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Hortense abrió los ojos y reconoció su habitación: estaba en París. De vacaciones. Lanzó un suspiro y se desperezó bajo las sábanas. El curso había terminado. ¡Terminado gloriosamente! ¡Ahora formaba parte de los setenta candidatos elegidos para entrar en el prestigioso Saint Martin's College! ¡Ella! Hortense Cortès. Criada en Courbevoie por una madre que se vestía en el Monoprix, y que creía que Repetto era una marca de espaguetis. ¡Soy la mejor! ¡Soy excepcional! ¡Soy la esencia misma de la elegancia francesa! Su desfile había sido el más refinado, el más inventivo, el más impecable de todos. Nada de farfolla, ni estructuras de plástico, ni miriñaques de cartón, ni máscaras alquitranadas, ¡la perfección! Ella no cultivaba la falsa rebeldía, sino que se inscribía en la tradición de una tal señorita Chanel o de un tal señor Yves Saint Laurent. Cerró los ojos y revivió el desarrollo de su «Sex is about to be slow», el movimiento sinuoso de las modelos, la fluidez de las telas, su caída perfecta, la banda sonora preparada por Nicholas, los fotógrafos a pie de podio y el lento vals de las seis modelos que arrancaban suspiros de éxtasis a ese público tan hastiado, tan fatigado de llenarse los ojos de belleza. Voy a formar parte de la escuela que ha visto eclosionar a John Galliano, Alexander McQueen, Stella Mac Cartney, Luella Bartley, la última predilecta en Nueva York. Yo, ¡Hortense Cortès! Pero ¿de dónde me viene tanto genio?, se preguntaba acariciando el borde de la sábana.
Lo había conseguido. Noches en blanco y días grises, carreras alocadas para obtener el bordado, el galón, el fruncido que quería y no otra cosa, hacer y deshacer y volver a empezar. Los ojos enrojecidos, la mano que tiembla, no lo conseguiré nunca, nunca estaré lista, no ha sido buena idea hacer este modelo, ¿y éste? ¡No tiene ni pies ni cabeza! Y dónde lo coloco, ¿el segundo, el tercero? Y después todo se había animado y se había convertido en un sueño. Nicholas había conseguido que Kate Moss, la Kate Moss, desfilase, llevando el último modelo rodeada por una niebla de luces blancas y negras, oculta bajo una peluca barroca y una máscara de satén negro que se había arrancado, al final de la pista, contoneándose y murmurando: Sexxx izzz about to be slooow. ¡Se había desencadenado la locura! Sex is about to be slow se había convertido en una frase de culto. Había recibido la propuesta de un fabricante de camisetas para imprimir inmediatamente mil ejemplares, que se habían distribuido durante la fiesta de esa noche en la escuela y habían arrasado.
Y ahora, allí voy, Gucci, Yves Saint Laurent, Chanel, Dior, Ungaro. Habían enviado representantes a Saint Martins, me habían felicitado y prometieron contratarme cuando saliese de la escuela. Había escuchado las propuestas con expresión aburrida y había declarado: «Hablen con mi agente…», señalando a Nicholas con el mentón. Y mañana… mañana por la tarde tengo cita con Jean-Paul Gaultier en persona, gritó meneando los pies bajo las sábanas. Seguramente me propondrá un periodo de prácticas, este verano… Y murmuraré, sí, quizás, tengo que pensármelo. Dos días después, aceptaré e iré a impregnarme de todas las maravillas que inventa este hombre, en cuyos ojos brillan llamas de genio.
¡Soy feliz, soy feliz, soy feliz!
Por supuesto, había habido un pero: esa zorrita de Charlotte Bradsburry, al pie del podio, tomaba notas para su revistucha, y arrugaba la cara cuando los demás aplaudían. Irritada al ver la prisa de Gary por aplaudir y levantarse, llevado por el entusiasmo. Ella había recibido un puñetazo en el plexo cuando había visto a este último, sentado en primera fila, al lado de la Bradsburry. El había dejado mensajes en su contestador. Ella no había respondido. Ignorarle. Sonreír educadamente sobre el podio cuando se había inclinado ante los asistentes, pero ningún guiño a Gary. ¡Al contrario! Había hecho subir a Nicholas, le había enlazado y había murmurado: «Bésame, bésame». «¿Aquí, delante de todos?». «Aquí. Inmediatamente. Un beso de amor». «¿Y tú qué me das a cambio?». «Lo que tú quieras». Y así fue como le prometió irse con él de crucero por Croacia. Después de las prácticas en Gaultier, si tenían lugar.
El la había besado. Gary había bajado los ojos. Tocado, había rugido, los labios disfrazados de una sonrisa ficticia. Ella se había acurrucado contra Nicholas, imitando el abandono de la novia feliz. No tenía ni un minuto que perder en supuraciones dolorosas: ¿qué hace?, ¿está enamorado?, ¿y por qué no de mí? ¡Tonterías estériles! ¡Viva yo! ¡Setenta entre mil! I am the best. <strong><sup><strong><sup>[24]</sup></strong></sup></strong> La crème de la créme. ¡Y todo con dieciocho años! Mientras la Bradsburry luchaba contra los estragos del tiempo. Estoy segura de que se inyecta Botox, ¡no tiene ni una arruga! Eso es sospechoso, huele a lenta putrefacción.
Se dio la vuelta sobre el vientre aplastando su almohada, y no oyó a Zoé entrar en la habitación. Mi próximo desfile se titulará La gloria es la explosión del luto por la felicidad y rendiré homenaje a madame de Staël. Diseñaré vestidos de altivas reinas con el corazón ensangrentado. Jugaré con el rojo, el negro, el violeta, largos pliegues cayendo como lágrimas secas, será violento, majestuoso, doliente. Podría incluso…
– ¿Estás durmiendo? -susurró Zoé.
– No. Estoy reviviendo mi triunfo y estoy de un humor estupendo. Aprovéchate.
– ¡Ha llegado otra carta de papá!
– ¡Zoé, para! ¡Ya te lo he dicho, ya no está en este mundo! Es infinitamente triste, pero es así. Vas a tener que hacerte a la idea.
– Que sí…, léela.
Hortense subió la sábana sobre el pecho, ordenó a Zoé que le pasara una camiseta y se hizo con la carta que leyó en voz alta:
Mis queridas adoradas:
Una pequeña carta para deciros que cada vez estoy mejor y que sigo pensando en vosotras. Que recuerdo los días felices pasados en Kifili y me permiten retomarle gusto a la vida…
– ¡Qué estilo tan abominable! -silbó Hortense.
– ¡Qué dices, es mono!
– Precisamente. ¡Papá no era mono! ¡Un hombre no escribe así!
En los tormentos que sufro, son vuestras caritas las que me aportan la ternura y la fuerza para continuar… Y volver a caminar en este mundo sin piedad.
– ¡Pero bueno! Es francamente bochornoso. ¡Nuestras «caritas»! ¿Se ha vuelto gagá o qué?
– Está cansado, no encuentra palabras…
Tengo siempre presente un recuerdo, el del wapiti quemado en el fondo de la cacerola cuando habíais cocinado, una noche, ¿recordáis? ¡Lo que nos reímos!
Hortense soltó la carta y exclamó:
– ¡Es Mylène! Es ella la que escribe las cartas. El wapiti era un secreto entre Mylène y nosotras. Le daba vergüenza haber quemado la comida y nos hizo prometer que no diríamos nada. ¡Acuérdate, Zoé! Yo había vendido mi silencio por unas cejas postizas y una manicura francesa…
Zoé la miraba, desesperada, los ojos clavados en los suyos.
– Wapiti, what a pity! ¿Recuerdas? -insistió Hortense.
Zoé tragó, los ojos llenos de lágrimas.
– Entonces tú crees realmente que…
– ¿Tienes las otras cartas? Zoé asintió con la cabeza.
– ¡Ve a buscarlas!
Zoé corrió a su habitación y Hortense terminó su lectura.
Echo de menos esos momentos. Estoy tan sola… Desesperada. Sin ningún hombro sobre el que apoyarme… ¡Oh, mis niñas queridas! Mis niñas bonitas. ¡Cómo me gustaría estar con vosotras y estrecharos en mis brazos! ¡Qué dura es la vida sin vosotras! Nada vale tanto como la dulzura del abrazo de un hijo. El dinero y el éxito no son nada sin eso. Un beso tan fuerte como lo que os quiero y os prometo que pronto, muy pronto, estaremos reunidas…
Papá.
– ¡Qué horror! -exclamó Hortense dejando la carta.
Examinó el sello. La carta se había enviado desde Estrasburgo. Releyó atentamente, escrutando cada palabra. Estoy segura de que tengo razón y no es él. Es Mylène. Quiere hacernos creer que está vivo. Se ha traicionado con lo del wapiti. «Estoy tan sola. Desesperada. Reunidas». ¡Es ella escribiendo en femenino! No son «oes» finales que parecen «aes» por culpa del rabito. Decía que se podía juzgar a un hombre por sus faltas y por su letra. ¡Lo que nos pudo dar la lata con sus reglas gramaticales y con la caligrafía! No se dice «por contra» sino «en cambio» y si, un día, un chico os anuncia que «pilla» el coche de su madre, dejadlo plantado, es un paleto. Gritó: «¡Zoé! ¿Qué estás haciendo?».
Zoé volvió, sin aliento, y tendió a Hortense las otras cartas de su padre. Hortense observó los sobres. Las primeras procedían efectivamente de Mombasa, pero las otras de París, Burdeos, Lyon, Estrasburgo.
– ¿Y tú no lo encuentras raro? Medio devorado por un cocodrilo y se pone a jugar a los trotamundos…
– Quizás esté curándose en distintos hospitales…
Zoé jugaba con los dedos de los pies, que separaba uno por uno para pensar en otra cosa y no llorar.
– Yo no tengo ganas de que esté muerto…
– ¡Ni yo tampoco! Sólo que estaba allí cuando Mylène anunció su muerte a mamá, y la embajada de Francia hizo un informe que llegó a la única conclusión posible: está muerto. Punto final. Mylène está en China. Da sus cartas a franceses que están de paso, hombres de negocios que las meten en el buzón cuando llegan a su casa…
– ¿Estás segura?
– Lo que no entiendo es por qué hace eso… Porque estoy segura de que es ella. Se ha delatado. Con lo del wapiti y el participio en femenino. Ven, vamos a hablar con mamá.
Encontraron a Joséphine poniendo orden en el salón. Du Guesclin a sus talones. ¡Qué pegajoso es ese perro! No lo soportaría ni un segundo, pensó Hortense. ¡Y además es horrible! Sentía unas ganas continuas de darle patadas.
– Niñas, ¡os ruego que no dejéis vuestras cosas por ahí! ¡Esto ya no es un salón, es un vertedero! ¿Y habéis visto a qué hora os levantáis?
– ¡Eehh! ¡Tranquila, mamá! Olvídate del orden, siéntate y escúchame… -ordenó Hortense.
Joséphine se sentó, los hombros caídos, los ojos vacíos.
– ¿Qué te pasa?-preguntó Hortense, impresionada por la falta de impulso de su madre-. Estás completamente marchita…
– Nada. Estoy cansada, eso es todo.
– Bueno, escucha.
Hortense se lo contó todo. Las cartas, los sellos de correos, el wapiti, la caligrafía.
– Es cierto, vuestro padre estaba obsesionado con la caligrafía… De hecho, yo también.
– Así pues, concluyo que no es él quien las ha escrito…
– Ah… -dijo Joséphine, soñadora.
– ¿Ese es todo el efecto que te produce?
Joséphine se irguió, cruzó los brazos y meneó la cabeza, como si intentara hacerse una opinión.
– ¡Mamá, espabila! No te estoy hablando de la última mini-falda de Victoria Beckham, o del cráneo afeitado de Britney Spears, sino de tu marido…
– ¿Y dices que no ha sido él quien ha escrito las cartas? -dijo Joséphine en lo que parecía un esfuerzo terrible por interesarse en la conversación.
– Pero ¿qué te pasa, mamá? ¿Estás enferma? -se inquietó Zoé.
– No. Sólo cansada. Tan cansada…
– Bueno, entonces… -continuó Hortense-. No ha sido él quien escribió las cartas, sino ella. Ella imitaba su letra. Al final, él estaba tan destrozado que era ella la que iba al despacho, rellenaba los registros y firmaba las facturas para que el chinito no le pusiera en la calle. Lo sé porque eso me inquietaba. Me decía ¡debe de estar realmente mal! Un día, hasta le comenté que lo hacía realmente bien, que imitaba su letra a la perfección y me respondió que el de manicura era un trabajo de precisión, y así fue como había aprendido a imitar un montón de letras diferentes, que le sirvió de ayuda varias veces en su vida… Y ante eso, ¿qué dices?
– Digo que es complicado…
Joséphine hizo una pausa y, triturándose los dedos, añadió, como en un lamento:
– No os lo he contado todo. Existen otras señales de vuestro padre.
Y evocó al hombre del jersey rojo de cuello alto del metro.
– ¡Pero si es lo mismo! ¡Es simplemente imposible! Él detestaba el rojo -se enfadó Hortense-. Decía que era vulgar. Nunca se hubiese puesto un jersey rojo, hubiera preferido ir desnudo. ¡Y además de cuello alto! ¡Se diría que no viviste veinte años con él! Era puntilloso para cosas sin importancia y se dejaba apabullar por el resto. Acuérdate, mamá, despierta, ¡haz un esfuerzo!
– Hay otra cosa rara.
Joséphine contó lo de los puntos del Intermarché.
– ¿Y eso? ¿No es una prueba de que está vivo? La tarjeta del Intermarché la teníamos los dos: él y yo.
– Quizás alguien la robó… -sugirió Hortense.
Se miraron en silencio.
– ¿Y por qué no se habría servido de ella enseguida? ¿Quién habría esperado dos años para utilizarla? No, eso no se sostiene.
– Quizás tengas razón -concedió Hortense-. Eso no impide que no haya sido él quien ha escrito las cartas, estoy segura de ello.
– Ha vuelto, no se atreve a mostrarse porque ha caído muy bajo, entonces, esperando recuperarse como siempre ha soñado, escribe las cartas y vive de mis puntos Intermarché… Siempre ha sido así, vuestro padre: un dulce soñador aplastado por la vida. A mí no me extraña tanto…
Du Guesclin se había acostado a los pies de Joséphine y su mirada iba de una a otra como si siguiera los argumentos de cada una.
– Estoy de acuerdo con lo del hombre del metro -añadió Joséphine-. Yo pensé lo mismo que tú. Quizás tengas razón sobre las cartas, tú conoces a Mylène, pero están los puntos robados, y eso no lo he soñado. Iphigénie estaba conmigo, podrá contártelo…
Entonces oyeron la vocecita temblorosa de Zoé que murmuró:
– Los puntos del Intermarché…, he sido yo. Cogí la tarjeta de la cartera de papá cuando estábamos en Kilifi para jugar a las compras y me dijo que podía quedármela, que ya no iba a utilizarla. Y después, un día, la utilicé de verdad. Comencé hace unos seis meses aproximadamente…
– Pero ¿para qué? -preguntó Joséphine, emergiendo de su ensimismamiento.
– Por culpa de Paul Merson. Cuando quedábamos en el trastero, decía que todo el mundo debía participar, y no me atreví a decírtelo porque me habrías hecho un montón de preguntas y…
– ¿Quién es Paul Merson? -preguntó Hortense, intrigada.
– Es un chico del edificio. Zoé se reúne a menudo con él y con otros, en su trastero -respondió Joséphine-. Continúa Zoé…
Zoé recuperó el aliento y prosiguió:
– Y además, Gaétan y Domitille no tenían dinero, porque su padre es muy severo, no tienen derecho a nada de nada, e incluso les obliga a llevar diferentes colores para cada día…
– ¡Pero qué estás contando! ¡No entiendo nada! ¡Ve derecha al grano! -dijo Hortense.
– Entonces yo hacía las compras para todo el mundo, gracias a los puntos de la tarjeta de papá…
– ¡Ah!-murmuró Joséphine-, ahora lo entiendo…
– Y eso hace mi hipótesis aún más creíble -prosiguió Hortense-, las cartas las escribió Mylène, el hombre del metro se parecía a papá, pero no era él, y los puntos del Intermarché los gastaba Zoé. Pues sí que era hora de que viniese, ¡sois muy peligrosas cuando os dejo solas! ¡Tú, mamá, ves fantasmas y Zoé se monta juerguecitas en el trastero! ¿No habláis nunca entre vosotras?
– No me atreví a decíroslo para no daros falsas esperanzas… -se excusó Joséphine.
– Resumiendo: ¡un lío total! ¿Y por eso se te ocurrió lo del Papatabla, a ti?
– Pues sí… Pensaba que volvería pronto y así la espera se haría menos larga.
– Me has mentido, Zoé -dijo Joséphine-. Has robado y has mentido…
Zoé enrojeció y balbuceó:
– Fue cuando no nos hablábamos… No iba a contarte eso. Tú hacías tus tonterías y yo las mías.
Joséphine suspiró: «¡Qué desastre!». Hortense intentaba comprender, pero ante la expresión de derrota de su madre y su hermana, renunció y retomó el hilo de su argumentación:
– Bueno…, ahora debemos tener una pequeña conversación con Mylène. Que se deje de escribir cartas falsas. ¿Sabes cómo hallarla?
– Marcel lo sabe. Tiene su teléfono… Me lo dio en Navidad, pero lo he perdido. Pensé en llamarla cuando llegó la primera carta y después… No tenía ganas de hablar con esa chica.
– ¡Y tenías razón! En mi opinión está como una cabra… Debe de aburrirse como una rata castrada en China, y juega a ser madame de Sévigné. Se monta historias. Se siente sola, el tiempo pasa, no tiene críos y se imagina que somos sus hijas. Voy a llamar a Marcel.
– Y entonces ¿papá está realmente muerto? -preguntó Zoé, que temblaba de pena.
– No hay mil formas de estar muerto, Zoé. O se está o no se está y, en mi opinión, ¡lo está desde hace mucho tiempo! -respondió Hortense.
Zoé miró a su hermana como si acabara de matar a su padre definitivamente, y estalló en sollozos. Joséphine la estrechó entre sus brazos. Du Guesclin se puso a gemir al unísono, balanceando la cabeza como las antiguas plañideras bajo sus velos negros. Hortense le soltó una patada.
Al final de la tarde, intentó llamar a Marcel a su casa. Su teléfono sonaba constantemente ocupado.
– Pero ¿qué están haciendo? ¡Me apuesto a que se está tirando a Josiane, y han descolgado el teléfono! ¡A su edad ya no se folla, se riegan los geranios y se juega a la brisca!
Hortense tenía razón. Y se equivocaba. Marcel había descolgado efectivamente el teléfono, pero no se estaba tirando a Josiane. Más bien al contrario, estaba intentando que se pusiese de pie.
Había reunido en su salón a madame Suzanne y a René. Júnior, sentado en su Baby Relax, roía una corteza de queso salivando abundantemente y exhibiendo sus grandes encías rojas. Josiane yacía en un sillón, envuelta en un chal de lana. Tiritaba. ¿Por qué la miraban todos así? ¿Tengo monos en la cara? ¿Y por qué estoy en bata a las siete de la tarde? Hacía algún tiempo que no se cuidaba mucho, pero al menos podría haberse arreglado. ¿Y por qué tiemblo? Estamos en pleno mes de julio. Es cierto que no voy bien en este momento. Estoy como una gallina detrás de un fuera- borda.
Madame Suzanne se había colocado a sus pies y le masajeaba el tobillo derecho. Envolvía su pie con sus manos suaves, y presionaba sobre puntos precisos. Sus cejas se juntaban como las asas de una cesta, y su respiración se hacía más intensa.
– Siento con claridad que está agarrada, pero no veo nada… -dijo al cabo de unos minutos.
René y Marcel se inclinaron hacia ella para servirle de apoyo. Josiane reconoció el olor que emanaba la camisa de su hombre. Eso le recordó noches salvajes de cópula, y suspiró pensando que hacía una eternidad que no se habían dado un revolcón. Le había perdido el gusto a todo.
Madame Suzanne empezó hablando lentamente, suavemente para no asustar a su paciente:
– Josiane, escúcheme bien, ¿tiene usted enemigos?
Josiane negó débilmente con la cabeza.
– ¿Ha dañado usted consciente o inconscientemente a alguien, que pudiese albergar ideas de venganza hasta el punto de desear su muerte?
Josiane reflexionó y no encontró a nadie a quien hubiese podido ofender. En su familia, su unión con Marcel había suscitado celos, había recibido peticiones de dinero que no había satisfecho, pero de ahí a tirarla por la ventana ¡no! Recordaba el día en el que había querido saltar por el balcón, recordó la silla, la balaustrada, la llamada del vacío, las ganas de terminar con esa languidez mortal que envenenaba sus venas. Olvidar. Olvidarlo todo. Subirse a una silla y saltar.
– He podido cometer indelicadezas, yo hablo con franqueza, pero nunca he hecho daño conscientemente… ¿Por qué me pregunta eso?
– Limítese a responder a mis preguntas…
Madame Suzanne le palpaba el pie, la pierna, cerraba los ojos, los volvía a abrir. Marcel y René seguían todos sus gestos balanceando la cabeza de arriba abajo.
– ¿Estás seguro de que no está enferma? -preguntó René, al que le parecía que Josiane tenía el color de un lavabo.
Ese gran chal en pleno mes de julio y el temblor de todos sus miembros no le decían nada bueno.
– He mandado que le hiciesen todos los exámenes posibles. No tiene nada… -respondió Marcel.
– Me ayudaría mucho tener uno o dos nombres de personas susceptibles de desearle el mal. Eso me pondría sobre el camino… Dígame nombres al azar, Josiane.
Josiane se concentró y permaneció muda.
– No intente pensar. Suelte nombres de personas tal como le vengan a la cabeza.
– Marcel, Júnior, René, Ginette…
– ¡Eh, no…! ¡No puede venir de nosotros! -gritó Marcel.
– Quizás venga de su lado -dijo madame Suzanne dirigiéndose a Marcel-. ¿Un rival? ¿Un empleado despedido?
Se miraron, perplejos. Marcel se secaba la frente, René mascaba un palillo de dientes. Júnior se agitaba en su silla y lanzaba gritos furiosos.
– ¡Quédate tranquilo, Júnior, es un momento importante! -gruñó Marcel.
– No… Déjele -intervino madame Suzanne-. Intenta decirnos algo. Vamos, ángel mío. Habla…
Fue entonces cuando Júnior se puso a dar saltos en su Baby Relax, y a realizar gestos extraños: imitaba una hélice girando por encima de su cabeza y hacía pompas sonoras con su boca.
– Le suenan las tripas porque tiene hambre, y está harto de que nadie se ocupe de él -traducía Marcel-. Los niños son egoístas, cuando les ruge el estómago ¡no piensan en nada más!
Madame Suzanne hizo una seña para que se callara y plantó su mirada en la de Júnior.
– Este niño quiere decirnos algo…
– Pero si no habla, ¡tiene quince meses! -exclamó René.
– A su manera intenta comunicarnos algo.
Júnior se calmó inmediatamente y dibujó una amplia sonrisa. Levantó el pulgar en el aire como diciendo: «Muy bien, señora, va usted por buen camino», y repitió su gesto de helicóptero que despega.
– ¡Se diría que estamos jugando al Pictionnary! -dijo René, estupefacto-. ¡Es cierto que quiere hablar, el chaval!
– ¿Ha tenido usted relación con un piloto? -preguntó madame Suzanne a Josiane sin dejar de mirar al niño.
– No -dijo Josiane-. Ni piloto, ni marinero, ni militar. No me gustan los uniformes. Me iban más los tipos ordinarios.
– ¡Muy halagador para ti! -bromeó René.
– ¡Calla, vas a interferir las ondas! -soltó Marcel mandándole a paseo.
– ¿O alguien que llevara una aureola o un gran sombrero? -probó madame Suzanne siguiendo los gestos insistentes de Júnior.
– ¿Un pastor? -sugirió René.
Júnior negó con la cabeza.
– ¿Un cow-boy? -dijo Marcel.
Júnior adoptó un aire exasperado.
– ¿Un mariachi? -dijo René, haciendo el gesto de rascar una guitarra imaginaria.
Júnior lo fulminó con la mirada.
– ¿Madame de Fontenay? -intentó Marcel, que se concentraba pasando revista a todos los tocados famosos de la Historia.
Júnior hizo una pausa, agitó sus manos en señal de más o menos. Y, como no adivinaban, el niño hizo una señal de borrarlo todo e intentar otra cosa. Le miraban fijamente, Josiane se preguntaba si su hijo no tendría convulsiones.
Júnior imitaba ahora a un animal. Se puso a balar, imitó dos cuernos y una perilla. Madame Suzanne enrojeció violentamente.
– No va a ser una cabra…
Júnior insistía. Apuntaba con su dedo hacia ella para indicarle que iba por buen camino.
– ¿Un chivo? -dijo entonces madame Suzanne.
Bien, bien, no está mal, parecía decir Júnior pedaleando con sus piececitos regordetes. Ahora se arrugaba el rostro con sus dos manos y hacía una mueca horrible.
– Un chivo viejo…
Aplaudió con fuerza. Y le animó, volviendo a realizar su señal de la hélice encima de su cabeza.
– ¿Un viejo chivo con una hélice o un gran sombrero en la cabeza?
Júnior lanzó un grito de alegría, un grito de alivio, y se dejó caer sobre su silla, agotado.
