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Ilis sacó su polvera Shisheido de su bolso Birkin. Se acercaba a Saint Paneras, quería ser la más guapa que bajase al andén.
Se había recogido la melena negra, se había puesto sombra de ojos violeta sobre los párpados, una capa de rímel sobre las pestañas, ¡ay!, ¡sus ojos! Nunca se cansaba de contemplarlos, es increíble cómo pueden cambiar de color, se vuelven de color tinta cuando estoy triste, se iluminan con un brillo dorado cuando estoy contenta, ¿quién sabría describir mis ojos? Se levantó el cuello de su blusa Jean-Paul Gaultier, se felicitó por haber elegido ese pantalón sastre de color violeta claro que realzaba su silueta. La finalidad de su viaje era sencilla: reconquistar a Philippe, volver a ocupar su sitio en la familia.
Sintió un impulso de ternura hacia Alexandre, al que no había visto desde hacía seis semanas. Había estado muy ocupada en París. Bérengère había sido la primera en llamar.
– Estabas resplandeciente antes de ayer en el Costes. No quise molestarte, estabas comiendo con tu hermana…
Habían charlado como si no hubiese pasado nada. El tiempo lo borra todo, pensó Iris retocándose con la polvera. El tiempo y la indiferencia. Bérengère había «olvidado» porque Bérengère nunca había prestado atención. Había recibido la espuma de los cotilleos parisinos, se la había tragado, la espuma se había volatilizado, y ya no se acordaba de nada. Mortal ligereza, ¡qué bien me sirves!, pensó Iris. Percibió una arruga sobre la mejilla izquierda, se acercó al espejo, se exasperó y prometió pedir a Bérengère la dirección de su dermatólogo.
El hombre sentado frente a ella no dejaba de mirarla. Debía de tener unos cuarenta y cinco años, un rostro resuelto, amplios hombros. Philippe volvería. ¡O seduciría a otro! Había que ser realista, estaba usando sus últimos cartuchos, y un general debe permanecer lúcido ante la batalla final. Utiliza todos sus medios para ganarla, pero también prepara una solución para la retirada.
Guardó su polvera y metió la barriga. Había contratado a un coach, el señor Kowalski, que la manipulaba como si fuera plastilina. La enrollaba, la desenrollaba, la doblaba, la estiraba, la encogía, la hacía saltar, la aplastaba. Desgranaba el número de abdominales sin parpadear, sin ningún tipo de piedad, y cuando ella le suplicaba que moderase sus exigencias, él contaba uno, dos, tres, cuatro, debe usted saber lo que quiere, señora Dupin, a su edad debería usted hacer el doble. Le odiaba, pero era eficaz. Venía a su casa tres veces a la semana. Llegaba silbando, con un bastón del que se servía para los ejercicios de hombros. El pelo cortado a cepillo, ojitos marrones hundidos, una naricita minúscula como un botón y un torso de marinero. Siempre llevaba el mismo chándal azul cielo con rayas naranja y violeta, y una pequeña bolsa de deporte en bandolera. Entrenaba a mujeres de negocios, abogadas, actrices, periodistas, ociosas. Desgranaba sus nombres y sus hazañas mientras sudaba. Le había conocido en casa de Bérengère, quién había renunciado al cabo de seis sesiones.
Se dejó caer contra el asiento. Había hecho bien en anunciar su llegada a Alexandre antes de hablar con Philippe. No había podido negarse a recibirla. Todo iba a decidirse en ese viaje. Un escalofrío recorrió su espinazo.
¿Y si fracasaba?
Su mirada se posó en los barrios tristes de Londres, las casitas encastradas una en la otra, los escasos jardines, la ropa puesta a secar, las sillas de jardín rotas, las paredes llenas de grafitis. Recordó los barrios del extrarradio de París.
¿Y si fracasaba?
Hizo girar sus sortijas entre sus dedos, acarició su bolso Hermés, su larga estola de cachemir.
¿Y si fracasaba?
No quería pensar en ello.
Inclinó la cabeza cuando el hombre frente a ella se ofreció a bajar su bolso de viaje. Se lo agradeció con una sonrisa educada. El olor a agua de colonia barata que liberó cuando alzó los brazos para coger el equipaje lo dijo todo: no valía la pena perder el tiempo.
Philippe y Alexandre la esperaban en el andén. ¡Qué guapos eran! Se sintió orgullosa de ellos, y no se volvió hacia el hombre que le seguía los pasos y que después desaceleró cuando vio que la esperaban.
Cenaron en un pub en la esquina de Holland y Clarendon Street. Alexandre contó cómo había conseguido la mejor nota en historia, Philippe aplaudió, Iris le imitó. Se preguntó si iban a compartir la misma habitación o si había tomado medidas para que durmiese en otro lado. Recordó lo enamorado que había estado de ella y se convenció de que aquello no podía acabar así. Después de todo, un pequeño contratiempo en una larga vida conyugal podía pasarle a todo el mundo, lo principal es lo que hemos construido juntos… Pero ¿qué he construido yo con él?, se preguntó inmediatamente, maldiciendo la lucidez que le impedía mostrarse complaciente. Él intentó construir, pero ¿y yo?
Escuchó a Alexandre detallar todos los proyectos para el fin de semana.
– ¿Vamos a poder hacer todo eso? -preguntó ella, divertida.
– Si te levantas pronto, sí. Pero habrá que darse prisa.
¡Qué serio parecía! Hizo un esfuerzo para recordar su edad. Pronto catorce años. Hablaba un inglés sin acento cuando se dirigía al camarero o citaba el título de una película. Philippe se dirigía a él para evitar hablar con ella. Decía: «¿Crees que mamá estará interesada en ir a ver la retrospectiva de Matisse, o preferiría ir a ver la exposición de Miró?». Y Alexandre respondía que en su opinión mamá querría ver las dos. Soy una pluma de bádminton que se reenvían alegremente, a golpe de preguntas a las cuales no debo responder. Esa ligereza no le inspiró confianza.
El piso de Philippe se parecía al de París. No se sorprendió: él había amueblado los dos. Ella le había visto hacer. La decoración no le interesaba. Apreciaba los buenos decorados, pero no le gustaba recorrer anticuarios, ir a subastas. Todo lo que supone un esfuerzo prolongado me disgusta, me gusta pasear, soñar, leer largas horas tumbada. Soy contemplativa. Como Juliette Récamier. ¡Una perezosa más bien!, murmuró una vocecita a la que hizo callar.
Philippe había dejado su bolsa de viaje en la entrada. Alexandre fue a acostarse tras haber reclamado educadamente un beso y se encontraron solos, en el gran salón. Había hecho instalar una moqueta blanca, no debía de recibir a menudo. Se sentó cuidando de recostarse sobre un gran sofá. Le miró encender una cadena y elegir un CD. Parecía tan hermético que se preguntó si no había cometido un error viniendo. Ya no estaba segura de tener los ojos azules, el talle fino, los hombros redondeados. Se trituró las puntas del pelo, replegó sus largas piernas tras haberse librado de sus zapatos, en una postura de defensa y espera. Se sentía una extraña en ese piso. Ni por un instante había percibido abandono en Philippe. Era afectuoso, educado, pero la mantenía a distancia. ¿Cómo habían llegado a eso? Decidió dejar de pensar. No podía imaginarse la vida sin él. Volvió a su memoria el agua de colonia del hombre del tren e hizo una mueca de disgusto.
– Parece que a Alexandre le va bien…
Philippe sonrió y asintió con la cabeza como si hablase consigo mismo.
– Me siento muy feliz con él. No sabía lo feliz que podía hacerme.
– Ha cambiado mucho. Casi no lo reconozco.
El pensó ¡nunca lo has conocido! Pero no dijo nada. No quería iniciar las hostilidades hablando de Alexandre. El problema no era Alexandre, el problema era ese matrimonio que no acababa de morir, que parecía agonizar sin fin. El la miraba, sentada frente a él. La más guapa de todas, sus dedos toqueteaban el collar de perlas finas que le había regalado por sus diez años de matrimonio, la mirada azul malva fija en el vacío, interrogándose sobre el futuro de su relación, sobre el futuro de ella, contando los años que le quedaban para seguir siendo seductora, evaluando los medios que debía utilizar para seguir siendo su mujer o convertirse en la mujer de otro, cansada por anticipado ante la dificultad de tener que volver a empezar con un extraño, estando él ahí, al alcance de la mano, una presa tan fácil y dominada durante tanto tiempo.
Él se fijó en el brazo delicado, el cuello esbelto, los labios carnosos, la cortó en trocitos y cada uno de ellos se llevó el premio a la excelencia del trocito más hermoso. La imaginó con sus amigas, hablando de su fin de semana en Londres, o bien sin hablar, no debe de tener ya muchas amigas. Se la imaginó en el tren, calculando sus posibilidades, escrutando su rostro en el espejo… Había perdido tanto tiempo en el espejismo de su amor… Allí donde yo veía un oasis, palmeras, una fuente de agua viva, no había más que aridez y cálculo. ¿Había sentido placer conmigo? No sé nada de esa mujer que he tenido en mis brazos. Ya no es mi problema. Mi problema, esta noche, es poner fin a sus ilusiones. Ha buscado con la mirada dónde he puesto su bolsa de viaje. Se pregunta dónde va a dormir. No dormiremos juntos, Iris.
Él abrió la boca para enunciar en voz alta sus pensamientos, pero ella se inclinó hacia delante y su mano partió en busca de un pendiente que había caído. Anda, se dijo Philippe, ¡ésos no los conocía! ¿Es posible que haya otro además de mí que le regale joyas? ¿O es un pendiente de pacotilla que ha visto en un escaparate?
Iris había encontrado el pendiente y lo había devuelto a su lugar. Le lanzó una sonrisa radiante. «Su corazón es un cactus erizado de sonrisas». ¿Dónde había leído esa frase? Debió de anotarla pensando en ella. Esbozó una rápida sonrisa. Te conozco, sobrevivirás a nuestra separación. Porque tú no me quieres. Porque tú no quieres a nadie. Porque no tienes emociones. Las nubes sobrevuelan tu corazón, pero no lo impregnan. Como un niño mimado al que se le regala un juguete. Da palmadas, juega un rato y después lo abandona. Para pasar a otro. Aún más grande, aún más bonito, aún más decepcionante. Nada puede colmar el vacío de tu corazón. Ya no sabes qué buscar que te haga estremecer… Necesitas tormentas, huracanes para sentir una ligera, una ligerísima emoción. Estás haciéndote peligrosa, Iris, peligrosa para ti misma. Ten cuidado, te vas a estrellar. Debería protegerte, pero ya no siento deseos, ya no tengo ganas. Te he protegido mucho tiempo, mucho, pero ese tiempo ha terminado.
– Te he traído regalos -acabó diciendo Iris para romper el silencio.
– Qué amable…
– ¿Dónde has puesto mi bolsa? -preguntó ella con tono casual.
Lo sabes muy bien, estuvo a punto de decir.
– En la entrada…
– ¿En la entrada? -repitió ella, extrañada.
– Sí.
– Ah…
Se levantó, fue a buscar su bolsa. Sacó un jersey de cachemir azul y una caja de pastelitos de almendra. Se lo tendió con la sonrisa de un explorador yanqui negociando con un astuto sioux.
– ¿Pastelitos? -se extrañó Philippe, recibiendo la caja blanca en forma de rombo.
– ¿Recuerdas? Nuestro fin de semana en Aix-en-Provence… Habías comprado diez cajas para tenerlos siempre a mano: en el coche, en el despacho, en casa… A mí me parecían demasiado dulces…
Su voz canturreaba, feliz; él escuchó el estribillo que ella no osaba entonar. ¡Éramos tan felices!, entonces ¡tú me amabas tanto!
– Eso fue hace mucho tiempo… -dijo Philippe, haciendo un esfuerzo de memoria.
Dejó la cajita sobre la mesa baja, como si rechazara volver atrás, hacia una felicidad inventada.
– ¡Oh! ¡Philippe! ¡Aquellos tiempos no están tan lejos!
Ella se había sentado a sus pies y le estrechaba las rodillas. Estaba tan guapa que la compadeció. Librada a sí misma, sin la protección de un hombre que la ame, sus debilidades harían de ella una presa tan fácil… ¿Quién la protegerá cuando yo no esté?
– Se diría que has olvidado que nos quisimos…
– ¡Yo te quise! -corrigió él con voz dulce.
– ¿Qué quieres decir?
– Que fue en una sola dirección… y que se acabó.
Ella se había incorporado y le miraba fijamente, incrédula.
– ¿Se acabó? ¡Pero eso es imposible!
– Sí, nos vamos a separar, a divorciar…
– ¡Oh, no! Te quiero, Philippe, te quiero. He pensado en ti, en nosotros, todo este tiempo en el tren, me decía, vamos a empezar de cero, vamos a recomenzar todo. Cariño…
Le había cogido de la mano y la estrechaba con fuerza.
– Te lo ruego, Iris, no hagas las cosas más difíciles, ¡sabes muy bien lo que pasa!
– He cometido errores. Lo sé… Pero también he comprendido que te amaba. Que te amaba de verdad… Me he comportado como una niña mimada, pero ahora lo sé, lo sé…
– ¿Sabes qué? -preguntó él, aburrido por adelantado de sus explicaciones.
– Sé que te quiero, que no te merezco, pero te quiero…
– Como querías a Gabor Minar…
– ¡Nunca lo quise!
– En todo caso, lo disimulabas muy bien.
– ¡Me dejé engañar!
– ¡Tú me engañaste! No es lo mismo. Y además ¿qué más da? Eso es cosa del pasado. He pasado página. He cambiado, ya no soy el mismo hombre, y este hombre nuevo no tiene nada en común contigo…
– ¡No digas eso! También cambiaré. Eso no me da miedo, ¡nada puede darme miedo contigo!
Él la miró, irónico.
– Te crees que porque me digas que vas a cambiar, cambiarás, y porque me digas que lo sientes ¡yo me olvidaré de todo y seguiremos igual! ¡La vida no es tan sencilla, querida!
Ella recobró esperanzas al escuchar esa palabra afectiva. Posó su cabeza sobre sus rodillas y acarició su pierna.
– Te pido perdón por todo.
– ¡Iris! ¡Te lo ruego! Me incomodas…
Sacudió la pierna como si se librara de un perro molesto.
– ¡Pero no podría vivir sin ti! ¿Que voy a hacer?
– Ése no es problema mío, pero que sepas que, en lo material, no te abandonaré…
– ¿Y tú?, ¿qué vas a hacer?
– Todavía no lo sé. Tengo ganas de paz, de ternura, de compartir… Tengo ganas de cambiar de vida. Durante mucho tiempo tú has sido la razón de mi vida, después me apasionó mi trabajo, mi hijo al que he descubierto no hace tanto tiempo. Me he cansado de mi trabajo, tú has hecho todo lo posible para que me canse de ti, me queda Alexandre y las ganas de vivir de forma distinta. Tengo cincuenta y un años, Iris. Me he divertido mucho, he ganado mucho dinero, pero también he derrochado mucho. Ya no quiero refinamiento, ni frivolidades, ni falsas declaraciones de amor y de amistad, ni concursos de egos viriles. Tu amiga Bérengère se me insinuó la última vez que la vi…
– ¡Bérengère!
Puso cara extrañada y divertida.
– Ahora sé cómo quiero ser feliz y esa nueva felicidad no tiene nada que ver contigo. Incluso tú eres lo opuesto a ella. Así que te miro, te reconozco, pero ya no te quiero. Me ha hecho falta tiempo, el tiempo de un reloj de arena de dieciocho años, el tiempo para que los minúsculos granos de arena caigan de un lado al otro del reloj. Tú has agotado tus reservas de arena y yo he pasado al montón de al lado. Es muy sencillo, en el fondo…
Ella levantó hacia él un rostro adorable y crispado donde se leía la incredulidad.
– ¡Pero eso no es posible! -gritó ella de nuevo leyendo la determinación en su mirada.
– Se ha hecho posible, Iris, lo sabes muy bien, no sentimos nada el uno por el otro. ¿Para qué seguir disimulando?
– ¡Pero yo te amo!
– ¡Por favor! ¡No te vuelvas indecente!
Él esbozó una sonrisa indulgente. Le acarició el pelo como quien acaricia la cabeza de un niño para calmarle.
– Déjame aquí contigo. Estaré en mi lugar.
– No, Iris, no… He esperado mucho tiempo, pero se acabó. Te quiero mucho, pero ya no te amo. Y ante eso, querida, no puedo hacer nada.
Ella se estremeció como picada por una serpiente.
– ¿Hay otra mujer en tu vida?
– Eso no te interesa.
– ¡Hay otra mujer en tu vida! ¿Quién es? ¿Vive en Londres? ¡Por eso has venido a vivir aquí! ¿Me engañas desde hace mucho?
– Esto es ridículo. Vamos a ahorrárnoslo.
– Quieres a otra. Lo he sentido desde que llegué. Una mujer sabe cuando ya no la desean porque se ha vuelto transparente. Me he vuelto transparente. ¡Es insoportable!
– Me parece que estás en mala posición para montarme una escena, ¿verdad?
Él dirigió hacia ella una expresión de burla y ella estalló en gritos de cólera.
– ¡Nunca te he engañado con él! ¡No pasó nada entre nosotros! ¡Nada de nada!
– Es posible, pero eso no cambia nada. Se acabó y no merece la pena preguntarse cómo ni por qué. O más bien eres tú la que deberías preguntarte cómo y por qué… ¡Para no cometer los mismos errores con otro!
– ¿Y qué dices del amor que siento por ti?
– Eso no es amor, es amor propio; te curarás pronto. Encontrarás otro hombre, ¡confío en ti!
– Entonces ¡no hacía falta hacerme venir!
– ¡Como si me hubieses pedido mi opinión! Te has impuesto, yo no he dicho nada para no herir a Alexandre, pero no te he invitado.
– ¡Hablemos de Alexandre! Me lo llevo conmigo porque sí. No lo dejaré aquí con tu… ¡amante!
Ella había escupido esa palabra como si le ensuciase la boca.
El la agarró del pelo, tiró de él hasta hacerle daño, pegó su boca a su oído y murmuró:
– ¡Alexandre se quedará aquí conmigo y eso ni siquiera se discute!
– ¡Suéltame!
– ¿Me oyes? Lucharemos si hace falta, pero no le tocarás ni un pelo. Tú me dirás cuánto te debo para saldar cuentas, yo te daré dinero, pero no tendrás la custodia de Alexandre.
– ¡Eso ya lo veremos! ¡Es mi hijo!
– Tú nunca te has ocupado de él, nunca te has preocupado y me niego a que te sirvas de él como un instrumento para hacerme bailar a tu son. ¿Lo has entendido?
Ella bajó la cabeza y no respondió.
– En cuanto a esta noche, irás a dormir al hotel. Hay un hotel muy bueno, justo al lado. Pasarás allí la noche y mañana volverás sin montar el número. Yo explicaré a Alexandre que te has puesto enferma, que has vuelto a París y que, a partir de ahora, vendrás a verle aquí. Decidiremos juntos las fechas, la planificación y, mientras te comportes convenientemente, podrás verlo siempre que quieras. Con una condición, que quede bien claro entre nosotros, que le dejes fuera de todo esto.
Ella se soltó y se levantó. Se arregló. Y, sin mirarle, añadió:
– Entendido. Voy a pensarlo y volveremos a hablar. O mejor contrataré a un abogado para que hable contigo. Quieres la guerra, pues bien, ¡tendrás guerra!
Él soltó una carcajada.
– ¿Y cómo vas a hacer la guerra, Iris?
– ¡Como todas las madres que luchan para conservar a su hijo! ¡Nunca se retira la custodia de un hijo a su madre! ¡A menos que sea una perdida, una alcohólica o una drogada!
– Quienes, te recuerdo, pueden ser muy buenas madres. En todo caso ¡mejores madres que tú! No midas tus fuerzas contra mí, Iris, podrías perderlo todo…
– ¡Eso ya lo veremos!
– Tengo fotos de ti en un periódico besando a un adolescente, tengo testigos de tu reprochable conducta en Nueva York, incluso había contratado a un detective privado para saber los detalles de tu historia con Gabor Minar, he pagado tu larga estancia en una clínica, pago las facturas de tu peluquero, de tu masajista, de tu sastre, de los restaurantes, pago los miles de euros que gastas sin contar, ¡sin ser capaz siquiera de sumarlos! Tu papel de madre afligida no sería muy creíble. El juez se reirá de ti. ¡Sobre todo si es una mujer y se gana la vida! Tú no sabes lo que es la vida, Iris. No tienes ni la menor idea. Serías el hazmerreír de un tribunal.
Ella estaba pálida, deshecha, el azul de sus ojos había perdido todo su brillo, tenía las comisuras de los labios caídas, dibujando la mueca de una vieja jugadora de casino arruinada, sus largas mechas de pelo colgaban como cortinas negras, había dejado de ser la espléndida, la magnífica Iris Dupin; ahora era una mujer derrotada, que veía cómo se escapaba su poder, su belleza, su cuenta corriente.
– ¿He sido lo bastante claro? -preguntó Philippe.
Ella no respondió. Pareció buscar una réplica hiriente, pero no la encontró. Cogió su chal, su bolso Birkin y su bolsa de viaje. Y huyó dando un portazo.
No tenía ganas de llorar. Por el momento, se sentía estupefacta. Avanzaba por un largo corredor blanco y, al fondo del pasillo, lo sabía, el cielo caería sobre su cabeza. Entonces, sufriría, y su vida no sería más que un montón de escombros. Ignoraba cuándo llegaría ese momento, sólo quería retrasar el mayor tiempo posible el llegar al final del pasillo. Le detestaba. No soportaba que se le escapase. ¡Es mío! Nadie tiene derecho a quitármelo. Me pertenece.
Había visto el hotel cuando volvieron a pie del restaurante.
Iría sola. No necesitaba que reservasen una habitación. Sólo necesitaba su tarjeta de crédito. Y, hasta nueva orden, todavía la tenía. Y no pensaba dejar que se la quitaran.
Eso no impide, se dijo, caminando con paso furioso, que él nunca haya estado tan seductor como esta noche y que yo nunca haya estado tan cerca de echarme a sus brazos. ¿Por qué se quiere siempre a los hombres que te rechazan, que te tratan mal? ¿Por qué no nos conmueven los hombres que se echan a nuestros pies?
Pensaré en ello mañana.
Abrió la puerta del hotel, tendió su tarjeta de crédito y pidió la suite más cara.
Al día siguiente de la reunión de copropietarios, Joséphine decidió ponerse las zapatillas y salir a correr. Y daré dos vueltas al lago para librarme de las miasmas de esa reunión fétida.
Sobre la mesa de la cocina, dejó una nota para Zoé, que todavía dormía. Era sábado, no tenía clase. Pronto volverían a hablarse, las estrellas se lo habían prometido.
En el ascensor se cruzó con el señor Merson que iba a dar un paseo en bicicleta. Llevaba un calzón corto ajustado, un bolso de cintura y un casco.
– ¿Un poco de footing, señora Cortès?
– ¿Un poco de pedaling, señor Merson?
– ¡Es usted muy espiritual, señora Cortès!
– ¡Muchas gracias, señor Merson!
– Ayer noche hubo otra fiestecita en el trastero, me parece…
– No sé lo que hacen ¡pero parece que lo pasan bien!
– Los jóvenes deben divertirse… Todos hemos pasado por el trastero, ¿no es cierto, señora Cortès?
– ¡Hable por usted, señor Merson!
– ¡Ya está usted otra vez jugando a las vírgenes asustadas, señora Cortès!
– ¿Vendrá usted a la fiesta de Iphigénie, esta noche, señor Merson?
– ¿Es esta noche? ¡Va a correr la sangre! Me temo lo peor.
– No. Los que vengan sabrán comportarse.
– ¡Si usted lo dice! Entonces me pasaré, señora Cortès. ¡Sólo para contemplar sus hermosos ojos!
– Venga con su mujer. Así la conoceré.
– ¡Tocado, señora Cortès!
– Y además será un placer para Iphigénie, señor Merson.
– Pero si es a usted a quien quiero dar placer, señora Cortès. Tengo unas ganas locas de besarla. Podría bloquear el ascensor, ¿sabe?…, y hacerle sufrir los peores ultrajes. ¡Soy excelente para los peores ultrajes!
– ¡Usted no se rinde nunca, señor Merson!
– ¡Forma parte de mi encanto! Tengo un aspecto liviano, pero soy muy tenaz… ¡Que tenga usted un buen día, señora Cortès!
– ¡Lo mismo digo, señor Merson! Y no lo olvide, esta tarde, a las siete, en la portería. ¡Con su mujer!
Se separaron y Joséphine se alejó trotando, con la sonrisa en los labios. Ese hombre había nacido para bromear. Una burbuja de champán. Parecía más juvenil, más frívolo que su hijo. ¿Qué hacía Zoé en el trastero? Se detuvo en el cruce, esperando a que se abriese el semáforo, y continuó corriendo en el sitio. No desacelerar el ritmo, si no el metabolismo dejaba de quemar grasa.
Estaba saltando cuando vio sobre un gran cartel frente a ella un anuncio en el que reconoció a Vittorio Giambelli, el hermano gemelo de Luca. Posaba en slip, los brazos cruzados sobre el pecho, el ceño fruncido. Tenía aspecto huraño. Viril, pero huraño. El eslogan se desplegaba sobre su cabeza como un friso de color: Sea masculino, vístase con Excelencia. ¡No me extraña que esté deprimido! Verse en slip ajustado sobre las paredes de París no debe de llevar a sentir gran estima por uno mismo.
El semáforo se puso en verde. Cruzó pensando que debería devolverle la llave a Luca. Pasaría luego por su casa cuando fuese a hacer la compra con Iphigénie. Y si me lo encuentro, le digo que no puedo quedarme, que Iphigénie me espera en el coche. Saltó por encima de un pequeño parapeto. Llegó a la gran avenida que llevaba al lago, reconoció a los jugadores de petanca de los sábados por la mañana. Los sábados jugaban por parejas. Las mujeres llevaban el picnic. La botella de rosado, los huevos duros, el pollo frío y la mayonesa en la nevera.
Empezó a dar su primera vuelta al lago. Iba a su ritmo. Tenía sus puntos de referencia: la cabaña roja y ocre del alquiler de barcas, los bancos públicos que jalonaban el recorrido, el seto de bambú que invadía el camino y obligaba a ceñirse a la izquierda, y el árbol seco y recto al que había bautizado el Indio y que señalaba la mitad del trayecto. Se cruzaba con los habituales del sábado: el viejo señor que corría curvado soplando con fuerza, un gran labrador negro, que hacía pis bajando el trasero y olvidando que era un macho, un boyero berlinés que se lanzaba siempre al agua por el mismo sitio y que salía inmediatamente, como si hubiese cumplido una tarea, hombres que corrían de dos en dos hablando de su trabajo, chicas que se quejaban de que los hombres sólo hablaban de su trabajo. Todavía era un poco pronto para cruzarse con el caminante misterioso. Los sábados aparecía sobre el mediodía. Hacía buen tiempo, se preguntó si no se habría quitado una bufanda o el gorro. Así podría percibir sus rasgos, decidir si era amable o arisco. Quizás sea alguien famoso que no quiere que le importunen. Una mañana se había cruzado con Alberto de Mónaco, otra vez con Amélie Mauresmo. Ella se había apartado para dejarla pasar y la había aplaudido.
A lo lejos, sobre la isla, escuchó el grito estridente de los pavos reales «meu-meu». Vio, divertida, cómo un pato hundía la cabeza en el agua para buscar su pitanza, y ofrecía el espectáculo de su trasero flotando en la superficie, como el flotador de una caña de pescar. A su lado, una pata esperaba con aspecto satisfecho de mujer endomingada. Algunos corredores olían a jabón, otros a sudor. Los unos miraban fijamente a las mujeres, los otros las ignoraban. Era un baile de habituales que giraban, sudaban, sufrían y volvían a girar. A ella le gustaba formar parte de ese mundo de derviches giradores. Su cabeza se vaciaba poco a poco, se sentía flotar. Los problemas se despegaban como trozos de piel muerta.
La música de su móvil la llamó al orden. Leyó el nombre de Iris y descolgó.
– ¿Jo?
– Sí-dijo Joséphine parándose, sin aliento.
– ¿Te molesto?
– Estaba corriendo.
– ¿Podemos vernos esta tarde?
– ¡Pero si vamos a vernos esta tarde! ¿Lo has olvidado? ¿La copa en casa de mi portera? Y después, habíamos dicho que cenábamos juntas… No me digas que lo habías olvidado.
– ¡Ah, sí! Es verdad.
– Lo habías olvidado… -constató Joséphine, herida.
– No, no es eso pero… ¡Tengo que hablar contigo inmediatamente! De hecho, estoy en Londres y es terrible, Jo, es terrible…
Su voz estaba rota y Joséphine se alarmó.
– ¿Ha pasado algo?
– ¡Quiere divorciarse! Me ha dicho que se había acabado, que ya no me quería. Jo, creo que me voy a morir. ¿Me oyes?
– Sí, sí -murmuró Joséphine.
– Hay otra mujer en su vida.
– ¿Estás segura?
– Sí. Primero, lo sospeché por la forma en la que me hablaba. Ya no me ve, Jo, me he vuelto transparente. ¡Es horrible!
– Que no… ¡Son impresiones tuyas!
– Te aseguro que no. Me ha dicho que habíamos terminado, que íbamos a divorciarnos. Me ha enviado a dormir al hotel. ¡Oh, Jo, te das cuenta! Y esta mañana, cuando volví para verle, había salido a tomar un café, ya sabes lo que le gusta leer el periódico, solo, por la mañana, en la terraza de un café, ¡entonces hablé con Alexandre y me lo dijo todo!
– ¿Te dijo qué? -preguntó Joséphine, con el corazón en un puño.
– Me dijo que su padre se veía con una mujer, que iba con ella al teatro y a la ópera, que dormía en su casa a menudo, que se las arreglaba para volver por la mañana temprano para que Alexandre no se diese cuenta de nada, que se ponía el pijama y fingía que se levantaba, bostezaba, se frotaba el pelo…, que él no decía nada para tranquilizar a su padre porque, espera, ahí creí que me moría, me dijo que desde que veía a esa mujer parece menos apesadumbrado, que ha cambiado. ¡Te digo que lo sabe todo! Sabe incluso su nombre… Dottie Doolittle. ¡Ay, Jo! Creo que me voy a morir…
Yo también me voy a morir, se dijo Joséphine, apoyándose en el tronco de un árbol.
– ¡Qué desgraciada soy, Jo! ¿Qué voy a hacer ahora?
– ¿Y no puede ser que Alexandre se lo haya inventado todo? -sugirió Joséphine agarrándose a esa esperanza.
– Parecía muy convencido. Me lo contó todo con tonillo pedagógico, tranquilo, indiferente. Como si quisiera decirme, no importa, mamá, no montes un drama… Incluso empleó una palabra extraña, me dijo que esa chica era sin duda «transitoria». Qué amable es, ¿no? Me dice eso para consolarme… ¡Ay, Jo!
– ¿Dónde estás?
– En la estación de Saint Paneras. Estaré en París dentro de tres horas. Puedo ir a tu casa, ¿verdad?
– Tengo que ir de compras con Iphigénie…
– ¿Y ésa quién es?
– Mi portera. Le prometí llevarla de compras para su fiesta…
– Voy de todas formas. No quiero quedarme sola.
– Quería echarle una mano para preparar la reunión… -dudó Joséphine, que había prometido ayudar a Iphigénie.
– Nunca estás cuando te necesito, ¡te ocupas de todos menos de mí!
Su voz temblaba, estaba a punto de llorar.
– Estoy acabada, nula, ya no valgo para nada. ¡Soy vieja!
– ¡Que no! ¡Para!
– ¿Puedo ir a tu casa directamente? Llevo mi bolsa. No quiero quedarme sola. Me voy a volver loca…
– De acuerdo. Nos vemos en casa.
– De verdad que no me merezco esto, ¿sabes? Ay, si supieses cómo me miraba. Sus ojos no me veían, ¡era horrible!
Joséphine colgó, aturdida. «Es posible lograr que la gente que os ama baje los ojos, pero no se puede obligar a bajar los ojos a la gente que os desea. Te quiero y te deseo». Le había creído. Había cogido esas palabras de amor, había hecho de ellas un estandarte con el que se había envuelto. No sé nada de los meandros del amor. Soy tan ingenua… Tan torpe… Las piernas ya no la sostenían, se dejó caer sobre un banco público.
Cerró los ojos y pronunció las palabras: «Dottie Doolittle». Es joven, es bonita, lleva pendientes pequeños, tiene los dientes separados, le hace reír a carcajadas, no es la hermana de nadie, baila rock y canta La Traviata, conoce los Sonnets de Shakespeare y el Kamasutra. Me ha apartado como quien barre una hoja seca. Me voy a acurrucar en el suelo como una hoja muerta. Voy a retomar mi vida de mujer sola. Voy a vivir sola. O más bien, sé sobrevivir. La almohada de al lado que permanece fría y lisa, la cama en la que una se acuesta abriéndola por un solo lado, dejando el sitio para el otro que no llega, al que a veces se espera con la frente gacha y terca, y los brazos familiares y fríos de la tristeza, que se cierran sobre esa espera que se adivina infinita. Sola, sola, sola. Ni siquiera un trozo de sueño que acariciar, un trozo de película que ver. Y sin embargo ¡con qué impulso me lancé contra él en Nochebuena! Mi inocencia de niña pequeña cuando me besó, y mis sueños de primer amor que le ofrecía. Por él volvía a mi infancia. Estaba dispuesta a todo. A esperarle, a respirarle de lejos, a no beber de su amor más que las palabras garabateadas sobre una guarda. Eso hubiera bastado para hacerme esperar meses y años.
Sintió un aliento sobre su brazo y abrió los ojos, asustada.
Un perro negro la estaba mirando, con la cabeza inclinada a un lado.
– ¡Du Guesclin!-articuló reconociendo al perro negro vagabundo de la víspera-. ¿Qué haces aquí?
Un hilillo de saliva colgaba de su morro. Tenía aspecto desolado por verla tan apenada.
– Estoy triste, Du Guesclin. Estoy muy triste…
Él inclinó la cabeza como para señalar que la escuchaba.
– Estoy enamorada de un hombre, creía que él me amaba y me he equivocado. Ése es mi problema, ¿sabes?, siempre confío en la gente…
Parecía comprender y esperar el final de la historia.
