recibía con condescendencia, como si se dignara a perdonarle por estar sentado en el lugar de su padre, Joséphine dudaba si correr a abrazarle ante la expresión de reproche de su madre y su hermana. Esta noche, Marcel Grobz iba a festejar su primera Nochebuena con Josiane y su hijo. Iría a visitarlos pronto. Tendría la impresión de traicionar a su madre, de pasarse al enemigo, pero le daba igual.
Llamaron a la puerta. Un toque breve y preciso. Joséphine miró el reloj, las siete. Han debido de olvidar las llaves.
Era el señor Lefloc-Pignel. Venía a excusarse por el ruido que podrían hacer durante la velada: él y su mujer recibían a la familia. Llevaba un esmoquin, pajarita, camisa blanca con pliegues y un fajín de satén negro. Llevaba el pelo liso y repeinado como los setos de un jardín francés.
– ¡No se disculpe usted!-sonrió Joséphine elaborando mentalmente la metáfora y concluyendo que prefería el singular encanto de los jardines ingleses-, nosotros seguramente también haremos ruido.
Se dijo que quizás debería ofrecerle una copa de champán. Dudó, y después, como no parecía querer marcharse, le invitó a entrar.
– No quisiera abusar de su tiempo… -se excusó él, franqueando con descaro el umbral.
Ella se secó con el trapo y le tendió una mano algo grasienta.
– ¿Le molestaría seguirme a la cocina? Debo vigilar la cocción del pavo.
El hizo gesto de dejarla pasar y añadió con tono alegre:
– ¡Así que voy a penetrar en su santuario! Es un gran honor…
Pareció que iba a decir algo, pero se calló. Ella sacó una botella de champán del frigorífico y se la tendió para que la abriese. Se desearon feliz Navidad y próspero Año Nuevo. Tiene algo de muy seductor a pesar de esos mechones como setos, pensó. ¿Cómo es su mujer? No la he visto nunca.
– Me gustaría preguntarle -empezó con voz sorda-, su hija…, esto… ¿Cómo ha reaccionado ante lo que le ha pasado a la señora Berthier?
– Se quedó muy impresionada. Hemos hablado mucho.
– Es que Gaétan, en cambio, no habla de ello.
Se le veía preocupado.
– ¿Y sus otros hijos? -se interesó Joséphine.
– Charles-Henri, el mayor, no la conocía, está en el liceo, Domitille no la había tenido como profesora… El que me preocupa es Gaétan. Y como está en la misma clase que su hija… Pensé que podían haber hablado.
– No me ha dicho nada.
– He oído decir que había sido usted citada por la policía.
– Sí. No hace mucho me atacaron.
– ¿ De la misma forma?
– ¡Oh, no! No fue nada comparado con la pobre señora Berthier…
– No fue eso lo que me dijo el comisario. Pedí una cita con él y me recibió.
– Ya sabe, en las comisarías se exagera mucho.
– No lo creo.
Había pronunciado esas palabras con tono severo, como si quisiera decir: «Creo que me está mintiendo».
– De todas formas, no tiene importancia, ¡no estoy muerta! Estoy aquí, bebiendo champán con usted.
– No me gustaría que atacase a nuestros hijos -prosiguió el señor Lefloc-Pignel-. Habría que pedir protección para el inmueble, un policía de guardia.
– ¿ Día y noche?
– No sé. Por eso he subido a hablar con usted.
– ¿Y por qué iban a hacerlo sólo en nuestro edificio?
– Porque ha sido usted agredida. ¿Para qué negarlo?
– No estoy segura de que haya sido la misma persona. No me gusta que se mezclen las cosas, precipitarse…
– Pero bueno, señora Cortès…
– Puede usted llamarme Joséphine.
– Esto…, no…, prefiero señora Cortès.
– Como quiera…
Les interrumpió la llegada de Shirley, seguida de Gary y Hortense, los brazos cargados de paquetes, la nariz y los pómulos enrojecidos por el frío. Daban palmas en sus gruesos guantes, se soplaban las manos, reclamaban bulliciosos una copa de champán. Joséphine hizo las presentaciones. Hervé Lefloc-Pignel se inclinó ante Shirley y Hortense. «Encantado de conocerla», dijo a Hortense. «Su madre me ha hablado mucho de usted». Primera noticia, pensó Joséphine, nunca hemos nombrado a Hortense. Hortense le dedicó la mayor de las sonrisas. Joséphine supo entonces que Hervé Lefloc-Pignel había captado la verdadera naturaleza de su hija: Hortense se sentía adulada y veía en él todo tipo de cualidades.
– Tengo entendido que estudia usted moda.
¿Cómo lo sabe?, se preguntó Joséphine.
– Sí. En Londres.
– Si alguna vez necesita ayuda, dígamelo, conozco a mucha gente en ese sector. En París, en Londres, en Nueva York.
– Muchas gracias. No lo olvidaré. ¡Cuente con ello! Precisamente, dentro de poco tengo que realizar unas prácticas. ¿Tiene usted un número donde pueda localizarle?
Joséphine, pasmada, asistía a la danza de la araña de Hortense, que tejía su tela en torno a Lefloc-Pignel, balbuceaba, asentía, anotaba el número de móvil y agradecía ya la ayuda que podría aportarle. Hablaron algo más sobre la vida en Londres, la enseñanza, la ventaja de ser bilingüe. Hortense explicó su trabajo, fue a buscar el gran cuaderno donde grapaba las muestras de tejidos que le gustaban, mostró los esbozos que dibujaba a partir de colores, materiales y siluetas que se cruzaba por la calle. «Todo lo que se dibuja ha de poder hacerse después, es la regla número uno de la escuela». Hervé Lefloc-Pignel hacía preguntas a las que Hortense respondía tomándose su tiempo. Shirley y Joséphine habían sido relegadas al papel de figurantes. Apenas se marchó, Hortense exclamó: «¡Ese es un hombre para ti, mamá!».
– ¡Está casado y es padre de tres hijos!
– ¿Y? Puedes tirártelo sin que su mujer lo sepa, ¿no? Y sin tener que contárselo a tu director espiritual, ¿verdad?
– ¡Hortense! -gruñó Joséphine.
– ¡Delicioso este champán! ¿De qué cosecha es? -preguntó Shirley, intentando cambiar de tema.
– ¡No lo sé! Debe de ponerlo en la etiqueta.
Joséphine había respondido distraídamente. Las opiniones de Hortense respecto a su vecino no le gustaban. No debo dejarlas pasar, tiene que comprender que el compromiso amoroso es algo importante, que una no se deja llevar por el primer tipo atractivo que se cruza.
– ¿Y tú, querida -preguntó-, estás… enamorada en este momento?
Hortense bebió un trago de champán y suspiró:
– ¡Ya estamos! Back home! ¡Volvemos a las palabras grandilocuentes! ¿Quieres saber si he conocido a un hombre guapo, rico e inteligente del que me he quedado absolutamente prendada?
Joséphine asintió con la cabeza, llena de esperanzas.
– No -soltó Hortense, dejando algo de tiempo para el suspense antes de responder-. Sin embargo…
Tendió su vaso para que su madre lo rellenara y añadió:
– Sin embargo… He conocido a un tío. Guapo… ¡Pero guapo de verdad!
– ¡Ah! -dijo Joséphine en voz baja.
Shirley seguía la conversación entre madre e hija y se lamentaba por lo bajo: «No sueñes, Jo, ¡vas directa contra el muro con tu hija!». Gary sonreía y esperaba la caída, que sabía ineluctablemente terrible, conociendo lo sentimental que era Joséphine como madre.
– ¿Cuánto tiempo duró?
– Dos semanas. Los dos, inmersos en una pasión ardorosa…
– ¿Y después? -preguntó Joséphine.
– Después ¡se acabó lo guay! ¡Nada de nada! Negro total. Un día, imagínate, se levantó los bajos del pantalón y atisbé un calcetín blanco. Un calcetín blanco sobre un tobillo peludo… ¡Para vomitar!
– ¡Por Dios! ¡Qué idea tienes tú del amor! -suspiró Joséphine.
– ¡Pero es que eso no es amor, mamá!
– Actualmente -explicó Shirley-, folian primero y se enamoran después.
Hortense bostezó.
– ¡Los hombres enamorados son tan aburridos!
– Pues yo no viviré ninguna pasión ardorosa con Hervé Lefloc-Pignel -murmuró Joséphine, que tenía la impresión de que se reían de ella.
– Yo no pondría la mano en el fuego -respondió Hortense-. Es exactamente tu tipo y te miraba con mucha atención. Le brillaban los ojos. Tenía una manera de palparte sin tocarte, ha sido… ¡fascinante!
Shirley captó la incomodidad de Joséphine. Decidió dejar de bromear sobre un tema que su amiga, evidentemente, se tomaba muy en serio. ¿Qué pasa para que haya perdido todo el sentido del humor de esa forma? Quizás se sienta realmente atraída por ese hombre, que, my God, is really good looking. <strong><sup><strong><sup>[5]</sup></strong></sup></strong>
– No sé cómo se las arregla mamá, pero siempre está rodeada de hombres seductores -concluyó Hortense, intentando calmar las cosas con un cumplido.
– Gracias, cariño -dijo Joséphine, esforzándose para sonreír ante ese armisticio improvisado-. ¿Y tú, Gary? ¿Eres un sentimental, o un mero consumidor, como Hortense?
– Te voy a decepcionar, Jo, pero, en este momento, voy a la caza de la más guarra. Profundizo mis conocimientos como el más guarro de todos, pues…
– Comprendo. Entonces yo debo de ser la única y la más ñoña, eso no es nuevo.
– ¡No, mujer! ¡No eres la única! -gruñó Hortense-. También está el bello Luca, ¿no? De hecho, ¿por qué no está aquí esta noche? ¿Lo has invitado?
– Pasa la Nochebuena con su hermano.
– ¡Había que haberlo invitado también! He visto su foto en Internet. Agencia Saphir, pasaje Vivienne. ¡Es muy guapo, ese Vittorio Giambelli! Moreno, venenoso, misterioso. ¡Me lo comería de un bocado!
Un nuevo timbrazo interrumpió la conversación. Philippe, con una caja de botellas de champán entre los brazos, entró en compañía de Alexandre, sombrío, mudo, la mirada perdida.
– ¡Champán para todos! -gritó Philippe.
Hortense saltó de alegría. Roederer rosado, ¡mi champán preferido! Philippe hizo una seña a Joséphine y la atrajo hacia la entrada con el pretexto de guardar su abrigo y el de Alexandre.
– ¡Hay que proceder ya con los regalos, rápido! ¡Acabamos de volver de la clínica, y ha sido siniestro!
– La mesa está puesta. El pavo está casi listo, pasamos a la mesa en veinte minutos. Y después, abrimos los regalos.
– ¡No! Los regalos primero. Eso le hará pensar en otra cosa. Cenaremos después.
– De acuerdo -dijo ella, sorprendida por su tono autoritario.
– ¿Zoé no está?
– Está en su habitación, voy a buscarla…
– ¿Y tú, estás bien?
La había agarrado del brazo, la había atraído hacia sí.
Sintió el calor de su cuerpo bajo la lana húmeda de la chaqueta, la punta de sus orejas enrojeció. Respondió precipitadamente sí, sí, ¿te importaría ocuparte del fuego de la chimenea mientras me pongo un vestido y me peino? Hablaba a toda velocidad para olvidar su confusión. Él posó un dedo sobre sus labios, la contempló un momento que le pareció infinito y la soltó con gran pesar
El fuego crepitaba en la chimenea. Los regalos de Navidad brillaban, amontonados sobre el parqué punta Hungría. Se formaron dos clanes: el de los mayores, que no esperaba más que la alegría de dar; y la joven generación, que esperaba la realización de sus sueños esbozados en el secreto de sus votos nocturnos. A la leve ansiedad de unos respondía la espera crispada de los otros, que se preguntaban si deberían disimular su decepción, o si podrían dejar vía libre a su alegría sin tener que forzarla.
A Joséphine no le gustaba ese ritual de los regalos. Sentía, cada vez, una desesperanza inexplicable, como si le hubiesen demostrado la imposibilidad de amar bien y en su justa medida, y la certeza de que su forma de expresar el amor siempre la dejaría insatisfecha. Ella hubiese querido algo espectacular y casi siempre se quedaba en agua de borrajas. Estoy segura de que Gary comprende lo que siento, se dijo Joséphine cruzando su mirada atenta que decía sonriendo: «Come on, Jo, sonríe, es Navidad, estás gafándonos la velada con tu cara de mártir». «¿Hasta ese punto?», preguntó Joséphine, que subrayó su extrañeza alzando las cejas. Gary asintió con la cabeza, afirmativo. «De acuerdo, haré un esfuerzo», respondió ella con un gesto de cabeza.
Se volvió hacia Shirley, que explicaba a Philippe en qué consistía su actividad para combatir la obesidad en las escuelas inglesas.
– ¡Ocho mil setecientos muertos al día en el mundo por culpa de los mercaderes de azúcar! ¡Y cuatrocientos mil niños obesos más cada año sólo en Europa! Después de haber explotado hasta la muerte a los esclavos para cultivar la caña de azúcar, ¡ahora se dedican a espolvorear a nuestros hijos con ella!
Philippe la detuvo con la mano.
– ¿No estás exagerando un poco?
– ¡La ponen por todos lados! Instalan expendedores de bebidas gaseosas y de chocolatinas en los colegios, les pudren los dientes, ¡los atiborran de grasa! Y todo eso simplemente por interés económico, por supuesto. ¿No te parece escandaloso? Deberías apoyar esa causa. Después de todo, tienes un hijo a quien le afecta ese problema.
– ¿Lo crees de verdad? -preguntó Philippe, dirigiendo su mirada hacia Alexandre.
Mi hijo corre más peligro de dejarse devorar por la angustia que por el azúcar, pensó.
Era la primera Nochebuena de Alexandre sin su madre.
Era su primera Nochebuena de casado sin Iris.
Su primera Nochebuena de solteros.
Dos hombres privados de la imagen de la mujer que había reinado sobre ellos tanto tiempo. Habían salido de la clínica en silencio. Habían recorrido el caminito de grava, las manos en los bolsillos, los dos mirando la huella de sus pies sobre la arena blanca. Dos huérfanos en las filas de un pensionado. Había faltado un pelo para que se cogieran de la mano, pero se habían contenido. Erguidos y dignos bajo su manto de tristeza.
– ¡Seis muertes por minuto, Philippe! ¿Y ésa es tu forma de reaccionar? -La mirada de Shirley cayó sobre la silueta desgarbada de Alexandre-.Tienes razón: ¡tenemos margen! ¡Bueno, voy a calmarme! ¿No habíamos dicho que íbamos a abrir los regalos?
Alexandre parecía ignorar el resplandeciente montón de paquetes a sus pies. Su mirada permanecía suspendida en el vacío, en otra habitación, lúgubre y desolada, donde habitaba una madre muda, descarnada, los brazos apretados contra el pecho, brazos que no había levantado en el momento de decirles adiós. «Divertíos», había silbado entre sus labios cerrados. «Pensad en mí si os dejan tiempo y ocasión». Alexandre se había marchado llevándose con él el beso que ella no le había reclamado. Intentaba comprender, mirando cómo bailaban las llamas, la razón de la frialdad de su madre. ¿Quizás no me ha amado nunca? ¿Quizás no es obligatorio querer a un hijo? Ese pensamiento abrió un abismo en su interior que le produjo vértigo.
– ¡Joséphine!-gritó Shirley-, ¿a qué esperamos para abrir los regalos?
Joséphine dio una palmada y declaró que, excepcionalmente, iban a abrir los regalos antes de medianoche. Zoé y Alexandre harían de Papá Noel turnándose para meter una mano inocente en el gran montón de paquetes adornados con lazos. Sonó un villancico, que cubrió con un velo sagrado la tristeza maquillada de la velada. «Oh, noche santa de estrellas refulgentes, ésta es la noche en que el Salvador nació…». Zoé cerró los ojos y tendió la mano al azar.
– Para Hortense, de parte de mamá -anunció extrayendo un sobre alargado. Leyó las palabras escritas encima: «Feliz Navidad, mi hija querida a la que tanto amo».
Hortense se precipitó a coger el sobre que abrió con aprensión. ¿Una tarjeta de felicitación? ¿Una cartita moralista que explicaba que la vida en Londres y sus estudios eran caros, que ya suponían un gran esfuerzo por parte de una madre y que el regalo de Navidad sólo podía ser simbólico? El rostro crispado de Hortense se relajó como hinchado por un soplo de placer: «Vale por un día de compras las dos, mi niña querida». Se echó al cuello de su madre.
– ¡Oh! ¡Gracias, mamá! ¿Cómo lo has adivinado?
Te conozco tan bien…, tuvo ganas de decir Joséphine. Sé que la única cosa que puede reunimos sin heridas ni malicia es una carrera alocada hacia una avalancha de gastos. No dijo nada y recibió, emocionada, el beso de su hija.
– ¿Iremos adonde yo quiera? ¿Todo el día? -preguntó Hortense, asombrada.
Joséphine asintió con la cabeza. Había acertado, aunque esa constatación la pusiera un poco triste. ¿Cómo transmitir de otra forma el amor por su hija? ¿Quién la había hecho tan ávida, tan aburrida, para que sólo la esperanza de un día gastando dinero pudiera arrancarle un impulso de ternura? ¿La existencia que le he impuesto, o los desapacibles tiempos que vivimos? No hay que echar siempre la culpa a la época o a los demás. Yo también soy responsable. Mi culpabilidad data de mi primera negligencia, de mi primera impotencia para consolarla, comprenderla, impotencia que he ocultado detrás de la promesa de un regalo, con ir de compras las dos; yo maravillada ante la elegante caída de un vestido sobre su esbelta figura, el exquisito ajuste de un top, cómo se adaptan los vaqueros a sus largas piernas, ella, feliz de recibir lo que yo deposito a sus pies. Mi admiración ante su belleza, que deseo celebrar para esconder las heridas de la vida. Es más fácil crear ese espejismo que darle consejo, mi presencia, esa ayuda al alma que no sé ofrecerle, enredada en mis torpezas. Pagamos, pues, las dos mi negligencia, mi niña preciosa, mi amor, a la que quiero con locura.
La retuvo un instante entre sus brazos y le repitió al oído sus últimas palabras:
– Mi niña preciosa, mi amor, a la que quiero con locura.
– Yo también te quiero, mamá -balbuceó Hortense en un suspiro.
Joséphine no estaba segura de que mintiera. Experimentó una ola de auténtica alegría que la animó, le aclaró la mente y el apetito. La vida se volvía hermosa si Hortense la amaba, y hubiese rellenado veinte mil cheques con tal de recibir una declaración de amor de su hija, susurrada en su oído.
La distribución de regalos continuaba, animada por los anuncios de Zoé y Alexandre. El papel de envolver revoloteaba por el salón antes de morir en el fuego, los lazos cubrían el suelo, las etiquetas rotas se pegaban al azar en el papel abandonado. Gary echaba troncos a la chimenea, Hortense desgarraba los lazos de los paquetes con los dientes, Zoé abría sobres sorpresa temblando. Shirley recibió un par de botas y las obras completas de Oscar Wilde en inglés, Philippe una bufanda larga de cachemira azul y una caja de puros, Joséphine la colección completa de discos de Glenn Gould y un iPod, «oh, pero si no sé cómo funcionan esos trastos». «Yo te ensenaré», prometió Philippe pasándole el brazo alrededor de los hombros. Zoé ya no tenía sitio en los brazos para llevárselo todo a su habitación, Alexandre sonreía, maravillado, ante sus regalos y, recuperando su puntilloso sentido de la observación, preguntó a la asistencia: «¿Por qué los pájaros carpinteros no tienen nunca dolor de cabeza?».
Todo el mundo se echó a reír y Zoé, que no quería permanecer muda, exclamó:
– ¿Creéis que si alguien habla mucho tiempo, mucho tiempo con otra persona, al final se olvida de que tienes una narizota?
– ¿Por qué preguntas eso? -quiso saber Joséphine.
– Porque le di tanto la lata a Paul Merson ayer por la tarde en el trastero que ¡me ha invitado a ir a escuchar a su grupo este domingo en Colombes!
Hizo una pirueta y se inclinó haciendo una profunda reverencia para recoger los aplausos.
La melancolía de la tarde se había desvanecido por completo. Philippe descorchó una botella de champán y preguntó dónde estaba el pavo.
– ¡Ay, Dios! ¡El pavo! -se sobresaltó Joséphine apartando su mirada de las enrojecidas mejillas regordetas de su hija la bailarina.
¡Zoé parecía tan feliz! Joséphine sabía hasta qué punto quería gustar a Paul Merson. Había descubierto una foto suya en la agenda de Zoé. Era la primera vez que Zoé escondía la foto de un chico. Corrió a la cocina, abrió el horno y comprobó el grado de cocción del ave. Concluyó que estaba todavía muy rosado. Decidió subir el termostato.
Estaba delante del horno, el gran delantal blanco ceñido, los ojos fruncidos por el esfuerzo de salsear el pavo sin derramar una gota sobre la placa caliente, cuando sintió una presencia tras ella. Se volvió, cuchara en mano, y se encontró en brazos de Philippe.
– Qué alegría verte, Jo. Hace tanto tiempo…
Ella levantó la cabeza hacia él y enrojeció. Él la abrazó.
– La última vez -recordó-, tú acompañabas a Zoé y yo me la llevaba con Alexandre hasta Évian…
– Los habías inscrito en un curso de equitación…
– Nos encontramos, los dos, en el andén…
– Era un día de junio, soplaba una ligera brisa bajo la gran marquesina de la estación.
– Eran los primeros viajes de vacaciones. Yo pensaba: otro año escolar que se acaba…Y me decía ¿y si pidiese a Joséphine que se viniese con nosotros?
– Los niños se fueron a comprar bebidas…
– Llevabas una chaqueta de ante, una camiseta blanca, un fular de cuadros, pendientes dorados y ojos almendrados.
– Tú me dijiste: «Qué tal», y yo contesté: «¡Bien!».
– Y tuve muchas ganas de besarte.
Ella levantó la cabeza y le miró a los ojos.
– Pero no nos… -empezó él.
– No.
– Nos dijimos que no podíamos.
– Que estaba prohibido.
Ella afirmó con la cabeza.
– Y teníamos razón.
– Sí-susurró ella intentando separarse.
– Está prohibido.
– Completamente prohibido.
La volvió a atraer hacia sí y, acariciándole el pelo, murmuró:
– Gracias, Jo, por esta fiesta en familia.
Le rozó la boca con los labios. Ella vaciló, volvió la cabeza.
– Philippe, ¿sabes…?, creo que… no deberíamos…
Él se irguió, la miró como si no comprendiera lo que le decía, arrugó la nariz y exclamó:
– ¿Hueles lo que yo huelo, Joséphine? ¿No se estará saliendo el relleno y quemándose en la bandeja? ¡Sería un fastidio comer entrañas resecas y vacías!
Joséphine se volvió y abrió el horno. Tenía razón: el pavo se estaba vaciando lentamente. Se estaba formando una avalancha marrón que se caramelizaba en los bordes. Se preguntaba cómo detener la hemorragia, cuando la mano de Philippe se posó sobre la suya y los dos, manejando la cuchara con precaución, devolvieron a su lugar el exceso de relleno que brotaba del vientre del pavo.
– ¿Está bueno? ¿Lo has probado? -preguntó Philippe en el cuello de Joséphine
Ella negó con la cabeza.
– Y las ciruelas, ¿las has puesto en remojo?
– Sí.
– ¿En agua con un poco de armagnac?
– Sí.
– Está bien.
Susurraba junto a su cuello, ella sentía sus palabras imprimirse en su piel. Con la mano todavía posada sobre la suya, la guiaba hacia el oloroso relleno. Retiró un poco de carne de salchicha, castaña, ciruela, queso fresco y, despacio, despacio, subió la cuchara llena y humeante hasta los labios de ambos, que se juntaron. Probaron cerrando los ojos el delicado relleno de ciruelas reblandecidas que se fundía en sus bocas. Dejaron escapar un suspiro y sus labios se mezclaron en un tierno, largo y sabroso beso.
– Quizás le falte sal -comentó Philippe.
– Philippe… -suplicó Joséphine, rechazándole-. No deberíamos…
El la estrechó contra su cuerpo y sonrió. Un poco de salsa grasienta brotaba de la comisura de sus labios, ella sintió ganas de probarla.
– ¡Me haces reír!
– ¿Por qué?
– ¡Eres la mujer más divertida que he conocido nunca!
– ¿Yo?
– Sí, tan increíblemente seria que te dan ganas de reír y de hacer reír…
Y siempre esas palabras que se depositaban en sus labios como una bruma.
– ¡Philippe!
– De hecho, está muy bueno este relleno, Joséphine…
Y fue a buscar más con la cuchara, llevó el contenido a los labios de Joséphine, y se inclinó como diciendo: «¿Puedo probar?». Sus labios se mezclaron con los de ella, los rozaron, sus labios suaves, llenos, perfumados a la salsa de ciruelas con un toque de armagnac, y ella comprendió, presa de un fulminante sentimiento de felicidad, que ya no decidía nada, que había traspasado los límites que ella misma se había prometido no rebasar nunca. Llega un momento, se dijo, en que debemos comprender que los límites no mantienen a los demás a distancia, que no nos protegen de los problemas, de las tentaciones, que sólo provocan que te encierres en ti mismo, apartándote de la vida. Entonces, o decides marchitarte y permanecer dentro de los límites, o abandonarte a mil placeres franqueando esos propios límites.
– Te oigo pensar, Jo. ¡Deja de hacer examen de conciencia!
– Pero…
– Para, si no voy a tener la impresión de estar besando a una monja.
Pero existen ciertos límites que son demasiado peligrosos de atravesar, ciertos límites que no hay que franquear y eso es precisamente lo que estoy haciendo y, ay, Dios mío, Dios mío, ¡qué bien se está con los brazos de ese hombre rodeándome!
– ¡Joséphine! ¡Bésame!
El la estrechó con fuerza, silenciándole la boca como si quisiera morderla. Su beso se hizo brutal, imperioso, la empujó contra la barra ardiente del horno, ella hizo un movimiento para soltarse, él la sostuvo con fuerza, forzó su boca, la recorrió como si buscara todavía un poco de relleno, un poco de ese relleno que ella había amasado con sus manos, como si lamiera las yemas de sus dedos amasando la pasta, el sabor de las ciruelas llenaba sus bocas, él salivaba, Philippe, gemía ella, ¡oh, Philippe! Se echó contra él, hundió su boca en su boca. Cuánto tiempo, Jo, cuánto tiempo… y se apoyaba en el delantal blanco, lo frotaba, lo retorcía, la empujaba contra la puerta acristalada del horno, entraba en su boca, entraba en su cuello, apartaba la blusa blanca, acariciaba su cálida piel, bajaba sus dedos sobre sus senos, pasaba su boca por el más mínimo resquicio de piel que la blusa dejaba a la vista, por el delantal, ponía fin a días y días de espera atormentada.
Una carcajada procedente del salón les sobresaltó.
– ¡Espera! -susurró Joséphine soltándose-. Philippe, ellos no deben…
– ¡No me importa, si supieses lo poco que me importa!
– No debemos volver a caer…
– ¿Volver a caer? -gritó él.
– Quiero decir…
– ¡Joséphine! Vuelve a abrazarme, no he dicho que hayamos terminado…
Era otra voz, otro hombre. A ése no le conocía. Se abandonó, dejándose llevar por una despreocupación nueva. Tenía razón. Le daba igual. Sólo tenía ganas de continuar. ¿Así que eso era un beso? Era como en los libros, cuando la tierra se parte en dos, las montañas se derrumban, cuando se desea morir con la flor en los labios, esa fuerza que la elevaría del suelo haciéndole olvidar a su hermana, a sus dos hijas en el salón, al vagabundo de la cicatriz en el metro, la mirada triste de Luca…, para echarla en brazos de un hombre. ¡Y qué hombre! ¡El marido de Iris! Se echó hacia atrás, él la volvió a atraer, la estrechó contra él, la abrazó, desde la punta de los pies hasta la altura del cuello como si se agarrara a un punto de apoyo firme y definitivo, un apoyo para la eternidad, y susurró: «Y ahora, ¡o dejamos de hablar o nos callamos!».
En el umbral de la cocina, con los brazos cargados de paquetes que había decidido guardar en su habitación, Zoé les observaba. Permaneció allí, contemplando a su madre en brazos de su tío, y después bajó la cabeza y se marchó sigilosamente hacia su habitación.
– ¿Y ahora a qué esperamos?-preguntó Shirley-. ¡Esto es una fiesta de magos, y cada uno desaparece cuando le toca el turno!
Philippe y Joséphine habían vuelto de la cocina explicando que habían evitado que el pavo quedara reseco. Su excitación contrastaba con la reserva del principio de la velada y Shirley les lanzó una mirada intrigada.
– ¡Esperamos a Zoé y a su misterioso visitante! -suspiró Hortense-. Todavía no sabemos quién es.
Verificó su imagen en el espejo sobre la cómoda, retiró una mecha de pelo para colocarla detrás de la oreja, hizo un mohín, la volvió a colocar delante. Había hecho bien en no cortárselo. Su cabello denso, brillante, emitía reflejos cobrizos que subrayaban el verde de sus ojos. ¡Otra idea de esa inmadura de Agathe que seguía al pie de la letra los consejillos de las revistas! ¿Dónde pasaría las Navidades, esa mentecata? ¿En Val-d'Isére con sus padres o en Londres, en una discoteca junto a sus amigos de aspecto carcelario? Voy a prohibirles que pongan los pies en el piso. Ya no soporto sus miradas sórdidas. Se quedan mirando hasta a Gary.
– ¿Será quizás alguien del edificio?-aventuró Shirley-. Se ha dado cuenta de que había una mujer o un hombre solo, esta noche, y le ha invitado.
– No veo quién puede ser -reflexionó Joséphine-. Los Van den Brock están en familia, los Lefloc-Pignel también, los Merson…
– ¿Lefloc-Pignel?-repitió Philippe-. Conozco a un Lefloc-Pignel, un banquero. Hervé, creo que se llama.
– Un hombre muy guapo -subrayó Hortense-, se come a mamá con la mirada.
– ¿Ah, sí…? -inquirió Philippe, mirando fijamente a Joséphine, que enrojeció bruscamente-. ¿Te ha hecho alguna insinuación?
– ¡No! ¡Hortense no dice más que tonterías!
– ¡Pues ese hombre demostraría tener muy buen gusto! -aseguró Philippe sonriendo-. Pero si es el que yo conozco, no es de los que se andan con jueguecitos.