– ¡Henriette! -exclamó René, inspirado-. ¡Es Henriette! El viejo chivo con un sombrero en la cabeza como un platillo volante.
Júnior aplaudió y estuvo a punto de tragarse su corteza de queso, pero Marcel estaba atento y se la retiró a tiempo de la boca.
– ¡Henriette!-exclamaron Marcel y René al mismo tiempo-. ¡Es ella la que ha embrujado a Bomboncito!
Madame Suzanne, arrodillada, había entrado por fin en el alma y el destino de Josiane. Exigió el mayor recogimiento y en el salón se hizo un silencio de catedral. Los dos hombres esperaban codo con codo a oír el diagnóstico de madame Suzanne. Júnior también. Sostenía sus pies con las dos manos y los sacudía para acelerar el tiempo, pareciendo decir «hay que actuar deprisa, deprisa…».
– En efecto, es alguien llamado Henriette… -murmuró Suzanne, inclinada sobre el pie de Josiane.
– ¿Cómo es posible? -dijo Marcel, pálido como quien ve una aparición.
– Los celos y el afán de dinero… -prosiguió madame Suzanne-. Va a visitar a una mujer, a una mujer muy gorda con corazones rosa por toda su casa, una mujer que tiene acceso al mal y que ha trabajado a Josiane… Las veo juntas. La mujer gorda suda y reza a una Virgen de escayola. La mujer del gran sombrero le entrega dinero, mucho dinero. Entrega una foto de Josiane a la mujer gruesa que la coloca bajo influencia, la trabaja, la trabaja… ¡Veo los alfileres! ¡Va a ser arduo, va a ser duro ¡ pero debería conseguirlo!
Se concentró en los pies, en las pantorrillas de Josiane, la agarró de las manos y pronunció palabras incomprensibles, fórmulas que sonaban a latinajos. Marcel y René escuchaban, pasmados. Júnior asentía con la cabeza, con aire de entendido. Distinguieron una frase que pedía «a los demonios salir». Josiane hipó y vomitó un poco de bilis. Madame Suzanne la limpió sosteniéndole la nuca. Josiane balanceaba la cabeza, con los ojos en blanco, y baba en los labios. Júnior sonreía. Después, madame Suzanne comenzó un ritual de pases alrededor del cuerpo de Josiane. Aquello duró unos diez minutos. Se enfadó, y ordenó a los malos espíritus que se rindieran y abandonasen ese cuerpo.
Marcel y René se echaron hacia atrás, aterrados.
– Prefería tu historia del grajo… Era más poética.
– ¡Yo también! -murmuró René, que no creía lo que veía.
Júnior les hizo callar con la mirada. Bajaron los ojos, contritos.
Por fin, madame Suzanne se incorporó, se frotó los riñones y declaró:
– Se recuperará. Pero estará agotada.
– ¡Aleluya! -exclamó Júnior levantando los brazos al cielo.
– ¡Aleluya! -repitieron René y Marcel, que no sabían qué pensar.
Josiane, embutida en su chal de lana, se puso a temblar y se dejó caer al suelo, inerte.
– Ya está… Está liberada -constató madame Suzanne-. Ahora va a dormir y, durante su sueño, la limpiaré a conciencia… Recen por mí, el enemigo es tenaz, voy a necesitar todas mis fuerzas.
– ¡He olvidado las oraciones! -dijo René.
– Di lo que te parezca y empiezas diciendo «gracias»… -le aconsejó Marcel-. Las palabras dan igual, es el corazón el que habla.
René refunfuñó. ¡No había venido a recitar beaterías!
– ¿Cuánto le debo? -preguntó Marcel.
– Nada. Es un don que he recibido y no debo ensuciarlo aceptando dinero. En otro caso me sería retirado inmediatamente. Si quiere usted dar, hágalo por su cuenta.
Guardó sus aceites y sus cremas, sus bastoncitos de incienso y su gran cirio blanco y se retiró, dejando a los dos hombres absortos, a Júnior orgulloso y a Josiane dormida.
Y el teléfono descolgado.
– Pero ¿qué le pasa a mamá?-exclamó Hortense, que desayunaba en la cocina con Zoé-. ¡Está en la luna!
Eran las doce y media, y las dos chicas acababan de levantarse. Joséphine les había preparado el desayuno como un fantasma distraído. Había puesto café en la tetera, miel en el microondas y había dejado quemar las tostadas en la tostadora.
– Los asesinatos en serie, que le han aflojado un tornillo -aventuró Zoé-. La policía la convocó otra vez tras la muerte de la mujer poli. Los han llamado a todos para interrogarlos, a toda la gente del edificio…
– Cuando la vi en Londres, estaba normal. Vivaracha, incluso.
– ¿Cuándo la viste? -exclamó Zoé.
– Hace quince días. Tenía cita con su editor inglés.
– ¿Estaba en Londres? Nos había dicho que iba a una conferencia en Lyon. ¡Nos dio la lata con un montón de explicaciones! Incluso me pareció que demasiadas. Pero bueno… Siempre se pasa cuando habla de la Edad Media…
– ¡No! Estaba en Londres y la vi como te veo a ti…
– ¿Ves?, a fuerza de no tener noticias tuyas, ¡yo no sé nada!
– ¡Detesto dar noticias! Es una chorrada y además no siempre hay algo que decir. ¿Por qué habrá mentido? No es su estilo…
Zoé y Hortense se miraron, intrigadas.
– Creo que lo sé -dijo Zoé, misteriosa.
Calló un momento como para ordenar sus pensamientos.
– ¡Suéltalo! -ordenó Hortense.
– Creo que ha ido a ver a Philippe y no ha dicho nada por culpa de Iris.
– ¿Philippe? ¿Y por qué habría mentido para verle?
– Porque está enamorada…
– ¡De Philippe! -exclamó Hortense.
– Los sorprendí la noche de Nochebuena en la cocina dándose un morreo.
– ¿Mamá y Philippe? ¡Estás completamente loca!
– No, no estoy loca y eso lo explica todo… Ha mentido a Iris, le ha dicho que iba a Lyon para un seminario y se ha marchado con él… a Londres. Lo sé porque intenté llamarla, y salió un contestador en inglés en su móvil. ¡Ahora lo entiendo!
– ¿Y a ti no te lo ha dicho?
– Debió de temer que metiera la pata y lo dijera delante de Iris. Simplemente me dijo que me llamaría ella. Y además sabía que yo estaba en casa de Emma. No tenía por qué preocuparse.
– ¡Pero bueno! ¡La vida sentimental de mamá no deja de fascinarme! Creía que salía con Luca, ya sabes, ¡el tío bueno de la biblioteca!
– Lo largó. De la noche a la mañana. De hecho, tengo que decirle que le he visto rondar varias veces por el barrio, a Luca el guapo. No sé qué ha pasado con esos dos…
– ¡Ha largado a Luca! -dijo Hortense, estupefacta-. Pero ¿por qué no me has dicho nada?
– Yo no estaba, no tenía ganas de hablar de ello y, peor aún, estaba muy enfadada con mamá.
– ¿Enfadada? ¡Pero si Philippe está como un tren!
– Estaba traicionando a papá.
– ¡Qué dices! ¡Pero si fue él quien la dejó plantada por Mylène!
– Eso no impide…
– ¡No le estaba traicionando para nada! ¡Tienes muy poca memoria, Zoé!
– ¡Digamos que estaba enfadada con ella! ¡Es bastante desagradable ver a tu madre enrollándose con tu tío!
Hortense borró el argumento con la mano y preguntó:
– ¿E Iris? ¿No sospecha nada?
– Pues no… Dijo que iba a un seminario en Lyon. Y además, Iris, desde hace algún tiempo, está en otro planeta. Le ha echado el ojo a Lefloc-Pignel. Hoy comía con él…
– ¿Quién es Lefloc-Pignel?
– Un tío del edificio… A mí no me gusta ¡pero está de muerte!
– ¿El tío guapo que vi en Navidad y que quería endorsarle a mamá?
– Exacto. No me gusta, ¡no me gusta! Gaétan es su hijo…
– Ese con el que vas al trastero.
Zoé ardía de ganas de decir a Hortense: «Y yo estoy enamorada de Gaétan», pero se retuvo. Hortense no era una sentimental, temía que barriese su amor de un manotazo, con una fórmula lapidaria. Si le cuento lo del globo que se hincha en mi corazón, se va a morir de risa.
– ¡Pues sí que está cambiando mamá! ¡Se da el lote con Philippe! ¡Eso sí que es interesante!
– Sí, pero también está triste…
– ¿Crees que no ha funcionado lo de Philippe?
– Si hubiese funcionado, ¡no estaría triste!
Sintió otra vez ganas de añadir: «Yo lo sé, porque estoy enamorada y tengo ganas de bailar todo el rato». Pero se retuvo. A veces, me dice que soy su Nicole Kidman. Completamente idiota, pero me encanta. Empezando porque no soy rubia platino, y además no mido dos metros dieciséis, tengo pecas y las orejas despegadas. Pero bueno, me gusta cuando me dice eso, me creo todavía más guapa. Gracias a toda esa belleza que él ha inyectado en mí, ¡he sacado una matrícula en el examen! Se va un mes de vacaciones en agosto y tengo miedo de que me olvide. El me jura que no, pero me tiemblan las piernas.
Hortense fruncía el ceño y reflexionaba. Seguramente no era el buen momento para confiarse. El problema con Hortense es que rara vez es el buen momento.
– ¿Me das un abrazo? -susurró Zoé.
– Preferiría que no. No se me dan muy bien ese tipo de cosas, pero puedo darte un empujón, si quieres.
Zoé se echó a reír. No sólo Hortense era el colmo de la clase, sino que, además, era divertida.
– ¿No tenías una cita esta tarde?
– ¿En Jean-Paul Gaultier? No. Se ha aplazado a mañana…
– Podríamos ver Thelma y Louise…
– ¡Pero si ya la hemos visto cien veces!
– ¡Me encanta! ¡Cuando Brad Pitt se desnuda y después, cuando explota el camión! ¡Y al final, cuando vuelan las dos juntas!
Hortense dudaba.
– ¡Di que sí! ¡Di que sí! Hace muchísimo tiempo que no la vemos juntas.
– De acuerdo, Zoétounette. ¡Pero dos veces, no!
Zoé lanzó un grito de victoria, y fueron a acurrucarse la una contra la otra en el sofá del salón, frente a la televisión.
– ¿Y dónde está mamá? -preguntó Hortense antes de pulsar el «Play».
– En su habitación, trabajando. No para de trabajar. Seguramente para olvidarse de todo…
– Ningún hombre se merece que a una se le rompa el corazón -decretó Hortense-, ¡Recuerda bien eso, Zoé!
Vieron la película dos veces. Pasaron y repasaron el momento en el que Brad Pitt se quita la camiseta. Hortense pensó en Gary y se disgustó, Zoé tenía ganas de contar lo de Gaétan, pero se retuvo. Aplaudieron cuando explota el camión y, al final, cuando las dos mujeres se lanzan al vacío, gritaron agarradas de la mano. Zoé pensaba que había muchas formas de alcanzar la felicidad, con Gaétan y con su hermana. No era la misma felicidad, pero la sensación era igual. Ya no aguantaba más guardarse el secreto para ella sola. Tenía que contárselo a Hortense. Y peor para ella si se burlaba.
– Voy a contarte un secreto… -susurró-. A decirte la maravilla más grande del mundo que…
No tuvo tiempo de terminar su frase. Iris entraba en el salón y se dejaba caer sobre un sillón, soltando bolsas llenas de ropa que se derramaron a sus pies.
– ¿No está aquí vuestra madre?
– Sí, en su habitación -respondieron las dos chicas a coro.
– Se pasa el día en su habitación. Menudo tostón.
– Está estudiando para su HDI -respondió Zoé-. Es un trabajo monstruoso, ¿sabes?
– ¡Siempre la he conocido estudiando! La cantidad de tiempo que habrá pasado con sus libros…
– Tú, en cambio, prefieres pasarlo de tiendas -se burló Hortense.
Iris ignoró la puya y blandió sus bolsas.
– ¡Creo que está loco por mí!
– ¿Ha sido él quien te ha pagado todo eso? -se atragantó Hortense.
– Ya te lo he dicho: está loco por mí…
– Pero si está casado -protestó Zoé-. ¡Y tiene tres hijos!
– Me ha invitado a comer, en un restaurante encantador en el hotel Lancaster, te desmayas de placer con cada bocado, y después hemos dado un paseo, Campos Elíseos, avenida Montaigne y, en cada tienda, ¡me cubría de regalos! ¡Un auténtico príncipe azul!
– ¡Los príncipes azules no existen! -declaró Hortense.
– ¡Él sí! Me trata como a una princesa. Con cortesía, delicadeza, devorándome con los ojos… Y además es guapo, ¡qué guapo es!
– Está casado y tiene tres hijos -repitió Zoé.
– ¡Conmigo se olvida de todo!
– Bonita mentalidad -suspiró Zoé.
– Voy a guardar todo esto en mi habitación…
– Es la mía -protestó Zoé una vez que Iris se había marchado-. ¡Por culpa de ella estoy durmiendo en el despacho de mamá, y ella trabaja en su habitación!
– ¿No te gusta Iris?
– Me parece que no trata bien a mamá. ¡Se diría que está aquí en su casa! Hace venir a su profe de gimnasia, invita a Henriette, habla horas y horas al teléfono con sus amigas… Resumiendo, se cree que está en un hotel y mamá no dice nada.
– ¿Mamá ha vuelto a ver a Henriette?
– Cenaron juntas las tres y desde entonces, no la hemos vuelto a ver.
– Pero bueno, ¡sí que pasan cosas aquí cuando no estoy!
Iris sacó sus compras de las bolsas y las colocó sobre la cama. Cada vez que sacaba un vestido, recordaba la mirada de Hervé. Se rio acariciando la piel blanda y suave de un bolso Bottega Veneta. Un gran capazo acolchado en piel plateada. ¡Soñaba con uno! Había elegido, además, un vestido de algodón color marfil y sandalias a juego. El vestido tenía un cuello chal escotado, la cintura estrecha, pliegues que caían en corola fluida. Le quedaba perfecto. Podría ser un vestido de novia…
Habían comido, mirándose a los ojos. Él le había hablado de negocios. Le había explicado cómo la empresa de plásticos número cinco compraba a la número cuatro para convertirse, quizás, en la número uno mundial. Después había farfullado: «Debo de estar aburriéndola. ¡No se debería hablar nunca de negocios con una mujer hermosa! Vamos a ir de compras para recompensarla por haberme escuchado atentamente…». Ella no se había negado. El colmo de la virilidad, según ella, era un hombre que la cubría de regalos. Él la había dejado en una parada de taxis, le había besado la mano. «Desgraciadamente, tengo que volver a trabajar». «¡Qué hombre tan exquisito!».
Sus primeros regalos. Ya se estaba animando. Pronto llegaría el primer beso, la primera noche juntos, ¡un fin de semana, quizás! ¡Y para terminar la marcha nupcial y el anillo en el dedo! ¡Lala lalala! No podría casarse de blanco, por supuesto, pero el vestido color marfil serviría. Se casarían en verano… Se tumbó sobre la cama frotando el vestido contra su cuerpo.
Simplemente debía tener paciencia. No era el tipo de hombre que te daba un revolcón en una esquina, ni te acosaba. Le telefoneaba por la mañana, preguntaba si estaba libre para comer, se citaba con ella en un restaurante y se comportaba con tal galantería, que nadie hubiese podido pensar que eran íntimos. ¡Pero si no somos todavía íntimos! Aún no me ha besado. Él le había propuesto ir a comer al parque de Saint-Cloud. Es muy agradable en verano, podremos pasear por las alamedas. Ella había comprendido que sería entonces cuando la besaría, y se había ruborizado. Con él volvía a sentir las emociones de la adolescencia.
A veces le costaba ocultar sus sentimientos hacia Joséphine. Su falta de seguridad, su torpeza la irritaban cada vez más. Y además… no conseguía perdonarle del todo el escándalo del libro. Si tenía una cuenta en el banco bien llena, ¡era gracias a ella! Sentía hacia Jo una aversión celosa. Llegaba incluso hasta verse obligada a marcharse bruscamente, cuando Joséphine se ponía a hablar de sus estudios para su tesis, su HDI, DIH o IHD, no recordaba nunca el orden de esas iniciales bárbaras e incordiantes. Sin embargo, dadas las circunstancias, la vida era más agradable en casa de su hermana que sola, en la suya, con esa Carmen pegajosa como el papel matamoscas. Y además… Hervé no estaba lejos. Ella se había dado cuenta de que él elegía siempre citarse en lugares donde no le conocían. Nunca le veía los fines de semana. Esperaba, el lunes por la mañana, a que sonase su móvil. Había elegido una música especial para él. Colocaba el móvil sobre la almohada. Esperaba tres, cuatro timbrazos y después respondía. Debía reconocer que pasaba el tiempo esperándole. No tengo elección, reflexionaba, lúcida. El mes de agosto se acercaba. Su mujer y sus hijos se irían de vacaciones a la gran casa de Belle-Île.
Desplegó una gran blusa blanca de cuello alto. Para esconder las arrugas del cuello. Quitó los alfileres, el cartón y la extendió sobre la cama. Se pinchó el dedo con un alfiler y constató, abatida, que había caído una gota de sangre sobre el hermoso vestido Bottega Veneta.
Soltó un taco de rabia. ¿Cómo se quitaba la sangre de una tela de algodón marfil? Tendría que llamar a Carmen.
Henriette salió de la estación de metro Buzenval, y giró a la derecha en la calle Vignoles. Se detuvo ante el edificio decrépito de Chérubine y cogió aire. El dedo del pie derecho le dolía y el nervio ciático le molestaba en la cadera. Ya no tenía edad para coger el metro, bajar y subir escaleras, encontrarse aplastada contra anónimos de axilas apestosas. Ya podía haberse quitado el sombrero y vestirse con ropa barata, siempre tenía la impresión de que la gente se quedaba mirándola. De que sabían que escondía billetes en las copas del sujetador. Apretaba los brazos contra sus senos para prevenir el asalto de algún grosero de piel oscura, y ponía una expresión desagradable de vieja malcarada a la que no hay que acercarse. A veces, cuando percibía su reflejo en la ventanilla del metro, ¡se asustaba! Se reía, la nariz hundida en su bufanda perfumada de «Jicky» de Guerlain. Se inundaba de «Jicky» cuando cogía el metro. Era la única forma de no desmayarse. Nunca la habían agredido y, cuanto más cogía el metro, más exageraba el gesto y más adusta se volvía.
Emprendió la lenta subida de las escaleras del edificio de Chérubine, sintió el estómago revuelto por el olor a col rancia, hizo una pausa en cada descansillo, y alcanzó por fin el tercer piso. Palpó su sujetador y suspiró. ¡Cómo amaba a esos billetes! ¡Que tiernos eran al tacto! Hacían un ruido suave, enternecedor, un ruido de pajarito colocándose las plumas. ¡Seiscientos euros! Por plantar agujas. No era un regalo. Y los resultados, ya no los veo. Ya puedo pasarme el día bajo las ventanas de Marcel, que no veo el menor cuerpo aplastado sobre la acera. Pregunto a la sirvienta, en vano. Ni accidente, ni suicidio. A este ritmo, mi cuenta en el banco se va a vaciar tan rápido como una bañera de agua sucia. Ya voy por el sexto pago. Seis veces seis, treinta y seis, es decir tres mil seiscientos euros dilapidados. ¡Mucho! Demasiado.
Vio el cartel colocado sobre el timbre: Llame aquí si está perdido. ¿Estoy perdida yo? ¿Soy una de esas pobres mujeres perdidas, dispuestas a todo para volver con su hombre? Ni hablar. Disfruto de un celibato voluntario, y estoy a la cabeza de una floreciente empresa ahorrando hasta el último céntimo. Acumulo, acumulo y nunca me lo he pasado tan bien. Desvalijo mendigos, hurto, despojo, y consigo vivir sin desembolsar ni un céntimo. Y, al mismo tiempo, ¡me dejo una fortuna en manos de esa charlatana obesa! Hay algo aquí que no funciona, mi querida Henriette. ¡Reflexiona! Contempló el cartel durante un largo instante, y declaró en voz alta: «¡Pues bien, no llamaré!».
Y dio media vuelta.
Estaba perdiendo el rumbo, pensó en el trayecto de vuelta de la línea 9, palpándose las copas, escuchando su dulce ruidito. ¿Acaso me importa que Josiane y Marcel se soben? ¿No soy más feliz ahora? Me ha hecho un favor largándose. Ha dado un sentido a mi vida que antes no tenía, hay que reconocerlo. Hoy, como dicen los jóvenes cretinos, me lo paso pipa.
Ayer mismo, había robado en Hédiard. Sí, robado. Había entrado para hacer su numerito habitual de anciana llorona erosionada por la vida -se había calzado sus alpargatas rotas, y se había puesto su abrigo de pobreza pues, como es bien sabido, los pobres se visten igual en verano y en invierno- y estaba esperando para lanzar su largo lamento, cuando se dio cuenta de que estaba sola en la tienda. Las vendedoras estaban en el sótano, ocupadas chismorreando o simulando trabajar. Había abierto su gran capazo y lo había llenado: Sancerre tinto, vinagre balsámico (ochenta y un euros el frasquito de cincuenta centilitros), foie gras, fruta escarchada, bombones, crema de pepino, crema al pesto, anacardos, pistachos, pastelitos, nems, rollitos de primavera, lonchas de pierna de cordero, huevos en gelatina, quesos varios… Había arramblado con todo lo que tenía a mano. El capazo pesaba mucho, muchísimo. Casi se había dislocado el hombro. ¡Pero qué placer! Chorros de sudor cálido caían a lo largo de sus brazos. No es más que justicia: robaba a los pobres y, ahora, ¡robo a los ricos! La vida es formidable.
Debía de tener el cerebro al ralentí cuando me puse en manos de la obesa. Había dejado mi razón en el guardarropa. Podría hasta denunciarla a la policía, a esa Chérubine. Estoy segura de que sus manejos son ilegales. ¡Y no debe de declarar ni un solo céntimo! Si me amenaza con sus agujitas, se lo advierto: la entrego a la policía y al fisco. Se lo pensará dos veces.
¡En fin! Acabo de salvar seiscientos euros. Seis adorables billetes de cien euros que duermen felices, apoyados en mi seno. ¡Mis pequeños! ¡Aquí está mamá que os cuida, descansad tranquilos!
Y además, ya era hora de que cesase esos vaciados salvajes de la cuenta común. Marcel habría acabado sospechando algo. Estaría tentado de investigar esas salidas injustificadas de dinero.
Se había librado de una buena.
Bendecía ese día de julio en el que recuperaba su sentido común. ¡Vaya cara que lleva la gente en esta línea! No es culpa suya si no sonríen. Son pobre gente. Obligados a realizar un trabajo ingrato para subsistir, no se les puede pedir, además, que huelan bien y sonrían. Aunque el jabón no sea caro…
Además, se dijo, arrastrada por una ola de felicidad, en la vida hay que saber perdonar y ¡mira!, le perdono que se haya ido. Le perdono y voy a darle a mi abogado orden de iniciar el proceso de divorcio. Le exprimiré hasta la última gota, pero le devolveré su libertad. Me quedaré con el piso, y doblaré la pensión que me propone. Con todo el dinero que gano quitándoselo a los pobres y a los ricos, ¡me voy a hacer millonaria!
Salió del metro, más contenta que unas pascuas, trepó por las escaleras a paso ligero, sosteniendo sus senos a dos manos, y dejó caer una moneda de veinte céntimos en el platillo de un mendigo, tumbado sobre los escalones del metropolitano.
– Gracias, querida señora -dijo el viejo levantando su gorra-. ¡Dios se lo devolverá multiplicado por cien! Dios reconoce siempre a los suyos.
Joséphine estaba deprimida.
Joséphine vivía enclaustrada en su habitación. Pilas de informes rodeaban su cama. Saltaba por encima de ellas para acostarse.
Ya no tenía ganas de bajar a la hermosa portería de colores de Iphigénie. Se había convertido en el salón de moda, donde se habla y se comenta sin descanso los recientes asesinatos. Allí corrían los rumores más insensatos. Es un cura que, molesto por su voto de castidad, se rebela contra Roma. Es el carnicero, lo he visto en una película, es el que tiene los cuchillos más afilados. ¡No! Es un adolescente harto de su madre demasiado rígida; cada vez que le castiga, elige una víctima, una mujer sola, por la noche. Es un parado, un antiguo directivo, que no digiere su suerte y se venga. ¿Y por qué las pesquisas de la policía se concentran en el edificio A? Otra vez se quedan ellos con el protagonismo, suspiraba la dama del caniche.
Cada uno tenía su culpable ideal y destacaba los detalles sospechosos, los rostros carcelarios, los impermeables blancos. Cuando Iphigénie veía a Joséphine, le hacía grandes gestos para que se uniese a ellos. Joséphine era una fuente interesante: había sido convocada varias veces por el inspector Garibaldi. Debía de tener información inédita. Joséphine se acercaba a su pesar. Escuchaba, asentía con la cabeza, respondía no sé gran cosa, y acababan mirándola con hostilidad, con aspecto de decirse, no somos lo suficientemente buenos para usted, ¿verdad?