– Nos besamos una noche, un auténtico beso de amor, y vivimos… Una semana de amor loco. No nos decíamos nada, apenas nos rozábamos, pero nos comíamos con los ojos. Qué hermoso, Du Guesclin, qué fuerte, qué violento, qué dulce… Y después, no sé qué me ocurrió, le pedí que se marchara, y se fue.
Ella sonrió, le acarició el hocico.
– Y ahora estoy llorando en un banco porque acabo de enterarme de que se ve con otra chica y eso duele, Du Guesclin, eso duele mucho.
Él sacudió la cabeza y el hilillo de saliva fue a pegarse en el pelo del morro. Era un filamento pegajoso que brillaba a la luz del sol.
– Eres un perro muy extraño, tú… ¿Sigues sin tener amo?
Él inclinó la cabeza como para decir «eso es, no tengo amo». Y permaneció así, la cabeza colocada en una posición extraña con su hilillo de baba pegajoso a modo de collar.
– ¿Qué esperas de mí? No puedo llevarte conmigo.
Le acarició con la mano la larga y abultada cicatriz en el flanco derecho. Su áspero pelo presentaba costras en algunos lugares.
– Es verdad que eres feo. Tiene razón Lefloc-Pignel. Tienes eczemas… No tienes cola. Te la han cortado de cuajo. Tienes una oreja colgando, la otra no es más que un muñón. No eres un premio de belleza, ¿sabes?
Elevó hacia ella una mirada amarilla y vidriosa y se dio cuenta de que tenía el ojo derecho prominente y lechoso.
– ¡Te han dejado tuerto! ¡Mi pobre viejo!
Ella le hablaba mientras le acariciaba, él se dejaba hacer. Ni gruñía ni se echaba hacia atrás. Doblaba el cuello bajo la caricia y entrecerraba los ojos.
– ¿Te gusta que te acaricien? ¡Apuesto a que estás más acostumbrado a las patadas!
Gimió suavemente como para asentir, y ella sonrió de nuevo.
Buscó los restos de un tatuaje en la oreja, inspeccionó el interior de sus muslos. No encontró ninguno. Él se acostó a sus pies y esperó jadeando. Ella comprendió que tenía sed. Le mostró con el dedo el agua del lago, después sintió vergüenza. Lo que él quería era una buena escudilla de agua clara. Miró la hora. Iba a llegar tarde. Se levantó bruscamente y él la siguió. Trotaba a su lado. Alto y negro. A su memoria vinieron los versos de Cuvelier:
Creo que no hubo nadie tan feo desde Rennes hasta Dinan
Era negro y achatado, macizo y contrahecho
El padre y la madre le detestaban tanto
Que a menudo en su corazón deseaban
Que fuese muerto o ahogado en el agua corriente.
La gente se apartaba para dejarles pasar. Joséphine sintió ganas de reír.
– ¿Has visto, Du Guesclin? ¡Das miedo a la gente!
Se detuvo, le miró y gimió:
– ¿Qué voy a hacer contigo?
Él se balanceaba sobre sus ancas como para decirle venga, deja de pensártelo, llévame. Le suplicaba con su ojo bueno del color del ron viejo, y parecía esperar su asentimiento. Ojo con ojo, se analizaban. El esperaba, confiado, ella calculaba, dubitativa.
– ¿Quién te cuidará cuando yo vaya a trabajar a la biblioteca? ¿Y si ladras o empiezas a aullar? ¿Qué dirá la señorita de Bassonnière?
Su hábil morro vino a hundirse en su mano.
– ¡Du Guesclin!-gimió Joséphine-. No es razonable.
Se había puesto a correr de nuevo, él la seguía, el hocico pegado a sus suelas. Se detenía cuando ella se detenía. Trotaba cuando volvía a empezar. Se quedó quieto en el primer semáforo, reanudó su marcha junto a ella, respetando su velocidad, sin echarse a sus pies. La siguió hasta el portal. Se deslizó tras ella cuando abrió la puerta. Esperó a que llegase el ascensor. Se metió en él con la agilidad de un contrabandista orgulloso de engañar al enemigo.
– ¿Acaso crees que no te veo? -dijo Joséphine pulsando el botón de su piso.
Y siempre esa misma mirada que ponía su suerte en sus manos.
– Escucha, vamos a hacer un trato. Te cuido una semana y si te portas bien, lo prolongo otra semana, y así… Si no, te llevo a la Sociedad Protectora.
Emitió un largo bostezo, que seguramente significaba que estaba de acuerdo.
Entraron en la cocina. Zoé estaba desayunando. Levantó la cabeza y exclamó:
– ¡Guau, mamá! ¡Eso sí que es un perro, y no un ratón!
– Me lo encontré en el lago y no me ha dejado.
– Seguramente lo han abandonado. ¿Has visto cómo nos mira? ¿Podemos quedárnoslo, mamá? ¡Di que sí! ¡Di que sí!
Había recuperado el habla y sus gruesas mejillas de niña coloreadas por la excitación. Joséphine puso cara de duda. Zoé suplicó:
– Siempre he soñado con tener un perro grande. Ya lo sabes.
La mirada de Du Guesclin iba de la una a la otra. De la ansiedad suplicante de Zoé a la calma aparente de Joséphine, que se reencontraba con la complicidad de su hija y la saboreaba en silencio.
– Me recuerda a Perro Azul, ya sabes, el cuento que nos leías por la noche para dormirnos y nos daba tanto miedo que teníamos pesadillas…
Joséphine adoptaba una voz ronca y amenazante, cuando Perro Azul era atacado por el Espíritu del Bosque, y Zoé desaparecía bajo las sábanas.
Ella abrió los brazos. Zoé se abrazó a ella.
– ¿De verdad quieres que nos lo quedemos?
– ¡Oh, sí! Si no nos lo quedamos, nadie le querrá. Se quedará solo.
– ¿Te ocuparás de él? ¿Lo sacarás a pasear?
– ¡Te lo prometo! ¡Te lo prometo! ¡Vamos, di que sí!
Joséphine recibió la mirada suplicante de su hija. Una pregunta le quemaba en los labios, pero se la calló. Esperaría a que Zoé quisiese hablar de ello. Estrechó a su hija contra su pecho y suspiró, sí.
– ¡Oh, mamá! ¡Estoy tan contenta! ¿Cómo lo vamos a llamar?
– Du Guesclin. El dogo negro de Brocéliande.
– Du Guesclin -repitió Zoé, acariciando al perro-. Creo que necesita un buen baño. Y una buena comida…
Du Guesclin movió su grupa sin cola y siguió a Zoé hasta el cuarto de baño.
– Va a venir Iris. ¿Abrirás tú?-gritó Joséphine en el pasillo-. Me voy de compras con Iphigénie.
Escuchó la voz de Zoé que respondía: «Sí, mamá», mientras hablaba al perro, y salió a buscar a Iphigénie, feliz.
Tendría que comprar comida para Du Guesclin.
– ¡Y ahora, tengo un perro! -anunció Joséphine a Iphigénie.
– ¡Pues sí que la ha hecho buena, señora Cortès! ¡Habrá que sacarlo por la noche y no tener miedo a la oscuridad!
– El me defenderá. Junto a él nadie se atreverá a atacarme.
– ¿Lo ha adoptado usted por eso?
– Ni siquiera he pensado en ello. Estaba sentada en un banco y…
– ¡Llegó y empezó a lamerla! ¡Menuda es usted! ¡Recogería a cualquiera! Bueno, tengo mi lista, mis bolsas, porque ahora ya no dan bolsas gratuitas, ¡hay que pagarlo todo! ¡En marcha! Nos vamos…
Joséphine verificó que había cogido la llave de Luca.
– Tengo que pasar dos minutos por casa de un amigo para dejar una llave.
– La esperaré en el coche.
Puso la mano en el bolsillo y pensó que, no hacía mucho tiempo, se hubiese vuelto loca de alegría por poseer esa llave.
Aparcó delante del portal de Luca, levantó la cabeza hacia su apartamento. Las persianas estaban cerradas. No estaba allí. Respiró, aliviada. Buscó un sobre en la guantera. Encontró uno viejo. Arrancó la hoja de un cuaderno y escribió deprisa: «Luca, le devuelvo su llave. No era una buena idea. Buena suerte en todo. Joséphine». La releyó, mientras Iphigénie miraba deliberadamente a otro lado. Tachó «no era una buena idea». Pasó el mensaje a limpio en otra hoja y la introdujo en el sobre. No tendría más que dejárselo a la portera.
Estaba pasando el aspirador en su portería. Fue a abrirla con el tubo del aspirador enrollado alrededor del hombro como una boa metálica. Joséphine se presentó. Preguntó si podía dejar un sobre para el señor Luca Giambelli.
– Querrá usted decir Vittorio Giambelli.
– No. Luca, su hermano.
¡Sólo faltaría que Vittorio encontrase una nota de «la lerda»!
– ¡Aquí no vive ningún Luca Giambelli!
– ¡ Claro que sí!-sonrió Joséphine-. Un hombre alto y moreno, con un mechón de pelo en los ojos y que lleva siempre una parka.
– Vittorio -repitió la mujer, apoyándose en el tubo del aspirador.
– ¡No! Luca. Su hermano gemelo.
La portera sacudió la cabeza, soltando el nudo de la boa.
– Ni idea.
– Vive en el quinto.
– Vittorio Giambelli. Pero no Luca…
– ¡Pero bueno!-se enfadó Joséphine-. Ya he estado en su casa. Puedo describirle su estudio. Y también sé que tiene un hermano gemelo llamado Vittorio, que trabaja como modelo, pero que no vive aquí.
– Pues justamente es él el que vive aquí. ¡Al otro no lo he visto nunca! Y de hecho, ni siquiera sabía que tenía un hermano gemelo. ¡Nunca me ha hablado de él! ¡Ni tampoco me he vuelto loca!
Se había molestado y amenazaba con cerrar la puerta.
– ¿ Puedo hablar con usted un minuto? -preguntó Joséphine.
– Es que tengo otras cosas que hacer.
Le hizo una señal para que entrase a su pesar. Dejó el aspirador en el suelo y posó encima el nudo de la boa.
– El que yo conozco se llama Luca -recapituló Joséphine estrechando el sobre entre sus manos-. Escribe una tesis sobre la historia de las lágrimas para un editor italiano. Pasa mucho tiempo en la biblioteca, tiene aspecto de estudiante envejecido. Es sombrío, melancólico, no se ríe a menudo…
– ¡Eso seguro! ¡No tiene buen carácter! Se enfada por cualquier tontería. Es porque tiene ardores de estómago. Se alimenta mal. Claro, un hombre solo ¡no se cocina platitos buenos!
– ¡Ah! ¿Ve usted?, estamos hablando del mismo hombre.
– Sí, sí. La gente que digiere mal es imprevisible, está sometida a sus jugos gástricos. Y él es así, un día te sonríe, el otro te pone cara de perro. Vittorio, le digo. Un hombre muy guapo. Modelo de revista…
– ¡No, su hermano Luca!
– Ya le he dicho que aquí no vive ningún Luca. ¡Vive un Vittorio que no digiere bien! Creo que sé de qué hablo, ¡yo soy la que le sube el correo! Y en los sobres no está escrito Luca, sino Vittorio. Y las multas, Vittorio. Y las reclamaciones de facturas, ¡Vittorio! Hay tantos Luca por aquí como fuentes de oro en la esquina de la calle. ¿No me cree? ¿Tiene usted la llave? Suba a comprobarlo usted misma…
– Pero si ya he estado aquí y sé que es la casa de Luca Giambelli.
– Y yo le digo que no hay más que uno, y que es Vittorio Giambelli, modelo de profesión, hombre difícil de intestinos frágiles. Que pierde los papeles, pierde las llaves, pierde la cabeza y pasa la noche en comisaría. Así que no venga a contarme historias y a hacerme creer que son dos cuando sólo hay uno. Y mejor así porque, con dos como él, ¡me volvería loca!
– Eso no es posible -murmuró Joséphine-. Es Luca.
– Vittorio. Vittorio Giambelli. Conozco a su madre. He hablado con ella. Lo ha pasado muy mal por su culpa… Es su único hijo y no se merecía eso. La he visto como la veo a usted. Sentada en esa silla…
Señaló una silla donde dormía un gran gato gris.
– Lloraba y me contaba todas las cosas horribles que le hacía. No vive muy lejos. En Gennevilliers. Puedo darle su dirección si usted quiere.
– Eso no es posible -dijo Joséphine sacudiendo la cabeza-. No he estado soñando…
– Me temo que le ha contado a usted un montón de embustes, mi querida señora. Es una pena que no esté. Se ha marchado a Italia. A Milán. Por un desfile. Vuelve pasado mañana. Vittorio Giambelli. Apariencia la tiene, sin duda. Con él solito se monta todo el decorado y las mandolinas…
La portera rumiaba como si saliese de una decepción amorosa.
– Lo de Luca ha debido de inventárselo para hacerse el interesante. Odia que le digan que posa para las revistas. ¡Eso le pone furioso! Eso no le impide vivir de ello. ¿Cree que me divierte a mí limpiar la porquería de los demás? ¡Pero es de lo que vivo! ¡Y a esa edad! Ya sería hora de que se volviese razonable.
– ¡Pero esto es una locura!
– Miente como respira, pero un día va a acabar mal ¡se lo digo yo! Porque en cuanto alguien le lleva la contraria, se pone como loco… Incluso hay gente en el edificio que quiere echarle, para que vea. Se enfadó con una pobre señora que quería que le dedicase una de sus fotos, la amenazó ¡y hay que ver de qué forma! Le lanzó un cajón a la cabeza. Hay gente en libertad que estaría mejor encerrada.
– Nunca lo hubiese creído… -balbuceó Joséphine.
– ¡No es usted la primera a la que le pasa! ¡Ni la última, desgraciadamente!
– No le diga usted que he venido, ¿quiere?-dijo Joséphine-. No quiero que sepa que lo sé. Por favor, es importante…
– Como usted quiera. No me supondrá ningún esfuerzo, no voy buscando su compañía. ¿Y qué va a hacer con la llave? ¿Se la queda?
Joséphine cogió el sobre. Ya se la enviaría por correo.
Hizo como que se alejaba, esperó a que la portera hubiese cerrado la puerta y volvió a sentarse al pie de la escalera. Oyó el aspirador bramar en la portería. Necesitaba respirar antes de volver con Iphigénie. Luca era el hombre en slip que fruncía el ceño en los carteles. Recordó que, al principio de su relación, se pasaba el tiempo desapareciendo. Después reaparecía. Ella no se atrevía a hacer preguntas.
¿Quién era? ¿Vittorio y Luca? ¿Vittorio que soñaba con ser Luca? ¿O Luca encerrado en Vittorio? Cuanto más lo pensaba, más la mentira creaba un abismo profundo y misterioso, que se abría sobre otro abismo en el que se precipitaba.
Tiene una doble vida. La de modelo, que desprecia, y la de investigador erudito, que respeta… Eso explicaba por qué era tan distante, por qué la llamaba de usted. No podía acercarse por miedo a ser desenmascarado. No podía abandonarse por miedo a confesarlo todo.
Y cuando le había dicho, en noviembre, justo antes de su agresión: «Tengo que hablar con usted, Joséphine, es importante», tenía quizás ganas de confesarse, de librarse de esa mentira. Y, en el último minuto, no había tenido el valor. No había venido. ¡No era extraño que no me prestase atención! Estaba ocupado en otra parte. Como un malabarista concentrado en sus pelotas, estaba vigilando cada mentira. Mentir es un trabajo duro, exige una tremenda organización. Una atención constante. Y mucha energía.
Se dirigió hacia el coche en el que esperaba Iphigénie. Se dejó caer pesadamente sobre su asiento. Puso el contacto, los ojos perdidos en el vacío.
– ¿Algo va mal, señora Cortès? Parece usted trastornada.
– Ya se me pasará, Iphigénie.
– ¡Está completamente pálida! ¿Ha tenido usted una revelación?
– Podemos llamarlo así.
– Pero ¿no hay nada roto?
– Algo… sí -suspiró Joséphine, intentando encontrar el camino al Intermarché.
– Así es la vida, señora Cortès, ¡así es la vida!
Se colocó una mecha que había escapado de su fular, como si pusiese orden en su vida, precisamente.
– ¿Sabe, Iphigénie? -explicó Joséphine, un poco molesta por haber sido inmediatamente archivada en la categoría «accidentes de la vida»-, mi vida había sido durante mucho tiempo aburrida y monótona. No estoy acostumbrada.
– Pues va a tener que acostumbrarse, señora Cortès. La vida es a menudo un camino de heridas y chichones. Pocas veces es un camino de rosas. O puede que se quede dormida y, cuando se despierta, ¡empieza a golpearte sin cesar!
– En mi caso, precisamente, me gustaría que se parase un poco.
– No es usted la que decide…
– Lo sé, pero al menos puedo formular un deseo, ¿no?
Iphigénie soltó su ruidito de flauta atascada con los labios cerrados, con aspecto de decir no cuente usted con ello, y Joséphine reconoció al final de la calle la gran avenida que llevaba al Intermarché.
Llenaron dos carritos de comida y bebida. Iphigénie lo cargó hasta los topes. Joséphine la frenó. No estaba segura de que los vecinos acudiesen en procesión. El señor y la señora Merson, el señor y la señora Van den Brock y el señor Lefloc-Pignel habían prometido pasarse; dos parejas del edificio B y una señora que vivía sola con su caniche blanco habían dicho sí también. Iris. Zoé. Pero ¿y los demás? Iphigénie había colocado su invitación en el recibidor y pretendía que los del edificio B acudirían en tropel. Ésos no se andan con exquisiteces, no como los del edificio A, que dicen sí para halagarla a usted, no a mí.
– Diga, Iphigénie, no estará reconstruyendo la lucha de clases…
– Digo lo que pienso. Los ricos sólo se juntan con los ricos. Los pobres se mezclan. O en todo caso, les gustaría mezclarse, ¡pero no siempre les dejan!
Joséphine estuvo a punto de decir que, desde el principio, pensaba que no era muy juicioso reunir a gente que se ignoraba durante el resto del año. Pero después pensó ¿para qué? Seamos positivos y optimistas. Le costaba ser positiva y optimista: la traición de Philippe, la mentira de Luca y, ahora, ¡la lucha de clases!
Iphigénie enumeraba los canapés y los bocadillos, los vasos para refresco y para vino, las servilletas de papel, los vasos de plástico, las aceitunas, los cacahuetes, las lonchas de rosbif y las salchichas cóctel. Consultaba su lista. Añadía una botella de Coca Cola para los niños, una botella de whisky para los hombres. Joséphine cogió croquetas para perros. Un gran saco para perro sénior. ¿Qué edad podría tener Du Guesclin?
En la caja, Iphigénie sacó orgullosa su dinero. Joséphine la dejó hacer. La cajera les preguntó si tenían tarjeta de cliente e Iphigénie se volvió hacia Joséphine.
– ¡Es el momento de sacar su tarjeta y que yo se la llene!
Saltaba de alegría ante la idea de engordar el crédito de Joséphine, se balanceaba abanicando el aire con sus billetes. Joséphine tendió su tarjeta.
– ¿Cuántos puntos hay? -preguntó Iphigénie, impaciente.
La cajera levantó una ceja y dejó caer su mirada sobre la pantalla de la caja.
– Cero.
– ¡Eso no es posible!-exclamó Joséphine-. ¡No la he utilizado nunca!
– Quizás, pero el saldo es cero…
– ¡Pero bueno, señora Cortès!
Iphigénie la contemplaba con la boca abierta.
– No entiendo nada… -murmuró Joséphine, incómoda-. ¡Nunca la he utilizado!
E inmediatamente pensó que nunca había creído en esa tarjeta de cliente. Olía a timo, a descuentos en patés caducados o en queso enmohecido, a stock de medias defectuosas del que librarse, o a dentífrico que producía caries.
– Debe de haber un error. Vaya a buscar a la responsable de la caja central -exigió Iphigénie, haciendo frente a la adversidad.
– Déjelo, Iphigénie, estamos perdiendo el tiempo…
– No, señora Cortès. Usted ha cotizado, tiene usted derecho. A lo mejor es un error de la máquina.
La cajera, cansada de tener veinte años y de estar detrás de una caja registradora, encontró la fuerza para pulsar un timbre. Se presentó una señora entrecana y apuesta: era contable y supervisaba las cajas. Las escuchó desplegando una gran sonrisa comercial. Les pidió que esperaran un poco, que iba a realizar una verificación.
Se echaron a un lado y esperaron. Iphigénie refunfuñaba. Joséphine pensaba que le daba igual que le birlaran sus puntos de cliente Aquél era un día fantasma, un día en el que todo desaparecía: los puntos de la tarjeta y los hombres.
La contable volvió balanceándose. Caminaba como si fuese aplastando colillas de cigarrillos con la punta de los pies. Eso le daba aspecto de jaca torpe.
– Todo es completamente normal, señora Cortès. Hay registrada una serie de compras efectuadas con su tarjeta estos tres últimos meses en diversos Intermarché…
– Pero… ¡eso no es posible!
– ¡Sí, señora Cortès! Lo he verificado y…
– Pero ya le digo que…
– ¿Está usted segura de tener la única tarjeta de la cuenta?
¡Antoine! ¡Antoine tenía una tarjeta!
– Mi marido… -consiguió articular Joséphine-. Él…
– Ha debido de utilizarla y se olvidó de avisarla. Porque lo he verificado, las compras han sido realizadas, podría darle el detalle y las fechas precisas, si lo desea…
– No. No merece la pena -dijo Joséphine-. Muchas gracias.
La contable esbozó una última sonrisa comercial y, satisfecha de haber resuelto un problema, se alejó con su paso de jaca apagando incendios.
– ¡Vaya cara que tiene su marido, señora Cortès! ¡Ya no vive con usted y le manga sus puntos! ¡No me extraña! Son todos iguales, aprovechándose de nosotras. ¡Espero que le haga usted un repaso completo la próxima vez que lo vea!
Iphigénie seguía enfadada y lanzaba chorros de bilis contra el género masculino. Dio un portazo al entrar en el coche, y continuó mascullando mucho tiempo después de que Joséphine pusiera el coche en marcha.
– No sé cómo lo hace para seguir tranquila, señora Cortès.
– ¡Hay días en los que una no debería levantarse, ni poner un pie en el suelo!
– ¿Se ha dado usted cuenta de que las malas noticias llegan siempre a rachas? ¡A lo mejor esto sólo acaba de empezar!
– ¿Dice usted eso para animarme?
– Debería usted consultar el horóscopo de hoy.
– ¡No tengo muchas ganas! Y además creo que ya he tenido suficiente por hoy. ¡No sé qué más podría pasarme!
– ¡El día no ha terminado! -se rio amargamente Iphigénie, haciendo su ruido de trompeta desafinada.
La fiesta en la portería estaba en su apogeo. Hasta el último minuto Joséphine e Iphigénie habían colocado sillas, untaron paté de anchoas en pan de molde, descorcharon botellas de vino, de Coca Cola, de champán. El champán era una gentileza del edificio B.
Iphigénie había acertado: el edificio B se había presentado casi al completo, y del edificio A sólo estaban, por el momento, el señor y la señora Merson y su hijo, Paul, Joséphine, Iris y Zoé.
– ¡Está zampándose todos los canapés, mamá! -remarcó la pequeña Clara señalando a Paul Merson, que se atiborraba sin vergüenza.
– Oiga, señora Merson, ¿da usted de comer a su hijo? -exclamó Iphigénie golpeando los dedos de Paul Merson.
– ¡Paul! ¡Compórtate! -canturreó la señora Merson con voz cansina.
– ¡Tienen hijos y después ni se molestan en educarles! -protestó Iphigénie, fulminando a Paul Merson con la mirada.
Éste hizo una mueca, se limpió las manos en los vaqueros y se lanzó sobre un bol de pollo en gelatina.
La dama del caniche blanco parecía muy interesada por la conversación de Zoé, que contaba el baño de Du Guesclin y su primera escudilla de croquetas.
– Se lanzó sobre ella como si hiciese años que no comiera y después vino a tumbarse a mis pies en señal de reconocimiento.
La dama felicitó a Zoé por su vocabulario y le aconsejó el nombre de su veterinario.
– Pero ¿por qué? No está enfermo. Sólo tenía hambre.
– Pero habrá que vacunarle… Todos los años.
– Ah… -respondió Zoé, que miraba hacia la puerta-. ¿Todos los años?
– De la rabia, es obligatorio -afirmó la señora estrechando al caniche en sus brazos-. ¡Arthur está al día! Y tendrás que limpiarlo regularmente, porque si no tendrá pulgas y se rascará…
– ¡Buff!-dijo Zoé-. Du Guesclin viene de la calle, ¡no de un salón de belleza!
Una pareja, él con los dientes podridos, ella embutida en un traje barato, hablaba del increíble aumento de los precios inmobiliarios en el barrio a una anciana empolvada de blanco, mientras que otra felicitaba a Iphigénie, y daba gracias al cielo por haberla recompensado haciéndole ganar la lotería.
– No siempre son justos, esos juegos de azar, pero en su caso puede decirse que se lo merece. ¡Con todo lo que trabaja para limpiar este edificio!
– ¡Dígaselo a la señorita de Bassonnière!-respondió Iphigénie-. ¡No para de criticarme y hace lo que puede para que me despidan! ¡Pero no dejaré mi portería ahora que es un palacio!
El señor Sandoz sacó pecho. La palabra «palacio» se le había clavado directamente en el corazón. Sintió una atracción irresistible hacia Iphigénie. Ella se había lavado el pelo con un champú colorante rosa chicle con puntas azul marino, y llevaba un vestido rojo de cuadros. ¡Qué pedazo de mujer! El día antes, en el momento de colocar el último mueble, él había murmurado: «Iphigénie, es usted hermosa como una valkiria», ella había entendido «vaca que ríe» y había hecho su ruido de trompeta. La acarició con la mirada, suspiró y decidió eclipsarse. Nadie se daría cuenta de su ausencia. Nadie se daba nunca cuenta de su presencia o de su ausencia.
– ¡Vamos! ¡No es tan terrible, la señorita de Bassonnière! Defiende como puede nuestros intereses -dijo un señor que llevaba una boina y el lazo de la Legión de Honor.
– ¡Es una vieja bruja!-exclamó el señor Merson-. Usted no estaba allí, anoche, en la reunión. Noté mucho su ausencia, de hecho…
– Había cedido mis poderes -dijo el hombre dándole la espalda.
– ¡ Peor para mí!-concluyó el señor Merson-. En todo caso, lo que es seguro es que no la veremos esta noche.
– ¿Y el señor Pinarelli, ha venido? -preguntó la dama del caniche.
– ¡Su madre no le ha dado permiso para salir! Le ata en corto. Se cree que todavía tiene doce años. Él intenta hacer trastadas a sus espaldas ¡pero ella le castiga! Me lo ha dicho él. ¿Sabía que tiene prohibido salir por la noche? ¡Estoy seguro de que es virgen!
En una esquina, sentada en una silla Ikea, Iris contemplaba la escena y se lamentaba de lo bajo que había caído. A estas horas tendría que estar en Londres, en el hermoso piso de Philippe, cambiando de sitio un jarrón para marcar su presencia o guardando sus cachemires, y en cambio se encontraba en la vivienda de una portera, escuchando charlas sin interés o rechazando canapés insípidos y champán barato. Ni un solo hombre interesante, aparte de ese señor Merson que se la comía con la mirada. Era muy del estilo de Joséphine tratarse con gente tan ordinaria. ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mi vida? Todavía tenía la sensación de caminar por el largo pasillo blanco. Buscaba una salida.
– Su hermana es deslumbrante -suspiró el señor Merson al oído de Joséphine-. Un poco fría, quizás, ¡pero yo la descongelaría con gusto!
– Señor Merson, ¡refrene sus ardores!
– Me gustan los casos difíciles, las circunstancias imposibles que dan un giro y se funden en la voluptuosidad… ¿Qué le parecería un ménage á trois, señora Cortès?
Joséphine perdió su templanza y enrojeció completamente.
– ¡Ah! Se diría que he tocado un punto sensible. ¿Ya lo ha probado usted?
– ¡Señor Merson!
– Debería. El amor sin sentimientos, sin posesión, es delicioso… Uno se entrega sin encadenarse. El alma y el corazón descansan mientras el cuerpo se agita… ¡Es usted demasiado seria!
– ¡Y usted, no lo suficiente! -replicó Joséphine, precipitándose hacia Zoé, que miraba hacia la puerta de la portería con desespero.
– ¿Te estás aburriendo, cariño? ¿Quieres subir? ¿Quieres ver a Du Guesclin?
– No, no…
Zoé le sonrió con tierna indulgencia.
– ¿Estás esperando a alguien?
– No. ¿Por qué?
Espera a alguien, pensó Joséphine, leyendo una madurez nueva en el rostro de su hija. Esta mañana, en el desayuno, era mi bebé, esta tarde, es casi una mujer. ¿Será que está enamorada? Su primer amor. Creía que se sentía atraída por Paul Merson, pero ni siquiera lo mira. ¡Mi hija pequeña, enamorada! Se le encogió el corazón. Se preguntó si sería como Hortense o como ella. ¿Corazón de caramelo blando o de turrón duro? No sabía qué desearle.
Iphigénie abría sus armarios, enseñaba las diferentes disposiciones, señalaba los colores, los carteles enmarcados y puntuaba cada frase arqueando las cejas, atenta a la menor crítica, al menor comentario. Léo y Clara circulaban, llevando las bandejas, distribuyendo las servilletas de papel. Se oyó una música. Era Paul Merson, que buscaba una emisora de radio.
– ¿Bailamos?-preguntó la señora Merson desperezándose, los senos apuntando hacia delante-. ¡Un guateque sin música es como un champán sin burbujas!
Fue el momento que eligieron Hervé Lefloc-Pignel, Gaétan y Domitille para hacer su entrada. Seguidos de los Van den Brock y de sus dos hijos. Hervé Lefloc-Pignel, alto, sonriente. Los Van den Brock tan disparejos como siempre, el uno pálido, agitando sus largas pinzas de coleóptero, la otra sonriente y valerosa, haciendo girar sus ojos como canicas enloquecidas. La atmósfera cambió sutilmente. Todos parecieron ponerse firmes, salvo la señora Merson, que continuaba contoneándose.
Joséphine sorprendió la mirada ansiosa de Zoé sobre Gaétan. Así que era él. El se acercó a ella, le murmuró algo al oído que la hizo enrojecer y bajar la mirada. Corazón de melón, concluyó Joséphine, emocionada.
La llegada de refuerzos del edificio A fue como un jarro de agua fría. Iphigénie lo notó y se apresuró a ofrecer champán a los recién llegados. Era toda sonrisas y Joséphine comprendió que también ella se sentía incómoda. Ya podía levantar el puño y entonar La Internacional en los pasillos del Intermarché, ahora estaba intimidada.
La señora Lefloc-Pignel no había bajado. Hervé Lefloc-Pignel felicitó a Iphigénie, los Van den Brock también. Inmediatamente, la gente se arremolinó a su alrededor como si fuesen altezas reales. Joséphine observó extrañada. El poder del dinero, el prestigio de la hermosa casa, la ropa de buena calidad imponían respeto, a pesar de todas las burlas. Ironizaban de lejos, se inclinaban de cerca.
El señor Van den Brock transpiraba abundantemente y no dejaba de tirar del cuello de su camisa. Iphigénie abrió la ventana que daba al patio. El la cerró con un gesto brusco.
– Tiene miedo de los microbios, ¡es el colmo en un médico!-dijo una vivaracha señora del edificio B-. Cuando te examina, ¡se pone guantes! Resulta extraño sentir manos de plástico paseándose por una… ¿Ha estado usted en su consulta? Todo está limpio e impecable… ¡Se diría que no quiere ni tocarte!
– Yo fui sólo una vez y no he vuelto a ir. Me pareció un poco…, ¿cómo decir?…, apresurado -dijo otra, engullendo un canapé de salmón-. ¡Tiene una forma de agitar los dedos mirándote fijamente! Como si fuese a ensartarte y a pegarte en una colección de mariposas. Es una lástima. Resulta práctico, un ginecólogo en el edificio.
– A mí hay dos cosas que no me gusta hacer en el médico: ¡abrir la boca y abrirme de piernas! ¡Huyo de los dentistas y de los ginecólogos!
Se echaron a reír y cogieron una copa de champán. Vieron que la señora Van den Brock las observaba, con el ojo giratorio, y se preguntaron si las había oído.
– ¡Esa tiene un ojo mirando a Valparaíso y el otro a Toronto! -dijo una.
– ¿La han oído cantar? ¡Están todos chiflados en el edificio A! ¿Qué piensan de la recién llegada? Siempre metida en la portería… Eso no es normal.
Iris esperaba, en una esquina, a que Joséphine hiciese las presentaciones. Como su hermana no hacía el menor gesto, avanzó hacia Lefloc-Pignel.
– Iris Dupin. Soy la hermana de Joséphine -declaró, deslumbrante de timidez y elegancia.
Hervé Lefloc-Pignel se inclinó en un besamanos Cortès. Iris observó el traje de alpaca gris oscuro, la camisa a rayas, azul y blanca, la corbata de nudo grueso, de colores, el discreto pañuelo, el torso de atleta, la elegancia sutil, el saber estar del hombre atractivo acostumbrado a los salones. Respiró el agua de colonia Armani, un ligero olor a «Aramis» sobre el repeinado pelo negro. Y cuando levantó la mirada hacia ella, se sintió transportada por una ola de felicidad. El sonreía y esa sonrisa era como una invitación a un baile. Joséphine les observaba, asombrada. Él se inclinaba sobre ella como quien respira una flor rara, ella se abandonaba con una calculada reserva. No pronunciaron palabra, pero tanto el uno como el otro parecían imantados. Silenciosos, asombrados, sonrientes. No dejaban de mirarse, a pesar de las conversaciones que les empujaban de un lado a otro. Se inclinaban hacia los unos, hacia los otros y volvían a rozarse, temblorosos.
Cuando Joséphine había vuelto de hacer la compra, Iris le había preguntado si asistiría a la fiesta de Iphigénie y si ella estaba realmente obligada a ir.
– Haz lo que quieras.
– ¡No! Dímelo tú…
– Es una fiesta entre vecinos. ¡No asistirán ni Putin ni Bush! -había contestado para cortar de raíz las preguntas de su hermana.