– Me trata de usted, se niega a llamarme por mi nombre de pila, ¡me llama señora Cortès! ¡Estamos muy lejos de la intimidad y los juegos de seducción!
– Debe de ser el mismo -dijo Philippe-. Banquero, atractivo, austero, casado con una joven de excelente familia cuyo padre posee una banca de negocios donde ha colocado a su yerno como director…
– A ella no la he visto nunca -explicó Joséphine.
– Es rubia, siempre en segundo plano, discreta, apenas habla, se apaga delante de él. Tienen tres hijos, creo. Si recuerdo bien, perdieron uno, el primero, que murió atropellado. Tenía nueve meses. Su madre lo había dejado en su silla de bebé, en el suelo de un aparcamiento, mientras buscaba las llaves y lo aplastó otro coche.
– ¡Dios mío!-gritó Joséphine-. No me extraña que esté completamente destrozada. ¡Pobre mujer!
– Fue terrible. De la gente que trabajaba con él, nadie osaba hablar de ello, les fulminaba con la mirada en cuanto intentaban darle el pésame.
– Podríais haberos cruzado, vino a verme antes de que tú llegaras.
– Hice negocios con él en otro tiempo. Un hombre susceptible, nada fácil, y al mismo tiempo con mucho encanto, don de gentes, cultura. Entre nosotros le llamábamos Doble Cara.
– ¿Cómo el celo? -preguntó Joséphine, divertida.
– Es todo un cerebro, ¿sabes? Escuela Nacional de Administración, Politécnico, Escuela de Minas. Creo que tiene todos los diplomas. Dio clases en Harvard durante cuatro años. Recibió propuestas para entrar en el MIT. Cuando hablaba se inclinaban con respeto…
– ¡Pues bien! ¡Es nuestro vecino y le ha echado el ojo a mamá! Un nuevo culebrón a seguir -proclamó Hortense.
– Pero ¿qué está haciendo Zoé? Tengo hambre -se quejó Gary-. ¡Qué bien huele, Jo!
– Ha ido a guardar sus regalos a su habitación -dijo Shirley.
– Voy a preparar el salmón y el foie gras, eso la hará venir -decidió Joséphine-. Podéis instalaros en la mesa, he puesto vuestros nombres en una tarjetita en cada sitio.
– ¡Yo voy contigo, me toca a mí desaparecer! -dijo Shirley.
Se encontraron en la cocina. Shirley cerró la puerta y, apuntando a Joséphine con el dedo, ordenó:
– ¡Y ahora, vas a contármelo todo! ¡Porque eso del pavo es una excusa penosa!
Joséphine enrojeció y cogió un plato para colocar el foie gras fresco.
– ¡Me ha besado!
– ¡Ah, por fin! ¡Ya me estaba preguntando a qué esperaba!
– ¡Pero es mi cuñado! ¿Lo has olvidado?
– ¿Y ha estado bien? En todo caso, os habéis tomado tiempo. Nos preguntábamos qué estabais haciendo.
– ¡Ha estado bien, Shirley, muy bien! ¡Cómo podría imaginarlo! ¡Así que eso es un beso! He sentido escalofríos. ¡De la cabeza a los pies! ¡Y con la barra del horno quemándome la espalda!
– Ya era hora, ¿no?
– ¡Tú ríete!
– ¡Nada de eso! Siento el máximo respeto por un beso tórrido, uno auténtico.
Joséphine sacó el foie gras del molde con la punta de un cuchillo sumergido en agua hirviendo, lo dispuso sobre un plato, lo rodeó de gelatina, de hojas de lechuga y añadió:
– Y ahora ¿qué hago?
– Sírvelo con tostadas…
– ¡No, idiota! ¡Con Philippe!
– ¡Te has metido en un buen marrón! Deep, deep shit! Welcome al club de los amores imposibles.
– Preferiría pertenecer a otro club. Shirley, en serio…, ¿qué voy a hacer?
– Poner el salmón en una bandeja, calentar las tostadas, abrir una buena botella de vino, colocar la mantequilla en una bonita mantequera, cortar rodajas de limón para el salmón… ¡Tus problemas no han hecho más que empezar!
– Muchas gracias, ¡eres de gran ayuda! Tengo la cabeza a punto de estallar, mis dos hemisferios están luchando entre sí, el de la derecha me dice bravo, te has dejado llevar, has conocido la voluptuosidad, el de la izquierda me grita ¡atención, peligro!, ¡compórtate!
– Eso me lo sé de memoria.
Las mejillas de Joséphine se sonrojaron.
– Me gusta cuando me besa, tengo ganas de que lo vuelva a hacer. ¡Ay, Shirley! ¡Me gusta tanto! No tengo ganas de que pare.
– ¡Ay! El peligro se concreta.
– ¿Crees que voy a sufrir?
– La voluptuosidad intensa viene a menudo acompañada de un gran sufrimiento.
– Y tú eres una especialista…
– Y yo soy una especialista.
Joséphine reflexionó un buen rato, bajó la vista hacia la barra del horno, la acarició con los ojos, suspiró.
– Soy tan feliz, Shirley, ¡tan feliz! Aunque esta enorme felicidad no pueda durar más de diez minutos y medio. Hay gente, estoy segura, que no tiene ni diez minutos y medio de felicidad en la vida.
– ¡Vaya pandilla de afortunados! ¡Dime quiénes son para que los evite!
– En cambio, ¡yo soy rica en diez minutos y medio de gran, gran felicidad! Me pasaré la película de ese beso una y otra vez y eso me bastará. Pulsaré lectura, pausa, rebobinado, beso al ralentí, pausa, rebobinado, beso al ralentí…
– ¡Tus veladas van a ser apasionantes! -se burló Shirley.
Joséphine se había apoyado en el horno y fantaseaba, los brazos alrededor de su cuerpo, como si acunase un sueño. Shirley la hizo reaccionar:
– ¿Y si volviésemos a la fiesta? Se van a preguntar de verdad lo que estamos haciendo.
En el salón, esperaban a Zoé.
Hortense hojeaba las obras completas de Oscar Wilde y leía pasajes en voz alta, Gary accionaba el fuelle sobre los troncos de la chimenea. Alexandre olía los puros de su padre, con aire reprobador.
– «La belleza está en los ojos del que mira» -declamó Hortense.
-Very thoughtful indeed <strong><strong>[6]</strong></strong> -comentó Gary.
– «Las mujeres se dividen en dos categorías: las feas y las maquilladas, ¡madres aparte!».
– ¡Se olvidó de las guarronas! -rugió Gary.
– «Cuando era joven creía que, en la vida, lo más importante era el dinero. Ahora que soy viejo, estoy seguro».
Gary se burló de Hortense:
– Eso no está mal… ¡para ti!
Ella hizo como si no le hubiese oído y prosiguió:
– «Sólo hay dos tragedias en la vida: una es no tener lo que se desea, la otra es obtenerlo».
– ¡Falso! -exclamó Philippe.
– ¡Archiverdadero!-respondió Shirley-. El deseo sólo permanece vivo mientras se corre tras él. Se alimenta de distancia.
– Yo sí que sé lo que nutre mi deseo -susurró Philippe.
Joséphine y Philippe estaban sentados en el sofá, cerca del fuego. El se apropió de la mano que Jo apoyaba junto a su espalda. El rostro de ella se volvió carmesí y le suplicó con la mirada que le soltara la mano. Él no hizo nada y la acarició suavemente, abriendo la palma, girándola, pasando y repasando por el espacio entre cada dedo. Joséphine no podía soltarse sin hacer un gesto brusco y atraer las miradas de los demás, así que se quedó allí, sin moverse, su mano ardiendo en la de él, oyendo las citas de Oscar Wilde sin escucharlas, intentando reír cuando los demás reían, pero siempre con un ligero retraso, que acabó por llamar la atención.
– Pero mamá, ¿has bebido o qué? -exclamó Hortense.
Fue ese momento el que eligió Zoé para irrumpir en la habitación y decretar, solemne:
– ¡Todo el mundo a su sitio! Voy a apagar las luces…
Se dirigieron hacia la mesa, buscando su nombre en el plato. Se sentaron. Desplegaron sus servilletas. Se volvieron hacia Zoé que les vigilaba, los brazos a la espalda.
– Y ahora, todo el mundo cierra los ojos y nadie hace trampas.
Hicieron lo que les decía. Hortense intentó percibir lo que tramaba, pero Zoé había apagado las luces, y sólo distinguió una forma rígida, cuadrada, que se dirigía a la mesa, sostenida por Zoé. ¿Qué será eso? Debe de ser un viejo chocho que no se tiene en pie. Nos ha traído un senil como invitado misterioso. ¡Menuda sorpresa! Nos va a vomitar encima o le va a estallar una vena al primer eructo. Tendremos que llamar al Samur y a los bomberos. ¡Feliz Navidad a todos!
– ¡Hortense! ¡Estás haciendo trampas! ¡Cierra los ojos!
Obedeció, aguzando el oído. El hombre, al desplazarse, hacía un ruido de papel de envolver. Quizás no tenía zapatos y llevaba los Pies envueltos en periódicos. ¡Un pordiosero! ¡Nos ha traído a un Pordiosero! Se tapó la nariz con los dedos. Los pobres huelen mal. Rebajó la presión para detectar el olor a podrido. No olisqueó nada sospechoso. Zoé ha debido de obligarle a ducharse; por eso ha tardado tanto rato. Después, un ligero olor a cola fresca le cosquilleó la nariz. Y otra vez ese ruidito de frotamiento en la oscuridad. Como el que hace un gato cuando se restriega contra los muebles. Soltó un bufido y esperó.
Se ha traído a un mendigo, pensó Philippe, uno de esos pobres viejos que pasan la Navidad bajo un cartón en la calle. No me molestaría. Puede pasarnos a todos. Ayer mismo, mientras esperaba el taxi frente a la estación del Norte, se había cruzado con un antiguo compañero de trabajo que caminaba apoyado en un bastón. Tenía el cartílago de la rodilla derecha hecho trizas y las piernas ya no le aguantaban. Se negaba a operarse. Ya sabes lo que es, Philippe, paras un mes, dos meses, y te echan de la carrera, pues yo, hace seis meses que ya no hago nada, le había respondido Philippe, y me da completamente igual. Le saco partido a la vida y me gusta, había pensado viéndole marcharse tambaleándose. Compro obras de arte y soy feliz. Y beso a la única mujer del mundo a la que no tengo derecho a besar. Descubrió entre sus labios el sabor del beso, que se prolongaba, se expandía. Buscó con la punta de la lengua un trozo de ciruela, lamió un poco de armagnac. Sonreía beatíficamente en la penumbra. La próxima vez que vaya a Nueva York, me la llevaré. Viviremos felices, escondidos, llenándonos los ojos de belleza, asistiremos juntos a las subastas. El volumen de negocio de las dos últimas semanas de ventas en Nueva York había alcanzado los mil millones trescientos mil dólares, es decir, más o menos el equivalente a doscientos cincuenta años del presupuesto de adquisiciones del Centro Pompidou. Me veo perfectamente dirigiendo un museo privado en el que pueda exponer mis adquisiciones. Enseñaré a Alexandre a comprar pintura. En Christie's, el otro día, el afortunado comprador del Cape Codder Troll, una escultura de Jeff Koons, era un chavalín de diez años, sentado entre su padre, un magnate de la construcción, y su madre, una famosa psiquiatra. El capricho del niño les había costado trescientos cincuenta y dos mil dólares ¡pero parecían muy orgullosos! Alexandre, Joséphine, Nueva York, obras de arte a montones, la felicidad emergía como algo pequeño, que no existía justo antes del beso con sabor a pavo, y a hora ocupaba todo el espacio.
– Cuando encienda las luces podréis abrir los ojos -anunció Zoé.
Lanzaron un grito de sorpresa. En el lugar de la silla vacía estaba instalado… Antoine. Una foto de Antoine de tamaño natural pegada sobre un panel de poliestireno.
– Os presento a papá -declaró Zoé, con los ojos brillantes.
Ellos contemplaron, con embarazo, la silueta de Antoine, y sus miradas se volvieron hacia Zoé. Para volver después a fijarse en Antoine, como si fuese a cobrar vida.
– Creía que estaría aquí por Nochebuena, pero no ha podido. Así que he pensado que estaría bien que estuviese con nosotros esta noche, porque una Nochebuena sin papá no es una Nochebuena. Nadie puede reemplazar a papá. Nadie. Así que me gustaría que levantásemos todos nuestras copas a su salud, que le digamos que le esperamos y que estamos deseando que esté con nosotros.
Debía de haberse aprendido su discursito de memoria, porque lo había recitado de un tirón. Los ojos fijos en la efigie de su padre en traje de cazador.
– ¡ Se me olvidaba! No va muy elegante para una cena de Nochebuena, pero me ha dicho que lo comprenderíais…, que después de todo lo que había vivido, la elegancia era la menor de sus preocupaciones. ¡Porque ha vivido muchas aventuras!
Antoine vestía una camisa sport beige, un fular blanco y un pantalón de caza caqui. La camisa remangada dejaba al descubierto sus antebrazos rubios, bronceados. Sonreía. El pelo castaño claro, cortado muy corto, el tono tostado y un aire de orgullo le daban la audacia de un cazador de grandes fieras. Tenía el pie derecho sobre un antílope, pero no se veía, el pie y el antílope estaban escondidos bajo el mantel. Joséphine reconoció la foto: la habían hecho justo antes de que le despidiesen de Gunman, cuando el futuro todavía le sonreía, cuando no se hablaba de fusión ni de despidos. El efecto era sobrecogedor; todos tenían la impresión de que Antoine estaba con ellos.
Alexandre hizo un movimiento instintivo de sorpresa y desplazó su silla hacia atrás, lo que provocó que Antoine se desequilibrara y cayera.
– ¿No le das un beso, mamá? -pidió Zoé recogiendo la efigie de su padre, que volvió a colocar ante su plato.
Joséphine sacudió la cabeza, petrificada. No es posible. ¿Estará vivo de verdad? ¿Habrá vuelto a ver a Zoé sin que yo lo sepa? ¿Fue él quien tuvo la idea de esta grotesca puesta en escena o lo ha hecho ella sola? Permaneció inmóvil, frente al Antoine de cartón piedra, intentando comprender.
Philippe y Shirley se miraban, con unas terribles ganas de echarse a reír que intentaban reprimir mordiéndose el interior de las mejillas. Muy del estilo de ese cazador de opereta venir a aguarnos la fiesta, rumiaba Shirley en su cabeza, ¡él, que sudaba a chorros de miedo cuando tenía que hablar en público!
– No eres nada hospitalaria, mamá. A un marido hay que darle un beso en Nochebuena. Al fin y al cabo, todavía estáis casados.
– Zoé…, te lo ruego -balbuceó Joséphine.
Hortense contemplaba el retrato de su padre tirándose de un mechón de pelo.
– ¿A qué estás jugando, Zoé? ¿Nos estás ofreciendo una secuela de los Invasores o de «Papuchi, el regreso»?
– Papá no puede reunirse todavía con nosotros, así que se me ha ocurrido hacerle un sitio en la mesa y me gustaría que bebiésemos todos a su salud.
– ¡Papatabla, querrás decir! -soltó Hortense-. De este modo llaman a este tipo de collage en Estados Unidos ¡y lo sabes muy bien, Zoé!
Zoé no se inmutó.
– Eso no se le ha ocurrido a ella sólita, lo ha leído en los periódicos ingleses -continuó Hortense-. Fiat Daddy! Viene de Norteamérica. Empezó cuando la mujer de un militar destinado en Iraq se dio cuenta de que su hija de cuatro años ya no reconocía a su padre durante un permiso, después las familias de la Guardia Nacional la imitaron y se extendió. Ahora todas las familias de militares americanos destinados en el extranjero reciben su Fiat Daddy por correo si lo piden. ¡Zoé no ha inventado nada! Simplemente ha decidido aguarnos la fiesta.
– ¡Nada de eso! Tenía ganas de que estuviese aquí, con nosotros.
Hortense saltó como un muelle liberado de su caja.
– ¿Qué quieres, que nos sintamos culpables? ¿Demostrarnos que eres la única que no le olvida? ¿Que le quieres de verdad? Pues has perdido. Porque papá está muerto. ¡Hace seis meses! ¡Se lo comió un cocodrilo! No te lo han dicho para protegerte ¡pero es la verdad!
– ¡Es mentira!-chilló Zoé tapándose los oídos con las manos-. ¡No se lo ha comido un cocodrilo porque nos ha enviado una postal!
– ¡Pero si no era más que una vieja postal enmohecida, olvidada en correos!
– ¡Mentira! ¡Supermentira! ¡Era papá, vivo, que nos enviaba noticias suyas! ¡Y tú no eres más que una garrapata asquerosa que apesta y a quien le gustaría que todo el mundo estuviese muerto para que no hubiese nadie más que tú en la tierra! ¡Sucia garrapata! ¡Sucia garrapata! -Zoé empezó a insultarla a voz en grito entre sollozos.
Hortense se dejó caer sobre la silla haciendo un gesto con la mano que significaba: «Esto es demasiado para mí. Abandono». Joséphine se deshizo en lágrimas, tiró la servilleta y abandonó la mesa.
– ¡Genial, Zoé! -gritó Hortense-. ¿Tienes alguna otra sor- presita reservada para que nos sigamos divirtiendo? ¡Porque estamos muertos de risa!
Gary, Shirley y Philippe esperaban, incómodos. La mirada de Alexandre iba de una prima a otra, intentando comprender. ¿Estaba muerto, Antoine? ¿Devorado por un cocodrilo? ¿Como en el cine? El foie gras palidecía en el plato, las tostadas se acartonaban, el salmón transpiraba. Un olor a quemado se extendió, procedente de la cocina.
– ¡El pavo!-gritó Philippe-. ¡Nos hemos olvidado de apagar el horno!
En ese mismo momento, reapareció Joséphine, cubierta con el gran delantal blanco.
– El pavo se ha quemado -anunció con gesto de disgusto.
Gary lanzó un suspiro de desesperación.
– Son las once y no hemos cenado todavía. ¡No hacéis más que joder con vuestros melodramas, los Cortès! ¡Es la última Nochebuena que paso con vosotros!
– Pero ¿qué pasa? ¿Es la guerra? -exclamó Shirley.
– ¡ Respuesta correcta!-chilló Zoé, apropiándose del Papatabla y volviendo a su habitación con paso militar.
Gary cogió el plato de salmón, se sirvió dos lonchas e hizo lo mismo con el foie gras.
– Lo siento -comentó con la boca llena-, yo empiezo antes de que se monte un nuevo numerito. ¡Lo apreciaré mejor con la tripa llena!
Alexandre le imitó, metiendo las manos en las bandejas. Philippe volvió la cabeza. No era el momento de dar una lección de modales a su hijo. Joséphine, derrotada en la silla, contemplaba la mesa con la mirada perdida y acariciaba las letras bordadas del delantal. Soy el chef y hay que obedecerme.
Philippe propuso olvidar el pavo calcinado y pasar directamente a los quesos y al tronco de Navidad.
– Empezad sin mí. Voy a ver a Zoé -anunció Joséphine, levantándose.
– ¡Ya empezamos! ¡Volvemos al juego de la gente que desaparece!-dijo Shirley-. ¡Me gustaría probar el foie gras antes de convertirme en un fantasma!
Mylène Corbier tiró su bolso Hermès -auténtico, comprado en París, no una imitación como las que se encontraban en cualquier esquina- sobre el gran sillón de cuero rojo de la entrada y contempló su hogar con satisfacción. Murmuró ¡qué bonita! ¡Pero qué bonita es! ¡Y es mi casa! ¡La he pagado con MI dinero!
En los seis meses que había pasado en Shanghai no había perdido el tiempo. El piso que tenía lo atestiguaba. Amplio, con grandes ventanales, grandes cortinas de tela cruda y carpintería en las paredes que le recordaban la casa de su infancia, cuando era aprendiz de peluquera y vivía en casa de su abuela en Lons-le-Saunier. Lons-le-Saunier, cuyo orgullo era ser la ciudad natal de Rouget de Lisie. Lons-le-Saunier, dos minutos de parada, Lons-le-Saunier, una eternidad de aburrimiento.
El piso se extendía como un largo loft, dividido por separaciones altas equipadas con persianas. En las paredes, una pátina color cáscara de huevo. «¡El colmo de lo chic!», pronunció en voz alta chascando la lengua contra el paladar. Era inevitable que hablara sola, no tenía a nadie con quien compartir su satisfacción. Ya era suficientemente penoso vivir sola, ¡así que sola y muda! Sobre todo en esta época de fiestas. Nochebuena y Nochevieja, iba a celebrarlas en la intimidad, junto a su abeto de plástico encargado en Internet. Y un pequeño belén al pie del abeto. Su abuela se lo había dado antes de partir a China: «¡Y no te olvides de rezar al Niño Jesús cada noche! Él te protegerá».
De momento, el Niño Jesús había cumplido su contrato a pies juntillas. No tenía nada que reprocharle. Le hubiese gustado un poco de compañía, un abrazo de vez en cuando, pero aquello no parecía ser su prioridad. Suspiró, no se puede tenerlo todo, lo sé. Había elegido vivir en Shanghai y tener éxito, las alegres celebraciones las dejaría para más adelante. Cuando fuera rica. Muy rica. Por el momento, era pasablemente rica. Tenía un hermoso piso, un chofer a tiempo completo (¡cincuenta euros al mes!), pero todavía dudaba si comprarse un animal de compañía. Cinco mil euros al año de impuestos si sobrepasaba el tamaño de un chihuahua. Quería un perro de verdad, lleno de pelo y babeante, no un modelo reducido que pudiera meterse en el bolso, junto a la polvera. En este país, en cuanto se añadía un habitante al metro cuadrado, había que pagar. ¡Cinco años de salario si querías un segundo hijo! Por el momento, se contentaba con hablar sola o ver la tele. Si la soledad me pesa demasiado, me compraré un pez rojo. Eso está permitido. Incluso traen buena suerte. Empiezo por el pez rojo, me hago rica y después… O me compro una tortuga. Las tortugas también traen buena suerte. Una bonita tortuga y su pareja. Me mirarán con sus ojos esféricos y su espolón sobre la nariz. Parece que son muy afectuosas… Sí pero, cuando tienen miedo, ¡sueltan gases nauseabundos!
En el belén estaban el buey y la muía, las ovejas, los pastores, los campesinos acarreando gavillas de paja sobre los hombros. Jesús y sus padres no habían llegado todavía. Esa noche, a las doce en punto, depositaría al pequeño Jesús en pañales en su lecho de paja, rezaría sus oraciones, cogería una pequeña botella de champán e iría a acostarse delante de la tele.
Desde la entrada se veía su habitación, la gran cama con dosel de hierro forjado cubierta de colchas blancas, el parqué de largas lamas claras, los muebles bien encerados, las lámparas de laca de China. Había aprendido el gusto, el buen gusto de los que nacen con el sentido de los materiales, de los colores, de las proporciones. Había estudiado las revistas de decoración. Para el resto, bastaba con pagar las facturas. Todo era posible. Y cuando digo «todo», quiero decir TODO. Se les pone delante la cosa más complicada, y la copian hasta el más mínimo detalle. ¡Ya está! Te reproducen incluso las marcas de la carcoma en la madera de los muebles, para imitar el paso del tiempo.
Había recorrido un largo camino desde que había dejado su asqueroso estudio de Courbevoie. «¡Asqueroso, sí, cariño! ¡No tengamos miedo a decir las cosas por su nombre!» exclamó lanzando los zapatos de tacón alto que le curvaban la espalda como un torero frente al astado. Muebles reciclados, una cocinilla estrecha, mal ventilada, que daba a la única habitación que servía de salón-comedor-habitación-armario. Una colcha de piqué blanco, cojines desperdigados, migas de pan que se incrustaban en los pliegues y que le pinchaban en los riñones cuando se acostaba. Y por la noche, cuando desplegaba la tabla de planchar, podía tocar la nariz del presentador del telediario con la punta de la plancha.«¡Hola, Patrick!», exclamaba mientras alisaba el cuello blanco. Lo había convertido en un chiste: «¡Al presentador le conozco bien, le plancho la nuez del cuello todas las noches!». Seguía siendo coqueta y planchaba cuidadosamente la ropa que iba a ponerse al día siguiente. No por el hecho de no tener nada hay que comportarse como una cualquiera, confiaba al periodista que relataba con voz anodina toda la infelicidad del planeta.
¡Qué asco de época! Cuidando las propinas para terminar el mes y reanimar su miserable salario. Saltándose la cena para conservar su línea y la de su cartera. No descolgaba el teléfono cuando aparecía el número del banquero y se desmayaba cuando recibía un sobre impreso. ¡Menuda existencia! Se había planteado seriamente dedicarse a las citas, una o dos por semana, con tal de subsistir. Tenía algunas amigas que ligaban por Internet. Se había preparado para ello, al menos eres tú la que decides, eliges el cliente, las posturas, la duración de la entrevista, la tarifa. Eres tu propio jefe. Tienes tu pequeña empresa. Nadie que te acose. Aquí te pillo aquí te mato. ¿Tenía acaso alternativa? ¿Cómo pago el alquiler, los impuestos, las tasas locales, los seguros, la licencia, el gas, la electricidad, el teléfono, con los tres duros y medio que gano? Sentía la mirada de los hombres sobre su escote. Babeaban. Ella los llamaba los Rantanplán. Estaba a punto de ceder ante los ardores de un Rantanplán con pasta cuando llegó Antoine Cortès.
Un salvador. Antoine Cortès, el caballero sin miedo ni reproche que le hablaba de África, de las grandes fieras, de los vivaques, de los disparos de fusil en la noche, de los beneficios, del éxito, mientras daba mordiscos a la quiche congelada que ella le calentaba en el microondas, antes de reunirse con él bajo la colcha de piqué blanco.
Después había llegado África. El Croco Park en Kilifi. Entre Mombasa y Malindi. Estremecedor. Las playas de arena blanca. Los cocoteros. Los cocodrilos. Los proyectos grandiosos. La casa con criados. ¡Nada que hacer salvo estirar los pies bajo la mesa! Las hijas de Antoine iban a visitarle. Eran majas. Sobre todo Zoé, la pequeña. Ella se dedicaba a confeccionarle un guardarropa, la vestía como a una muñeca, le rizaba el pelo. La mayor la había despreciado al principio, pero había terminado por metérsela en el bolsillo. Cuando ellas estaban, todo marchaba bien. Incluso marchaba muy bien. Quería mucho a esas niñas. Tenía que contenerse para no comérselas a besos. Sobre todo a Hortense, a la que no le gustaba nada que la sobaran. Se las llevaba a la playa con una cesta de picnic llena de sus bocadillos preferidos, zumos de fruta fresca, mangos y pinas. Jugaban a las cartas y cocinaban cantando a voz en grito. Recordaba un wapiti con patatas dulces que había acabado caramelizándose en el fondo de la olla, imposible despegarlo, ¡un bloque de hormigón! Hortense lo había bautizado What a pity. ¿Cuándo volvemos a comer What a pity?, canturreaba por la casa. Sobre todo no se lo digas a tu padre, piensa que soy una pésima cocinera, había suplicado Mylène, será nuestro secreto, nuestro secretito, ¿de acuerdo? De acuerdo, pero ¿qué me das a cambio?, había respondido Hortense. Te enseñaré a pintarte el contorno de ojos y a ponerte pestañas postizas, y te haré una manicura francesa. Hortense le había tendido las manos.
Pero en cambio… Los días sin hacer nada salvo leer revistas y cuidarse las uñas. Esperar a Antoine, tumbada en la hamaca. Antoine trabajando, Antoine desanimándose, Antoine desencantándose. Las dificultades por culpa de esos bichos asquerosos que se negaban a reproducirse y se comían a los empleados. El señor Wei que amenazaba a Antoine. Antoine que ya no trabajaba. Antoine que había empezado a beber. Se aburría en su hamaca. ¡Los dedos se me van a quedar como muñones a fuerza de limarme las uñas! ¡Yo no estoy acostumbrada a la ociosidad! Ganas de trabajar, de ganar dinero. Él se reía sarcásticamente, y bebía. Ella había cogido la sartén por el mango. Se había sentado a su mesa, había llevado la contabilidad, anotó las cifras en el gran libro, estudió los ingresos, las amortizaciones, los beneficios, había aprendido cómo funcionaba el negocio. Imitaba la letra de Antoine, las patas de las emes estrechas y delgadas, y sus oes agarrotadas, el brusco pico de sus eses aplastado al final de la palabra. Imitaba su firma. ¡Y ya está! El señor Wei no se dio cuenta de nada. Hasta el día trágico en que…
Apartó con un gesto de la mano el horrible recuerdo. Atroz, atroz, tengo que olvidarlo, pobrecito mío. Sintió un escalofrío, sacudió la cabeza. Su mano tanteó la mesa baja, cogió un cigarrillo. Lo encendió. Le dio una calada. Aquello era nuevo. Malo para el cutis. Había bautizado su línea de maquillaje «Belle de Paris» y su fondo de maquillaje «Lys de France», con un bonito dibujo en relieve de un lis blanco en la caja.
¡Mi best seller! El producto que aclara, alisa, unifica y maquilla al mismo tiempo. Cuando estaba en el Croco Park, se estrujaba la cabeza para buscar algo en que ocuparse, y había pensado en los productos de belleza. La belleza era su especialidad. Era coqueta y apreciaba la pintura. Sobre todo Renoir y sus mujeres gruesas, sonrosadas. Vaya impresión que causaban esas mujeres, no habían dado paso al impresionismo por casualidad, y todavía se habla de ello. Se lo había contado a Antoine, que se había encogido de hombros. Había hablado con el señor Wei y él le había pedido un «proyecto de explotación». ¡Caramba! ¿Qué quiere decir eso?
Había empezado haciendo una encuesta hablando con las chinas que vivían en Croco Park. Había leído, en Internet, que era así como procedían muchas empresas extranjeras antes de lanzar un producto en China. Pasar tiempo con el cliente para comprender sus hábitos de consumo. Los diseñadores de la General Motors habían recorrido la provincia de Guangxi y visitaron a los compradores de camionetas en sus casas, en sus granjas. Se habían sentado en la acera hablando sobre lo que les gustaba o no de sus vehículos. Ella había hecho como la General Motors. Había charlado con las chinas en un inglés macarrónico, y había comprendido que el único producto de belleza con el que soñaban era el que les hacía la piel más blanca. White, white, repetían tocándole las mejillas. Estaban dispuestas a dejarse el sueldo por un bote de blanco. Ella había tenido una idea genial: había concebido un producto que hacía a la vez de maquillaje y de blanqueador. Con un poco de amoniaco dentro. Sólo un poco. No estaba segura de que fuese muy bueno para la piel, pero funcionaba. Y el señor Wei había aceptado ser su socio.