Solo en una esquina, refugiado en un mutismo doloroso, el señor Sandoz devoraba a Iphigénie con la mirada. Intentaba hacer oír su queja amorosa, pero Iphigénie tenía otras cosas de las que ocuparse, y le escuchaba distraída. El se confiaba a Joséphine en voz baja, escondiendo sus uñas que nunca le parecían lo suficientemente limpias:
– No se atreve a decirme que soy demasiado viejo. Y sin embargo, hago todo lo posible por agradarle…
– Está haciendo usted demasiado -respondía Joséphine, que escuchaba un eco de su propia pena en la melancolía del señor Sandoz-. Amor no rima con prisa, muy al contrario… Es lo que me repite mi hija mayor, que es una experta en seducción.
El cuello de la camisa del señor Sandoz terminaba en dos puntúas blancas retorcidas, y llevaba una corbata negra de punto.
– No consigo aparentar indiferencia. Se lee en mi cara como en un libro abierto…
Tenemos el mismo problema, se dijo Joséphine, yo también soy previsible y transparente. A él le han bastado veinticuatro horas para cansarse.
El señor Sandoz volvía a la portería. Dejando flores y bombones sobre la pequeña consola Ikea. Eternamente vestido con un traje gris, una camisa blanca y un impermeable blanco, que llevaba en cualquier época del año. Parecía un paseante endomingado.
– Sin querer ofenderle, no es una cuestión de edad, es que… es usted demasiado gris para Iphigénie.
– Señora Cortès, yo, gris, tengo en todas partes. Tengo el corazón lleno de hollín…
También ella iba a cubrirse pronto de hollín.
Hacía dieciséis días que se habían separado en el andén de Saint Paneras. Marcaba los días dibujando rayitas en el margen de un cuaderno. Había empezado contando las horas, después había renunciado. Demasiadas rayitas que le ennegrecían la moral. Dieciséis días sin ninguna noticia de Philippe. Cada vez que sonaba el teléfono, su corazón se embalaba, escalaba la montaña, y volvía a caer como la roca de Sísifo a sus pies. Nunca era él. Pero ¿por qué no llama? Se había hecho una lista de razones y argumentaba cada propuesta.
¿Ha perdido su móvil y mis números? Poco probable.
¿Ha tenido un accidente? Lo hubiese sabido.
¿Está desbordado de trabajo? No vale.
Ha vuelto a ver a Dottie Doolittle. Posible. Y garabateaba un par de manoletinas y de pendientes.
Todavía quiere a Iris. Posible. Y dibujaba dos grandes ojos azules y rompía la mina de su lápiz.
Se siente incómodo ante Alexandre. O ante Zoé. Probable. ¿Acaso yo misma no he ocultado a las niñas que lo había visto en Londres?
O si no…, y el lápiz volvía a caer sobre la hoja.
Se había cansado después de haberla conquistado.
No le ha gustado el olor de mi cuerpo, la venita sobre mi cadera izquierda, el gusto de mi boca, el ligero pliegue de mi rodilla derecha, el borde de mi labio superior, la consistencia de mis encías… He roncado, me he entregado demasiado, no lo suficiente, he sido una pava, una boba, no beso bien, hago el amor como un adorno de jardín.
¡No se rompe con una mujer porque el espacio entre su nariz y su boca no es lo suficientemente grande, o sus encías son blandas! ¿Y por qué no? ¿Y si, en ese espacio, se ha creado un ideal de belleza, de perfección? Recordaba haber cortado, al final del bachillerato, con Jean-François Coutelier, porque sostenía que el padre Goriot tenía dos hijos. «¡No! Dos hijas, Anastasia de Restaud y Delphine de Nuncigen». «¿Estás segura? Y sin embargo yo pensaba que eran dos hijos». Le había mirado y toda la belleza de Jean-François Coutelier se había evaporado.
El deseo. Ese perfume que nunca se puede guardar en un frasco. Ya se le puede rogar, suplicar, retorcerse las manos, ofrecerle una fortuna, seguía siendo volátil y voluble.
Apeló a su padre. Te necesito, hazme una señal. Estoy hecha trizas. «… pero cuando salgas, ángel mío, con el corazón lleno de alegría, cuídate en la sombra de la pérfida naranja». «¿Y eso qué es? ¿Una cita?». «No. ¡Una advertencia! Con múltiples utilidades».
Se había caído por la escalera del hotel tras haber resbalado con una naranja.
¿Iba a perder a Philippe por culpa de una «pérfida naranja»?
Tecleó «naranja» en Google. Orange, la compañía de teléfonos, naranja, la fruta, Orange, la ciudad, La naranja mecánica, los festejos de Orange, la genealogía de los Orange. Pulsó sobre «Genealogía». Se remontó a Philibert de Chalón, príncipe de Orange, nacido en Lons-le-Saunier, que traicionó al rey de Francia, Francisco I, y se unió a las tropas de Carlos Quinto. Un traidor. Philippe me traiciona. Se ha echado en los brazos de la pérfida Albión. Lons-le-Saunier, leyó sobre la pantalla, la ciudad natal de Rouget de Lisie.
Se acurrucó en su sillón preferido, el asiento estaba bien relleno, los brazos mullidos y el dorso le sostenía bien los riñones. Mi amor se desgasta: un beso contra el horno, una cita de Sacha Guitry, una escapada a Londres y una larga espera que me deja sin aliento.
Volvía a sumergirse en su HDI y trabajaba. Hojeaba sus notas. ¿Dónde estaba? ¿En el imán que se posa sobre el vientre para conservar el niño deseado, o entre las piernas para abortar? ¿En la carta de los artesanos que exigía que el trabajo sólo se efectuara a la luz del día? Algunos maestros, para aumentar el rendimiento de sus obreros, les hacían trabajar a la luz del candil, una vez caída la noche, lo cual estaba prohibido. De ahí la expresión «trabajar en negro». Sus pensamientos vagabundeaban en desorden.
Había visto a Luca, de lejos, tras los setos de la plaza. Daba vueltas alrededor del edificio, las manos en los bolsillos de la parka. Ella se había refugiado con Du Guesclin detrás de un árbol, y había esperado a que se alejara. ¿Qué quería? ¿Se había enterado por la portera de que había ido a su casa, y conocía su doble identidad? No se atrevía a confesárselo, pero tenía miedo. ¿Y si la tomaba con ella? Du Guesclin había gruñido al percibirlo. Y se le había erizado el pelo.
Los investigadores de la brigada criminal parecían creer que el asesino vivía en el edificio. Las pesquisas se ciernen sobre todos ustedes, había dicho el inspector Garibaldi. «¿Por qué no denunció enseguida su agresión en noviembre? ¿Estaba protegiendo al culpable? ¿Lo conocía?». «¡No!», balbuceaba Joséphine, cada vez que le hacía esa pregunta -debía de ser una técnica de interrogatorio eso de hacer cien veces la misma pregunta-, «no quería preocupar a mi hija, Zoé. Su padre murió devorado por un cocodrilo, me decía que no necesitaba otra tragedia…». Él la contemplaba sacudiendo la cabeza con aire dubitativo. «¿Le plantan un cuchillo en el corazón y la primera cosa en la que piensa es en proteger a su hija?». «Por supuesto…». «Ah… ¡A eso se le llama masoquismo o no sé nada del tema! ¿Y cómo escapó a todas esas puñaladas?». Joséphine le miraba, incrédula. ¡Ya había respondido a esa pregunta! «Gracias a un paquete enviado por los amigos de mi marido, que contenía una zapatilla de deporte». El inspector sonreía, con aspecto divertido. «¡Una zapatilla de deporte! Anda… ¡Qué original! ¡Deberíamos siempre llevar una cuando salimos por la noche!». Y encadenaba con una cuestión sobre Inglaterra. «Y como por casualidad, estaba usted en Londres cuando la capitán Gallois fue asesinada… ¿Era para fabricarse una coartada?». «Fui a ver a mi editor inglés. Puedo probarlo…». «Estaba usted al corriente de que ella no la apreciaba». «Lo había notado». «Ella tenía una cita con usted al día siguiente en que fue…». «Lo ignoraba». «De hecho, dejó una nota… ¿Quiere usted leerla?».
Le había tendido una hoja en blanco en la que la capitán había escrito en grueso, con rotulador negro: Profundizar RV. <strong><strong>[25]</strong></strong> Profundizar RV. Profundizar RV. «Debía de querer hacerle otras preguntas durante esa cita. ¿Existía alguna disputa entre ustedes dos?». «No. Su animosidad me extrañaba. Me decía que no le gustaba mi cara». «¡Ah», se había reído él. «¡Así es como llama usted al hecho de ser interrogada! Va a tener que encontrar otra cosa… O un buen abogado. Lo tiene usted muy mal…». Ella había estallado en sollozos. «¡Pero si le estoy diciendo que yo no he hecho nada!». «¡Eso, señora, es lo que dicen todos! Los peores criminales lo niegan todo, y juran por su madre que no han hecho nada…». Había tamborileado sobre la mesa de su despacho con los índices, imitando un solo de batería. Había interrumpido su numerito cuando otro policía había abierto la puerta del despacho. «Oye… Tenemos un nuevo testimonio ¡Un bombón! Una amiga de la camarera. Ha vuelto de un viaje de tres meses a México y acaba de enterarse de lo de su amiga. Deberías venir». «Bueno…», había concedido el inspector, «ya voy, y en cuanto a usted, puede irse, pero lo suyo no está claro. Si fuera usted ¡me lo pensaría!».
Se cruzaba con sus vecinos cada vez que salía del despacho del inspector. Estaban esperando, sentados sobre bancos de madera, en el pasillo de paredes deslucidas. No osaban hablar. Se sentían ya culpables. El señor y la señora Merson refunfuñaban, Pinarelli hijo sonreía finamente, como si conociese secretos exclusivos y sólo estuviese allí para hacer de figurante, y en cuanto a Lefloc-Pignel y los Van den Brock, estaban ofendidos.
– ¡No podemos hacer nada! Si nos negamos a presentarnos, nos encierran -se escandalizaba la señora Van den Brock, cuyos ojos giraban frenéticamente en todos los sentidos.
– ¡No, mujer!-la temperaba su marido-. Es insoportable, cierto, pero debemos plegarnos al procedimiento. No sirve de nada enfadarse y debemos, por el contrario, responder con una gran calma.
La señora Lefloc-Pignel había presentado un certificado médico para evitar los interrogatorios.
¿Y por qué el asesino debería ser uno de nosotros?-se interrogaba Joséphine-. ¿Acaso el tío de esa Bassonnière, con su fichero, perpetúa el espíritu de venganza de la familia, furiosa por haberse visto relegada al fondo del patio? La señorita de la Bassonnière tenía fichas de todo el mundo. ¡No sólo del edificio A! E incluso si yo conocía a tres de las cuatro víctimas, ¡eso no me convierte en cómplice! Y la camarera ni siquiera sé quién es. Esta historia no se sostiene. Es la capitán quien les ha puesto sobre mi pista. La puse de los nervios desde nuestra primera entrevista. Produzco ese efecto en ciertas personas: me ven blandengue, inerte, léase estúpida. ¿O acaso a ella no le había gustado mi libro? Hubiese querido ser escritora y le habían rechazado tres manuscritos. Y se decía ¿por qué ella y no yo? Profundizar RV. Profundizar RV. Ni siquiera está bien escrito. No se profundiza una entrevista, se profundiza una idea.
Se levantó y se fue a buscar el diccionario. Lo consultó y murmuró, tenía razón, el verbo profundizar: «Posee en sí el sentido abstracto de ahondar, analizar a conciencia». No se profundiza una cita, se propone, se prepara, se planifica, se organiza, se cancela, se aplaza, se retrasa, se escalona cuando hay varias. Y sin embargo, la capitán hablaba sin cometer errores lingüísticos, eso me había llamado la atención. Muy poca gente habla un lenguaje impecable.
Había escrito las dos letras en su cuaderno. RV, RV, RV… Rendez-vous, sí, pero también: Reseña Vaga, Razón Vacilante, Redoblar Vigilancia, Relacionar Variantes. Zoé sacó la cabeza por la puerta de la habitación, y lanzó una mirada inquieta a su madre.
– ¿Qué haces, mamá?
– Estoy trabajando…
– ¿Estás trabajando de verdad?
– No, estoy haciendo dibujos… -reconoció Joséphine, harta de dar vueltas a los mismos pensamientos.
– ¿Me los enseñas? -pidió Zoé con vocecita de intrusa.
– No son nada del otro mundo, ¿sabes?…
Zoé fue a sentarse sobre el brazo del sillón. Joséphine le tendió la hoja rellena de RV y preparó una respuesta a la curiosidad de su hija. No quería hablar de la investigación.
– Ah… -dijo Zoé, decepcionada, dejando caer la hoja-. ¿Estás aprendiendo a escribir mensajes de texto?
– No -dijo Joséphine, sorprendida-. Al contrario, cuando envío un mensaje, escribo conscientemente cada palabra completa ¡y espero que tú hagas lo mismo! Si no, vas a perder tu ortografía.
– ¡Oh! Yo lo hago. Pero los demás no. ¿Sabes qué me envió Emma, el otro día?
Zoé cogió un lápiz al lado de los RV de Joséphine:
– Un mensaje de cinco letras, QBRNK…
– ¡Eso no quiere decir nada! -exclamó Jo intentando descifrar las siglas.
– Sí…, no es evidente. Piénsatelo.
Joséphine releyó las letras, al derecho, al revés, pero no lo descubrió. Zoé esperaba, orgullosa de haber descifrado el enigma sola.
– Me rindo -dijo Joséphine.
– Pronuncíalas en voz alta. Siempre hay que leerlo en voz alta para entenderlo.
– ¿Cuberrenk? Sigue sin querer decir nada…
– Sí. Piénsatelo.
Joséphine retomó las cinco letras, las articuló lentamente y renunció.
– No lo consigo…
– Sí, escucha: Que BrNKa. Y después sólo queda una vocal… ¡Qué bronca!
– ¡Nunca lo hubiese adivinado!
– ¡A mí me llevó mis buenos cinco minutos! ¡Y eso que estoy acostumbrada!
– Mientras que yo soy una vieja y no tengo costumbre…
– Yo no he dicho eso, mamá.
Se pegó a Joséphine, le rodeó el cuello con los brazos y acercó su barriguita redonda. Zoé estaba en la edad en que se pasa de la mujer a la niña en un instante, en que se reclama un beso a un chico y un abrazo a la madre. A Joséphine le costaba imaginársela en brazos de Gaétan, aunque sus retozos serían inocentes todavía. Metió las dos manos bajo la camiseta de Zoé y la estrechó contra sí.
– ¡Eres la más guapa de las mamás!
– ¡Y tú siempre serás mi bebé!
– ¡Ya no soy un bebé! Soy mayor…
– Lo sé, pero para mí serás siempre mi bebé…
Hundió la cara en el pelo de su hija, cerró los ojos, aspiró un olor a champú a la vainilla y a jabón de té verde.
– Hueles bien. Dan ganas de comerte…
– Oye, mamá, no sé qué hacer…
– ¿Y Hortense dónde está?
– Ha ido a casa de Marcel. ¡No quiso que fuese con ella! Dijo que tenía que hablar de Mylène con él a solas…
– Así que te aburres…
– Venga, mamá, deja tu trabajo y vamos a pasear a Du Guesclin…
Joséphine sintió el cuerpo de Zoé languidecer pegado al suyo, y sintió unas terribles ganas de complacerla. Apartó sus papeles y se levantó.
– De acuerdo, amor mío.
– Pero sólo nosotras dos. ¡No nos llevamos a Iris!
Joséphine sonrió.
– ¿Crees realmente que tendría ganas de caminar alrededor de un lago con un perro tullido?
– ¡Oh, no! Prefiere hacer melindres con el bello Hervé… ¿Cree usted, Hervé? ¿Sabe usted, Hervé?… Dígame, Hervé, usted que es un hermoso Hervé… ¡Estoy deseando ir a la próxima cita, Hervé!
Joséphine se dejó caer sobre el sillón, aturdida.
– ¿Qué has dicho?
– Esto…, nada.
– Sí. ¡Repite lo que acabas de decirme! -ordenó Joséphine con la voz temblorosa.
– ¡Ella prefiere pavonearse con el hermoso Hervé! ¡Lefloc-Pignel, si prefieres! Cree que se va a divorciar y a casarse con ella. Eso no está bien, ¿sabes? Está casado y tiene tres hijos. No es que él me chifle, pero bueno… Eso no está bien.
Zoé continuó, pero Joséphine ya no la escuchaba. RV. ¿Y si la capitán Gallois se había referido a Hervé Lefloc-Pignel y Hervé Van den Brock?
Profundizar la pista de los dos Hervé. Había descubierto algo, o estaba a punto, cuando fue apuñalada. Recordó entonces la turbación de Lefloc-Pignel cuando ella había querido llamarle por su nombre de pila. En la terraza del café, frente a la comisaría, justo después de su primer interrogatorio. Se había vuelto hostil y glacial.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -murmuró, hundida en su asiento.
– ¿Qué te pasa, mamá?
Tenía que hablar sin falta con el inspector Garibaldi.
Al día siguiente, Joséphine se presentó en el 36 del quai des Orfévres.
Esperó una hora en el largo pasillo, y vio pasar a hombres apresurados que se llamaban cerrando las puertas de golpe y hablando a gritos. Se escuchaban risas que salían a ráfagas cuando se abrían las puertas, conversaciones que cesaban cuando las puertas se cerraban. Exclamaciones, timbres de teléfonos, dos o tres que salían a toda prisa, ajustándose las pistoleras bajo el brazo. «¡Venga, acelerando! ¡En marcha, que los tenemos! ¡Como siempre, colegas, tranquis!». Achaparrados, en vaqueros y cazadora de cuero, corrían precipitadamente. En medio de ese tumulto, ella esperaba, no tan convencida como la víspera, de la pertinencia de su visita. El tiempo pasaba, ella miraba el reloj, jugueteaba con la lengüeta de la correa, rascaba con la uña una ranura del banco y fabricaba una bolita negra y la lanzaba.
Por fin el inspector Garibaldi la hizo entrar en su despacho y la invitó a sentarse. Llevaba una bonita camisa roja y el pelo negro echado hacia atrás, como sujeto con una goma. La miraba de forma insistente y ella notó que se le calentaban las orejas. Se las tapó con el pelo, se lo alisó y se lo contó todo: la escena del café con Lefloc- Pignel, su cambio de actitud cuando ella había querido llamarle por su nombre de pila y cómo se había enterado, entonces, de que Van den Brock y él se llamaban los dos Hervé.
– ¿Sabe?, cuando pensaba en ellos, decía Lefloc-Pignel y Van den Brock. Se habían convertido en sus nombres. Además, como son apellidos compuestos, son ya suficientemente largos y…
Hizo una pausa y él le dijo con delicadeza:
– La escucho, señora Cortès, continúe…
– Y entonces, ayer, estaba intentando trabajar en mi HDI, es un diploma de fin de estudios universitarios, una larga tesis de miles de páginas que se presenta ante un jurado de profesores de universidad, es muy arduo, al menor error, te suspenden. Además, soy muy joven para presentarme y no me pasarán ni una…
Levantó la cabeza. El no parecía exasperado por su lentitud. Mantenía su mirada negra bajo un paraguas de cejas gruesas. Ella adquirió confianza y se relajó. Al final ese hombre no era tan terrible. Ya ni siquiera le parecía amenazante. Debía de tener una mujer, hijos, volvía a casa por la tarde, veía la televisión haciendo comentarios sobre su jornada. Su esposa le escuchaba mientras planchaba, arropaba a sus hijos en la cama. En resumen, un hombre como los demás.
– Yo estaba allí, pensando en lo que usted me había dicho, en vez de trabajar. No comprendo que sospechen de mí. ¿Cómplice de qué? ¿Cómplice por qué? Así que reflexionaba. Y volví a pensar en su historia de «profundizar RV»… Escribí en un papel «profundizar RV» y aquello no encajaba. Soy muy sensible al estilo, a las palabras, eso procede seguramente de mi formación literaria, así que estaba dando vueltas a esas palabras cuando mi hija pequeña entró…
– ¿Zoé? -dijo el inspector.
– Sí. Zoé.
Recordaba su nombre de pila. Era un punto positivo. Quizás tuviese también una pequeña Zoé. Cuando nació, habían dudado entre Zoé y Camille, pero a Joséphine le había parecido que Zoé sonaba más fuerte, que era como darle una ventaja suplementaria. Y además quería decir «vida» en griego. Antoine había acabado plegándose a su opinión.
– Zoé entró en su habitación y… -repitió el inspector, sacándola de su ensoñación.
Ella continuó intentando ser clara y precisa. Sentía que sus orejas recuperaban su temperatura normal. Él escuchaba, hundido en su sillón. Le faltaba un botón de la camisa. Cuando llegó al QBRNK y al RV que adivinaba Hervé, exclamó: «¡Joder!», arrastrando la primera sílaba y golpeando la mesa del despacho con la palma de la mano. Los objetos dispuestos sobre la mesa saltaron, y Joséphine se estremeció.
– Disculpe mi lenguaje -dijo él, dominándose- pero acaba usted de ayudarnos mucho, señora Cortès. ¿Podría pedirle que no dijese ni una palabra a nadie de nuestra conversación? A nadie. ¿Me comprende? Está en juego su seguridad.
– ¿Tan importante es? -murmuró Joséphine con una vocecita inquieta.
– Va usted a pasar al despacho de al lado y le tomarán declaración escrita.
– ¿Cree usted que es útil que yo declare?
– Sí. Esta usted mezclada en una extraña historia… No tenemos aún todos los implicados y los móviles, pero puede ser que usted nos haya aportado un detalle determinante para proseguir con el caso.
– ¿Cree usted que eso tiene algo que ver con los diferentes crímenes…?
– ¡Yo no he dicho eso, no! Y estamos lejos, muy lejos aún. Pero es un detalle y, en este tipo de casos, avanzamos gracias a los detalles… Un detalle más otro detalle conducen a menudo a la resolución de un asunto que parece muy enrevesado. Es como un rompecabezas…
– ¿Puedo preguntarle por qué sospechó usted de mí? -preguntó Joséphine, armándose de valor.
– Nuestra profesión es sospechar del entorno de las víctimas. El asesino, ¿sabe?, a menudo es alguien cercano. Lo que no encaja en usted es el silencio que mantuvo tras su primera agresión. Cualquier otro, en su caso, hubiese corrido a refugiarse en la comisaría y lo hubiese contado todo. Enseguida. Usted no sólo evitó venir a declarar la agresión, sino que esperó varios días y se negó a denunciarla. Se limitó a hacer una declaración… Como si conociese al culpable y quisiese protegerlo.
– Ahora puedo decírselo… Primero pensé en Zoé, pero creo también que sospeché de mi marido.
– ¿Antoine Cortès?
El inspector retiró un informe de la pila y lo abrió. Lo hojeó y leyó en voz alta.
– Fallecido a los cuarenta y tres años, entre las fauces de un cocodrilo en Kilifi, Kenya, tras haber dirigido durante dos años un criadero por cuenta de un chino, el señor Wei, con domicilio en…
Y enumeró toda la vida de Antoine. Fecha y lugar de nacimiento, el nombre de sus padres, su encuentro con Mylène Corbier, su trabajo en Gunman, sus relaciones, sus estudios, sus préstamos bancarios, el número que calzaba. No olvidó su sudoración extrema. Un resumen de la vida de Antoine Cortès, Joséphine le escuchaba, estupefacta.
– Está muerto, señora. Usted lo sabe. La embajada de Francia lo investigó y llegó a la misma conclusión. ¿Qué le hace pensar que podría estar vivo y que habría simulado su desaparición?
– Creí verlo en el metro, un día… De hecho, estoy segura de haberlo visto. Pero hizo como si no me reconociera. Y además, mi hija, Zoé, recibió cartas suyas. Escritas con su letra.
– ¿Tiene usted esas cartas?
– Las conserva mi hija…
– ¿Podría traérmelas?
– Hablaba de su convalecencia, de cómo había escapado al cocodrilo, y pensé que no estaba muerto, que había vuelto, que había querido asustarme…
– O eliminarla… ¿Y por qué razón?
– Estoy contando tonterías, tengo una imaginación galopante, ¿sabe usted?
– No. Respóndame.
Joséphine se retorció las manos y sus orejas volvieron a incendiarse.
– Fue en noviembre, creo. Estaba buscando un tema para una novela y arrancaba con cualquier cosa… Me dije que podría ser él porque era débil, quería tener éxito a cualquier precio, y era capaz de odiar a quienes lo han conseguido. A mí en primer lugar. Sé que es horrible lo que digo, pero lo pensé… En el mundo de hoy es terrible ser un perdedor. Te aplastan, te desprecian. Eso puede generar odios, cóleras, una necesidad irreprimible de venganza…
Él tomaba notas mientras interrogaba.
– ¿En qué línea de metro le vio por primera vez?
– Sólo lo vi una vez. En la línea 6, pero sobre todo no me tome usted en serio. Fantaseaba. Quizás no era él. A él le horrorizaba el rojo, y ese día llevaba un jersey rojo de cuello vuelto y eso, conociendo a Antoine, es imposible.
– ¿En esto se basa? Detestaba el rojo así que no puede ser él… ¡Es usted desconcertante, señora Cortès!
– Es un detalle y como usted dice los detalles son importantes. Antoine era muy estricto con ciertos principios…
– No con todos -le interrumpió Garibaldi-. Tengo en este informe varias descripciones de riñas violentas que tuvo con sus colegas de allí, en Mombasa. Peleas al final de la velada, una de ellas acabó mal y su marido se vio implicado… Murió un hombre.
– Eso no es posible. ¡Antoine, no! ¡Era incapaz de matar un mosquito!