Iris había empezado a refunfuñar.
– ¡Te da igual lo que estoy sufriendo! ¡Te da igual que Philippe me haya tratado como un trapo viejo! ¡Al final resulta que, bajo esa máscara de dama benefactora, no eres más que una egoísta!
Joséphine se había quedado mirándola fijamente, estupefacta.
– ¿Soy una egoísta porque no me intereso exclusivamente por ti? ¿Es eso?
– Me siento desgraciada. Estoy a punto de morir y tú te vas de compras con una…
– ¿Acaso tú me has preguntado cómo estaba yo? No. ¿Qué tal estaba Zoé? ¿Hortense? No. ¿Has comentado algo sobre mi nuevo piso? ¿Sobre mi nueva vida? No. ¡Lo único que te preocupa eres tú, tú y tú! Tu pelo, tus manos, tus pies, tu ropa, tus arrugas, tu estado de ánimo, tu humor, tu…
Se ahogaba. Ya no dominaba sus palabras. Las escupía como un volcán escupe la lava que le obstruía el cráter y lo mantenía dormido.
– La última vez que comimos juntas, después de haber anulado nuestra cita tres veces, por razones tan fútiles que me dan ganas de llorar, no hablaste más que de ti. Todo se reduce a ti. Constantemente. Y yo estoy ahí para escucharte, para servirte. Lo siento, Iris, estoy cansada de servirte. Te había avisado de que habría esa fiesta para Iphigénie… Había previsto que cenaríamos juntas después, ¡yo estaba tan contenta y tú te vas a Londres! Olvidando que yo estaba aquí, esperándote, ¡que me alegraba de poder enseñarte mi nuevo piso! Y ahora te quejas de injusticia porque tu marido, del que te preocupabas como de un mueble mal encerado, se ha hartado y se ha largado con otra… Qué quieres que te diga: ¡que lleva mucha razón y que espero que te sirva de lección! Y que, a partir de ahora, prestarás un poco más de atención a los demás. Porque a fuerza de no dar nada, de acapararlo todo, te vas a quedar sola y tus magníficos ojos sólo te servirán para llorar.
Iris la había escuchado, atónita.
– ¡Pero si tú nunca me habías hablado así!
– Estoy cansada… Harta de tu necesidad irritante de ser siempre el centro de atención. Deja un poco de espacio a los demás, ¡escúchales respirar y serás menos infeliz!
Habían bajado a la portería sin hablarse. Zoé charlaba por las tres. Contaba los asombrosos progresos de Du Guesclin, que había recibido su primer baño sin protestar y ni siquiera había llorado cuando se habían ido. Habían preparado la fiesta, con Iris rumiando en una esquina, ayudando de mala gana, hostil y silenciosa. Ignorando a los primeros invitados, ignorando a los siguientes.
Hasta que apareció Hervé Lefloc-Pignel.
Joséphine se puso a la altura de Iphigénie y le susurró al oído:
– Dígame, ¿acaso no sale nunca la señora Lefloc-Pignel?
– ¡Ya sabe usted que no la veo nunca! ¡Ni siquiera me abre cuando le llevo el correo! Lo dejo sobre el felpudo.
– ¿Está enferma?
Iphigénie se llevó el dedo a la sien y soltó:
– Enferma de la cabeza… ¡Pobre hombre! Es él quien se ocupa de los niños. Parece ser que ella se pasa el día en camisón. La encontraron un día en la calle. Deliraba, pedía ayuda, decía que la perseguían… Hay mujeres que no saben lo que tienen. Si yo tuviera un marido tan guapo como él, un piso tan grande como el suyo y tres rubitos, ¡le aseguro que no me pasearía por ahí en camisón! ¡Disfrutaría en Don Disfrute!
– Me he enterado de que había perdido un hijo pequeño en un horrible accidente. Quizás no se haya recuperado de aquello…
Iphigénie suspiró, llena de compasión. Una desgracia tan grande explicaba seguramente lo del camisón.
– ¡Menudo éxito su fiesta! ¿Está contenta?
Iphigénie le tendió una copa de champán y levantó su vaso.
– ¡A la salud de mi hada madrina!
Bebieron en silencio, observando el baile de gente a su alrededor.
– El señor Sandoz se ha marchado muy pronto… Creo que su corazón late por usted, Iphigénie…
– ¡No sueñe! Ayer mismo ¡me llamó Vaca que ríe! ¡He oído declaraciones de amor mejores! Todo esto no va a impedir que mañana ¡tenga que limpiarlo todo y llenar los cubos de basura!
– Le echaré una mano, si quiere…
– De eso nada. Mañana es domingo y usted a dormir…
– ¡Tendremos que recogerlo todo bien, para que esa Bassonnière no se queje!
– ¡Oh, ésa, que se quede donde está! ¡Es demasiado malvada! ¡La verdad es que hay gente que uno se pregunta por qué Dios la deja vivir!
– ¡Iphigénie! ¡No diga usted eso! ¡Va a traerle mala suerte!
– ¡No creo! Es robusta como una cucaracha…
El señor Merson, que pasaba detrás de ella, levantó el vaso y murmuró:
– Entonces, señoras… ¡A la salud de la cucaracha!
Zoé no bajó al trastero esa noche. Se quedó con su madre y su tía. Tenía ganas de cantar, de gritar. Esa tarde, durante la fiesta en casa de Iphigénie, Gaétan le había susurrado: «Zoé Cortès, estoy enamorado de ti». Ella se había transformado en una zarza ardiente. Él había continuado hablándole al oído, mientras simulaba que bebía del vaso. Había dicho locuras como: «¡Estoy tan enamorado de ti que tengo celos de tus almohadas!». Y después, se había separado para no hacerse notar y a ella le había parecido alto, muy alto. ¿Sería posible que hubiese crecido desde el día anterior? Y después había vuelto y había dicho: «Esta noche no podré bajar al trastero, así que dejaré mi jersey bajo tu felpudo y así te dormirás pensando en mí». Y entonces, el tapón de su garganta había saltado y le había contestado: «Yo también estoy enamorada de ti», y él la había mirado con tanta seriedad, que ella había estado a punto de echarse a llorar. Antes de acostarse, iría a coger su jersey bajo el felpudo y dormiría con él.
– ¿En que estás pensando, hija? -preguntó Joséphine.
– En Du Guesclin. ¿Puede dormir en mi habitación?
Iris terminó la botella de Burdeos y levantó la mirada al cielo.
– ¡Un perro es una carga, hay que ocuparse de él! ¿Quién le va a sacar a pasear esta noche, por ejemplo?
– ¡Yo! -gritó Zoé.
– ¡No!-respondió Joséphine-. No vas a salir a estas horas. Iré yo…
– ¿Ves? Ya empezamos -suspiró Iris.
Zoé bostezó, declaró que estaba cansada. Dio un beso a su madre y a su tía y fue a acostarse.
– ¿Y cómo se llamaba tu atractivo vecino?
– Hervé Lefloc-Pignel.
Iris se llevó el vaso a los labios y murmuró:
– ¡Un hombre guapo! ¡Muy guapo!
– Está casado, Iris.
– Eso no impide que sea atractivo… ¿Conoces a su mujer? ¿Cómo es?
– Rubia, frágil, un poco perturbada…
– ¡Ah! No debe de ser una pareja muy unida. Esta noche ha venido sin ella.
Joséphine empezó a recoger. Iris preguntó si quedaba un poco más de vino. Joséphine le propuso abrir una botella.
– Me gusta beber un poco por la noche… Me calma.
– No deberías beber con todas estas pastillas que sigues tomando…
Iris soltó un largo suspiro.
– Dime, Jo, ¿podría quedarme en tu casa? No tengo ganas de volver a la mía… Carmen me deprime.
Joséphine, inclinada sobre la basura, vaciaba los platos antes de meterlos en el lavavajillas. Pensó: «Si Iris se queda, se acabó mi intimidad con Zoé. Apenas acabo de recuperarla».
– ¡No te pongas tan contenta! -dijo Iris sarcásticamente.
– No… No es eso, pero…
– ¿Preferirías que no?
Joséphine reflexionó. Iris la había acogido tantas veces en su casa… Se volvió hacia su hermana y mintió:
– Tenemos una vida tan tranquila… Tengo miedo de que te aburras.
– ¡No te preocupes! Buscaré alguna ocupación. A menos que de verdad no quieras saber nada de mí.
Joséphine protestó, no es eso, no es eso. Con tan poca convicción que Iris se molestó.
– Cuando pienso en todas las veces que os he recogido, a ti y a las niñas… Y tú, al primer favor que te pido, dudas…
Se había servido otro vaso de vino y divagaba. Aturdida por el alcohol, no sorprendió la mirada furiosa pero herida de Joséphine. Tú no nos has «recogido», Iris, nos has «acogido», que es distinto.
– ¡Toda mi vida he estado a tu lado! Te he ayudado económicamente, te he ayudado moralmente. ¡Mira, incluso el libro, no lo habrías escrito sin mí! He sido tu impulso, tu ambición.
Lanzó una risita irónica que la sacudió.
– ¡Tu musa, podemos decir! Temblabas ante la idea de existir. Yo te obligué a sacar lo que había de bueno en ti, yo construí tu éxito ¡y mira cómo me lo agradeces!
– Iris, deberías dejar de beber… -sugirió Joséphine, las manos crispadas sobre un plato-. Estás diciendo tonterías.
– ¿Acaso no es la verdad?
– Te venía bien que estuviese allí. Las niñas hacían compañía a Alexandre y yo ¡servía de filtro entre Philippe y tú!
– ¡Hablemos de ése! ¡A estas horas, debe de estar tirándose a la tal miss Doolittle! ¡Dottie Doolittle! ¡Vaya nombre! ¡Debe de vestirse de rosa chicle y llevar tirabuzones!
¿Será rubia o morena, miss Doolittle?, se preguntó Joséphine vertiendo el detergente del lavavajillas. «Transitoria», había dicho Alexandre. Eso quería decir que no estaba enamorado. Que se estaba divirtiendo. Que después encontraría otra y otra y otra. Joséphine formaba parte de la retahíla. Una guirnalda para Nochebuena.
– Me pregunto si me engañó cuando vivíamos juntos -continuaba Iris vaciando el vaso-. No lo creo. Me quería demasiado. ¡Hay que ver lo que me quería! ¿Te acuerdas?
Sonreía en el vacío.
– Y después, un día, se acaba y no sabes por qué. Un gran amor debería ser eterno, ¿no?
Joséphine inclinó bruscamente la cabeza. Iris se echó a reír.
– Te lo tomas todo por el lado trágico, Jo. Son los vaivenes de la vida. Pero tú no puedes saberlo, no has vivido nada…
Miró su vaso vacío y se volvió a servir.
– Sin embargo, ¿de qué sirve haber vivido tanto? ¿Para que luego los sentimientos se erosionen?
Suspiró.
– Pero el dolor, ése no se erosiona. De hecho es extraño: el amor se gasta, pero el dolor permanece intacto. Cambia de máscara, pero permanece. Nunca se deja de sufrir mientras que, un día, se deja de amar. ¡La vida está mal hecha!
No estoy tan segura, se dijo Joséphine, la vida precipita acontecimientos que la imaginación no osaría relacionar. Recordaría durante mucho tiempo ese día. ¿Qué había querido decirle la vida? Despierta, Joséphine, que te duermes. ¿Despierta o rebélate?
– Ya no tengo nada. Ya no soy nada. Mi vida ha terminado, Jo. Destruida. Hecha una bola. A la basura.
Joséphine leyó el pánico en los ojos de su hermana y su cólera se borró. Iris temblaba y sus brazos abrazaban su torso en un gesto desesperado.
– Tengo miedo, Jo. Si supieses el miedo que tengo… Me ha dicho que me daría dinero, pero el dinero no lo reemplaza todo. El dinero nunca me ha hecho feliz. Es extraño cuando lo piensas. Todo el mundo lucha por tener siempre más dinero y ¿acaso el mundo es mejor? ¿Acaso la gente está mejor? ¿Acaso van silbando por la calle? No. Con el dinero nunca se está satisfecho. Siempre encuentras a alguien que tiene más que tú. Quizás tienes razón y sólo el amor te llena de verdad. Pero ¿cómo aprender a amar? ¿Lo sabes tú? Todo el mundo habla de ello, pero nadie sabe lo que es. Tú repites continuamente que hay que amar, amar, pero ¿eso se aprende? Dime.
– Olvidándose de uno mismo -murmuró Joséphine, aterrorizada por el estado de su hermana, que divagaba vaciando y volviendo a llenar su vaso.
Iris soltó una risa sarcástica.
– ¡Otra respuesta que no entiendo! Se diría que lo haces adrede. ¿Podrías hablar más claramente?
Balanceaba la cabeza, jugaba con el pelo, manoseaba un mechón, lo enrollaba, lo desenrollaba, se tapaba el rostro con él.
– De todas formas, es demasiado tarde para aprender. ¡Es demasiado tarde para todo! Estoy acabada. No sé hacer nada. Y voy a terminar sola… Una vieja como las que se ven en la calle. ¿Te conté lo del mendigo con el que me había cruzado hace unos años? Por aquel entonces yo era joven y no me había parado porque tenía los brazos llenos de paquetes. Se quedó allí, sobre la acera, bajo la lluvia. La gente le pisaba y él se apartaba para no molestar…
Se golpeó la frente con el puño.
– ¿Por qué no dejo de pensar en aquel mendigo? Vuelve y vuelve a mí y tomo su lugar en la calle, tiendo la mano a los transeúntes que no me miran. ¿Crees que voy a acabar así?
Joséphine la miró largamente, intentando percibir lo que había de sincero en ese terror. Du Guesclin, a sus pies, bostezó como si quisiera desencajar su mandíbula. Se aburría. Iris le parecía lamentable. Joséphine pensó en la divisa del auténtico Du Guesclin: «El valor da lo que la belleza niega». En realidad, se dijo Joséphine, simplemente le falta valor. Sueña con una solución lista para llevar. Sueña con una felicidad que no tenga más que ponérsela, como un vestido de fiesta. Se imagina princesa y espera a su príncipe. Él tomará su vida de la mano y ella no tendrá que hacer ningún esfuerzo. Es cobarde y perezosa.
– Vamos, venga, necesitas descansar…
– ¿Estarás ahí, Jo, no me abandonarás? Envejeceremos juntas como dos manzanitas arrugadas… Di que sí, Jo. Di que sí.
– No te abandonaré, Iris.
– Qué buena eres. Siempre has sido buena. Era tu carta de presentación, la bondad. Y también la seriedad. Se decía siempre: «Jo es una trabajadora, una chica seria» y yo tenía lo demás, todo lo demás. Pero si no se pone atención en lo demás, se volatiliza… Ya ves, la vida, en el fondo, es un capital. Un capital que haces fructificar o no… Yo no he hecho fructificar nada. ¡Lo he dilapidado todo!
Tenía la voz pastosa. Se hundía sobre la mesa de la cocina y su mano amorfa y dubitativa buscaba el vaso a tientas.
Joséphine la cogió por el brazo, la levantó y la dirigió suavemente hasta la habitación de Hortense. La echó sobre la cama, la desvistió, le quitó los zapatos y la metió entre las sábanas.
– ¿Dejarás encendida la luz del pasillo?
– Dejaré la luz del pasillo…
– ¿Sabes lo que me gustaría? Me gustaría algo inmenso. Un inmenso amor, un hombre como los de tu Edad Media, un valeroso caballero que me llevara, que me protegiera… La vida es demasiado dura, demasiado dura. Me da miedo…
Deliró un momento más, se volvió sobre un lado y se durmió inmediatamente con un sueño profundo. En poco tiempo, Joséphine la oyó roncar.
Fue a refugiarse en el salón. Se tumbó en un sofá. Se caló un cojín en la espalda. Los acontecimientos se apelotonaban en su cabeza. Debería afrontarlos uno por uno. Philippe, Luca, Antoine. Esbozó una sonrisa. Tres hombres, tres mentiras. Tres fantasmas que la acosaban bajo sus sábanas blancas. Acurrucada, cerró los ojos y vio a los tres hombres bailar bajo sus párpados. La ronda se detuvo y emergió la silueta de Philippe. Sus ojos negros brillaban en su sueño, percibió la punta enrojecida de su cigarro, respiró el humo, contó una voluta, dos volutas que él dejaba escapar redondeando la boca. Lo vio en brazos de Dottie Doolittle, la atraía por las solapas del abrigo, la empujaba contra la puerta de un horno en su cocina y la besaba posando sus labios cálidos y suaves sobre los labios de ella. Aquello le producía un nudo en el estómago, un nudo de dolor frío que crecía, y crecía. Puso las manos contra el cuerpo para impedir que el nudo creciera.
Se sintió muy sola, muy infeliz, posó su cabeza sobre el brazo del sofá y lloró suavemente, con pequeños sollozos medidos, con el cuidado y la parsimonia de la contable que no quiere perder ni un céntimo. Era su manera de negarse a dejarse llevar por la corriente de la pena. Lloró, la nariz hundida en la manga, hasta que oyó el eco de otros sollozos. Largos gemidos, una lenta cantinela en respuesta a su queja.
Levantó la cabeza y vio a Du Guesclin. Las patas juntas, el cuello estirado, lanzaba su queja contra el techo, la modulaba como una sierra musical, la amplificaba, la atenuaba, la repetía, los ojos cerrados en un canto de sirena desesperado. Ella se echó sobre él. Le abrazó, le cubrió de besos, repitió hasta la saciedad: «¡Du Guesclin!
¡Du Guesclin!», hasta que se calmó, hasta que él calló y se miraron los dos, extrañados por ese derroche de lágrimas.
– Pero ¿tú quién eres? ¿Quién eres? ¡Tú no eres un perro! ¡Eres humano!
Le acariciaba, era cálido al tacto de sus dedos y más duro que un muro de hormigón. Se apoyaba sobre sus patas fuertes y musculosas y la contemplaba con la atención de un niño que aprende a hablar. Tuvo la impresión de que él la imitaba para comprenderla mejor, para amarla mejor. No dejaba de mirarla. No le interesaba nada más que ella. Ella recibió su amor como una bola caliente, y sonrió a través de sus lágrimas. El parecía decir: «Pero ¿por qué lloras? ¿No ves que estoy aquí? ¿No ves todo el amor que siento por ti?».
– ¡Y no has salido aún! ¡Eres realmente un perro increíble! ¿Vamos?
Él movió la grupa. Ella sonrió pensando que nunca podría mover la cola, que nunca se vería si estaba contento o no. Pensó que habría que comprarle una correa y después pensó que no serviría de nada. No la dejaría nunca. Estaba escrito en su mirada.
– Tú no me traicionarás, ¿eh?
Él esperaba moviendo el trasero a que ella se decidiese a salir.
Cuando volvió a subir, entreabrió la puerta de la habitación de Zoé y Du Guesclin fue a acostarse al pie de la cama. Dio una vuelta sobre el cojín y lo olfateó antes de dejarse caer pesadamente con un profundo suspiro.
Zoé dormía enrollada en una prenda de lana. Joséphine se acercó, reconoció un jersey, lo tocó con los dedos. Vio el rostro feliz de su hija, la sonrisa en sus labios, y comprendió que era el jersey de Gaétan.
– No hagas como yo -murmuró a Zoé-. No pases al lado del amor con el pretexto de que estás tan poco acostumbrada que no lo reconoces.
Sopló sobre la cálida frente de Zoé, sopló sobre sus mejillas, sobre sus mechones de pelo pegados a su cuello.
– Aquí estaré, velaré para que no te pierdas ni una migaja, haré que tengas todos los triunfos en la mano…
Zoé suspiró en su sueño y murmuró: «¿Mamá?». Joséphine le cogió la yema de los dedos y los besó.
– Duerme, hermosura, mi amor. Está aquí tu mamá que te quiere y te protege…
– Mamá -balbuceó Zoé-. Soy tan feliz… Me ha dicho que estaba enamorado de mí, mamá, enamorado de mí…
Joséphine se inclinó para recoger sus palabras turbadas por el sueño.
– Me ha dado su jersey… Creo que finalmente soy guay.
Tuvo un pequeño estremecimiento y cayó en un sueño profundo. Joséphine subió la sábana, colocó el jersey y dejó la habitación cerrando suavemente la puerta. Se apoyó en la pared y pensó, eso es la felicidad, reencontrar el amor de mi hija pequeña, mezclar mis dedos, mi aliento con sus dedos, con su aliento, inmovilizar ese momento, hacerlo durar, huir, degustarlo, lentamente, lentamente, si no la felicidad se alejará antes de que haya podido probarla.
Júnior tenía un año. Había decidido que ya era hora de independizarse. Se acabó. Ya he jugado lo suficiente a los bebés para divertirles. Me toca tomar el mando porque, en este momento, el mundo se ha vuelto loco.
Se había incorporado, había dado algunos pasos torpes y se había caído sobre sus pañales -éstos no los llevaré mucho tiempo, habrá que deshacerse de ellos rápidamente, menuda idea la de dejar un paquete de caca entre las piernas de un angelito-, se había levantado y había vuelto a empezar. Hasta atravesar la habitación sin dificultad. No era tan difícil eso de poner un pie delante del otro y facilitaba mucho la vida. Empezaba a tener irritaciones en los codos y en las rodillas a fuerza de gatear.
Después había levantado los ojos hacia el pomo de la puerta de su habitación. ¡Menuda idea haberle encerrado! No le ponían las cosas fáciles. Debía de ser una manía de esa chiquilla tan poco espabilada que le habían impuesto como niñera. Una boba hipócrita que se pasaba el tiempo leyendo revistas estúpidas, y cobrando los billetes que le daba el Platillo Volante para comprar sus confidencias. Todo estaba patas arriba en la casa. Su madre yacía postrada en la cama. Su padre lloraba desesperadamente rascándose el cráneo y tenía eczemas por todas partes: en el cuello, en los codos, en las cejas, en los brazos, en las piernas, en el torso, e incluso en el testículo izquierdo, el del corazón. Se oía el vuelo de una mosca, y ya ni una sola risa. Ni visitas, ni comidas bien regadas, ni el olor de esos puros que le picaban en la nariz, ni manos desatadas de papá toqueteando a mamá que se dejaba hacer con esa risa gutural que a él tanto le gustaba. ¡Oh, Marceeel! ¡Marceeel! Bailaba en su pecho como una gárgara cálida y entonaba la melodía de la felicidad. Nada. Un gran silencio, caras largas y llantos enterrados en el fondo de gargantas ahogadas. Mi pobre mamá, te han echado un sortilegio, lo sé muy bien. Y los médicos hablando de depresión. ¡Imbéciles! Han olvidado de dónde vienen, han olvidado que estamos ligados al Cielo y que somos turistas en la Tierra. ¡Como la mayoría de la gente, de hecho! Se creen muy importantes y piensan que lo dominan todo: el cielo y la tierra, el fuego y el viento, el mar y las estrellas. Se las dan de listos. Oyéndoles hablar ¡se diría que han creado el mundo! Se han olvidado tanto de dónde vienen que presumen de ser más fuertes que el Bien y el Mal, que los ángeles y los diablos, que Dios y Satán. Lanzan sus peroratas desde lo alto de su cerebrito de humanos. Invocan la Razón, el Uno más Uno, el si no lo veo no lo creo y cruzan las manos sobre la barriga, riéndose del ingenuo que tiene fe en esas pamplinas. Yo que, no hace mucho, estaba sentado al lado de los ángeles y lo pasaba de fábula, lo sé. Sé que venimos de allí arriba y que volveremos allí. Sé que hay que elegir campo, sé que hay que luchar contra el otro campo y sé que los malvados de enfrente han raptado a Josiane y que quieren su pellejo. Para que Henriette recupere su pasta. Lo sé. Ya puedo dar mis primeros pasos pero no he olvidado de dónde vengo.
Cuando me pidieron, Allí Arriba, si quería volver a trabajar en la Tierra, con una parejita encantadora que se lamentaba de no poder tener hijos y que hacían todo lo que podían para obtener uno guapo, calentito, dorado, los analicé a conciencia, a esa Josiane y ese Marcel, y me parecieron enternecedores. Generosos, meritorios, cremosos, nada tontos. Entonces me dije, sí, vale. Pero es mi última misión. Porque se está la mar de bien Allí Arriba, porque tengo un montón de cosas que hacer allí, libros que leer, películas que ver, cosas que inventar, fórmulas que descubrir y, todo el mundo lo sabe, a la Tierra no se viene a jugar. Es casi el Infierno. Se pasan el día poniéndote zancadillas. Llaman a eso los celos, la maldad, la hipocresía, el afán de lucro, tiene un montón de nombres como los Siete Pecados capitales y eso te retrasa. Si consigues llevar a buen puerto una o dos ideas, puedes darte por satisfecho. Pongamos por ejemplo a Mozart. Le conozco bien. Era mi vecino Allí Arriba. Mira cómo terminó en la Tierra: acosado por los celos, plagiado, ridiculizado, en la miseria. ¡Y sin embargo no hay nadie más encantador y divertido que él! ¡Una auténtica delicia! ¡Una sinfonía!
Pero bueno…
Había hablado de su partida con Mozart que le había dicho, por qué no, son buena gente… Yo, si no tuviese que rehacer mi Marcha Turca porque me dejé llevar por algunos caminos fáciles, por una serie de arpegios un poco jactanciosos, también bajaría a tocarles una melodía al piano, una pequeña Sonata para Dos viejos felices en si mayor. Podía confiar en Mozart. Era un tío legal. Modesto y jovial. Venían todos a visitarle, Bach, Beethoven, Schumann y Schubert, Mendelssohn, Satie y muchos otros más, y hablaba con ellos sin pavonearse. Hablaban sobre todo de trabajo, corchea y doble corchea, todo un galimatías del que no entendía nada. Él era más bien ecuaciones, tiza, pizarra. Había terminado diciendo «sí», y había bajado con Josiane y Marcel. Una buena madre, un buen padre. Dos humanos maravillosos encerrados durante mucho tiempo en la infelicidad, pero el Cielo había decidido recompensarles al final de su vida por los servicios prestados a la humanidad.
¡Qué alegría la de los dos viejecitos cuando llegó! Gritaban milagro. Encendían cirios. Rezaban alabanzas, rebosaban felicidad. Sobre todo él. ¡No se podía estar quieto! Blandía a su hijo como a un trofeo, lo exhibía, lo instalaba al lado de su mesa y le explicaba sus negocios. Apasionante de hecho. El viejo era realmente espabilado. Listo como nadie. Vendía su mercancía en el mundo entero. ¡Había que oírle negociar! Lo que disfrutaba cuando Marcel le llevaba al despacho. No podía participar de verdad, porque estaba prisionero en ese cuerpo de bebé balbuceante y titubeante, pero se las arreglaba como podía desde su sillita para enviarle señales. A veces, Marcel las comprendía. Guiñaba los ojos, se preguntaba si no estaba viendo visiones, pero le escuchaba. Le hablaba en chino, en inglés, le hacía leer balances, análisis financieros, informes de estudios. No tenía de qué quejarse: con el Viejo le había tocado el premio gordo, tenía intuición celestial. Lo duro eran los demás: los que le babeaban encima y le hacían muecas idiotas. Sobre su cuna, las bocas se convertían en gárgolas terroríficas. Le regalaban juguetes para tontos. Peluches mudos, libros de tela con una letra por página, móviles que le impedían dormir. La próxima vez que bajase-¡si tenía que haber una próxima vez!- se encarnaría directamente en Matusalén. Se saltaría la infancia y sus sinsabores. Mozart dice que eso no es posible. ¡Que hay que pasar por los baberos! Ese sí que sabe, Mozart, de las vidas anteriores: las acumulaba. Si no ¿cómo crees que hubiese escrito la Pequeña serenata nocturna con seis años y medio? ¿Eh? Porque tenía mucha vida detrás. ¡Vidas y vidas de compositores ignorados, a quienes vengué de un plumazo! De hecho, si lo pienso un poco, ésa también debería reescribirla, tiene algo de cantinela, ¿no? ¿Tú qué piensas, Albert?
Pero no tuvo tiempo de responder, le habían mandado a la Tierra, a una deslumbrante clínica del distrito dieciséis, en París, Francia. Allí Arriba había empujones para bajar a esa clínica. Cuatro estrellas. Personal cualificado. Atención puntillosa. Un baño caliente y caricias desde que llegas. Su vida había empezado bien. Felicidad, comodidad, culito caliente y dos gorditos amorosos inclinados sobre el monito azul. Sólo cuando apareció el Platillo Volante las cosas empezaron a torcerse. La primera vez que la vio, hizo un gesto reflejo: hizo el signo de defensa que se enseña Allí Arriba para defenderse del Maligno, los pulgares y los índices en un rombo tendido hacia el adversario, y los tobillos cruzados. Le había cerrado la entrada. Ella no había podido atacarle. Pero había fallado en proteger a su madre. Era ella la que se lo había tragado todo.
Ya era hora de coger la sartén por el mango.
Hora de neutralizar al Platillo Volante. De ella procedían todos sus problemas. Según el viejo refrán policial: ¿a quién aprovecha el crimen? Leído en un envoltorio de piruleta. No están mal los dichos de las piruletas. Te permitían ponerte al día cuando caías en la Tierra. Y además eran una de las pocas cosas que se podían leer, de bebé, aparte de los libros de tela con una vocal por página. ¡Menuda lectura! ¡Había que tragarse las cortinas para tener una frase entera!
Había estado reflexionando mientras mordisqueaba su piruleta, y había deducido que el Platillo Volante les había lanzado una maldición. Había hecho un pacto con las fuerzas del Mal y, en un abrir y cerrar de ojos, ¡Abracadabra te meto en un lío! Más tarde, un día en el que la Boba lo había dejado delante de la tele -se pasaba todo el tiempo delante de la tele, mirando espectáculos estúpidos que ablandan el cerebro-, había visto algo que le había recordado una cosa. Una bruja que lanzaba sortilegios arrugando la nariz. De hecho resulta extraño, porque ese programa había tenido mucho éxito. Todo el mundo lo veía, encantado, pero nadie creía en él. Llamaban a eso entretenimiento. ¡Pobres! Si supieran… El entretenimiento podía tener dos alas en la espalda o dos cuernos en la frente ¡y aquello sería harina de otro costal! Otra vez, viendo una película, sentado sobre su montón de caca que la Boba Hipócrita cambiaba cuando le venía en gana, llamada Ghost. Decían que había sido un blockbuster. Eso quería decir que había tenido un éxito tremendo. Y en lugar de escuchar las enseñanzas de la película, que explicaba exactamente cómo era lo de Allí Arriba, ¡no se habían quedado más que con la historia de amor! La bella Demi Moore que lloraba manipulando arcilla. Ese día había golpeado como un loco su Lego para hacer un llamamiento a la población y hacerles comprender qué era eso. ¡Exactamente eso! El Bien y el Mal. La Luz y la Oscuridad. Los demonios que se deslizan por doquier y la Luz que lucha contra el Diablo. ¡Nada! No habían visto nada. Ya podía volverse loco golpeando todo lo que encontraba. Se había mordido el puño hasta hacerse sangre con su único diente, y se habían enfadado con él. «Pues sí que es violento», decía Josiane abriendo los ojos como platos. ¡Violento no!, babeaba él eructando: ¡clarividente!
No llegó a ver el final de la película. Le habían acostado. Esa noche, en su cuna, se había puesto furioso. Había mordido los barrotes. Te dan las instrucciones, te lo dan todo mascado ¡y sigues ciego!
¡Ay, si pudiese hablar!
¡Si pudiese contaros! ¡Viviríais de otro modo! ¡Os ganaríais el paraíso en la tierra, en lugar de coceros al fuego lento en el Infierno, librándoos a vuestros apetitos más viles! El Platillo Volante va a acabar chamuscada, en cueros, desfigurada, si continúa jugando con el Diablo.
Ese día era domingo. Domingo 24 de mayo. Hacía quince días que caminaba y tenía unas ganas locas de salir de su habitación. Y sin embargo, ya podía intentar descubrir algún ruido en la casa, no oía nada y ese silencio no le decía nada bueno. ¿Dónde estaba su padre? ¿Qué hacía su madre? ¿La Hipócrita se había tomado el día libre? ¿Por qué no venían a buscarle? Su estómago rugía de hambre y la idea de un buen desayuno le hacía la boca agua.
Ese día, pues, en su habitación, tras haber arrastrado una silla para alcanzar el pomo de la puerta y poder huir, había decidido pasar a la acción. Combatir la desgracia. Sabía que tenía una aliada: la famosa madame Suzanne que no era una de esas descreídas. Ya no venía, le había perdido el gusto al asunto, pero nunca se sabe, el Cielo podría ponerse de su lado y empujar su amabilidad hasta hacerla volver. Había pedido a los de Allí Arriba que le echaran una mano, al despertar, a la hora en que el Cielo y la Tierra se mezclan, en la que uno sueña, despierto, con los ángeles.
Abrió la puerta, enfiló el pasillo, echó un vistazo al salón, al cuarto de la lavadora, no vio a nadie, aceleró, sin caerse, hasta la habitación de su madre y ahí, lo que vio le hizo gritar. Un largo grito estridente surgió de su pecho y rebotó hasta la interesada, que pareció emerger de un sueño.
Josiane había colocado una silla sobre el balcón de su habitación -vivían en el sexto- y, vestida con un largo camisón blanco que cubría sus pies, vacilaba, atraída irresistiblemente por el vacío. Estrechaba contra su corazón una foto de su hombre y de su hijo y oscilaba, con los ojos cerrados y los labios blancos.
Como arrancada bruscamente de su letargo, había abierto los ojos y vio, a sus pies, a su hijo que la miraba gritando y tendía su manita hacia ella.
– ¡Arrgg! -gritó él colocándose entre ella y el vacío.
– Júnior… -balbuceó ella reconociéndole-. ¿Ya andas? Y yo no lo sabía.
– Grumfgrumf… -articuló él, maldiciendo su envoltorio de bebé.
– Pero ¿qué pasa?-se preguntó pasándose la mano sobre la frente-. ¿Qué hago aquí?
Miró la silla, sus pies, el vacío ante sí. Estuvo a punto de caerse. Se balanceó de pie, los brazos tendidos hacia el vacío. Júnior se incorporó, le ofreció el apoyo de sus brazos para amortiguar el choque y recibió a su madre en pleno pecho.