Aquí todo era tan fácil… Se podía producir lo que se quisiera, bastaba con explicar bien lo que se deseaba y ¡ya está! La cadena de fabricación se ponía en marcha. Precio de coste, precio de venta, beneficio, cuánto, how much, el cálculo se hacía rápido. No se necesitaba contrato. No hacían pruebas, no se preocupaban por saber si era bueno o no para la piel. Un ensayo y, si funcionaba, ponían en marcha la producción.
El señor Wei había probado el producto con las obreras de una fábrica. El stock había sido desvalijado en pocos minutos. Había decidido venderlo en zonas rurales y, después, por Internet. Le había explicado, entornando los ojos como ranuras de hucha, que setecientos cincuenta millones de chinos vivían en el campo, que sus ingresos por habitante no dejaban de aumentar, que ése era su objetivo. Después había citado el ejemplo de Wahaha, el mayor fabricante de bebidas del país, que se había expandido empezando por el campo. La publicidad de Wahaha consistía en cubrir con su logo las paredes de los pueblos. Mylène había cerrado los ojos, imaginándose paredes de casas de adobe completamente cubiertas de flores de lis reales, y había recordado con emoción a Luis XVI. Como si volviese a restaurarlo en su trono.
– Las multinacionales hacen frente a un desafío inmenso en términos de distribución en la China rural -había insistido el señor Wei-. No debemos hacer como los occidentales que piensan sólo en las ciudades.
Ella confiaba en él. El se ocupaba de la producción, ella de la creación. Treinta y cinco por ciento para cada uno y el resto para los intermediarios. Para que pusiesen nuestro producto en primer plano. Había que untarles. Así es como funcionan las cosas aquí, decía con su voz nasal. A veces, ella caía en la tentación de preguntar algo. Entonces él tosía, con fuerza, con reprobación, como si le prohibiese penetrar en sus dominios. Tengo que desconfiar más, no poner todos los huevos en el mismo cesto. Marcel Grobz la había ayudado. Volveré a hablar con él, nunca se es lo bastante prudente. Al mismo tiempo, no debo enfadarme con Wei, me ha conseguido productos financieros jugosos. Me aconsejó comprar acciones de la aseguradora China Life y han subido más del doble de su valor el primer día de cotización. Nunca se me habría ocurrido a mí sola.
Y sin embargo, ideas, las tenía a montones. Esa mañana, al levantarse, ¡ya está! Había tenido un flash: un teléfono móvil con polvera y lápiz de labios. Por un lado, el teclado del teléfono, por el otro, una cajita de maquillaje. ¿Acaso no es una idea genial? Tengo que registrarla. Tengo que llamar al abogado de Grobz. Buenos días, soy yo, ¡la hija de Einstein y de Estée Lauder! Después bastaría con susurrar tres palabras al Mandarín Avispado.
Él partía al día siguiente a Kilifi. Se lo contaría cuando volviera. Había encontrado un nuevo responsable para dirigir el Croco
Park. Un holandés brutal al que le daba igual que los cocodrilos se comiesen a los empleados. Los cocodrilos se habían puesto a copular. Les había hecho pasar hambre para que la naturaleza siguiese su curso y se lanzaran unos contra otros. Había habido un baño de sangre y después los más fuertes habían ganado y habían establecido su supremacía en la colonia. Las hembras se dejaban montar sin rechistar. «Sienten quién es el amo y se inclinan ante él», se jactaba por teléfono al señor Wei que se acariciaba los cojones con las piernas abiertas. El también quiere mostrarme quién es el amo, había pensado Mylène mientras le dedicaba una sonrisa algo forzada.
Tengo que darle una carta para que la envíe. Se levantó, fue a sentarse ante su secreter de madera natural sobre el que destacaban las fotos de Hortense y Zoé, abrió un cajón y sacó su carpeta. Hacía una copia de cada carta, para no repetirse. Suspiró. Mordisqueó el tapón del bolígrafo. Había que evitar las faltas de ortografía. Por esa razón no escribía textos demasiado largos.
– ¿A qué hora vienen? -preguntó Josiane, que salía del cuarto de baño masajeándose los riñones.
Hacía dos semanas que dormía mal. Tenía la nuca como escayolada y la espalda le dolía como si tuviese clavados pequeños cuchillos, como los que se lanzan en los circos a dianas vivientes.
– ¡A las doce y media! También vendrá Philippe. Con Alexandre. Y una tal Shirley y su hijo, Gary. ¡Vienen todos! Siento un cosquilleo de felicidad. Voy a poder presentarte, mi reina. ¡Hoy, 1 de enero, es un gran día!
– ¿Estás seguro de que es una buena idea?
– ¡Deja de refunfuñar! Ha sido Joséphine quien ha propuesto esta comida. Nos había invitado a su casa, pero pensé que te sentirías mejor si los recibíamos en la nuestra. Piensa en Júnior. Necesita una familia.
– ¡No son su familia!
– Pero ya que nosotros no tenemos ¡que nos presten la de los demás!
Josiane daba vueltas alrededor del lecho, vestida con su salto de cama y estirando el cuello como una jirafa con artrosis.
– Ya no están de moda las familias, ya nadie tiene… -murmuró.
El no la escuchaba, estaba reconstruyendo el mundo, su Nuevo Mundo.
– Me conocieron despreciado, rebajado, humillado por la Escoba. Ahora haré de Rey Sol ¡en su Palacio de Cristal! Buenos días, súbditos, aquí está mi palacio, mis lacayos, ¡mi Principito! Mujer, ¡tráeme la peluca empolvada y mis mocasines con hebillas!
Se dio la vuelta sobre la cama, los brazos en cruz, sus muslos de gigante pelirrojo cubiertos apenas por los faldones de su camisa blanca. Marcel Grobz. Una gruesa pelota de pelo rubio, de michelines blanduzcos, de carne rosa manchada, iluminada por dos ojos nomeolvides, vivos como hojas de espada.
Josiane se dejó caer sobre la cama a su lado. Él iba recién afeitado y perfumado. Sobre una silla estaban dispuestos un traje de alpaca gris, una corbata azul y gemelos a juego.
– Qué guapo te pones…
– Me siento guapo, Bomboncito. ¡Es distinto!
Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y sonrió.
– Antes ¿no te sentías guapo?
– Antes era un sapito feo. ¡Anda! Incluso me pregunto cómo pudiste fijarte en mí.
Es verdad que no era un dios griego, el tal Marcel. Al principio, debía reconocerlo, se había sentido más atraída por su cartera que por su encanto pero, muy pronto, su vitalidad, su generosidad la habían conmovido, y había terminado por convertirse en su amante titular, antes de verse consagrada como única mujer de su vida y madre de su pequeño.
– No me fijé en los detalles, ¡me quedé con el conjunto!
– ¡ Es lo que se dice de los feos! ¡El famoso encanto de los adefesios! Pero me da igual, ahora soy el gran Mamamouchi…
– Aún más sexy que el gran Mamamouchi…
– ¡Para, Bomboncito, que me estás excitando! ¡Atenta a mi slip! ¡Recto como el mástil de un barco en la tempestad! Si nos volvemos a acostar ¡tardaremos en levantarnos!
Seguía teniendo el mismo apetito en la cama. Ese hombre estaba hecho para comer, beber, reír, gozar, escalar montañas, plantar baobabs, acallar truenos, apagar rayos. ¡Y pensar que esa víbora de Henriette había querido hacer de él un caniche empolvado! Otra vez había soñado con ella. ¿Qué coño hace rondando mis noches, esa vieja?
– ¿Tienes noticias de la Escoba? -preguntó, prudente.
– Sigue sin querer divorciarse. Sus condiciones son exorbitantes ¡y no cederé! ¿Me hablas de ella para que se me desinfle?
– ¡Te hablo de ella porque se me aparece por las noches!
– ¡Ah! Por eso te falta ánimo estos últimos tiempos…
– Me siento triste como una media secándose sola. Ya no tengo ganas de nada…
– ¿Ni siquiera de mí?
– ¡Ni siquiera de ti, ¡mi osito!
El barco perdió el mástil de golpe.
– ¿Hablas en serio?
– No hago nada, no tengo hambre, ya no como…
– ¡Debe de ser grave!
– Me duele la espalda. Como si me acuchillaran.
– Tienes ciática. Ha sido el embarazo, que te ha arruinado la osamenta.
– Sólo tengo ganas de sentarme y llorar. Incluso Júnior me deja fría.
– Por eso pone mala cara. Le veo huraño últimamente.
– Debe de aburrirse. Antes le entretenía constantemente. Le daba vueltas por el aire, le deslizaba de un lado a otro, bailaba el cancán vestida con muselinas…
– ¡Y ahora estás desinflada como un globo en un bosque de cactus! ¿Has visitado a un matasanos?
– No.
– ¿Y a madame Suzanne?
– ¡Tampoco!
Marcel Grobz se incorporó, inquieto. La situación era grave si ni siquiera se planteaba visitar a madame Suzanne. Madame Suzanne había predicho la firma del contrato con los chinos, la mudanza al gran piso, el nacimiento de Júnior, la caída de Henriette, e incluso la muerte de un familiar entre las afiladas fauces de un monstruo. Madame Suzanne cerraba los ojos y veía. El ojo miente, afirmaba, se ve mejor con los ojos cerrados, la verdadera visión es interior. Nunca se equivocaba y cuando no veía nada, lo decía. Y para asegurarse de conservar su don intacto, no pedía nunca dinero.
Para ganarse la vida, trabajaba como pedicura. Pelaba los dedos de los pies, retiraba las pieles muertas, limaba las durezas, auscultaba los órganos presionando puntos precisos y, mientras sus dedos recorrían, ágiles, el largo de los metatarsos y de las falanges, se introducía en el alma y descifraba el Destino. Con una simple presión sobre la bóveda plantar, se remontaba hasta los órganos vitales, descubría la bondad o la maldad de aquel cuyo pie sostenía. Ponía al descubierto el fluido blanco de aquel con un gran corazón, el sucio carbón del conspirador, la ácida bilis del malvado, el humor amarillento del celoso, el cálculo azul del avaricioso, el coágulo rojo del libidinoso. Inclinada sobre los tres cuneiformes, penetraba en el alma y leía el porvenir. Sus dedos iban y venían, murmuraba frases deslavazadas. Había que aguzar el oído para recibir el oráculo. Cuando el mensaje era importante, se balanceaba de derecha a izquierda y repetía in crescendo los mandatos de una voz llegada de lo alto que le susurraba al oído. Así fue como Josiane supo que tendría un hijo, «un hermoso varón bien dotado, con cabeza de fuego, palabras de plata, cerebro de platino, el oro fluirá de su boca y sus brazos poderosos harán vacilar las columnas del templo. No habrá que contrariarle, pues pronto surgirá el hombre de los pañales del niño».
También podía ocurrir que, tras haber guardado sus afiladas pinzas, sus limas, sus pulidores, sus ungüentos y sus aceites, se levantara y dijera: «No creo que vuelva, su alma es demasiado malvada, apesta a azufre y a algo podrido, no serviría ni para fiambre». El cliente, debilitado de placer sobre la camilla, defendía su blancura inmaculada. «No insista», añadía madame Suzanne, «arrepiéntase, enmiéndese y quizás vuelva a ocuparme de las plantas de sus pies».
Una vez al mes, madame Suzanne desembarcaba con su maletín y su expresión aguda de zahorí de almas. A veces, Marcel, tras haber cometido alguna indelicadeza financiera o un golpe bajo, escondía su bóveda plantar a la vidente, pues lo que más deseaba era conservar su estima. Madame Suzanne le explicaba entonces que, a veces, en el mundo sin piedad en el que vivíamos, había que emplear las mismas armas que los rivales, entonces, en ese caso, y a condición de no dañar al más débil, la maldad le sería perdonada.
– Es como si me hubiesen vaciado por dentro -proseguía Josiane-. Como si no hubiese nadie en mi interior. Estoy como desdoblada. Me ves, pero no estoy aquí.
Marcel Grobz escuchaba, incrédulo. Nunca Bomboncito había mencionado algo parecido.
– ¿No estarás sufriendo una depresión nerviosa?
– Es posible. No sé nada de esa enfermedad. En mi familia no ha habido nunca nada de eso.
El estaba perplejo. Posó la mano sobre la frente de Josiane y sacudió la cabeza. No tenía fiebre.
– ¿Quizás un poco de anemia? ¿Te has hecho unos análisis?
Josiane hizo una mueca negativa.
– Bueno, habrá que empezar por ahí.
Josiane sonrió. Estaba inquieto, su gordito. Su expresión preocupada le recordaba que ella era sus nieves eternas. Le bastaba con observarla para tranquilizarse.
– Dime, Marcel, ¿me quieres todavía como a la Virgen Santa con la que te acostarías?
– ¿Acaso lo dudas, Bomboncito? ¿Todavía lo dudas?
– No. Pero me gusta oírtelo decir… A fuerza de frotarnos la piel, nos olvidamos de pulirla.
– Te voy a decir una cosa, Bomboncito, no me he levantado ni un solo día, óyeme, ni un solo día, sin agradecer a los de arriba la felicidad inmensa que me ha sido concedida al encontrarte.
Estaban sentados sobre la cama, apoyados uno contra otro. Meditando sobre ese extraño mal que atacaba a Josiane, esa languidez que la envolvía y le quitaba las ganas, el apetito, el deseo, todas esas virtudes que la mantenían viva desde que era una niña.
La comida fue un éxito. Júnior, sentado presidiendo la mesa en su trona de bebé, reinaba como el señor del castillo. Sostenía su biberón con la mano y lo golpeaba contra el armazón de su silla para imponer su voluntad. Le gustaba que la mesa estuviese bien puesta, que vasos, cuchillos y tenedores estuviesen en su sitio y si, por casualidad, algún comensal se equivocaba de lugar, golpeaba su silla con el biberón, hasta que el culpable hubiese rectificado su error. Se notaba, por cómo fruncía el ceño, que intentaba seguir la conversación. Se concentraba tanto que parecía congestionado.
– Creo que está haciendo caca -susurró Zoé a Hortense.
Marcel había colocado un regalo en cada plato. Un billete de doscientos euros para cada niño. Hortense, Gary y Zoé se sobresaltaron al descubrir el gran billete amarillo doblado en dos dentro de un sobre. Zoé estuvo a punto de preguntar: «¿Es auténtico?», Hortense tragó saliva y se levantó para besar a Marcel y a Josiane. Gary, incómodo, miraba a su madre, preguntándose si había que protestar. Shirley le hizo una seña para que no dijera nada, se arriesgaba a ofender a Marcel.
Philippe recibió una botella de Château-cheval-blanc, premier grand cru, clase A, Saint-Emilion 1947. Giraba suavemente la botella entre sus manos, mientras Marcel recitaba la palabrería del bodeguero que le proveía de vino: «Rojo intenso, la grava que capta el sol durante el día y abriga el viñedo durante la noche». Philippe, divertido, hizo una reverencia, y le prometió que se lo beberían juntos en el décimo cumpleaños de Júnior.
Júnior dio su aprobación con un sonoro eructo.
En el plato de Joséphine y Shirley, Marcel había colocado un brazalete de oro blanco, decorado con treinta diamantes tallados, y en el de Josiane un par de pendientes, coronados por una gruesa perla gris de cultivo de Tahití salpicada de diamantes. Shirley protestó, no podía aceptarlo. De ninguna manera. Marcel la previno que dejaría la mesa si rechazaba su regalo. Se consideraría ofendido. Ella insistió, él se enrocó, ella se obstinó, él siguió en sus trece, ella se empeñó, él no quiso ceder.
– Me encanta jugar a Papá Noel, ¡tengo un saco desbordante de regalos que hay que vaciar de vez en cuando!
Josiane, pensativa, acariciaba sus pendientes.
– ¡Es demasiado, mi osito! ¡Voy a parecer un pedrusco!
Joséphine murmuró:
– Marcel, ¡estás loco!
– Loco de felicidad, Jo. No sabes el regalo que me hacéis viniendo a comer a mi casa. Nunca pude imaginar que… Mira, mi querida Jo, ¡me están entrando ganas de llorar!
Le temblaba la voz, parpadeaba, torcía la nariz para borrar la emoción que le invadía. Joséphine sintió a su vez un nudo en la garganta y Josiane se sorbió los mocos, vuelta de espaldas para que nadie la viera.
Fue ése el momento que eligió Júnior para alejar la melancolía dando un gran golpe de biberón en su silla que significaba: basta de melindres, me estoy aburriendo, ¡acción!
Se volvieron hacia él, sorprendidos. El les dedicó una gran sonrisa, echando la cabeza hacia delante como para animarles a conversar con él.
– Se diría que tiene ganas de hablar -dijo Gary, extrañado.
– ¿Has visto cómo extiende el cuello? -remarcó Hortense, pensando para sí que era realmente feo cuando tiraba la cabeza hacia delante, ese cuello largo y flexible, la boca agrietada, los ojos desorbitados.
– Hay que hablarle continuamente, si no, se aburre… -suspiró Josiane.
– Debe de ser agotador -comentó Shirley
– Además, no se le puede decir cualquier tontería, ¡si no, se enfada! Hay que hacerle reír, asombrarle o enseñarle algo.
– ¿Está usted segura?-preguntó Gary-. Es demasiado pequeño para comprender.
– Es lo que decimos siempre, pero siempre nos sorprende.
– Comprendo que esté cansada -se compadeció Joséphine.
– Esperad… -dijo Gary-, voy a decirle algo que no podrá comprender. Es imposible.
– Vamos -le provocó Marcel, seguro de la ciencia infusa de su retoño.
Gary se concentró un buen rato, intentando que se le ocurriera algo espiritual para probar al diablillo. ¡Vaya cara que pone!, pensó sin poder evitarlo, al constatar que Júnior no dejaba de mirarle y soltaba gritos que señalaban su impaciencia.
– ¡Ya lo tengo! -exclamó, triunfante-. Y ahí, amiguito, ya puedes esforzarte ¡que no entenderás nada de nada!
Júnior levantó el mentón como un gladiador ultrajado y tendió su biberón como un escudo para tomarle la medida a su adversario.
– «El cojo decapitado cuenta historias sin pies ni cabeza» -enunció Gary, articulando cada palabra como si se las dictara a un analfabeto.
Júnior escuchó, la cabeza y los hombros echados hacia delante, balanceando el cuello, el cuerpo estirado y con los brazos colgando a ambos lados. Permaneció un instante en esa posición, su ceño se frunció, dibujando pequeños festones, sus mejillas se tiñeron de manchas escarlata, gruñó, se enfadó, y después su cuerpo se relajó, echó la cabeza hacia atrás y estalló en una carcajada atronadora, batió las manos y los pies para mostrar que comprendía, e hizo el gesto de cortarse la cabeza y los pies con la palma de la mano.
– ¿Ha entendido de verdad lo que he dicho? -preguntó Gary.
– Aparentemente sí-dijo Marcel Grobz desplegando su servilleta con aire satisfecho-. Y tiene motivos para reírse, ¡es muy gracioso!
Gary observaba, atónito, al bebé pelirrojo y sonrosado enfundado en su body azul, que le observaba riéndose y cuya mirada decía más, más historias, hazme reír, las cosas de bebé me aburren, me aburren mucho.
– ¡Qué locura! -dijo Gary-. This baby is crazy! <strong><sup><strong><sup>[7]</sup></strong></sup></strong>
– ¡Creizzzzy! -repitió Júnior babeando sobre su body.
– ¡Es genial el enano! -gritó Hortense.
Al oír la palabra «genial», Júnior gorgojeó y, para demostrar hasta qué punto tenía razón, señaló con su biberón hacia una lámpara del techo y dijo claramente:
– Luz…
Ante sus rostros estupefactos, soltó una risa que venía de la garganta y añadió, con un resplandor travieso en la mirada:
– Light!
– Pero esto es…
– ¡Increíble! Es lo que os decía -dijo Marcel-, ¡y nadie me creía!
– Luce… -continuó júnior, con el dedo señalando todavía la luz de la lámpara.
– ¡También en italiano! Este niño me…
– Deng!
– Ah, eso no tiene sentido -dijo Shirley, más tranquila.
– No -rectificó Marcel-, ¡es «sol» en chino!
– ¡Socorro!-gritó Hortense-, ¡el enano es políglota!
Júnior acarició a Hortense con la mirada. Le agradecía que reconociese sus méritos.
– No es un enano, ¡es un gigante! ¿Has visto el tamaño de sus manos? ¿Y el de sus pies?
Gary silbó, impresionado.
– Chouchou… -chilló Júnior escupiendo el agua de su biberón en dirección a Gary.
– ¿Eso qué quiere decir? -preguntó este último.
– Tío. En chino. ¡Te ha elegido como tío!
– ¿Puedo cogerle en brazos?-pidió Joséphine levantándose-, hace mucho tiempo que no he cogido a un bebé… y un bebé como éste ¡quiero verlo desde más cerca!
– ¡Mientras eso no te dé ideas! -masculló Zoé.
– ¿No te gustaría tener un hermanito? -preguntó Marcel, guasón.
– ¿Y quién sería el padre, si puedo hacer una pregunta indiscreta? -respondió Zoé, mientras fulminaba a su madre con la mirada.
– Zoé… -balbuceó Joséphine, desconcertada por la vehemencia de su hija.
Joséphine se había acercado a Josiane, que había cogido a Júnior en sus brazos y se inclinaba sobre él, dispuesta a dar un beso a sus rizos rojizos. Júnior la miró fijamente, su rostro se arrugó y emitió un eructo lleno de puré de zanahoria, que fue a parar a la camisa de Jo y a la blusa de seda de Josiane.
– ¡Júnior!-gruñó Josiane dándole golpecitos en la espalda-. Lo siento.
– No importa -dijo Joséphine, secándose la camisa-. Eso sólo quiere decir que ha digerido bien.
– ¡Bomboncito, tú también te has puesto perdida! -dijo Marcel, ocupándose de Júnior.
– ¡Es como si hubiese apuntado hacia vosotras dos! -dijo Zoé riéndose-. Ya lo entiendo, debe de estar harto de toda la gente que quiere besarle y tocarle. Debería respetarse más a los bebés, pedirles permiso antes de hacerles cariñitos.
– ¿No quiere venir a limpiarse al cuarto de baño? -propuso Josiane a Joséphine.
– ¡Sobre todo porque esto empieza a apestar!-dijo Hortense tapándose la nariz-. Nunca tendré hijos, huelen demasiado mal.
Júnior le dedicó una mirada de desolación, que parecía decir: «¡ Y yo que creía que eras mi amiga!».
En la habitación, Josiane propuso a Joséphine prestarle una blusa limpia. Joséphine aceptó y empezó a desvestirse. Joséphine se rio:
– No ha sido un eructo, sino una erupción. ¡Debería llamarse Stromboli, su pequeño!
Josiane abrió la puerta de su armario y sacó dos blusas blancas con pechera bordada. Tendió una a Joséphine que le dio las gracias.
– ¿Quiere ducharse? -propuso Josiane, incómoda.
Acababa de comprender que la pechera blanca no era del gusto de Joséphine.
– No, gracias…, ¡su hijo es asombroso!
– A veces me pregunto si es normal… ¡Está demasiado avanzado para su edad!
– Eso me recuerda una historia… Un bebé que defendió a su madre durante un juicio en la Edad Media. La madre había sido acusada de haber concebido a su hijo en pecado, entregando su cuerpo a un hombre que no era su marido. Iban a quemarla viva cuando apareció ante el juez, con su bebé en brazos.
– ¿Qué edad tenía?
– La misma edad que Júnior… Entonces la madre se dirigió al niño, le levantó en el aire y le dijo: «Hermoso hijo, voy a recibir la muerte por vuestra causa y, sin embargo, no la he merecido, pero ¿quién querría creer la verdad?».
– ¿Y entonces?
– «No morirás por mi culpa», exclamó el niño. «Yo sé quién es mi padre y sé que no has pecado». Con estas palabras, las comadres que asistían al proceso quedaron maravilladas, y el juez, temiendo haber comprendido mal, pidió al niño que se explicara. «¡No está cercano el momento en el que será quemada!», entonó, «pues si se condenara a la hoguera a aquellos y aquellas que se entregaron a otros que sus mujeres y sus maridos, ¡no habría gente aquí que no la mereciera!».
– ¿Tan bien hablaba?
– Así es como lo cuenta el libro… Y terminó añadiendo: «¡Y conozco mejor a mi padre que vos al vuestro!», lo que cerró el pico del juez, que absolvió a la madre.
– ¿Se ha inventado esa historia para tranquilizarme?
– ¡No! Está en los libros de La tabla redonda.
– Está bien ser una intelectual. Yo dejé los estudios muy pronto.
– Pero ha aprendido a vivir. Y eso es más útil que cualquier diploma.
– Es usted muy amable. A veces echo de menos el no tener cultura. ¡Pero eso no se puede recuperar!
– ¡Claro que sí! ¡Tan cierto como que dos y dos son cuatro!
– Eso sí lo sé…
Y Josiane, aliviada, le dio un empujón en los riñones a Joséphine que, sorprendida, se quedó quieta un momento y después se lo devolvió.
Y así fue como se hicieron amigas.
Sentadas sobre la cama, abotonándose sus camisas con pechera, se pusieron a hablar. De niños pequeños y de niños grandes, de hombres que creemos grandes y que resultan ser pequeños, y de lo contrario también. De esas cosas que se dicen para no decir nada, y con las que tanto aprende uno del otro, en las que se busca la frase que favorezca la confidencia o la interrumpa en el acto, en las que se espía con el ojo tras el mechón de pelo, la sonrisa que se contrae o se expande. Josiane recolocó la pechera de la camisa de Joséphine, que se dejó hacer. Reinaba una atmósfera amigable y tierna en la habitación.
– Se siente una a gusto en su casa…
– Gracias -dijo Josiane-. ¿Sabe?, cuando supe que venía, no sabía si tenía ganas de conocerla. No me la imaginaba así…
– ¿Me imaginaba más bien como mi madre? -preguntó Joséphine con una sonrisa.
– No me gusta mucho su madre.
Joséphine suspiró. No quería hablar mal de Henriette, pero comprendía lo que podía sentir Josiane.
– ¡Me trataba como a una chacha!
– Usted quiere a Marcel, ¿verdad? -preguntó Joséphine en voz baja.
– ¡Ay, sí! Al principio, me costó. Era demasiado dulce, yo estaba acostumbrada a los granujas, a los duros. La amabilidad me parecía sospechosa. Y después… tiene un corazón tan puro…, cuando me mira, me siento limpia. Ha lavado mis miserias. El amor me ha vuelto mejor.
Joséphine pensó en Philippe. Cuando me mira, me siento gigante, hermosa, intrépida. Ya no tengo miedo. Diez minutos y medio de felicidad pura. No dejaba de volver a pasarse la película del beso con sabor a pavo. Enrojeció y su pensamiento volvió a Marcel.
– Durante mucho tiempo ha sido infeliz con mi madre. Le trataba mal. Yo sufría por él. Desde que ya no la veo, me siento mucho mejor.
– ¿Hace mucho tiempo?
– Tres años, aproximadamente. Desde que se fue Antoine…
Joséphine recordó la escena en casa de Iris, en la que su madre la había aplastado con su desdén. Mi pobre hija, incapaz de conservar incluso al hombre más despreciable, incapaz de ganar dinero, incapaz de triunfar, ¿cómo te las vas a arreglar sola, con dos hijas? Ese día, ella se había rebelado. Había escupido todo lo que tenía en su corazón. Desde entonces no se habían vuelto a ver.
– Mi madre murió. Si puede llamársele a eso una madre… Ni una caricia, ni un beso, ¡sólo golpes y broncas! Cuando la enterraron, lloré. La pena es como el amor, no son cosas que puedan controlarse. Ante la fosa en el cementerio, me decía que era mi madre, que un hombre la había amado, le había dado hijos, que había reído, cantado, llorado, esperado… De pronto se volvía un ser humano.
– Lo sé, a veces me digo lo mismo. Que deberíamos reconciliarnos antes de que fuese demasiado tarde.
– ¡Hay que tener cuidado con ella! No sea usted demasiado buena, ¡y ser buena no es ser idiota!
– Yo soy las dos cosas: ¡buena e idiota!
– ¡Oh, no!-protestó Josiane-. Idiota no… He leído su libro ¡y no está escrito por una idiota!
Joséphine sonrió.
– Gracias. ¿Por qué una nunca está segura de sí misma? Es una enfermedad femenina, ¿verdad?
– Conozco pocos hombres que duden, y si no, ¡se cuidan mucho de que los demás se den cuenta!
– ¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? -preguntó Joséphine mirando a Josiane a los ojos.
Josiane asintió con la cabeza.
– ¿Va usted a casarse con Marcel?
Josiane puso cara de sorpresa, después sacudió la cabeza vigorosamente.
– ¿ Por qué ponerse un anillo en el dedo? ¡No somos palomas!
Joséphine se echó a reír.
– ¡Me toca a mí hacerle una pregunta indiscreta!-declaró Josiane dando golpecitos en la colcha-. Si se asusta, no responda.
– Vamos -dijo Joséphine.
Josiane respiró profundamente y dijo:
– ¿Ama usted a Philippe? Y él la quiere también, eso salta a la vista.
Joséphine se sobresaltó.
– ¿Se nota?
– En primer lugar, se ha puesto usted muy guapa… Y eso es que hay un hombre detrás. ¡Mujer acicalada, hombre conquistado!
Joséphine enrojeció.
– Después… Se preocupan tanto de no mirarse, se empeñan tanto en no dirigirse el uno al otro ¡que se convierte en una verdad a gritos! Intente ser natural, se notará menos. Lo digo por sus hijas, porque a mí, a mí me gusta, huelo que se puede confiar en él. Y además ¡qué guapo es! ¡Pura confitura, ese hombre!
– Es el marido de mi hermana -balbuceó Joséphine.
No dejo de repetirme esas palabras cuando hablo de él. ¡Ya podría inventarme otra cosa! Voy a acabar por reducirlo a esa sola definición, «el marido de mi hermana».
– ¡Contra eso no puede luchar! ¡El amor no llama al timbre antes de entrar! Se presenta, se impone, provoca peleas y además, si la conozco a usted bien, ¡no se habrá lanzado a sus brazos!
– ¡Oh, eso no!
– ¡Incluso habrá pedaleado marcha atrás con todas sus fuerzas!
– ¡Y sigo pedaleando!
– Tenga cuidado de todas formas. Porque cuando eso se desintegra, ¡no se puede recuperar con un recogedor!
– La que va a quedar desintegrada voy a ser yo si esto continúa.