– Ya no era el mismo hombre. Un hombre cuyos sueños se hunden puede volverse peligroso.
– Pero no hasta el punto de…
– ¿De intentar eliminarla? Piénselo: usted ha tenido éxito, él ha fracasado. Usted se ha quedado con sus hijas, ha ganado mucho dinero, ha alcanzado un puesto en la vida y él se ha sentido humillado, ultrajado. Le echa la culpa a usted, se obsesiona. La próxima vez que busque una idea para una novela, venga a verme. ¡Yo le contaré historias!
– No es posible…
– Todo es posible y la realidad, en este campo, sobrepasa a menudo a la ficción.
Una mosca gruesa se paseaba sobre el informe de Antoine. Me he convertido en una chivata, se dijo Joséphine hundiendo las uñas en la carne de sus brazos.
– Vamos a emitir una orden de búsqueda. Usted misma decía que él podía llegar a ser bastante amargado y resentido, como para atacar a las mujeres que le habían rechazado, ofendido o amenazado como parece ser el caso de la señorita de Bassonnière, que enviaba cartas envenenadas a un montón de gente…
– ¡Oh, no! -exclamó Joséphine, horrorizada-. ¡Nunca he dicho eso!
– Señora Cortès, estamos ante un caso importante. Un asesino en serie que elimina a mujeres fríamente. Y siempre siguiendo el mismo método. Piense en la camarera… Valérie Chignard, veinte años, había venido a París para ser actriz y trabajaba para pagarse las clases de teatro. Tenía toda la vida por delante y un montón de sueños. No hay que despreciar ninguna pista… Tenemos un enorme dossier sobre él, que encontramos entre las notas de la señorita de Bassonnière. Además, parece ser que su marido ha cometido, digamos, algunas irregularidades financieras antes de desaparecer… Sería, pues, interesante saber si ha simulado su muerte o si está realmente muerto.
– ¡Pero si yo no he venido aquí por eso! -exclamó Joséphine, a punto de llorar.
– Señora Cortès, cálmese. No he afirmado en ningún caso que su marido sea un criminal, sólo he dicho que vamos a investigar entre la gente que anda por el metro… con el fin de eliminar o de confirmar una hipótesis. Así podrá usted librarse de esa horrible sospecha. Debe de ser terrible sospechar de su marido. Porque lo ha pensado usted, ¿verdad?
– Nunca lo pensé, sólo me vino a la mente. ¡Es muy distinto! ¡Y no he venido aquí para acusar a Antoine, ni de hecho para acusar a nadie!
Nunca, nunca volveré a meterme en lo que no me importa. Pero ¿cómo se me habrá ocurrido? Me he sentido confiada, creí que podría hablar libremente, expresar esa idea que, es cierto, me atormenta, ¡pero de ahí a denunciar a Antoine!
– ¿Tiene usted otras sospechas, señora Cortès? -preguntó el inspector con voz edulcorada.
Joséphine dudó, pensó en Luca, en su violencia, en el cajón que había lanzado a una vecina, murmuró: «Tengo…» y calló. Nunca más se confiaría a un inspector de policía.
– No. Nadie. ¡Y lamento haber venido a verle!
– Ha ayudado usted a la policía de su país y, quién sabe, quizás también a la justicia…
– No volveré a decir nada. ¡Incluso si el asesino me lo confesase todo y me diese todos los detalles!
El esbozó una sonrisita y se levantó cuan alto era.
– Entonces me vería obligado a detenerla por complicidad. Como sospechaba desde el inicio de la investigación.
Joséphine le miró con la boca abierta. ¡No iría a empezar de nuevo!
– ¿Puedo marcharme? -preguntó, desamparada.
– Sí. Y recuerde: ¡ni una palabra a nadie! Y si vuelve a ver a su marido, intente ser un poco más precisa en su testimonio. Anote la fecha, la hora, el lugar, las circunstancias. Eso nos ayudará.
Joséphine asintió con la cabeza, temblorosa, y salió sin tenderle la mano ni decirle adiós.
En el viejo patio empedrado del 36 del quai des Orfévres, vio a Pinarelli hijo, ejecutando una serie de llaves marciales ante un joven inspector en vaqueros y polo Lacoste. Se movía con agilidad y realizaba contundentes ataques, que el joven esquivaba con dificultad.
Se interrumpió al verla y se acercó a ella.
– ¿Y bien? ¿Qué hay de nuevo? -preguntó con mirada ansiosa.
– La rutina. Ni siquiera sé por qué me convocan. ¡Debe de ser una manía suya!
– No se equivoque, saben muy bien lo que hacen. ¡Son buenos, muy buenos! Están desplegando una cortina de humo, interrogan a todo el mundo, nos sacan información, simulan escucharnos, pero nos dirigen suavemente hasta donde quieren llegar.
Y yo he caído en su trampa, se dijo Joséphine. De cabeza. Garibaldi ha escuchado mi pequeña elucubración sobre los RV, ha simulado estar interesado y después ha seguido con Antoine. O más bien he sido yo quien ha puesto a Antoine sobre la mesa. Sin que él me pidiese nada.
– ¡Un hombre atractivo, ese Garibaldi! Parece ser que hace estragos entre el género femenino. ¡Un listillo! Empieza por incomodarte, te hace creer que sospecha de ti, te desestabiliza y ¡hop! Te suelta la estocada. ¡Como en el kravmagá! ¿Conoce usted el kravmagá?
– No creo…
– Estaba haciendo una demostración al joven inspector. Lo llevó a la práctica el ejército israelí. Para matar al enemigo. No es ni un deporte, ni una disciplina, es el arte de matar en un instante. Todos los golpes están permitidos. Se pueden golpear las partes genitales e insultar al enemigo…
En su mirada surgió un resplandor de placer.
Recordó la forma en la que había agredido a Iphigénie. La violencia del golpe que le había dado cuando ella quiso intervenir, y su agilidad subiendo las escaleras. Podría contárselo a Garibaldi. Le daría una nueva pista. ¡Ya es hora de salir de aquí! Estoy viendo asesinos por todos lados.
En la calle levantó la vista y vio Notre-Dame de París. Permaneció un buen rato contemplando la fachada, hizo una mueca de disgusto al ver los autocares llenos de turistas que se dirigían a la catedral. Había dejado de ser un lugar de culto, se había convertido en el Lido o en el Moulin-Rouge.
Miró su reloj. Había pasado dos horas en las dependencias policiales. Durante dos horas, no había pensado en Philippe.
El Sapo estaba de paso por Londres y comía con Philippe. Había elegido el restaurante del Claridge, y arañaba el mantel blanco con sus uñas cortas y cuadradas.
– ¿Tú sabes lo que quieren las tías de hoy? Pasta. Punto final. Yo, que no soy un canon de belleza, ¡me las tiro a todas! Hace poco una que me había mandado a paseo durante un cóctel me volvió a llamar. ¡Sí, sí, tío! Se enteraría de lo que pesaba y vino a arrastrarse a mis pies. ¡Lo pagó caro! ¡Lo que la humillé! ¡Ni te cuento!
– Es inútil -dijo Philippe con voz suave pero firme.
– ¡Le hice hacer las cosas más asquerosas y ella tragó! Y cuando digo «tragó»…
Philippe le hizo una señal para que no entrase en detalles, y el Sapo adoptó una expresión de decepción. Sus deditos impacientes daban golpecitos sobre el mantel blanco.
– Todas unas zorras, te lo digo yo. De hecho, te voy a hacer una confidencia, he llegado a un punto en el que les doy palizas.
– ¿No te da vergüenza?
– Ni la más mínima: les pago con la misma moneda. ¿Qué está haciendo el camarero ese? ¿Se ha olvidado de nosotros?
El Sapo consultó su reloj, un grueso Rolex de oro, que hizo girar ostentosamente.
– ¡Qué clase! -apuntó Philippe.
– La pasta resulta embriagadora. Ni siquiera necesitas levantar el dedo, se echan a tus pies. ¿Y tú, cómo va tu vida sexual?
– Not your business.
– ¡Nunca he comprendido cómo funcionas! ¡Podrías tenerlas a todas y nunca te has aprovechado! ¿De qué te sirve buscarle tres pies al gato? ¿Quieres explicármelo?
El camarero colocó sus platos, explicando los ingredientes con aspecto de entendido, los ojos medio cerrados, los dedos juntos. El Sapo le hizo señal de abreviar. Él se retiró, ofuscado.
– Digamos que es más interesante que encontrarle siempre cuatro.
– Es como en los negocios, ¡nunca comprendí que te retiraras! Con toda la pasta que ganabas.
– Y que continúo ganando -le hizo notar Philippe contemplando su lenguado meuniére.
Y ahora, pensó, va a anunciarme que reduce mi participación o que propondrá en la próxima reunión del consejo que me retiren el cargo de presidente. Ésa es la razón por la que me ha invitado a comer. No veo qué otra podría ser. ¡Mejor entonces facilitarle la tarea y terminar con esto!
– ¡Eres realmente increíble! Tenías la mujer más guapa de París y la largas. Habías montado un negocio de oro puro y lo largas también, ¿qué estás buscando?
– Como has dicho tú mismo: ¡tres pies al gato!
– ¡Pero si eso no existe, tío! Madura, madura un poco…
– ¿Para ser como tú? No tengo muchas ganas.
– ¡Eh! ¡No empecemos! -escupió el Sapo, con la boca llena.
– Entonces cambia de tema. Me das asco cuando hablas así. ¿Sabes qué, Raoul? Tienes el don de borrar la belleza que hay a tu alrededor. Si te dejaran solo al lado de un Rembrandt, al cabo de cuatro horas sólo quedarían una tela blanca y clavos.
– ¡Cuidado! ¡Me lo voy a tomar mal! -exclamó el Sapo, apuntando su cuchillo hacia Philippe.
– ¿Y eso qué cambiaría? No me das miedo. No necesito tu dinero porque tu dinero soy yo quien lo ha ganado. Y fui yo quien te eligió para que continuaras haciéndolo fructificar. No sabía que eras tan obsceno, si no me lo hubiese pensado dos veces… Conclusión, el alma de la gente sabe travestirse y la tuya la has ocultado mucho tiempo.
– ¡Pues sí, tío! ¡He ganado en confianza! Ya no soy tu caniche… Y, de hecho, quería decirte…
¡Ya está! Nos acercamos al meollo del asunto. Le hago sombra. Ya no me aguanta.
– ¡Tengo intención de tirarle los tejos a tu mujer!
– ¿Iris? -dijo Philippe atragantándose.
– ¿Tienes otra?
Philippe sacudió la cabeza.
– Está en el mercado, ¿no?
– Podemos llamarlo así.
– Está en el mercado, y no se va a quedar mucho tiempo. Así que lanzo una OPA sobre ella y me parece más cabal prevenirte. ¿No te molesta?
– Haz lo que quieras. Estamos en proceso de divorcio.
El Sapo tenía de nuevo aspecto decepcionado. Como si una gran parte del encanto de Iris residiera en el hecho de que Philippe la quisiera aún.
– La llamé el otro día. La invité a cenar y ha aceptado. Nos vemos la semana que viene. He hecho una reserva en el Ritz.
– Debe de haber caído muy bajo -soltó Philippe, despegando delicadamente un trozo de su lenguado.
– O necesita pasta. Ya no es una jovencita, ¿sabes? Sus pretensiones han bajado. Tengo mi oportunidad. De todas formas, tengo que volver a casarme. Es bueno para los negocios, y para eso, nadie mejor que Iris.
– ¿Porque piensas casarte con ella?
– Un anillo en el dedo, un contrato y todo eso… Bueno, no tendremos niños, pero me da igual, ya tengo dos. ¡Y visto cómo te joden la vida!
Posó sus espesos labios en el borde de su copa de vino tinto, sorbió algunos tragos de Château-Pétrus, tragó e hizo una mueca de entendido.
– No está mal, no está mal. Visto el precio, ya puede ser bueno… Bueno, ¿cuento con tu permiso? ¿Tengo vía libre?
– Tienes incluso una autopista. Pero no me extrañaría que ella desapareciese por la primera salida…
– El que no intenta nada no consigue nada. Y ella, debo decirlo, ¡me aportaría! Casándome con la bella Iris, doy lustre a mi blasón.
Lanzó una risa llena de flemas, escupió una, atascada en la garganta. Después desgarró un panecillo y lo untó con mantequilla. Tenía ya tres michelines y se preparaba un cuarto.
– ¿Puedo hacerte una pregunta, Raoul?
El Sapo sonrió jactancioso y contestó:
– ¡Suéltalo, tío, no te tengo miedo!
– ¿Has estado ya enamorado, pero enamorado de verdad?
– Una vez -dijo el Sapo limpiándose los dedos sobre el mantel blanco.
Un velo de tristeza oscureció su ojo derecho y el párpado se agitó con un tic nervioso. Philippe concibió esperanzas. Ese hombre odioso tiene corazón, ese hombre odioso ha sufrido.
– ¿Y ya has tenido alguna gran pena de amor?
– La misma vez. Estuve a punto de morirme de lo que sufría. Te lo juro, no me reconocía.
– ¿Y cuánto duró tu pena?
– ¡Una eternidad! ¡Perdí seis kilos! Figúrate… Tirando por lo bajo: tres meses. Y después, una noche, unos amigos me llevaron a un club un poco especial, ya me entiendes, me tiré a cuatro chavalas una detrás de otra, cuatro zorras que me la chuparon bien y ¡hop!, ¡se acabó, como nuevo! Pero esos tres meses, tío, se quedaron grabados aquí…
Posó su mano en el corazón e hizo una mueca, como de payaso triste. Philippe tuvo ganas de echarse a reír.
– ¡Ten cuidado con Iris! ¡Lo que tiene ella no es un corazón, es una placa de hielo!
El Sapo levantó los pies a la altura de la mesa, grandes pies embutidos en un par de Tod's.
– ¡No te preocupes! ¡He aprendido a patinar! Entonces, estamos seguros, tengo tu bendición, ¿no? ¿No irá a jodernos los negocios?
– ¡Es un asunto cerrado y bien cerrado!
Y no miento, se extrañó Philippe, que se había sorprendido hablando como el Sapo.
Terminada la comida, Philippe volvió a casa a pie. Caminaba mucho desde que vivía en Londres. Era la única forma de conocer la ciudad. «Entre Londres y París, la diferencia es que París está hecha para los extranjeros y Londres para los ingleses. Inglaterra ha construido Londres para su propio uso, Francia ha construido París para el mundo entero», había declarado Ralph Emerson. Para conocer la ciudad, había que gastar las suelas.
¡Y pensar que he trabajado con el Sapo! Yo le elegí, le contraté, me pasé veladas enteras preparando sus casos, viajé en avión, bebí, comí, sonreí ante la falda demasiado corta de una azafata. Una noche, en Río, habían compartido una habitación, el hotel estaba completo. Llevaba slips negros que adquiría por paquetes, en la gran superficie donde hacía sus compras de soltero cuando su mujer le dejó. Una morena guapa, de pelo largo, espeso. ¡Intentarlo con Iris! Vaya cara que tiene.
Se detuvo en un quiosco, compró Le Monde y The Independent. Subió por Brook Street, bordeó las hermosas casas blancas de Grosvenor Square, pensó en los Forsythe, Arriba y Abajo, giró en Park Lañe y entró en Hyde Park. Las parejas dormían, abrazadas, sobre la hierba. Los niños jugaban al cricket. Las chicas, echadas sobre las tumbonas, se habían remangado los vaqueros y se bronceaban. Un anciano, vestido completamente de blanco, leía el periódico, de pie, inmóvil sobre la hierba. Chiquillos subidos en sus monopatines adelantaban a los corredores rozándoles. Iría hasta la Serpentina y subiría por Bayswater. O se tumbaría en la hierba y acabaría su libro. Claro de mujer de Romain Gary. Tendría que haberle leído las palabras de Gary al Sapo. Decirle que un hombre, uno de verdad, no es el que se tira más mujeres o hace que se la chupen tragonas anónimas, sino el que escribe: «No sé lo que es la feminidad. Acaso sea sólo una forma de ser un hombre». Me horroriza porque el hombre que fui y que reía con él, me da asco. Y no conozco todavía al hombre en que me estoy convirtiendo. Cada día me arranca una parte de mi antiguo yo. Y me dejo despojar, con la gracia tranquila de quien espera que los nuevos hábitos estén lo suficientemente usados como para que sienten bien.
Hacía dieciocho días que ella se había marchado, dieciocho días que él permanecía en silencio. ¿Qué decir, al cabo de dieciocho días, a una mujer que te coge de la mano y se ofrece sin calcular? ¿Que tanta prodigalidad le hacía retroceder? ¿Que estaba petrificado? Se decía que nunca tendría brazos suficientemente largos para recibir todo el amor que dispensaba Joséphine. Tendría que inventar palabras, frases, juramentos, contenedores, trenes de mercancías, estaciones de carga y descarga. Ella había entrado en él como en una habitación vacía.
No debería haberse marchado. Habría amueblado esa habitación con sus palabras, sus gestos, sus abandonos. Le habría dicho en voz baja que no fuese tan deprisa, que yo era un debutante. Se puede improvisar un beso sobre el andén de una estación, repetirlo contra un horno sin pensarlo, pero cuando, de pronto, todo se vuelve posible, uno ya no sabe.
Había dejado pasar un día, dos días, tres días…, dieciocho días.
Y quizás diecinueve, veinte, veintiuno.
Un mes… Tres meses, seis meses, un año.
Será demasiado tarde. Estaremos convertidos en estatuas de piedra, ella y yo. ¿Cómo explicarle que ya no sé quién soy? He cambiado de dirección, de país, de mujer, de ocupación, quizás tendría que cambiar de nombre. Ya no sé nada de mí.
Sé, por el contrario, lo que ya no quiero ser, a dónde ya no quiero ir.
Volviendo de la Documenta, sentado en el avión en primera clase, leía un catálogo de arte, repasaba sus compras, pensaba que tendría que mudarse, no tendría sitio suficiente para colocar todas las piezas de su colección. ¿Mudarse? ¿A París, a Londres? ¿Con ella, sin ella? Una mujer se había sentado a su lado. Alta, hermosa, elegante, ágil. Un trueno de mujer. Largos cabellos castaños, ojos de gata, una sonrisa de princesa certificada, dos pesados brazaletes de oro de tres colores en la muñeca derecha, el reloj Chanel en la muñeca izquierda, un bolso Dior. Él había pensado ¡Anda, así que existen copias de Iris! Ella había sonreído, «sólo somos dos. No vamos a comer cada uno por su lado, sería un tostón». ¡Tostón! La palabra había resonado en su cabeza. Era una palabra de Iris. ¡Menudo tostón! ¡Ese hombre es un tostón! Ella había colocado sin preguntar su bandeja a su lado, y se preparaba para sentarse cuando él se oyó responder: «No, señora, prefiero comer solo». Había añadido, interiormente, porque yo sé cómo es usted: guapa, elegante, seguramente inteligente, seguramente divorciada, vive en un buen barrio, tiene dos o tres niños estudiando en buenos colegios, lee sus boletines de notas distraídamente, se pasa horas al teléfono o de tiendas, y busca usted un hombre con ingresos saneados, para reemplazar las tarjetas de crédito de su ex marido. Ya no quiero ser una tarjeta de crédito nunca más. ¡Quiero ser trovador, alquimista, guerrero, bandido, ferretero, jornalero! ¡Quiero galopar, el cabello al viento, las botas llenas de barro, quiero lirismo, sueños, poesía! Y precisamente no lo parezco, pero estoy escribiendo un poema a la mujer que amo y que voy a perder si no me doy prisa. No es tan elegante como usted, salta con los pies juntos sobre los charcos, resbala con una naranja y se cae por las escaleras, pero ha abierto una puerta en mí que no quiero cerrar nunca.
En ese instante, sintió ganas de saltar en paracaídas a los pies de Joséphine. La princesa le había mirado como a un desecho nuclear, y había vuelto a sentarse en su sitio.
Cuando llegaron, ella llevaba grandes gafas negras y le había ignorado.
Cuando llegaron, él no había abierto su paracaídas.
Un balón de fútbol golpeó sus pies. Lo devolvió con todas sus fuerzas hacia el chiquillo hirsuto que le hacía señas de chutar. « Well done!» <strong><sup><strong><sup>[26]</sup></strong></sup></strong> dijo el niño bloqueando la pelota.
Well done, viejo, se dijo Philippe abriendo Le Monde y dejándose caer sobre la hierba. Se me va a quedar el culo verde, ¡pero me da igual! Buscó en las páginas finales un artículo sobre la Documenta. Hablaba de la obra de un chino, Ai Weiwei, que había hecho venir a mil chinos de China para que fotografiasen el mundo occidental y así poder crear una obra a partir de esas fotos. Señor Wei. Era el nombre del jefe de Antoine Cortès en Kenya. Antes de desaparecer, Antoine Cortès le había enviado una carta. Deseaba expresarse «de hombre a hombre». Acusaba a Mylène. Decía que había que desconfiar de ella, que no era trigo limpio. Todas las mujeres le habían traicionado. Joséphine, Mylène, e incluso su hija, Hortense. «Nos reducen a papilla y nos callamos». Las mujeres eran demasiado fuertes para él. La vida demasiado dura.
Iba a volver a casa y a trabajar sobre el dossier de los calcetines Labonal. Le gustaban muchísimo esos calcetines. Envolvían el pie como zapatillas, suaves, elásticos, reconfortantes, no se deformaban al lavarlos, no picaban, no apretaban, debería enviar algunos a Joséphine. Un bonito ramo de calcetines de primera calidad. Sería un medio original de decirle pienso en ti, pero tropiezo con mis emociones. Sonrió. ¿Y por qué no? Eso la haría reír, quizás. Se pondría un par de calcetines azul cielo o rosa, y se pasearía por el piso diciéndose: «No me ha olvidado, me quiere con los pies, ¡pero me quiere!». El director general de calcetines Labonal se había convertido en un amigo. Uno de esos hombres que luchan por la calidad, por la excelencia. Philippe le echaba una mano para sobrevivir a la feroz competencia mundial. Dominique Malfait había realizado numerosos viajes a China. Pekín, Cantón, Shanghai… Quizás se había cruzado con Mylène. Exportaba sus calcetines a China. Los nuevos ricos se volvían locos por ellos. En Francia había tenido la idea excelente, para vender sus calcetines sin pasar por las grandes superficies, de ir a buscar a la gente a su casa. Con tiendas ambulantes de color rojo chillón, con una pantera amarilla dispuesta a saltar. Los camiones cruzaban el país, se detenían en los mercados, en las plazas de los pueblos. Ese hombre sabe luchar. No gime como Antoine. Se remanga y establece estrategias. Debería poner a punto un plan para reconquistar a Joséphine.
Cerró Le Monde y sacó del bolsillo la novela de Romain Gary. La abrió al azar y leyó esta frase: «Amar es la única riqueza que crece con la prodigalidad. Cuanto más se ofrece, más queda».
– Di, mamá, ¿qué vamos a hacer en vacaciones? -preguntó Zoé lanzando un palo a Du Guesclin, que corrió a buscarlo.
– ¡Es cierto que estamos de vacaciones! -exclamó Joséphine, mientras observaba a Du Guesclin, que volvía hacia ellas con el palo en la boca.
Lo había olvidado completamente. No dejaba de pensar en su entrevista con Garibaldi. Caí en la trampa. He entregado a Antoine. Y puedo estar contenta de no haber hablado de Luca. Habría completado el grupo: ¡Antoine, Luca, Lefloc-Pignel, Van den Brock! Sentía vergüenza.
– ¡Llevas un tiempo en las nubes!-respondió Zoé, felicitando a Du Guesclin que depositaba el palo a sus pies-. ¿Has visto cómo le he enseñado? ¡La semana pasada no me hubiera traído este palo!
– ¿Qué te gustaría hacer?
– No sé. Todas mis amigas se han ido…
– ¿Y Gaétan también?
– Se va mañana. A Belle-Île. Con su familia…
– ¿No te ha invitado a ir con él?
– ¡Su padre ni siquiera sabe que salimos!-exclamó Zoé-. ¡Gaétan lo hace todo a escondidas! Sale, por la noche, por la cocina, directamente a la escalera de servicio hasta el trastero, dice que como le pillen, está dead, ¡total dead!
– ¿Y su madre? No me hablas nunca de ella…
– Es una neurótica. Se rasca los brazos y se atiborra a pastillas. Gaétan dice que es por culpa del bebé que perdió, ¿sabes?, murió aplastado en un aparcamiento. Dice que aquello destrozó la vida de su familia…
– ¿Y cómo lo sabe? ¡Él no había nacido todavía!
– Se lo cuenta su abuelita… Dice que antes era la felicidad total. Que su padre y su madre reían, que iban de la mano y se daban besos… y que después de la muerte del bebé, su padre cambió de un día para otro. Se volvió loco. ¿Sabes?, yo lo entiendo. Yo, a veces, por la noche, abro los ojos y me dan ganas de gritar imaginándome a papá con el cocodrilo. No me vuelvo loca, pero casi…
Joséphine pasó el brazo alrededor de los hombros de Zoé.
– No debes pensar en eso…
– Hortense dice que hay que mirar las cosas de frente para exorcizarlas.
– Lo que es válido para Hortense no es necesariamente válido para ti.