Rodaron sobre el parqué, se derrumbaron haciendo un ruido sordo, el ruido terrible de dos cuerpos que caen, que sobresaltó a la criada ocupada en rellenar los crucigramas del Tele 7 juegos en la cocina. Se oyeron pasos precipitados, gritos, «¡Dios mío! ¡No es posible!». La Boba les levantó, se aseguró de que no se habían roto nada, repitió hasta la saciedad que no había oído nada, que estaba en la cocina preparando el desayuno… Enseguida llegó Marcel, rojo y descompuesto. ¡Su mujer, su niño! ¡Completamente contusionados, completamente lívidos! Se retorcía las manos. La bolsa de cruasanes calientes que había ido a buscar para obsequiarles cayó al suelo.
Júnior atrapó uno y se lo metió en la boca. Tenía hambre. Con la barriga llena pensaba mejor. Había que actuar deprisa. Esta noche iría a dar una vuelta por Allí Arriba, hablaría con Mozart, él le diría lo que tendría que hacer.
Más tranquilo, agarró un segundo cruasán.
Ese mismo domingo, Hortense tomaba un brunch en Fortnum & Masón en compañía de Nicholas Bergson, director artístico de Liberty. Le gustaba Liberty, esa gran tienda de moda a la vez retro y vanguardista, cuya entrada en Regent Street parecía la de una vieja casa alsaciana. Merodeaba mucho por allí. Había conocido a Nicholas Bergson mientras vagaba por entre la ropa expuesta, tomando notas y fotos de detalles interesantes. Era un hombre seductor, a condición de olvidarse de su reducida estatura. Nunca le habían gustado los enanos, pero sentado, no se veía. Era gracioso, se le ocurría una idea por minuto, y tenía esa deliciosa actitud inglesa que consiste en guardar siempre las distancias entre uno mismo y los demás.
Estaban hablando de su trabajo de fin de curso. Un portafolio que debía presentar y que decidiría su paso al curso superior. De mil estudiantes, sólo quedarían setenta. Ella había elegido como tema Sex is about to be slow <strong><sup><strong><sup>[16]</sup></strong></sup></strong> Era original, pero no fácil. Estaba segura de que nadie tendría la misma idea, pero no tanto de conseguir ilustrarla. Además de presentar un libro de bocetos, debía organizar un desfile con seis modelos. Seis modelos que dibujar, realizar, y un cuarto de hora para convencer. Así que iba en busca del detalle. El detalle que infiltraría la seducción en una minucia, la puesta en escena de la lenta expansión del deseo sexual. Un vestido completamente negro, cerrado con un nudo elaborado, una espalda al aire abierta en trampantojo, una sombra dibujada sobre una mejilla, un velito transparente que esconde un ojo negro, la hebilla de un zapato sobre un tobillo arqueado… Nicholas podía echarle una mano. Y además, no era tan pequeño, decidió, tenía simplemente un torso largo. Un torso muy largo.
La había invitado al cuarto piso de Fortnum & Masón, a su salón de té preferido. Ya iban tres veces seguidas que Gary declinaba sus propuestas dominicales de brunch. No era tanto el rechazo lo que la preocupaba, era el tono educado que había empleado. Quien dice «educación» dice reserva, incomodidad, secreto oculto. El brunch del domingo se había convertido en un rito para ellos. Tenía que pasar algo realmente importante para abandonarlo. Algo o alguien. Y era esa segunda propuesta la que no le gustaba nada.
Frunció la nariz y Nicholas creyó que no estaba de acuerdo con él.
– Que sí, te puedo asegurar que el negro y el deseo van tan bien juntos, que debes hacer un modelo completamente negro de la cabeza a los pies. Y hablo también del modelo. La chica deberá ser más negra que el carbón y sólo su blanca sonrisa sugerirá la hendidura, la hendidura abierta al deseo, el abismo del tiempo en la grieta del deseo, el abismo del deseo masculino en la hendidura del deseo femenino…
– Quizás tengas razón -dijo Hortense retomando un trozo de scone y un sorbo de té lapsang-souchong, deliciosamente aromatizado por la madera del cedro sobre la que se había secado. Sí, el cedro estaba bien, aunque había cierto toque a ciprés que se descubría al final de la degustación.
– Por supuesto que tengo razón y por cierto…
Y por cierto, ¿desde cuándo no se habían visto los dos, solos? Desde la famosa cena en el restaurante donde ella le había invitado, desde ese paseo nocturno por Londres, desde que vivía con Li May. Había estado muy ocupada con la mudanza, las clases, el próximo fin de curso, organizar el desfile, se había saltado un domingo, dos, tres, quizás cuatro, y cuando ella le había llamado, con un gesto seductor en la boca, dispuesta a recuperar el tiempo perdido, él había contestado con ese tono educado. Ese horrible tono educado. ¿Desde cuándo éramos educados, nosotros dos? Era lo que le gustaba de estar con él: poder decir en alto lo que pensaba en voz baja sin sentir vergüenza, sin enrojecer, ¡y ahora se volvía educado! Turbio, huidizo. Sinuoso. Sí, sinuoso. Cada nuevo adjetivo era una nueva puñalada en el corazón, y ella seguía apuñalándose alegremente. Mordió el borde de su taza de té. Nicholas, inmerso en su perorata, no se dio cuenta. Ahí hay una chica, se dijo dejando su taza de lapsang-souchong, y ciprés en el té, estoy segura. Estoy segura. De acuerdo, lo que me gusta de Gary, entre otras muchas cosas, es su independencia, y el hecho de que camina tranquilo hacia su destino, pero no me gusta cuando se me escapa. No me gusta cuando los hombres se me escapan. Y no me gusta cuando se me pegan. ¡Uffff! ¡Demasiado complicado! ¡Demasiado complicado!
– Y en cuanto a las modelos, no te preocupes, te encontraré seis deliciosamente lentas y turbadoras. Ya tengo tres nombres en la cabeza.
– No tengo presupuesto para pagarlas -replicó Hortense, aliviada de que interrumpieran sus estériles ensoñaciones con una oferta generosa.
– ¿Y quién habla de pagarlas? Lo harán gratis. Saint Martins es una escuela prestigiosa, ese día estarán todos los que tienen algo que decir en el mundo de la moda, los medios de comunicación. Todos quieren acudir, querida, y ellas vendrán corriendo.
Tenía que pasar. Es guapo como un príncipe de Las mil y una noches, inteligente, divertido, rico, culto. Tiene aspecto de pura sangre, cualquier mujer soñaría con atraparlo… ¡Y se me ha escapado! Y no se atreve a decírmelo. ¿Cómo se hace para estar enamorado?, se preguntó. ¿Podría enamorarme de Nicholas esforzándome un poco? No está mal, Nicholas. Y podría servirle. Frunció la nariz. No pegaba lo de «estar enamorado» con «servir». NO QUIERO QUE GARY ESTÉ ENAMORADO DE OTRA. Sí, pero… quizás haya caído de cuatro patas sin proponérselo. Por eso se muestra Cortès y huidizo. No sabe cómo decírselo.
Sintió cómo toda la infelicidad del mundo -o lo que ella imaginaba como toda la infelicidad del mundo- caía sobre sus hombros. No, se dijo, Gary no. Estaría tras la pista de una auténtica guarra que ocupaba todo su tiempo, o había decidido releer de un tirón Guerra y Paz. Lo leía una vez al año y se retiraba a su habitación. «Sex is about to be slow but nobody is slow today because if you want to survive you have to be quick». <strong><sup><strong><sup>[17]</sup></strong></sup></strong> Era su argumento final. Podría terminar su desfile con una chica que se derrumba, fingiendo morir, y las otras cinco empiezan a andar a toda prisa, remitiendo el deseo lento a la categoría de accesorio de novela barata. No era mala idea.
– Sería como una película que se acelerara para terminar en un remolino deslumbrante -explicó a Nicholas, que pareció encantado.
– Querida, tienes tantas ideas que me gustaría contratarte para Liberty…
– ¿De verdad? -preguntó Hortense, seducida.
– Cuando hayas terminado tus tres años de estudios.
– Ah -dijo ella, decepcionada.
– Pero recuerda, lo que es lento es exquisito… Lo has dicho tú.
Ella sonrió. Sus grandes ojos verdes se tiñeron de un interés que no dejó indiferente al hombre. Él levantó la mano para pedir la cuenta, pagó sin mirar la nota y añadió: «¿Levamos anclas, compañera?». Ella cogió el bolso Miu Miu que él le había regalado antes de pedir el té y los scones y le siguió.
Fue al dejar el cuarto piso, mientras esperaban el ascensor, cuando sucedió la cosa horrible.
Ella esperaba a un lado balanceando su nuevo bolso, calculando su precio entre seiscientas y setecientas libras como mínimo -se lo había regalado con tanta desenvoltura, que se preguntó si no lo habría cogido de un contenedor para ponérselo bajo el brazo antes de dejar la tienda-, Nicholas hablaba por teléfono, decía «que no, que no» con tono impaciente, ella se entretenía pasándose el bolso de una mano a otra, colocándoselo bajo el brazo derecho, bajo el brazo izquierdo, examinaba su reflejo en la puerta del ascensor, giraba, revoloteaba, cuando la puerta se abrió dando paso a una mujer magnífica. Una de esas criaturas tan elegantes, que una se detiene a estudiarlas en la calle, para intentar comprender cómo han conseguido ese milagro: ser única y deslumbrante sin un miligramo de banalidad. Llevaba un vestido negro ceñido, un collar de perro con diamantes falsos gruesos como onzas de chocolate, manoletinas, guantes negros largos, y un enorme par de gafas negras que subrayaban una deliciosa naricita respingona y una boca roja delicada como una cereza que se acaba de morder. Un enigma de la belleza. Una emanación de feminidad embriagadora. Sólo negro, un negro que brillaba con mil colores de tan negro que era. A Hortense se le desencajó la mandíbula. Estaba dispuesta a seguir a la deslumbrante criatura hasta el fin del mundo para descubrir sus secretos. Giró sobre sí misma para seguir a la aparición, y cuando volvió a las puertas abiertas del ascensor, divisó a un hombre ocupado en recoger el contenido de un bolso que se había volcado. Nicholas impedía que la puerta del ascensor se cerrase y escuchó al hombre decir: «Perdónenme… Muchas gracias». ¿Qué aspecto tendría el hombre que acompañaba a esa mujer magnífica?, se preguntó Hortense, conteniendo el aliento, esperando a que el hombre agachado se incorporara.
Tenía el aspecto de Gary.
Vio a Hortense y se echó hacia atrás como si se hubiese quemado con aceite hirviendo.
– ¿Gary?-llamó la criatura magnífica-.¿Vienes, love?
Hortense cerró los ojos para no ver nada más.
– Ya voy… -dijo Gary, besando a Hortense en la mejilla-. ¿Nos llamamos?
Ella abrió los ojos y los volvió a cerrar. Aquello era una pesadilla.
– Humm… Humm -hizo Nicholas, que había terminado su conversación-. ¿Nos vamos?
La deslumbrante criatura se había instalado en una mesa y hacía una señal a Gary para que se reuniese con ella, levantando la gruesa montura de sus gafas, descubriendo dos almendrados ojos negros de cierva al acecho, extrañados de no ver a la horda de paparazzi pisándole los talones.
– ¿Vamos? -repitió Nicholas manteniendo la puerta del ascensor abierta-. No tengo la intención de hacerme ascensorista.
Hortense asintió con la cabeza, saludó a Gary como si no lo reconociese.
Entró en el ascensor y se apoyó contra la pared. Me voy a estrellar contra el sótano. Descenso a los infiernos garantizado.
– ¿Damos una vuelta por Camden?-preguntó Nicholas-. La última vez encontré dos cardigan Dior por diez pounds! A real bargain! <strong><sup><strong><sup>[18]</sup></strong></sup></strong>
Ella le miró. El torso demasiado largo de verdad, pensó ella acercándose, pero ojos bonitos, una hermosa boca, un aire de corsario… Quizás, si me concentro en el corsario…
– Te quiero -dijo inclinándose hacia él. El se sobresaltó, sorprendido, y la besó dulcemente. Besa bien. Se toma su tiempo.
– ¿Lo piensas de verdad?
– No. Sólo quería saber qué sensación producía el decirlo. Nunca se lo he dicho a nadie.
– Ah… -dijo él, decepcionado-. Ya me imaginaba que era…
– Un poco precipitado… Tienes razón.
Ella le cogió del brazo y caminaron hacia Regent Street.
De pronto, Hortense se quedó inmóvil.
– ¡Pero si es una vieja!
– ¿Quién?
– ¡La criatura del ascensor, es una vieja!
– Exageras… Charlotte Bradsburry, hija de lord Bradsburry, confiesa veintiséis años, ¡para no reconocer veintinueve!
– ¡Una vieja!
– Un icono, querida, ¡un icono de la sociedad londinense! Diplomada en Cambridge, con criterio literario y erudita, atenta a todo lo que se hace en arte, en música, a veces mecenas, y generosa además: ¡tiene fama de descubridora de talentos! Dedica su tiempo y sus relaciones al servicio de jóvenes desconocidos que, muy pronto, se convierten en famosos.
– ¡Veintinueve años! ¡Ya sería hora de que se muriese!
– Deslumbrante y redactora en jefe de The Nerve, ya sabes, la revista que…
– The Nerve! -gimió Hortense-. ¿Es ella? ¡Estoy acabada!
– Pero ¿por qué, querida, por qué?
Había hecho una señal a un taxi que se detuvo ante ellos.
– ¡Porque tengo la firme intención de ocupar su puesto!
En ese domingo 24 de mayo, Mylène Corbier estaba en su puesto. Había reemplazado la televisión por un enorme par de prismáticos y espiaba a sus vecinos. Estaba deseando volver del trabajo para inmiscuirse en la vida de los demás. Sacaba la lengua, mojaba los labios, lanzaba grititos o condenaba haciendo chascar la lengua. Cuando se los cruzaba, se reía ahogadamente al verlos. Lo sé todo de vosotros, pensaba, podría denunciaros si quisiera…
Esa mañana, hubo una redada de la policía en el quinto, y habían arrestado a una pareja. Dos pobres diablos que habían partido rodeados por un escuadrón de hombres, que golpeaban el suelo con el tacón de sus botas para advertir a los vecinos de que no violasen la ley. El señor y la señora Wang no pagaban el impuesto por el hijo suplementario. Se había descubierto que tenían dos hijos, y escondían a uno cuando tenían visita. No salía nunca o lo hacía a hurtadillas, a escondidas de sus padres, vestido con la ropa de su hermana mayor. Eso era lo que le había traicionado. Él era muy menudo mientras que su hermana era fuerte. Flotaba en su ropa como un abejorro en la ropa de Espinete. Mylène había visto a los dos niños desde hacía mucho tiempo. Rezaba para que el pequeño no fuese descubierto. Tenía grandes ojos negros asustados y la cabeza llena de remolinos. No paraba de rezar. Tenía miedo. El señor Wei la hacía seguir, estaba segura. Había intentado localizar a Marcel Grobz, pero él no respondía a sus llamadas.
Quería volver a Francia. Ya estoy harta de estar sola, ya estoy harta de pasarme el día trabajando, ya estoy harta de que me toquen la nariz porque soy extranjera, ¡ya estoy harta de sus karaokes televisados! Quiero la tranquilidad de Anjou.
Los domingos eran terribles. Se quedaba en la cama el mayor tiempo posible. Alargaba la hora del desayuno, tomaba un baño, leía los periódicos, subrayaba una dirección, estudiaba un maquillaje, un peinado, buscaba ideas que copiar. Después hacía un poco de gimnasia. Se había comprado el programa de fitness de Cindy Crawford. Ella no se habría podrido en China. Ella se habría marchado enseguida.
Sí pero ¿qué hacer? ¿Me voy dejando mi dinero?
Ni hablar.
¿Voy a refugiarme al consulado de Francia? ¿Lo cuento todo y pido un nuevo pasaporte? Wei se enteraría y me castigaría. Puedo acabar encerrada en un ataúd. Y no tengo familia en Francia que vaya a alarmarse.
Puedo intentar mitigar la desconfianza de Wei… Que me devuelva el pasaporte. Lo ideal sería compartir mi tiempo entre Francia y China.
Eso no resolvería nada. No podría vivir dividida entre Blois y Shanghai. Wei lo sabe muy bien, por eso no quiere que me marche.
No dejaba de decirle que era frágil, desequilibrada. Lo que seguro la desequilibraba era que él repitiese eso cien veces al cabo del día. Acabaría por creerle. Y ese día, estaría perdida. Definitivamente perdida.
Él concluía diciendo que debía confiar en él, encomendarse a él, que la había hecho rica, sin quien ella no sería nada. Trabaje, trabaje, es bueno para la salud, si deja de trabajar, usted… Y se ponía las dos manos sobre la espalda imitando una camisa de fuerza. Dos bofetadas que le perforaban los tímpanos. Mylène se estremecía y callaba.
Sobre las siete de la tarde se ahogaba en la tristeza. Era la hora terrible. El sol se acostaba en medio de los rascacielos de vidrio y acero, temblando en una capa de contaminación rosa y gris. ¡Hacía diez meses que no había visto el cielo azul! Recordaba muy bien la última vez que había visto azul en el cielo: habían anunciado la llegada de un tifón y el viento había soplado alejando la nube gris. Se asfixiaba, ya no podía más.
Ese domingo 24 era como todos los demás domingos.
Uno más, suspiró.
Iba a escribir una carta. Ya no le divertía. Antes, jugaba a las mamás, se montaba toda una historia, se había exiliado para pagar los estudios de sus hijos, ropa bonita. Ahora ya no estaba segura. ¿Para qué servía eso si debía permanecer prisionera aquí?
El lunes por la noche iría a cenar con un francés que fabricaba juguetes en China, que después vendía en las grandes superficies de Francia. El jueves viajaba a París. Ella quería noticias frescas, no noticias pescadas en Internet. Le preguntaría cómo estaban las calles, cuál era la canción que más se oía, ¿y Operación Triunfo? ¿Quién era el favorito esta temporada?, ¿y el último disco de Raphael?, ¿y los vaqueros, todavía pitillos o pata de elefante? ¿Y la baguette, había aumentado de precio? Era su vida, sus trozos de vida que le ofrecían entre dos platos en un restaurante. Una vida por poderes. A los hombres los encontraba en Internet. Sólo tenía que preocuparse de escoger. Estaban impresionados por su éxito, por su piso. No esperaba nada de ellos, más que un alivio inmediato, y que después se marcharan…, ¿qué era lo que cantaba ya su madre? ¿Tres vueltecitas y se van?
Tres vueltecitas y se iban.
Y yo me quedo.
Cuando caía la noche, volvía a coger sus prismáticos y espiaba la vida de sus vecinos. Eso la mantenía ocupada hasta que llegara la hora de irse a la cama. Se acostaba pensando mañana irá mejor, mañana volveré a llamar a Marcel Grobz, terminará contestando, encontrará una solución para sacar mi dinero.
Marcel Grobz… Era su último y único recurso.
Ese domingo, a última hora de la tarde, Joséphine, que había trabajado todo el día en su HDI sobre la historia de las rayas de los hermanos carmelitas, decidió hacer una pausa y sacar a pasear a Du Guesclin.
Iris se había pasado la tarde tumbada en el sofá del salón. Veía la televisión y charlaba por teléfono, mientras se masajeaba los pies y las manos con una crema, aguantando el auricular entre el hombro y el mentón. Me va a llenar el sofá de grasa, había murmurado Joséphine al pasar una primera vez delante de su hermana para ir a prepararse una taza de té a la cocina. Cuando pasó por segunda vez, Iris seguía al teléfono y seguía ante la televisión. Michel Drucker entrevistaba a Céline Dion. Iris se masajeaba los antebrazos. La última vez que pasó, había cambiado de posición y hacía tres cosas a la vez: ver la tele, hablar por teléfono y arquear el cuerpo, reafirmar sus muslos.
– No… No está nada mal la casa de mi hermana. El mobiliario no es nada del otro mundo, pero bueno… Prefiero estar aquí que en casa, con Carmen, que se pregunta cómo subirse a la Cruz y clavarse los clavos ¡para salvarme! Ya no la soporto, qué pegajosa es, qué pegajosa.
Joséphine había aplastado el té con rabia en el filtro, y derramó la mitad del agua del hervidor al lado de la tetera.
Zoé había pedido permiso para ir al cine, estaré aquí para la hora de cenar, te lo prometo, he hecho todos los deberes, todo lo del lunes, el martes y el miércoles. ¿Y cuándo tendrás tiempo para explicarme por qué te has enfadado, por qué me has odiado todo este tiempo?, pensó Joséphine. Zoé se había cambiado seis veces de ropa, irrumpiendo en la habitación de su madre y preguntando: «¿Está bien así? ¿No me hace el culo gordo?». «¿Y así, los muslos no parecen más gordos?». «Y di, mamá, ¿es mejor botas o manóletinas?». «¿Y el pelo, me lo recojo o no?». Entraba y salía, empezaba la pregunta en el pasillo, la terminaba plantándose delante de su madre, volviendo con ropa nueva y una nueva pregunta, a Joséphine le costaba concentrarse en su trabajo. La discriminación por las rayas. Una hermosa historia para ilustrar su capítulo sobre los colores.
A finales del verano de 1250, los hermanos carmelitas, de la orden del Carmelo, desembarcan en París con un hábito castaño, y un abrigo de rayas blancas y marrones o blancas y negras encima. ¡Escándalo! Las rayas están muy mal vistas en la Edad Media. Están reservadas a la gente malvada, Caín, Judas, a los felones, a los condenados, a los bastardos. Así que, cuando los pobres monjes se paseaban por París, se reían de ellos. Les llamaban los «hermanos rayados», eran víctimas de agresiones verbales y físicas. Les asociaron al diablo. Les ponían cuernos, se tapaban la cara cuando pasaban. Ellos se alojaron cerca del convento de las Beguinas, pidieron refugio a las monjas, pero ellas se negaron a abrirles la puerta.
El conflicto durará treinta y siete años. En 1287, el día de la fiesta de María Magdalena, renuncian por fin al abrigo «rayado» y adoptan una capa blanca.
– Ponte una camiseta blanca -había aconsejado Joséphine, luchando entre el siglo XIII y el XXI-. Destaca la tez y vale para todo.
– Ah… -había respondido Zoé, no muy convencida.
Du Guesclin, acurrucado a sus pies, dormitaba. Joséphine había cerrado sus libros, se había frotado la punta de la nariz, síntoma de enorme fatiga, y había decidido que un poco de aire fresco no le vendría mal. No había ido a correr esa mañana. Iris no había dejado de quejarse, de repetir las mismas preguntas sobre su futuro incierto.
Se levantó, se puso una chaqueta, pasó por el salón haciendo una señal a Iris de que se iba. Iris respondió apartando el teléfono y retomó su conversación.
Joséphine cerró la puerta de golpe y bajó los escalones de cuatro en cuatro.
La cólera crecía en su interior, más negra que el humo del carbón. Estaba al borde de la asfixia. ¿Voy a tener que encerrarme en mi habitación para estar en paz? ¿Ir a hacerme el té de puntillas sobre el parqué para no molestar su cháchara? La cólera aumentaba y el humo negro le oscurecía el cerebro. Iris no había levantado un dedo para poner o quitar la mesa del desayuno. Había pedido que le tostaran el pan, dorado, no calcinado, por favor, y había añadido ¿no tendréis miel de la casa Hédiard, por casualidad?
Cruzó el bulevar y llegó al Bois. ¡Anda!, pensó, no he visto el cartel de Luca. Le parecía extraño decir «Luca» y no «Vittorio». He debido de pasar al lado sin darme cuenta… Aceleró el paso, dio una patada a una vieja pelota de tenis. Du Guesclin le lanzó una mirada extrañado. Para calmarse, volvió a pensar en su trabajo sobre los colores. En el simbolismo de los colores. Sería su primer capítulo, una exposición antes de profundizar en el tema. Impresionar al profesor gruñón para suscitar su interés. Hacerle tragar las cinco mil páginas que seguirían… El azul era, en la Edad Media, la expresión de la melancolía. Así podía ser un color de duelo. Las madres que habían perdido un hijo portaban la cerula vestís, un vestido azul, durante dieciocho meses. En la iconografía, la Virgen, vestida de azul, lleva luto por su hijo. El amarillo era el color de la enfermedad y del pecado. De la palabra latina galbinus procedía la francesa jaune, amarillo, palabra construida sobre una raíz germánica referida al hígado y la bilis. Se detuvo y se llevó la mano a la cadera: tenía flato. Estaba generando bilis, ¡estaba fabricando amarillo! El amarillo, color de los envidiosos, de los avaros, de los hipócritas, de los mentirosos y de los traidores. La enfermedad del cuerpo y la enfermedad del alma se aúnan en ese color. Judas aparece siempre vestido de amarillo. Transmitió su color simbólico al conjunto de comunidades judías en la sociedad medieval. Los judíos fueron perseguidos, relegados a barrios aislados, el ghetto, en Roma. Los concilios se pronunciaron contra el matrimonio entre cristianos y judíos, y se exigió que los judíos llevaran un signo distintivo, una estrella que se convertiría en la siniestra estrella amarilla impuesta por los nazis, que adoptaron esa idea de los símbolos medievales.
Mientras que el verde…, piensa en el verde, se exhortó Joséphine mirando a los árboles, el césped, los bancos públicos. Aspira los vapores de la clorofila que emiten las hojas tiernas. Llena tus ojos de hierba verde, del ala del pato que se confunde con el verde del agua, del color del cubo del niño que siembra su pasta de césped cortado. El verde se asocia a la vida, a la esperanza, simboliza a menudo el paraíso, pero si está un poco ennegrecido, evoca el mal y hay que desconfiar. Desconfiar del negro que invade mi cabeza. No sofocarme bajo la lluvia de la cólera. Es mi hermana, es mi hermana. Sufre. Debo ayudarla. Cubrirla con un manto blanco. De luz. ¿Qué me está pasando? Antes no me enfadaba cuando me manejaba a su antojo. No lo veía todo amarillo o negro. Obedecía. Bajaba los ojos. Enrojecía. Rojo, color de la muerte y de la pasión, los verdugos iban vestidos de rojo, los cruzados llevaban una cruz roja en el pecho. Roja también la ropa de las putas, de las mujeres adúlteras. Roja la sangre de la mujer que se libera y se pone furiosa… Estoy cambiando. Estoy creciendo como una adolescente furiosa, rebelándome contra la autoridad. Empezó a reír. Estoy echando cuentas, hago inventario de mis nuevos sentimientos, los evalúo, los sopeso, los pruebo en frío, en caliente y me despego de Iris, me alejo rabiando como una niña, pero me alejo.
Du Guesclin iba y venía a su alrededor. Trotaba echando el morro hacia delante, a ras de suelo, llenándose de olores. El hocico pegado a las huellas de otros cuadrúpedos que habían pasado antes que él. Avanzaba dibujando círculos más o menos amplios. Pero siempre volvía hacia ella. Ella era el centro de su vida. A la luz del día se distinguían sobre sus flancos rayas de carne rosada, de ese rosa enfermizo que señala la piel de las quemaduras graves, y sobre su cara, dos trazos negros que parecían la máscara del Zorro. Se alejaba, vagabundeaba, iba a olisquear a otro perro, regaba un arbusto, una rama en el suelo, volvía a echarse a sus pies, celebrando el encuentro tras una larga separación.
– ¡Para, Du Guesclin, me vas a hacer caer!
La miraba con devoción, ella le frotó el morro subiendo desde el hocico hasta las orejas. Él dio tres pasos pegado a ella, sus patas en sus piernas, sus anchos omoplatos pegados a sus muslos, y volvió a marcharse a olisquear, atrapando al vuelo una hoja que caía. Arrancaba con una rapidez, con una brutalidad que asustaba, y después se detenía en seco, localizando una presa para obligarla a salir.
A lo lejos vio a Hervé Lefloc-Pignel y al señor Van den Brock, que caminaban a lo largo del lago. Así que son amigos. Pasean juntos los domingos. Dejan a sus mujeres y a sus hijos en casa para hablar entre hombres. Antoine no hablaba nunca «entre hombres». No tenía amigos. Era un solitario. Le hubiera gustado saber de qué estaban hablando. Ambos llevaban un jersey rojo echado sobre los hombros. Parecían dos hermanos vestidos por su madre. Sacudían la cabeza, preocupados. No parecían estar de acuerdo. ¿Bolsa? ¿Inversiones? Antoine nunca había tenido suerte en la Bolsa. Cada vez que le echaba el ojo a un valor que le aseguraba ganancias rápidas y cómodas, el valor «se desinflaba». Ése era el término que empleaba. Había invertido todos sus ahorros en el Eurotúnel y esa vez, sólo había dicho: «Se ha desinflado enormemente». Y ahora, ¡le sisaba los puntos del Intermarché! ¡Pobre Tonio! Un vagabundo que vive en el metro, entre bolsas de plástico que llena de vituallas robadas. Un día volverá y llamará a mi puerta. Me pedirá techo y comida… y yo le acogeré. Evocaba esa posibilidad con serenidad. Se había acostumbrado a su regreso. Ya no tenía miedo de su fantasma. Casi estaba deseando que volviese. Deseando que terminaran sus dudas. No hay nada peor que no saber.
¿Acaso existe realmente la tal Dottie Doolittle, o se la ha inventado Iris para justificar su separación de Philippe? La duda crecía en su interior. A veces Iris podía contar cualquier bobada. Es terrible confesar que su marido la ha dejado por su culpa. Es mucho más fácil decir que te ha dejado por otra. Tendría que ir a ver. No necesitaría hacer preguntas, me sentaría frente a él y hundiría mi mirada en sus ojos.
Ir a Londres…
Mi editor inglés me ha pedido que vaya a verle. Podría utilizar ese pretexto. Era una idea. Caminar o correr le daba siempre ideas. Miró la hora y decidió volver a casa.
Iphigénie estaba a punto de vaciar la basura, Joséphine se propuso ayudarla.
– Lo único que hemos de hacer es dejarlo todo en la entrada del local -propuso Iphigénie.
– Si quiere… ¡Du Guesclin, ven aquí! ¡Enseguida!
El perro había entrado en el patio como una flecha.
– ¡Ay, Dios! ¡Si se hace pis en el patio y le ven, ya me puedo preparar para llevarlo a la Sociedad Protectora! -dijo Joséphine ahogando una risita con la mano.
Se había pegado contra la puerta del cuarto de la basura y olisqueaba con furia.
– Pero ¿qué le pasa? -dijo Joséphine, extrañada.
Rascaba la puerta con la pata e intentaba abrirla empujándola con el morro.
– Quiere echarnos una mano… -conjeturó Iphigénie.
– Qué raro…, se diría que sigue una pista. ¿Esconde usted droga, Iphigénie?
– No bromee, señora Cortès, ¡mi ex sería perfectamente capaz de hacerlo! Le pillaron una vez por tráfico de drogas.
Joséphine agarró una bolsa llena de platos de cartón y vasos de plástico, y se dirigió hacia el local. Iphigénie iba detrás arrastrando por el suelo las dos enormes bolsas de basura.
– Separaré el vidrio del papel mañana, señora Cortès.
Abrieron la puerta del local y Du Guesclin saltó al interior, el hocico pegado al suelo, rascando el hormigón con sus garras. El aire era irrespirable, caliente, fétido. Joséphine notó cómo el olor amargo y repugnante de la carne pasada le asfixiaba la garganta.
– Pero ¿qué está buscando?-se preguntó tapándose la nariz- ¡Esto apesta! ¡Voy a terminar creyendo que esa Bassonnière tenía razón!
Se llevó la mano a la boca, invadida por unas repentinas ganas de vomitar
– Du Guesclin… -murmuró, presa del asco.
– ¡Ha debido de oler una salchicha podrida!
El olor era insistente, penetrante. Du Guesclin había ido a buscar un trozo de moqueta vieja enrollada contra la pared, y se dedicó a acercarlo a la puerta. Lo había agarrado entre las fauces y tiraba, apoyado en las patas traseras.
– Quiere enseñarnos algo -dijo Iphigénie.
– Creo que voy a vomitar…
– Sí, sí. ¡Mire! Ahí detrás…
Se acercaron, apartaron tres cubos grandes, miraron al suelo y lo que vieron las horrorizó: un brazo de mujer, blanquecino, sobresalía de la moqueta sucia.
– ¡Iphiiiigénie! -gritó Joséphine.
– Señora Cortès… ¡No se mueva! ¡Quizás sea una aparición!
– ¡Que no, Iphigénie! Es un… ¡cadáver!
Miraban fijamente el brazo que sobresalía y parecía pedir ayuda.
– ¡Deberíamos avisar a la policía! Usted quédese aquí, yo voy a la portería…
– ¡No! -dijo Joséphine tiritando-. Yo voy con usted…
Du Guesclin continuaba tirando de la moqueta y, con las fauces llenas de espuma y de baba, terminó descubriendo un rostro pálido, amoratado, oculto bajo un pelo apelmazado, casi pegajoso.
– ¡La Bassonnière! -exclamó Iphigénie mientras Joséphine se apoyaba en la pared para no caerse-. La han…
Se miraron, espantadas, incapaces de moverse, como si la muerta les ordenase permanecer a su lado.
– ¿Asesinado? -dijo Joséphine.
– Tiene toda la pinta.
Permanecieron inmóviles, mirando fijamente el rostro descompuesto y desencajado del cadáver. Iphigénie se recuperó la primera y soltó su trompeteo.
– En todo caso, ¡sigue teniendo esa expresión tan poco amable! No se puede decir que esté sonriendo a los ángeles…
La policía se presentó rápidamente. Dos agentes uniformados y la capitán Gallois. Estableció un perímetro de seguridad, colocó cinta amarilla alrededor del cuarto de la basura. Se acercó al cuerpo, se agachó, lo observó con detalle y comentó en voz alta, articulando cada sílaba con la precisión de una alumna que recita la lección. «Se constata que ha comenzado el proceso de putrefacción, el asesinato debe de haber ocurrido hace unas cuarenta y ocho horas», había levantado el camisón de la señorita de Bassonnière y sus dedos rozaron una mancha negra sobre el vientre. «Mancha abdominal… provocada por los gases liberados bajo la dermis. La piel se ennegrece, pero permanece blanda, ligeramente hinchada, el cuerpo amarillea. Ha debido de morir a última hora del viernes o durante la madrugada del sábado», concluyó volviendo a bajar el camisón. Después vio moscas alrededor del cuerpo y las alejó con un gesto suave. Llamó al fiscal y al médico forense.