– ¡Vamos! Este tipo de asuntos son más bien un regalo, ¡no lo transforme en un drama! Preguntaré por usted a madame Suzanne. Déjeme un mechón de su cabello y, con sólo palparlo, ella le dirá si lo suyo va a funcionar.
Y entonces Josiane le explicó el don y las virtudes de madame Suzanne. Joséphine arrugó la nariz, no, no, no me gusta demasiado ese tema de los videntes.
– ¡Oh! ¡Ella se sentiría muy molesta si la llamasen vidente! Es una lectora de almas.
– Y además, no tengo ganas de saberlo. Prefiero la belleza de lo impreciso…
– ¡No vive usted en este planeta! Bueno, lo entiendo. ¡Pero tenga cuidado con sus hijas! Sobre todo con la pequeña, ¡no parece dispuesta a morder el anzuelo!
– Está en lo que se llama la edad del pavo. Metida de lleno. Lo único que puedo hacer es tomármelo con mucha paciencia. Ya he pasado por ello con Hortense. Una noche se acuestan siendo unos angelitos mofletudos y se despiertan al día siguiente convertidos en demonios con cuernos.
– ¡Si usted lo dice!
Josiane parecía pensar de modo distinto.
– Es una pena que no quiera usted ver a madame Suzanne. Ella predijo la muerte de su marido. «Un animal de afiladas fauces…». ¿Es cierto que lo devoró un cocodrilo?
– Eso pensaba, pero el otro día, en el metro…
Y Joséphine le contó la historia. El hombre del cuello vuelto rojo, el ojo cerrado, la cicatriz, la postal de Kenya. Lo soltó todo sin reticencias. Sentía que Josiane la escuchaba con aire condescendiente, y la contemplaba con su mirada cálida y atenta, fija en su pechera blanca.
– ¿Cree que tengo alucinaciones?
– No… pero madame Suzanne lo vio en las fauces de un cocodrilo y raramente se equivoca. ¡No me negará que es una muerte muy poco común!
– ¡No! Es incluso la única cosa original que le ocurrió.
Joséphine soltó una risa extraña, una risa nerviosa, y después se detuvo, incómoda.
– Quizás le haya visto, en efecto, en las fauces de un cocodrilo, pero quizás no haya muerto -sugirió Josiane.
– ¿Cree que habría podido salvarse?
– Eso explicaría el ojo cerrado y la cicatriz.
Josiane reflexionó un instante y después, como si acabara de comprender algo, exclamó:
– Por esa razón quería usted la dirección de esa mujer, Mylène… ¡Para saber si ella también había recibido noticias!
– Fue la amante de mi marido. Si nos ha escrito, seguramente le ha escrito a ella también. O la ha llamado por teléfono…
– Sé que llamó a Marcel hace poco. Habla mucho de sus hijas. Pregunta por ellas. Le pidió su dirección para enviarle una felicitación de Navidad.
– Tiene sentido de la tradición. Me he dado cuenta de que uno presta más atención a esas cosas cuando vive en el extranjero. En Francia tenemos tendencia a olvidarlo. Marcel tiene su dirección…
– La anotó en un papel que me enseñó esta mañana. No quería olvidarse de dársela.
Se levantó, buscó en una mesita de noche, vio una hoja de papel allí encima, la leyó y se la tendió.
– Es ésta, creo… En todo caso, ésta es la última que tuvo de ella. A veces se pone en contacto con él, cuando tiene problemas…
– ¿Y a usted no le gusta?
Josiane sonrió encogiéndose de hombros.
– Esa chica es lista. Así que no me fío… Ya sabe usted que la pasta ¡vuelve a la gente miope! Mi osito se convierte en un Apolo, rodeado de todos esos billetes que le borran los michelines.
En el camino de vuelta, mientras Philippe conducía el coche, Joséphine se dijo que le gustaba mucho Josiane. Las raras veces que había visitado el almacén de Marcel, en la avenida Niel, sólo había obtenido una imagen parcial de ella: la de una secretaria detrás de su mesa mascando chicle. Las palabras de su madre habían completado el retrato, «esa secretaria asquerosa», decía Henriette escupiendo cada sílaba. Sobre la imagen de ese busto femenino se había superpuesto otra, la de una mujer de poca virtud, común, venal, maquillada como una máscara de carnaval. Es todo lo contrario, suspiró. Es buena, dulce, atenta. Esponjosa.
Shirley y Gary habían ido a pasear por el Marais. Joséphine volvía a su casa con Philippe, las niñas y Alexandre. Philippe conducía la gran berlina en silencio. En la radio sonaba un concierto de Bach. Alexandre y Zoé charlaban detrás. Hortense acariciaba con las yemas de los dedos el sobre que contenía los doscientos euros. La lluvia mezclada con nieve blanda dibujaba sobre el cristal círculos vacilantes, que los limpiaparabrisas borraban con un ballet regular.
Fuera, sobre los árboles helados vestidos de bombillas luminosas, veía la decoración navideña de los Campos Elíseos y la avenida Montaigne. ¡Navidad! ¡Nochevieja! ¡Año Nuevo! ¡Cuántos rituales para justificar vestir de guirnaldas los árboles helados! Seremos una familia que vuelve a casa, es domingo por la tarde, los niños jugarán mientras se prepara la cena. Acabamos de comer, no tenemos hambre, pero vamos a forzarnos a cenar. Joséphine cerró los ojos y sonrió. Siempre sueño en «conyugal», nunca sueño «canalla». Soy una mujer aburrida. No tengo ninguna fantasía. Pronto Philippe volverá a Londres. Mañana o pasado irá a ver a Iris a la clínica. ¿De qué debían de hablar durante esas visitas? ¿Se mostraría tierno? ¿La cogería en sus brazos? ¿Y ella? ¿Cómo se comportaría ella? ¿Alexandre estaría siempre presente?
La mano cálida y suave de Philippe cubrió la suya y la acarició. Ella se la apretó también, pero tuvo miedo de que los niños se diesen cuenta y se soltó.
En el vestíbulo del edificio se dieron de bruces con Hervé Lefloc-Pignel, que corría detrás de su hijo Gaétan gritando: «Vuelve, vuelve, in-me-dia-ta-men-te, he dicho inmediatamente». Se los cruzó sin detenerse, abrió la puerta y se precipitó por la avenida.
Atravesaron el vestíbulo y se dirigieron hacia el ascensor.
– ¿Has visto? ¡Estaba completamente despeinado!-cuchicheó Zoé-. ¡El, normalmente tan impecable!
– Parecía fuera de sí, ¡no me gustaría estar en el lugar de su hijo! -murmuró Alexandre.
– ¡Callaos, ahí vuelven! -susurró Hortense.
Hervé Lefloc-Pignel atravesaba el amplio vestíbulo del edificio sosteniendo a su hijo por el cuello de su chaqueta. Se detuvo frente al gran espejo y gritó:
– ¿Te has visto, niñato estúpido? ¡Te había prohibido tocarla!
– ¡Pero si yo sólo quería que tomase el aire! ¡También ella se aburre! ¡Nos aburrimos todos en casa! ¡No podemos hacer nada! ¡Estoy harto de colores obligatorios, yo quiero cuadros escoceses! ¡Escoceses!
Había pronunciado esas últimas palabras gritando. Su padre le sacudió violentamente para hacerle callar. El niño tuvo miedo y, levantando los brazos para protegerse, dejó caer un objeto redondo y marrón que rebotó en el suelo. Hervé Lefloc-Pignel soltó un chillido.
– ¡Mira lo que has hecho! ¡Recógela, recógela!
Gaétan se agachó, cogió la cosa entre sus dedos y, manteniéndose a distancia por miedo de recibir un golpe, se la tendió a su padre. Hervé Lefloc-Pignel la cogió, la posó delicadamente en la palma de su mano y la acarició.
– ¡No se mueve! ¡La has matado! ¡La has matado!
Se inclinó con suavidad sobre la cosa hablándole con dulzura.
Gracias al efecto de los espejos, ellos asistían a la escena sin mostrarse y no perdían comba. Philippe les hizo una seña para que no hiciesen ruido. Se metieron en el ascensor.
– En todo caso, es efectivamente el Lefloc-Pignel que conocía… No ha cambiado. ¡En qué estado pueden ponerse a veces las personas! -dijo Philippe cerrando la puerta.
– Ahora mismo la gente está a punto de estallar-suspiró Joséphine-. Hay violencia por todas partes. La noto cada día en la calle, en el metro, es como si la gente ya no se soportase. Como si la vida les pasara por encima y estuviesen dispuestos a aplastar al prójimo para evitarlo. Se pelean por cualquier cosa, dispuestos a saltar al cuello. Me da miedo. Antes, no tenía tanto miedo…
– ¡No me atrevo a pensar lo que debe de sufrir ese pobre chico! -dijo Philippe.
Estaban en la cocina, las niñas y Alexandre, en el salón, encendieron la televisión.
– Qué odio había en su voz… Creí que iba a destrozarlo.
– ¡No exageres tampoco!
– Sí, te lo aseguro. Siento el odio, lo siento en el aire. Se infiltra en todos lados.
– ¡Venga! Vamos a abrir una buena botella, hacer un buen plato de pasta y a olvidarlo -propuso Philippe abrazándola.
– No sé si bastará -suspiró Joséphine, poniéndose rígida.
El malestar se expandía, la invadía, la cubría con un pesado manto negro. Perdía el equilibrio. Ya no estaba segura de nada. Ya no tenía ganas de abandonarse a él.
– ¡No exageres! Simplemente ha perdido los nervios. No te llevaré nunca a un partido de fútbol. ¡Quedarías aterrada!
– ¡Lloro al ver un anuncio del amigo Ricoré en la tele! Me gustaría formar parte de la familia Ricoré…
Se volvió hacia él, esbozó una sonrisa temblorosa, que le ofreció en un esfuerzo por compartir la angustia que la paralizaba.
– Estoy aquí, te defenderé…, conmigo no tienes nada que temer -dijo, tomándola en sus brazos.
Joséphine sonrió distraídamente. Estaba pendiente de otra cosa. Había notado algo familiar en la escena a la que acababa de asistir. Una violencia, el estallido de una voz, un gesto que se arrastraba como una larga bufanda. Rebuscó en su memoria para recordar. No lo encontraba, pero se sentía amenazada. ¿Otro misterio de su infancia que empezaba a revelarse? ¿A conducirla hacia otro drama? ¿Cuántos dramas se ocultan, de niño, para no sufrir? Había olvidado durante treinta años que su madre había estado a punto de ahogarla. Esa noche, en el recibidor del inmueble, ante el espejo y las plantas, se había colado otro peligro. Una sombra amenazante, huidiza, sostenida por una sola nota que la había dejado helada. Una sola nota. Sintió un escalofrío. Nadie puede comprender la muda violencia que me amenaza. ¿Cómo explicar ese miedo fantasma que no tiene nombre, pero que se desliza y me envuelve? Estoy sola. Nadie puede ayudarme. Nadie puede comprenderme. Siempre estamos solos. Tengo que dejar de hacerme ilusiones románticas para consolarme, tengo que dejar de refugiarme en brazos de hombres encantadores. Esa no es la solución.
– Joséphine, ¿qué te pasa? -preguntó Philippe, con un halo de inquietud en la mirada.
– No lo sé…
– Puedes decírmelo todo, ya lo sabes.
Ella sacudió la cabeza. Recibía, como una puñalada, la doble certeza de que estaba sola y en peligro. No sabía de dónde venía ese convencimiento. Le miró y sintió rencor contra él. ¿Cómo podía estar tan seguro de sí mismo? ¿Tan seguro de mí? ¿Tan seguro de bastar para mi felicidad? ¡Como si la vida fuera tan sencilla! Sintió su necesidad de protección como una intrusión, su declaración de protección como una intolerable arrogancia.
– Te equivocas, Philippe. No eres una solución. Tú eres un problema para mí.
El la miró, estupefacto.
– ¿Qué te pasa?
Ella hablaba mirando al vacío, los ojos muy abiertos como si estuviese leyendo un gran libro, el gran libro de las verdades.
– Estás casado. Con mi hermana. Pronto te marcharás a Londres; antes de eso, irás a ver a Iris, es tu mujer, es normal, pero también es mi hermana, y eso, eso no es normal.
– ¡Joséphine! ¡Para!
Ella le hizo una señal para que callara y continuó:
– Nada será nunca posible entre nosotros. Estábamos soñando. Hemos vivido un cuento, un cuento de Navidad, pero… Acabo de bajar de nuevo a la realidad. No me preguntes cómo porque no lo sé.
– Pero… estos últimos días parecías…
– Estos últimos días estaba soñando… Acabo de comprenderlo… ahora.
¿Así que eso era, esa infelicidad que había sentido abatirse sobre ella con un negro tijeretazo? Debía renunciar a él y cada palabra que cortaba su relación era una cuchillada en pleno corazón. Ella dio un paso atrás, luego otro y declaró:
– ¡Atrévete a contradecirme! Ni siquiera tú puedes cambiar eso. Iris estará siempre entre nosotros.
El la miraba como si la viese por primera vez, como si nunca hubiese visto a esa Joséphine, dura y decidida.
– No sé qué decir. Quizás tengas razón… Quizás estés equivocada…
– Mucho me temo que tengo razón.
Se había alejado de él y le contemplaba, los brazos cruzados sobre el pecho.
– Prefiero sufrir ahora mismo. De golpe… en vez de perecer a fuego lento.
– Si eso es lo que quieres…
Ella asintió con la cabeza en silencio, se abrazó el pecho con fuerza, para evitar que sus brazos se tendiesen hacia él. Dio otro paso atrás, y otro. Al mismo tiempo suplicaba, va a protestar, a hacerme callar, a taparme la boca, a decir que estoy loca, mi loca querida, mi loca que quiero, mi loca que vuela, mi loca por qué dices eso, mi loca recuerda. El la miraba, inmóvil, con la mirada sombría, y en esa mirada se reflejaban sus últimos días juntos, los dedos que se rozaban bajo una mesa, las manos que se entrelazaban en la penumbra de un pasillo, las caricias robadas al coger un abrigo, al sostener una puerta, al recoger las llaves, besos murmurados con la punta de los labios y el largo, largo beso contra la barra del horno, el sabor a ciruela negra, a relleno, a armagnac… Las imágenes pasaban como una película muda en blanco y negro por su mirada y ella podía leer su historia en sus ojos. Después él parpadeó, la película se detuvo, se pasó la mano por el pelo como para prohibirse posarla sobre ella y, sin decir nada, sonrió. Se detuvo un instante en el umbral, dispuesto a añadir algo, pero cambió de opinión y cerró la puerta al salir.
Le oyó llamar a su hijo:
– Alex, cambio de planes, volvemos a casa.
– ¡Pero no han terminado Los Simpson, papá! ¡Sólo faltan diez minutos!
– ¡No! ¡Ahora! Coge tu abrigo…
– ¡Diez minutos, papá!
– Alexandre…
– ¡Jo, qué fastidio!
– ¡Alexandre!
Su voz había subido de tono. Imperiosa, ruda. Joséphine sintió un escalofrío. No conocía esa voz. No conocía a ese hombre que daba órdenes y esperaba que le obedecieran. Escuchó el silencio que siguió, aguzó el oído, esperó que la puerta se abriese, que volviera, que dijera, Joséphine…
La puerta de la cocina se entreabrió. Joséphine se echó hacia delante.
Alexandre asomó la cabeza.
– ¡Adiós, Jo! -soltó sin mirarla.
– Adiós, cariño.
Oyó cerrarse la puerta de la entrada. Y la voz de Zoé gritar: «Pero ¿por qué se van? No han terminado Los Simpson».
Joséphine se mordió el puño para no gritar su pena.
Al día siguiente, en el buzón, había una postal de Antoine. Sellada en Mombasa. Escrita con rotulador negro de punta gruesa.
Feliz Navidad, mis amorcitos. Pienso mucho en vosotras, tanto como os quiero. Estoy mejor, pero todavía es demasiado pronto para que pueda viajar y reunirme con vosotras. Os deseo un año nuevo lleno de sorpresas, de amor y de éxito. Besad a mamá por mí. Hasta muy pronto.
Vuestro papá querido.
Joséphine analizó la letra: era la de Antoine. Siempre dibujaba la letra jota sólo hasta la mitad, en lugar de escribirla hasta el final, como si fuese demasiado cansado alargar la línea hasta arriba, y retorcía las eses como muñones de chinas con los pies vendados.
Después echó un vistazo al matasellos: 26 de diciembre. Esta vez no podía pensar que era una vieja postal escrita antes de morir. La releyó varias veces. Sola frente a la letra de Antoine. Shirley y Gary habían vuelto tarde el día anterior, las niñas todavía dormían. Depositó la postal sobre la mesa de la entrada, bien a la vista, y fue a hacerse una taza de té. Mientras esperaba a que el agua hirviese, acodada cerca del hervidor eléctrico verde almendra, esperando las primeras burbujas, le vino una pregunta a la mente: ¿por qué Antoine no daba nunca ni dirección ni teléfono para localizarle?
Era su segundo envío sin indicar la más mínima seña. Cualquier cosa: una dirección e-mail, un apartado de correos, un número de teléfono, un hotel… ¿Tenía miedo de que le encontraran y le pidiesen explicaciones? ¿Estaba tan desfigurado que temía provocar aversión? ¿Vivía en el metro de París? Y si vivía en París, ¿dirigía sus cartas a sus amigos del Crocodile Café de Mombasa para que las enviasen, y sus hijas creyeran que estaba todavía allí? ¿O todo eso no era más que una superchería y estaba muerto, bien muerto? Pero entonces… ¿a quién le interesaba hacer creer que estaba vivo? ¿Y por qué razón?
¿Para asustarla? ¿Para extorsionarla? Ahora era rica. Es lo que subrayaban los periódicos que, cuando evocaban el éxito del libro, no se privaban nunca de hablar de los millones que había ganado la escritora.
¿Se habría enterado de que ella era la auténtica autora de Una reina tan humilde? Si no estaba muerto, leía los periódicos. O los había leído en el momento del escándalo provocado por Hortense en la televisión. Y, en ese caso, ¿existía una relación entre la agresión de la que había sido víctima y la reaparición de Antoine? Porque, si a ella le pasaba cualquier cosa, serían las niñas las que heredarían.- Las niñas y Antoine.
Estoy delirando, se dijo, mirando cómo el nivel de agua del hervidor se alborotaba por las burbujas. ¡Antoine era incapaz de disparar contra un conejo de feria! Sí, pero el dulce, el sensible, siempre sueña con la rudeza, la virilidad, como un medio para escapar de la realidad, de la presión que sufre, de la ineluctable constatación de su impotencia. La sociedad actual empuja a la gente a la violencia como única afirmación de sí misma. Si se ha enterado de mi éxito, ¿cómo no pensar que no lo haya vivido como un insulto personal? Yo, Joséphine, la tonta de la Edad Media, a quien siempre había mantenido bajo tutela, consigo el éxito y me convierto en una provocación viviente, que compara con sus repetidos fracasos. Eso desarrolla en él un sentimiento de inferioridad y de frustración, que sólo puede suprimir suprimiéndome a mí. Rápida ecuación en la mente de un hombre en fuga.
Antoine creía en el éxito, en el éxito fácil. No creía ni en Dios ni en el Hombre, creía en él. Tonio Cortès, el deslumbrante. Un fusil en la cadera, una bota sobre la fiera sacrificada, la luz de un flash que le inmortaliza. ¿Cuántas veces le he dicho que debía edificarse pacientemente, que no debía quemar etapas? El éxito se construye desde el interior. No llega por arte de magia. Han sido mis años de estudios e investigación los que han hecho que mi novela estuviese viva, llena de mil detalles que resonaron en la mente de los lectores. El alma tiene su papel. El alma de la investigadora humilde, erudita, paciente. La sociedad, hoy, ha dejado de creer en el alma. Ya no cree en Dios. Ya no cree en el Hombre. Ha abolido las mayúsculas, lo escribe todo en minúscula, engendra la desesperación y la amargura en los débiles, las ganas de desertar de los demás. Impotentes e inquietos, los sabios se alejan, dejando campo libre a los ávidos locos.
Sí pero… ¿por qué habría asesinado a la señora Berthier? ¿Porque llevaba el mismo sombrero y creyó que era yo en la oscuridad? Eso no es posible si lleva en Francia algún tiempo. Si me espía, si me sigue, si conoce mis costumbres.
Oyó el canto de las burbujas en el hervidor, el lento crescendo del agua que ruge hasta llegar al clic. Vertió el agua hirviendo sobre las hojas de té negro. Tres minutos y medio de infusión, insistía Shirley. Más de tres minutos y medio, queda agrio, menos, queda insípido. El detalle tiene su importancia, todos los detalles tienen siempre su importancia, recuérdalo, Jo.
Hay un detalle que no encaja, un detallito de nada. Un detalle que he visto sin verlo. Recapituló. Antoine. Mi marido. Muerto a los cuarenta y tres años, cabello castaño, talla media, francés medio, calza un treinta y nueve, víctima de sudores abundantes en público, fan de Julien Lepers y de «Cuestiones para un campeón», de las manicuras rubias, de los vivaques africanos y de las fieras convertidas en alfombra. Mi marido, que vendía fusiles con la condición de no meter cartuchos en ellos. En Gunman le apreciaban por su dulzura, por sus buenas maneras, por su conversación. Estoy divagando. Desde ayer por la noche no pienso más que tonterías.
Permaneció un momento pensativa, rodeando la tetera ardiente con las manos, pensando en Antoine, y después en el hombre del cuello vuelto rojo, el ojo cerrado, la cicatriz…
Antoine no es un asesino. Antoine es débil, eso seguro, pero no me desea ningún mal. No estoy dentro de una novela policíaca, estoy dentro de mi vida. Tengo que calmarme. Está en París, quizás, me sigue, es posible, quiere acercarse a mí, pero no se atreve. No quiere llamar a la puerta y decir: «Hola, soy yo». Quiere que sea yo la que vaya hacia él, le aborde, le proponga alojamiento, comida, ayuda. Como he hecho siempre.
En un andén de metro…
Dos líneas que se cruzan.
¿Por qué en ese trayecto, la línea 6, que siempre cogía ella? Le gustaba esa línea que atravesaba París sobrevolando los tejados. Que se elevaba sobre las lucernas, robando trozos de vida. Un beso por aquí, un mentón de barba blanca por allá, una mujer que se cepilla el pelo, un niño que moja su tostada en el café con leche. Una línea que juega al potro, un salto por encima de los edificios, un salto por debajo, un salto y ahora te veo, otro salto y ahora no te veo, gran serpiente de tierra, el monstruo del lago Ness parisino. Le gustaba entrar en las estaciones de Trocadéro, Passy o, cuando hacía buen tiempo, caminar hasta Bir-Hakeim pasando por el puente. Por la placita donde se besaban los enamorados, donde el Sena refleja sus besos en el espejo de sus felinas aguas.
Corrió a buscar la postal que había dejado en la entrada y leyó la dirección. Era la dirección correcta. Su dirección actual. Escrita de su puño y letra. No corregida por una simpática señora de correos.
Sabía dónde vivían.
El hombre del jersey rojo de cuello vuelto del metro no estaba en la línea 6 por casualidad. La había elegido porque estaba seguro de cruzársela, un día.
Tenía todo el tiempo del mundo.
Mojó los labios en la taza e hizo una mueca. Agrio, ¡demasiado agrio! Había dejado el té en infusión demasiado tiempo.
Sonó el teléfono de la cocina. Dudó en contestar. ¿Y si era Antoine? Si sabía su dirección, debía también de conocer su número de teléfono. Pero no. ¡No aparezco en el listín! Descolgó, tranquila.
– ¿Se acuerda de mí, Joséphine, o me ha olvidado?
¡Luca! Adoptó una voz jovial.
– ¡Buenos días, Luca! ¿Está usted bien?
– ¡Qué educada es usted!
– ¿Ha pasado unas buenas fiestas?
– Detesto esta época del año en la que la gente se cree obligada a besarse, a cocinar pavos infectos…
El sabor del pavo volvió a su boca, cerró los ojos. Diez minutos y medio de tierra que se abre en dos, de felicidad fugaz.
– Pasé la Nochebuena con una mandarina y una lata de sardinas.
– ¿Solo?
– Sí. Es una costumbre que tengo. Odio la Navidad.
– A veces, las costumbres cambian… Cuando se es feliz.
– ¡Qué palabra tan vulgar!
– Si usted lo dice…
– Y usted, Joséphine, pasó una alegre Nochebuena, por lo que parece…
Hablaba con una voz siniestra.
– ¿Por qué dice eso cuando no lo piensa ni por un segundo?
– Claro que lo pienso, Joséphine, la conozco. Se contenta con cualquier cosa. Y le gustan las tradiciones.
Captó un tono de condescendencia en esa última frase, pero lo ignoró. No quería hacer la guerra, quería comprender lo que estaba pasando en su interior. Algo que se estaba deshaciendo a sus espaldas. Se despegaba. Un viejo trozo de corazón reseco. Ella habló del fuego en la chimenea, de los ojos brillantes de los niños, de los regalos, del pavo quemado, llegó incluso a evocar el relleno de queso fresco y ciruelas, como un sabroso peligro que osaba afrontar, y no sintió sino una deliciosa duplicidad, una nueva libertad que crecía dentro de ella. Comprendió entonces que ya no sentía nada por él. Cuanto más hablaba ella, más se borraba él. El hermoso Luca que la hacía temblar cuando se cogía de su mano, cuando la metía en el bolsillo de su parka, desaparecía como una silueta en la bruma. Nos enamoramos y, un día, nos levantamos y ya no estamos enamorados. ¿Cuándo había empezado ese desamor? Lo recordaba muy bien: el paseo alrededor del lago, la conversación de las chicas que corrían, el labrador sacudiéndose el agua, Luca que no la escuchaba. Su amor se había gastado ese día. El beso de Philippe contra la barra del horno había hecho el resto. Sin que ella se diese cuenta, se había deslizado de un hombre a otro. Había desnudado a Luca de sus hermosos atavíos para vestir con ellos a Philippe. El amor se había evaporado. Hortense tenía razón: nos damos la vuelta un momento, percibimos un detalle y lo guay desaparece. Entonces ¿no es más que una ilusión?
– ¿Quiere que vayamos al cine? ¿Está libre, esta noche?
– Esto…, la verdad es que Hortense está aquí y me gustaría aprovechar mientras…
Hubo un silencio. Ella le había ofendido.
– Bueno. Ya me llamará cuando esté libre…, cuando no tenga nada mejor que hacer.
– Luca, por favor, lo siento, pero no viene a menudo y…
– Lo he comprendido: ¡el tierno corazón de una madre!
Su tono de burla enfadó a Joséphine.
– ¿Su hermano está mejor?
– En estado estacionario…
– Ah…
– No se sienta obligada a preguntar por él. Es usted demasiado amable, Joséphine. Demasiado amable para ser sincera…
Sintió cómo aumentaba la cólera en su interior. Él se convertía en un intruso con quien ya no tenía ganas de hablar. Observaba ese sentimiento nuevo con extrañeza y una cierta seguridad. Le bastaba presionar sobre esa cólera para hacer palanca y tirarle por la borda. Un hombre al agua de su indiferencia. Dudó.
– ¿Joséphine? ¿Sigue ahí?
El tono era burlón, despreocupado. Reunió todo su coraje y empujó la palanca.
– Tiene usted razón, Luca, me da completamente igual su hermano, que se pasa el tiempo tratándome de alcornoque sin que usted vea mal en ello.
– Está enfermo, no consigue adaptarse a la vida.
– ¡Eso no le prohíbe a usted defenderme! Me da pena que no me defienda. Y que además me lo cuente. Como si estuviese orgulloso de humillarme. No me gusta su actitud, Luca, quiero dejarlo claro.
Las palabras se precipitaban como si las hubiese reprimido demasiado tiempo. Notaba cómo su corazón latía con fuerza y la emoción le quemaba las orejas.
– ¡Ay, ay, ay! ¡La monjita se rebela!
¡Y ahora se ponía a hablar como su hermano!
– Adiós, Luca… -dijo ella casi sin palabras.
– ¿La he molestado?
– Luca, creo que no merece la pena que me vuelva a llamar.
Sintió que cogía altura. Después repitió, con una especie de indiferencia estudiada y una lentitud calculada que la embriagó:
– Adiós.
Colgó. Miró el teléfono como si fuese el arma de un crimen, extrañada por su temeridad, invadida por una ola de respeto hacia esa nueva Joséphine, que colgaba en las narices a un hombre. ¿Soy yo›? ¿Soy yo la que ha hecho eso? Se echó a reír. ¡He roto! ¡Por primara vez en mi vida, he roto con un hombre! Me he atrevido. Yo, la zoquete, la que lleva la nariz como una tonta en medio de la cara, la que se señala como ahogada de oficio, la que se abandona por una manicura, la que cubrían de deudas, de acusaciones, la que se manipula. Lo he hecho.
Levantó la cabeza. Era demasiado pronto para hablar con las estrellas pero, esta noche, se lo contaría. Contaría cómo ella había mantenido su promesa: ya nunca nadie la trataría como a una cantidad despreciable, ya nadie la aplastaría con su desdén, ya nadie la ofendería sin que ella se defendiese. Había mantenido su palabra.
Corrió a despertar a Shirley para contarle la buena noticia.
Henriette Grobz salió del taxi recolocándose el vestido de seda cruda e, inclinándose hasta la ventanilla, pidió al taxista que la esperase. El hombre masculló que tenía cosas mejores que hacer. Henriette le prometió con tono seco una buena propina; él asintió mientras ajustaba la frecuencia de la radio. «Le ofrezco dinero para que se quede sentado detrás del volante sin moverse, ¡y protesta!», gruñó Henriette aplastando bajo sus tacones cuadrados la grava del paseo. «¡Qué asco de vagos!».
Venía a buscar a su hija. «Ya basta, ya has descansado bastante, no te vas a pudrir en la habitación de una clínica, eso ya no es más que autocomplacencia; haz las maletas y prepárate para marcharte», la había prevenido por teléfono.
Los médicos habían dado su conformidad, Philippe había pagado la factura, Carmen la esperaba en casa.
– ¿Qué voy a hacer ahora?-preguntó Iris, ya sentada en el taxi, las manos apoyadas en las rodillas-. Aparte de una buena manicura…
Escondió las manos bajo el bolso para disimular sus uñas estropeadas.
– Estaba bien en mi pequeña habitación. Nadie venía a molestarme.
– Vas a luchar. A recuperar a tu marido, a reconquistar tu posición y tu belleza, que tienes tendencia a desatender. ¡Un montón de espinas! ¡En eso te has convertido! Se corta una al darte un beso. Una mujer que se abandona es una mujer sin porvenir. Eres demasiado joven para enclaustrarte.