– ¿Lo crees de veras? Porque me da miedo cuando exorcizo…
– En lugar de pensar en su muerte, piensa en él cuando estaba vivo… y le envías mucho amor, le cuentas pequeños secretos y, ya verás, dejarás de tener miedo…
– Pero di, mamá, y las vacaciones…
Hortense se iba a Croacia, después de su semana de prácticas en Jean-Paul Gaultier, Zoé iba a quedarse sola. Reflexionó.
– ¿Quieres que vayamos a Deauville, a casa de Iris? Podríamos pedirle que nos preste la casa. Ella se queda en París.
Zoé hizo una mueca.
– No me gusta Deauville. Sólo hay ricos vacilando…
– ¡Qué forma de hablar!
– ¡Pero si es verdad, mamá! ¡Sólo hay aparcamientos, tiendas y gente forrada!
Du Guesclin trotaba a su lado, el palo en la boca, esperando a que Zoé quisiese jugar con él.
– Alexandre me ha enviado un correo. Se va a hacer un curso de equitación a Irlanda. Dice que quedan plazas. Eso me gustaría…
– ¡Es buena idea! Le contestas y le dices que te vas con él. Pregunta cuánto cuesta, no quiero que Philippe pague tu parte…
Zoé había vuelto a jugar con Du Guesclin. Lanzaba el palo sin alegría, casi mecánicamente, y arrastraba la punta de los zapatos por el suelo.
– ¿Qué te pasa Zoé? ¿He dicho algo que no te ha gustado?
Zoé se miró los pies y murmuró:
– ¿Y por qué no llamas a Philippe? Sé muy bien que estuviste en Londres y que le has visto…
Joséphine la agarró por los hombros y le dijo:
– Piensas que te estoy mintiendo, ¿verdad?
– Sí -dijo Zoé, con los ojos bajos.
– Entonces te voy a decir exactamente lo que pasó, ¿de acuerdo?
– No me gusta cuando mientes…
– Quizás, pero no se le puede contar todo a una hija. Soy tu madre, no tu amiga.
Zoé se encogió de hombros.
– Sí, es importante -insistió Joséphine-. Y, de hecho, tú tampoco me dices todo lo que haces con Gaétan. Y yo no te lo pregunto. Confío en ti…
– Bueno, y bien… -dijo Zoé, que empezaba a impacientarse.
– En efecto, vi a Philippe en Londres. Cenamos juntos, hablamos mucho y…
– ¿Eso es todo? -preguntó Zoé, con una sonrisita.
– Eso no te incumbe -balbuceó Joséphine.
– Porque si os vais a casar, ¡yo no tengo nada en contra! Quería decírtelo. Me lo he pensado bien y creo que lo entiendo.
Adoptó una expresión seria y añadió:
– Ahora, con Gaétan, entiendo un montón de cosas…
Joséphine sonrió y se lanzó:
– Entonces comprenderás que la situación es complicada, que Philippe sigue estando casado con Iris y que eso no podemos olvidarlo así como así…
Chascó los dedos.
– En cambio Iris, sí que lo olvida… -dijo Zoé.
– Sí, pero eso es su problema. Así pues, volviendo a las vacaciones, sería mejor que te enteraras de los detalles con Alexandre y así yo no me ocuparía más que de los problemas prácticos. Pago el curso de equitación y te meto en un tren a Londres.
– ¿Y ya no hablas con Philippe? ¿Os habéis enfadado?
– No. Pero prefiero no hablar con él en este momento. Dices que eres mayor, que ya no eres un bebé, es el momento de demostrarlo.
– De acuerdo -dijo Zoé.
Joséphine le tendió la mano para sellar su acuerdo. Zoé dudó en estrecharla y Joséphine se extrañó.
– ¿No quieres darme la mano?
– No es eso… -dijo Zoé, incómoda.
– ¡Zoé! ¿Qué te pasa? Dímelo. Puedes decírmelo todo…
Zoé giró la cabeza y no respondió. Joséphine se imaginó lo peor: estaba llena de cortes, había intentado abrirse las venas, quería acabar con todo para olvidar que su padre había muerto en las fauces de un cocodrilo.
– ¡Zoé! ¡Enséñame las manos!
– No tengo ganas. No es asunto tuyo.
Joséphine le arrancó las manos de los bolsillos de sus vaqueros y las inspeccionó. Se echó a reír, aliviada. Debajo del pulgar izquierdo de Zoé, Gaétan había escrito en boli negro y letras mayúsculas: Gaétan ama a Zoé y no la olvidará nunca.
– ¡Que encantador! ¿Por qué lo escondes?
– Porque no le importa a nadie…
– Al contrario, deberías mostrarlo…, va a borrarse pronto.
– No. He decidido no volver a lavarme en los sitios donde ha escrito.
– ¿Porque ha escrito en otros lados?
– Pues… sí.
Le enseñó el dorso del brazo izquierdo, el tobillo derecho y la parte baja del vientre.
– ¡Qué ricos sois los dos! -dijo Joséphine, riéndose.
– ¡Para, mamá, esto es superserio! Cuando hablo de él, hay música en mi cabeza.
– Lo sé, cariño. No hay nada mejor que el amor, es como bailar un vals…
Se arrepintió de haber pronunciado esas palabras. Volvió a ver a Philippe tomándola en sus brazos en la habitación del hotel, la hacía girar, y girar, un, dos, tres, un, dos, tres, baila usted divinamente, señorita, ¿vive usted con sus padres? La tumbaba sobre la cama, se echaba sobre ella, la besaba lentamente en el cuello, subía hasta su boca, la probaba, permanecía allí… Besa usted divinamente, señorita… Sintió un dolor fulgurante que la desgarraba. Sintió ganas de hundirse en él, de ahogarse en él, de morir, de renacer, de salir llena de él, sentir su olor sobre sus manos, su fuerza en la boca del vientre, está allí, está allí, voy a tocarle con los dedos… Ahogó una queja y se inclinó hacía Du Guesclin, para que Zoé no viese las lágrimas en sus ojos.
Iris oyó el teléfono y no reconoció la música de Hervé. Abrió un ojo e intentó leer la hora de su reloj. Las diez de la mañana. Se había tomado dos Stilnox antes de dormir. Tenía la boca reseca. Descolgó y oyó una voz de hombre autoritario, fuerte.
– ¿Iris? ¿Iris Dupin? -ladró la voz.
– Mmmsí… -murmuró ella, alejando el móvil de la oreja.
– ¡Soy yo, soy Raoul!
¡ El Sapo! ¡El Sapo a las diez de la mañana! Recordó vagamente que él la había invitado a cenar la semana pasada y ella había dicho… ¿Qué era lo que había dicho? Fue una noche, ella había bebido un poco y sólo tenía un recuerdo confuso.
– Era para confirmar nuestra cena en el Ritz… ¿La había olvidado?
¡Había dicho que sí!
– Nnnoo… -balbuceó.
– Entonces el viernes, a las nueve y media. He reservado a mi nombre.
¿Cómo se llamaba éste? Philippe le llamaba siempre el Sapo, pero seguramente tendría un nombre de pila.
– ¿Le gusta o prefiere usted un lugar más…, cómo decirlo…, más íntimo?
– No, no, ése está bien.
– Para una primera cita, pensé que era perfecto… Se come muy bien, el servicio es impecable y el marco muy agradable.
¡Habla como la guía Michelin! Se tumbó sobre la almohada. ¿Cómo he llegado a eso? Tengo que dejar las pastillas. Tengo que dejar de beber. La noche era la hora terrible. La hora del arrepentimiento estéril y de las angustias que se amontonan. No tenía ni un gramo de esperanza. Y el único miedo de adormecer el miedo, de no escuchar más esa vocecita interior que le golpeaba con la realidad, «eres vieja, estás sola y el tiempo pasa a toda prisa», era beber una copa. O dos. O tres. Veía cómo se alineaban las botellas vacías, como regimientos irrisorios cerca de la basura, en la cocina, las contaba, atónita. Mañana lo dejo. Mañana sólo bebo agua. O una copita sólo. Para darme valor ¡pero sólo una!
– Estoy encantado ante la idea de esta cena. El fin de semana estaré más relajado, no tendré que levantarme al alba, tendremos todo el tiempo para charlar.
¡Pero si no tengo nada que decirle!, se lamentó Iris. ¿Por qué habré aceptado?
– Tú me contarás tus penas y yo te prometo que voy a ayudarte.
Ella se incorporó, estupefacta: ¿la había tuteado?
– Una mujer hermosa no está hecha para quedarse sola. Ya verás… Pero ¿quizás te estoy molestando?
– Estaba durmiendo -murmuró Iris con voz somnolienta.
– Entonces, duerme, guapa. ¡Y hasta el viernes!
Iris colgó. Asqueada. ¡Dios mío!, pensó, ¿he caído tan bajo que el Sapo cree que puede estrecharme entre sus brazos?
Se puso la sábana sobre la cabeza. ¡El Sapo invitándola a cenar! Era el colmo de la soledad y de la miseria. Sus ojos se llenaron de lágrimas y se puso a sollozar de todo corazón. Hubiese querido no parar nunca, agotarse llorando, y desaparecer en un océano de agua salada. La vida ha sido demasiado fácil para mí. Nunca me quitó nada y ahora, se toma la revancha y me humilla. Tengo un pie en el infierno. ¡Ay! ¡Si hubiese conocido la infelicidad, cómo hubiese apreciado mi felicidad!
La noche antes, desmaquillándose, se había descubierto arrugas en el escote.
Redobló los sollozos. ¿Qué hombre querrá algo de mí? Pronto no me quedará más que el Sapo como tabla de salvación… Es absolutamente necesario que Hervé se decida. Que ella le empuje y él se declare.
Tenía una cita con él a las seis de la tarde, en un bar, plaza de la Madeleine. Al día siguiente iba a llevar a su familia a Belle-Île y después… Después volvería y lo tendría para ella, sólo para ella. Ni mujer, ni hijos, ni fines de semana en familia. Habían ido juntos a comer al parque de Saint-Cloud, habían paseado por las alamedas, se habían refugiado bajo un árbol cuando había caído una lluvia fina, ella se había reído, se había sacudido la larga cabellera, volvió la cabeza, ofreció sus labios… El no la había besado. ¿A qué estaba jugando? ¡Hacía tres meses que se veían casi a diario!
Llegó a su cita a la hora precisa. Hervé no soportaba el menor retraso. Al principio, por coquetería, le dejaba esperando diez, quince minutos, pero luego le costaba un esfuerzo terrible borrar su enfado. Él mostraba su disgusto; ella se burlaba diciendo ¡oh, Hervé!, ¿qué son diez minutos comparados con la eternidad? Ella se inclinaba hacia él, le frotaba la mejilla con su melena y él se echaba hacia atrás, agraviado. «No soy un neurótico, soy preciso, ordenado. Cuando vuelvo a casa, me gusta que mi mujer me sirva un whisky con tres cubitos en el fondo del vaso, y mis hijos me cuenten su jornada. Es mi hora con ellos y espero aprovecharla. Después, cenamos y a las nueve, ya están acostados. Si el mundo va tan mal hoy en día, es porque ya no existe el orden. Yo quiero poner orden en el mundo». La primera vez que había declamado ese largo alegato, ella le había mirado, divertida, pero pronto se dio cuenta de que no bromeaba.
Él la esperaba, sentado sobre un amplio sillón de cuero rojo, al fondo del bar. Los brazos cruzados. Ella se sentó a su lado y le sonrió tiernamente.
– ¿Ya están hechas las maletas? -preguntó ella, jovial.
– Sí. No queda más que la mía, pero la haré esta noche, cuando llegue a casa.
Le preguntó qué quería beber, y ella respondió, distraída, una copita. ¿Para qué quería una maleta, si no iba más que a llevarlos?
– Pero -prosiguió ella con una sonrisa un poco crispada- usted no necesita una maleta puesto que no se queda.
– Sí, paso quince días en familia…
– ¡Quince días! -exclamó Iris-, pero me había dicho…
– Yo no le había dicho nada, querida. Es usted la que lo ha interpretado.
– ¡Es falso! ¡Miente! Me había dicho que…
– Yo no miento. Le había dicho que volvía antes que ellos, pero no que iba y volvía…
Ella se esforzó en ocultar su decepción, intentó dominar el temblor de su voz, pero la decepción era demasiado fuerte. Se bebió la copa de champán de golpe y pidió otra.
– Bebe usted demasiado, Iris…
– Hago lo que quiero -farfulló ella, furiosa-. ¡Me ha mentido usted!
– ¡Yo no he mentido, ha sido usted quien ha fabulado!
Apareció un destello de cólera en sus ojos, y la miró fijamente con furor. Ella se sintió como el niño que ha hecho algo muy malo y es castigado.
– ¡Sí! ¡Es usted un mentiroso! ¡Un mentiroso! -gritó, fuera de sí.
El camarero que recogía la mesa vecina les lanzó una mirada de sorpresa. Ella había roto la tranquilidad aterciopelada del lugar.
– Me había prometido…
– Yo no le prometí nada. Ahora bien, si quiere pensar así, es usted muy libre. No volveré a entrar en esta estúpida polémica.
Su voz era cortante, dura. Como si ya se hubiese refugiado en su isla. Iris tomó la copa que el camarero acababa de traer y hundió su nariz en el cristal.
– ¿Y yo qué voy a hacer, entonces?
Le preguntaba a él, pero, de hecho, se estaba hablando a sí misma. Yo que he esperado este mes de agosto con tanta impaciencia, que había imaginado noches de amor, de besos, de cenas en terraza. Una luna de miel antes de la auténtica, la oficial. Creyó que estaba muy decidida esa luna de miel. Calló y esperó a que él hablara. El la miraba con una mueca de ligero desprecio.
– Es usted una niña, una niña mimada…
Ella estuvo a punto de responderle, tengo cuarenta y siete años y medio, y arrugas en el escote. Pero se contuvo a tiempo.
– Me esperará usted, ¿verdad? -ordenó él.
Ella suspiró, sí, y vació su copa. ¿Acaso tenía elección?
Marcel se había llevado a Josiane lejos a pasar la convalecencia. Había elegido, en un rutilante catálogo, un hermoso hotel en una bonita estación balnearia de Túnez y descansaba sobre la arena, bajo una sombrilla. Tenía miedo del sol y, mientras Josiane se exponía, él rumiaba a la sombra. A su lado, cubierto de protección total y de un sombrero amarillo limón, Júnior observaba el mar. Intentaba comprender el misterio de las olas y las mareas, de la atracción de la luna y del sol. A él tampoco le gustaban los rayos ardientes, y prefería quedarse al abrigo. En cuanto el sol bajaba, avanzaba hasta el borde del mar y se tiraba al agua a la velocidad de una bala de cañón. Giraba sobre sí mismo y extendía los brazos, lanzando agua como las ruedas de un molino enloquecido, y después volvía a tumbarse sobre la toalla resoplando como una ballena.
Josiane le observaba, emocionada.
– Me gusta verle en el agua… Al menos cuando se baña, parece un niño de su edad. Porque si no… no dejo de hacerme preguntas. Este niño no es normal, Marcel, ¡este niño simplemente no es normal!
– ¡Es un genio!-murmuraba Marcel-. No estamos acostumbrados a vivir con genios. ¡Vas a tener que hacerte a la idea! Yo, prefiero eso a un asno con arnés.
Rumiaba, rumiaba. Josiane le espiaba con el rabillo del ojo. Parecía ausente. Atormentado por pensamientos sombríos. Hablaba pero sin florituras, sin temblores en la voz, sin arrullos, sin las canciones de amor a las que estaba acostumbrada.
– ¿Qué es lo que te atormenta, mi lobo feroz?
No respondió y pegó un manotazo en la arena, demostrando que, en efecto, estaba contrariado.
– ¿Tienes problemas en el trabajo? ¿Te arrepientes de haberte marchado?
El entornó los ojos e hizo una mueca. Se le había quemado la nariz, que brillaba como una antorcha.
– No es el arrepentimiento el que me ahoga, sino la cólera. Me gustaría poder desfogarme con alguien, aplastar algún conejillo de indias, a falta de poder suprimir a la persona en la que estoy pensando. ¡Si esto continúa voy a ir a dar puñetazos contra un cocotero, lo arrancaré de raíz, haré con él una catapulta y lanzaré los cocos hasta París, para aplastar la cabeza de esa que no quiero nombrar, por miedo a que vuelva a mandarnos el maleficio!
– Estás enfadado con…
– ¡No pronuncies su nombre! ¡No pronuncies su nombre, o el cielo caerá sobre nosotros con puñados de rayos!
– Al contrario, hay que pronunciarlo para exorcizarlo, para mantenerla a distancia. Es teniendo miedo de ella cuando te arriesgas a hacerla volver… Tú le das fuerza creyéndola tan poderosa.
Marcel refunfuñó y volvió a mostrar su jeta, capaz de dejar seco a un coche fúnebre.
– Ya no te reconozco, mi Lobito, se diría que has perdido chispa…
– He estado a punto de perderte y todavía siento escalofríos…
Josiane es mi farmacia particular. Si ella desaparece, me paro en seco. ¡Y ella ha estado a punto de suprimírmela con sus tejemanejes y sus agujas!
– Voy a decirte una cosa que va a hacerte saltar el tapón de golpe -dijo Josiane tumbándose de lado-. Prométeme que no vas a entrar en erupción…
Él la miró, con aire de decir venga, escúpelo ya, me las arreglaré.
– Esta historia me ha hecho madurar. Me ha hecho crecer… No soy la misma desde entonces, me siento serena, ya no tengo miedo. Antes tenía miedo de que el cielo cayera sobre mi cabeza, y ahora me paseo en globo aerostático por encima de las nubes.
– ¡Pero yo no quiero que te eches a volar! ¡Quiero que te quedes tranquila en el suelo con Júnior y conmigo!
– Es una metáfora, mi lobo feroz. Estoy aquí. Ya no te dejaré nunca más… ni siquiera en pensamiento. Y nunca más nadie podrá separarme de ti.
Extendió el brazo hasta la sombra de la sombrilla y palmeó la mano de Marcel, que se agarró a ella como a un salvavidas.
– Ya ves lo que te produce el miedo. Te aprisiona, te empequeñece.
– Me vengaré, me vengaré -repetía Marcel, soltando por fin una rabia que le asfixiaba-. ¡Odio a esa pústula! Le escupo en la cara, la cubro de patadas, le arranco los dientes uno por uno…
– Que no… ¡Vas a perdonar y a olvidar!
– ¡Nunca, nunca! ¡La dejaré con el culo al aire en la calle, y dormirá debajo de un puente!
– Haces exactamente lo que no hay que hacer. La dejas entrar en tu vida, le das fuerzas. ¡Ignórala, te digo! Ignorar es la fuerza suprema.
– No puedo. Me ahoga, me comprime, me crece la mala hierba en los pulmones…
– Repite conmigo, lobo feroz: no tengo miedo de Henriette y la aplasto con mi desprecio.
Marcel sacudió la cabeza con terquedad.
– Marcel…
– ¡Voy a dejar en la calle a la Escoba! Voy a quitarle el piso, a mandarla al hospicio…
– ¡Que no! ¡Eso la llenará de rabia y volverá a rondarnos!
– Y a mí, ¿qué?
– Escúchame Marcel y repite conmigo: no tengo miedo de Henriette y la aplasto con mi desprecio… ¡Vamos, mi lobo feroz! Hazlo por mí. Para subir conmigo al globo aerostático…
Marcel se negaba y cavaba en la arena con los puños cerrados.
Josiane repitió con voz dulce:
– No tengo miedo de Henriette y la aplasto con mi desprecio.
Marcel no separaba los dientes y miraba fijamente al mar con aspecto de querer partirlo en dos.
– ¿Lobito? ¿Se te ha metido arena en las orejas?
– Es inútil insistir…
– No tengo miedo de Henriette y la aplasto con mi desprecio… ¡Venga! ¡Ya verás como te sentirás desahogado!
– ¡Nunca, nunca! ¡Me niego a desahogarme!
– Te vas a agriar como el vinagre…
– ¡Y entonces la envenenaré!
Fue entonces cuando se elevó la débil voz de Júnior:
– ¡Note medo Hiette, plasto pecio!
Bajaron sus ojos sobre su retoño rojo langosta, y se quedaron con la boca abierta.
– ¡Ha hablado! ¡Ha hablado! ¡Ha hecho toda una frase con sujeto, verbo y complemento! -gritó Josiane.
– ¡Note medo Hiette, plasto pecio! -repitió Júnior, orgulloso de ver el efecto que producían sus palabras sobre el rostro alegre y por fin risueño de sus progenitores.
– ¡Ay, mis amores! ¡Mis dos amores!-gritó Marcel echándose sobre su mujer y su hijo, y aplastándoles bajo su peso-. ¿Qué haría yo sin vosotros?
Comenzó el mes de agosto. Hacía calor, los comercios estaban cerrados. Había que caminar un cuarto de hora para comprar el pan, veinte minutos para encontrar una carnicería abierta, media hora para llegar a la sección de frutas y verduras del Monoprix y volver con los brazos cargados, bajo la canícula, siguiendo la línea de sombra de los árboles inmóviles bajo el calor húmedo de la ciudad. Joséphine permanecía encerrada en su cuarto y trabajaba. Hortense se había ido a Croacia, Zoé a Irlanda, Iris, tumbada en el sofá, frente a un ventilador, alternaba el mando a distancia y el móvil, en el que marcaba números que no respondían. París estaba desierto. Sólo quedaba el Sapo, fiel y fogoso, que la llamaba todas las tardes y la invitaba a cenar a una terraza. Iris pretextaba una migraña y respondía, lasciva: «Mañana, quizás…, si me encuentro mejor», repetía, «estoy cansada» y añadía: «Raoul» con un tono más dulce, que dejaba seco al Sapo. Él croaba: «¡Entonces hasta mañana, guapa!», y colgaba, feliz por haber oído su nombre de pila en boca de Iris Dupin. Estoy progresando, estoy progresando, pensaba, despegando con un dedo ágil el fondo de su pantalón. La bella es astuta, se hace de rogar, es normal, es la elegancia suprema, se debate, se resiste, no se entrega así como así, no soy un primer premio de belleza y ella pone cara de despreciar mi dinero, pero reflexiona, calcula, el largo camino se reduce poco a poco, ella se acerca. Camina con cierta lentitud, que aumenta el premio de su captura. ¡Acabaré metiéndola en mi cama y pateándole el culo hasta el juzgado!
Iris no tenía ningunas ganas de repetir la velada en el Ritz: le había observado comer esforzándose por ignorar el ruido de sus mandíbulas, los dedos que limpiaba en el mantel y el fondo del pantalón que despegaba discretamente levantando el trasero de la silla. Hablaba con la boca llena, lanzaba perdigones, juntaba sus labios brillantes para imitar un beso que hacía que ella se echase hacia atrás en su asiento, y le lanzaba guiños como si «ya todo estuviese hecho». Él no pronunciaba esas palabras, pero podía leerlas en sus ojos brillantes y determinados.
– ¿No duda usted nunca, Raoul?
– Nunca, guapa. La duda es para los débiles, y los débiles, en este mundo traidor…
Y había aplastado de un puñetazo una miga de pan, hasta convertirla en una torta fina, después la había enrollado, había hecho un anillo con ella y lo había colocado ante su plato.
– Es usted un romántico detrás de esa fachada, digamos, un poco áspera…
– Eres tú. Me inspiras… ¿No quieres tutearme? ¡Tengo la impresión de salir con mi abuela! Y, francamente, ¡no es una edad que me entusiasme!
No sabes la razón que tienes, había pensado Iris atragantándose con su copa de champán, pronto tendré edad para mi primera dentadura postiza, y entonces será a mí a quien aplastarás para tirarme a la basura y buscarte una más joven.
Dudaba en mandarle a paseo. No tenía noticias de Hervé. Le imaginaba aspirando aire fresco, por la noche, con un jersey anudado sobre los hombros, entre retamas y dunas, navegando durante el día con sus hijos, jugando al bádminton con su hija, paseando con su mujer. Esbelto, elegante, el mechón pegajoso por la brisa del mar, la sonrisa enigmática. Sabe seducir, ese hombre que se quiere austero. A fuerza de jugar a los intocables, se vuelve irresistible. El Sapo no daba la talla a su lado, sí pero… El Sapo se había arrimado a puerto, la bolsa atiborrada de oro y el anular estremeciéndose, reclamando una alianza. El anillo de miga de pan lo demostraba. Así que no quiere levantarme simplemente como un trofeo, quiere casarse conmigo…
Reflexionaba y pensaba que no había que decidir nada.
Volvía a coger el mando a distancia, y buscaba una película en los canales de cine. A veces gritaba: «¡Joséphine! ¡Joséphine! ¿Qué estás haciendo?», pero Joséphine no respondía, sumergida en sus estudios y sus notas. ¡Menuda pedante! Nunca hablaban de Philippe. Ni siquiera mencionaban su nombre. Iris lo había intentado, una noche que compartían un plato de pasta en la cocina…
– ¿Tienes noticias de mi marido? -había preguntado, divertida, levantando el tenedor.
Joséphine había enrojecido y respondió: «No, ninguna».
– ¡No me extraña! ¡Chicas como tú las hay a miles! ¿No estás triste?
– No. ¿Por qué iba a estar triste? Nos entendíamos bien, eso es todo. Y tú te montaste toda una historia…
– ¡Que no! Simplemente veo con qué facilidad me dejó, ni una palabra, ni una llamada, y deduzco de ello que el hombre es superficial y frívolo. Debe de ser la crisis de los cincuenta. Mariposea… Pero aun así, os llevabais muy bien, ¿no?
– Sobre todo por los niños…
Joséphine había empujado su plato de pasta.