Permanecía imperturbable, los labios cerrados, considerando el cuerpo que yacía a sus pies. Ni un músculo de su rostro revelaba el horror, el asco o la sorpresa. Después se volvió hacia Joséphine e Iphigénie y les interrogó.
Ellas relataron cómo habían descubierto el cuerpo. La fiesta en la portería, la ausencia de la señorita de Bassonnière «que no tenía nada de extraño, todo el mundo la detestaba en el edificio», Iphigénie no pudo evitar hablar de la basura, del papel de Du Guesclin.
– ¿Tiene usted ese perro desde hace mucho tiempo? -preguntó la capitán.
– Lo recogí en la calle ayer por la mañana.
Se arrepintió de haber dicho «recogí», quiso corregir la palabra, balbuceó y se sintió culpable. No le gustaba la forma en la que la capitán se dirigía a ella. Adivinaba por su parte una sorda animosidad que no entendía. Dirigió la mirada hacia un broche oculto bajo el cuello de su blusa, que representaba un corazón atravesado por una flecha.
– ¿Tiene usted alguna observación que hacer? -preguntó la capitán con rudeza.
– No. Estaba mirando su broche y…
– No haga comentarios personales.
Joséphine se dijo que a esa mujer le gustaría ponerle unas esposas en las muñecas.
Llegó el médico forense, seguido de un fotógrafo del juzgado. Tomó la temperatura corporal, 31.° declaró, constató heridas externas, midió los cortes de las puñaladas y pidió una autopsia. Después habló con la capitán. Joséphine sorprendió fragmentos de la conversación, «¿arañazos en los zapatos? ¿Resistencia? ¿Sorprendida por el agresor? ¿El cuerpo ha sido trasladado o ha sido asesinada aquí?». El fotógrafo judicial, arrodillado a los pies de la víctima, tomaba fotos desde todos los ángulos.
– Habrá que interrogar al vecindario -murmuró la capitán.
– El crimen, porque probablemente se trata de una agresión, ha tenido lugar la noche del viernes al sábado… a la hora en la que la gente de bien duerme.
– El edificio tiene portero automático con código. No se puede entrar como Pedro por su casa -señaló la capitán.
– Ya sabe usted que los códigos… -Hizo un gesto evasivo-. ¡Son para tranquilizar a los ingenuos! ¡Desgraciadamente cualquiera puede entrar!
– Evidentemente… sería más simple sospechar que el culpable vive en el edificio.
El médico forense soltó un largo suspiro de impotencia, y declaró que lo ideal sería que el asesino se paseara con un cartel en la espalda. El capitán no pareció apreciar su comentario y volvió al cuarto de la basura.
Después se produjo la llegada del fiscal. Un hombre seco, con el cabello rubio cortado a cepillo. Se presentó. Estrechó la mano de sus colegas, escuchó las conclusiones de unos y otros. Se inclinó sobre el cuerpo. Conversó con el médico forense y pidió una autopsia.
– Tamaño de la hoja, fuerza de los golpes, profundidad de los cortes, marcas de hematomas, estrangulamiento…
Enumeraba los diversos puntos a estudiar sin vehemencia ni precipitación, con la minuciosidad del hombre acostumbrado a ese tipo de escenarios…
– ¿Se ha fijado usted en si la goma de la moqueta era blanda o dura? ¿Si había dejado marcas en el cuerpo o contenía huellas digitales?
El forense respondió que la goma era blanda y ligera.
– ¿Huellas dactilares?
– En la goma no. En cuanto al cuerpo, es demasiado pronto…
– ¿Huellas de pisadas en el cuarto?
– El agresor debía de llevar suelas lisas, o se había envuelto los pies en bolsas de plástico. Ninguna marca, ninguna huella…
– ¿Ninguna huella dactilar, está usted seguro?
– No… ¿Quizás llevaba guantes de goma?
– Envíeme las fotos en cuanto las tenga -concluyó el fiscal-. Vamos a empezar a interrogar al vecindario… y a realizar una investigación completa sobre la víctima. Si tenía enemigos, problemas sentimentales…
– ¿Le has visto la jeta?-bromeó uno de los dos policías de uniforme al oído de su compañero-. ¡Se te quitan las ganas de golpe!
– Si había sido agredida anteriormente, si estaba fichada… En fin, ¡la rutina!
Hizo una señal a la capitán para que se acercara, y se retiraron a un rincón del patio. La mirada del fiscal fue a posarse sobre Joséphine. La capitán debía de estar diciéndole que había sido agredida seis meses antes, y que había esperado casi una semana antes de presentarse en la comisaría a denunciarlo.
– La brigada criminal será la que se encargue del caso -dijo el fiscal-. Pero proceda con la investigación, realice los primeros interrogatorios, la Criminal tomará el caso después… Voy a hablar con el juez de instrucción.
La capitán asintió con expresión severa.
– Seguramente habrá que interrogarla de nuevo -añadió el fiscal manteniendo los ojos fijos en Joséphine.
¿Por qué me miran así? ¡No pensarán que he sido yo o que soy cómplice! Se sintió invadida de nuevo por un terrible sentimiento de culpabilidad. ¡Pero si no he hecho nada! Sintió ganas de gritar ante los ojos fijos del fiscal.
La presencia de coches de la policía ante el edificio había atraído a los vecinos, que intentaban ver el cuerpo dándose codazos y repitiendo: «¡Es increíble!, ¡es increíble! ¡No somos nada, en realidad!». Un anciano, con la cara empolvada de blanco, aseguraba que la había conocido cuando era una niña, una mujer acribillada a Botox gruñó que no la echaría de menos, «¡vieja pelleja!», y una tercera preguntaba: «¿Está usted seguro de que está muerta?». «Como lo estoy de que está usted viva», contestó Pinarelli hijo. Joséphine pensó en Zoé y preguntó si podía subir a su casa.
– ¡Antes de que la haya interrogado, no! -le advirtió la capitán.
Empezaron por Iphigénie, después le tocó a ella. Describió la reunión de copropietarios del viernes, las escaramuzas con los señores Merson, Lefloc-Pignel y Van den Brock. La capitán tomaba notas. Joséphine añadió lo que le había dicho el señor Merson, sobre las dos agresiones de las que la señorita de Bassonnière había sido víctima. Precisó que ella no había asistido a esas escenas. Vio a la capitán anotar «preguntar al señor Merson» en su cuaderno.
– ¿Puedo subir? Mi hija me espera en casa…
La capitán la dejó marchar, no sin antes haberle preguntado en qué parte del edificio y en qué piso vivía, y ordenarle pasar por la comisaría para firmar su declaración.
– ¡Ah! Se me olvidaba -dijo la capitán alzando la voz-: ¿dónde estaba usted el viernes por la noche?
– En mi casa… ¿Por qué?
– Soy yo la que hace las preguntas.
– Volví de la reunión de copropietarios con el señor Lefloc-Pignel sobre las nueve y me quedé en casa.
– ¿Su hija estaba con usted?
– No. Estaba en el trastero, con otros jóvenes del edificio. En el trastero de Paul Merson. Debió de subir sobre las doce.
– Sobre las doce, dice usted… ¿No está usted segura?
– No miré la hora.
– ¿No recuerda usted una película que hubiese visto en la tele o un programa de radio? -dijo la capitán.
– No… ¿Eso es todo? -preguntó Joséphine.
– ¡Por el momento!
Decididamente hay algo en mí que no soporta, se dijo Joséphine mientras esperaba el ascensor.
Zoé no había vuelto e Iris yacía tumbada sobre el sofá, delante de la tele, el teléfono agarrado entre la oreja y el hombro. En la pantalla, Céline Dion, con voz nasal, abría su corazón a Michel Drucker.
Ese domingo 24 de mayo, al volver del cine, Gaétan y Zoé se separaron en la esquina de la manzana, ante el edificio. «¡Mi padre me mataría si nos viese juntos! Entra tú por delante, yo por detrás». Se besaron una última vez, se apartaron de mala gana y se alejaron caminando hacia atrás, para seguir viéndose el mayor tiempo posible.
Soy feliz, ¡tan feliz!, se asombraba Zoé caminando de lado sobre el césped del parterre, aspirando, contenta, la tierra blanda y olorosa. Todo es hermoso, todo huele bien. No hay nada mejor que el amor.
Me ha pasado algo muy extraño, hace un rato, delante del cine…
Estaba esperando a Gaétan, llevaba su jersey en mi bolso y lo saqué, lo cogí con las dos manos y el olor me vino de golpe. Su olor. Todos tenemos un olor. No se sabe de dónde viene, no se sabe cómo definirlo, pero lo reconocemos. El suyo todavía no sabía cómo era, no lo había pensado hasta entonces. Y cuando respiré el olor de su jersey, me sentí invadida de felicidad. Lo volví a meter rápidamente en el bolso, para que el aroma no se evaporase. Parece tonto, pero me dije que el amor es sentir cómo se infla el corazón al respirar un jersey viejo. Y eso da ganas de saltar y de besar a todo el mundo. Las cosas bonitas se hacen más bonitas ¡y las cosas feas te dan igual! ¡Me da completamente igual que mamá haya besado a Philippe! Al fin y al cabo, quizás esté enamorada, quizás tenga, también, el corazón inflado como un globo.
Ya no estoy enfadada porque ¡ESTOY ENAMORADA! Tengo la impresión de que la vida va a ser un largo camino luminoso de risas y besos, oliendo jerséis y haciendo proyectos. Tendremos un montón de hijos y les dejaremos hacer todo lo que quieran. No como el padre de Gaétan. Es raro. Les prohíbe invitar a amigos a su casa. Les prohíbe hablar en la mesa: deben levantar la mano y esperar a que se les conceda la palabra. Les prohíbe ver la televisión. Escuchar la radio. A veces, por la noche, quiere que todo sea blanco: la ropa, la comida, el mantel y las servilletas, el pijama de los niños. Otras, que todo sea verde. Comen espinacas y brécol, lasaña verde y kiwis. Su madre se rasca los brazos de desesperación. Se pasan el tiempo temiendo que su madre haga alguna tontería, que se abra las venas con un cuchillo o que salte por la ventana. Y no me lo ha contado todo… Hay palabras que están a punto de salir de su boca y se las traga. Gaétan ha llegado a un acuerdo con Domitille: ella no dice nada sobre nosotros y él se calla lo otro…, no me ha explicado del todo qué es lo otro, pero seguro que debe de ser algo sucio, porque Domitille es una chica realmente malsana. ¡Y ese tráfico que se monta con los chicos del colegio! ¡Habría que verla! Se mete con ellos en los lavabos y sale con las mejillas rojas y el cabello revuelto. Debe de dar besos con lengua o algo así. Ella y su amiga Inés se las dan de rompedoras y sexys. Se pasan notitas dobladas en cuatro, billetes de cinco euros, hacen cruces en el margen de sus cuadernos y juegan a ver quién tiene más cruces. Y más pasta.
¡Menuda familia extraña! Todas las familias son extrañas. Incluso la mía. Un papá que no se sabe dónde está y una mamá que besa a su cuñado en la cocina en Nochebuena. Incluso los que parecen superserios derrapan. A la señora Merson le hacen pis encima y al señor Merson le hace gracia. El señor Van den Brock se me pega cuando se cruza conmigo, nunca cojo el ascensor con él, y la señora Van den Brock es tan bizca que parece que tiene un solo ojo en la frente.
Había tres coches de policía aparcados delante del edificio y Zoé creyó que se iba a morir. Le ha pasado algo a mamá. Se puso a correr y a correr y llegó hasta el portal. Lo abrió y se precipitó por la escalera, sin tiempo para coger el ascensor, mamá se está muriendo y yo no le he confesado nada de lo que pensaba, ¡se va a marchar sin aclarar el malentendido, sin saber que la quiero por encima de todo!
Se paró en seco. La gente se agrupaba en el patio. Y creyó morir por segunda vez: se ha tirado por la ventana. Estaba demasiado apenada porque no se lo contaba todo, con detalle. Es adicta a los detalles, mamá. Una palabra mal dicha y los ojos se le llenan de lágrimas. ¡Ay! No le esconderé nunca nada más, nunca volveré a intentar darle pena, prometo explicárselo todo si aparece en el patio y no está muerta.
Vio, de espaldas, al señor Lefloc-Pignel que estaba hablando con un señor rubio, con el pelo cortado a cepillo. También estaba el señor Van den Brock, que hablaba con una señora de la policía, una morena bajita de rostro severo, y el señor Merson, inclinado sobre la oreja de Iphigénie.
– ¿Y cuándo la han encontrado? -preguntaba el señor Merson.
– ¡Pero si ya se lo he dicho dos veces! ¡No me está escuchando! ¡Fuimos la señora Cortès y yo las que la encontramos completamente enrollada en la moqueta! Bueno, fue más bien el perro… Empezó a gruñir…
– ¿Y tienen alguna idea de quién ha podido hacerlo?
– ¡Yo no trabajo en la policía! ¡No tiene más que preguntárselo a ellos!
Zoé respiró aliviada. Mamá no estaba muerta. Buscó a Gaétan con la mirada. No lo vio. Ha debido de escabullirse y subir a su casa.
Subió las escaleras de cuatro en cuatro, abrió de golpe la puerta de entrada, pasó delante del salón donde Iris estaba al teléfono y corrió hasta la habitación de su madre.
– ¡Mamá! ¡Estás viva!
Se precipitó contra su madre, frotándose la nariz contra su pecho, en busca de su olor.
– ¡He pasado tanto miedo! ¡Creí que la policía estaba aquí por ti!
– ¿Por mí? -susurró Joséphine acunándola contra su pecho.
Y el dulce refugio de los brazos de su madre rompió los últimos diques de Zoé. Se lo contó todo. El beso de Philippe, las cartas de su padre, Hortense afirmando que su padre había muerto entre las fauces de un cocodrilo, el sufrimiento que le invadía y la cólera que se mezclaba con su pena.
– ¡Estaba completamente sola para defenderle! ¡Sigue siendo mi papá!
Joséphine, el mentón apoyado en el pelo de su hija, la escuchaba cerrando los ojos de felicidad.
– Y yo ¡no puedo pasar página! ¡Y ya no sabía qué hacer contra vosotras dos que habíais pasado página! Entonces me enfadé contigo y dejé de hablarte. Y esta noche, al ver los coches de policía, creí que ya no aguantabas más que no te hablase. Me daba perfecta cuenta de que esperabas que yo te diese explicaciones pero no podía, no podía, no conseguía sacarlo, estaba como bloqueada…
– Lo sé, lo sé -decía Joséphine acariciándole el pelo.
– Entonces pensé que…
– ¿Que estaba muerta?
– Sí… ¡Ay, mamá! ¡Mamá!
Y lloraron las dos, abrazadas, estrechándose hasta ahogarse.
– La vida, a veces, es tan complicada y, a veces, es tan sencilla… Es duro encontrar el camino -suspiró Zoé frotando la nariz contra el hombro de su madre.
– Por eso es por lo que hay que hablar. Siempre. Si no, se acumulan los malentendidos y nos volvemos sordos. Dejamos de escucharnos. ¿Quieres que te explique lo de Philippe?
– Creo que lo sé…
– ¿A causa de Gaétan?
Zoé se puso roja escarlata.
– No se elije, ¿sabes? El amor, a veces, nos cae encima y nos deja atontados. He hecho todo lo que podía para evitar a Philippe.
Zoé cogió un mechón del pelo de su madre y lo enrolló entre sus dedos.
– En la cocina, esa noche, yo no me esperaba que… Era la primera vez, Zoé, te lo prometo. Y de hecho, fue la última…
– ¿Tienes miedo de hacerle daño a Iris?
Joséphine asintió con la cabeza en silencio.
– ¿Y le has vuelto a ver?
– No.
– ¿Y eso te duele?
Joséphine suspiró.
– Sí, todavía duele.
– ¿E Iris lo sabe?
– Creo que se lo imagina, pero no sabe nada. Piensa que estoy enamorada de él en secreto, pero que él me ignora. Es incapaz de imaginar que él pueda fijarse en mí…
– De todas formas, ¡Iris no piensa más que en sí misma!
– ¡Chiss, cariño! Es tu tía y está pasando un mal momento.
– Para, mamá, ¡deja de perdonarle siempre todo! Eres demasiado buena… ¿Y papá? ¿Es cierta la historia del cocodrilo?
– Ya no lo sé. No entiendo nada…
– Lo quiero saber, mamá. Aunque sea muy duro…
Se la quedó mirando, muy seria. Había franqueado el abismo que separa la niña pequeña de la mujer. Reclamaba la verdad para madurar. Joséphine no podía mentirle. Podía amortiguar la atroz realidad, pero no ocultársela.
Le contó que Mylène le había comunicado la muerte de Antoine un año antes, la investigación de la embajada de Francia, la declaración oficial del fallecimiento de Antoine, su estatus de viuda, el paquete, la carta de los amigos del Crocodile Café, todo lo que llevaba a creer que estaba muerto. Evitó decir «en las fauces de un cocodrilo», la imagen quedaría grabada en la memoria de Zoé y aparecería de noche para atormentarla… Habló de las cartas. Pasó por alto el hombre que se cruzó en el metro -no estaba segura de que fuese él- y los puntos del carné de cliente sisados en el Intermarché; no quería herirla acusando a su padre de ser un ladrón.
– Es por eso que ya no sé…
Volvía a estar angustiada, y miraba fijamente al suelo con el empecinamiento de quien quiere saber, pero no obtiene respuestas.
– ¿Sabes, cariño?, si llamase a la puerta, le acogería, no le dejaría en la calle. Yo le quise, es vuestro padre.
A veces volvía a pensar en el abandono de Antoine. Se había Preguntado cómo iba a hacer para vivir sin él. ¿Quién elegiría dónde ir en vacaciones, qué vino beber, qué operador de Internet? Sentía a menudo nostalgia de tener un marido. Un hombre en quien descansar. Y entonces pensaba que un marido no debería dejar a su mujer…
Zoé la cogió de la mano y se sentó a su lado. Debían de parecer dos esposas de soldados que esperan el regreso de sus hombres que se han ido al frente, y no saben si volverán.
– Habrá que leer muy atentamente la próxima carta -declaró Zoé-. Si es uno de sus amigos del Crocodile Café que hace eso para divertirse, podremos verlo en la letra…
– Es la letra de tu padre. La he comparado… ¡O una imitación muy buena! ¿Y por qué alguien se divertiría haciendo eso? -preguntó Joséphine, invadida de pronto por todas la dudas que llenaban su mente.
– La gente cada vez está más loca, mamá, ¿sabes?…
Una sombra veló los ojos castaños de Zoé. Joséphine se estremeció. ¿Es la desaparición de su padre, el lento fruto de la ausencia lo que la ha hecho madurar y rechazar con un despectivo encogimiento de hombros la inocencia de la infancia? ¿O las primeras penas de amor?
– ¿Y por qué estaban todas esas personas en el patio? -preguntó Zoé, como si volviese a la realidad.
– Por la señorita de Bassonnière. Hemos encontrado su cuerpo en el cuarto de la basura.
– ¡Ah!-dijo Zoé-. ¿Ha tenido un ataque?
– No. Pensamos que ha sido asesinada…
– ¡Guauuu! ¡Un crimen en el edificio! ¡Vamos a salir en los periódicos!
– ¡Pues sí que te impresiona poco!
– No me caía bien, no pienso disimular. ¡Me miraba siempre como si yo fuera una auténtica cateta!
Al día siguiente, Joséphine tuvo que ir a la comisaría para firmar su declaración. Habían convocado a todos los residentes del edificio uno tras otro. Todos debían declarar con precisión lo que habían hecho la noche del crimen. La capitán le tendió su declaración de la víspera. Joséphine la leyó y la firmó. Mientras leía, la nariz hundida en su copia, la capitán recibió una llamada de teléfono. El hombre, que debía de ser un superior, hablaba en voz alta. Joséphine no pudo evitar oír lo que decía:
– Estoy metido de lleno en el 77. Le envío un equipo que se hará cargo del caso. ¿Ha terminado con las declaraciones de los testigos?
La capitán respondió frunciendo el entrecejo.
– Hay novedades: la víctima era sobrina de un antiguo comisario de policía de París. ¡Mala cosa! No cometa ningún error, sobre todo ningún error. Respete el procedimiento al pie de la letra y yo me encargaré de todo en cuanto pueda…
Gallois colgó, preocupada.
– ¿No sacó usted al perro el viernes por la noche? -preguntó tras un largo silencio en el que estuvo torciendo y retorciendo clips.
Joséphine se azoró. Es verdad: debía de haber sacado a Du Guesclin, pasó cerca del cuarto de la basura, se cruzó con el asesino, quizás. Permaneció unos segundos con la boca abierta, tejiendo un trozo de lana imaginario con los dedos, intentando recordar. La mirada oscura de la oficial de policía no le daba tregua. Joséphine dudaba. Se concentró y posó las manos sobre las rodillas, para que dejaran de tener aspecto culpable.
– Haga un esfuerzo, señora Cortès, es importante. El asesinato se cometió durante la noche del viernes. Tuvo que sacar al perro la noche del crimen. ¿No oyó usted nada, no se fijó en nada en particular?
Ella inmovilizó las manos, que habían recomenzado a tejer febrilmente y se concentró en la noche del viernes. Había salido de la reunión, había vuelto andando con Lefloc-Pignel. Habían charlado mientras caminaban, él le había contado su infancia, el abandono en una calle de Normandía, la imprenta y… se relajó y sonrió.
– ¡Claro que no! ¡Adopté a Du Guesclin el sábado por la mañana! ¡Qué tonta soy! -dijo, aliviada por haber escapado a un peligro en forma de barrotes de prisión.
La capitán parecía decepcionada. Leyó por última vez la declaración firmada de Joséphine, y le dijo que podía marcharse. La convocarían de nuevo si fuera necesario.
En el pasillo esperaban el señor y la señora Van den Brock.
– Suerte -murmuró Joséphine-, ¡no es nada fácil!
– Lo sé -suspiró el señor Van den Brock-, ¡ya nos interrogó esta mañana y nos ha dicho que volviéramos!
– Me pregunto por qué nos ha hecho volver -dijo la señora Van den Brock-. ¡Y sobre todo esa policía! Nos tiene enfilados.
Joséphine salió a la calle, preocupada. No soy culpable de nada y sin embargo esa policía sospecha de mí. La irrito. Desde el principio. ¿Por que me agredieron y no lo denuncié? Piensa que soy su cómplice: que atraje a la señorita de Bassonnière hasta el cuarto de basura, cerré la puerta y la dejé a merced del asesino. Me quedé vigilando mientras la apuñalaba, y volví dos días después al lugar del crimen simulando descubrir el cuerpo enrollado en la moqueta. ¿Y por qué? Porque esa Bassonnière me tenía fichada. O a Antoine. Eso es: he ayudado a Antoine a librarse de esa mujer que le amenazaba… Se enteró por su tío de que Antoine no estaba muerto, había descubierto que se dedicaba a algún tráfico ilegal, que le interesaba hacer creer que estaba muerto y que… No está muerto porque me roba mis puntos del supermercado. No está muerto porque me envía cartas y postales. No está muerto porque lleva jerséis rojos de cuello vuelto en el metro. No está muerto, sino que ha simulado su desaparición. El sol de África le ha vuelto loco. Se ha convertido en un asesino y esa Bassonnière lo había adivinado.
Eso no se sostiene, estoy delirando, se dijo dejándose caer sobre una silla de la terraza de un café. El corazón le latía con fuerza en el pecho, contra las costillas, se hinchaba y golpeaba, golpeaba repetidamente. Notó las manos húmedas y se las secó sobre los muslos. Tres mesas más allá, Lefloc-Pignel, inclinado sobre un cuaderno, tomaba notas. Le hizo una señal para que se reuniera con él. Llevaba una bonita chaqueta de lino verde oscuro, y el nudo de su corbata verde con rayas negras destacaba por su perfección. La miró divertido y dijo:
– ¿Y bien? ¿Ya ha pasado usted por el interrogatorio?
– Es horrible -dijo Joséphine- ¡voy a terminar pensando que fui yo la que la mató!
– ¡Ah! Usted también.
– ¡Esa mujer tiene una forma de interrogarte que te deja helada!
– No es muy amable, en efecto -dijo Hervé Lefloc-Pignel-, Me ha hablado de una forma… digamos abrupta. Es inadmisible.
– Debe de sospechar de todos nosotros -suspiró Joséphine, aliviada al saber que no era la única maltratada.
– ¡No porque la hayan asesinado en el edificio, el culpable debe ser forzosamente uno de nosotros! El señor y la señora Merson, que han entrado justo antes que yo, han salido indignados. Y estoy esperando la reacción de los Van den Brock… Ahora están dentro y he prometido esperarles. Tenemos que unirnos. No debemos permitir que nos traten de esa manera. ¡Es un escándalo!
Tenía las mandíbulas pálidas y fijas en una mueca de odio. Se sentía herido y no lo podía ocultar. Joséphine le contempló conmovida y, sin saber por qué, el miedo que la mortificaba como un fardo pesado y doloroso desapareció de golpe. Se relajó y tuvo ganas de cogerle del brazo, de agradecérselo.
El camarero se acercó y les preguntó qué querían beber.
– Agua mineral con menta -respondió Hervé Lefloc-Pignel.
– Para mí también -dijo Joséphine.
– ¡Dos aguas con menta, dos! -declaró el camarero mientras se alejaba.
– ¿Tiene usted una coartada?-preguntó Joséphine-. Porque yo no. Estaba sola en casa. Eso no me sirve para nada…
– Cuando nos separamos el viernes por la noche, pasé por casa de los Van den Brock. La conducta de la señorita de Bassonnière me había sacado de quicio. Estuvimos discutiendo hasta la medianoche de esa… ¡miserable! De esa forma irreverente de agredirnos en cada reunión. Es cada vez peor… o más bien era cada vez peor porque, gracias a Dios, ¡se acabó! Pero esa noche recuerdo que Hervé se preguntó si no debería denunciarla…
– ¿Hervé es el señor Van den Brock? ¿Los dos se llaman igual?
– Sí-dijo Hervé Lefloc-Pignel enrojeciendo, como cogido en un flagrante delito de intimidad.
Joséphine pensó, es un nombre original, no es corriente. Antes no conocía a ningún Hervé ¡y ahora puedo nombrar a dos! Después dijo:
– Reconozcamos que había estado especialmente odiosa esa tarde.
– ¿Sabe usted?, a menudo los antiguos señores se comportan así. Usted debe de saberlo, siendo especialista en la Edad Media… Para ella no éramos más que unos pobres campesinos que ocupaban el castillo de sus ancestros. No podía expulsarnos fuera de los muros, así que nos insultaba. ¡Pero, de todas formas, todo tiene un límite!
– No debíamos de ser los únicos en sufrir sus iras. El señor Merson me contó que ya la habían agredido dos veces…
– ¡Sin contar otras que ignoramos! Si registran su casa, seguramente encontrarán cartas anónimas, en eso invertía el tiempo, en mi opinión… En sembrar el odio, la calumnia.
El camarero puso las dos aguas con menta ante ellos y Hervé Lefloc-Pignel pagó las consumiciones. Joséphine se lo agradeció. Se sentía mejor desde que había hablado con él. Había tomado las riendas. La defendería. Formaba parte de una nueva familia y, por primera vez, le gustaba su barrio, su edificio, los habitantes del edificio.
– Gracias -murmuró-. Sienta bien hablar con usted.
Y después, como arrastrada por la pendiente de las confidencias, añadió:
– Para una mujer es duro vivir sola. Hay que ser firme, enérgica, decidida y ése no es exactamente mi caso. Yo soy más bien lenta, muy lenta…
– ¿Una tortuguita? -sugirió él, dedicándole una mirada de complicidad.
– ¡Una tortuguita que avanza a dos por hora y que se muere de miedo!
– A mí me gustan mucho las tortugas -prosiguió él con voz suave-, son animales muy afectuosos, ¿sabe?, muy fieles… Que merecen realmente nuestros cuidados.
– Gracias -sonrió Joséphine-, ¡lo tomaré como un cumplido!
– Cuando era niño un día me dieron una tortuga, era mi mejor amiga, mi confidente. La llevaba conmigo a todas partes. Viven mucho tiempo, a menos que ocurra un accidente…
Se había atragantado con la palabra «accidente». Joséphine pensó en los erizos aplastados al borde de las carreteras. Cada vez que veía un pequeño cadáver ensangrentado, cerraba los ojos de impotencia y de tristeza.
Inquieta, se pasó la lengua por los labios y suspiró.
– Me muero de sed.
El la miró beber, con delicadeza, levantando el vaso con un gesto grácil. Degustaba con pequeños sorbos, borrando imaginarios bigotes verdes de la comisura de sus labios.
– Es usted enternecedora -dijo él en voz baja-. Siente uno ganas de protegerla.
Había hablado sin fanfarronería. Con ternura, con un tono afectuoso en el que ella no vio ni una sombra de seducción.
Levantó la cabeza y le sonrió, confiada.
– Entonces ¿podríamos llamarnos por nuestros nombres, ahora?
Él hizo un ligero movimiento hacia atrás y palideció. Balbuceó:
– No creo, no creo.
Volvió la cabeza. Buscó con la mirada un interlocutor que no encontró. Colocó las dos manos sobre la mesa y después las retiró bruscamente para posarlas sobre sus piernas. Ella se incorporó, extrañada. ¿Qué había dicho para que cambiara tan repentinamente de actitud? Se excusó:
– No quería… No quería forzarle a… Era sólo para que nos hiciésemos…, en fin, para que nos hiciésemos amigos.
– ¿Desea usted beber otra cosa? -preguntó él sacudiendo ligeramente la cabeza, como lo haría un caballo que se encabrita delante de un obstáculo.
– No. Muchas gracias. Lo siento si le he ofendido, pero…
Sus ojos huidizos iban de izquierda a derecha, y se mantenía de lado para evitar que ella se acercara, que posase la mano sobre su brazo.
– Soy tan torpe a veces… -se excusó de nuevo Joséphine-, pero, de verdad, no tenía la intención de herirle…
Se agitó en la silla, buscando otras palabras para arreglar lo que él había tomado por una intrusión insoportable y, sin saber qué más decir, le dio las gracias y le dejó.
Cuando se volvió en la esquina de la calle, vio a los Van den Brock que se reunían con él en la terraza del café. Van den Brock puso una mano sobre el hombro de Lefloc-Pignel como para tranquilizarle. Quizás se conocen desde hace muchos años… Hará falta tiempo para ser amigo de ese hombre, parece bastante asocial.
La puerta de la portería de Iphigénie estaba entreabierta. Joséphine llamó al cristal y entró. Iphigénie bebía un café en compañía de la dama del caniche, del anciano empolvado de blanco y de una chica con un vestido de muselina, que vivía con su abuela en el tercer piso del edificio B. Cada uno describía su interrogatorio con muchos detalles y exclamaciones, mientras Iphigénie repartía galletas.
– ¿Está usted al corriente, señora Cortès?-dijo Iphigénie, haciendo una señal a Joséphine para que viniese a sentarse a la mesa-. Parece ser que hace tres semanas encontraron el cuerpo de la camarera de un café, ¡apuñalada como esa Bassonnière!
– ¿No se lo han dicho? -preguntó la chica levantando unos grandes ojos extrañados.
Joséphine negó con la cabeza, apesadumbrada.
– Eso hacen uno, dos, tres asesinatos en el barrio -dijo la dama del caniche contando con los dedos-. ¡En seis meses!
– ¡A eso se le llama un asesino en serie! -concluyó doctamente Iphigénie.
– ¡Y las tres, igual! ¡Zas! Por detrás, con un cuchillo fino, tan fino que parece ser que no se le siente entrar. Como si fuera mantequilla. Precisión quirúrgica. ¡Tris, tras!
– ¿Y usted cómo sabe eso, señor Édouard? -preguntó la dama del caniche-. ¡Se lo está inventando!
– ¡Yo no invento, reconstruyo!-rectificó el señor Édouard, molesto-. Ha sido el comisario el que me lo ha explicado. ¡Porque se ha tomado la molestia de hablar conmigo!
Se cepilló el torso con la palma de la mano para subrayar su categoría.
– ¡ Eso es porque es usted realmente importante, señor Édouard!
– ¡Búrlese! Yo me limito a constatarlo, eso es todo…
– Si han pasado tiempo con usted, es porque quizás es sospechoso -sugirió Iphigénie-. Hacen que te confíes, lo confiesas todo y ¡hala! Te encierran.
– ¡No es nada de eso! Es porque yo la conocía bien. ¡Ya ven, crecimos juntos! Jugábamos en el patio de niños. Ya era una viciosa, una hipócrita. ¡Me acusaba de hacer pis en el montón de arena, y obligarla a hacer moldes con la tierra húmeda! ¡Menudos guantazos me daba mi madre por su culpa!
– Usted también tiene razones para odiarla -recordó la dama del caniche-. A ella no le gustaba y por eso dejó usted de ir a las reuniones de copropietarios.
– Yo no era el único -protestó el anciano-, ¡Todo el mundo le tenía miedo!
– Había que tener valor para ir -profirió la dama del caniche-. Esa mujer lo sabía todo. ¡Todo sobre todo el mundo! A veces me contaba unas cosas…
Había adoptado un tono misterioso.
– ¡Sobre ciertas personas del edificio! -susurró, esperando a que le suplicaran que continuase y diese detalles.
– ¿Acaso era usted amiga suya? -preguntó la jovencita, muy interesada.
– Digamos que se llevaba bien conmigo. ¿Saben?, una no puede vivir sola todo el tiempo. ¡A veces hay que soltarse! Así que bebíamos un dedito de Noilly Prat, muy de vez en cuando, por la tarde en su casa. Ella se bebía dos vasitos y ya estaba achispada. Y entonces ¡me contaba cosas increíbles! ¡Una tarde me había enseñado la foto de un hombre muy guapo en el periódico y me confió que le había escrito!
– ¿Un hombre? ¿La Bassonnière? -resopló Iphigénie.
– Le voy a decir una cosa, creo que le había hecho tilín…
– ¡Pero bueno! ¡A ver si va a empezar a caerme simpática! -exclamó el anciano.
– ¿Qué piensa usted de todo eso, señora Cortès? -preguntó Iphigénie levantándose para volver a hacer café.
– Escucho, y me pregunto quién podía odiarla hasta el punto de matarla.
– Eso depende del tamaño del dossier que ella tuviera de su asesino -dijo el anciano-. Uno está dispuesto a todo para salvar su cabeza o su carrera. Y ella no escondía su poder para perjudicar, ¡incluso presumía de él!