– Estoy acabada -dijo Iris con voz calmada, como si constatara un hecho.
– ¡Tonterías! Haces un poco de gimnasia, engordas un poco, te maquillas y recuperas a tu marido. A cualquier hombre se le atrapa con una buena danza del vientre. ¡Aprende a mover las caderas!
– Philippe… -suspiró Iris-. Viene a verme por caridad.
Le molesto, se dijo. No sabe qué hacer conmigo. No se debe molestar cuando el amor ha terminado. Hay que conseguir que te olviden, hacerse muy pequeña para no precipitar la caída. Esperar a que el otro te olvide, que no recuerde lo que tiene que reprocharte. Esperar que vuelva a ti, una vez pasada la tormenta.
– ¡Haz un esfuerzo!
– No tengo ganas…
– Las ganas tendrás que recuperarlas, si no, acabarás como yo: vestida con chándales que pican y comiendo atún en aceite de coche usado, y guisantes del Día.
Iris se incorporó con una chispa de ironía en los ojos.
– ¿Así que es por eso por lo que me sacas de allí? ¿Porque ya no tienes dinero y cuentas con Philippe para recuperarte económicamente?
– ¡Ah! Ya veo que estás mejor ¡estás recuperando fuerzas!
– No te he visto muy a menudo durante estas semanas en la clínica. Tu ausencia era notable.
– Me deprimía.
– Y, de pronto, vienes porque me necesitas, o más bien necesitas el dinero de Philippe. ¡Es desesperante!
– Lo desesperante es que tú renuncies mientras Joséphine, en cambio, se pavonea. Ha ido a comer a casa de ese cerdo de Marcel. ¡Del brazo de tu marido!
– Lo sé, me lo ha dicho él… No se esconde, ¿sabes? Ni siquiera hace ese esfuerzo… Preferiría que me mintiese, eso me dejaría algo de esperanza. Podría decirme que me preserva, que todavía le importo.
– ¿Y tú te dejas hacer?
– ¿Qué quieres que haga? ¿Que me eche a llorar? ¿Que me arrastre a sus pies? Eso estaba muy bien en tus tiempos. Hoy en día la piedad ya no funciona. Ahora hay que competir en todo, incluso en amor. Se necesita nervio, siempre más nervio, seguridad, aplomo y yo carezco absolutamente de todo eso.
– No importa. Lo recuperarás…
– Además, ni siquiera estoy segura de quererle. No quiero a nadie. Hasta mi hijo me deja indiferente. No le di un beso en Nochebuena. ¡No tenía ganas de agacharme para besarle! Soy un monstruo. Así que mi marido…
Había pronunciado las últimas palabras con un tono despreocupado, como si esa observación la divirtiese en vez de afligirla.
– ¿Quién te pide que le ames? ¡Eres tú la pasada de moda, querida!
Iris se volvió hacia su madre y decidió que la conversación se volvía interesante.
– ¿Tú quisiste a papá?
– ¡Qué pregunta más estúpida! Era un marido, no me planteaba esas cuestiones. Nos casábamos, vivíamos juntos, a veces reíamos, otras no, pero no sufríamos por ello.
Iris no recordaba haber oído a sus padres reír juntos. Él se reía solo de los juegos de palabras que inventaba. ¡Qué hombre más curioso! No se hacía notar, hablaba poco, murió como vivió: sin hacer ruido.
– De todas formas -prosiguió Henriette-, el amor es un engañabobos que se inventó para vender libros, periódicos, cremas de belleza y entradas de cine. En realidad, lo es todo salvo romántico.
Iris bostezó.
– Quizás deberías haber pensado en todo eso antes de tener hijos… Ahora es un poco tarde, ¿no?
– En cuanto al sexo al que tanta importancia dais hoy en día, prefiero no hablar… Es un aspecto repugnante que hay que esforzarse en cumplir para satisfacer al hombre que se menea encima de una.
– Cada vez peor. Si querías darme ganas de volver a mi habitación de enferma ¡no podrías hacerlo mejor!
– ¡Pero si no has salido de allí para enamorarte! Has salido para recuperar tu posición, tu piso, tu marido, tu hijo…
– ¡Mi cuenta en el banco y compartirla contigo! Lo he entendido. Pero tengo miedo de decepcionarte.
– No dejaré que caigas por la pendiente de la desesperación. ¡Es demasiado fácil! Voy a cogerte de la mano, hija. ¡Cuenta conmigo!
Iris sonrió con una especie de desencanto tranquilo, y volvió su rostro melancólico a la ventanilla. ¿Qué les pasaba a todos que estaban empeñados en que pasara a la acción? El médico que la trataba le había encontrado un profesor de gimnasia, que iba a ir a su casa a «reconectarla a su cuerpo». ¡Qué espantosa jerga! Como si yo fuese un cable que se conecta a un enchufe. Era un médico joven. Alto, dulce, el pelo castaño, los ojos marrones, redondos como canicas, una barba de bardo melancólico. Un hombre preciso y sin misterio, con el que una está segura de no sufrir nunca. Un hombre que debía de llegar siempre puntual. Él la llamaba señora Dupin, ella le llamaba doctor Dupuy. Ella podía leer, en sus ojos, el diagnóstico preciso que estaba estableciendo. Podía casi descifrar en ellos el nombre de los medicamentos que iba a prescribirle. Ella no provocaba ninguna reacción en él. Antes de entrar en esa aterciopelada clínica, todavía gustaba. Las miradas de los hombres no resbalaban sobre mí como la del doctor Dupuy. Mi madre tiene razón, debo recuperarme. No tengo más que mentir, pretender que tengo cinco años menos y rellenar mi mentira de Botox.
Buscó a tientas la polvera dentro del bolso, y la abrió con el fin de contemplarse en el espejo. Percibió dos manchas azules inmensas y graves, que la miraban. ¡Mis ojos! ¡Me quedan mis ojos! ¡Mientras tenga mis ojos, estoy salvada! Los ojos no envejecen nunca.
– ¡Qué bien se está fuera! -dijo Iris, apaciguada por haberse reencontrado con su belleza.
Después, volviendo al espectáculo de la calle bajo la lluvia, exclamó:
– ¡Qué feo es! ¿Cómo hace la gente para vivir en esas jaulas? Entiendo que les prendan fuego. Amontonan a la gente en conejeras y luego les asombra que se rebelen…
– Piénsalo bien. Si no quieres terminar en una de esas torres, te interesa arreglarte y recuperar a tu marido. Si no, te verás obligada a descubrir el encanto escondido de los barrios pobres…
Iris esbozó una sonrisa cansada. No volvió a pronunciar palabra y se apoyó en la ventanilla.
No ha apreciado mucho mi comentario, pensó Henriette, observando con el rabillo del ojo el perfil terco de su hija mayor. Cada vez que Iris se ve ante una realidad desagradable, intenta evitarla. Nunca se enfrenta a ella. Siempre sueña en otra cosa. Transportada a un mundo ideal con un golpe de varita mágica, que borra todos los problemas y resuelve todas las dificultades. Un mundo aterciopelado, dulce, en el que ella sólo debe aparecer. Estaría dispuesta a escuchar a cualquier charlatán que viniese a venderle la felicidad más blanca que blanca y sin el menor esfuerzo. Dispuesta a ofrecerse al señor que la colme: Botox o Dios. Podría convertirse en monja, encerrarse en un convento, simplemente para no tener que luchar. Ella, a quien todos creen tan fuerte, no se sostiene más que sobre un sueño de pacotilla. Cualquier cosa antes que hundir sus manos en el pringue de la realidad. Sin embargo, va a tener que esforzarse mucho, Philippe no se dejará volver a atrapar fácilmente. Qué hija más extraña. Te barre con su sonrisa luminosa, te roza con su mirada de azul intenso, sin verte. Ni la sonrisa ni la mirada transmiten una pizca de calor, ni el menor interés. Al contrario, las despliega como dos biombos que la protegen. Y sin embargo, todos sucumben a ella: es tan hermosa… ¡Y decir que estoy hablando de mi hija! Podría decirse que estoy enamorada de ella. Como esa Carmen que la espera en casa. En todo caso, no pagaré el taxi. ¡Esta carrera es una ruina!
¿Qué va a ser de mi vida?, se preguntaba Iris limpiando con la yema del dedo el vaho de la ventanilla. Tendré que salir, enfrentarme a los demás. A esas bocas sedientas de calumnias que se han atiborrado evocando mi caso, estos últimos meses. Escuchaba sus cuchicheos malintencionados, sus silbidos de comadres: la bella Iris Dupin agoniza en una clínica a las afueras de París. Lanzó un suspiro. Tengo que encontrar una defensa. Un caballo de Troya que me reintegre a esa alta sociedad cruel y fétida. ¿Bérengère? Demasiado frívola. No da la talla. ¿Un hombre? Un hombre rico y poderoso. Un hombre eminente que se fije en mí. Soltó una risita. ¡En mi estado! Me he hecho invisible. No me queda nada más que seducir a mi marido. Mi madre tiene razón. Esa mujer tiene razón a menudo. Es prudente, tenaz. No me queda más que Philippe. No tengo elección. Es mi única carta. Está colado por ese pavo de Joséphine. Un elefante en una cacharrería. Volcaría las mesas a su paso si la invitara a comer, y sería capaz de agradecer efusivamente a la chica del guardarropa que hubiera colocado bien su abrigo. De pronto se incorporó y golpeó el bolso con las palmas de sus manos.
¿Por qué no se me había ocurrido antes?
¡Sería Joséphine, su caballo de Troya! ¡Pero, claro! Sería con ella con quien se mostraría. ¿Quién mejor que ella podría hacer ver al mundo parisino que la historia del libro no era más que un asunto injusto y exagerado? Uno de esos chismes inflados hasta la desmesura, que la punta de una aguja hace estallar. Hacerles creer a esas bocas de alcantarilla que esa historia no era más que un terrible malentendido, un pacto entre las dos hermanas. La una quería escribir, pero se negaba a firmar, a aparecer en público; la otra, a quien le hizo gracia la broma, consintió interpretar un papel. Sólo querían divertirse. Como cuando eran pequeñas e inventaban juegos de rol.
Lo que debía haber sido una diversión, se había convertido en un escándalo. Y si ellas tenían culpa de algo, era de no haber previsto el éxito.
¿Cómo no se le había ocurrido antes? Por culpa de estar rumiando en aquella clínica. Estaba perdiendo toda mi creatividad, embrutecida por pildoritas de todos los colores. No es a mi marido a quien debo conquistar primero, es a Joséphine. Será mi ábrete sésamo, la llave para mi regreso al mundo. No debe de soportar estar enfadada conmigo, y debe de sonrojarse de vergüenza ante la idea de haber seducido a mi marido. Las llamas del Infierno le acarician los dedos de los pies y ponen al rojo vivo su conciencia. La invitaré a comer en un restaurante conocido. Habré reservado una mesa bien a la vista. Mostrarme al lado de quien pretenden mi víctima bastará para acallar las lenguas de víbora. Ya se imaginaba los diálogos en las mesas vecinas: ¿no son ésas las hermanas enemigas, esas sentadas allí? ¡Sí! Creía que se habían peleado. No era tan terrible, entonces, ya que están comiendo juntas. El olvido descendería sobre este mundo de memoria agujereada como un colador. Hay demasiadas villanías que memorizar para permitirse el lujo de recordarlas todas. Y así, sin rebajarme, sin explicarme, sin pedir perdón, retomaré mi lugar y borraré la baba de los chismes. Luminoso. Fácil. Eficaz. Sintió ganas de aplaudirse. Y después, decidió, tamborileando sobre su bolso Chanel, encantada y ligera, después sólo tendré que recuperar a mi marido.
Sacó una barra de labios y retocó su sonrisa.
Tendré que comprar otra barra de este color.
Poner mi guardarropa al día.
Pedir cita en la peluquería.
Ponerme extensiones para recuperar mi pelo largo.
Cuidado de manos, cuidado de pies.
Botox.
Vitaminas buen aspecto.
Braga brasileña.
Y después, danza del vientre ¡ya que es necesario!
El paisaje había cambiado. Percibía las torres de La Défense y, más lejos, los árboles del Bois de Boulogne. Los edificios de piedra tallada reemplazaron pronto a los bloques de hormigón, y las farolas se volvieron más estilizadas. Siempre había sabido salir de las peores situaciones con un golpe maestro. Había que reconocerle esa cualidad. Quizás no sepa hacer gran cosa, pero camuflo mis crímenes con maestría.
Se estiró y extendió los brazos.
– Parece que te encuentras mejor -remarcó Henriette-. ¿Acaso reconocer el camino a tu casa es lo que fustiga tu humor?
– Hay que desconfiar del agua que duerme, madre querida. Los peores planes fermentan bajo la aparente quietud. Pero tú eso ya lo sabes, ¿verdad? Nunca se es exactamente quien los demás creen.
Se inclinó hacia el taxista y le pidió que se detuviese.
– Creo que voy a hacer el resto del camino andando. ¡Me sentará bien y acabará dándome ese latigazo del que hablas!
Henriette lanzó una mirada horrorizada al taxímetro. Iris sorprendió su mirada.
– Te dejo pagar… No llevo dinero encima. Lo siento.
– Si lo hubiese sabido ¡habríamos vuelto en autobús! -gruñó Henriette.
– No presumas de lo que no eres… Odias el transporte público.
– ¡Huele a cebolla verde y a pies!
Iris le dedicó su famosa sonrisa. Esa que ignoraba los taxímetros y los tropiezos de la vida. Una risa maliciosa atravesó sus ojos. Henriette se sintió aliviada. Pagaría la carrera, pero pronto se lo devolverían multiplicado por cien. Había tenido gastos importantes estos últimos tiempos, gastos imprevistos. Pero si todo funcionaba como tenía pensado, esa secretaria asquerosa no se saldría con la suya. De hecho, a esas horas, ya no debía de estar haciéndose tanto la interesante.
A esas horas, incluso debía de haber dejado de ser interesante del todo.
De vuelta a su casa, de pie en el cuarto de baño, vestida con su camisón largo, Henriette Grobz reflexionaba. Si el plan A no resultaba satisfactorio, el plan B, con Iris, estaba en marcha. Su jornada había sido, a pesar del taxímetro-¡noventa y cinco euros sin la propina!-, positiva.
Ya no se la volverían a jugar más. Con Marcel había pecado de negligencia. Se había dejado llevar, había creído que su vida estaba bien trazada. Gran error. Pero había aprendido una lección: no fiarse nunca de la aparente seguridad, prever, anticipar. La vida de un ama de casa se gestiona como una empresa. La competencia está al acecho, ¡dispuesta a desalojarte! Lo había olvidado, y el despertar había sido brutal.
Plan A, plan B. Todo estaba en marcha.
Contempló con ternura la antigua marca de una quemadura en su muslo. Un pálido rectángulo rosa, liso y suave.
¡Y pensar que todo empezó ahí! ¡Un simple accidente doméstico y se había vuelto a poner en marcha! ¡Qué buena idea había tenido, ese día de primeros de diciembre, al decidir hacerse el moño sola! Se felicitó por ello calurosamente, acariciando el rectángulo.
Ese día, lo recordaba bien, había ido a buscar el alisador del pelo al armario del cuarto de baño. ¡Hacía siglos que no lo utilizaba! Lo había enchufado. Se había desenredado los mechones largos que se agarraban al peine como paja seca, los había separado en bloques iguales y esperaba pacientemente a que la plancha se calentara para alisarlos uno por uno, y levantarlos después para hacerse un moño en lo alto del cráneo. Debía aprender a peinarse sin ayuda de Campanilla, su peluquera. Antes, en los benditos tiempos en los que Marcel Grobz le llenaba la cartera, Campanilla venía a peinarla cada mañana, antes de marcharse a su salón parisino. La había bautizado Campanilla porque realizaba maravillas con sus dedos de hada. Y porque siempre se olvidaba de su nombre. Y además eso tenía un toque afectuoso que revalorizaba a aquella pobre chica que seguía siendo bastante fea, y disminuía el monto de las propinas.
Ya no tenía los medios para regalarse los servicios de Campanilla. Ahora, debía tener cuidado para ahorrar, un euro es un euro. Por la noche, cuando se levantaba para ir al servicio, se iluminaba con una linterna y sólo tiraba de la cadena una de cada tres veces. Al principio, esa caza a los gastos superfluos la había irritado, humillado. Pero había empezado a cogerle el gustillo y debía reconocer que aquello añadía sal a su vida cotidiana. Por ejemplo, por las mañanas, se fijaba una suma de gastos que no debía rebasar en todo el día. Hoy ¡no más de ocho euros! A veces necesitaba grandes dosis de imaginación para cumplir su propósito, pero la necesidad agudiza el ingenio. Una mañana, invadida por una audacia repentina, había decidido: ¡cero euros! Había tenido un pequeño sobresalto de sorpresa. ¡Cero euros! ¿Había dicho eso? Le quedaban algunas galletas, jamón, zumo de naranja, pan de molde, pero para la baguette tierna de la mañana y el lápiz de labios Bourjois de Monoprix habría que encontrar una estratagema. Había permanecido en su cama hasta que dieron las doce. Se revolvía, cavilaba, imaginaba todo tipo de trampas para recuperar una moneda descuidada, un lápiz de labios que cae del mostrador y que empujaría con el pie hasta la salida, ante las narices del vigilante; se retorcía de satisfacción, arrugaba una nariz que volvía a ser femenina, exquisitos hoyuelos de placer horadaban sus mejillas ásperas y arrugadas, cloqueaba, ¡ayayay, qué aventura! Y después, sin poder aguantar más, se había levantado, había escondido sus mechones bajo el sombrero, se puso una blusa, una falda, un abrigo y pisó, con pie de conquistadora, la calle. Valor, se había dicho, mientras el viento se estrellaba en sus ojos y la hacía lagrimear. El frío le atenazaba los dedos, las dos manos no le bastaban para mantener quieto el gran tocado que amenazaba con volar de su cabeza. Le llegó un dulce olor a baguette caliente procedente de la panadería cercana. Miró a su alrededor, buscando un medio para obtener sus fines, y de pronto se arrepintió de haberse dejado llevar hasta tal extremo: ¡cero euros! Había apretado los dientes y había levantado el mentón. Había permanecido un buen rato inmóvil, buscando con la mirada una solución que no encontraba. ¿Irse sin pagar? ¿Dejarlo a deber? Sería hacer trampa. Lágrimas de frío le quemaban las mejillas, sacudía la cabeza, descorazonada, cuando, de pronto, bajó la mirada al suelo y vio un mendigo. Un pobre diablo con bastón blanco que había colocado su platillo al alcance de la mano. Un platillo, además, bien repleto. ¡Salvada! En el paroxismo de su codicia, había buscado en las alturas lo que tenía a sus pies. Un suspiro de felicidad se había escapado de sus labios. Se había estremecido de alegría, pero enseguida volvió a serenarse. Se había secado el sudor de la frente y estudió con calma la situación, los peatones en la avenida, su posición. El ciego había estirado sus delgadas piernas sobre la acera, y golpeaba con la punta de su bastón blanco con el fin de atraer la atención. Ella había mirado a la derecha, a la izquierda, y había vaciado el platillo con un rápido gesto de la mano. ¡Nueve monedas de un euro, seis de cincuenta céntimos, tres de veinte y ocho de diez! Era rica. Había estado a punto de besar al ciego y había subido corriendo a su casa. La risa contenida llenaba sus grandes arrugas y, cuando cerró la puerta, dejó estallar su alegría. ¡Ojala esté allí mañana! Si vuelve, si no se da cuenta de nada, ¡doblo mi apuesta de cero euros diarios!
La aventura le cosquilleaba el vientre, ya no tenía hambre.
El ciego había vuelto. Sentado sobre la acera, un gorro en los ojos, gafas oscuras, un trozo de bufanda alrededor del cuello y las manos atrozmente mutiladas. Ella ponía mucho cuidado en no mirarle para no sentir, en lugar del delicioso escalofrío por el peligro que había corrido, los tormentos de una conciencia poco acostumbrada a cometer hurtos.
Esa caza del gasto cero convertía en apasionantes sus jornadas. Olvidamos a menudo mencionar esa voluptuosidad fuera de la ley de los necesitados obligados a sisar, pensaba Henriette. Ese placer prohibido que transforma cada instante de la vida en una aventura. Porque si, por desgracia, el mendigo cambiaba de lugar, tendría que encontrar otra víctima. Por esa razón había decidido no robarle más que unas monedas cada vez, dejándole algo para subsistir. Y para que no pensara que le estaba desvalijando, hacía tintinear las monedas sustraídas para que creyese que las depositaba en lugar de llevárselas.
Ese famoso día, pues, esa mañana en la que esperaba que la plancha se calentara, se había preguntado de pronto si el ciego estaría en su lugar y, llena de angustia, queriendo verificar en el acto si su pitanza estaba asegurada, se había levantado bruscamente y había tirado la plancha al rojo vivo que había caído sobre su muslo, produciéndole una quemadura horrible. Jirones enteros de piel saltaron cuando retiró el metal candente. La sangre fluía entre la piel arrasada. Lanzó un grito de horror y corrió a ver a la portera, suplicándole que fuese a buscar una pomada, o pidiese consejo a la farmacéutica de la esquina. Fue entonces cuando la buena mujer, a la que antaño había encumbrado con regalos que ella ya no quería, la hizo entrar en su portería, descolgó el teléfono y marcó, con aire misterioso, un número.
– En unos minutos, no sentirá calor y en una semana, ¡la piel estará sonrosada y hermosa! -le aseguró, golpeando el aparato con expresión de conspiradora.
Después le había pasado a su interlocutora.
Y así fue. El calor desapareció y después la carne abotargada se alisó como por encanto. Cada mañana, Henriette, atónita, constataba la rápida curación.
A pesar de todo, le había costado cincuenta euros y ya podía gruñir, la curandera al otro lado de la línea no cedía. Era su precio. Si no, soplaba por el teléfono y el dolor volvería. Henriette había prometido pagar. Más tarde, en posesión del precioso número, había llamado a la que ya había bautizado como la bruja. Le había dado las gracias, había preguntado a qué dirección debía enviar el cheque y después, cuando estaba a punto de colgar, la otra propuso:
– Si necesita usted otros servicios…
– ¿Qué hace usted además de curar quemaduras?
– Esguinces, picaduras de insectos, venenos, herpes…
Enumeraba con tono mecánico un catálogo de servicios a la carta.
– Inflamaciones diversas, pérdidas blancas, eccemas, asma…
Henriette la había interrumpido. Le había venido, de forma fulgurante, una idea a la cabeza:
– ¿Y las almas? ¿Trabaja usted las almas?
– Sí, pero es más caro… Retorno de afecto, depresión, caza de espíritus, desencantamientos…
– ¿También realiza encantamientos?
– Sí, y es aún más caro. Porque tengo que protegerme si no quiero que me rebote…
Henriette había reflexionado, y concertó una cita.
Un buen día, pues, justo antes de las fiestas de Navidad que iban a consagrar su soledad y su pobreza, se había presentado en casa de Chérubine. En un viejo edificio del distrito veinte. Calle Vignoles. Sin ascensor, una moqueta verde tachonada de manchas y agujeros, un olor a col rancia, una vivienda en el tercer piso en la que, sobre el timbre, un cartel decía: «Llame aquí si está perdido». Le abrió una mujer gruesa. Entró en un apartamento minúsculo donde cabía con dificultad el diámetro de la cintura de su propietaria.
Todo era rosa en casa de Chérubine. Rosa y en forma de corazón. Los cojines, las sillas, los cuadros de las paredes, los platos, los espejos y las flores de papel maché. Hasta la frente abombada y reluciente de Chérubine estaba adornada con tirabuzones lacados. Sus brazos, grasos y blanduzcos como el queso blanco, salían de una chilaba de fular rosa. A Henriette le pareció que había entrado en la caravana de una gitana obesa.
– ¿Me ha traído ella una foto? -preguntó Chérubine encendiendo velas rosas sobre una mesa de bridge cubierta con un mantel rosa.
Henriette sacó de su bolso una foto de cuerpo entero de Josiane, y la colocó ante la gruesa mujer cuyo pecho se levantaba emitiendo un silbido. Tenía la tez pálida, el pelo extraño. Le debía de faltar clorofila. Henriette se preguntó si saldría alguna vez de casa. Quizás haya entrado un día y ya no pudo volver a salir, vista su envergadura y la estrechez de la estancia.
Levantando la mirada, mientras Chérubine sacaba una caja de labor de debajo de la mesa, Henriette percibió, colocada sobre la esquina de una cómoda, una gran estatua de la Virgen María que, las manos juntas y una corona dorada sobre su velo blanco, se inclinaba hacia ellas. Se sintió aliviada.
– ¿Y qué desea ella exactamente? -preguntó entonces Chérubine, adoptando el mismo aire devoto e inclinado que la Virgen.
Henriette dudó durante un instante, preguntándose si Chérubine se dirigía a ella o a la Virgen. Después se rehízo.
– En realidad no quiero recuperar un afecto -explicó Henriette-, quiero que mi rival, la mujer de la foto, caiga en una profunda depresión, que todo lo que toque se agrie y que mi marido vuelva.
– Ya veo, ya veo… -dijo Chérubine cerrando los ojos y cruzando los dedos sobre su abundante pecho-. Es una petición muy cristiana. El marido debe permanecer junto a la mujer que ha elegido como compañera el resto de su vida. Ésos son los lazos sagrados del matrimonio. El que los deshace provoca la furia divina. Vamos a pedir, pues, un encantamiento de primer grado. ¿Desea ella su muerte?
Henriette dudó. El uso del pronombre personal de tercera persona del singular la turbaba. Le costaba entender a quién se dirigía Chérubine.
– No quiero su muerte física, sólo quiero que desaparezca de mi vida.
– Ya veo, ya veo… -salmodió Chérubine, los ojos todavía cerrados, pasando y repasando sus manos sobre su pecho como si lo amasara.
– Esto… -preguntó Henriette-, ¿qué es exactamente un encantamiento de primer grado?
– Pues bien, esa mujer se sentirá muy cansada, perderá el gusto por todo, el gusto por el acto sexual, por las tartaletas de fresas, por la conversación, por jugar con sus hijos. Irá marchitándose como una flor cortada. Perderá su belleza, su risa, su fuerza. En una palabra: perecerá lentamente, tendrá pensamientos sombríos e incluso suicidas. Una flor cortada, no puede decirse mejor…
Henriette se preguntó si era por esa razón que el apartamento estaba lleno de flores de papel maché. Una flor por víctima.
– ¿Y mi marido volverá?
– El aburrimiento y el asco se extenderán a todo lo que toque esa mujer y, a menos que él esté movido por un amor extraordinario, más fuerte que el sortilegio, se alejará de ella.
– Perfecto -dijo Henriette, hinchándose de satisfacción bajo su sombrero-. Necesito que él siga en forma para mantener su negocio y ganar dinero.
– Entonces le protegeremos… Ella deberá traerme una foto suya.
¡Ah! ¡Tendrá que volver! La boca de Henriette se arrugó con una mueca de asco.
– ¿Tiene hijos con esa mujer?
– Sí. Un hijo.
– ¿Quiere ella que se le trabaje también?
Henriette dudó. Al fin y al cabo, era un bebé…
– No. Primero quiero desembarazarme de ella…
– Perfecto. Ahora ella puede marcharse, voy a concentrarme en la foto. Los efectos serán inmediatos. El sujeto va a sumergirse en una languidez y un malestar perpetuos, en una tristeza existencial, y perderá el gusto por todo.
– ¿Está usted segura? ¿Completamente segura?
– Ella podrá verificarlo, si está en sus manos… Chérubine no fracasa nunca.
Se volvió hacia la estatua de escayola y juntó las manos en signo de sumisión a la Virgen.
– El hombre casado no debe abandonar a su esposa. El sacramento del matrimonio es sagrado. Ya lo verá -añadió volviéndose hacia Henriette-. Ella sabrá decírmelo… ¿Tiene ella un medio para verificar la eficacia del sortilegio?
Henriette pensó en la criada que encontraba en el parque cuando ésta paseaba al niño, y a la que sobornaba desde hacía varios meses para conseguir noticias de la repudiada pareja.
– Sí. Podré, en efecto, seguir los progresos de su…
Quiso pronunciar la palabra «trabajo», pero no lo consiguió. Se sentía oprimida en esa atmósfera de calor sofocante, en la que los muebles parecían acercarse a ella poco a poco y rodearla.
– Serán seiscientos euros. En efectivo. Acepto cheques para las pequeñas sumas, para las grandes quiero efectivo. ¿Ella lo ha comprendido?
Henriette se atragantó. Había calculado que la bruja le pediría doscientos, trescientos euros como mucho.
– Es que sólo tengo trescientos euros aquí…
– No hay problema, ella me los da y volverá con el resto cuando traiga la foto del marido. Pero hay que volver pronto… -añadió con cierto tono de amenaza en la voz-. Porque si empiezo el trabajo…
Se acentuó el silbido de su respiración. Apoyó la mano en el pecho, lanzó un largo suspiro que terminó en un mugido. Henriette tembló. Se preguntaba si no había cometido un gran error recurriendo a esa mujer. Pero la imagen de Marcel y Josiane cubiertos de amor, beatíficos en su gran piso, barrió sus escrúpulos.
Había sacado los billetes escondidos en el sujetador y los había dejado sobre la mesa.
Ese día había salido a la calle, aturdida. Sin un céntimo. Había tenido que hacer un esfuerzo para entrar en una boca de metro y había vuelto a su casa, preocupada. Debería multiplicar sus días a cero euros para pagar a Chérubine.
Tres semanas más tarde, se había desplazado hasta el parque Monceau en busca de la sirvienta, a la que encontró sentada en un banco leyendo una revista, mientras el retoño en su sillita estaba inmerso en la contemplación de un pegajoso envoltorio de caramelo.
– Buenos días… -había dicho sentándose al lado de la chica.
– Buenas -había respondido la chica levantando los ojos de la revista.
– ¿Ha pasado buenas fiestas?
– Así, así…
– Feliz Año Nuevo -añadió Henriette, que pensaba que la muchacha no hacía muchos esfuerzos para animar la conversación.
– Gracias. Igualmente…
– ¿Qué está haciendo? -había preguntado Henriette señalando al niño con la punta de su escarpín.
– Es el papel de su piruleta -había contestado la chica, inclinándose para limpiar las mejillas maculadas de caramelo-. Le encantan las piruletas. Las mordisquea…
– ¡Parece que los devore!-exclamó Henriette-. ¡El caramelo y el papel!
– Está intentando leer el chiste que hay escrito.
– ¿Es que lee?