– ¿Ya no tienes hambre?
– Hace demasiado calor.
– Pero, en tu opinión, él me amó, ¿no?
– Sí, Iris. Te amó, estaba loco por ti y, en mi opinión, lo sigue estando…
– ¿Lo crees de verdad? -había preguntado Iris abriendo mucho los ojos.
– Sí. Creo que atravesáis una crisis, pero que volverá.
– Qué buena eres, Jo. Me hace mucho bien oír eso, aunque no sea verdad. Perdóname por lo de antes…
– ¿Por qué?
– Cuando dije que chicas como tú las había a miles…
– ¡Ni siquiera me he dado cuenta!
– Yo me habría sentido herida… No conozco a nadie tan bueno como tú.
Joséphine se había levantado, había puesto su plato en el lavavajillas y había dicho: «Voy a trabajar una hora más y después ¡hala, a la cama!».
Habían llamado a la puerta. Era Iphigénie.
– ¡Señora Cortès! ¿Quiere usted venir conmigo? Hay una fuga de agua en casa de los Lefloc-Pignel, tengo que ir a ver y no tengo ganas de ir sola. ¡No vaya a ser que digan que me he llevado algo!
– ¡Ya voy, Iphigénie!
– ¿Puedo ir yo también?-preguntó Iris.
– No, señora Dupin, a él no le gustaría nada que yo dejara pasar visitas.
– ¡No lo sabrá! Me gustaría tanto ver dónde vive…
– ¡Pues no lo verá usted! ¡No quiero problemas!
Iris se había vuelto a sentar y había empujado su plato de espaguetis.
– ¡Estoy harta de esta vida, pero harta! ¡Que os jodan a todos! ¡Y a todas! ¡Largaos!
Iphigénie se había dado la vuelta haciendo su ruido de trompeta, y Joséphine la había seguido.
– ¡Menuda es ésa! ¡Me pregunto cómo pueden ser hermanas!
– Ya no la soporto, Iphigénie, ¡es horrible! Ya no la oigo cuando habla. Se está convirtiendo en una caricatura de sí misma. ¿Cómo se puede cambiar tan deprisa? Era la mujer más elegante, la más sofisticada, la más distinguida del mundo y se ha convertido…
– En una zorra amargada. ¡Eso es lo que es!
– No. ¡Ahí se pasa usted! ¡No hay que olvidar que es desgraciada!
– ¡Ya me tiene hasta el culo con su piedad, señora Cortès! Es rica a más no poder, tiene un marido que le paga todo, no necesita trabajar ¡y encima lloriquea! Los ricos siempre son así, lo quieren todo. Como tienen dinero, se creen que lo pueden comprar todo, incluso la felicidad, ¡y se ponen furiosos cuando son infelices!
El piso de los Lefloc-Pignel estaba inmerso en la penumbra y entraron de puntillas. Tengo la impresión de ser una ladrona, susurró Joséphine. ¡Y yo, un fontanero!, respondió Iphigénie, que fue a la cocina a cortar el agua. Joséphine recorrió el piso. En el salón, todos los muebles estaban cubiertos por sábanas blancas. Se diría una reunión de fantasmas. Identificó dos sillas bajas, una poltrona, un sofá, un piano y, en medio de la habitación, un gran mueble rectangular que presidía como un ataúd sobre un catafalco. Levantó una esquina de la sábana y descubrió un inmenso acuario, sin agua, lleno de guijarros, de piedras planas, de ramas de árboles, de cortezas, de raíces, de restos de macetas de barro, de escudillas de agua y de brotes de cáñamo. ¿Qué guardan ahí dentro? ¿Hurones, arañas, boas constrictor? ¿Pero dónde los meten cuando se van de vacaciones?
Entró en una habitación que debía de ser la de los padres. Las cortinas estaban echadas, las persianas bajadas. Encendió la luz, y una gran lámpara de lágrimas de cristal alumbró el cuarto. Encima de la cama había un crucifijo con un trozo de boj seco y una imagen de santa Teresa de Lisieux. Joséphine se acercó a los cuadros colgados en las paredes para mirar las fotos de familia. Descubrió al señor y la señora el día de su boda. Largo vestido blanco la novia, chaqué y sombrero de copa el novio. Sonreían. La señora Lefloc- Pignel posaba con la cabeza descansando sobre el hombro de su marido. Parecía una niña en su primera comunión. En los otros cuadros se podía seguir el bautizo de los tres hijos, las diferentes etapas de su educación religiosa, las Navidades en familia, los paseos a caballo, los partidos de tenis, las fiestas de cumpleaños. Justo al lado de las fotos, en un cuadro dorado, Joséphine vio un documento escrito en letras mayúsculas y en negrita, se inclinó y leyó:
Extracto de un manual católico de economía doméstica
para mujeres, publicado en 1960
Está usted casada ante Dios y los hombres. Debe estar usted a la altura de su misión.
POR LA TARDE CUANDO ÉL VUELVA
Prepare las cosas con antelación para que le espere una comida deliciosa. Es una forma de demostrarle que ha pensado usted en él y que se preocupa de sus necesidades.
ESTÉ DISPUESTA
Descanse quince minutos para estar relajada. Retoque su maquillaje, póngase una cinta en el pelo y esté fresca y afable. Él pasa la jornada en compañía de gente sobrecargada de preocupaciones y de trabajo. Su dura jornada necesita distracción, es uno de sus deberes el hacer que así sea. Su marido tendrá la sensación de tener un remanso de paz y orden y eso hará que usted sea igualmente feliz. En definitiva, velar por su comodidad le procurará una inmensa satisfacción personal.
REDUZCA TODOS LOS RUIDOS AL MÁXIMO En el momento de su llegada, elimine todos los ruidos de la lavadora, la secadora o el aspirador. Exhorte a los niños para que estén tranquilos. Acójale con una calurosa sonrisa y muestre sinceridad en su deseo de complacerle.
ESCÚCHELE
Puede ser que tenga usted una docena de cosas importantes que decirle, pero su llegada a casa no es el momento oportuno. Déjele hablar primero, recuerde que sus temas de conversación son más importantes que los suyos.
NO SE QUEJE NUNCA SI VUELVE TARDE O sale para cenar o para ir a otros lugares de diversión sin usted.
NO LE RECIBA CON SUS QUEJAS Y SUS PROBLEMAS Instálele confortablemente. Propóngale relajarse en una silla cómoda o ir a tumbarse al dormitorio. Hable con una voz suave, tranquilizadora. No le haga preguntas y no ponga en duda su juicio o su integridad. Recuerde que él es el cabeza de familia y que como tal, ejercerá siempre su voluntad con justicia y honestidad.
CUANDO HAYA TERMINADO DE CENAR RECOJA LA MESA Y LIMPIE RÁPIDAMENTE LA VAJILLA
Si su marido le propone ayudarla, decline su oferta pues podría sentirse obligado a repetirla después y, tras una larga jornada de trabajo, no necesita ningún trabajo suplementario. Anímele a que se dedique a sus pasatiempos favoritos y muéstrese interesada sin dar la impresión de invadir sus dominios. No le aburra hablándole, pues los temas de interés de las mujeres son a menudo bastante insignificantes comparados con los de los hombres. Una vez que se hayan retirado los dos al dormitorio, prepárese para meterse en la cama con prontitud.
ASEGÚRESE DE ESTAR ATRACTIVA ANTES DE ACOSTARSE…
Intente tener una apariencia que sea agradable sin ser provocadora. Si debe usted aplicarse crema o ponerse bigudíes, espere a que esté dormido pues tal espectáculo podría afectar a su sueño.
EN LO QUE CONCIERNE A LAS RELACIONES ÍNTIMAS CON SU MARIDO
Es importante recordar sus votos de matrimonio y en particular su obligación de obedecerle. Si estima que necesita dormir inmediatamente, que así sea. En todo caso, guíese por sus deseos y no ejerza ninguna presión sobre él para provocar o estimular una relación íntima.
SI SU MARIDO SUGIERE EL ACOPLAMIENTO Acepte entonces con humildad teniendo siempre en cuenta que el placer de un hombre es más importante que el de una mujer. Cuando haya alcanzado el orgasmo, un pequeño gemido por su parte le animará y será perfectamente suficiente para indicar toda forma de placer que haya usted podido tener.
SI SU MARIDO SUGIERE ALGUNA OTRA PRÁCTICA MENOS CORRIENTE
Muéstrese obediente y resignada, pero indique una eventual falta de entusiasmo guardando silencio. Es probable que su marido se duerma entonces rápidamente: ajústese la ropa, refrésquese y aplique su crema de noche y sus productos de cuidado para el pelo.
PUEDE USTED ENTONCES PONER EL DESPERTADOR Con el fin de estar levantada un poco antes que él por la mañana. Eso le permitirá tener su taza de té a su disposición cuando despierte.
Joséphine sintió cómo un estremecimiento de horror recorría su cuerpo.
– ¡Iphigénie! ¡Iphigénie!
– ¿Qué pasa, señora Cortès!
– ¡Venga! ¡Deprisa!
Iphigénie corrió secándose los brazos con un trapo. Había encontrado la fuga y había cortado el agua. Se pasó las manos por su pelo amarillo limón y preguntó, divertida:
– ¿Ha visto usted un ratón?
Joséphine tendió el dedo hacia el texto enmarcado. Iphigénie se acercó y leyó atentamente, la boca abierta de estupor.
– ¡La pobre! ¡No es extraño que esté agotada y que nunca saque la nariz fuera! ¿No será para reír? Es una broma…
– No lo creo, Iphigénie, no lo creo.
– ¡Es una pena que su hermana no vea esto! Ella que no da un palo al agua durante todo el día, ¡le daría algunas ideas!
– ¡Ni una palabra a Iris! -dijo Joséphine colocando el dedo sobre la boca. Se lo contaría a él y sería todo un drama. Ese hombre me da miedo.
– ¡ Y a mí me pone los pelos de punta esta casa! No hay ni una pizca de vida. ¡Ella debe de pasarse el tiempo limpiando y los niños tampoco deben de divertirse mucho! Debe de ser un auténtico tirano doméstico.
Cerraron la puerta de la entrada con llave y volvieron, Iphigénie a su portería de colores y Joséphine a su cuarto lleno de libros.
Sobre el puente del barco amarrado en el puerto de Korcula, Hortense soñaba, mientras observaba un escarabajo que arrastraba un trozo de tomate marchito. Una semana más y saldría de esta jaula de oro. ¡Qué aburrimiento, pero qué aburrimiento! Nicholas era encantador, ¡pero los otros! Aburridos, esnobs, pretenciosos, comparando sus relojes Breitling y Boucheron, pesando los quilates de sus pendientes, leyendo Vogue en todas las lenguas, hablando de sus charity, de Sofia Coppola, del pendrive Dior, y del último show de Cindy Sherman, poniendo cara de placer, los ojos en blanco y una mano en la garganta. Ya no la volverían a pillar metiéndose de cabeza en un crucero de lujo. ¿Qué tal, daaarling? Era el saludo matinal, ante la mesa del desayuno suntuosamente preparado por una tripulación, que se levantaba al alba para ir a avituallarse al puerto. He bajado al puerto ayer, ¡encantador! ¿Habéis visto toda esa miseeeria en tieeerra? Es pintoreeesco, ¿verdaaaaad? Dime, daaarling, ¿no bebimos demasiado ayer? ¡No lo recuerdo! ¿Y Josh, dónde está Josh? ¡Ya sabes que es el artiiiista más grande viiiivo! Su don para la transformación del acto al segundo grado, esa forma de materia convertida en terreno de juego del inconsciente, leída por el yo consciente, es el tema de su vida; ¡sólo él sabe pasar del trash a la elegancia infinita, definiendo una fealdad universal que acaba por sublimar inmortalizándola en sus obras!
¡Stoooop!, vociferaba Hortense, los ojos como metralletas.
– ¡No puedo más! ¡Los voy a degollar! -gritaba frente a Nicholas, una vez en la cabina-. ¡Y no me toques o grito que me violan!
– ¡Pero bueno, Darling!
– ¡No vas a empezar tú también! Yo me llamo Hortense.
– ¡Es el mundo de las lentejuelas! Vas a tener que acostumbrarte si quieres progresar…
– ¡No son TODOS así! Jean-Paul Gaultier es normal. No pone acentos circunflejos por todos lados, y no habla de conceptos sacados del mundo de los pasmarotes. ¡Y esas toneladas de joyas que llevan a todas partes! ¿No tienen miedo de irse a pique?
Nicholas bajó la cabeza.
– Lo siento. Nunca debí traerte, creía que ibas a divertirte…
Ella se dejó caer a su lado y rascó el botón de su blazer azul marino.
– ¡Incluso te han transformado en payaso! ¿Por qué llevas un blazer? Son las once de la mañana…
– No lo sé. Tienes razón, son idiotas, vanos, estériles.
– ¡Gracias! Me siento menos sola…
– ¿Te puedo tocar ahora?
– ¿Era una estratagema?
Él guiñó un ojo y ella se puso a gritar «que me violan» y se escapó al puente.
Estaban todos a la mesa. Ella estaba en paz. Se tumbó en un colchón y se obligó a encontrar aspectos positivos. Si no, saltaré al agua y volveré a Marsella a nado. Pensó que mucha gente debía de envidiarla, que, de lejos, podría parecer que se estaba divirtiendo, que cada noche, su anfitriona, Mrs. Stefanie Neumann, depositaba un regalo en la servilleta blanca doblada en dos, y que todavía le quedaban ocho deliciosas sorpresas si se quedaba a bordo. Pero sobre todo, recordó que Charlotte Bradsburry soñaba con unirse a esa tribu adulterada, ¡pero que Mrs. Neumann no había querido invitarla nunca!
Se sintió inmediatamente de mejor humor.
Alguien había olvidado su móvil, una concha de oro con un enorme diamante engastado en la tapa. Lo cogió y lo sopesó. ¡Qué vulgaridad! Lo abrió y apareció la hora en grande. Las doce y media en Korcula. Once y media en Londres. Gary tocaba el piano o fotografiaba las ardillas del parque. Rechazó la imagen de Gary entre sábanas arrugadas, al lado de señorita-que-no-se-nombra. Seis y media de la mañana en Nueva York. Dieciocho horas treinta en Pekín o en Shanghai… ¡Shanghai! Sacó de su capazo Prada (un regalo de Mrs. Neumann) su cuadernito Hemingway, encontró el número de Mylène y lo marcó. Había intentado llamarla varias veces, Mylène no respondía nunca. Marcel debió de cometer un error al copiarle su número. No le costaría nada intentarlo una última vez.
Un timbrazo, dos timbrazos, tres timbrazos, cuatro timbrazos… Iba a colgar cuando escuchó la voz de Mylène, con su acentito de Lons-le-Saunier que intentaba corregir en vano.
– ¿Diga?
– ¿Mylène Corbier?
– Sí.
– Hortense Cortès.
– ¡Hortense! Cariño, mi amor, mi conejito azul de las islas… ¡Qué feliz soy de oírte! ¡Ay! ¡Os echo tanto de menos, mis azucarillos…
– ¿Mylène Corbier, el cuervo?
Hortense escuchó un pequeño gemido ahogado, seguido de un largo silencio.
– ¿Mylène Corbier, el cuervo, que envía cartas anónimas de lo más cursi a dos huérfanas, haciéndoles creer que su padre sigue vivo cuando está muerto y bien muerto?
El mismo pequeño gemido, redoblado esta vez.
– ¿Mylène Corbier, que está tan jodidamente aburrida en China, que ya no sabe qué juego perverso inventar? ¿Mylène Corbier, que se fabrica una familia por correspondencia?
El gemido se transformó en hipo entrecortado.
– Vas a dejar de enviar esas cartas asquerosas, o te denuncio a todas las policías del mundo y revelo todos tus pequeños chanchullos, las letras que imitas, los cheques que falsificas y las cuentas que maquillas. ¿Me has entendido, Mylène Corbier de Lons-le-Saunier?
– Pero… yo nunca… -acabó por eructar Mylène Corbier, gritando como un asno.
– Eres una mentirosa y una manipuladora. ¡Y lo sabes! Así que… Dime sólo «sí, lo he comprendido y dejaré de escribir esas cartas innobles» y salvas tu sucio pellejo de arenque ahumado…
– Yo nunca…
– ¿Quieres que concrete mis amenazas? ¿Que pida a Marcel Grobz que te cierre el pico?
Mylène Corbier dudó, y después repitió dócilmente. Hortense aprobó con un chasquido de lengua.
– Un último consejo, Mylène Corbier: es inútil llamar a Marcel Grobz para quejarte. ¡Se lo he contado todo y se encargará personalmente de poner a toda la policía del planeta a perseguirte!
Hubo un último gemido entrecortado por sollozos reprimidos. La pérfida se atragantó sin añadir una queja. Hortense esperó a estar segura de que mordía el polvo y colgó. Dejó el móvil del diamante sobre el colchón, al lado del frasco de aceite solar y un par de gafas Fendi.
El calor del mes de agosto se filtraba a través de las persianas cerradas de la cocina. Un calor pesado, inmóvil, que apenas se atenuaba unas horas, durante la noche, para volver a instalarse, aplastante, con las primeras luces del día. No eran más de las diez de la mañana, pero el sol lanzaba ya sus ardientes rayos al asalto de los postigos metálicos blancos, calentándolos al lanzallamas.
– Ya no entiendo nada del tiempo -suspiró Iris, hundida en su silla-, hace dos días hablábamos de volver a encender la calefacción y esta mañana, soñamos con glaciares…
Joséphine murmuró: «Ya no hay estaciones», consciente de que eran las palabras que convenía decir y demasiado perezosa para cambiar de réplica. El calor sofocante la alejaba de sus queridas palabras, del gran cuidado que de costumbre ponía al elegir su vocabulario, a expresar su pensamiento, y adoptaba las expresiones populares, ya no hay estaciones, ya no hay niños, ya no hay hombres, ya no hay mujeres, ya no hay anchoas, ya no hay bogavantes rojos cuando levantas una roca… La canícula las volvía tontas, embrutecidas y las confinaba como dos animalitos aplatanados en la habitación más fresca de la casa, donde las dos hermanas compartían la hélice de un ventilador y las gotitas de un spray de agua Caudalie. Se vaporizaban para después volverse hacia las ruidosas palas sus febriles rostros de mujeres aleladas.
– ¡Luca ha llamado dos veces!-dijo Iris siguiendo el trayecto del ventilador con la cabeza-. Quiere hablar contigo sin falta. Le he dicho que le llamarías…
– ¡Jolines! ¡Olvidé devolverle la llave! Voy a hacerlo inmediatamente…
Se levantó lentamente, fue a buscar un sobre timbrado, escribió la dirección de Luca e introdujo la pequeña llave en el interior.
– ¿No le escribes algo? Es un poco seco como adiós.
– Pero ¿dónde tengo la cabeza?-suspiró Joséphine-. ¡Voy a tener que volver a levantarme!
– ¡Valor! -sonrió Iris.
Joséphine volvió con una hoja de papel blanco y se puso a pensar en qué podría escribirle.
– Dile que te vas de vacaciones… conmigo, a Deauville. Te dejará tranquila.
Joséphine escribió. «Luca, le devuelvo sus llaves. Me voy a Deauville a casa de mi hermana. Que pase un buen final de verano. Joséphine».
– Ya está -dijo, pegando el sobre-. ¡Y adiós muy buenas!
– ¡No te quejes! Era un hombre muy guapo, según tus hijas…
– Quizás, pero ya no tengo ganas de verle…
La punta de sus orejas enrojeció: acababa de pensar «desde que quiero a Philippe». Porque todavía le quiero, incluso si no da ninguna señal de vida. Tengo esa seguridad en el fondo de mi corazón. Metió la carta en su bolso y dijo adiós a Luca.
– Muy bien… -suspiró Iris extendiendo sus piernas sobre la silla vecina.
– Mmmm… -ronroneó Joséphine desplazándose algunos milímetros sobre su asiento para ocupar una superficie más fresca.
– ¿Quieres que te lea tu horóscopo?
– Mmmmssí…
– Esto… «clima general: estará envuelta en una borrasca a partir del 15 de agosto…».
– Es hoy -apuntó Joséphine volviendo la nuca para ofrecer su piel húmeda y caliente al viento fresco del ventilador.
– «… y hasta el final de mes. Agárrese, puede ser violenta y no saldrá indemne de ella. Amor: una vieja llama volverá a lucir y se verá arrastrada por ella. Salud: atención a las palpitaciones cardiacas».
– Parece ser que va a haber movimiento -murmuró Joséphine, agotada ante la idea de ser barrida por una borrasca-. ¿Y tú?
Iris cogió un cubito de la jarra de té helado preparado por Joséphine y, paseándolo por sus sienes y sus mejillas ardientes, prosiguió:
– Veamos… «Clima general: se enfrentará a un gran obstáculo. Utilice el encanto y la diplomacia. Si elige responder con la violencia, saldrá perdiendo. Amor: tendrá lugar un enfrentamiento, ganar o perder sólo dependerá de usted. Todo se decidirá en el filo de la navaja…». Ufff ¡No es muy alentador!
– ¿Y la salud?
– ¡Nunca leo la salud! -dijo Iris cerrando la revista, que dobló para abanicarse con ella-. Me gustaría ser un pingüino y deslizarme por un tobogán de hielo.
– Estaríamos mejor chapoteando en Deauville.
– ¡Ni lo menciones! Hace un rato, en la radio, decían que había habido allí una terrible tormenta durante la noche…
Extendió una mano inerte hacia la radio para escuchar el boletín meteorológico, subió el volumen, pero suspiró, era una pausa publicitaria. Bajó el sonido.
– Al menos sentiríamos algo de fresco… Ya no puedo más.
– Ve tú si quieres, te dejo las llaves. Yo no me muevo de aquí.
Mañana estará aquí. Si cumple su promesa… Todavía no ha dado ninguna señal. ¡Le llamé mentiroso! Tengo que aprender… bajó los ojos sobre su horóscopo… a «utilizar el encanto y la diplomacia». Me arrastraré como una culebra, tan tímida como la debutante de un harén. ¿Y por qué no? Descubría con estupor que aspiraba a obedecerle, a someterse. Ningún hombre había despertado ese sentimiento en mí. ¿Podría ser la señal de un verdadero amor? No tener más ganas de hacer comedia, sino ofrecer el alma desnuda a ese hombre murmurándole: «Le amo, haga lo que quiera conmigo». Resulta extraño cómo la ausencia puede amplificar los sentimientos. ¿O es él, por su actitud, el que provoca esta rendición? Ha dejado tras él una mujer enfadada, encontrará una enamorada sumisa. Tengo ganas de postrarme ante él, de poner mi vida en sus manos, no protestaré, murmuraré en voz baja: «Es usted mi amo». Son las palabras que él hubiese querido oír la víspera de su partida. No supe pronunciarlas. Dos semanas de dolorosa ausencia han sabido hacerlas eclosionar en mis labios. Volverá mañana, volverá mañana… Había dicho: «Quince días». Oyó, en el patio, el murmullo familiar de los cubos de basura que se guardan y el ruido de una boca de riego poniéndose en marcha. Hacía clic-clic y la refrescaba. Hacía clic-clic y traía promesas. La portera desplazaba las macetas de flores arrastrándolas por el suelo y ella recordó las jardineras llenas de rosas de la casa de Deauville. Un recuerdo del paraíso perdido que borró inmediatamente. Hervé había conseguido alejar a Philippe. Y al Sapo. Había puesto fin a las esperanzas de Raoul confesándole que estaba enamorada de otro. Él había hecho sonar su tarjeta Platino sobre la cuenta y afirmado: «No importa, ya llegará mi hora». «¡Usted no duda nunca, Raoul!». «Siempre consigo lo que quiero. A veces me lleva más tiempo del previsto porque no soy un mago, pero nunca, nunca, me cubro con el hábito del vencido». Se había incorporado, orgulloso y ardiente como un emperador romano envuelto en su toga de regreso de una campaña triunfal. A ella le había gustado su tono marcial. Le gustaban terriblemente los hombres fuertes, decididos, brutales. Hacen que nazca un estremecimiento dentro de mí, mi cuerpo se inclina ante ellos, me siento dominada, poseída, prendida, llena. Me gusta la fuerza bruta en un hombre. Es una cualidad que una mujer evoca raramente, horrorizada ante la crudeza de la confesión. Ella le había mirado de forma diferente, había esbozado una sonrisa errante. No es tan feo, finalmente. Y ese brillo en los ojos que lucía como un desafío… Pero estaba Hervé. El intratable Hervé. Ni una palabra, ni un mensaje en quince días. Tembló sobre su silla y levantó su pesada cabellera para disimular su turbación.
– Vete a Deauville. ¡La casa está vacía!
– No sé si… Podría molestar llegando de improviso.
– Philippe no está allí. He recibido una postal de Alexandre. Su padre ha viajado con ellos a Irlanda y se los lleva, a él y a Zoé, al lago de Connemara.
¿Estás segura?, sintió ganas de decir Joséphine. A mí Zoé no me ha dicho nada. Pero no quiso atraer la atención de Iris.
– Así comprobarás si la tempestad no ha causado daños. El periodista en la radio hablaba de árboles derribados, de tejados arrancados… Me harías un favor.
Y no te tendría rondando por aquí cuando llegara Hervé. Podría estropearlo todo. Subió el volumen de la radio.
– Me sentaría bien… Crees de verdad que… -dudaba Joséphine.
Joséphine, con el amor, aprendía la astucia. Levantó hacia Iris sus ojos inocentes, esperando a que repitiese su invitación.