– En eso sí que no hay discusión, vivía peligrosamente, ¡incluso es asombroso que haya vivido tanto tiempo!-suspiró Iphigénie-. Eso no impide que estemos todos preocupados. Sólo el señor Pinarelli está feliz. ¡Esta historia le ha dado nuevas fuerzas! Va de aquí para allá, fisgoneando, se pasa el tiempo en comisaría para sacarle información a la policía. La otra tarde le encontré rondando cerca del cuarto de la basura. ¡Hay que ver, los hay raros!
Toda la gente de este edificio es rara, se dijo Joséphine. ¡Incluso la dama del caniche! ¿Y yo? ¿Acaso no soy rara? Si supiera esta gente sentada en torno a esta mesa, mojando galletas en el café, que estuvieron a punto de apuñalarme hace seis meses, que mi ex marido, dado por muerto entre las fauces de un cocodrilo, vaga por el metro, que mi antiguo amante es esquizofrénico y que mi hermana está dispuesta a tirarse a los pies de Hervé Lefloc-Pignel, se atragantarían por la sorpresa…
Hundida en los mullidos cojines del sofá, con los pies nervudos y finos apoyados en el brazo como sobre el mostrador de una joyería, Iris leía una revista cuando Joséphine entró en el salón y se dejó caer gimiendo en una butaca.
– ¡Vaya día! ¡Menudo día! ¡No he visto nada más siniestro que una comisaría! ¡Y todas esas preguntas! ¡Y la capitán Gallois!
Se masajeaba las sienes mientras hablaba, con la cabeza inclinada hacia delante. El cansancio le pesaba en todos sus miembros, en cada una de sus articulaciones. Iris bajó un instante la revista para observar a su hermana, y retomó la lectura farfullando:
– Pues sí…, no pareces muy en forma.
Picada, Joséphine contestó:
– He tomado un agua con menta con Hervé Lefloc-Pignel…
Iris se dio un golpe en las rodillas con la revista.
– ¿Te ha hablado de mí?
– Ni una palabra.
– No se habrá atrevido.
– Ese hombre es extraño. Nunca sabes por dónde cogerle. Pasa de la amabilidad a la dureza, del dulce al salado…
– ¿Al salado?-repitió Iris arqueando una ceja-. ¿Se te ha insinuado?
– No. ¡Pero es una auténtica ducha escocesa! Te suelta un halago y al minuto siguiente se convierte en un trozo de hielo…
– Has debido de ofrecerte como víctima…
Joséphine no se esperaba esa afirmación perentoria. Respondió:
– ¿Cómo que «ofrecerme como víctima»?
– Sí, tú no te das cuenta, pero juegas a la cosita frágil para dar a los hombres ganas de protegerte. Puede llegar a ser muy irritante. Te lo he visto hacer con Philippe.
Joséphine escuchaba, anonadada. Era como si le hablaran de alguien que no conocía.
– ¿Tú me has visto hacer qué con Philippe?
– Jugar a la nenita que no sabe, que no sabe nada. Debe de ser tu forma de seducir…
Se desperezó, bostezó y dejó caer la revista. Después, volviéndose hacia Joséphine, anunció con tono anodino:
– Oye, por cierto… Nuestra querida madre ha llamado y no tardará en llegar.
– ¿Aquí? -rugió Joséphine.
– ¡Se muere de ganas de ver dónde vives!
– ¡Pero al menos podrías haberme preguntado!
– Escucha Jo, ¡ya sería hora de que os reconciliarais! Es muy mayor, vive sola. Ya no tiene a nadie de quien ocuparse…
– ¡Nunca se ha ocupado más que de ella!
– ¡Y hace demasiado tiempo que ya no os veis!
– ¡Tres años, y lo llevo muy bien!
– Es la abuela de tus hijas…
– ¿Y qué?
– Yo quiero que haya paz en la familia…
– ¿Por qué la has invitado? Dime.
– No lo sé. Me ha dado pena. Parecía deprimida, triste.
– Iris, ésta es mi casa. ¡Soy yo quien decide a quién invitar!
– Es tu madre, ¿no? ¡No es una extraña!
Iris se quedó callada y añadió posando una mirada sinuosa en los ojos de Joséphine:
– ¿De qué tienes miedo, Jo?
– No tengo miedo. No quiero verla. ¡Y deja de mirarme así! ¡Ya no funciona! Ya no me hipnotizas.
– Tienes miedo…, te mueres de miedo…
– ¡No la he visto desde hace tres años, y no esperaba su visita esta noche! Eso es todo. Ha sido un día duro, y sólo me faltaba eso.
Iris se incorporó, alisó la falda recta que le estrangulaba la cintura como un corsé, y anunció:
– Cena con nosotras esta noche.
Joséphine repitió, atónita:
– ¡Cena con nosotras!
– De hecho, es hora de que me vaya a hacer la compra. Tienes la nevera vacía…
Suspiró, desplegó sus largas piernas, miró por última vez sus lindos piececitos con las uñas pintadas de rojo carmín, y se dirigió a su habitación a coger su bolso. Joséphine la siguió con la mirada, dividida entre la cólera y las ganas de anular la cita con su madre.
– Llegará de un momento a otro, estate atenta a la puerta -dijo Iris.
– ¿Y Zoé, dónde está? -preguntó Joséphine, desesperada, buscando una tabla de salvación.
– Ha llegado y se ha vuelto a ir, sin decir nada. Pero vuelve para cenar… En fin, si he comprendido bien…
Cerró la puerta. Joséphine se quedó sola, aturdida.
– No entiendo en absoluto a las mujeres… -murmuró Gary suspendiendo en el aire el cuchillo que le servía para picar el perejil, el ajo, la albahaca, la salvia y el jamón, que colocaría después sobre los tomates cortados en dos antes de meterlos en el horno. Era el rey del tomate a la provenzal.
Había invitado a su madre a cenar, la había sentado a la fuerza en el gran sillón que le servía de observatorio cuando miraba a las ardillas del parque. Celebraban el cumpleaños de Shirley: cuarenta años justos y solemnes. «¡ Yo cocino, tú soplas las velas!», había dicho a su madre por teléfono.
– Cuanto más tiempo pasa, menos las entiendo…
– ¿Me lo preguntas como mujer o como madre? -preguntó Shirley.
– ¡Se lo pregunto a las dos!
– ¿Y qué es lo que no entiendes?
– Las mujeres son tan… ¡pragmáticas! Pensáis en los detalles, avanzáis movidas por una lógica implacable, ¡or-ga-ni-záis vuestra vida! ¿Por qué sólo encuentro chicas que saben exactamente adonde quieren llegar, lo que quieren hacer, cómo van a hacerlo…? ¡Hacer, hacer, hacer! ¡Siempre tienen esa palabra en la boca!
– Quizás porque siempre estamos en contacto con lo material. Amasamos, lavamos, planchamos, cosemos, cocinamos, ¡limpiamos o nos defendemos de las manos largas de los hombres! ¡No soñamos, hacemos!
– Nosotros también hacemos…
– ¡No es lo mismo! A los catorce años, nos baja la regla y no tenemos elección. Nos «hacemos» a ello. A los dieciocho, comprendemos que vamos a tener que luchar el doble que un hombre, hacer el doble de cosas si queremos existir. Después, «hacemos» niños, los llevamos durante nueve meses, nos producen mareos, nos dan patadas, nos desgarran al llegar al mundo, ¡más detalles prácticos! Después hay que lavarlos, alimentarlos, vestirlos, pesarlos, untarles el trasero de crema. Lo «hacemos» sin preguntarnos, y además «hacemos» el resto. El horario de trabajo y por la noche, la danza del vientre para el Hombre. No dejamos nunca de «hacer», ¡raras son las chicas que viven en la luna, mirando al cielo! Vosotros hacéis una sola cosa: ¡hacéis el hombre! Las instrucciones están inscritas desde hace siglos en vuestros genes, lo hacéis sin esfuerzo. Nosotras tenemos que luchar todo el tiempo…, acabamos siendo pragmáticas, como tú dices.
– Me gustaría conocer a una chica que no supiese «hacer», que no tuviese un plan de ruta, que no supiese contar, ni conducir, ni siquiera coger el metro. Una chica que viva entre libros, bebiendo litros de té, acariciando a su viejo gato enrollado sobre su vientre.
Shirley estaba al corriente de la relación de su hijo con Charlotte Bradsburry. Gary no le había dicho nada, pero la rumorología londinense se hacía eco de mil detalles. Se habían conocido en una fiesta en casa de Malvina Edwards, la gran sacerdotisa de la moda. Charlotte acababa de poner fin a una relación de dos años con un hombre casado, que había roto con ella por teléfono, con su mujer dictándole las fatales palabras a su oído. Todo el mundo había hablado de ello. «Honor y reparación», gritaba la boca sonriente de Charlotte Bradsburry, que desmentía la anécdota con un mohín aburrido, buscando alguien con quien dejarse ver, para acallar las malas lenguas encantadas de atacar a la redactora jefe de The Nerve, esa revista que pescaba a sus presas con refinada crueldad. Y había encontrado a Gary. Cierto que era más joven que ella, pero sobre todo era seductor, misterioso, desconocido en el mundillo de Charlotte Bradsburry. Con él, generaba misterio, preguntas, conjeturas. «Hacía» algo nuevo. Era guapo, pero lo ignoraba. Parecía tener dinero, pero también lo ignoraba. No trabajaba, tocaba el piano, paseaba por el parque, leía hasta el aturdimiento. Se le calculaba entre diecinueve y veintiocho años, dependiendo del tema de conversación. Si le hablaban de la vida cotidiana, del mal estado del metro, del precio de los pisos, mostraba la expresión atónita de un adolescente. Si se evocaba a Goethe, a Tennessee Williams, a Nietzsche, a Bach, a Cole Porter o a Satie, envejecía de golpe y ponía cara de experto. Parecía un ángel, un ángel que producía unas ganas furiosas de fornicar, se había dicho Charlotte Bradsburry al verle acodado al piano, si no le pongo la mano encima la primera, enseguida llegará otra que me lo quite. Le había conquistado dejándole hacerse la ilusión de que se la arrebataba a todos esos pretendientes palurdos que hacían rugir sus cilindros al pie de su casa. «¡Qué aburrimiento! ¡Qué vulgaridad! ¡Y yo que estoy tan bien en mi casa, leyendo las Ensoñaciones del paseante solitario con mi viejo gato y mi taza de té! Estoy preparando un número inspirado en Rousseau, ¿le gustaría participar?». Gary había caído hechizado. Ella no mentía: había estudiado a Rousseau y a todos los enciclopedistas franceses en Cambridge. Desde entonces, no se habían separado. Ella dormía en casa de él, él dormía en la de ella, ella llevaba la batuta en cuanto a la educación del hombre de mundo, y no tardaría en hacer del niño, un esbozo todavía, un ser exquisito. Le llevaba al teatro, a conciertos, a las salas de jazz que apestaban a humo, a las encorsetadas veladas de caridad. Le había regalado una chaqueta, dos chaquetas, una corbata, dos corbatas, un jersey, una bufanda, un esmoquin. Había dejado de ser el grandullón que estudiaba música encerrado en su casa, o que observaba a las ardillas en el parque. «¿Sabías que las ardillas mueren de la enfermedad de Alzheimer?», había murmurado un día Gary al oído de Charlotte, abordando con ganas uno de sus temas predilectos. «Se vuelven gagás y olvidan dónde han enterrado su provisión de avellanas para el invierno. Se dejan morir de hambre, tiritando al pie mismo del árbol donde está escondido su botín». «Ah…», había soltado Charlotte levantando sus gafas negras y dejando aparecer dos enormes ojos, desprovistos de la menor compasión por las ardillas seniles. Gary se había sentido atrozmente ingenuo y solo.
– ¿Y Hortense? ¿Qué dice? -preguntó Shirley.
– ¿De qué?
– De… Sabes muy bien de lo que hablo… O más bien de quién hablo…
Él había vuelto a picar minuciosamente el perejil y el jamón, añadiendo pimienta y sal gorda. Probó el relleno con el dedo y añadió un diente de ajo y pan rallado.
– Está cabreada. Espera que yo la llame. Y yo no la llamo. ¿Para decirle qué?
Repartió el relleno sobre los tomates, abrió el horno que había precalentado, y frunció el ceño mientras regulaba el tiempo de cocción.
– ¿Que estoy maravillado por una mujer que me trata como un hombre y no como un amigo? Eso la pondría triste…
– Y, sin embargo, es la verdad…
– No tengo ganas de contar esa verdad. Se la contaría mal, y después…
– ¡Ah!-sonrió Shirley-, el hombre que huye ante la explicación: ¡un gran clásico!
– Escucha, si se lo cuento a Hortense, voy a sentirme culpable… Peor aún, voy a sentirme obligado a denigrar a Charlotte, o a minimizar el papel que ocupa en mi vida…
– ¿Culpable de qué?
– Hicimos un juramento mudo Hortense y yo: no enamorarse de nadie más… hasta que seamos lo suficientemente mayores los dos para amarnos…, quiero decir para amarnos de verdad…
– ¿No era eso un poco temerario?
– Yo no conocía a Charlotte, así que… Eso fue antes.
¡Le parecía que había ocurrido hacía un siglo! Su vida se había convertido en un remolino. La caza de las grandes guarras había terminado. Era la hora de la encantadora de cuello largo, de hombros delgados y musculosos, de brazos más nacarados que un collar de perlas.
– Y ahora…
– Ahora estoy muy fastidiado. Hortense no me llama. Yo no la llamo. No nos llamamos. Y también puedo conjugarlo en futuro, si quieres…
Había abierto una botella de Burdeos y olisqueaba el corcho.
Shirley no se sentía a gusto cuando se trataba de la vida sentimental de su hijo. Cuando era niño, hablaban de todo. De las chicas, de los Tampax, del deseo, del amor, de la barba que crece, de los libros-obras-maestras y de los libros-garabatos, de las películas que se ven a cámara lenta y de las películas-hamburguesa, de los discos para bailar y de los discos para recogerse, de recetas de cocina, de la edad del vino, de la vida después de la muerte y del papel del padre en la vida de un chico que no ha conocido el suyo. Habían crecido juntos, mano a mano, habían compartido un pesado secreto, afrontaron peligros y amenazas sin separarse nunca. Pero ahora… Era un hombre, cubierto de vello, con los brazos grandes, los pies grandes y la voz grave. Ella se sentía casi intimidada. Ya no se atrevía a hacer preguntas. Prefería cuando él hablaba de sí mismo, sin que ella le hubiese preguntado nada.
– ¿Te sientes unido a Charlotte? -terminó diciendo, tosiendo un poco para ocultar su incomodidad.
– Me maravilla…
Shirley pensó que la palabra era amplia, muy amplia, que en ella podían caber muchas cosas, ¿podía precisar su pensamiento? Gary sonrió, reconociendo esa mímica maternal en los ojos de Shirley, que se abrían en pregunta muda, y se extendió:
– Es guapa, inteligente, curiosa, culta, divertida… Me gusta dormir con ella, me gusta su forma serpenteante de deslizarse entre mis brazos, de abandonarse, de convertirme en su amante magnífico. Es una mujer. ¡Y es una aparición! ¡No una gran guarra!
Shirley suspiró con tristeza. ¿Y si ella no hubiese sido más que una gran guarra para Jack, el hombre de negro que le había dejado marcas en el corazón y en la piel?
– Con ella aprendo… Se interesa por todo, de hecho me pregunto qué ve ella en mí.
– Ve en ti lo que no encuentra en otros hombres, demasiado ocupados corriendo detrás de su sombra y de su carrera: un amante y un cómplice. Ha tenido éxito, no necesita un mentor. Tiene dinero, relaciones, es guapa, es libre, se exhibe contigo porque encuentra placer en ello.
Gary murmuró algo referente al vino y terminó diciendo:
– De hecho, es sólo Hortense la que me preocupa.
– Pues no te preocupes, Hortense sobrevivirá. Hortense sobrevive a todo, ¡incluso podría ser su lema!
Gary había vertido el vino en dos hermosas copas de cristal Lalique, adornadas con un festón de perlas en la base, debe de ser un regalo de Charlotte, se dijo Shirley haciendo girar la copa en su mano.
– ¿Y este Burdeos viejo? ¿Ha sido Charlotte?
– No. Lo encontré hace un rato buscando el cuchillo para picar. Antes de marcharse, Hortense ha escondido un montón de regalos por todas partes para que no la olvide. Abro un armario y cae un jersey, aparto una pila de platos y aparece un paquete de mis galletas favoritas, cojo mis vitaminas del botiquín y encuentro una nota: «Ya me echas de menos, supongo…». Es divertida, ¿verdad?
Divertida o enamorada, pensó Shirley, por primera vez la diablilla encontraba un obstáculo en su camino. Un obstáculo llamado
Charlotte Bradsburry ¡y no tenía intención de rendirse!
Hortense despertó empapada en sudor. Quería gritar, pero no salía ningún sonido de su boca. ¡Otra vez había tenido esa horrible pesadilla! Estaba en una sala alicatada, húmeda, llena de vapor blanco, y ante ella un hombre alto como un tonel de cerveza tostada, cubierto de cicatrices, con un torso de vello negro, blandiendo un largo látigo con clavos en las puntas. Hacía girar el látigo riéndose, descubriendo una dentadura negra, que se cerraba sobre ella y la mordía por todo el cuerpo. Ella se acurrucaba en una esquina, gritaba, luchaba, el hombre lanzaba el látigo, ella se levantaba, huía hacia una puerta que atravesaba no sabía cómo, y se encontraba corriendo en una calle estrecha, sucia. Tenía frío, estallaba en sollozos, pero seguía corriendo, destrozándose los pies sobre la calzada. Ya no tenía a nadie que le ofreciera refugio, nadie que la protegiese, oía los insultos de los hombres persiguiéndola, ella caía al suelo, una enorme mano la cogía por el cuello… Y entonces se despertaba, empapada, en su cama.
¡Las tres de la mañana!
Permaneció inmóvil un buen rato, tiritando de miedo. ¿Y si no estaban muertos con los pies lastrados en el fondo del Támesis? ¿Y si sabían dónde vivía? Estaba sola. Li May se había ido dos semanas a Hong Kong, a cuidar de su madre enferma.
Nunca podría volver a dormirse. Y ya no podía ir a llamar a la puerta de Gary. O llamarle en plena noche para decir «tengo miedo». Gary dormía con Charlotte Bradsburry. Gary ya no llamaba, ya no le hablaba de libros ni de música, ya no tenía noticias de las ardillas de Hyde Park, y no había tenido tiempo para aprenderse el nombre de las estrellas en el cielo.
Cogió una almohada, la estrechó contra sí, para ahogar los sollozos que anudaban su garganta. Quería los largos brazos de Gary. No había nada como los largos brazos de Gary para borrar sus terrores.
¡Y era imposible!
Por culpa de una mujer.
Es terrible tener miedo por la noche. Por la noche todo se vuelve amenazador. Por la noche todo se vuelve definitivo. Por la noche, ellos la atrapaban y moría.
Se levantó, fue a la cocina, cogió un vaso de agua, un trozo de queso del frigorífico, dos rebanadas de pan de molde, un poco de mostaza, mayonesa y se hizo un sándwich que mordisqueó recorriendo la cocina inmaculada. ¡Podría comer en el suelo! He pasado de una puerca caótica a una puntillosa de la limpieza y el orden. En todo caso, ¡no seré yo quien le llame! Aunque me tenga que morir de pie, paralizada por terrores nocturnos. Afortunadamente para mí, ¡todavía tengo principios! Una chica sin principios está perdida. Es en estos casos cuando hay que reafirmarse en los principios de una. No llamar nunca la primera, no llamar nunca enseguida -esperar tres días-, no dar nunca lástima, no llorar nunca por un chico, no esperar nunca a un chico, no depender nunca de un chico, no perder el tiempo con un paleto que ignora a Jean-Paul Gaultier, Bill Evans o Ernst Lubitsch, tachar de la lista al que repase la cuenta o deje el precio en un regalo, lleve calcetines blancos, envíe rosas rojas o claveles rosa, al que llame a su madre el domingo por la mañana o hable de la fortuna de su papá, no acostarse nunca la primera noche, ¡nunca besarse siquiera la primera noche! No comer nunca coles de Bruselas, no llevar nunca ropa naranja, o podría creerse que una trabaja en la autopista… Enumeraba sus diez mandamientos y mordisqueaba el pan de molde. Suspiró, tengo un montón de principios, pero ninguna gana de aplicarlos. Yo quiero tener a Gary. Es mío. Tengo una opción sobre él. Él estaba de acuerdo. Hasta que llegó esa chica. Pero ¿quién se cree que es?
Fue a la página de Google, tecleó Charlotte Bradsburry y palideció leyendo el número de resultados: ¡132.457! Ocupaba todas las rúbricas: la familia Bradsburry, las propiedades Bradsburry, los Bradsburry en la Cámara de los Lores, los Bradsburry y la familia real, la revista de Charlotte Bradsburry, sus parties, sus dictados sobre moda, sus réplicas. ¡Incluso seguían citándola cuando no decía nada!
En esa chica todo parecía palpitante. Cómo se viste Charlotte Bradsburry, cómo vive Charlotte Bradsburry, se levanta todas las mañanas a las seis, va a correr al parque, se ducha con agua helada, come tres avellanas y un plátano con una taza de té, y se va a trabajar andando. Lee los periódicos del mundo entero, recibe a diseñadores, a autores, a creadores, decide el sumario, escribe su editorial, se come una manzana y un anacardo a mediodía y, por la noche, cuando sale, no se queda más de media hora en una fiesta y vuelve a acostarse a las diez de la noche. Porque a Charlotte Bradsburry le gusta leer, escuchar música y soñar en la cama. Es muy importante soñar en la cama, aseguraba Charlotte Bradsburry, así es como me vienen las ideas. Bullshit!, fulminó Hortense Cortès royendo la corteza del sándwich. Tú no tienes ideas, Charlotte Bradsburry, ¡tú te cebas con las de los demás!
América estaba a los pies de Charlotte Bradsburry, Vanity Fair, el New Yorker, Harper's Bazaar la reclamaban, pero Charlotte Bradsburry permanecía deliciosamente inglesa. «¿Dónde iba a vivir si no?, ¡ los demás países eran salvajes!». Había un vídeo que la mostraba de frente, de perfil, en tres cuartos, vestida de largo, vestida de cóctel, en vaqueros, corriendo en pantalón corto… Hortense estuvo a punto de atragantarse al descubrir una rúbrica: la última conquista de Charlotte Bradsburry. Una fotografía mostraba a Charlotte y a Gary, en una exposición de los últimos dibujos de Francis Bacon. Él, sonriente, elegante, con chaqueta de rayas verdes y azules; ella menuda, colgada de su brazo, enarbolando una amplia sonrisa detrás de sus gafas negras. La leyenda decía: «Charlotte Bradsburry sonríe». Hubiese vendido mi alma por ir, maldijo Hortense. Estuve a punto de que me aplastaran en la entrada. ¡Imposible conseguir una tarjeta de invitación! ¡Y se quedaron diez minutos, prometiendo volver para una visita privada!
¡No había ni una sola foto en la que Charlotte Bradsburry apareciera fea! Buscó «régimen de Charlotte Bradsburry» y no encontró ninguna mención a michelines o a celulitis. Ninguna foto robada descubriendo alguna tara física. Tecleó «opiniones negativas sobre Charlotte Bradsburry» y sólo encontró tres pobres notas de ineptas celosas, que afirmaban que Charlotte Bradsburry se había operado la nariz, o se había hecho una liposucción en las mejillas. Triste botín, suspiró Hortense, no voy a llegar muy lejos con esos argumentos ridículos.
Tecleó «Hortense Cortès». Cero resultados.
La vida era demasiado dura para las debutantes. Gary había puesto el listón muy alto, Charlotte Bradsburry se revelaba tenaz.
Recuperó un último trocito de queso del plato y lo masticó un buen rato. Después se dio cuenta y se insultó: pero ¿qué idea es esta de devorar un sándwich en plena noche? ¡Cientos de calorías que se amalgamarían en tejidos adiposos sobre su trasero y sus caderas durante el sueño! Charlotte Bradsburry iba a transformarla en un cardo.
Corrió al baño, puso dos dedos en la garganta y vomitó su sándwich. Odiaba hacer eso, no lo hacía nunca, pero era un caso de extrema urgencia. Si quería enfrentarse a su rival Googeleada hasta la saciedad, debería eliminar el menor gramo de grasa. Tiró de la cadena y vio girar en la superficie los filamentos de queso. Tendría que frotar la taza si no quería que Li May la echara del apartamento, señalando con el dedo una mancha amarillenta sobre el esmalte blanco.
Vivo con una chinita maniática en un pequeño apartamento sin ascensor, rodeada de muebles de plástico mientras que…
Se prohibió ir más allá. Pensamientos negativos. Muy malos para la mente. Pensar en positivo: Charlotte Bradsburry es vieja, se marchitará. Charlotte Bradsburry es un icono, no se acuesta uno con un póster. Charlotte Bradsburry tiene sangre vieja y azul en las venas, desarrollará una enfermedad hereditaria. Charlotte Bradsburry tiene un apellido estúpido que suena a marca de chocolate malo. A Gary sólo le gusta el chocolate negro, con un 71% de cacao mínimo. Charlotte Bradsburry es vulgar: tiene 132.457 entradas en la red. Pronto surgirá una nueva estrella, y Charlotte Bradsburry caerá en el olvido.
Y además ¿quién era esa Charlotte Bradsburry?
Se tumbó en el suelo e hizo una serie de abdominales. Contó hasta cien. Se levantó y se secó la frente. ¿Cómo ha podido enamorarse de una Google Girl, él, tan independiente, tan solitario, tan desdeñoso ante la pompa y el alboroto de la moda? ¿Qué le está pasando? Está cambiando. Está buscándose. Todavía es joven, suspiró mientras se lavaba los dientes, olvidando que tenía un año más que ella.
Volvió a acostarse, furiosa y triste.
¡Es tan extraño estar triste! ¿He estado triste alguna vez? Por mucho que busque, no recuerdo haber experimentado ese sentimiento, esa mezcla tibia, ligeramente empalagosa, de abandono, de impotencia, de melancolía. Ni furor ni tormenta. Tristeza, tristeza, ¡hasta el sonido de la palabra es feo! Un charco de agua tibia. Además, no sirve para nada. Sólo para la autocomplacencia. Como mi madre. ¡No quiero parecerme a mi madre!
Apagó la lamparita de noche con pantalla rosa barata, que había cubierto con un fular rojo tulipán para iluminar su habitación, y se obligó a pensar en la buena marcha de su desfile. Tenía que ser un éxito: eligen a 70 entre 1000. Tengo que formar parte del lote. No perder de vista la meta. I'm the best, I'm the best, I'm a fashion queen. <strong><sup><strong><sup>[19]</sup></strong></sup></strong> En quince días estaré, yo, Hortense Cortès, sobre el podio con mis «creaciones», porque esa chica, Charlotte Bradsburry, no crea, se alimenta de la nada. Volvió a abrir los ojos, encantada. ¡Pero si es verdad! Un día ya no se hablará de ella, ¡y ese día seré yo la que tenga 132.457 entradas en Google, y más aún!
Se estremeció de alegría, subió la sábana hasta el mentón, saboreando su revancha. Después lanzó un pequeño grito: ¡Charlotte Bradsburry! ¡Estará allí, el día del desfile! En primera fila, con su ropa perfecta, sus piernas perfectas, su expresión perfecta, su mueca de desengaño, sus grandes gafas negras. El desfile de Saint Martins era el acontecimiento del año.
Y él la acompañará. Estará sentado a su lado en primera fila.
La pesadilla volvía a empezar.
Otra pesadilla…
Joséphine meditaba en el Eurostar que la llevaba a Londres. Se había fugado, había dejado en París a su hermana y a su madre. Zoé se había ido a estudiar para los exámenes a casa de una amiga, «quiero sacar una matrícula; con Emma trabajo». La idea de quedarse con Iris en la gran casa la había empujado hasta una agencia del ferrocarril para comprar un billete hasta Londres. Había dejado a Du Guesclin con Iphigénie y se había hecho la bolsa, pretextando un coloquio en Lyon sobre el hábitat señorial en las campiñas medievales, presidido por una especialista del siglo XII, Elisabeth Sirot.
– Acaba de publicar un libro formidable, Casas nobles y fortificadas, en Picard. Una auténtica obra de referencia.
– ¡Ah! -había murmurado Iris.
– ¿Quieres saber de qué trata?
Iris había sofocado un pequeño bostezo.
– Es realmente original, ¿sabes?, porque antes sólo interesaban los castillos, y ella ha descrito la vida cotidiana partiendo de las casas ordinarias. Durante mucho tiempo no se les ha dado importancia, y ahora nos damos cuenta de su potencial arqueológico. Han conservado estructuras de época, sistemas de acometida de agua, letrinas, chimeneas. Resulta sorprendente porque, en una casa aparentemente vulgar, cuando levantan los falsos techos o tantean las paredes, encuentran todos los elementos medievales, la decoración, las molduras y la pintura de los techos, todo lo que formaba parte de la vida en la Edad Media. La casa se convierte en una especie de muñeca rusa que encierra las diferentes épocas y, en el centro, aparece el núcleo medieval, ¡es genial!
Estaba dispuesta a resumirle el libro para que su mentira fuera creíble.
Iris no había hecho más preguntas.
Igual que no había dicho nada cuando le entregó el correo. Había una carta de Antoine. Enviada desde Lyon. Zoé había enseñado la carta a su madre. Siempre el mismo discurso, estoy bien, me estoy recuperando, pienso en mis hijitas que amo y que pronto voy a volver a ver, trabajo duro para ellas. «Se acerca, mamá, está en Lyon», «Sí, pero ni siquiera habla de ello en su carta…», «Debe de querer darnos una sorpresa…». Así que ha dejado París. ¿Cuándo? ¿Por qué? Debería vigilar mis puntos del Intermarché, e investigar la próxima vez que los utilicen para comprar.
¡Cuatro días sola! De incógnito. Dentro de tres horas posaría el pie sobre el andén de Saint Paneras. ¡Tres horas! En el siglo XII eran necesarios tres días para atravesar La Mancha en barco. Tres días para viajar desde París hasta Aviñón, a galope tendido, sin parar, salvo para cambiar de montura. Si no, había que calcular diez días. Todo va tan deprisa hoy en día…, me da vueltas la cabeza. A veces sentía ganas de detener el tiempo, de gritar renuncio, de refugiarse bajo su caparazón. No había avisado a nadie de su llegada. Ni a Hortense, ni a Shirley, ni a Philippe. Siguiendo los consejos de su editor inglés, había reservado una habitación en un hotel encantador cerca de Holland Park, en el barrio de Kensington. Partía a la aventura.
Sola, sola, sola, cantaban las sacudidas del tren. En paz, en paz, en paz, entonaba ella a modo de respuesta. Inglés, inglés, inglés, seguían las ruedas del tren. Francés, francés, francés, martilleaba Joséphine viendo desfilar los campos y los bosques, que tan a menudo habían atravesado los ejércitos ingleses durante la guerra de los Cien Años. Los ingleses no dudaban en hacer el viaje entre los dos países. En Francia estaban en su casa. Eduardo III sólo hablaba francés. Las patentes reales, la correspondencia de las reinas, de las casas religiosas, de la aristocracia, las actas jurídicas y los testamentos estaban redactados en francés o en latín. Henry Grosmont, duque de Lancaster e interlocutor inglés de Du Guesclin, ¡había escrito un libro religioso en francés! Cuando trataba con él, Du Guesclin no necesitaba intérprete. La noción de patria no existía. Se pertenecía a un señor, a un dominio. Se luchaba para hacer respetar los derechos del señor, pero a nadie le importaba llevar los colores del rey de Francia o del de Inglaterra, y algunos guerreros pasaban de un lado a otro en función de la soldada. En cuanto a Du Guesclin, permaneció fiel toda su vida al rey de Francia, y ningún tonel repleto de escudos le hizo cambiar de opinión.
– ¿Por qué me odias, Joséphine? -había preguntado su madre aquella tarde, al llegar a su casa.
Henriette se había quitado su gran sombrero, y era como si se hubiese quitado la peluca. A Joséphine le costaba mirarla a la cara: parecía una pera pasada. Iris no había vuelto todavía de la compra.
– ¡Pero si no te odio!
– Sí. Me odias…
– Que no… -había balbuceado Joséphine.
– Hace casi tres años que no me ves. ¿Te parece normal por parte de una hija?
– Nosotras nunca hemos tenido relaciones normales…
– ¿Y de quién es la culpa? -había espetado Henriette, convirtiendo sus labios en unas líneas resecas y amargas.
Joséphine había sacudido la cabeza tristemente.
– ¿Se sobreentiende que es culpa mía? ¿Es eso?
– Me he sacrificado por Iris y por ti ¡y ésta es mi recompensa!
– Eso es lo que he oído toda mi vida…
– ¡Porque es la verdad!
– Existe otra verdad de la que nunca hemos hablado…
Ignorar es lo peor de todo, se había dicho Joséphine esa tarde, frente al rostro acusador de su madre. No se puede ignorar toda la vida, siempre hay un momento en el que la verdad nos atrapa y nos obliga a mirarla de frente. Siempre he eludido esta conversación con mi madre. La vida me ordena hablar, imponiéndome esta charla a solas con ella.
– Hay un acontecimiento del que nunca hemos hablado… Un recuerdo terrible que me ha vuelto a la memoria no hace mucho, y que aclara muchas cosas.
Henriette se había erguido de pronto con un pequeño movimiento del torso.
– ¿Un arreglo de cuentas?
– No te estoy hablando de una discusión, sino de algo más grave.
– No entiendo de qué puedes estar hablando…
– Puedo refrescarte la memoria, si quieres…
Henriette había adoptado un aire de desdén y había dicho:
– Adelante, si te sientes más a gusto haciéndome reproches…
– No te reprocho nada. Te cuento un hecho, un simple hecho, pero que explica perfectamente esa… -buscaba la palabra justa-. Esa reticencia por mi parte… Esa necesidad de mantenerme al margen. ¿No adivinas de qué te hablo?
Henriette no lo recordaba. Lo había olvidado. Ese episodio había tenido tan poca importancia para ella, que lo había borrado de su memoria.