– ¡Uf! ¡Hace maravillas este niño! No me lo puedo creer. No sé en qué estaban pensando cuando lo fabricaron, ¡pero no debían de estar contándose tonterías!
Dejó a la criada hablar del niño, de los asombrosos progresos que hacía cada día, de sus expresiones joviales o enojadas, del estado de sus dientes, de sus pies, de sus excrementos bien compactos.
– ¡Sólo le falta hablar! Y si quiere usted mi opinión ¡no va a tardar mucho!
Henriette intentó aparentar interés, escuchó todavía algunas anécdotas sorprendentes viniendo de un niño de esa edad, y después la cortó.
No iba a empezar a enternecerse ante un retoño que babeaba con el papel de una piruleta.
– ¿Y la madre? ¿Se encuentra bien? Ya no la veo por el parque…
– ¡No me hable! Está completamente deprimida.
– Pero ¿qué le pasa?
– Tiene una languidez terrible.
– ¿Ah, sí? ¿Con toda la felicidad que acaba de entrar en su vida?
– ¡Resulta completamente incomprensible!-dijo la chica sacudiendo la cabeza-. Se pasa los días en la cama. Llorando a todas horas. Empezó una mañana, me dijo creo que tengo la gripe, me siento débil, todo me da vueltas y se volvió a acostar… y desde entonces, no ha levantado cabeza. ¡El pobre señor no sabe ya qué hacer! Le van a salir costras en el cráneo de tanto rascarse la cabeza. Incluso el pequeño ha dejado de balbucear. Se dedica a sus lecturas, atrapa todo lo que cae en sus manos y, como le digo, ¡pronto leerá solo! A la fuerza, no tiene a nadie que le divierta, se aburre ¡y entonces lee!
Henriette escuchaba, maravillada. Habría besado el aire que respiraba. ¡Así que funcionaba! Era como la quemadura: Josiane iba a desaparecer como por encanto.
– ¡Dios mío! ¡Eso es terrible!-dijo con un tono que pretendía ser de compasión, pero que relinchaba de felicidad-. ¡Pobre señor!
La chica asintió y prosiguió:
– Da vueltas como una peonza. Ella está acostada todo el día, no quiere ver a nadie, ni siquiera quiere que le abran las cortinas, la luz le hace daño en los ojos. Hasta Navidad, todo iba bien. En Navidad, se levantó, incluso tuvo invitados, pero después ¡terrible!
Henriette leía en los labios de la muchacha el boletín de su victoria.
– Tengo que hacerlo todo yo. ¡La casa, la cocina, la ropa y el niño! ¡No tengo ni un minuto libre! Salvo cuando salgo a pasearle… Entonces, respiro un poco, puedo leer un libro.
– A veces ocurren, ¿sabe?, esas depresiones. Se llaman depresiones posparto. En fin, en mis tiempos decíamos eso.
– Ella se niega a ir al médico. ¡Se niega a todo! Dice que hay mariposas negras revoloteando en su cabeza. Se lo juro, son sus propias palabras. ¡Mariposas negras!
– ¡Dios mío!-suspiró Henriette-. ¡Tan grave es!
– ¡Ya se lo estoy diciendo! A mí eso no me viene bien. ¡Y es imposible hacerla entrar en razón! Dice que se le pasará. Y lo que va a pasar ¡es que vamos a acabar marchándonos todos!
– ¡Oh! ¡Él no hará eso! ¡Está enamorado de Josiane!-había protestado Henriette, a quien le costaba contener su alegría.
– ¿Conoce usted a muchos hombres que aguanten la enfermedad? Quince días bueno, ¡pero no más! Y esto ¡hace semanas que dura! No le auguro mucho futuro a esa pareja. Y lo siento por el niño. Siempre son ellos los que pagan en esos casos…
Había dirigido su mirada hacia el bebé, que las observaba fijamente, como si intentara comprender lo que se decía por encima de su cabeza.
– Pobre pequeñín -había susurrado Henriette-. ¡Es tan rico! Con sus ricitos rojos y sus encías en carne viva.
Se había inclinado hacia el retoño, había querido posar su mano sobre su cabeza. Él había lanzado un grito estridente, se había puesto tenso y había retrocedido hasta el fondo de la sillita para evitar su caricia. Peor aún: había unido los pulgares y los dos índices y blandió hacia ella una especie de rombo amenazante, gritando para que se alejase.
– ¡Pero bueno! ¡Se diría que es usted el mismísimo diablo! ¡Así es como alejan al Maligno en El exorcista!
– ¡No, mujer, es mi sombrero! Le da miedo. Me pasa mucho con los niños.
– Es cierto que es extraño. Parece un platillo volante. ¡No debe de ser muy práctico en el metro!
Henriette se contuvo para no mandarla a paseo. ¿Acaso tengo pinta de coger el metro? Su boca se torció para impedir que se le escapara una réplica hiriente. Necesitaba a esa chiquilla.
– Bueno -había dicho levantándose-, la dejo a usted con su lectura…
Había deslizado un billete en el bolso entreabierto de la chica.
– ¡Oh! No es necesario. Me quejo, pero son buenos conmigo…
Henriette se había marchado con una sonrisa en los labios. Chérubine había trabajado bien.
Todo eso costaba dinero, seguro, calculaba Henriette en camisón, acariciándose la quemadura rosa y lisa del muslo, pero también era una inversión. Pronto Josiane no sería más que un despojo. Con un poco de suerte, se volvería amargada, agresiva. Rechazaría a papá Grobz, le echaría de su cama. Marcel, desamparado, volvería con ella. Él podía llegar a ser así de pánfilo. Siempre le había extrañado que un hombre tan temible en los negocios pudiese ser tan ingenuo en el amor. Y además, la criada tenía razón, a los hombres no les gustan las enfermas. Las soportan durante un rato, luego se desentienden.
Ahora quizás, se dijo metiéndose en su cama, sería el momento de pasar a la etapa siguiente de mi plan: acercarme a Grobz, fingir que quiero discutir los términos del divorcio, mostrarme dulce, comprensiva, dar muestras de arrepentimiento. Entonar el mea culpa. Adormecerle y atraparle. Y, esta vez, ya no se volvería a escapar.
Y si eso no funcionaba, siempre estaría el plan B. Iris había vuelto a la vida, por lo que parecía. Había esbozado una gran sonrisa triunfante cuando se había bajado del taxi. Plan A, plan B… ¡Estaría salvada!
Gary y Hortense, en un Starbucks café, saboreaban un capuchino. Gary se había citado con Hortense durante su pausa para comer; miraban a través del escaparate pasar a la gente por la acera, hundiendo los labios en la espuma blanca y espesa. Era uno de esos días de invierno que los ingleses llamaban «gloriosos». What a glorious day!, decían, por la mañana, saludándose con una gran sonrisa satisfecha, como si fueran personalmente responsables. Cielo azul, frío intenso, luz brillante.
Hortense se fijó en un hombre que caminaba mientras terminaba de vestirse con una mano y comía un donut con la otra. ¡Qué tarde! ¡Qué tarde!, canturreó estudiando su caminar de pingüino retrasado. Estaba tan ocupado que no vio la pared transparente de una marquesina de autobús y se golpeó de frente; por efecto del golpe, se dobló y soltó todo lo que llevaba. Hortense se echó a reír y dejó la taza que sorbía lentamente.
– Bueno… Se diría que estás en forma -declaró Gary con tono siniestro.
– ¿Por qué? ¿Tú no lo estás? -respondió Hortense sin dejar de mirar al hombre.
Ahora él estaba a cuatro patas, intentando recuperar el contenido de su maletín derramado sobre la acera, la marea de peatones se abría para evitarle y se cerraba una vez franqueado el obstáculo.
– Ayer por la tarde fui convocado por mi abuela…
– ¿En Palacio?
Gary asintió. El capuchino había dibujado un fino bigote blanco encima de sus labios. Hortense lo borró con el dedo.
– ¿Por algún motivo en particular? -preguntó mientras seguía mirando con el rabillo del ojo al hombre arrodillado que respondía al teléfono e intentaba cerrar el maletín a la vez.
– Sí, dijo que ya he holgazaneado bastante, que debo decidir lo que voy a hacer el año que viene. Estamos en enero… Es ahora cuando tengo que inscribirme en la universidad…
– ¿Y qué le has respondido?
El hombre había colgado, se preparaba para volver a ponerse de pie, cuando se puso a golpearse los muslos y el pecho con todas sus fuerzas, con expresión de pánico, los ojos mirando a todos lados.
– Pues ése es el problema, nada. ¿Sabes?, ¡impresiona mucho! Tienes que obedecerla en todo…
Hortense contuvo la risa. ¿Y ahora qué le pasaba?
– Me dio a elegir entre una academia militar o una facultad de derecho, algo así. Me precisó que todos los hombres de la familia habían pasado por el ejército, ¡incluso ese viejo pacifista de Carlos!
– ¡Te van a afeitar la cabeza!-exclamó Hortense, sin dejar de ver el espectáculo en la calle-. ¡Y vas a llevar un uniforme!
El hombre parecía haber perdido su teléfono y volvió a ponerse a cuatro patas entre el gentío para buscarlo.
– ¡No iré a una academia militar, no entraré en el ejército ni estudiaré derecho, negocios o cualquier otra cosa!
– Bueno, al menos está claro… Entonces ¿cuál es el problema?
– ¡El problema es la presión a la que va a someterme ella! No te suelta así como así, ¿sabes?
– ¡Eres tú quien decide, es tu vida! Tienes que decirle lo que tú tienes ganas de hacer.
– Quiero hacer música… Pero no sé todavía de qué modo. Pianista. ¿Es una profesión, pianista?
– Si estás dotado y trabajas como un loco.
– Mi profe dice que tengo un oído absoluto, que debo continuar pero… No sé, Hortense. No sé. Sólo hace ocho meses que estudio piano. Es angustioso decidir a mi edad lo que voy a hacer durante toda la vida…
El hombre había encontrado el móvil y, todavía agachado, intentaba recolocar la tapa, mientras mantenía su maletín agarrado bajo el brazo, lo que no facilitaba la tarea.
– Vuelve a acostarte, chaval -suspiró Hortense-, ¡hoy no es tu día!
– ¡Muchas gracias!-exclamó Gary-. ¡La verdad es que a ti se te ocurren fácilmente las soluciones!
– ¡No te lo decía a ti! Hablaba del hombre que se acaba de caer en la calle. ¿No has visto nada?
– ¡Creía que me estabas escuchando! ¡Eres realmente increíble, Hortense! ¡Los demás te importan un comino!
– No es eso… Es que empecé a ver el culebrón del tío ese en la calle antes de que empezases a hablar. Bueno, ya no le miro más, te lo prometo…
Sólo un último vistazo: el hombre se había incorporado y buscaba algo por el suelo. ¡No irá a recoger su donut! Levantó ligeramente las nalgas para seguirle. El hombre escrutaba la acera, localizó el bollo un poco más lejos, al lado del pie de la marquesina, se agachó, lo recogió, le quitó el polvo y se lo llevó a la boca.
– ¡Agg, qué tío más asqueroso!
– Muchas gracias -dijo Gary, levantándose-. ¡Vete a la mierda, Hortense!
Abrió la puerta del café y salió cerrándola de golpe.
– ¡Gary!-gritó Hortense-, vuelve…
No se había terminado el capuchino y dudaba si dejarlo en la mesa. Era su comida.
Se precipitó a la calle y buscó con la mirada en qué dirección se había marchado Gary. Percibió sus espaldas anchas, su gran estatura que giraba en la esquina de Oxford Street con una pirueta furiosa. Le alcanzó y le cogió del brazo.
– ¡Gary! Please! ¡No estaba hablando de ti cuando he dicho «tío asqueroso»!
Gary no respondió. Avanzaba con grandes zancadas y a ella le costaba seguirle.
– Teniendo en cuenta que mides dieciocho centímetros más que yo, tus zancadas son, pues, un dieciocho por ciento más grandes que las mías. Si continúas a ese ritmo, pronto me dejarás atrás y ya no podremos hablar…
– ¿Quién te ha dicho que tengo ganas de hablar? -masculló él.
– Tú, hace un momento.
El permaneció mudo y continuó a paso ligero, arrastrándola del brazo derecho.
– ¿Es que voy a tener que tirarme al suelo? -preguntó ella, sin aliento.
– Vete a la mierda.
– ¡Qué argumento tan poco consistente! Tu abuela tiene razón, deberías continuar tus estudios, estás perdiendo vocabulario.
– ¡Que te jodan!
– ¡No estás mejorando!
Continuaron caminando. What a glorious day! What a glorious day!, canturreaba mentalmente Hortense. Esa mañana, había sacado la mejor nota en clase de estilo y había dibujado un ojal muy elegante para la clase de la tarde. Los otros alumnos la detestarían. Si apreciaba el estilo, no dejaba de lado la técnica y recordaba una frase que leyó en una revista: «Un diseñador que no conoce la técnica no es más que un ilustrador».
– Te doy hasta la esquina de la calle para cambiar de humor, porque en la esquina nuestros caminos se separan. Mi tiempo es valioso.
Él se detuvo con tanta brusquedad que ella chocó contra él.
– Quiero hacer música, es la única cosa de la que estoy seguro. No fumo, no bebo, no me drogo, no siso en las tiendas para conseguir un determinado look, no me dedico a escuchar cómo me crece el pelo esperando a Dios, no tengo gustos caros, pero quiero hacer música…
– Pues entonces, dile todo eso…
Gary se encogió de hombros y la miró desde su gran altura. Sus ojos se detuvieron por encima de ella y dibujaron un techo de cólera.
– ¿Saco el pararrayos o me fulminas ahora mismo? -preguntó ella.
– ¡Como si fuese tan sencillo! -dijo él levantando los ojos al cielo.
– Y tu madre, ¿qué dice?
– Que haga lo que quiera, que todavía tengo tiempo…
– ¡Y tiene mucha razón!
Él se había sentado sobre un murete y se había levantado el cuello del chaquetón. Estaba enternecedor, refugiado dentro de las grandes solapas, con unos rizos de pelo negro cayendo sobre sus ojos perdidos. Ella fue a sentarse a su lado.
– Escucha, Gary, te puedes permitir el lujo de poder hacer lo que quieras. No tienes problemas de dinero. Si tú no intentas hacer lo que te apasiona en la vida, ¿quién podría hacerlo?
– Ella no lo entenderá.
– ¿Desde cuándo dejas que otro decida tu vida?
– Tú no la conoces. No cede fácilmente. Presionará a mamá, que se sentirá culpable por no ocuparse de mí «seriamente» -dibujó unas comillas en el aire- e intervendrá.
– Pídele que confíe en ti durante un año…
– ¡Pero un año no bastará! Necesitaré mucho más tiempo para hacer música de verdad… ¡No voy a hacer un curso de cocina!
– Inscríbete en una escuela de música. Una buena escuela de música. Una que imponga.
– No querrá oír hablar de eso…
– ¡Pasa de ella!
– Es más fácil decirlo que hacerlo.
– Es extraño, hasta hoy, ¡no te había imaginado como un perdedor!
– ¡Ja, ja, ja! ¡Muy graciosa!
Inclinó la cabeza como para decir venga, pisotea al hombre caído en el suelo, aplástame con tu desprecio, eres muy buena jugando a eso.
– Renuncias incluso antes de haberlo intentado. Ya que dices que es tu pasión, demuéstrale que es algo serio y ella confiará en ti. Si no será como si tiraras la toalla incluso antes de haber subido al ring.
Sus miradas se cruzaron y se interrogaron en silencio.
– ¿Así es como lo haces tú? -preguntó sin dejar de mirarla a los ojos, como si su respuesta pudiese cambiarle la vida. -Sí.
– ¿Y funciona?
Ella tenía la carne de gallina de tan fijamente como la miraba.
– Para todo. Pero hay que trabajar. Yo quería mi selectividad con matrícula, la saqué, quería venir a Londres, he venido a Londres, quería estudiar en esa escuela, me admitieron y voy a convertirme en una gran diseñadora, quizás incluso en una gran modista. Nadie ha conseguido desviarme de mi camino ni un centímetro, porque yo he decidido que nadie lo haría. Me fijé un objetivo, es muy sencillo, ¿sabes? Cuando decides hacer algo de verdad, lo consigues siempre. Basta con estar convencido de ello y convencer a los demás. ¡Incluso a una reina!
– ¿Y existe alguna otra cosa que te hayas jurado tener? -preguntó sintiendo que aquel momento era precioso, que ella había bajado la guardia.
– Sí-respondió ella, sin temblar, sabiendo exactamente a qué se refería él, pero rechazando responderle.
No dejaban de mirarse fijamente.
– ¿Como qué?
– Not your business!
– Sí. Dímelo…
Ella sacudió la cabeza.
– ¡Te lo diré cuando haya conseguido mi objetivo!
– Porque lo conseguirás, por supuesto.
– Por supuesto…
Él esbozó una sonrisita enigmática, como si reconociera que ella podría tener razón, pero que el asunto no estaba todavía resuelto. Ni mucho menos. Quedaban todavía algunas formalidades pendientes. Siguió después un minuto de gran solemnidad que les llevó a un terreno en el que todavía no habían entrado nunca: el del abandono. Se analizaban el interior del alma, el terciopelo del corazón y podían decirse, aunque sin pronunciar palabra, lo que pensaban exactamente. Se lo dijeron con los ojos. Como si aquello no existiera o no debiera existir todavía. Bailaron dos pasos de tango con ese terciopelo del corazón, se besaron dulcemente en la boca del alma, y después volvieron al ruido de los coches en la calle y a los peatones que perdían su donut al correr.
– Bueno, recapitulemos -dijo Hortense, aturdida por esas confidencias mudas-. Primero vas a encontrar una buena escuela de música. Harás lo necesario para que te acepten. Vas a trabajar, a trabajar…
Él la seguía con la mirada y escuchaba su futuro.
– Después, te enfrentas a tu abuela y consigues lo que quieres… Tendrás argumentos, habrás movido el culo lo suficiente como para demostrarle que se trata de una pasión. No de un pasatiempo. Eso la impresionará, te escuchará. Eres demasiado indolente, Gary.
– ¡Forma parte de mi encanto! -bromeó él, abriendo sus largos brazos, haciéndolos planear por encima de ella para proseguir su tango mudo.
Ella se apartó y volvió a su expresión seria.
– A los diecinueve años sí. Pero dentro de diez años serás un viejo seductor inútil y desengañado. Así que ponte manos a la obra y demuestra a los demás que no se equivocan si confían en ti…
– Hay veces en que no tengo ganas de nada. Sólo de ser una ardilla que salta por Hyde Park…
Se había levantado una brisa de viento frío y la nariz de él enrojecía. Hundió sus manos en los bolsillos como si quisiese que estallaran, golpeó el suelo con la punta de sus zapatos, mantuvo por un momento lo que parecía ser un monólogo interior. Ella lo observaba, divertida. Se conocían desde hacía tanto tiempo…; no había nadie de quien se sintiera tan próxima. Se acercó, le pasó una mano bajo el brazo y apoyó la cabeza en su hombro.
– ¡No te rindes nunca! -gruñó él.
Ella levantó la cabeza hacia él y sonrió.
– ¡Nunca! ¿Y sabes por qué?
– …
– Porque no tengo miedo. Tú, en cambio, estás acojonado. Te dices que en la música son muchos los llamados y pocos los elegidos, y tienes miedo de no ser elegido…
– No te falta razón…
– Tu miedo te impide pasar a la acción. Y te impedirá que tu sueño se transforme en realidad.
Él la escuchaba, emocionado, casi aterrado por la exactitud de lo que decía.
– ¿Quieres que vayamos al cine esta tarde? -preguntó, para recuperar la atmósfera distendida.
– No. Tengo que trabajar. Tengo que entregar un trabajo mañana.
– ¿Vas a trabajar hasta tarde?
– Sí. Pero el fin de semana, si quieres, estaré más libre.
– ¿Cuánto te debo por la consulta?
– Me pagarás la entrada del cine.
– De acuerdo.
Hortense miró su reloj y lanzó un chillido.
– ¡Jo! ¡Voy a llegar tarde!
– Eres como tu madre, ¡nunca dices joder!
– ¡Gracias por el cumplido!
– Pero si es un buen cumplido. ¡Quiero mucho a tu madre!
Ella no respondió. Cada vez que le hablaban de su madre, se cerraba en banda. Él la acompañó hasta la entrada de la escuela.
– ¿Sabes otra cosa que dijo mi abuela?
– ¿Te dijo qué puesto ocupabas en la línea de sucesión?
– No way. Quiero ser músico, ¡ya te lo he dicho!
Hortense esbozó una pequeña sonrisa que parecía decir «buena respuesta» y aceleró el paso.
– Me habló de mis conquistas sentimentales, así es como ella llama a las guarras que me tiro, y me dijo con su aire de real delicadeza… «Mi querido Gary, cuando uno da su cuerpo, da también su alma».
– ¡Impresionante!
– ¡Gélido, sí! ¡Después de una réplica así, dejas de follar para toda la vida!
– ¡Deja de quejarte! Eres un privilegiado. No lo olvides nunca. ¡No hay muchos tíos que sean el nieto de la reina! Además, tienes todas las ventajas: eres de sangre real y nadie lo sabe. Así que shut up!
– ¡Afortunadamente nadie lo sabe! ¿Te imaginas mi vida, perseguido por los paparazzi?
– A mí eso me iría muy bien. ¡Saldría en todas las fotos y sería famosa! ¡Lanzaría mi marca en un abrir y cerrar de ojos!
– ¡No cuentes con ello! ¡Yo me iría a una isla desierta y no me verías nunca más!
Habían llegado frente a la escuela de Hortense en Piccadilly Circus. Ella le plantó un rápido beso en la mejilla y se fue.
Gary la vio desaparecer entre el tumulto de estudiantes que entraba en el edificio. Esa chica tenía el don de arreglar los problemas. No perdía el tiempo con los estados de ánimo. ¡Hechos y nada más que hechos! Tenía razón. Iba a ponerse a buscar una escuela. Aprendería solfeo y practicaría escalas. Hortense le había dado una patada en el trasero y una patada en el trasero siempre te hace avanzar. Y borra los pensamientos sombríos. Ya no tenía la impresión de cargar con su vida como un fardo, sino que la había colocado sobre la acera y la contemplaba con mirada distante. Como algo que debía orientar, norte, sur, este, oeste. Sólo tenía que elegir. Le invadió una ola de alegría y quiso volar tras Hortense para besarla. Gritó: «Hortense, Hortense», pero ella había desaparecido.
Se volvió hacia la calle, los peatones, los semáforos, los coches, las motos y las bicicletas y sintió ganas de lanzarse contra ellos.
«What a glorious day!», dijo al ver un autobús rojo de dos pisos, que destacaba majestuoso sobre el cielo azul. Pronto sería reemplazado por un autobús de un solo piso, pero no tenía importancia, la vida continuaría porque la vida era hermosa, porque iba a cogerla de la mano y librarse de esa coraza negra que a veces cargaba sobre la espalda.
A primera hora, tenía clase de historia del arte.
El profesor, un hombre completamente gris, con cutis de marfil, hablaba con lentitud, arrastrando las palabras, y tenía una barriguita redonda que sobresalía de un chaleco burdeos. El cuello de su camisa era un cuello rácano. Habría que darle amplitud al cuello, a las mangas, a los faldones, observaba Hortense mientras dibujaba croquis sobre su hoja en blanco. Insuflarle el viento de alta mar. Él explicaba cómo el arte y la política caminan a veces de la mano, y a veces iban cada uno por su lado. Preguntó a la adormecida clase cuándo habían nacido los primeros partidos políticos.
– ¿En el mundo? -preguntó Hortense levantando la cabeza de su cuaderno.
– Sí, señorita Cortès. Pero más concretamente en Inglaterra, pues los primeros partidos, mal que le pese, nacieron en Inglaterra. No tienen ustedes la exclusividad de la democracia, a pesar de su Revolución francesa.
Hortense no tenía ni idea.
– En Inglaterra -prosiguió tirando de las puntas de su chaleco-. En el siglo XVII. Existieron primero lo que llamaban «agitadores», que arengaban a los hombres en los ejércitos, después, en 1679, una querella enfrentó a los parlamentarios con las personalidades del reino. Los debates se hicieron más intensos, se insultaban tratándose de tories, ladrones de ganado, y de whigs, asaltantes de caminos. Estos insultos permanecieron y así nacieron los nombres de las dos grandes formaciones políticas inglesas. Más tarde, en 1830, se fundó el primer partido político, se trataba del partido conservador, el primer partido europeo y podemos decir también del mundo…
Se detuvo, satisfecho. Su mano tamborileó sobre su vientre redondo. Hortense cogió un lápiz y se dedicó a vestirle con brillantez. Un hombre tan cultivado debería ser elegante. Se puso a dibujar una camisa de caballero: el cuello, las mangas, los botones, la caída, la forma larga, con faldones regulares, irregulares.
Pensó en el torso de Gary y garabateó un torso juvenil dentro de un cuello de chaquetón. Su Alteza Real Gary. Gary perseguido por los paparazzi. Dibujó camisas de golfo cubiertas de cazadoras estrechas, y añadió sonriendo unas gafas negras. Gary en Buckingham, en una recepción, ¿frente a la reina? Esbozó una camisa romántica de esmoquin con múltiples pliegues. No demasiado anchos, los pliegues. Se le rompió la punta de su lápiz, y cayó un montón de mina sobre la hoja en blanco. «¡Jolines!», dejó escapar. «Eres como tu madre, ¡nunca dices joder!». Se sentía incómoda con su madre. Su amor pesaba toneladas. El deseo de querer dar todo al hijo que se ama envenena el amor. Encierra al niño en una gratitud obligada, en un reconocimiento pueril. No era culpa de su madre, pero era pesado soportarlo.
La emoción era un lujo que no podía permitirse. Cada vez que estaba a punto de sucumbir a ella, la bloqueaba. Clic, clac, cerraba escotillas. Y así continuaba siendo un buen ejemplo para sí misma. Seguía siendo su mejor amiga. Es el problema de las emociones, te torpedean. Te destrozan en mil pedazos. Te enamoras y, de pronto, te ves demasiado gorda, demasiado delgada, senos demasiado pequeños, senos demasiado grandes, demasiado baja, demasiado alta, nariz demasiado grande, boca demasiado pequeña, dientes amarillos, cabello graso, estúpida, sarcástica, pegajosa, ignorante, parlan- china, muda. Dejas de ser tu mejor amiga.
Al volver de ir de compras con su madre, mientras levantaban el brazo para parar un taxi, habían visto a un caracol refugiado en el borde de la avenida, metido en su concha, intentando pasar desapercibido bajo una hoja seca. Su madre se había agachado, lo había recogido y le había hecho cruzar la avenida. Hortense se había encerrado inmediatamente en un reproche mudo.
– Pero ¿qué te pasa?-había preguntado Joséphine, al acecho del menor cambio de humor que apareciese en el rostro de su hija-. ¿No estás contenta? Creía que lo pasarías bien si te regalaba un día de compras…
Hortense había sacudido la cabeza, exasperada.
– ¿Te sientes obligada a ocuparte de todos los caracoles que encuentras?
– ¡Pero es que iban a aplastarle si cruzaba!
– ¿Y tú qué sabes? Quizás le ha costado tres semanas cruzar la calzada, y estaba descansando, aliviado, antes de ir al encuentro de su pareja y tú, en diez segundos, ¡le devuelves a su punto de partida!
Su madre la había mirado, pasmada. Sus ojos asustados se habían llenado de lágrimas. Había corrido a buscar el caracol y habían estado a punto de atropellada. Hortense la había cogido por la manga y la había empujado dentro de un taxi. Ése era el problema de su madre. La emoción le enturbiaba la vista. Y a su padre también. Lo tenía todo para triunfar, pero se licuaba en cuanto se enfrentaba a una sombra de adversidad, a una nube de hostilidad. Sudaba la gota gorda. Ella, de pequeña, sufría durante las comidas en casa de Iris o de Henriette, cuando veía aparecer los primeros signos de angustia. Juntaba las manos bajo la mesa, rezando para que la inundación se detuviese, y sonreía, inerte. Los ojos hacia dentro para no ver.
Así que ella lo había aprendido todo. A bloquear su transpiración, a bloquear sus lágrimas, a bloquear la onza de chocolate que la engordaría, a bloquear la glándula sebácea que se transformaría en espinilla, el azúcar del caramelo que se convertiría en caries. Bloqueaba todas las entradas de la emoción. La chica que quería convertirse en su mejor amiga, el chico que la acompañaba e intentaba besarla. No quería correr ningún peligro. Cada vez que corría el riesgo de dejarse llevar, pensaba en la frente humedecida de su padre y la emoción se paraba de golpe.
¡Así que nadie le dijera sobre todo que se parecía a su madre! Era el trabajo de toda una vida el que se ponía en entredicho.
No se controlaba únicamente porque le desagradaran las emociones, lo hacía también por una cuestión de honor. El honor perdido de su padre. Quería creer en el honor. Y el honor, estaba segura, no tenía nada que ver con las emociones. En el colegio, cuando había estudiado El Cid, se había implicado hasta el fondo en los tormentos de Rodrigo y Jimena. El la ama, ella le ama, eso es la emoción, eso les convierte en débiles y cobardes. Pero él había matado a su padre, ella debía vengarse, su honor estaba en juego y ahí se alzaban. Corneille lo había dejado bien claro: el honor engrandece al hombre. La emoción lo doblega. Al contrario que Racine. No aguantaba a Racine. Berenice la ponía nerviosa.
El honor era una mercancía escasa. La compasión había reemplazado al honor. Los duelos se habían prohibido. A ella le hubiese encantado batirse en duelo. Provocar a quien le faltase al respeto. Despedazar de un sablazo al ofensor. ¿Con quién, de esta adormecida clase, me gustaría cruzar la espada?, se preguntó sobrevolando con la mirada a la asistencia.
Percibió, a su izquierda, el perfil de su compañera de piso. Agathe había hundido la cabeza bajo el brazo como si estuviese tomando apuntes, pero dormitaba. De frente podían creerla absorta por el discurso del profesor, pero de lado se veía perfectamente que estaba dormida. Había vuelto a casa a las cuatro de la mañana. Hortense la había oído vomitar en el cuarto de baño. Esa nunca luchaba. Reptaba. Dejaba que esos enanos de mal gusto dictaran su ley. Iban a buscarla casi todas las noches. Ni siquiera llamaban para avisarla. Llegaban, gritaban: «¡Venga! ¡Vístete que salimos!», y ella los seguía. No puedo creerme que esté enamorada de uno de ellos. Son gnomos vulgares, brutales, vanidosos. Tienen una voz extraña como de brasas ardientes, una voz que se te agarra a la garganta, que te quema el rostro, que te provoca temblores en todo el cuerpo. Ella les evitaba, pero también se entrenaba para no dejarse dominar por el miedo cuando se los cruzaba. Los mantenía a distancia, imaginaba que había un kilómetro entre ellos. Era un ejercicio difícil, porque eran terroríficos, a pesar de sus sonrisas forzadas.