– Son sólo dos horas de coche… Abres la casa, revisas el techo, cuentas las tejas que faltan y llamas al techador, si hace falta, el señor Fauvet, el teléfono está en la puerta del frigo.
– Es una idea -suspiró Joséphine, que no quería manifestar su alegría.
– Una buena idea, créeme… -repitió Iris agitando la revista como si fuera un junco.
Las dos hermanas intercambiaron una mirada, encantadas de su duplicidad. Y volvieron a sus fantasías, dejando secar las gotas de agua sobre su piel en surcos sinuosos, escuchando con oído ausente los comentarios de un locutor de radio, que contaba la vida de los grandes navegantes. ¡Mañana le veré!, pensaba la una, ¿estará él allí?, pensaba la otra. Y me postraré a sus pies, se decía la una, y me lanzaré contra él rodeándole el cuello con mis brazos, imaginaba la otra. Y mi silencio hablará y reparará las grietas pasadas, se tranquilizaba una, sí pero ¿y si venía acompañado de una tal Dottie Doolittle?, se estremeció la otra.
Joséphine se levantó, incapaz de soportar esa idea. Recogió las tazas, la confitura y los restos del desayuno. ¡Pero claro! ¡No estará solo! ¿Cómo no se le había pasado por la cabeza? ¡Como si en su vida sólo existiese yo! Intentaba ocupar sus manos, su mente, alejarla de esa hipótesis terrible cuando oyó, primero en sordina y después cada vez más fuerte hasta que la canción estalló a todo volumen en su cabeza Strangers in the night que salía de la radio y pregonaba que sí, que estaba allí, que sí, está solo, que sí, él te espera… Estrechó la jarra de té helado contra sí, dio dos pasos de baile escondiendo el movimiento de sus pies bajo la mesa, exchanging glances, lovers at first sight, in love for ever, dubidubidú… y encadenó, bajando la cabeza:
– ¿Y si me fuese enseguida? ¿No te importaría?
– ¿Ahora? -preguntó Iris, sorprendida.
Levantó la cabeza hacia su hermana y la vio, resuelta, impaciente, abrazó la taza de té, apretando hasta casi romperla.
Iris hizo como que dudaba y después asintió.
– Si quieres… Pero ten cuidado por el camino. ¡Acuérdate de la borrasca del horóscopo!
Joséphine hizo la bolsa en diez minutos, la llenó metiendo todo lo que caía en sus manos, pensando ¿estará allí? Estará allí, ¿estará allí? Sentándose sobre la cama para calmar los latidos de su corazón enloquecido, suspirando, volviendo a su tarea de arramplar ropa, rozando el ordenador, dudando en si llevarlo, que no, que no, estará allí, estoy segura, dubidubidú… Entró en la cocina a dar un beso a Iris, se golpeó el hombro contra la pared, lanzó un grito, dijo con una mueca te llamo en cuanto llegue, cuídate mucho, debería llevar otros zapatos para caminar por la playa, ¡mis llaves!, ¡no tengo mis llaves! Llamó al ascensor. ¿Y el perro? Du Guesclin ¿dónde está su escudilla, y su cojín? ¿Lo llevo todo?, se dijo con la mano sobre la cabeza como si fuese a salir volando, pataleó para acelerar la lenta marcha del ascensor que se detuvo en el segundo piso. El pequeño Van den Brock, ¿cómo se llamaba, Sébastien? Sí, Sébastien, entró, tirando de una gran bolsa de viaje. Su pelo rubio se erguía en manojos de paja corta y dorada, sus mejillas y sus brazos bronceados parecían rebanadas de bizcocho, y la punta de sus pestañas que abrigaba unos ojos serios estaba descolorida por el sol.
– ¿Te vas de vacaciones? -preguntó Joséphine, dispuesta a verter sobre cualquier ser humano el amor que llenaba su corazón y que amenazaba desbordar.
– Vuelvo a irme -corrigió el chico con el tono puntilloso de un director gerente.
– ¡Ah, bueno! ¿y de dónde vuelves?
– De Belle-Île.
– ¿Estabais con los Lefloc-Pignel?
– Sí. Pasamos una semana con ellos.
– ¿Y te has divertido?
– Hemos pescado camarones…
– ¿Gaétan está bien?
– Él está bien, pero a Domitille la castigaron. Encerrada en su habitación durante una semana, sin poder salir, a pan y agua…
– ¡Oh!-exclamó Joséphine-. ¿Qué había hecho tan terrible?
– Su padre la sorprendió besando a un chico. No tiene ni trece años, ¿sabe?-explicó con un tonillo reprobador, como para subrayar la audacia de Domitille-. Ella dice que es más mayor, pero yo lo sé.
Salió en el bajo expulsando la gran bolsa. Resoplaba, sudaba y se parecía, por fin, a un niño.
– El coche está aparcado delante. Mamá está cerrando la casa y papá carga el equipaje. Buenas vacaciones, señora.
Joséphine continuó hasta el segundo sótano donde se encontraba el aparcamiento. Abrió el maletero, lanzó la bolsa, hizo subir a Du Guesclin y se sentó al volante. Volvió el retrovisor hacia sí y se miró en el espejo. «¿Eres tú la que por un presentimiento corre al encuentro de un amante silencioso en Deauville? ¡Animada por una canción de la radio! Ya no te reconozco, Joséphine».
A la altura de Rouen, percibió nubarrones negros en el cielo, tan densos que apagaban la luz del día, y continuó hasta Deauville bajo la amenaza de una terrible tormenta sobre su cabeza. ¡Una borrasca! Aquí está, pues. Se obligó a sonreír. A fuerza de vivir con Iris, me estoy volviendo como ella y haciendo caso de esas tonterías. Pronto instalará a un gato sobre su hombro y se echará las cartas. Ella va a visitar a videntes, y todas le predicen un gran amor «a vida o muerte». Y lo espera, sentada frente al ventilador, esperando oír ruido de llaves en el piso de Lefloc-Pignel. La hubiese estorbado si me hubiese quedado.
Llegó a primera hora de la tarde. Oyó el grito de las gaviotas que revoloteaban alrededor de la casa en círculos bajos. Aspiró el olor húmedo del viento salado. Observó la casa desde lo alto del camino que descendía hasta la entrada. Vio los postigos cerrados. Lanzó un suspiro. Él no estaba.
Una brusca ráfaga de viento empujó una teja y la tiró a sus pies. Joséphine se protegió con la mano, después levantó la cabeza y descubrió que la mitad del techo había volado. En algunas partes no quedaban más que los travesaños desnudos, y espesas capas de fibra de vidrio como milhojas bailando al viento. Se diría que un enorme rastrillo había pasado sobre la casa, levantando filas de tejas, dejando otras. Se volvió hacia los árboles del parque. Algunos se mantenían rectos, un poco temblorosos, pero otros estaban abiertos en dos como puerros pelados. Esperaría a hablar con el techador para informar a Iris de la extensión de la catástrofe.
De hecho, pensó, supongo que le importa un comino el estado de la casa. Debe de estar pintándose los dedos de los pies, untándose de crema y poniéndose rímel negro sobre sus grandes ojos azules.
Le envió un mensaje de texto para decirle que había llegado bien.
Iris se despertó oprimida por una ansiedad que hormigueaba por todo su cuerpo, y la mantenía tumbada, aplastada. Era 16 de agosto. Él había dicho quince días. Instaló el teléfono sobre la almohada y esperó.
Él no llamaría enseguida. Esa época había terminado. Ella era consciente de que había franqueado un límite imperdonable llamándole mentiroso. ¡En público, además! ¡Ay! La mirada extrañada del camarero del bar cuando había gritado: «¡Mentiroso!, ¡es usted un mentiroso!». Hervé no se lo perdonaría fácilmente. Ya había impuesto los quince días de silencio. Y habría otras correcciones.
¿Y qué me importa? Ese hombre me enseña a amar. Me doma de lejos, en silencio. Un estremecimiento de placer crepitó entre sus piernas, y se acurrucó para que continuara ardiendo en su bajo vientre. ¿Así que esto es el amor? Esa herida fulgurante que dan ganas de morir… Esa espera deliciosa en el que una no sabe quién es, en la que tiendes la nuca, dócil cuando te ponen lar riendas, te tapan los ojos, te conducen al poste de la abnegación. Iré hasta el final con él. Le pediré perdón por haberle insultado. Él intentaba guiarme por el camino del amor, y yo pataleaba como una niña mimada. Yo reclamaba un juramento, un beso, mientras que él me hacía entrar en un recinto sagrado. No había entendido nada.
Miraba fijamente el teléfono y suplicaba para que sonara. Diré… Debo cuidar mis palabras para no ofenderle y que comprenda que me rindo. Diré, Hervé, le he esperado y he comprendido. Haga de mí lo que quiera. No pido nada, sólo el peso de sus manos sobre mi cuerpo, moldeándome como un montón de arcilla. Y si pido demasiado, ordéneme esperar y esperaré. Permaneceré enclaustrada y bajaré los ojos cuando aparezca. Beberé si lo ordena, comeré si lo manda, me purificaré de mis cóleras inútiles, de mis caprichos de niña pequeña.
Suspiró con una alegría tan intensa que creyó desfallecer.
El me ha enseñado el amor. Esa felicidad imborrable que yo buscaba acumulando, mientras que al contrario debía entregarme, darme, dejarlo todo… El me ha dado un lugar en la vida. Voy a levantarme, a ponerme mi vestido marfil, ese que él me compró, ponerme una cinta en el pelo, y a quedarme sentada, cerca de la puerta, esperándole. No llamará por teléfono. Llamará a la puerta. Abriré, la mirada gacha, el rostro limpio de toda prisa, y le diré…
Se acercaba la hora de la verdad.
Se pasó todo el día esperando oír sus pasos, levantando el teléfono, comprobando si funcionaba.
No vino esa noche.
Al día siguiente, llamó Iphigénie.
– ¿No está aquí, la señora Cortès?
– Se ha marchado a descansar.
– ¡Ah! -dijo Iphigénie, decepcionada.
– El edificio debe de estar vacío -dijo Iris, intentando animar el diálogo.
– Sólo están usted y el señor Lefloc-Pignel que volvió ayer por la tarde.
El corazón de Iris dio un salto. Había vuelto. Iba a llamar. Cerró la puerta y se apoyó contra el quicio, agotada de alegría. Prepararme, prepararme. No dejar que nadie se inmiscuya entre nosotros.
Llamó a Iphigénie por la escalera, y le anunció que se marchaba unos días a casa de una amiga, que guardase, pues, el correo en la portería. Iphigénie se encogió de hombros y le deseó «felices vacaciones, le sentarán bien».
El frigorífico estaba lleno, no necesitaría salir.
Se duchó, se puso el vestido marfil, se ató el pelo, se quitó el barniz de las uñas y esperó. Se pasó el día esperándole. No osó poner el sonido de la tele demasiado fuerte, por miedo a no escuchar el timbre del teléfono o los tres golpes sobre la puerta. Sabe que estoy aquí. Sabe que le espero. Me está haciendo esperar.
Al final de la tarde se abrió una lata de raviolis. No tenía hambre. Bebió una copa, dos para darse valor. Creyó escuchar música en el patio. Abrió la ventana, oyó el sonido de una ópera. Y después su voz… Hablaba de negocios por teléfono. Estoy estudiando el dossier de la fusión… Se estremeció, cerró los ojos. Va a venir. Va a venir.
Le esperó toda la noche, sentada cerca de la ventana. La ópera cesó, la luz se apagó.
No había venido.
Lloró, sentada sobre la silla con su hermoso vestido marfil. No debo ensuciarlo. Mi hermoso vestido de novia.
Terminó la botella de vino tinto y se tomó dos Stilnox.
Fue a acostarse.
Él le había hecho saber que había vuelto poniendo la música muy alta.
Ella le había hecho saber que se sometería no bajando a llamar a su puerta.
La primera noche, Joséphine durmió en uno de los sofás del salón. La casa estaba devastada y los dormitorios no tenían techo. Tumbada desde la cama, se veía el cielo negro y cargado, rayos como cañonazos y trazos de lluvia. Por la noche la despertó un trueno y Du Guesclin empezó a aullar.
Contó uno, dos, para ubicar la presencia de la tormenta, y tuvo tiempo de llegar hasta tres cuando un rayo iluminó el parque. Se oyó un crujido terrible, el ruido de un árbol que se derrumba. Corrió hasta la ventana y vio el gran roble ante la casa abatirse sobre su coche. El coche se dobló en dos con un ruido terrible de metal aplastado. ¡Mi coche! Se precipitó hasta el interruptor. No había luz. Otro rayo estalló en el cielo negro y tuvo tiempo de verificar que su coche había quedado completamente aplastado.
Al día siguiente, llamó al señor Fauvet. La mujer del techador le contestó que su marido estaba desbordado.
– Todas las casas del país han sido afectadas. ¡No sólo la de usted! Se pasará durante la mañana.
Esperaría. Dispuso barreños para recoger el agua que caía en algunas partes. Hortense llamó. Mamá, me voy a Saint-Tropez, me han invitado unos amigos. Cómo me he aburrido en Korcula. Mamá, ¡ya no me gustan los ricos! No, bromeo. Me gustan los ricos inteligentes, brillantes, modestos, cultos… Existen, ¿tú crees?
Llamó Zoé, la cobertura era tan mala que no entendía la mitad de las sílabas. Escuchó todo va bien, ya no me queda batería, te quiero, me quedo una semana más, Philippe está de ac…
De acuerdo, murmuró al silencio que siguió a la llamada.
Fue hasta la cocina, abrió los armarios, sacó un paquete de bis- cotes y confitura. Pensó en el congelador y en todo lo que iba a echarse a perder. Debería llamar a Iris, preguntarle lo que debo hacer.
Llamó a Iris. Le hizo un resumen de la situación lo menos alarmante posible, pero señaló la falta de electricidad y el problema del congelador.
– Haz lo que quieras, Jo. Si supieses lo poco que me importa…
– ¡Se va a echar todo a perder!
– No es un drama -respondió Iris con voz cansina.
– Tienes razón. No te preocupes, me haré cargo. ¿Y tú, estás bien?
– Sí. Ha vuelto… ¡Soy tan feliz, Jo, tan feliz! Creo que descubro, por fin, lo que es el amor. Toda mi vida he esperado este momento y ya está, ya ha llegado. Gracias a él. Te quiero, Jo, te quiero.
– Yo también te quiero, Iris.
– No siempre he sido buena contigo…
– ¡Oh, Iris! No es tan grave, ¿sabes?
– No he sido buena con nadie, pero creo que esperaba algo grande, muy grande, y que por fin lo he encontrado. Estoy aprendiendo. Me despojo poco a poco. ¿Sabes que ya no me maquillo? Un día me dijo que no le gustaban los artificios, y me borró el carmín con el dedo. Me preparo para él…
– Me siento feliz de que estés feliz.
– ¡Ay, Jo, tan feliz…!
Tenía la voz pastosa, arrastraba las sílabas, se saltaba otras. Ha debido de estar bebiendo, ayer noche, se dijo Joséphine, desolada.
– Te llamaré mañana para tenerte al corriente.
– No vale la pena, Jo, ocúpate de todo, confío en ti. Déjame vivir mi amor. Siento como si estuviese mudando una vieja piel… Debo estar sola, ¿lo entiendes? Tenemos muy poco tiempo para estar juntos. Quiero aprovecharlo plenamente. Quizás vaya a instalarme a su casa…
Lanzó una risita de chiquilla. Joséphine pensó en el dormitorio austero, en el crucifijo, en santa Teresa de Lisieux y en los mandamientos de la esposa perfecta. No la llevaría a su casa.
– Te quiero, mi hermanita querida. Gracias por haber sido tan buena conmigo…
– ¡Iris! ¡Para, que me vas a hacer llorar!
– ¡Al contrario, alégrate! Esto es nuevo para mí, este sentimiento…
– Lo comprendo. Sé feliz. Me voy a quedar aquí. ¡Tengo mucho trabajo por delante! Hortense y Zoé no vuelven hasta dentro de diez días. ¡Aprovecha! ¡Aprovecha!
– Gracias. Y sobre todo no intentes llamarme… No responderé.
Al día siguiente por la noche, Iris escuchó una ópera, y después su voz al teléfono. Reconoció El trovador y canturreó un aria, sentada en su silla, con su hermoso vestido marfil. Marfil, torre de marfil. Los dos estamos en nuestra torre de marfil. Pero, pensó dando un salto ¿acaso cree que me he marchado? ¿O que sigo enfadada? ¡Sí, claro! Y además, no es él quien debe venir a mí, soy yo la que debe ir hasta él. Con arrepentimiento. Él no sabe que he cambiado. No puede imaginárselo.
Bajó. Llamó tímidamente. Él abrió, frío y majestuoso.
– ¿Sí? -preguntó como si no la viera.
– Soy yo…
– ¿Quién es yo?
– Iris…
– No basta.
– Vengo a pedirle perdón.
– Eso está mejor…
– Perdón por haberle llamado mentiroso…
Avanzó hacia el quicio de la puerta. Él la rechazó con el dedo.
– He sido frívola, egoísta, colérica… Durante estos quince días a solas, ¡he comprendido tantas cosas!, ¿sabe usted?
Ella tendió los brazos hacia él en ofrenda. Él se echó hacia atrás.
– ¿Me obedecerá usted a partir de ahora, en todo y para todo?
– Sí.
Le hizo una señal para que entrase. La detuvo inmediatamente cuando ella pretendió dirigirse hasta el salón. Cerró la puerta.
– He pasado unas vacaciones muy malas por culpa suya… -dijo.
– Le pido perdón… ¡He aprendido tantas cosas!
– ¡Y todavía tiene muchas que aprender! No es usted más que una niña egoísta y fría. Sin corazón.
– Quiero aprenderlo todo de usted…
– ¡No me interrumpa cuando hablo!
Ella se dejó caer sobre una silla, azotada por su tono autoritario.
– ¡De pie! No he dicho que se siente.
Ella se levantó.
– Ahora me obedecerá si desea usted seguir viéndome…
– ¡Lo deseo! ¡Lo deseo! ¡Tengo tantas ganas de usted!
Él dio un salto hacia atrás, asustado.
– ¡No me toque! Soy yo quien decide, ¡yo quien da la autorización! ¿Quiere usted pertenecerme?
– ¡Con todas mis fuerzas! No vivo más que con esa esperanza. He comprendido tanto…
– ¡Cállese! Lo que haya usted comprendido en su pequeño cerebro de mujer fútil no me interesa. ¿Lo entiende?
El pequeño estremecimiento de placer volvió a crepitar entre sus piernas. Bajó los ojos, avergonzada.
– Escuche y repita conmigo…
Ella asintió con la cabeza.
– Va usted a aprender a esperarme…
– Voy a aprender a esperarle.
– Va usted a obedecerme en todo y para todo.
– Le obedeceré en todo y para todo.
– ¡Sin hacer preguntas!
– Sin hacer preguntas.
– Sin interrumpirme nunca.
– Sin interrumpirle nunca.
– Yo soy el amo.
– Es usted el amo.
– Usted es mi criatura.
– Yo soy su criatura.
– No pondrá usted ninguna objeción.
– No pondré ninguna objeción.
– ¿Está usted sola o acompañada?
– Estoy sola. Sabía que iba usted a volver y he alejado a Joséphine. Y también a las niñas.
– Perfecto… ¿Está usted dispuesta a recibir mi ley?
– Estoy dispuesta a recibir su ley.
– Va usted a pasar un periodo de purificación con el fin de desembarazarse de sus demonios. Se quedará en casa respetando estrictamente las consignas. ¿Está dispuesta a escucharlas? Haga una señal con la cabeza, y a partir de ahora baje la mirada cuando esté en mi presencia, no la levantará hasta que yo se lo ordene…
– Es usted mi amo.
Él la golpeó con todas sus fuerzas. La cabeza de Iris rebotó sobre su hombro. Se llevó la mano a la mejilla, él la cogió del brazo y se lo torció.
– No le he dicho que hable. ¡Cállese! ¡Yo doy las órdenes!
Ella asintió. Sintió cómo se le hinchaba la mejilla y ardía. Sintió ganas de acariciarse la escocedura. El estremecimiento estalló de nuevo entre sus piernas. Estuvo a punto de tambalearse de placer. Agachó la cabeza y susurró:
– Sí, amo.
Él permaneció silencioso como si la examinara. Ella no se movió, permaneció con la mirada gacha.
– Va usted a subir a su habitación y a vivir enclaustrada el tiempo que yo decida y siguiendo un horario que yo le daré. ¿Acepta usted mi ley?
– La acepto.
– Se levantará cada mañana a las ocho, irá a lavarse cuidadosamente, por todas partes, por todas partes, debe estar limpio hasta lo más recóndito, lo comprobaré. Después se arrodillará, pasará revista a todos sus pecados, los escribirá en un papel que yo recogeré. Después, rezará sus oraciones. Si no tiene usted libro de oraciones, le prestaré uno… ¡responda!
– No tengo libro de oraciones -dijo ella con la mirada gacha.
– Le prestaré uno… Después hará la casa, lo limpiará todo perfectamente, lo hará de rodillas, las manos en la lejía, el buen olor a lejía que elimina todos los gérmenes, frotará usted el suelo ofreciendo su trabajo a la misericordia de Dios, le pedirá perdón por su antigua vida disoluta. Seguirá ocupándose de la casa hasta las doce. Si debo pasar, no quiero ni rastro de suciedad, ni rastro de polvo o será castigada. A las doce, tendrá usted derecho a comer una loncha de jamón y arroz blanco. Y beberá agua. No quiero ningún alimento de color ¿soy lo bastante claro? Diga sí si lo ha comprendido… -Sí.
– Por las tardes, leerá su libro de oraciones, de rodillas durante una hora, después lavará la ropa, planchará, limpiará los cristales, lavará las cortinas, los visillos. Quiero que todo esté vestido de la forma más sencilla posible. De blanco. ¿Tiene usted un vestido blanco? -Sí.
– Perfecto, lo llevará todo el tiempo. Por la noche lo lavará y lo dejará secar sobre una percha en la bañera para que esté lista para ponérselo por la mañana. No soporto los olores corporales. ¿Está claro? Diga sí.
– Sí.
– Sí, amo.
– Sí, amo.
– El pelo recogido hacia atrás, sin joyas, ni maquillaje, trabajará mirando al suelo, todo el tiempo… Puedo llegar a cualquier hora del día y si la sorprendo desobedeciendo, será usted castigada. Le infligiré un castigo que elegiré cuidadosamente para curarla de sus vicios. Por la noche repetirá la misma comida. No toleraré nada de alcohol. No beberá más que agua, agua del grifo. Voy a subir a hacer una inspección y a tirar todas las botellas… porque usted bebe. Es usted una alcohólica. ¿Es usted consciente de ello? ¡Responda!
– Sí, amo.
– Por la noche, esperará sentada sobre una silla, por si quiero subir a realizar una visita de inspección. En la oscuridad más completa. No quiero ninguna luz artificial. Vivirá a la luz del día. No hará ningún ruido. Ni música, ni televisión, ni tararear canciones. Susurrará sus oraciones. Si no aparezco, no se quejará. Permanecerá en silencio sobre su silla meditando. Tiene usted mucho que hacerse perdonar. Ha llevado usted una vida sin interés, únicamente centrada en usted. Es usted muy hermosa, ¿sabe?… Ha jugado usted conmigo y yo he caído en sus redes. Pero me he liberado. Ese tiempo ha terminado. Atrás. No he dado permiso para que se acerque…
Ella dio un pasito hacia atrás y, de nuevo, una sacudida eléctrica recorrió su bajo vientre. Agachó la cabeza para que él no percibiera que sonreía de placer.
– Al menor desvío, habrá represalias. Estaré obligado a pegarla, a castigarla y pensaré en el castigo que le haga daño físico, es necesario, es necesario, y moral… Debe usted ser rebajada después de haberse pavoneado como una niña orgullosa.
Ella cruzó las manos a su espalda, permaneció con la cabeza gacha.
– Esté lista para mis visitas intempestivas. Olvidé decírselo, la encerraré para estar seguro de que no se escape. Me dará su juego de llaves jurándome que no existe otro disponible. Todavía está usted a tiempo de retirarse de este programa de purificación. No le impongo nada, debe decidir libremente, reflexione y diga sí o no…
– Sí, amo. Me doy a usted.
El la golpeó con el dorso de la mano como si la barriera.
– No ha reflexionado. Se ha precipitado en su respuesta. La velocidad es la forma moderna del demonio. He dicho: ¡reflexione!
Ella bajó los ojos y permaneció en silencio. Después murmuró:
– Estoy dispuesta a obedecerle en todo, amo.
– Está bien. Es usted enmendable. Está en el camino de la rehabilitación. Ahora subiremos a su casa. Subirá cada escalón con la cabeza agachada, las manos en la espalda, lentamente, como si trepase por la montaña del arrepentimiento…
La hizo pasar delante, cogió una fusta colgada de la pared de la entrada y le azotó las piernas para hacerla avanzar. Ella se estremeció. La azotó de nuevo y le ordenó no manifestar ninguna pena, ningún dolor cuando la golpeaba. En el piso de Joséphine, vació todas las botellas en la pila con una risa malvada. Hablaba consigo mismo con voz nasal y repetía el vicio, el vicio está por todas partes en el mundo moderno, ya no hay límites al vicio, hay que limpiar el mundo, librarlo de todas las impurezas, esta mujer impura va a purificarse.
– Repita conmigo, no volveré a beber.