– No veo cómo pude haberte hecho daño yo…
– ¿No recuerdas ese día en el que nos fuimos a bañar en las Landas, Iris, tú y yo? Papá se había quedado en la orilla…
– ¡No sabía nadar, el pobre!
– Nos habíamos alejado mucho, mucho. Se había levantado viento y la corriente, de pronto, se hizo muy violenta. No podíamos volver a la orilla. Iris y yo empezábamos a tragar agua, tú, como de costumbre, desafiabas a las olas. Eras una nadadora muy buena…
– ¡Una excelente nadadora! ¡Campeona de natación sincronizada!
– En un momento dado, cuando nos dimos cuenta de que estábamos en peligro y quisimos volver, me agarré a ti, para que me llevases a tu espalda, pero me rechazaste y elegiste salvar a Iris.
– No lo recuerdo.
– Sí, haz un esfuerzo… Se había formado una rompiente que nos lanzaba lejos cada vez que intentábamos atravesarla, la corriente nos arrastraba, yo estaba agotada, gritaba socorro, tendí la mano hacia ti y me rechazaste para sujetar a Iris. Querías salvar a Iris, no a mí…
– ¡Te lo estás inventando todo, hija! ¡Siempre has estado celosa de tu hermana!
– Lo recuerdo muy bien. Papá estaba en la playa, lo había visto todo, te vio remolcar a Iris, te vio dejarme allí, te vio atravesar la rompiente con Iris, dejarla en tierra firme, secarla, secarte ¡y no volviste a buscarme! ¡Tendría que haber muerto!
– ¡Eso es falso!
– ¡Es la verdad! ¡Y cuando conseguí llegar a la orilla, cuando salí del agua, papá me cogió en sus brazos, me envolvió en una gran toalla y te trató de criminal! ¡Ya partir de ese día sé que no volvisteis a compartir la misma habitación!
– ¡Embustes! ¡Ya no sabes qué inventar para darte importancia!
– Te trató, a ti, mi madre, de criminal porque me habías abandonado. Me dejaste morir…
– ¡No os podía salvar a las dos! ¡Estaba agotada!
– ¡Ah! ¿Ves cómo lo recuerdas!
– ¡Pero conseguiste salir! Eras fuerte. Siempre fuiste más fuerte que tu hermana. Después quedó demostrado, eres independiente, te ganas la vida, tienes un hermoso piso…
– ¡Me da igual mi piso! ¡Me da igual la mujer en la que me he convertido, te hablo de la niña!
– Lo dramatizas todo, Joséphine. Siempre has arrastrado toneladas de complejos frente a los demás y sobre todo frente a tu hermana… ¡De hecho, no sé por qué!
– ¡Yo, en cambio, lo sé muy bien, mamá! -lanzó Joséphine, con la voz inundada de lágrimas.
Había llamado a Henriette «mamá». Hacía años que no había dicho «mamá» y las lágrimas brotaban como un torrente. Sollozaba como una niña apoyándose en el borde de la mesa, de pie, con los ojos muy abiertos como si viese a su madre, la atroz indiferencia de su madre, por primera vez.
– ¡Todo el mundo ha estado alguna vez a punto de ahogarse o de hacerse daño al caer!-replicó su madre encogiéndose de hombros-. ¡Siempre tienes que sacar las cosas de quicio!
– No te hablo de un rasguño, mamá, ¡te hablo del día que estuve a punto de morir por tu culpa! Y de todos estos años en que me hice a la idea de que no valía nada, porque no te habías molestado en salvarme, todos estos años me he esforzado en no amar a la gente que podía amarme, que podría encontrarme formidable, porque pensaba que yo no merecía la pena, todos estos años perdidos manteniéndome al margen de la vida ¡te los debo a ti!
– Mi pobre niña, darle vueltas todavía a recuerdos de la infancia ¡es lamentable!
– Quizás, pero es durante la infancia cuando nos construimos, cuando nos hacemos una imagen de nosotros mismos y de la vida que nos espera.
– ¡Ay, ay, ay! ¡Menudo sentido de la tragedia! Conviertes un pequeño acontecimiento en un drama. Siempre has sido así. Terca, hostil, adusta.
– ¿Adusta, yo?
– Sí. No realizada. Con un maridito, un pisito en un barrio medio, un trabajito, una vida mediocre… Tu hermana te sacó de ahí dándote la ocasión de escribir un libro, de conocer el éxito, ¡y tú ni siquiera se lo agradeces!
– ¿Acaso debería estar agradecida a Iris?
– Sí. Eso creo. Te ha cambiado la vida…
– Soy yo la que he cambiado mi vida. No Iris. Con el libro sólo me devolvió lo que ella, lo que tú, me habíais quitado ese día. No estoy muerta, en efecto, ¡he sobrevivido a vosotras! Y lo que casi me destruyó hace mucho tiempo es lo que hoy me da fuerzas. Me han hecho falta años y años para salir de las olas, años y años para recuperar el aliento, el uso de mis brazos, de mis piernas y volver a avanzar, y eso no se lo debo a nadie. ¿Me oyes? ¡A nadie más que a mí! No te debo nada, no le debo nada a Iris, y si estoy viva, si he podido comprarme este hermoso piso y la vida que llevo hoy, ha sido gracias a mí. ¡A mí sola! Y por eso nosotras ya no nos vemos. Estamos en paz. No es odio, ya ves, el odio es un sentimiento. Y yo no experimento ningún sentimiento hacia ti.
– ¡Muy bien! ¡Perfecto! Al menos, ahora las cosas están claras. Has vaciado tu carga de calumnias, tu carga de horrores, has acusado de todos tus fracasos pasados a la misma que te dio la vida, que luchó para que tuvieses una buena educación, para que no te faltara de nada… ¿Estás satisfecha?
Joséphine estaba agotada. Lloraba a moco tendido. Tenía ocho años y el agua salada de su madre la devolvía al mar. Su madre la miraba llorar encogiéndose de hombros, retorciendo su larga nariz en una mueca de asco, por lo que ella llamaba seguramente una exposición vergonzosa de sentimientos nauseabundos.
Había llorado mucho tiempo, mucho tiempo sin que su madre tendiese una mano hacia ella. Iris había vuelto, había dicho: «Pero bueno…, ¡menudas caras que tenéis!». Habían cenado sobre la mesa de la cocina, hablando de la desidia general, de la criminalidad que no dejaba de aumentar, del clima que se deterioraba, de la calidad que se perdía y de los jerséis de cachemir de Bompard que ya no eran los de antes.
Por la noche, al acostarse, Joséphine seguía con una sensación de ahogo. No conseguía respirar. Estaba sentada sobre la cama. Buscaba el aire, se asfixiaba, estaba rodeada de olas de angustia. Necesito que me pase algo en la vida. No puedo continuar así. Necesito luz, necesito esperanza. Había entrado en el cuarto de baño, se había mojado los párpados hinchados con agua fría, y había mirado su rostro abotargado en el espejo. En el fondo de su mirada había un brillo de vida. No era la mirada de una víctima. Ni de una muerta. Durante mucho tiempo había creído que estaba muerta. No estaba muerta. Los hombres siempre creen que lo que les sucede es mortal. Olvidan simplemente que eso forma parte de la vida.
Se había fugado como quien salva la piel. Había llamado a su editor inglés y se había marchado a Londres.
Oyó el anuncio de que el tren iba a entrar en el túnel. Veinticinco minutos de travesía bajo La Mancha. Veinticinco minutos en la oscuridad. Algunos pasajeros se estremecieron e hicieron comentarios. Sonrió pensando que ella estaba empezando a salir del túnel.
El hotel se llamaba Julie's y se encontraba en el 135 de Portland Road. Un hotelito «nice and cosy», <strong><strong>[20]</strong></strong> había subrayado Edward Thundleford, su editor. «No será muy caro, espero», había murmurado Joséphine, un poco incómoda de plantear esa pregunta. «Pero señora Cortès, es usted mi invitada, me siento muy feliz de conocerla, me ha gustado mucho su novela y estoy orgulloso de publicarla».
Tenía razón. El Julie's se parecía a una caja de caramelos ingleses. En la planta baja había un restaurante acidulado, y en el piso de arriba una decena de habitaciones beige y rosa, con una gruesa moqueta de flores, y cortinas mullidas como edredones. El libro de huéspedes señalaba el paso de Gwyneth Paltrow, Robbie Williams, Naomi Campbell, U2, Colin Firth, Kate Moss, Val Kilmer, Sheryl Crow, Kylie Minogue y otros que Joséphine no conocía. Se tumbó sobre la colcha roja de la cama y se dijo que la vida era bella. Que iba a quedarse en esa lujosa habitación y no saldría nunca más. Pedir té, tostadas, mermelada, meterse en la bañera antigua de pies esculpidos en forma de delfín, y relajarse. Aprovechar. Contarse los dedos de los pies, meterse debajo de la colcha, inventar historias a partir de los ruidos que se filtran de las otras habitaciones, construir parejas, discusiones, abrazos.
¿Vivirá Philippe lejos de aquí? Qué idiotez: tengo su teléfono, pero no su dirección. Londres le había parecido siempre una ciudad tan extensa que se sentía perdida. Nunca había hecho el esfuerzo de aprender su geografía. Podría preguntarle a Shirley dónde vive e ir a rondar por su barrio. Ahogó una risa. Menuda pinta tendría. Iré primero a ver a Hortense. El señor Thundleford había precisado que había un autobús, el 94, que la llevaría directa a Piccadilly.
– ¡Pero si es donde está la escuela de mi hija!
– Pues bien, no estará lejos y el trayecto es muy agradable, bordea el parque durante un buen rato…
La primera noche permaneció en su habitación, cenó frente a un jardín exuberante, lleno de voluminosas rosas que se inclinaban sobre el marco de las ventanas, caminó descalza sobre el parqué oscuro del cuarto de baño antes de hundirse en un agua perfumada. Probó todos los jabones, todos los champús, acondicionadores, cremas para el cuerpo, peelings y bálsamos nutritivos y, con la piel suave y rosada, abrió la gran cama, se metió bajo las sábanas, y permaneció un largo instante contemplando el techo de madera tallada. He hecho bien viniendo aquí, me siento como nueva, reconstruida. He dejado a la vieja Jo en París. Mañana iré a darle una sorpresa a Hortense y la esperaré a la salida de clase. Me plantaré en el hall y buscaré su esbelta silueta. Mi corazón dará un salto al ver una cabellera cobriza y la dejaré pasar ante mí sin abordarla si está acompañada, para no incomodarla. Las clases son por la mañana, estaré allí a mediodía.
El encuentro no ocurrió exactamente así. Joséphine llegó en efecto puntual: a las doce y tres estaba en el enorme vestíbulo de Saint Martin's. Salían grupos de alumnos, cargados con pesadas carpetas, intercambiando frases a medias, dándose golpes con el hombro para despedirse. Ni rastro de Hortense. Sobre la una, al no ver a su hija, Joséphine se acercó al mostrador de recepción, y preguntó a una gruesa mujer negra si conocía a Hortense Cortès y si sabía, por casualidad, a qué hora terminaba sus clases.
– ¿Es usted de la familia? -preguntó la mujer lanzando una mirada de sospecha.
– Soy su madre -respondió Joséphine orgullosa.
– Ah… -dijo la mujer, sorprendida.
Y en su mirada, Joséphine reconoció la misma extrañeza que leía antaño, cuando paseaba a Hortense por la plaza, en los ojos de otras madres que la tomaban por la niñera. Como si no pudiese existir un vínculo de parentesco entre ella y su hija.
Se echó hacia atrás, incómoda, y repitió:
– Soy su madre, vengo de París para verla y me gustaría darle una sorpresa.
– No debería tardar, su clase termina a la una y cuarto… -respondió la mujer consultando un registro.
– Entonces voy a esperarla…
Fue a sentarse sobre una silla de plástico beige y se sintió beige. Tenía miedo. Quizás no había sido buena idea querer sorprender a Hortense. La mirada de la mujer le había traído antiguos recuerdos, miradas desaprobadoras de Hortense sobre su vestimenta cuando iba a buscarla al colegio, la ligera distancia que mantenía entre ella y su madre cuando iban por la calle, los suspiros exasperados de su hija si Joséphine se entretenía con un comerciante: «¿Cuándo dejarás de ser amable con TODO el mundo? ¡Es desesperante esa forma de ser! ¡Se diría que esa gente son amigos nuestros!».
Estaba a punto de marcharse cuando Hortense apareció en el hall. Sola. El pelo liso, peinado hacia atrás sujeto con una cinta negra. Pálida. El ceño fruncido. Buscando manifiestamente respuesta a un problema que se planteaba. Ignorando a un chico que corría detrás de ella, tendiéndole una hoja que había dejado caer.
– Querida… -susurró Joséphine interponiéndose en el camino de su hija.
– ¡Mamá! ¡Qué contenta estoy de verte!
Parecía contenta, en efecto, y Joséphine se sintió llena de alegría. Se ofreció a llevar la pila de libros que Hortense rodeaba con sus brazos.
– ¡No! ¡Deja! ¡Ya no soy un bebé!
– ¡Se te ha caído esto! -gritó el chico tendiéndole una fotocopia.
– Gracias, Geoffrey.
Esperaba que Hortense le presentara. Ésta dejó pasar unos segundos y después se resignó:
– Mamá, te presento a Geoffrey Está en mi clase…
– Encantada, Geoffrey…
– Encantado, señora… Hortense y yo somos…
– Otro día, Geoffrey, otro día. No podemos quedarnos toda la vida, ¡las clases empiezan dentro de una hora!
Le dio la espalda y se llevó a su madre.
– Parece encantador -dijo Joséphine, girando completamente la cabeza para decir adiós al chico.
– ¡Un auténtico plasta! ¡Sin ninguna creatividad! Lo soporto porque tiene un piso grande y me gustaría que me alquilase una habitación no muy cara, el año próximo, pero primero tengo que domarle, no quiero que se haga falsas ilusiones…
Fueron hasta un coffee-shop cercano a la escuela, y Joséphine se acodó sobre la mesa para observar mejor a su hija. Tenía ojeras y el rostro cansado y marchito, pero su pelo seguía teniendo su hermoso color de anuncio de champú.
– ¿Va todo bien, querida?
– ¡Mejor sería insoportable! ¿Y tú? ¿Qué haces en Londres?
– He venido a ver a mi editor inglés… Y a darte una sorpresa. ¿No estás un poco cansada?
– ¡No paro! El desfile tendrá lugar este fin de semana, y me falta mucho para estar lista. Trabajo día y noche.
– ¿Quieres que me quede y que asista al desfile?
– Preferiría que no. Me pondría demasiado nerviosa.
Joséphine sintió una punzada en el corazón. Y un pensamiento negativo. Soy su madre, le pago los estudios y no tengo derecho a estar allí ¡Menuda cara! Le asustó la violencia de su reacción, e hizo una pregunta cualquiera para disimular su turbación.
– ¿Y para qué sirve ese desfile?
– ¡Sirve para ganar el derecho a pertenecer, por fin, a esta prestigiosa escuela! Acuérdate, el primer año es eliminatorio. Escogen a muy poca gente, ¿sabes?, y quiero formar parte de los pocos elegidos…
Se le había endurecido la mirada que penetraba el aire como si quisiera disolverlo. Había escondido los pulgares en la palma de las manos y apretaba los puños. Joséphine la contempló con estupor: ¡tanta determinación, tanta energía! ¡Y sólo tenía dieciocho años! La fuerza irresistible del apego por su hija, de su amor por ella, borró su resentimiento.
– Lo conseguirás -dijo Joséphine, arropándola con una mirada de admiración, que apagó inmediatamente por miedo a crispar a Hortense.
– En todo caso, haré todo lo posible.
– ¿Y ves a Shirley y a Gary de vez en cuando?
– No veo a nadie. Trabajo día y noche. No tengo un minuto para mí…
– ¿Y podríamos ir a cenar una noche, a pesar de todo?
– Si quieres… pero no demasiado tarde. Tengo que dormir, estoy agotada. No has elegido el mejor momento para venir.
Hortense parecía distraída. Joséphine intentó captar su atención contándole noticias de Zoé, relatando la muerte de la señorita de Bassonnière, la llegada de Du Guesclin a casa. Hortense la escuchaba, pero su mirada traicionaba una ausencia educada, que indicaba claramente que estaba pensando en otra cosa.
– Estoy contenta de verte -suspiró Joséphine poniendo la mano sobre la de su hija.
– Yo también, mamá. De verdad. Es sólo que estoy agotada y obsesionada con ese desfile… ¡Es aterrador tener que jugarte la vida en pocos minutos! Todo Londres estará allí, ¡no quiero parecer una paleta!
Se separaron prometiendo que cenarían juntas al día siguiente. Hortense había quedado con un iluminador para su desfile, esa misma tarde, y debía hacer algunos retoques en dos modelos.
– Podríamos quedar en la Osteria Basilico, está justo detrás de tu hotel en Portobello. ¿A las siete? No quiero acostarme tarde.
Tú no vales la pena, oyó Joséphine recuperándose inmediatamente. Pero ¿qué me pasa? ¿Ahora me rebelo contra todo el mundo? ¡Ya no voy a soportar a nadie!
– Perfecto -dijo atrapando al vuelo el beso de su hija-. ¡Hasta mañana!
Volvió al hotel andando y mirando los escaparates. Pensó en un regalo para Hortense. De pequeña era tan seria que a veces teníamos la impresión, su padre y yo, de ser unos chiquillos a su lado. Dudó ante un jersey, tiene tan buen gusto que no me gustaría equivocarme, me gustaría tanto que triunfara…, su padre estaría orgulloso de ella. ¿Qué hacía en Lyon? ¿Se había ido antes o después del asesinado de la señorita de Bassonnière? No había tenido noticias de la capitán Gallois, el caso no avanzaba. Podría cenar con Shirley, sí, pero tendría que hablar, y tenía ganas de calma, de silencio, de soledad, nunca estoy sola, aprovechar, aprovechar, observar la calle, la gente, vaciar la cabeza. Vio a una chica que limpiaba los zapatos de los transeúntes, tenía las manos delicadas y perfil de una niña, una pancarta a sus pies indicaba: 3 £ 50 los zapatos, 5 £ las botas, reía frotándose la punta de la nariz con su único dedo limpio. Debe de ser una estudiante que trabaja para pagarse la habitación, es tan caro alojarse en esta ciudad…, Hortense parece arreglárselas bien, vive en un buen barrio, ¿y Philippe?
Subió por Regent Street, las aceras estaban llenas de gente, de hombres-sándwich que llevaban pancartas publicitarias, de turistas que gritaban y hacían fotos. Por encima de los edificios vio decenas de grúas. La ciudad era una auténtica obra que se preparaba para los Juegos Olímpicos. Andamios metálicos, vallas, hormigoneras y obreros con casco cubrían las calles. Giró a la izquierda por Oxford Street, mañana iré al British Museum y a la National Gallery, mañana llamaré a Shirley…
Aprovechar, aprovechar, escuchar los ruidos nuevos en mi cabeza. Ruidos de indignación, de cólera. ¿Por qué Hortense me rechaza? ¿Está nerviosa de verdad, o se avergüenza de mí? «Todo Londres estará allí…».
Sacudió la cabeza y entró en una librería.
Cenó sola, con un libro. Los Cuentos de Saki, en edición Penguin. Adoraba la escritura de Saki, su tono sarcástico y seco. «Reginald closed his eyes with the elaborate weariness of one who has rather nice eyelashes and thinks it's useless to conceal the fact». <strong><sup><strong><sup>[21]</sup></strong></sup></strong> En pocas palabras había delineado al personaje. Sin necesidad de detalles físicos o de una larga descripción. «One of these days, he said, I shall write a really great drama. No one will understand the drift of it, but everyone will go back to their homes with a vague feeling of dissatisfaction with their lives and surroundings. Then they will put new wall-papers and forget». <strong><sup><strong><sup>[22]</sup></strong></sup></strong>
Cerró los ojos y saboreó la frase y su sándwich club. Nadie se fijaba en ella. Habría podido entrar con una sopera sobre la cabeza, que nadie la habría mirado. Aquí no hubiese sentido vergüenza de enarbolar mi boina de tres pisos, la boina de la señora Berthier, ¡pobre señora Berthier! ¿Y la camarera del café? Sólo ataca a mujeres, ese cobarde. ¿Existía un vínculo entre las dos víctimas? Un secreto… Estaba contenta de saber que Zoé estaba en casa de su amiga, Emma. ¿Cuántas muertes necesitará la policía para tener pistas suficientes? Saki hubiese escrito un relato alegre sobre la muerte de la malvada Bassonnière, habría condecorado al asesino por servicios prestados al orden público.
Leyó varios cuentos con verdadero placer, cerró el libro, pidió la cuenta y volvió al hotel. Había llovido y el aire arrastraba un vapor húmedo a modo de bufanda. Contuvo un bostezo de cansancio, pidió su llave y subió a acostarse.
Era viernes, tenía permiso para vivir sola y libre hasta el martes. ¡La vida es bella! ¡Qué bella es la vida! ¿Qué hará Philippe a estas horas? ¿Cenará con Dottie Doolittle, la acompañará a su casa, subirá la escalera? Mañana o pasado mañana iré a sentarme frente a él, leeré en el fondo de sus ojos y sabré si es auténtica o falsa esa historia de Dottie Doolittle. Mañana me cepillaré el pelo hasta que crepite, me pintaré las pestañas de negro y las desplegaré ante él para que las admire… Ni siquiera necesitaré hablarle. Sólo con mirarle lo sabré, lo sabré, tuvo tiempo todavía de pensar, antes de sumirse en un sueño tranquilo, en el que imaginó que cabalgaba sobre las nubes y volaba a encontrarse con Philippe.
– ¿Tú crees en los fantasmas? -preguntó Marcel a René, refugiado en su pequeño despacho en la entrada del almacén.
– No puedo decir que no crea -respondió René, ocupado en ordenar facturas en un archivo-, pero no son santo de mi devoción.
– ¿Crees que se puede hechizar a alguien y hacerle perder la razón?
René levantó la mirada hacia su amigo y lo observó, perplejo.
– Si puedo creer en los fantasmas, puedo creer también en las fuerzas oscuras -replicó René mordisqueando su palillo de dientes.
Marcel soltó una risita incómoda y, apoyándose contra el quicio de la puerta, anunció claramente:
– Creo que han embrujado a Josiane…
– ¿De eso era de lo que hablabas con Ginette el otro día?
– No me atreví a decírtelo por miedo a que pensaras que estaba majareta, pero como Ginette no me ayuda a avanzar, te lo cuento a ti.
– ¡Segunda elección! ¡Mercancía de peor calidad! ¡Muchas gracias!
– Pensé que, quizás, habías conocido cosas parecidas o habrías oído hablar de ello.
– Aprecio que confíes en mí, después de haber elegido a mi mujer como confesor… ¿Hace cuánto tiempo que somos amigos, Marcel?
Marcel extendió los brazos como si no pudiese abarcar todos esos años.
– Eso es, tú lo has dicho: ¡una eternidad! ¡Y me tomas por burro!
– ¡Que no! Sólo tenía miedo de parecer un idiota. Es un tema especial, reconócelo… ¡No es cualquier tontería! Las mujeres son más intuitivas, más tolerantes, tú no eres de esos a quienes se le pueden contar ocurrencias extravagantes.
– ¡Lo que te decía, soy un burro! ¡Un asno gilipollas que va dando vueltas y no se entera de nada!
– Escucha, René, tienes que ayudarme. No paran de pasarme desgracias… El otro día, salí a comprar cruasanes y cuando volví, ¡se había caído del taburete que había puesto junto a la ventana, porque quería saltar!
– ¿Hacia dónde? ¿Hacia dentro o hacia fuera? -preguntó René, guasón, quitándose el palillo masticado para coger otro nuevo.
– ¿Te crees gracioso? ¡Estoy al borde del abismo y tú te cachondeas!
– No me cachondeo, subrayo la afrenta. Me ha sentado mal, Marcel. ¡Se me ha clavado aquí!
Hundía el dedo en su estómago y hacía una mueca de dolor.
– ¡Te pido que me perdones! ¿Estás contento? Te tomé por un poni y me equivoqué. ¿Me absuelves ahora?
Marcel le suplicaba con la mirada angustiada y desolada. René guardó su archivo en el estante y tardó en contestar. Marcel daba patadas contra el bajo de la puerta repitiendo: «¿Y bien? ¿Y bien? ¿Tengo que tirarme al suelo, ponerme de alfombra?». Resoplaba de impaciencia para que René le absolviese y René se tomaba su tiempo. ¿Acaso no era su mejor amigo? Llevaban juntos treinta años, haciendo funcionar la empresa los dos, enfrentándose a los chinos y a los pieles rojas, y va Marcel y se va a llorar a otro sitio que no eran sus rodillas. Estaba amargado desde esa mañana. No digería ni el café. ¡Y Ginette! Ya no le hablaba, le ladraba. Estaba herido, celoso. Sombrío, como un viejo inconsolable encerrado en su torre. Se volvió y observó a su viejo camarada.
– Todo se ha torcido en mi vida, René. Era tan feliz ¡tan feliz! Estaba en la gloria, al fin tocaba la felicidad con el dedo, ¡con un dedo tan tembloroso que tenía miedo de coger el Parkinson! Y ahora, cuando salgo a comprar el cruasán del domingo, el cruasán que une a la familia, que abre el apetito, que alimenta la emoción…, se sube a un taburete para hacer el salto del ángel. ¡Ya no puedo más!
Marcel dejó caer todo su peso sobre la silla. Derrumbado como una pila de ropa sucia. Casi sin fuerzas. Respiraba con un sonido sordo que le atravesaba el pecho.
– ¡Para!-soltó René-. ¡Pareces un fuelle! Y escúchame bien porque lo que te voy a contar no se lo he dicho nunca a nadie, ¿me oyes? Ni siquiera a Ginette. A nadie, ¡y no quiero que me pongas los cuernos!
Marcel movió la cabeza y lo prometió.
– ¡No me basta! ¡Júralo por la salud del pequeño y de tu mujer, que ardan en las llamas del Infierno!
Marcel sintió un escalofrío en la espalda y se imaginó a Júnior y Josiane, empalados, girando sobre del fuego de una forja. Tendió una mano temblorosa y juró. René dejó pasar un momento, sacó un nuevo palillo y posó su trasero en el borde de la mesa.
– ¡Y no me interrumpas! ¡Ya es bastante duro ordenar todas estas imágenes! Así que bueno… Fue hace mucho tiempo, yo vivía con mi padre en el distrito veinte, era un chavalín, mi madre había muerto y estaba más triste que un piano sin teclas. Delante de mi padre no lloraba, pero me pasaba el día apretando los dientes. Apenas me quedaban encías de tanto apretármelos. Vivíamos con poca cosa, él era deshollinador, ya sé que no es un oficio muy limpio, pero así se ganaba la vida y debo decirte que no era el jefe, trabajaba a destajo. Muchas chimeneas tenía que deshollinar para conseguir un trozo de carne para el cocido de la cena. Así que las caricias no eran lo suyo, siempre tenía miedo de ensuciarme o de ensuciar a una mujer. Siempre fingió que no se había vuelto a casar por eso, pero yo sé que estaba negro de desesperación. Así que allí estábamos, los dos, como dos cachorros abandonados sollozando cada uno por su lado, cortando el pan en silencio y comiendo la sopa sin decir nada. Y es que menuda mujer era mi madre. Era como de seda, como un hada de las montañas azules y con un corazón grande como tres coliflores. Irradiaba amor a todo el mundo, la gente la veneraba en el barrio. Un día, al volver del colegio, me encontré un grajo. Allí, en el camino, parecía que me estaba esperando. Lo recogí y lo alimenté. No era muy bonito, un poco apolillado, pero tenía un largo pico muy amarillo, amarillo como si se lo hubiesen pintado. Y además, en la punta de las plumas, tenía manchas azules y verdes que parecían un abanico.
– ¿No sería un pavo real?
– Te he dicho que no me interrumpas que si no, no vuelvo a arrancar. Esto de las imágenes es doloroso. Lo recogí y le enseñé a decir «Eva». Eva era el nombre de mi madre. A mi padre le parecía tan guapa que la llamaba Eva Gardner. Eva, Eva, Eva, le repetía en cuanto estaba a solas con él. Terminó diciendo: «Eva» y me volví loco de alegría. Te lo juro, era como si mi madre hubiese vuelto. Dormía, agarrado al montante de la cama y por la noche, antes de que me durmiese, croaba: «Eva, Eva» y yo sonreía como los ángeles. Dormía como un bendito. Dejé de estar triste. Él había acabado con la pena, me había deshollinado el corazón. Mi padre no sabía nada de eso, pero él también volvió a silbar. Partía por las mañanas con su pértiga, su cubo, sus trapos y silbaba. Ya no bebía más que agua. ¿Sabes?, a los deshollinadores ¡les pierde la sed! Se pasan el día comiendo carbón, así que necesitan quitarse la sed. Y él, el páter, ¡se dedicó al agua! Limpia y clara. Yo no rechistaba, miraba al grajo que no soltaba prenda delante de él y te lo juro, me devolvía la mirada con un aire…, ¿cómo decírtelo?…, un aire de decirme estoy aquí, velo por vosotros, todo va a ir muy bien. Aquello duró bastante tiempo, silbábamos, silbábamos y entonces… Murió atropellado. Un borracho le pasó por encima. Se quedó plano como una tortilla, sólo quedó intacto el pico amarillo. Lloré, lloré, el Amazonas a mi lado era un grifo que goteaba. Mi padre y yo lo metimos en una caja y fuimos a enterrarlo, a escondidas, en la placita al lado de nuestra casa. Pasó un tiempo, y después, una noche negra, me despertó un ruido en mi ventana. Como si golpearan con una llave. Fui a ver: era mi grajo que estaba allí, con el mismo pico amarillo, las mismas plumas de puntas verdes y azules. Croaba: «Eva, Eva» y yo le miraba con los ojos abiertos como platos. «Eva, Eva», repetía golpeando el cristal. Lo vi como te estoy viendo a ti. Mi grajo. Encendí la luz para asegurarme de que no estaba soñando y lo hice entrar. Volvió todas las noches. Cuando oscurecía. Hasta que me hice mayor y conocí a una chica. Debió de pensar que ya no lo necesitaba y se fue. Te diré que me puse triste, ¡no te puedes hacer a la idea! No volví a ver a la chica, y durante mucho tiempo no toqué a otra diciéndome que iba a volver. No volvió más. Ya está, ésa es mi historia de fantasmas. Todo eso para decirte que si los grajos pueden volver y ofrecerme la ternura de una madre, puede pasar lo mismo con el diablo y la maldad del Infierno…
Marcel había escuchado con la boca abierta. El relato de René le había conmovido tanto que le costaba no echarse a llorar. Sentía ganas de coger a su viejo amigo entre sus brazos y estrecharle con fuerza. Tendió la mano y rozó el rostro de René, sintiendo la aspereza de la barba bajo sus dedos.
– ¡Oh, René! ¡Es tan bonito! -dijo con la voz entrecortada por los sollozos.
– ¡No te lo he contado para que lloriquees! Sólo para decirte que hay cosas incomprensibles en la vida, cosas que no tienen la menor base y que, sin embargo, pasan. Así que eso de que tu Josiane esté enredada en un lío invisible me lo puedo creer, pero no quiero volver a hablar de ello…
– Pero ¿por qué? ¿No quieres ayudarme?
– No es eso, mi pobre esquimal. Pero ¿cómo voy a hacer para ayudarte? No tengo la menor idea. A menos que vuelva a llamar al grajo, o invoque el espíritu de mi madre. Porque ella nunca volvió. Me envió al grajo y después me dejó perdido. ¡Y sin mapa de carreteras para encontrarla!
– No lo sé… Quizás te envió a Ginette… ¡Es mucho mejor que un viejo grajo!
– ¡No te rías de mi grajo!
– Te envió a Ginette… y a los niños. ¡Nada más que felicidad! Y también me envió a mí.
– Tienes razón. No es poca cosa… ¿Sabes qué? ¡Vamos a tener que callarnos porque si no también me voy a echar a llorar! Se me va a quedar el corazón como un trapo.
– Y pareceremos dos gilipollas lloriqueando al unísono -dijo Marcel.
Su rostro entristecido se iluminó, por primera vez desde hacía mucho tiempo, con una auténtica sonrisa.
– Pero me ayudarás a encontrar una solución ¿eh, René? No puedo quedarme así. Me va la empresa en ello, lo sabes. He perdido completamente el rumbo…
– Ya me he dado cuenta de que no estabas muy centrado, y eso me ofuscaba también.
Cogió un nuevo palillo y tiró el viejo a la papelera. Marcel se inclinó y vio la base de la cesta tapizada de pequeños bastoncitos de madera.
Levantó la mirada hacia René, que suspiró.
– Es desde que he dejado de fumar. Antes iba a paquete de cigarrillos diario, ahora consumo una caja de palillos. ¡Cada uno a lo suyo! Los hay que los palillos los usan de piercing…
En la cara alelada de Marcel no apareció ni el menor rastro de una sonrisa.
– ¡Funcionas realmente al ralentí, Esquimal! ¿Ya no pillas las bromas? ¡Oh, estamos mal, realmente mal! En piercing, como en acupuntura, las grandes agujas que te clavan en las plantas de los pies y…
– ¡La planta de los pies!-rugió Marcel golpeándose la frente-. Pero claro. ¡Qué tonto soy! ¡Pero qué tonto soy! Tendría que haberla escuchado, a madame Suzanne… ¡Ella podrá ayudarnos!
– ¿La masajista? ¿La que nos retuerce los dedos de los pies?
– En persona. Me dijo una vez que Josiane estaba «trabajada». Decía que había que identificar el origen del mal para neutralizarlo, decía muchas cosas que yo no comprendía, mi pobre René. Yo sé mucho de cifras de estudios de mercado, de impuestos, de beneficios y de fronteras, pero no de brujas…
– Entonces, escúchame bien… Esto es lo que vamos a hacer…
Y ese día, en el pequeño despacho del almacén, Marcel y René pusieron a punto un plan para librar del mal el alma de Josiane.
Joséphine daba vueltas, daba vueltas, daba vueltas. Incansablemente. Desde las ocho de la mañana. Jugaba a la turista desenvuelta que se pasea cara al viento y descubre la ciudad, recorriendo asiduamente el mismo grupo de calles: Holland Park, Portland Road, Ladbroke Road, Clarendon Road, de vuelta a Holland Park y un nuevo paseo a pie.