Y sin embargo esa chica tenía talento. Era una diseñadora bastante inspirada, una estilista que no dibujaba, sino que encontraba instintivamente la línea del vestido, los cortes. Añadía el pequeño detalle que afinaría el talle y estilizaría la silueta. Sabía trabajar una tela. No conocía el gusto por el esfuerzo y el trabajo. Las habían elegido a las dos, entre ciento cincuenta candidatos, para un periodo de prácticas en Vivienne Westwood. Sólo contratarían a una. Hortense esperaba ser la elegida. Todavía había que pasar una entrevista. Se había documentado sobre la historia de la marca, con el fin de salpicar la entrevista de esos pequeños detalles que le darían ventaja. Seguramente Agathe ni siquiera había pensado en eso. Estaba demasiado ocupada en salir, bailar, beber, fumar, mover las caderas. Y vomitar.
Story of her Ufe <strong><sup><strong><sup>[8]</sup></strong></sup></strong> pensó Hortense dibujando el último botón de la camisa blanca de esmoquin de Gary, cenando en Buckingham Palace.
– ¿No quieres ir a Londres?
Zoé sacudió la cabeza, bajando la mirada.
– ¿Ya no quieres ir nunca más a Londres?
Zoé emitió un largo suspiro que quería decir no.
– ¿Te has peleado con Alexandre?
La mirada de Zoé se deslizó hacia un lado. Nada en su rostro le permitía saber si estaba enfadada, infeliz o amenazada por algún peligro.
– ¡Pero di algo, Zoé! ¿Cómo quieres que lo adivine?-se enfadó Joséphine-. Antes dabas saltos de alegría cuando te ibas a Londres, ¡y ahora ya no quieres volver! ¿Qué te pasa?
Zoé lanzó una mirada furiosa a su madre.
– Son las ocho menos cinco. Voy a llegar tarde al colegio.
Cogió su cartera, se la echó a la espalda, ajustó las correas y abrió la puerta de entrada. Antes de salir, se volvió y la amenazó.
– ¡Y no entres en mi habitación! ¡Prohibido!
– ¡Zoé! ¡Ni siquiera me has dado un beso! -continuó Joséphine viendo desaparecer la espalda de su hija.
Corrió por la escalera, bajó los escalones de cuatro en cuatro y alcanzó a Zoé en el vestíbulo del inmueble. Se vio en el espejo, en pijama con una camiseta que le había regalado Shirley que decía: Muerte a los glúcidos. Sintió vergüenza cuando cruzó su mirada con la de Gaétan Lefloc-Pignel, que se había reunido con Zoé. Giró sobre sí misma y se metió en el ascensor. Allí se encontró frente a una joven rubia que no tenía mejor aspecto que ella.
– ¿Es usted la mamá de Gaétan? -preguntó, feliz de conocer a la señora Lefloc-Pignel.
– Había olvidado su plátano para el recreo. A veces tiene bajadas de tensión, necesita azúcar. Así que he corrido para alcanzarle y… No he tenido tiempo de vestirme, he salido tal cual.
Llevaba puesto un impermeable sobre el camisón y estaba descalza.
Se frotaba los brazos, evitando la mirada de Joséphine.
– Me alegra mucho conocerla. No la había visto nunca…
– ¡Oh! Es mi marido, no le gusta que yo…
Se detuvo como si pudiesen oírla.
– ¡Se pondría furioso si me viera sin vestir en el ascensor!
– Yo no estoy en mejor situación que usted -exclamó Joséphine-. He corrido detrás de Zoé. Se ha marchado sin darme un beso; no me gusta empezar el día sin un beso de mi hija…
– ¡A mí tampoco! -suspiró la señora Lefloc-Pignel-. Qué suaves son los besos de los niños.
Parecía una niña. Enclenque, pálida, dos grandes ojos pardos asustadizos. Bajaba la mirada y temblaba ajustándose los faldones del impermeable. El ascensor se detuvo y salió del ascensor diciendo varias veces adiós, aguantando la pesada puerta. Joséphine se preguntó si querría confiarle algo. De sus cabellos recogidos en dos trenzas finas se escapaban algunos mechones rubios. Lanzaba miradas inquietas a derecha e izquierda.
– ¿Quiere usted tomar un café en mi casa? -preguntó Joséphine.
– ¡Oh, no! No sería…
– Podríamos conocernos mejor, hablar de los niños… Vivimos en el mismo edificio y no nos conocemos.
La señora Lefloc-Pignel se frotaba los brazos de nuevo.
– Tengo una lista de cosas que hacer. No debo retrasarme…
Hablaba como si se sintiese aterrada de olvidar algo.
– Es usted muy amable. En otra ocasión, quizás…
Seguía reteniendo la puerta del ascensor con su brazo enjuto.
– Si ve usted a mi marido, no le diga que me ha visto usted así, desaliñada… Es demasiado… ¡Le da mucha importancia a la etiqueta!
Lanzó una risita incómoda, se frotó la nariz con el codo, escondiendo su rostro en la manga del impermeable.
– Gaétan es encantador. A veces llama a casa… -tanteó Joséphine.
La señora Lefloc-Pignel la miró, aterrada.
– ¿ No lo sabía?
– A veces me echo la siesta por la tarde…
– No conozco bien a sus otros dos hijos, Domitille y…
La señora Lefloc-Pignel alzó las cejas, dudó como si también ella tratara de recordar el nombre de su hijo mayor. Joséphine repitió:
– Pero Gaétan es encantador.
Ya no sabía qué más decir. Le hubiese gustado que ella soltara la puerta del ascensor. Hacía frío y la camiseta Muerte a los glúcidos no era muy gruesa.
Finalmente, como con lástima, la señora Lefloc-Pignel dejó que la puerta se cerrase. Joséphine le hizo un gesto amistoso con la mano. Debe de tomar tranquilizantes. Tiembla como una hoja, se sobresalta al menor ruido. No debe de ser una compañía muy agradable, ni una madre muy presente. Nunca la había visto en el colegio, ni en el supermercado del barrio. ¿Dónde iría a hacer la compra?
Después cambió de opinión. Quizás hace como yo, que vuelvo al Intermarché de Courbevoie. Una costumbre que conservo de mi vida anterior. Todavía tenía la tarjeta de cliente. Antoine tenía también una. Dos tarjetas para una sola cuenta. Era todavía un vínculo que conservaba con él.
Entró en casa y decidió ir a correr. Pasó delante del cuarto de Zoé y empujó la puerta. No entró. Una promesa es una promesa. Había llegado otra postal. Con la letra de Antoine. Se la había entregado a Zoé, que se había encerrado en su habitación para leerla. Había oído la doble vuelta de llave que significaba que no había que molestarla. Joséphine no había preguntado nada.
Zoé permaneció encerrada en su habitación con Papatabla. Joséphine pegaba la oreja en la puerta, y escuchaba a Zoé pedirle su opinión sobre una regla gramatical o un problema de matemáticas, una falda o un pantalón. Hacía las preguntas y daba las respuestas. Decía: «Claro, qué tonta soy, tienes razón» y se echaba a reír. Con una risa forzada, que inquietaba a Joséphine.
Por la noche, Zoé cenaba en silencio, evitando su mirada, sus preguntas.
«Pero ¿qué puedo hacer?», se preguntaba Joséphine corriendo alrededor del lago esa mañana. Había hablado con los profesores de Zoé pero no, le habían contestado, todo va bien, participa, juega en el patio, entrega los deberes limpios y bien hechos, aprende las lecciones. Echaba de menos a la señora Berthier. Le hubiera gustado confiarse a ella.
La investigación sobre su muerte no avanzaba. Joséphine había vuelto a ver a la capitán Gallois. Amable como una circular administrativa.
– Tenemos muy pocos elementos. Le mentiría si le dijera lo contrario…
Esa mujer tenía una manera muy desagradable de dirigirse a ella.
Concluyó una primera vuelta al lago y comenzó una segunda. Percibió al desconocido que iba a su encuentro, las manos en los bolsillos, el gorro hundido hasta las cejas. Se la cruzó sin mirarla.
Tenía que recordar exactamente cuándo había empezado la metamorfosis de Zoé. La noche de Nochebuena. Durante los regalos, todavía estaba alegre, haciendo el payaso. Fue la entrada en escena de la efigie de su padre la que lo había desencadenado todo. A partir de ese momento, a partir del momento en el que Antoine se sentó con nosotros, Zoé empezó a alejarse. Como si tomara partido por su padre en contra mía… Pero ¿por qué? ¡Jolines!, exclamó Joséphine, ¡pero si fue él el que se marchó con su manicura! Debería llamar a Mylène. No había tenido tiempo. ¿Falta de tiempo o de ganas? Dudaba en confiarse a Mylène. No sabía por qué. No soy de esas mujeres que dan una palmadita en los muslos de su rival y se convierten en su mejor amiga. Se detuvo. Había forzado demasiado en la cuestecita antes del embarcadero frente a la isla.
Se estiró, levantó los brazos al aire, hundió la cabeza hacia abajo, estiró los brazos, las piernas. Le echaba de menos. Le echaba de menos. Pensaba en él todo el tiempo. Se introducía en su cabeza, ocupaba todo el espacio. Vuelve, suplicó en voz baja, vuelve, viviremos clandestinamente, nos esconderemos, robaremos instantes de felicidad esperando a que pase el tiempo, a que Iris se cure, a que las niñas crezcan. ¡Las niñas! Quizás Zoé lo sabía. Los niños saben de nosotros cosas que nosotros mismos ignoramos. No se les puede mentir. ¿Sabrá Zoé que he besado a Philippe? Ella siente el gusto de sus besos cuando me inclino hacia ella.
Se incorporó. Se masajeó las piernas, las pantorrillas. Se estiró una vez más. Tengo que hablar con ella. Hacerle confesar.
Dio algunos pasos. Reflexionó mientras trotaba. Avanzaba, absorta en sus reflexiones, cuando oyó gritar su nombre:
– ¡Joséphine! ¡Joséphine!
Se volvió. Luca venía hacia ella. Los brazos abiertos, una gran sonrisa en el rostro.
– ¡Luca! -gritó.
– Sabía que la encontraría aquí. ¡Conozco sus costumbres!
Ella le miró fijamente para asegurarse de que en verdad era él.
– ¿Está usted bien, Joséphine?
– Sí. ¿Y usted, está mejor?
Él la miró sonriendo.
– ¡Joséphine! Tengo que hablar con usted. No podemos prolongar este malentendido.
– Luca…
– Siento lo del otro día. He debido de herirla, pero no quería hacerle daño, ni reírme de usted.
Ella sacudía la cabeza, secándose el sudor que corría por su frente y separando el pelo pegado a su rostro.
– ¿Me permite invitarla a un café?
Ella enrojeció y rechazó su brazo.
– Es que estoy toda pegajosa, he estado corriendo y…
Joséphine no podía creérselo: Luca, el hombre más indiferente del mundo, ¡corriendo detrás de ella! Notó que le flaqueaban las rodillas. No estaba acostumbrada a suscitar pasiones. No sabía cómo comportarse. Por un lado, le estaba reconocida. Se sentía importante, seductora. Por otro, le miraba y se decía que era tan guapo como un trozo de madera reseca. Se dirigieron hacia el quiosco cercano al lago. Luca pidió dos cafés y los colocó ante ella. Ella cerró las rodillas, metió los pies bajo la silla y se preparó.
– ¿Está usted bien, Joséphine?
– Bien, sí…
No estaba muy dotada para mantener a los hombres a distancia. No estaba acostumbrada. Prefería dejarle hablar.
– Joséphine, he sido injusto con usted…
Ella hizo un gesto con la mano para excusarle.
– Me he comportado mal.
Ella le miró pensando que mucha gente se comporta mal con los que les quieren. No era el único.
– Me gustaría que olvidáramos todo eso…
Levantó hacia ella una mirada sincera.
– Es que… -balbuceó ella.
No sabía qué decir. Es que es demasiado tarde, es que se acabó, es que desde entonces hay otro que…
– No estoy muy acostumbrada a las cosas del amor. Soy un poco tonta…
Y añadió, en voz baja:
– Eso lo sabe usted bien, de hecho…
– La echo de menos, Joséphine. Estaba acostumbrado a usted, a su presencia, a su atención delicada, generosa…
– ¡Oh! -exclamó ella, sorprendida.
¿Por qué no le había dicho antes esas palabras? Cuando todavía estaba a tiempo. Cuando ella se moría por oírlas. Le miró, desamparada. Él leyó la desolación en su mirada.
– Ya no siente usted nada por mí, ¿verdad?
– Es que he esperado tanto una señal suya que… creo que me he…
– ¿Que se ha cansado?
– Sí, de alguna manera…
– ¡No me diga que es demasiado tarde! -declaró, jovial-. Estoy dispuesto a todo… ¡para que me perdone!
Joséphine estaba sufriendo una tortura. Intentó atrapar un pedazo de amor, un hilo del que poder tirar, enhebrar, fruncir, bordar, zurcir, hasta hacer un gran pompón. Se hundió en la mirada de Luca, hundió sus grandes ojos abiertos, buscó, buscó. ¡No podía desvanecerse así como así! Buscó un trozo de hilo en sus ojos, en su boca, en el escote de su manga, me gustaba acurrucarme allí cuando dormíamos juntos, percibía su brazo reteniéndome, se sentía emocionada, cerraba los ojos para retener esa imagen. Buscó, buscó, pero no encontró el extremo del hilo. Emergió a la superficie con las manos vacías.
– Tiene usted razón, Joséphine. No es casualidad que esté solo a mi edad. ¡Nunca he sido capaz de conservar a nadie! Usted, al menos, tiene a sus hijas…
Joséphine volvió a pensar en Zoé. Haría como Luca. Se desnudaría delante de ella y le diría háblame, soy una inútil expresando amor, pero te quiero tanto que si ya no me besas por las mañanas, ya no puedo respirar, ya no recuerdo mi nombre, pierdo el gusto por la primera tostada, el gusto por mis estudios, el gusto por todo.
– Pero tiene usted a su hermano. Él le necesita…
La miró como si no entendiese. Frunció el ceño. Intentó saber a quién se refería ella, después se repuso y dijo sarcásticamente:
– ¡ Vittorio!
– Sí, Vittorio… Es usted su hermano, y también la única persona en la que puede confiar.
– ¡Olvídese de Vittorio!
– Luca, no puedo olvidarme de Vittorio. Siempre ha estado entre nosotros.
– ¡Olvídese de él, le digo!
Su voz estaba llena de autoridad y de cólera. Se echó hacia atrás, sorprendida por el cambio de tono.
– Forma parte de nuestra historia. No puedo olvidarlo. He vivido con él porque yo le he…
– Porque usted me ha amado… ¿Es eso, Joséphine? Antes. Hace mucho tiempo…
Ella bajó la cabeza, incómoda. No se trataba de amor, si se había acabado tan pronto.
– Joséphine… Se lo ruego…
Se volvió. No pensaba suplicarle. Sería embarazoso.
Permanecieron un buen rato en silencio. Él jugaba con la bolsita de azúcar, la apretaba entre sus largos dedos, la presionaba, la enrollaba, la aplastaba.
– Tiene usted razón, Joséphine. Soy una carga. Arrastro a los demás hacia el fondo.
– No, Luca. No es eso.
– Sí, es exactamente eso.
Los cafés se habían enfriado. Joséphine hizo una mueca.
– ¿Quiere usted otro? ¿U otra cosa? ¿Un zumo de naranja? ¿Un vaso de agua?
Ella lo rechazó con un gesto de la mano. Déjelo, Luca, suplicó en silencio, déjelo. No quiero que se convierta usted en un hombre suplicante, servil.
Él volvió la mirada hacia el lago. Vio un perro que se lanzaba al agua y sonrió.
– Fue ese día cuando empezó todo… ¿Verdad? Aquel día en que yo no la escuché…
Ella no respondió y siguió al perro con los ojos. Su amo había vuelto a tirar la pelota al lago y se tiró a él para buscarla. El amo esperaba, orgulloso de sus cualidades como adiestrador, orgulloso de chascar los dedos y que el animal le obedeciese. Buscaba en la mirada de la gente que le rodeaba el reconocimiento de ese poder.
– ¿Sabe qué vamos a hacer, Joséphine?
Se había incorporado, con expresión decidida.
– Voy a darle una llave de mi casa y…
– ¡No! -protestó Joséphine, aterrada por la responsabilidad con la que le iba a cargar.
– Voy a darle una llave de mi casa y cuando haya perdonado mi indiferencia, mi grosería, vendrá y yo la esperaré…
– Luca, no debe…
– Sí. Nunca he hecho algo así. Es una prueba de a…
Ella escuchó la palabra que él estuvo a punto de decir. Pero no la pronunció.
– Una prueba de afecto…
Se levantó, buscó una llave en el bolsillo. La dejó sobre la mesa al lado del café frío. Besó a Joséphine en el pelo y repitió:
– Hasta pronto, Joséphine.
Ella le vio partir, cogió la llave. Todavía estaba caliente. La encerró en su mano como la prueba inútil de un amor difunto.
Zoé no quiso hablar.
Joséphine la esperó a la vuelta del colegio. Dijo a su hija, cariño, tenemos que hablar. Estoy dispuesta a escucharlo todo. Si has hecho algo de lo que te arrepientes o que te avergüenza, dímelo, hablaremos y no me enfadaré, porque te quiero por encima de todo.
Zoé dejó su cartera en la entrada. Se quitó el abrigo. Fue a la cocina. Se lavó las manos. Cogió un trapo. Se secó las manos. Cortó tres rebanadas de pan. Las untó con mantequilla. Guardó la mantequilla en el frigorífico. El cuchillo en el lavavajillas. Tomó dos barras de chocolate negro con almendras. Lo colocó todo en un plato. Volvió a buscar su cartera a la entrada y, sin escuchar a Joséphine que insistía: «Tenemos que hablar, no podemos seguir así», cerró la puerta de su habitación y se encerró hasta la hora de cenar.
Joséphine recalentó el pollo a la vasca que había preparado, a Zoé le gustaba el pollo a la vasca.
Cenaron una frente a la otra. Joséphine se tragaba las lágrimas. Zoé mojaba el pan en la salsa del pollo sin mirar a su madre. La lluvia golpeaba los cristales de la cocina y quedaba pegada en forma de gruesas gotas. Cuando las gotas son espesas, pesadas, se pegan al cristal y puedes contarlas.
– Pero ¿qué te he hecho yo? -gritó Joséphine, que se había quedado sin palabras, que había perdido los nervios, que se había quedado sin argumentos.
– Lo sabes muy bien -soltó Zoé, imperturbable.
Retiró su plato, su vaso y sus cubiertos. Los colocó en el lavavajillas. Pasó la esponja sobre la mesa, delimitando precisamente su sitio, teniendo buen cuidado de no recoger las migas de su madre, dobló su servilleta, se lavó las manos y se retiró.
Joséphine saltó de la silla, corrió tras ella. Zoé cerró la puerta de su habitación. Oyó dos vueltas de llave.
– ¡No soy tu chacha!-gritó Joséphine-. Agradece la cena.
Zoé abrió la puerta y dijo:
– Gracias. El pollo estaba delicioso.
Después cerró, dejando a Joséphine sin voz.
Volvió a la cocina. Se sentó delante del plato que no había tocado. Miró el pollo frío cubierto de salsa. Los tomates arrugados, los pimientos acartonados. Esperó un buen rato, echada sobre la mesa, la cabeza entre sus brazos.
Una canción de los Beatles estalló en la habitación de Zoé. Don'tpass me by, don't make me cry, don'tmake me blue, cause you know, darling, I love only you <strong><sup><strong><sup>[9]</sup></strong></sup></strong> Es inútil. No servirá de nada forzar las confidencias. No se puede luchar contra un muerto. Y menos aún contra un muerto viviente. Soltó una risa amarga. Nunca había oído esa risa en su boca. No le gustaba. Tengo que ponerme a trabajar. Tengo que encontrar un director de tesis. Tengo que defender mi trabajo. Estudiar me ha salvado siempre de las peores situaciones. Cada vez que la vida me la juega, la Edad Media viene a salvarme. Recitaba el simbolismo de los colores a las niñas, para disimular la angustia del mañana o la tristeza de la víspera. Azul, color de duelo, violeta asociado a la muerte, verde, la esperanza y la savia que asciende, amarillo, la enfermedad, el pecado, rojo, a la vez fuego y sangre, rojo como la cruz del cruzado sobre su pecho o la ropa del verdugo, negro, el color de los Infiernos y de las tinieblas. Ellas escuchaban con la boca abierta, aterradas, y yo olvidaba mis problemas.
El teléfono interrumpió sus pensamientos. Lo dejó sonar y sonar, y después se levantó.
– ¿Joséphine?
La voz era jovial. El timbre despreocupado y alegre.
– Sí -articuló Joséphine, las manos crispadas en el auricular.
– ¿Te has quedado muda?
Joséphine soltó una risita incómoda.
– Es que no me esperaba para nada…
– ¡Pues sí! Soy yo. De vuelta a la vida activa… y preciso, sin rencor alguno. Hacía mucho tiempo, ¿verdad, Jo?
– …
– ¿Estás bien, Jo? Porque se diría que no estás bien en absoluto…
– Sí, sí. Estoy bien. ¿Y tú?
– En plena forma.
– ¿Dónde estás? -preguntó Joséphine, buscando un punto por donde agarrar el vestido de ese fantasma.
– ¿Por qué?
– Por nada…
– Sí, Joséphine. Te conozco, tienes algo metido en la cabeza.
– No, te lo aseguro… Es sólo que…
– La última vez que estuvimos juntas, es verdad, fue un poco violento. Y te pido perdón. Lo siento de verdad… Y te lo voy a demostrar: te invito a comer.
– Me gustaría que dejáramos de pelearnos.
– Coge un lápiz y escribe la dirección del restaurante.
Apuntó la dirección. Hotel Costes, calle Saint-Honoré, 239.
– ¿Estás libre pasado mañana, jueves? -preguntó Iris.
– Sí.
– Entonces, el jueves a la una… Cuento contigo, Jo, es muy importante para mí que nos veamos.
– Para mí también, lo sabes.
Y después, añadió en voz baja:
– Te he echado de menos…
– ¿Qué has dicho?-preguntó Iris-. Ya no te oigo…
– Nada. Hasta el jueves.
Cogió su edredón y fue a instalarse en el balcón. Levantó la cabeza hacia el cielo y dirigió la mirada hacia las estrellas. Un hermoso cielo estrellado iluminado por una luna llena y brillante como un sol frío. Buscó su estrellita al final de la Osa Mayor. Torció la cabeza para localizarla. La localizó. Al final de la estela. Juntó las manos. Gracias por haberme devuelto a Iris. Gracias. Es como si volviese a casa. Haced que Zoé vuelva. No quiero la guerra, sabéis, soy una pésima guerrera. Haced que nos volvamos a hablar. Esta noche, me comprometo ante vosotras… Si me devolvéis el amor de mi hija, os prometo, ¿me oís?, os prometo que renunciaré a Philippe.
¿Estrellas? ¿Me oís?
Sé que me oís. No siempre me respondéis enseguida, pero tomáis nota.
Miró la pequeña estrella. Había planteado su problema allí arriba, arriba del todo, a millones de kilómetros. Hay que plantear los problemas lejos, muy lejos, porque así se ven de forma diferente. Vemos lo que hay detrás. Cuando los tenemos ante las narices, ya no vemos nada. Ya no vemos la belleza, la felicidad que permanece, a pesar de todo, a nuestro alrededor. Detrás del silencio obstinado de Zoé, estaba el amor de su hija pequeña por ella. Estaba segura de ello. Pero ya no lo veía. Ni Zoé tampoco. La belleza y la felicidad volverían…
Bastaba con esperar, con ser paciente…
Se había convertido en un hombre ocioso. Un hombre que pasaba el tiempo en los bares de hotel con libros y catálogos de arte. Le gustaban los bares de los grandes hoteles. Le gustaba la iluminación, el ambiente aterciopelado, la música de jazz de fondo, las lenguas extranjeras que se oían, los camareros que pasaban con sus bandejas y su caminar fluido. Podía imaginarse en París, en Nueva York, en Tokio, en Singapur, en Shanghai. No estaba en ninguna parte, estaba en todos lados. Eso le iba muy bien. Estaba convaleciente de amor. No era muy viril como estado de ánimo, se decía.
Adoptaba una expresión poco atractiva, un aire de hombre de negocios ocupado en leer obras serias. De hecho, leía a Auden, leía a Shakespeare, leía a Pushkin, leía a Sacha Guitry. Todos esos tipos que nunca había leído en su vida anterior. Quería comprender la emoción, los sentimientos. Los grandes negocios del mundo se los dejaba a los demás. A los demás como él, antes. Cuando era serio, tenía prisa, se peinaba con la raya al lado, el cuello de la camisa bien cerrado, una corbata de rayas y dos teléfonos móviles. Un hombre atiborrado de cifras y certidumbres.
Ya no tenía ninguna certidumbre. Avanzaba a tientas. ¡Y tanto mejor! Las certidumbres te nublan la vista. Estaba leyendo Eugenio Oneguin, de Pushkin. La historia de un joven ocioso que se retira al campo, cansado de vivir, directo hacia la apatía. Eugenio le gustaba muchísimo.
Por las mañanas, pasaba por su despacho de Regent Street y seguía algunos asuntos en curso. Telefoneaba a París. Al que le había reemplazado. Si al principio todo había ido bien, ahora sentía en este último una invitación apenas disimulada. Ya no soporta mi ociosidad. Ya no soporta que continúe embolsándome dividendos sin sudar la gota gorda. Después llamaba a Magda, su antigua secretaria reconvertida en la secretaria del Sapo. Ése era el nombre clave de su sustituto: el Sapo. Ella hablaba en voz baja, temiendo que el Sapo la oyese, y le contaba los últimos chismes del despacho. El Sapo era un obseso sexual.
– El otro día -dijo Magda con una risita- estuve a punto de tirarlo por la ventana por sobón.
El Sapo permanecía en el despacho hasta las once de la noche, era de una fealdad perfecta, hipócrita, odioso, pretencioso.
– ¡En los negocios es un hombre notable! Ha doblado los beneficios desde que está al mando… -decía Philippe.
– Sí, pero ¡puede explotar en cualquier momento! En todo caso, tenga cuidado, ¡le odia! Después de hablar con usted parece que los botones del chaleco le fueran a estallar.
Philippe había aumentado la nómina de sus dos abogados para guardarse bien las espaldas. ¡Hay que ser prevenido en este mundo de tiburones martillo! El Sapo era martillo, tiburón, pero brillante.
Asistía a menudo a comidas de prospección. Con clientes que escogía ricos, agradables y cultos. Para no perder el tiempo. Esbozaba las primeras negociaciones y luego los dirigía hacia el Sapo, en París. Por la tarde, elegía el bar de un hotel de lujo, un buen libro, y leía. Sobre las diecisiete treinta, iba a buscar a Alexandre al liceo y volvían juntos charlando. A menudo se detenían en un museo o en una galería. O iban al cine. Eso dependía de los deberes de Alexandre.
A veces, mientras estaba ocupado leyendo, se sentaba una chica a su lado. Una profesional disfrazada de turista, que ligaba con un hombre de negocios abandonado. El la veía acercarse. Contonearse. Simular que leía una revista. El no se movía, continuaba leyendo. Al cabo de un momento, ella se cansaba. A veces sucedía que una chica más emprendedora le pedía alguna información o una dirección. Siempre respondía con la misma frase:
– ¡Lo siento, señorita, estoy esperando a mi mujer!
Durante su último viaje a París, Bérengère, la mejor amiga de Iris, le había llamado para invitarle a una copa. Con el pretexto de obtener información sobre las escuelas inglesas para su hijo mayor. Había empezado, maternal y preocupada, y después se había acercado, el pecho en tensión bajo la blusa entreabierta, una mano que pasaba y repasaba por detrás del cuello, levantándose la melena, doblando la nuca en una postura de sumisión lasciva, la sonrisa porfiada.
– Bérengère, no me digas que esperas que nos convirtamos en… ¿cómo decirlo?, ¿íntimos?
– ¿Y por qué no? Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Tú ya no sientes nada por Iris, supongo, después de lo que te hizo, y yo me aburro soberanamente con mi marido…
– Pero Bérengère, ¡Iris es tu mejor amiga!
– Lo era, Philippe, lo era. Ya no la veo. He cortado toda relación. ¡No me gustó en absoluto la forma en la que se comportó contigo! ¡Fue asqueroso!
Él había esbozado una sonrisa.
– Lo siento. Si quieres, tú y yo seguiremos…
No encontraba la palabra.
– Seguiremos así.
Había pedido la cuenta y se había marchado.
Ya no quería perder el tiempo. Había decidido trabajar menos para ganar tiempo. Reflexionar, aprender. No iba a dilapidar ese tiempo con Bérengère o alguien parecido. Había dejado a su asesora en el mercado del arte. Un día que estaban los dos en una galería, cuyo propietario les enseñaba obras de un pintor joven y prometedor, él vio un clavo. Un clavo plantado en una pared blanca, esperando a que colgaran un cuadro allí. Él le había hecho remarcar lo ridículo que le parecía ese clavo. Ella le había escuchado con expresión de reproche, y había contestado: no se equivoque, Philippe, ese clavo es en sí mismo el principio de una obra de arte, ese clavo participa en la belleza de la obra que va a recibir, ese clavo… Él la había interrumpido: ese clavo es un pobre clavo, sin interés, ese clavo simplemente va a soportar el peso de un cuadro. ¡Ah, no, Philippe! No estoy de acuerdo con usted, ese clavo es, ese clavo existe, ese clavo le interpela. Se había quedado un rato en silencio y había dicho, mi querida Elizabeth, a partir de ahora, prescindiré de sus servicios. Estoy dispuesto a inclinarme, a cuestionarme delante de Damien Hirst, David Hammons, Raymond Pettibon, de la bailarina de Mike Kelley, de los autorretratos de Sarah Lucas, ¡pero no delante de un clavo!
Hacía el vacío a su alrededor. Soltaba lastre. Quizás por eso Joséphine se había alejado. Me veía demasiado pesado, demasiado cargado. Ella tiene ventaja sobre mí, ella ha aprendido a despojarse. Aprenderé. Tengo todo el tiempo del mundo.
Echaba de menos a Zoé. Los fines de semana con Zoé. Los largos conciliábulos entre Zoé y Alexandre, cuando él les vigilaba con el rabillo del ojo. Alexandre no preguntaba por su prima, pero podía ver en su mirada triste del viernes por la tarde que la echaba de menos. Volvería. Estaba seguro. Habían ido demasiado lejos besándose la noche de Nochebuena. Todavía quedaban demasiadas cosas sin resolver entre ellos. Y estaba Iris… Pensó en su última velada en París. Iris había salido de la clínica. Habían cenado «en casa». ¿Podríamos hacer una cenita, los tres juntos? ¡Ir al restaurante era una pesadez! Ella había cocinado. No había quedado muy bien, pero había hecho un esfuerzo.
Dejó el libro. Cogió otro. El teatro de Sacha Guitry. Cerró los ojos y se dijo, lo abro al azar y medito la frase que me encuentre. Se concentró, abrió el libro, y sus ojos cayeron sobre esta afirmación: «Es posible lograr que la gente que os ama baje los ojos, pero no se puede obligar a bajar los ojos a la gente que os desea».
No bajaré los ojos. Esperaré, pero no renunciaré.
La única mujer cuya presencia soportaba era Dottie. Se habían vuelto a ver, por azar, una noche en una recepción en la New Tate.
– ¿Qué hace usted aquí? -había preguntado al verla.
Ya no recordaba su nombre.
– Dottie. ¿Lo recuerda? Me regaló usted un reloj, un hermoso reloj que todavía llevo, por cierto…
Había levantado la muñeca y le había enseñado el reloj Cartier.
– Vale una pasta, ¿no? Siempre tengo miedo de perderlo. No le quito ojo…
– Eso está muy bien: es un reloj, ¡sirve para eso!
Ella se había echado a reír, abriendo mucho la boca, dejando a la vista tres empastes en mal estado.
– ¿Qué hace usted aquí, Dottie? -había repetido él con cierto aire de superioridad, como si ella no estuviese en su lugar.
Enseguida se arrepintió de su tono arrogante y se mordió la lengua.
Ella había respondido, dolida:
– ¿Por qué? ¿Acaso no tengo derecho a que me interese el arte? ¿No soy lo bastante inteligente, lo bastante chic, lo bastante…?
– ¡Tocado!-había reconocido Philippe-. Soy un imbécil, un pretencioso y…
– Un esnob. Idiota. Arrogante. Frío.
– ¡No siga! Voy a sonrojarme…
– Lo he entendido. Soy una pobre contable tonta del culo, que no PUEDE interesarse por el arte. Simplemente una chica con la que se folla y a la que no se vuelve a ver.
El había adoptado una expresión tan contrita que ella se había echado a reír de nuevo.
– De hecho, tiene usted razón. Todo esto me parece tonto y absurdo, pero me ha traído una amiga… Me estoy aburriendo, ¡no se puede imaginar cuánto! No entiendo nada de arte moderno. ¡Me quedé en Turner y ni eso! ¿Vamos a tomar una cerveza?
Él la había invitado a cenar en un pequeño restaurante.
– ¡Ajá! Estoy subiendo posiciones. Tengo derecho al restaurante, al mantel blanco…
– Es sólo por esta noche. Y porque tengo hambre.
– Me olvidaba de que el señor estaba casado y no quería comprometerse.
– Y sigo en las mismas…
Ella había bajado la mirada. Estaba absorta en la lectura de la carta.
– ¿Y bien? ¿Qué hay de nuevo desde su cumpleaños fracasado? -había preguntado Philippe intentando no parecer demasiado irónico.
– Un encuentro y una ruptura…
– ¡Oh!
– Por SMS, la ruptura. ¿Y usted?
– Más o menos lo mismo. Un encuentro y una ruptura. Pero no por SMS. En silencio. Sin una palabra de explicación. No es mucho mejor.
Ella no había hecho ninguna pregunta acerca del papel de su supuesta mujer en esa malograda historia de amor. Él se lo había agradecido.
Habían acabado en casa de ella. Sin saber demasiado cómo.
Ella había abierto una botella de Chardonnay. El osito de peluche marrón, al que le faltaba un ojo de cristal, seguía allí, al igual que los pequeños cojines bordados reclamando amor y el póster de Robbie William sacando la lengua.
Habían acabado pasando la noche juntos. El no había estado muy brillante. Ella no había hecho comentarios.
Al día siguiente, él se había levantado pronto. No quería despertarla, pero ella había abierto los ojos y había posado la mano en su espalda.
– ¿Te vas a dar inmediatamente a la fuga o tienes tiempo para un café?
– Creo que me daré a la fuga…
Ella se había apoyado en el codo y le había observado, como quien contempla a una gaviota cubierta de petróleo.
– Estás enamorado, ¿verdad? Lo veo. No estabas realmente conmigo esta noche…
– Lo siento.
– ¡No! Soy yo la que lo siente por ti. Así que…
Había cogido un cojín y se lo había encajado sobre los pechos.
– ¿Cómo es ella?
– Así que de verdad quieres hacerme hablar.
– No estás obligado, pero sería mejor. ¡Como no estamos destinados a vivir una gran pasión física, mejor dedicarnos a la amistad! Así que ¿cómo es?
– Cada vez más guapa…
– ¿Eso es importante?
– No… Con ella descubro una forma de ver la vida y eso me hace feliz. Vive entre libros y salta sobre los charcos con los pies juntos…
– ¿Qué edad tiene? ¿Doce años y medio?
– Tiene doce años y medio y todo el mundo se aprovecha de ella. Su ex marido, su hermana, sus hijas. Nadie la trata como merece y a mí me gustaría protegerla, hacerla reír, hacerla volar…
– Estás seriamente afectado…
– ¡Pero no me aporta nada! ¿Me haces un café?
Dottie se había levantado y preparaba el café.
– ¿Vive en Londres?
– No. En París.
– ¿Y qué es lo que os impide vivir vuestra hermosa historia de amor?
Él se incorporó y cogió su camisa.
– Se acabaron las confidencias. ¡Y gracias por esta noche en la que he estado particularmente lamentable!
– A veces pasa, ¿sabes? ¡No vamos a hacer un drama de eso!
Bebía el café y añadía terrones de azúcar a medida que el nivel de la taza bajaba. Él hizo una mueca.
– ¡Me gusta así!-dijo viendo su expresión de disgusto-. ¡Me puedo comer una tableta de chocolate sin engordar un gramo!
– ¿Sabes qué? Me parece que vamos a volver a vernos… ¿Te apetece?
– ¿Aunque no seas Tarzán, el rey del estremecimiento?
– ¡Eso lo decides tú!
Ella puso cara de pensárselo y dejó la taza.
– De acuerdo -dijo-. Pero con una condición… Que me enseñes pintura moderna, me lleves al teatro, al cine…, en fin, que me instruyas… Ya que ella está en París, no será un problema.
– Tengo un hijo, Alexandre. Él está por encima de todo.
– ¿Sales con él por la noche?
– No.
-It's a deal?<strong><sup><strong><sup>[10]</sup></strong></sup></strong>
– It's a deal.
Se habían estrechado la mano como amigos.
Él la llamaba. La llevaba a la ópera. Le explicaba el arte moderno. Ella escuchaba, calladita como una niña buena. Apuntaba los nombres, las fechas. Con una seriedad sin tacha. Él la acompañaba a su casa. A veces, subía y se dormía en sus brazos. A veces, emocionado por su abandono, su inocencia, su simplicidad, la besaba y caían sobre la cama king size que ocupaba toda la habitación.
Él no la hacía infeliz. Actuaba con mucho cuidado. Vigilaba el temblor del labio que reprime un sollozo o la arruga de una ceja que bloquea un dolor. Aprendía sobre las emociones con ella. Ella no sabía mentir, simular. Él le decía ¡estás loca! Aprende a disimular, se lee en tu cara como en un libro abierto.
Ella se encogía de hombros.
Él se preguntaba si aquello podía durar mucho tiempo.
Ella había dejado de buscar hombres por Internet.
Él le había dicho que no debía interrumpir esa búsqueda por su culpa. Que no era ese hombre. El hombre que la llevaría en brazos. Ella suspiraba lo sé, lo sé. E imaginaba la tristeza futura. Porque eso siempre termina con tristeza, ella lo sabía bien.
Él había terminado preguntándole la edad. Veintinueve años.
– ¿Ves? ¡Ya no soy un bebé!
Como si diera a entender, puedo defenderme y también saco provecho de nuestra extraña relación.
Él le estaba infinitamente agradecido.
Desde que estaban esperando la respuesta de Vivienne Westwood para saber cuál de las dos candidaturas sería elegida para el periodo de prácticas, la atmósfera entre Agathe y Hortense era muy tensa. Casi no se hablaban. Escondían sus apuntes, sus cuadernos. Agathe se levantaba pronto, asistía a clase, ya no salía. Chocaban una con la otra en el piso. Se había puesto a trabajar y reinaba una calma extraña en el piso. Hortense se felicitaba por ello. Podía trabajar sin tapones en los oídos, aquello era un gran progreso.
Una noche, Agathe volvió con un plato preparado de un chino, y le propuso a Hortense compartir la cena. Hortense desconfió.
– Si pruebas la comida tú primero… -declaró.
Agathe lanzó una risa infantil y cayó sobre el sofá agarrándose el vientre.
– ¿Crees realmente que voy a envenenarte?
– ¡De ti me lo espero todo! -gruñó Hortense, que se encontraba un poco ridícula, pero seguía desconfiando a pesar de todo.
– Escucha. Si eso te tranquiliza, comeré primero y te pasaré el plato después… ¿De verdad no confías en mí?
– No confío en absoluto, si quieres saberlo.
Habían cenado sentadas sobre la alfombra de pelo largo. Agathe no había volcado nada. No había bebido desmesuradamente. Había recogido y guardado las cosas. Había vuelto a sentarse con las piernas cruzadas sobre la alfombra.
– Yo estoy tan nerviosa como tú, ¿sabes?
– Yo no estoy nerviosa -había replicado Hortense-. Estoy muy tranquila. Yo seré quien lo consiga. ¡Espero que seas buena perdedora!
– Mañana por la noche hay una fiesta en Cuckoo's. Una fiesta a la que asistirá toda la escuela francesa, ya sabes, Esmod…
No sólo estaban Saint Martins o la Parsons School de Nueva York, también estaba Esmod, en París. Si Hortense no había elegido ir allí, era porque quería dejar París y a su madre. Vanina Vesperini, Fifi Chachnil, Franck Sorbier y también Catherine Malandrino habían salido de esa escuela. Si hacía cinco años sólo se hablaba de Londres, ahora París había vuelto al centro del planeta moda. Con una especialidad francesa: el modelismo. En Esmod se aprendía a dominar las técnicas del moldeado de la tela, el trabajo del corte, del patrón. Un saber hacer valioso que Hortense tenía muchas ganas de aprender. Dudó.
– ¿Estarán tus amigos?
Agathe hizo una mueca que significaba «qué remedio».
– No son precisamente un regalo, esos tíos. Son una pandilla de cerdos.
– Pero también son buenos, ¿sabes?
– ¿Buenos?
Hortense se echó a reír.
– A veces, me ayudan, me animan, me dan alas…
– ¡Si los cerdos tuviesen alas se sabría! ¡No se restregarían el culo en la mierda, sino que volarían! ¡Y ellos no parecen listos para despegar!
Había terminado aceptando ir a la fiesta con Agathe.
Habían cogido un taxi. Agathe había dado una dirección que no era la de la discoteca.
– ¿Te molesta si pasamos antes por su casa?
– ¡A casa de ellos! -había gritado Hortense-. Yo no subo a casa de esos tíos.
– Por favor -había suplicado Agathe-. Contigo tendré menos miedo… Me acojonan un poco cuando estoy sola.
Parecía realmente asustada.
Hortense había subido a su pesar.
Estaban sentados en el salón. Un decorado que brillaba por su mal gusto. Lleno de mármol, oro, candelabros, cortinas con bordados dorados, poltronas de lentejuelas, sillones obesos. Cinco hombres de negro. Sentados sobre sus gordos culos de cerdo. No le había gustado que se levantaran todos a la vez y se acercasen a ella. No le había gustado nada que Agathe se hubiese alejado con el pretexto de ir al baño.
– Bueno… Parece que se te ha cerrado el pico de repente. ¿Son cosas mías, Carlos, o la chiquilla se lo ha hecho encima? -había preguntado un fortachón bajito.
Hortense no había respondido, esperando a que Agathe saliese del baño.
– Oye, chavala, ¿sabes por qué te hemos traído aquí?
Había caído en una trampa. Como una novata. La fiesta del Cuckoo's era tan inexistente como el buen gusto de ese salón.
– Ni idea. Pero seguramente me lo vais a contar.
– Queríamos hablarte de algo… Después, te dejamos tranquila.
Me van a pedir que me prostituya. Que me venda para esas jetas de cerdo que no vuela. Que les llene los bolsillos mientras las chicas curran. Así que de ahí viene la pasta de Agathe, sus vaqueros de trescientos euros y sus chaquetas Dolce & Gabbana.
– Creo que me hago una idea y podéis esperar ahí sentados…
– Pues yo creo que no tienes ni la menor idea -dijo el que debía de ser el jefe, porque medía por lo menos un metro setenta y cinco y los demás le llegaban al hombro.
– Me extrañaría. No me he caído de un guindo, ¿sabéis?
Muchas estudiantes se dedicaban a la prostitución. Para pagar sus estudios o ir a esquiar a Val-d'Isère. Existían agencias especializadas que las contrataban los fines de semana. Viajaban a países del Este a pasar una noche con un gordo y volvían con los bolsillos llenos.
– Vamos a pedirte un favorcito algo especial… Que te interesa aceptar. Porque si no, nos vamos a enfadar. Y mucho. ¿Ves allí, la puerta del cuarto de baño…?
Hortense se obligó a no volver la vista y miró fijamente al que debía de pasar por un gigante comparado con los enanos que le rodeaban. Tiene el vello recio y el mentón azul, se dijo rechazándole con la mirada, y una manchita en el ojo, como una salpicadura de mayonesa.
– Detrás de la puerta del cuarto de baño, te arriesgas a que te den una paliza. Una paliza de las buenas…
– ¿Ah, sí? -dijo Hortense intentando evadirse mentalmente, pero sentía cómo el miedo de un blanco algodonado la invadía y le hacía temblar las piernas.
– Así que esto es lo que vas a hacer…, vas a retirarte amablemente de la competición con Agathe. Vas a dejarle la plaza en Vivienne Westwood.
– ¡Jamás! -gritó Hortense, que ahora entendía la comida china, la repentina limpieza de su compañera de piso, el ambiente estudioso en la casa.
– Piénsatelo. Me duele pensar en lo que vas a sufrir detrás de la puerta del cuarto de baño…
– Ya está pensado, y la respuesta es no.
Agathe no reaparecía. Zorra, pensó Hortense. ¡Y yo que pensaba que estaba enmendándose! Tenía razón en desconfiar de sus buenos sentimientos.
Sobre todo no debía derrumbarse frente a esos chulos de mal gusto. Todos vestidos de negro, con zapatos puntiagudos. ¿Estamos en un campamento de verano o qué?
– Tienes dos minutos para pensártelo. ¡Sería estúpido por tu parte que salieses malparada de aquí!
Y sería idiota privaros de una entrada gratuita en ese mundo, se dijo Hortense, que pensaba con rapidez. Utilizáis a esa idiota de Agathe para entrar en un abrir y cerrar de ojos en el templo de la moda. No contéis conmigo, tíos. No contéis conmigo.
Pasaron cinco minutos. Hortense inspeccionó el lugar con la aplicación de una turista en Versalles: los dorados de las cómodas, los cajones abultados, el servicio de plata sobre el mantelete -¿para hacer creer que tomaban el té, quizás?-, el péndulo del reloj que batía el aire en silencio, los espejos biselados, el parqué bien encerado. Estaba atrapada.
– Ha pasado el tiempo -dijo ella consultando su reloj-. Os voy a dejar, encantada de conoceros y espero que no nos volvamos a ver…
Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta.
Uno de los chulos se levantó y fue a bloquear la salida y la devolvió al punto de partida. Otro eligió un CD, la obertura de La urraca ladrona, de Rossini, y subió el volumen a tope. Iban a pegarle, eso seguro. No gritaré. No les daré ese gusto. No iban a cargársela. ¡Menudo lío con un cadáver bajo el brazo!
– Encárgate tú, Carlos -dijo el más alto con su tono de jefe.
– OK -respondió el interpelado.
La empujó hasta el cuarto de baño, la tiró al suelo. Volvió a salir. Ella se levantó, esperó un momento, de pie, con los brazos cruzados. Me ha dejado aquí para que me lo piense. Está decidido. No voy a echar raíces aquí.
Volvió a salir del cuarto de baño, se enfrentó a ellos en el salón y preguntó:
– ¿Y bien? ¿Nos hemos desinflado?
El alto que se tomaba por el jefe enrojeció. Se fue hacia ella, la arrastró hasta el cuarto de baño y la lanzó contra el suelo gritando ¡puta! Cerró la puerta. Le he ofendido, se dijo Hortense. Punto para mí. Eso no va a suavizar los golpes pero, al menos, están prevenidos. No me voy a dejar hacer.
Se ajustó la chaqueta y se frotó los hombros. Permanecer digna y erguida. Era lo único que le quedaba. La atmósfera seguía igual de blanca, algodonosa, y tenía ganas de vomitar.
Sobre todo no debía dejarse dominar por el miedo. Tendría que mantenerlo a distancia. Poner detalles entre el miedo y ella. A lo práctico. Nada del abstracto que aterra y nubla el pensamiento. Nada de grandes ideas del estilo no es justo, no está bien lo que estáis haciendo, me quejaré a quien haga falta… Eso sería arrodillarme ante ellos.
Escuchó al llamado Carlos. Siempre tenía que hacer ruido, gritar para anunciarse. Allí estaba. En el cuarto de baño. Todo blanco. Ni un detalle de color al que agarrarse, del que obtener un poco de resistencia. Ese hombre era un cubo. Un metro cincuenta y cinco por un metro cincuenta y cinco. Un cubo calvo y graso. Un auténtico gnomo. Sólo le faltaban los pelos en la nariz, la glotis como una gota de aceite y las orejas puntiagudas. Aunque los pelos en la nariz, mirándole de cerca, los tenía.
Su ancha silueta ocultó la luz del aplique de cristal opaco. Todo estaba oscuro. Ante la violencia que tenía delante, lo olvidó todo. Ni siquiera podía mirar sus ojos de tanto que brillaban de cólera. Si quería conservar algo de sangre fría, sería mejor que se fijase en la cortina de la ducha. Blanca, todo blanco, como el blanco algodonado que la invadía y la ahogaba. Las paredes también eran blancas. El espejo, la ventanita, el mueble sobre el lavabo. Blanco el lavabo. La bañera, blanca. La alfombrilla de baño, también blanca.
Alargó el brazo, se quitó el cinturón y le pidió que se bajase los vaqueros.
– ¡Ni lo sueñes! -exclamó Hortense, los dientes apretados para rechazar todo el blanco que la ahogaba.
– Bájate los vaqueros, o saco la navaja de afeitar…
Ella pensó con rapidez. Si se bajaba los pantalones, sacaría la navaja después. No quedaría nada de ella.
– Ni lo sueñes -repitió, buscando un detalle de color en el cuarto de baño.
El dejó el cinturón sobre el borde de la bañera, abrió el botiquín y cogió una navaja de afeitar. Una navaja negra de cuchilla larga, plegable. La navaja de abuelete mafioso que usa Marlon Brando en El Padrino. Se agarró a esa escena, la reprodujo mentalmente. Él tiene el mentón completamente blanco y desliza la cuchilla haciendo una mueca, una mueca apática y cruel. No podía agarrarse a Marlon Brando para salir de aquello. No era fiable.
– No me das miedo… -dijo localizando una toalla amarilla enrollada en la bañera.
«Desde el rojo hasta el verde, todo el amarillo muere». Apollinaire. Fue su madre quien se lo había enseñado cuando eran pequeñas. Su madre que les contaba la historia de los colores. Azul, verde, amarillo, rojo, negro, violeta… Ella lo había utilizado en un trabajo sobre el tema «Armonía y color» no hacía mucho tiempo. Había sacado la mejor nota. Muy buena cultura, había dicho el profesor, referencias interesantes que profundizan en la idea. Se lo había agradecido mentalmente a su madre, al siglo XII, a Apollinaire, y había hecho propósito de enmienda por haberse burlado tanto de todo aquello.
El miedo retrocedió más de diez centímetros. Si encontraba otro detalle de color, estaría salvada.
– Agathe, ven a ver aquí… -vociferó el cubo.
Agathe entró, los hombros encogidos, la mirada pegada al suelo. Muerta de miedo. Hortense buscó su mirada, pero la otra se escapó como una anguila.
– ¡Enséñale el dedo del pie! -ladró el cubo.
Agathe se apoyó en la pared blanca del cuarto de baño, deshizo el lazo de su escarpín y exhibió el muñón de un dedo meñique de pie. Una cosa minúscula, arrugada, que había debido de ser seccionada de raíz. Era una visión asquerosa: un trozo de carne completamente violeta con algo de rojo. Ninguna uña, sólo rojo. Rojo vino, rojo estropeado, ¡pero rojo!
– ¡ Puedes guardártelo! ¡Lárgate!
Agathe salió como había entrado: arrastrándose apoyada en la pared.
Hortense la oyó gemir al otro lado de la puerta.
– ¿Has comprendido cómo se hace obedecer a las chicas?
– Yo no soy una chica. Soy Hortense. Hortense Cortès. ¡Y a ti que te jodan!
– ¿Lo has comprendido o tengo que dibujártelo?
– Venga. Os denunciaré. Iré a ver a la poli. ¡No tenéis ni idea del marrón en el que os habéis metido!
– Yo también conozco gente, pequeña. Quizás no muy recomendable ¡pero también bien situada!
Había dejado la navaja y vuelto a coger el cinturón.
Recibió el primer golpe. En plena cara. No lo había visto venir. No se movió. No debía mostrarle que le dolía o que sentía miedo. El segundo golpe lo dejó llegar, no se agachó y apretó los dientes para no gritar. Eran como descargas de fuego por todo el cuerpo. Punzadas que partían desde lo alto y bajaban hasta el vientre.
– Vamos…, me da igual, no cambiaré de idea. Estáis perdiendo el tiempo.
Otro golpe en el pecho. Después otro más en la cara. La golpeaba con todas sus fuerzas. Ella podía ver cómo tomaba impulso y se lanzaba. Tenía expresión seria, aplicada. Estaba ridículo.
– He avisado a mi amigo -jadeó Hortense, la boca llena de saliva-, si no he vuelto a medianoche, llamará a la poli. He dado tu nombre, el de Agathe, el de la discoteca. Os encontrarán…
Ya no sentía los golpes. Sólo pensaba en la palabra que debía añadir a la ya pronunciada. Usaba la excusa de hablar para colocarse de lado y no recibir todo de frente.
– Tú le conoces -escupió entre dos golpes-. Es el moreno alto que está a todas horas en mi casa. Su madre trabaja para el servicio secreto. Puedes comprobarlo. Forma parte de la policía secreta de la reina. No son gente amable. No os divertiréis con ellos…
El debía de estar escuchando porque golpeaba con menos fuerza. Había una ligera vacilación en su brazo. Ella intentaba no gritar porque, si se ponía a gritar, él se diría que estaba a punto de rendirse y redoblaría los golpes. Tenía la impresión de que la piel le saltaba a jirones, que perdía sangre, que le iban a saltar los dientes. Oía resonar los golpes en la mandíbula, en las mejillas, en el cuello. Le saltaban las lágrimas, pero él no debía verlas. Estaba demasiado oscuro y además él bloqueaba toda la luz con su torso de bruto, sus brazos de bruto, sus jadeos de bruto.
Al cabo de un momento, ya no sintió más que un gran torbellino en el que sólo las palabras, que intentaba pronunciar de forma que se acercaran en lo posible a su pensamiento, conservándolo de la forma más precisa, y más determinada posible, le impedían rendirse y dejarse caer al suelo. Mientras se mantuviese en pie, podría discutir. De igual a igual. Y más aún con el gnomo, al que sacaba dos buenas cabezas. ¡Debía de ponerle de los nervios tener que ponerse de puntillas para golpearla!
– ¿Acaso no me crees? ¿No crees que si no estuviese tan segura ya me habría echado a tus pies?
Veía su barrigón subir y bajar cada vez que respiraba. Había puesto un pie hacia delante, como si quisiera conservar el equilibrio. Recuperar fuerzas. No está en buena forma, tuvo tiempo de pensar antes de que él volviese a estabilizarse. Eso la hizo reír, le imaginó derrumbándose, víctima de un infarto porque había pegado demasiado fuerte.
– ¡Das pena, tío! Deberías hacer un poco de deporte, estás en un estado lamentable.
Y le escupió en la cara.
El golpe le alcanzó de lleno, desgarrándole el labio superior. Hizo un movimiento de sorpresa y le saltaron las lágrimas sin que pudiese retenerlas. El cuero la alcanzó por segunda vez. Estaba como loco.
– Se llama Weston. Paul Weston. Puedes comprobarlo. Y su madre es Harriet Weston, guardaespaldas de la reina. A su último amante le enviaron a Australia porque la otra opción era desaparecer con un peso atado a los pies…
Su voz estaba llena de sangre y de lágrimas, pero no se rendía.
– Y el jefe… Su jefe es Zachary Gorjiack… Tiene una hija, Nicole, que está inválida y eso le pone hecho una fiera con los tipos de tu clase. Porque si Nicole se encuentra en ese estado, es por culpa de un tipo como tú. Así que no puede tragar a los tipos como tú. Los aplasta con el pulgar, y escucha el ruido que hacen. Parece ser que es un ruido de papilla crujiente. ¿Conoces ese ruido? Debería interesarte, puede que lo escuches muy pronto…
Era la verdad. Shirley les había contado cómo ese Zachary era un cuchillo afilado, cómo acababa con los que intentaban intimidarle o estafarle. Los degollaba fríamente. Y los hombres caían inertes. También les había contado, a Gary y a ella, cómo uno de esos hombres se había vengado atrepellando a su hija y pasándole con el coche por encima. La chica había acabado en una silla de ruedas. Zachary se había vuelto más loco aún, aún más violento, más encarnizada su caza de hombres a quienes acuchillar.
El cubo flaqueaba. Sus golpes eran menos precisos. Ahora podía soportarlos.
– ¿Y Diana, te suena de algo, Diana? ¿El túnel del puente del Alma? Acabarás así. Porque me sé todos vuestros nombres. Se los he dado a mi amigo por si acaso… Hace ya tiempo que no puedo tragarte. De acuerdo, soy una chica, pero no gilipollas. Porque las hay, ¿sabes? ¡Tenaces y no gilipollas! Te tocó el número equivocado. ¡Mala suerte! Y siempre os podrán encontrar por medio de Agathe… Os han filmado en las discotecas junto a ella. Me lo ha dicho mi colega. Me había dicho también que no me fiara de vosotros. Tenía razón. ¡Mucha razón! Y esta noche, cuanto más tiempo pasa, más se pregunta dónde estoy, por qué no llamo. No me gustaría estar en tu lugar…
Ya no podía dejar de hablar. Eso la mantenía en pie. Miraba fijamente la toalla amarilla, se agarraba a ella para borrar el blanco. Ya no tenía miedo. Lo bueno que tiene el dolor es que al cabo de un momento ya no lo sientes. Es un eco ajeno, un pequeño eco, y después se disuelve en la masa. Una gruesa masa que se levanta a cada golpe, pero que ya no se siente.
Se echó a reír y volvió a escupirle.
Él dejó el cinturón y salió.
Ella miró a su alrededor. Tenía un ojo tan hinchado que no veía nada con él, no podía cerrarlo sin estremecerse, pero el otro estaba todavía en buen estado. Tuvo la impresión de estar encerrada en una caja. Una caja blanca y húmeda. Se quedó de pie. Por si acaso volvía. Se tocó la cara cubierta de sangre, de lágrimas, de sudor. Se lamió con la lengua, la sintió espesa y viscosa. Tragó el agua salada de su garganta. Debían de estar discutiendo en la habitación de al lado. El cubo les repetía todo lo que le había soltado. ¿Los servicios secretos de Su Majestad? Zachary Gorjiack, debían de conocer su nombre.
Le daba igual que le hubiesen pegado. Podían incluso cortarle el dedo del pie si querían. ¿Eso no vuelve a crecer? Había leído que el hígado volvía a crecer, así que el dedo del pie también debía de volver a crecer.
Se desplazó hasta el lavabo. Abrió los grifos. Cambió de idea. Podrían volver a entrar y eso les daría ideas. Del estilo la cabeza bajo el agua y te ahogo. Ahí estaba menos segura de aguantar. Miró a su alrededor. Vio un cerrojo en la puerta. Lo cerró. Se inclinó sobre el lavabo y se enjuagó la cara. El agua estaba helada. Le hacía tanto daño que estuvo a punto de gritar.
Después, vio la ventana encima de la bañera. Un pequeño tragaluz blanco. Lo abrió muy despacio. Daba a una terraza. Esos cerdos vivían en un buen barrio, con terrazas floridas.
Se encaramó hasta la ventana, pasó una pierna, la otra, la atravesó y aterrizó suavemente, se deslizó en la noche hasta la terraza vecina, después a otra, y a otra, y se encontró en la calle.
Se volvió, anotó la dirección.
Levantó la mano para parar a un taxi. Se cubrió la cara para que el taxista no se asustase al verla. Debía de parecer un auténtico Picasso, periodo escacharrado.
El taxi se detuvo. Le dio la dirección de Gary con una mueca de dolor: tenía un corte muy profundo en el labio superior. Casi podía pasar un dedo entre las dos mitades partidas.
¡Jolines!, gimió, ¿y si me quedo con un labio bífido?
Se hundió en el asiento del taxi y estalló en sollozos.
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> En francés, châtaigne y marrón son dos tipos distintos de castaña comestible (N. del T.).
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> No me olvides.
<a l:href="#_ftnref5">[5]</a> «Dios, es realmente atractivo».
<a l:href="#_ftnref6">[6]</a> «Muy agudo, en verdad».
<a l:href="#_ftnref7">[7]</a> «¡Este bebé está loco!»
<a l:href="#_ftnref8">[8]</a> «La historia de su vida».
<a l:href="#_ftnref9">[9]</a> «No pases de mí, no me hagas llorar, no me dejes triste porque, ¿sabes, cariño?, te quiero».
<a l:href="#_ftnref10">[10]</a> «¿Trato hecho?».