Había llovido durante la noche, y la luz del día temblaba en la humedad que subía desde las aceras, antes de esfumarse con los rayos del sol matinal. Vigilaba la terraza del Ladbroke Arms. Era en ese pub, según Shirley, donde Philippe desayunaba cada mañana. En fin…, la última vez que nos vimos, lo encontré ahí. Se había instalado con su café, su zumo de naranja, los periódicos. Ahora, decirte que está fielmente en su puesto cada mañana, no lo sé… Pero venga. Pasea hasta que le veas y preséntate.
Era eso lo que tenía intención de hacer. Leer en sus ojos. Cogerle por sorpresa antes de que tuviese tiempo de montar una mentira. Llevaba pensándolo varias noches y ponía a punto una estratagema. Había retenido la más simple: el encuentro por sorpresa. He venido a Londres, invitada por mi editor, mi hotel está justo al lado y, como hace buen tiempo, me he levantado pronto, he salido a pasear y… ¡qué sorpresa!, ¡qué casualidad! ¡Qué feliz coincidencia! Te encuentro a ti. ¿Cómo estás?
El asombro. Ésa era la parte más difícil de interpretar. Sobre todo cuando se ha ensayado el diálogo hasta la saciedad. Es duro ser natural. Sería una pésima actriz.
Daba vueltas y vueltas por el elegante barrio. Las casas blancas de altas ventanas, el césped delante de cada escalinata de entrada, rosales, glicinas, flores que retorcían el tallo para salir de entre los setos y dejarse admirar. A veces, las fachadas estaban pintadas de azul cielo, verde ácido, amarillo pinzón, rosa chillón como para diferenciarse de la vecina, demasiado sosa. La atmósfera era a la vez altiva y desenvuelta, a imagen de los ingleses. En la esquina de una calle había una tienda Nicolás. Más lejos, un vendedor de quesos y una panadería Chez Paul. Philippe no debía de sentir nostalgia. Tenía su botella, su baguette, su camembert, ¡sólo faltaba la boina!
Dos días antes había cenado con su editor. Habían hablado de la traducción, de la portada, del título en inglés: A Humble Queen, de la presentación a la prensa, de la tirada. «Los ingleses adoran las novelas históricas y el siglo XII no es un periodo muy conocido aquí. En la época nuestro país estaba muy poco poblado. ¿Sabía que hubiera podido alojarse a toda la población de Londres en dos rascacielos?». Edward Thundleford tenía la tez y la nariz colorada de los aficionados al buen vino, el pelo blanco pegado al cráneo y cayendo a un lado, una pajarita y uñas abombadas. Refinado, educado, atento, le había hecho muchas preguntas a propósito de su trabajo, sobre la forma en la que ella realizaba su investigación para su HDI y había elegido un excelente Burdeos que había probado como un auténtico experto. La había acompañado al hotel y le había propuesto que visitara sus oficinas en Peter Street la tarde del día siguiente. Joséphine había aceptado, aunque no tenía ninguna gana. Hubiera preferido continuar haciendo el vago.
– ¡No me atreví a declinar su invitación! -había confesado más tarde a Shirley, sentada con las piernas cruzadas sobre la alfombra frente a la inmensa chimenea de madera del salón de su amiga.
– Sabes que se puede uno fastidiar la vida siendo educado…
– Es encantador, se ha preocupado mucho por mí.
– Va a ganar un montón de pasta gracias a ti. Olvídate de él y vente a pasear conmigo. Yo te enseñaré el Londres insólito.
– No puedo, ya me he comprometido.
– ¡Joséphine! ¡Aprende a ser una bad girl! <strong><sup><strong><sup>[23]</sup></strong></sup></strong>
– No te lo vas a creer, pero estoy cambiando poco a poco… Ayer tuve malos pensamientos con mi hija.
– ¡Todavía te queda margen con Hortense!
En el gran salón, habían puesto a punto una estrategia para caer sobre Philippe «por casualidad». Todo estaba pensado, cronometrado, preparado.
– Veamos, él vive aquí… -había dicho Shirley, señalando sobre un plano una calle cercana a Notting Hill.
– ¡Es la calle de mi hotel!
– Y desayuna aquí…
Había señalado en el mapa la situación del pub en torno al cual daba vueltas Joséphine.
– Así que te levantas pronto, te pones guapa, y comienzas la rotación sobre las ocho. A veces llega antes, otras después. A partir de las ocho empiezas a dar vueltas, como si nada.
– Y cuando lo vea, ¿qué hago?
– Exclamas: «¡Philippe, pero bueno!». Te acercas, le besas ligeramente en la mejilla, sobre todo que no se crea que estás disponible, dispuesta a embarcarte, te sientas negligentemente…
– ¿Y cómo se sienta una «negligentemente»?
– Quiero decir que no te das un tortazo en la cara como acostumbras… y adoptas la expresión de la chica que pasaba por allí, que no tiene otra cosa que hacer, miras el reloj, escuchas tu móvil y…
– No lo conseguiré nunca.
– Sí. Vamos a ensayarlo.
Habían ensayado. Shirley hacía de Philippe, la nariz hundida en el periódico, sentado a la mesa. Joséphine balbuceaba. Cuanto más ensayaba, más titubeaba.
– No voy a ir. Voy a parecer estúpida.
– Vas a ir y vas a parecer inteligente.
Joséphine había suspirado y levantó la vista hacia una pared de madera adornada por un gran friso bordado de racimos de uva, de ramos de petunias, girasoles, espigas de trigo, águilas reales, ciervos en celo y ciervas enloquecidas.
– ¿No es un poco Tudor tu casa?
– Sobre todo soy yo la que está atontada. ¡Un solo tío en año y medio! ¡Voy a recuperar la virginidad!
– Te haré compañía.
– De eso nada. ¡Tú das vueltas y vueltas hasta que él te meta en su cama!
Daba vueltas, y vueltas. Las ocho y media y ni un hombre a la vista. Era una locura. No la creería nunca. Se pondría colorada, tiraría la silla, sudaría la gota gorda y se le engrasaría el pelo. Él besaba tan bien… Lenta, dulcemente, después no tan dulcemente… ¡Y el tono de su voz cuando hablaba besando! Era turbador, esas palabras mezcladas con los besos hacían que sintiese escalofríos desde la cabeza a los pies. Antoine no hablaba cuando besaba, Luca tampoco. No habían dicho nunca: «¡Joséphine! ¡Cállate!», dándole una orden que la había dejado de piedra en un territorio desconocido. Se detuvo ante un escaparate para verificar su atuendo. Tenía el cuello de la blusa blanca aplastado. Lo recompuso. Se frotó la nariz y se dio fuerzas. ¡Vamos, Jo, vamos!
Siguió dando vueltas. ¿Por qué estoy forzando al destino? Debería dejar actuar al azar. Papá, dime, ¿voy o no voy? Hazme una señal. Ahora es el mejor momento para manifestarse. Baja de tus estrellas y ven a echarme una mano.
Se detuvo delante de una perfumería. ¿Comprar un perfume? «Eau des merveilles» de Hermés. Le embriagaría. Lo vaporizaría sobre su cuello, sobre las bombillas de las lámparas, sobre sus muñecas antes de dormirse. Leyó el horario de apertura en la puerta de la tienda: no abría hasta las diez.
Volvió a su paseo forzoso.
Fue entonces cuando oyó una voz en su cabeza que decía: «Déjame hacer, hija mía, yo me ocupo de todo». Se estremeció. Se estaba volviendo loca, seguro. «Continúa avanzado ¡como si no pasara nada!». Dio un paso, dos pasos, miró a su alrededor. Nadie le hablaba. «¡Venga! ¡Venga! Continúa trotando, yo lo arreglo, confía en mí. La vida es un ballet. No hay más que tener un director de danza.
Como en El burgués gentilhombre», «¿Te gustaba esa obra, papá?», «¡Me encantaba! ¡La divertida crítica de la burguesía que se pavonea! Me recuerda a tu madre. Era mi revancha ante su espíritu tan estrecho, tan conformista». «¡Yo no lo sabía!». «No te lo contaba todo, hay cosas que no se dicen a los niños. No sé por qué me casé con tu madre. Siempre me lo he preguntado. Un momento de distracción. Ella tampoco lo entendió, creo. Como mezclar churras con merinas. Debió de pensar que me haría rico. No le interesa nada aparte de eso. ¡Avanza, te digo! Avanza…». «¿Crees que es una buena idea? Tengo miedo…».«¡Ya es hora de animarte, hija mía! Ese hombre está hecho para ti». «¿Tú crees?». «El tampoco eligió a la mujer adecuada. ¡Es contigo con quien debió casarse!». «¡Papá, no exageres!». «¡En absoluto! Compra un periódico, te dará empaque…». Se detuvo en el quiosco cerca de la estación de metro, cogió un periódico. «Mantente recta, vas encorvada». Se puso recta y cogió el periódico bajo el brazo. «Así, así, despacio. Más despacio. Prepárate, está allí». «¡Estoy muy nerviosa!». «Que no…, todo va a ir bien, pero cuando salgas, ángel mío, con el corazón lleno de alegría, cuídate en la sombra de la pérfida naranja». «¿Y eso qué es? ¿Una cita?». «No. ¡Una advertencia! Con múltiples utilidades».
Había llegado a la última esquina del cuadrilátero. Los últimos metros hasta la terraza.
Le vio. De espaldas. Sentado a una mesa. Desplegando los periódicos, colocando su teléfono, llamando al camarero, haciendo su pedido, cruzando las piernas y poniéndose a leer. Era mágico contemplarle, sin que lo supiese, leer en su espalda el final de su noche, el principio de su jornada, la pausa bajo la ducha, el beso al hijo que se va al colegio, el apetito que crece ante los huevos con beicon, el café solo y la esperanza de un nuevo día. Se libraba a ella, desarmado. Ella descifraba su espalda. Le prestaba sus sueños, le abrigaba con besos, él se ofrecía. Tendió la mano hacia él y dibujó una caricia.
Ahora sabía que no pertenecía a otra. Podía leerlo en el brazo que tendía para volver la página del periódico, en la mano que cogía la taza y la acercaba a sus labios, en la despreocupación que se adivinaba en cada uno de sus movimientos.
No eran los gestos de un hombre prendado de otra. Ni los del marido de su hermana. Eran los gestos de un hombre libre… Que la esperaba.
Era la última tarde. Mañana volvería Joséphine. Mañana sería demasiado tarde.
Fue derecha al armario donde se encontraba el cuadro eléctrico, bajó el disyuntor y las luces se apagaron. El frigorífico se detuvo en seco, la cadena hifi del salón se cayó. Silencio. Penumbra. Ya no había más que actuar.
Bajó a llamar a la puerta de los Lefloc-Pignel. Las nueve y cuarto. Los niños habían cenado. La señora quitaba la mesa. El señor estaba libre.
Fue él quien abrió. Apareció firme, macizo, en el umbral, con aspecto severo. Iris bajó la mirada y adoptó un aire de arrepentimiento.
– Siento molestarle, pero no entiendo lo que ha pasado; de golpe, ya no hay luz… y no sé cómo hacer…
Él dudó, después declaró que subiría, el tiempo de terminar una tarea.
– ¿Tiene un cuadro eléctrico viejo o nuevo? -añadió.
– No lo sé. No estoy en mi casa, ¿sabe? -respondió esbozando una sonrisa deslumbrante.
– Subiré dentro de diez minutos…
Cerró la puerta. No había tenido tiempo de echar un vistazo al piso, pero le había parecido extrañamente silencioso para acoger una familia con tres hijos.
– ¿Sus hijos están acostados ya? -le preguntó más tarde.
– Los tres, a las nueve. Son las reglas.
– ¿ Y obedecen?
– Por supuesto. Han sido educados así. No se discute nunca.
– Ah…
– ¿Sabe usted dónde está el cuadro eléctrico?
– Sígame. Está en la cocina…
Abrió el armario donde se encontraba el contador y sonrió con indulgencia divertida.
– No es nada. Sólo el disyuntor que ha saltado.
Lo puso en su lugar y volvió la luz, el frigorífico se puso en marcha y una música lejana empezó a escucharse en el salón. Iris aplaudió.
– Es usted formidable.
– No era tan difícil…
– Sin usted, estaba perdida… Las mujeres no estamos hechas para vivir solas. Yo, en todo caso, me siento desarmada ante los pequeños imprevistos de la vida. ¡Y ante los grandes también, debo confesar!
– Tiene usted razón. Hemos olvidado el reparto de papeles, hoy en día. Las mujeres se comportan como hombres y los hombres se vuelven irresponsables. Yo estoy a favor del pater familias que se encarga de todo.
– Estoy completamente de acuerdo con usted. ¿Puedo invitarle a algo? ¿Un whisky o una infusión de hierbas frescas? He comprado menta en el mercado esta mañana.
Sacó un ramillete de menta de un papel de aluminio y se lo dio a oler. La infusión estaría bien. El tiempo de prepararla podríamos conversar, él se relajaría, yo encontraría la forma de acercarme a él, de encontrarle el punto débil.
– No me importaría una infusión de menta…
Iris puso el agua a calentar. Sentía su mirada clavada en ella, seguir todos sus gestos, y se preguntaba cómo aligerar la atmósfera cuando él tomó la iniciativa:
– ¿Tiene usted hijos?
– Un hijo. No vive conmigo. Vive con su padre, en Londres. Estamos divorciándonos, por eso he venido a vivir a casa de Joséphine.
– Le pido perdón, no quería entrar en temas tan personales…
– Al contrario, me viene bien hablar. Me siento muy sola.
Preparó una bandeja con una tetera y dos tazas. Sacó dos pequeñas servilletas blancas. Él sería sensible a ese detalle. Las dobló con cuidado como si hubiese asistido a clases de perfecta ama de casa. Sentía, a su espalda, que él espiaba todos sus gestos y su mirada la atravesaba como un destornillador afilado. Sintió un escalofrío.
– Su padre ha pedido la custodia y…
– ¿No irá usted a abandonarle? -preguntó él bruscamente.
– ¡Oh, no! Voy a hacer todo para recuperarle. He prevenido a su padre, lucharé…
– La ayudaré, si quiere. Le encontraré un buen abogado…
– Es usted muy amable…
– Es normal. No debe separarse a un hijo de su madre. ¡Nunca!
– No es así como piensa mi marido…
Vertió el agua sobre las hojas y llevó la bandeja al salón. Sirvió y le tendió una taza. El levantó la cabeza hacia ella:
– Tiene usted los ojos muy azules, muy grandes y separados…
– Cuando era pequeña, detestaba tener los ojos tan separados.
– Me imagino una niñita muy bonita…
– ¡Tan poco segura de sí misma!
– Debió de ganar seguridad muy pronto…
– Una mujer sólo se siente segura cuando es amada. Yo no soy una de esas mujeres emancipadas que puedan vivir sin la sombra de un hombre.
Iris ya no tenía ni amor propio, ni orgullo, ni sentido del ridículo, sólo tenía estrategia: necesitaba que Hervé Lefloc-Pignel cayera en sus redes. Guapo, rico, brillante, era la presa perfecta. Tenía que seducirle. Lúcida y desesperada, jugaba sus últimas cartas y lanzaba sus arpones apuntando al corazón de Hervé Lefloc-Pignel, engatusándolo con una mueca, con una expresión, con una mirada. Le daba igual que tuviese mujer y tres hijos. ¡Menudo problema! Todo el mundo se divorcia hoy en día, sería el único que querría permanecer con una esposa que se pasa el día en camisón. ¡No sería como romper una pareja unida! Estaba dispuesta a acoger a los niños. Ella era la mujer que necesitaba. A punto estaba de decirse que le hacía un favor ofreciéndose a él.
El estaba frente a ella y la miraba con una devoción infantil. ¡Qué hombre más extraño! ¡Qué rápido cambia su mirada! De depredador se convierte en niño tembloroso. Había en su actitud un abandono temeroso, como si no pudiese mirarla más que de lejos y le estuviese prohibido acercársele. Bajo el traje gris del banquero, descubría otro hombre mucho más conmovedor.
– No somos muy habladores -dijo ella, sonriendo.
– Hablo durante todo el día, no decir nada es un descanso. La miro y eso me basta…
Iris suspiró y grabó esa frase en su memoria. Acababan de dar un paso juntos, el entreacto de una promesa de intimidad. Le pareció que todos los tormentos que había sufrido el último año iban a borrarse, reparados por ese hombre poderoso y sensible.
Subió el volumen de la radio y le propuso un poco más de menta. Él tendió la taza. Ella le sirvió. Ella dejó rezagada su mano cerca de la suya, esperando que él la cogiera y rozó la manga de su chaqueta imitando una caricia. Él no hizo ni un solo gesto.
Había un no sé qué de imperioso en su actitud, que revelaba la costumbre de ser obedecido. No era para disgustar a Iris. No necesito ni a un presumido ni a un seductor a la caza de su primera falda. Necesito un tipo serio y ¿quién mejor que él? Seguramente tiene ganas de dejar a su pálida esposa, pero su sentido del deber le obliga a quedarse. Es el tipo de hombre al que hay que dejar la iniciativa. No debo ser brusca con él, debo conducirle despacio a donde quiero llevarlo, las riendas largas, pero firmes.
Debo hacerle comprender también que no puede permanecer con su mujer. Es malo para su imagen en sociedad, para su carrera. Debo hacer que recupere la confianza, ayudarle a volverse a colocar en primera fila.
Y fue así como, de mujer que roba maridos, Iris se convirtió en musa e inspiradora. Lo daba ya por hecho y sonreía al futuro, confiada.
Escucharon la noticias de las once en la radio. Intercambiaron una mirada, extrañándose de que hubiese pasado el tiempo sin darse cuenta. No pronunciaron ni una palabra. Como si todo fuese normal. Qué felices eran ya. Parecían esperar a que pasase algo. No sabían qué. Finalizó una rapsodia húngara de Liszt, «debe de ser Georges Cziffra», dijo él, «reconozco su estilo». Ella asintió con la cabeza.
No llevaba alianza, era un signo. Su corazón estaba libre. A un hombre enamorado le gusta acariciar su alianza, hacerla girar entre sus dedos, la busca por todos lados, cuando la ha olvidado en el borde de un lavabo o sobre un estante. Tiene miedo de perderla. Ya no recordaba si llevaba alianza cuando lo vio en casa de la portera. ¿O se la había quitado después? Después de haberla conocido…
En Radio Clásica, una voz anunció una serie de valses de Strauss. Hervé Lefloc-Pignel pareció salir de su ensoñación. Sus párpados se estremecieron.
– ¿Sabe usted bailar el vals? -preguntó en voz baja.
– Sí. ¿Por qué?
– Un, dos, tres, un, dos tres. -Sus manos batían el aire-. Se olvida uno de todo. Gira, gira. Me hubiese gustado ser bailarín en Viena.
– No habría podido fundar una familia.
– Sí, es una lástima -dijo, triste-. A veces lo bailo en la mente…
– ¿Quiere usted que bailemos? -murmuró Iris.
– ¿Aquí? ¿En el salón?
Ella le animaba con la mirada. Sin moverse. Sin tender los brazos hacia él. Adoptando la actitud reservada de las jovencitas del siglo pasado, en las fiestas organizadas por sus madres con el fin de casarlas. Sus ojos decían «atrévase, atrévase», pero sus manos permanecían prudentemente posadas sobre sus rodillas.
El se levantó torpemente, con el entumecimiento de un hombre oxidado, se colocó ante ella, se inclinó quitándose un mechón de pelo, le tendió un brazo y la condujo al centro del salón. Esperaron el inicio de un nuevo vals, y después se lanzaron, mirándose fijamente a los ojos.
– Será nuestro pequeño secreto… -susurró Iris-. No tenemos que decírselo a nadie.
Philippe desplazó su brazo anquilosado y Joséphine protestó:
– No te muevas… Estamos tan bien…
El hizo un gesto de emoción. La ternura que ascendía de sus cuerpos enlazados valía bien la invasión de un ejército de hormigas.
La estrechó contra sí, olió su pelo y percibió un perfume que conocía. Descendió al cuello para identificarlo, al hombro, al dorso de las muñecas, ella se estremeció y se pegó contra él, haciendo renacer el deseo adormecido durante un instante.
– Otra vez -murmuró ella.
Y de nuevo, se olvidaron de todo.
Había en ella un fervor religioso en su forma de abandonarse al amor. Como si luchara porque, en medio de los escombros del mundo, quedara esa luz entre dos cuerpos que hacen el amor amándose de verdad, no repitiendo gestos y posiciones. Una llama que surge y transforma un simple roce de la piel en una brasero ardiente. Esa sed de absoluto hubiese podido asustarle, pero él no pedía más que apagar esa sed a grandes tragos. El futuro tiene sabor de labios de mujer. Son ellas las conquistadoras, las que rompen fronteras. Nosotros somos efebos efímeros, que se deslizan en sus vidas para figurar, pero el papel principal es suyo. Y eso me va muy bien, se dijo respirando el perfume de Joséphine, quiero aprender a amar como ella. Antaño amé un hermoso libro ilustrado. Ahora tengo hambre de otras lecturas. Amar como se parte a la aventura. Todo hombre que cree saber lo que pasa en la cabeza de una mujer es un loco o un ignorante. O un pretencioso. Nunca habría creído que iría a buscarle a la terraza de un pub inglés. Y sin embargo… Se había plantado delante de él. Quería saber. Las mujeres siempre quieren saber.
– ¡Joséphine! ¿Qué haces tú aquí?
– He venido a ver a mi editor, van a publicar en inglés Una reina tan humilde y hay que concretar muchos detalles. Detalles prácticos como la cubierta, la contraportada, las relaciones con la prensa, cosas que no se pueden decidir por e-mail o por teléfono y…
Parecía que recitaba una lección. Él la había interrumpido:
– Joséphine… ¡Siéntate y cuéntame la verdad!
Ella había rechazado la silla que le tendía. Había triturado un periódico enrollado entre sus manos, bajado la mirada y soltado de un tirón:
– Creo que quería verte…, quería saber si…
– ¿Si seguía pensando en ti o si te había olvidado completamente?
– ¡Eso es! -había dicho ella, aliviada, plantando su mirada en la suya para arrancarle una confesión.
Él la escuchaba, conmovido. Ella no sabía mentir. Mentir, aparentar, es un arte. Ella, en cambio, sabía enrojecer e ir directa al grano. No dar rodeos.
– Serías una diplomática horrible, ¿sabes?
– Por esa razón nunca lo he intentado y me he refugiado en mis viejos incunables…
Amasaba el periódico con las manos y sus dedos se teñían de negro.
– No me has respondido… -insistió ella, permaneciendo de pie, erguida, frente a él.
– Creo saber por qué me preguntas eso…
– Es importante. Dímelo.
Si le hacía esperar demasiado, el periódico no sería más que un montón de confeti. Lo estaba triturando metódicamente.
– ¿Quieres un café? ¿Has desayunado?
– No tengo hambre.
Levantó el brazo hacia el camarero, pidió un té y tostadas.
– Estoy contento de verte…
Ella intentaba leer en su mirada, pero no vio más que un resplandor guasón. Tenía aspecto de divertirse mucho con su incomodidad.
– Hubieras podido avisarme… Te hubiese ido a buscar a la estación, te hubieses alojado en casa. ¿Cuándo has llegado?
– Es verdad, ¿sabes?, he venido a ver a mi editor.
– Pero no era el único objetivo de tu viaje…
Él hablaba despacio, como si le soplasen las respuestas.
– Esto… Digamos que necesitaba verle, pero que no estaba obligada a quedarme cuatro días.
Había bajado los ojos con la expresión del enemigo vencido que se rinde.
– No sé mentir. No merece la pena que siga fingiendo. Quería verte. Quería saber si habías olvidado el beso al pavo, si me habías perdonado por haberte… digamos, mandado a paseo como lo hice la última noche, y quería decirte que yo pienso en ti a todas horas, aunque siga siendo complicado, aunque siga estando Iris y yo siga siendo su hermana, pero es más fuerte que yo, pienso en ti, pienso en ti, y quería estar segura y saber si tú también… o si me habías olvidado completamente, porque entonces tendrías que decírmelo para que hiciera todo lo posible por olvidarte, aunque eso me haga muy desgraciada, pero sé muy bien que todo es culpa mía y…
Ella le miraba fijamente, sin aliento.
– ¿Pretendes quedarte ahí de pie frente a mí? ¡Parece que estés en un escenario y recites un papel! Además, no es nada práctico, me obligas a levantar la cabeza para hablarte.
Ella se había dejado caer en la silla y había murmurado:
– ¡No es esto lo que tenía que haber pasado!
Había mirado, contrariada, sus manos manchadas de la tinta del periódico. Él había cogido su servilleta, había hundido una punta en la jarra de agua caliente y se la había tendido para que se limpiase. Él observaba en silencio y cuando ella dejó caer sus manos a ambos lados del cuerpo, pensando que no había conseguido llevar a buen puerto el plan elaborado con Shirley, él le había cogido la mano y la había guardado en la suya.
– ¿De verdad serías muy desgraciada si…?
– ¡Oh, sí!-había gritado Joséphine-. Pero lo comprendería, ¿sabes? He sido…, no sé… Aquella noche pasó algo que no me gustó, y todo se mezcló en mi cabeza, sentí una especie de angustia y creí que era culpa tuya…
– ¿Y ya no estás tan segura?
– La verdad es que pienso en ti, mucho…
Él había acercado la mano de Joséphine a sus labios y había susurrado:
– Yo también pienso en ti… mucho.
– ¡Oh, Philippe! ¿De verdad?
Él había asentido con la cabeza, la expresión repentinamente grave.
– ¿Por qué es tan complicado? -había preguntado ella.
– Quizás lo complicamos todo…
– ¿Acaso no debemos?
– Cállate -había ordenado él-, si no todo va a volver a empezar… y no serviría de nada enredarlo aún más.
Entonces ella había hecho ese gesto insensato. Se había echado contra él y le había besado, besado como si su vida dependiese de ello. El había tenido apenas tiempo de tirar el dinero sobre la mesa para pagar, ella le había cogido de la mano y le había arrastrado. Apenas había cerrado la puerta de la habitación del hotel, él había sentido sus uñas en su nuca y ella le había vuelto a besar. Él le había tirado del pelo hacia atrás para soltarse.
– Tenemos todo el tiempo del mundo, Joséphine, no somos ladrones…
– Sí…
– Tú no eres una ladrona y yo no soy un ladrón… ¡Y lo que va a pasar no es en ningún caso una mala acción!
– Bésame, bésame…
Habían remontado el tiempo atravesando la habitación. Habían respirado el olor a relleno y a pavo, el olor a quemado del horno a su espalda, la palma de sus manos, oyó el ruido de los niños en el salón y se habían arrancado cada pieza de ropa como si apartaran los obstáculos de su memoria, desnudándose sin dejar de mirarse a los ojos, para no perder ni un precioso segundo, pues sabían que los minutos estaban contados, que se hundirían en un espacio- tiempo, un espacio-inocencia que les sería muy difícil volver a encontrar y del que no debían perder nada. Habían titubeado hasta la cama y sólo entonces, como si hubiesen alcanzado la meta de su viaje, se habían mirado con una sonrisa temblorosa de vencedores atónitos.
– Te he echado tanto de menos, Joséphine, tanto…
– ¡Y yo a ti! Si supieses…
No podían dejar de repetir esas palabras, las únicas palabras permitidas. Y después cayó la noche en pleno día sobre la gran cama, y ya no hablaron más.
El sol subía a través de las cortinas rosas y dibujaba en la habitación una aurora boreal. ¿Qué hora sería? Él escuchaba los ruidos del restaurante en el piso de abajo. ¿Las doce y media? El decorado de la habitación le devolvía a la realidad, le aseguraba que no había soñado: estaba efectivamente en esa habitación de hotel, con Joséphine a su lado. Recordó su rostro inundado de placer. Era bella, de una belleza nueva, como si la hubiese dibujado ella misma. Una belleza añadida que se había posado sobre su rostro con la delicadeza de una invitada de último minuto, que trae regalos para hacerse perdonar. Una boca que se abre, ojos que se agrandan, una tez cuya textura se afina y pómulos que se levantan, firmes, para no dejarse dominar nunca más.
– ¿En qué piensas? -murmuró Joséphine.
– ¡«Eau des merveilles» de Hermés! ¡Ya está, he encontrado el nombre de tu perfume!
Ella se desperezó rodando contra él y añadió:
– Me muero de hambre.
– ¿Quieres que bajemos a desayunar?
– Huevos revueltos, tostadas y un café. Ummm… Me gusta que ya tengamos costumbres.
– Ritos y deseo, ¡así se construye una pareja!
Se ducharon, se vistieron, dejaron tras ellos la habitación en desorden, la enorme cama abierta, las cortinas rosas, el austero reloj sobre la chimenea, las toallas de baño tiradas sobre el parqué oscuro, salieron al pasillo y caminaron entre camareras que arreglaban las habitaciones. Una mujercita regordeta recogía las bandejas del desayuno puestas en el suelo, canturreando una canción de Sinatra: «Strangers in the night, exchanging glances, lovers at first sight, in love for ever». Ellos completaron la canción mentalmente y se sonrieron. «Dubidubidú dududi…». Joséphine cerró los ojos para pedir un deseo: Dios mío, haz que esta felicidad dure, dure dududi. No vio el canto de una bandeja, se golpeó con ella, perdió el equilibrio, intentó recuperarlo, pero resbaló con una naranja que había rodado de la bandeja a la moqueta.
Lanzó un grito y cayó, de cabeza, por la escalera. Rodó, rodó y recordó la voz de su padre: «Pero cuando salgas, ángel mío, con el corazón lleno de alegría, cuídate en la sombra de la pérfida naranja». ¡Así que fue realmente él quien me habló! No lo soñé. Cerró los ojos para probar la extraña felicidad mezclada de paz, de alegría, de infinito que la llenaba. Los volvió a abrir y percibió a Philippe, que la miraba loco de inquietud.
– No tiene importancia -dijo ella-. Creo que simplemente estoy ebria de felicidad.
Al día siguiente la llevó hasta la estación. Habían pasado la noche juntos. Habían escrito sobre su piel las palabras de amor que no se atrevían a decirse todavía. El había vuelto a su casa al alba, para estar presente cuando se despertara Alexandre. Ella había sentido una extraña punzada en el corazón, escuchando cómo se cerraba la puerta de la habitación. ¿Hacía lo mismo cuando dormía en casa de Dottie? Después se recobró. Dottie Doolittle le importaba un rábano.
Volvía a París. El se iba a Alemania, a la Documenta de Kassel, una de las ferias de arte contemporáneo más grandes del mundo.
Él sostenía su mano y llevaba su bolsa de equipaje. Llevaba puesta una corbata amarilla con pequeños Mickey en pantaloncito rojo y grandes zapatos negros. Ella sonrió posando el dedo sobre la corbata.
– De Alexandre. Me la compró el día del Padre… Exige que la lleve cuando cojo un avión, dice que es un amuleto…
Se separaron en la entrada de la aduana. Se besaron en medio de los pasajeros apresurados que tendían su pasaporte y su billete, empujándoles con sus maletas de ruedas. No se prometieron nada, pero leyeron cada uno en los ojos del otro el mismo juramento mudo, la misma gravedad.
Sentada en su plaza del vagón 18, asiento 35, lado ventana, Joséphine acarició lentamente los labios que él acababa de besar. Una frase giraba en su cabeza canturreando Philippe, Philippe. Tarareó: «Strangers in the night, in love for ever», escribiendo for ever con su índice en el cristal.
Escuchó el ruido del tren, las idas y venidas de los pasajeros, el ruido de los móviles, la señal de los ordenadores poniéndose en marcha. Ya no tenía miedo, ya no tenía ningún miedo. Se le encogió el corazón pensando en el desfile de Hortense al que no había podido asistir, pero se recuperó, se trata de Hortense, ella es así, no puedo cambiarla, eso no quiere decir que no me quiera…
En la estación del Norte compró Le Parisién. Se puso en la cola del taxi y abrió el periódico. «Una mujer policía asesinada en un aparcamiento». Tuvo un terrible presentimiento, leyó el artículo, inmóvil, en medio de la gente que la empujaba para que avanzase y ganase algunos metros. La capitán Gallois, la mujer de los labios prietos, había sido apuñalada, delante de su Clio blanco, en el aparcamiento de la comisaría.
El cuerpo de la mujer fue descubierto ayer a las siete de la mañana, en el suelo. Había terminado el servicio a altas horas de la noche. Las cámaras de vigilancia han grabado imágenes de un hombre con pasamontañas, y cubierto con un impermeable blanco abordándola y agrediéndola después con un cuchillo. Es la cuarta agresión de este tipo en pocos meses. «Todas las hipótesis están abiertas», han asegurado fuentes cercanas a la investigación, de la que se ha hecho cargo el Servicio departamental de la Policía judicial. La PJ no excluye que este asesinato esté relacionado con las otras agresiones. Los investigadores juzgan inquietante que la atacaran mientras investigaba uno de los crímenes cometidos recientemente. Eso ha suscitado una viva emoción entre sus compañeros. Prudencia por parte del Sindicato General de la policía: «En un periodo de malestar policial, es lo peor que podía pasar». Alianza y Sinergia, otros sindicatos de policía, son más críticos: «Hay demasiados policías heridos y agredidos, no podemos seguir sin reaccionar, se ha perdido el respeto por la policía».
<a l:href="#_ftnref16">[16]</a> Sexo es lentitud.
<a l:href="#_ftnref17">[17]</a> «Sexo es lentitud pero nadie es lento hoy en día porque si quieres sobrevivir tienes que ser rápido».
<a l:href="#_ftnref18">[18]</a> «¡Una auténtica ganga!».
<a l:href="#_ftnref19">[19]</a> «Soy la mejor, soy la mejor, soy una reina de la moda».
<a l:href="#_ftnref20">[20]</a> «Bonito y acogedor».
<a l:href="#_ftnref21">[21]</a> «Reginald cerró los ojos con el elaborado desánimo de quien tiene una hermosa mirada y piensa que es inútil ocultarlo».
<a l:href="#_ftnref21">[22]</a> «Uno de estos días, dijo, escribiré un drama realmente bueno. Nadie entenderá lo que significa, pero todos volverán a sus casas con un vago sentimiento de satisfacción con sus vidas y lo que les rodea. Entonces volverán a empapelar y a olvidar».
<a l:href="#_ftnref23">[23]</a> «Chica mala».