– No volveré a beber.
– No he escondido botellas para beberías a escondidas.
– No he escondido botellas para beberías a escondidas.
– En todo, obedeceré a mi amo.
– En todo, obedeceré a mi amo.
– Es suficiente por esta noche. Puede ir a acostarse…
Ella se echó hacia atrás para dejarle pasar, le tendió su juego de llaves que él se metió en el bolsillo.
– Recuerde, puedo aparecer en cualquier momento y si el trabajo no está hecho…
– Seré castigada.
La golpeó de nuevo y ella dejó escapar una queja. Había golpeado tan fuerte que su oído resonaba.
– ¡No tiene derecho a hablar si yo no lo autorizo!
Ella lloró. El la golpeó.
– Son lágrimas falsas. Pronto derramará lágrimas auténticas, lágrimas de alegría… Bese la mano que la castiga.
Ella se inclinó, besó delicadamente la mano, osando apenas rozarla.
– Está bien. Voy a poder hacer algo con usted, creo. Aprende pronto. Durante el tiempo de purificación se vestirá de blanco. No quiero ver ni un resto de color. El color es derroche.
La agarró del pelo y lo echó hacia atrás.
– Baje la mirada para que la inspeccione.
Pasó un dedo sobre su rostro desmaquillado y se sintió satisfecho.
– ¡Se diría que ha empezado usted a comprender!
Se rio.
– Le gusta a usted la mano dura, ¿verdad?
Se acercó a ella. Le cogió los labios para verificar la limpieza de los dientes. Quitó un resto de comida con la uña. Ella percibía su olor a hombre fuerte, poderoso. Está bien, pensó, que así sea. Pertenecerle. Pertenecerle.
– Si me obedece usted en todo, si se vuelve pura como debe serlo cada mujer, nos uniremos…
Iris ahogó un pequeño grito de placer.
– Caminaremos juntos hacia el amor, el único, el que debe ser sancionado por el matrimonio. En el momento en que yo lo decida… Y será mía. Diga, lo quiero, lo deseo y bese mi mano.
– Lo quiero, lo deseo…
Y le besó la mano. Él la envió a acostarse.
– Dormirá con las piernas cerradas para que no penetre ningún pensamiento impuro. A veces, si se porta mal, la ataré. ¡Ah! Lo olvidaba, dejaré a las ocho en punto, cada mañana, las lonchas de jamón blanco y el arroz blanco que deberá cocer. Sólo comerá eso. Es todo. Vaya a acostarse. ¿Sus manos están limpias? ¿Se ha lavado usted los dientes? ¿Su camisón está listo?
Ella sacudió la cabeza. Él le pellizcó violentamente la mejilla, ella ahogó un grito.
– Responda. No admitiré ninguna excepción a la regla o lo pagará.
– ¡No, amo!
– Vaya a hacerlo. Esperaré. Dese prisa…
Lo hizo. El se volvió de espaldas para no verla desnudarse.
Ella se metió en la cama.
– ¿Tiene usted un camisón blanco?
– Sí, amo.
Él se acercó la cama y le acarició la cabeza.
– ¡Ahora duerma!
Iris cerró los ojos. Oyó cómo cerraba la puerta y giraba la llave en la cerradura.
Estaba prisionera. Prisionera del amor.
Dos veces al día, Joséphine llamaba al señor Fauvet y hablaba con la señora Fauvet. Insistía, decía que a cada borrasca volaban tejas nuevas, que era peligroso, que la casa se llenaba de agua, que pronto se agotaría la batería de su móvil y no podría llamarla. La señora Fauvet decía: «Sí, sí, mi marido va a pasar…» y colgaba.
Llovía sin parar. Incluso Du Guesclin se negaba a salir. Subía a la terraza devastada, olisqueaba el viento, levantaba la pata contra las macetas de barro rotas, y bajaba suspirando. La verdad es que no hacía tiempo para dejar al perro fuera.
Joséphine dormía en el salón. Se duchaba con agua fría, desvalijaba el congelador. Se comía todos los helados, los Ben & Jerry, los Häagen-Dazs, los chocolate chocolate chips, los pralines and cream. Le daba igual engordar. Él no vendría. Miraba su cara en la cuchara, hinchaba las mejillas, se veía parecida a un cuenco de nata, se atiborraba a chocolate. Du Guesclin lamía la tapa de los botes. La miraba con devoción, movía la cadera esperando que dejara una nueva tapa. ¿Tienes novia, Du Guesclin? ¿Hablas con ella o te basta con montar sobre ella? ¡Qué cansados, ¿sabes?, qué cansados son los sentimientos! Es más simple comer, llenarse de grasa y de azúcar. Du Guesclin no ha tenido nunca esos problemas, nunca se había enamorado, penetraba a las mujeres y dejaba montones de pequeños bastardos tras él que, apenas se quitaban los pañales, partían a hacer la guerra al lado de su padre. No servía más que para eso. Para inventar estrategias y ganar batallas. ¡Con cincuenta hombres harapientos aplastaba un ejército de quinientos ingleses con armadura y catapultas! Disfrazándose de viejecita con un fardo a la espalda. ¡Te das cuenta! La viejecita se introducía en las callejuelas de la ciudad que quería invadir y, una vez en el interior, Du Guesclin sacaba su espada y atravesaba filas enteras de ingleses. En tiempo de paz, se aburría. Se había casado con una mujer culta y mayor que él, una experta en astrología. La víspera de cada batalla, ella hacía una predicción ¡y no se equivocaba nunca! Les han quitado la guerra a los hombres, y ya no saben quiénes son. En tiempos de paz, Du Guesclin daba vueltas y no hacía más que tonterías. El único problema de los helados, mi viejo Du Guesclin, es que después, te sientes ligeramente empalagada y tienes ganas de dormir, pero estás tan pesada que ni siquiera consigues conciliar el sueño, te agitas como una botella de leche y el sueño se va.
Sonó su móvil. Un mensaje de texto. Lo leyó. ¡Luca!
Lo sabe usted, Joséphine, lo sabe, ¿verdad?
No respondió. Lo sé, pero me da completamente igual. Estoy con Du Guesclin, bien abrigada bajo un techo hecho jirones, dentro de una bonita manta de lana rosa que me hace cosquillas en la nariz.
– ¿Sabes?, el único problema del mundo actual es que hablamos con nuestros perros… No es normal. Te quiero mucho, mucho, pero no reemplazas a Philippe…
Du Guesclin gimió como si estuviese afligido.
Sonó el móvil, un nuevo mensaje de Luca.
¿No me responde?
No respondía. Pronto se quedaría sin batería, no quería gastar sus últimas municiones con Luca Giambelli. O más bien Vittorio.
Había encontrado en un estante una vieja edición de La prima Bette de Balzac, lo había abierto y lo había olido. El libro olía a sacristía, a tela piadosa y a papel enmohecido. Leería La prima Bette a la luz de una vela, por la noche. En voz alta. Se enrolló en la manta, acercó la vela, una hermosa vela roja que se consumía sin gotear y comenzó:
– «¿Dónde anida la pasión? A mediados de julio del año 1838, uno de esos coches recientemente puestos en circulación en las plazas de París llamados milords marchaba, por la calle de la Universidad, llevando a un hombre grueso de talla mediana, con uniforme de la guardia nacional. Entre esos muchos parisinos acusados de ser tan espirituales, se encuentran los que se creen infinitamente mejor vestidos de uniforme que con sus hábitos ordinarios, y que suponen en las mujeres gustos bastante depravados, para imaginar que se sentirán favorablemente impresionadas por el aspecto de una boina con crin o por el arnés militar…». Ya ves, Du Guesclin, ahí reside el arte de Balzac, ¡nos describe la ropa de un hombre y entramos en su alma! ¡Detalles, más detalles! Pero para recopilar detalles, hay que invertir tiempo, saber perderlo, dejar que pase para poder dar con una palabra, una imagen, una idea. Ya no se escribe como Balzac hoy en día, porque ya no se pierde el tiempo. Se dice «huele bien», «hace bueno», «hace frío», «va bien vestido», sin buscar las palabras que se adaptarían como guantes y que mostrarían indirectamente que hace bueno, que huele bien, y que un hombre es apuesto.
Dejó el libro y reflexionó. Quizás debí hablar de Luca con Garibaldi. Lo hubiera añadido a su lista de sospechosos. Me equivoqué. ¡Me puse en contra suya y evité informarle del más amenazador de todos! Subió la manta, juntó los largos pelos de mohair rosa en un mechón recto y retomó el libro. La interrumpió una nueva llamada. Un tercer mensaje.
Sé dónde está usted, Joséphine. Respóndame.
Su corazón empezó a latir con fuerza. ¿Y si fuera verdad?
Intentó llamar a Iris. En vano. Debía de estar cenando con el hermoso Hervé. Verificó que todas las puertas estaban cerradas. Las ventanas, los grandes ventanales acristalados con vidrio grueso, y con certificados antichoque. Pero ¿y si entraba por el tejado? Hay aberturas por todos lados. Basta con escalar la fachada y colarse por un balcón. Voy a apagar la vela. No sabrá que estoy aquí. Sí pero… verá el coche aplastado bajo el árbol.
Y después siguió un ametrallamiento de mensajes. «Estoy de camino, ya llego», «Responda, ¡está usted volviéndome loco!», «Esto no terminará así», «Me acerco y ya no se hará la lista». «¡Zorra! ¡Zorra!», «Estoy en Touques». ¡En Touques! Lanzó una mirada alarmada a Du Guesclin, que no se movía. Con la cabeza apoyada en las patas, esperaba a que ella retomara su lectura o abriese un nuevo bote de helado. Corrió hasta la ventana para escrutar el parque en la noche. Ha debido de enterarse por la portera de que estaba aquí, ella se lo ha contado, él tiene miedo de que manifieste a toda la universidad francesa que él es ese hombre ridículo que se muestra en slip en los carteles publicitarios. O sabe que he ido a ver a Garibaldi…
Voy a llamar a Garibaldi…
Sólo tengo el número de su despacho…
Intentó llamar de nuevo a Iris. Escuchó el contestador.
Una nueva señal, un nuevo mensaje.
El parque es hermoso, el mar tan cercano. Vaya hasta la ventana, me verá usted. Prepárese.
Se acercó a la ventana, se apoyó temblando en el borde, echó un vistazo fuera. La noche era tan negra que sólo veía sombras gigantes que se movían, animadas por el viento. Arboles balanceando, ramas que se rompen, una borrasca que arrancaba las hojas que caían en remolinos… Todas habían sido apuñaladas. En el corazón. Una mano que te rodea el cuello, aprieta, aprieta, te mantiene inmovilizada y la otra que hunde el cuchillo. La noche que fui agredida, él quería hablarme, «tengo que hablar con usted, Joséphine, es importante». Quería confesarse, pero no tuvo el valor, prefirió eliminarme. Me dio por muerta. No volvió a llamarme durante dos días. Yo le había dejado tres mensajes en el móvil. Él no respondía.
Y su indiferencia cuando se encontraron al borde del lago. Su frialdad cuando le conté la agresión. Se preguntaba simplemente cómo había podido escapar… Es la única cosa que le preocupaba. ¡Eso no se sostiene! ¿La señora Berthier, esa Bassonnière, la camarera? Ellas no le conocían. ¿Y tú qué sabes? ¿Qué sabes de su vida? La Bassonnière sabía más que tú.
Temblaba tanto que no conseguía alejarse de la ventana. Va a entrar, va a matarme, Iris no responde, Garibaldi no sabe nada, Philippe ríe en un pub con Dottie Doolittle, voy a morir sola. Mis niñas, mis niñas…
Gruesas lágrimas cayeron sobre sus mejillas. Se las secó con el dorso de la mano. Du Guesclin enderezó la oreja. ¿Había oído algo? Se puso a ladrar.
– ¡Cállate, cállate! ¡Va a saber que estamos aquí!
Ladraba cada vez más fuerte, giraba en el salón, se incorporó frente a la ventana y posó sus patas contra el cristal.
– ¡Para! Nos va a ver…
Se arriesgó a mirar fuera, percibió un coche que avanzaba por el camino, los faros encendidos. Eso produjo el efecto de un proyector de luz sobre la habitación y ella se agachó en el suelo. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Papá, protégeme, protégeme, no quiero sufrir, haz que me mate enseguida, haz que no me duela, tengo miedo, ¡ay! Tengo miedo…
Du Guesclin ladraba, resoplaba, se golpeaba en la oscuridad con los muebles del salón. Joséphine encontró el valor para levantarse y buscó un lugar donde esconderse. Pensó en el lavadero. La puerta era gruesa, y tenía cerradura. ¡Ojalá me quede algo de batería! Voy a llamar a Hortense. Ella sabrá qué hacer. Nunca pierde la calma, ella me dirá, mamá, no te preocupes, yo me ocupo de todo, yo llamo a la policía, lo principal, en estos casos, es sobre todo no demostrar que tienes miedo, intentar esconderte y si no lo consigues, hablarle, distraerle, háblale con calma, mantenle ocupado, mientras llega la policía… Iba a llamar a Hortense.
Se dirigió, siempre a cuatro patas, hacia el cuarto de lavar. Du Guesclin permanecía ante la puerta de entrada, la frente baja, con los cuartos hacia delante, como si fuera a cargar contra el adversario.
Ella susurró: «Venga, nos batimos en retirada», pero él permaneció inmóvil, amenazador, echando espuma por la boca, el pelo erizado.
Escuchó pasos sobre la grava. Pasos firmes. El hombre avanzaba, seguro de sí mismo, convencido de encontrarla allí. El hombre se acercaba. Escuchó una llave girar en la puerta. Un cerrojo, dos cerrojos, tres cerrojos…
Sonó una voz fuerte:
– ¿Hay alguien?
Era Philippe.
Una mañana, Iris se despertó y le encontró de pie al lado de la cama. Se sobresaltó. ¡No había oído el despertador! No levantó el brazo para protegerse del golpe de fusta que iba a sancionar su falta. Bajó los ojos y esperó.
Él no le pegó. No comentó la menor falta a la regla. Dio una vuelta alrededor de la cama, levantó la fusta, azotó el aire y declaró:
– Hoy no comerá. He colocado dos lonchas de jamón blanco y arroz sobre la mesa, pero no tiene usted derecho a tocarlo. Las lonchas son grandes. Es jamón blanco de buena calidad, dos buenas lonchas gruesas, aromáticas cuyo olor vendrá a tentarla. Pasará el día sobre su silla leyendo su libro de oraciones y vendré a comprobar, por la noche, que las lonchas están intactas. Está usted sucia. El trabajo es más importante de lo que pensaba. Hay que limpiar a fondo para que se convierta en una buena esposa.
Dio unos pasos. Levantó con la punta de la fusta la colcha de la cama para verificar si el suelo estaba limpio. La dejó caer, satisfecho.
– Por supuesto, habrá hecho la casa como cada mañana, pero no comerá. Tendrá derecho a dos vasos de agua. Los he dejado sobre la mesa. Deberá beberlos imaginándose la fuente que fluye y la purifica. Después, cuando haya terminado la limpieza, irá a su silla, leerá y me esperará. ¿Está claro?
Ella gimió: «Sí, amo», sintiendo el hambre que la atenazaba desde la víspera, despertarse como un animal en su vientre.
– Para verificar que ha permanecido tranquilamente estudiando su libro de oraciones, voy a darle una que aprenderá de memoria, y deberá recitarme SIN COMETER FALTAS, ya que el menor balbuceo será castigado de forma que retenga la lección. ¿Entendido?
Bajó los ojos y suspiró: «Sí, amo».
La azotó con un golpe de fusta.
– ¡No lo he oído!
– Sí, amo -gritó, las lágrimas cayendo sobre su pecho.
Tomó su libro de oraciones, lo hojeó, encontró una que pareció satisfacerle, y comenzó a leerla en voz alta.
– Es un extracto de la Imitación de Cristo. Se titula De la resistencia que hay que ofrecer a las tentaciones. Usted no ha sabido nunca resistirse a las tentaciones. Este texto se lo va a enseñar.
Se aclaró la voz y comenzó:
– «No podemos estar sin aflicción ni tentaciones mientras vivimos en este mundo. Eso es lo que hace decir a Job que la vida del hombre sobre la tierra es una tentación continua. Es por eso que cada uno debería tomar precauciones contra las tentaciones a las que está sujeto, y velar en oración por temor al demonio, que no duerme nunca y que ronda a nuestro lado buscando a quién devorar, no encuentre la ocasión de sorprendernos. No hay hombre tan perfecto y tan santo que no haya tenido a veces tentaciones y no podemos sentirnos completamente exentos de ellas. Sin embargo, aunque esas tentaciones sean enojosas y rudas, son a menudo de una gran utilidad, porque sirven para humillarnos, purificarnos, instruirnos. Todos los santos han pasado por grandes tentaciones y duras pruebas y han encontrado en ellas sus enseñanzas…».
Leyó mucho rato, con voz monocorde, y después dejó el libro sobre la colcha de la cama y declaró:
– Quiero oírselo recitar de memoria, con toda la humildad y el cuidado por mí exigidos, esta noche, cuando venga a visitarla.
– Sí, amo.
– ¡Bese la mano del amo!
Ella besó su mano.
Él se dio la vuelta y la dejó, muerta de hambre, de dolor, inerte bajo las sábanas blancas. Lloró mucho tiempo, con los ojos muy abiertos, sin moverse, sin protestar, los brazos a lo largo del cuerpo, las manos abiertas bajo la manta. Ya no tenía más fuerzas.
– ¡Jo! La puerta está bloqueada. ¡No consigo abrirla!
– Philippe… ¿Eres tú?
Había dejado los faros del coche encendidos, pero ella no estaba segura de reconocerle en la negra noche.
– ¿Estás encerrada?
– ¡Oh, Philippe! ¡Tengo tanto miedo! Creí que…
– ¡Jo! Intenta abrirme…
– Dime que eres tú…
– ¿Por qué? ¿Estás esperando a alguien más? ¿Molesto? Lanzó una risita. Ella respiró, aliviada. Era él. Se echó sobre la puerta e intentó abrirla. Pero la puerta resistía.
– ¡Philippe! ¡Ha llovido tanto que la madera se ha hinchado! Cuando llegué hacía tanto frío que he encendido la calefacción al máximo, y eso ha debido de hacer que la madera se atrancase…
– ¡Que no! No es por eso…
– Sí, te lo aseguro. Además ¡no deja de llover!
– Es porque hice cambiar todas las puertas y las ventanas. Pasaba aire por todas partes, ¡estaba harto de que el calor acabara en el jardín! Están nuevas y todavía encoladas… Al principio hay que forzarlas.
– ¡Pero si yo conseguí entrar!
– ¡Ha debido de volverse a pegar cuando encendiste la calefacción al máximo! Inténtalo otra vez…
Joséphine hizo un nuevo intento. Verificó que las cerraduras estaban abiertas e intentó abrir la puerta.
– ¡No lo consigo!
– Claro que las primeras veces, es difícil… Espera, voy a ver… Debía de haber retrocedido porque su voz se oía más lejana.
– ¡Philippe! ¡Tengo miedo! ¡He recibido mensajes de Luca, viene hacia aquí, me va a matar!
– Que no… Estoy aquí ¡no puede pasarte nada!
Oía sus pasos sobre la grava, caminaba a lo largo de la casa, buscando alguna forma de entrar.
– He mandado instalar ventanas y puertas antirrobo por todas partes, ¡no hay ni una sola abertura! Esta casa es una auténtica caja fuerte…
– ¡Philippe! Viene hacia aquí-repetía Joséphine, enloquecida-. Es él quien apuñala a las mujeres, ¡ahora lo sé! ¡Es él!
– ¿Luca? ¿Tu antiguo novio? -preguntó Philippe con tono divertido.
– Sí, te lo explicaré, es complicado. Es como las muñecas rusas, hay muchas historias unas dentro de otras, pero estoy segura de que es él…
– ¡Que no! ¡Te estás alarmando por nada! ¿Por qué iba a venir aquí? Aléjate de la puerta, voy a intentar abrirla de un empujón.
– Sí… Está loco.
– ¿Te has apartado, Jo?
Joséphine dio dos pasos atrás y escuchó el ruido de un cuerpo golpeando la puerta. La puerta tembló, pero no cedió.
– ¡Mierda!-gritó Philippe-. ¡No lo consigo! Voy a dar la vuelta por detrás…
– ¡Philippe!-gritó Joséphine-. ¡Ten cuidado! ¡Te digo que viene hacia aquí!
– ¡Jo, deja de tener miedo! ¡Te estás montando una película!
Escuchaba sus pasos en la grava. Se alejaba. Esperó mordiéndose el índice. Luca iba a llegar, iban a pelearse y ella no podría hacer nada. Sacó su móvil y pensó en llamar a los bomberos. Estaba tan nerviosa que no conseguía recordar el número. Y entonces el móvil se apagó. Sin batería.
Los pasos volvieron. Se puso en la ventana y vio a Philippe a la luz de los faros. Le hizo una señal. El se acercó.
– No hay nada que hacer. ¡Todo está cerrado a cal y canto! Cálmate Jo -dijo poniendo su mano sobre el cristal.
Ella colocó la mano sobre la suya, tras el vidrio.
– ¡Me da miedo! No te lo conté todo la última vez en Londres. No tenía tiempo, pero está loco, es violento…
Tenía que hablar alto para que él la oyese.
– ¡No nos va a hacer nada! ¡Deja de tener miedo!
Volvió hacia la puerta, dio unos golpes de hombro contra la madera que no cedió. Volvió a la ventana.
– Ya ves, ni siquiera habría podido entrar.
– Sí. ¡Pasando por el tejado!
– ¿En plena noche? ¡Se habría caído! Habría tenido que esperar a que se hiciese de día, y tú habrías tenido tiempo de llamar a la policía.
– ¡No me queda batería!
Ella escuchó cómo se dejaba caer contra la puerta.
– Voy a tener que pasar la noche fuera…
– ¡Oh, no! -gimió Joséphine.
Se sentó, ella también, contra la pesada hoja de la puerta. Rascó con la punta de un dedo como si quisiera hacer un agujero. Rascó, rascó.
– ¿Philippe? ¿Estás ahí?
– ¡Me voy a oxidar si paso la noche fuera!
– Las habitaciones están inundadas y casi no hay techo. Duermo en el salón sobre el sofá grande, con Du Guesclin…
– ¿Es una armadura?
– Es mi guardián.
– ¡Hola Du Guesclin!
– Es un perro.
– Ah…
Debió de cambiar de posición, porque oyó cómo se removía detrás de la puerta. Lo imaginó, las piernas plegadas bajo el mentón, los brazos alrededor de las rodillas, el cuello levantado. La lluvia había cesado. Ya no escuchaba el viento que silbaba entre los árboles un cántico imperioso y agudo con dos notas amenazantes.
– ¿Ves? No viene -dijo Philippe al cabo de un momento.
– ¡No me he inventado los mensajes! Te los mostraré…
– Hace eso para ponerte nerviosa. Está molesto o furioso porque le has abandonado, y se venga.
– Está loco, te digo. Un loco peligroso… ¡Cuando pienso que no le dije nada a Garibaldi! ¡Denuncié a Antoine y a él, le protegí! ¡Qué tonta soy, pero qué tonta soy!
– Que no… Te alarmas por nada. E incluso si viene, se encontrará conmigo y eso le calmará. Pero no vendrá, estoy seguro…
Ella le escuchaba y sentía cómo se llenaba de paz. Apoyó su cabeza contra el batiente de la puerta y respiró suavemente. Él estaba allí, justo detrás. Ella ya no tenía miedo de nada. Había venido, solo. Sin Dottie Doolittle.
– ¿Jo?
Hizo una pausa y añadió:
– ¿Estás enfadada conmigo?
– ¿Por qué no me llamabas? -dijo Joséphine, al borde de las lágrimas.
– Porque soy un idiota…
– ¿Sabes?, me da igual que tengas otras chicas. No tienes más que decírmelo. Nadie es perfecto.
– No tengo otras chicas. Me he enredado en mis emociones.
– No hay nada peor que el silencio -murmuró Joséphine-. Nos imaginamos de todo y todo se vuelve amenazador. No sabemos a qué agarrarnos, ni siquiera a un pequeño fragmento de realidad para indignarnos. Odio el silencio.
– A veces es tan práctico…
Joséphine suspiró.
– Acabas de hablar… ¿Ves?, no es complicado.
– ¡Eso es porque estás detrás de la puerta!
Ella se echó a reír. Una risa que se llevó el pánico. Él estaba allí, Luca no se acercaría. Vería el coche de Philippe aparcado delante de la puerta. El suyo, aplastado debajo del árbol, y sabría que no estaba sola.
– Philippe… ¡Tengo ganas de besarte!
– Vamos a tener que esperar. La puerta no parece estar de acuerdo. Y además… No soy un hombre fácil. Me gusta hacerme desear.
– Lo sé.
– ¿Llevas aquí mucho tiempo?
– Va a hacer tres días… creo. Ya no lo sé…
– ¿Y llueve así desde hace tres días?
– Sí. Sin parar. He intentado localizar a Fauvet, pero…
– Me ha llamado. Viene mañana con sus obreros…
– ¿Te ha llamado a Irlanda?
– Había vuelto de Irlanda. Cuando llegué al campo para llevarme a Zoé y a Alexandre, me dijeron que querían prolongar la estancia. Volví a Londres…
– ¿Solo? -preguntó Joséphine volviendo a rascar la puerta.
– Solo.
– Lo prefiero así. Digo que me da igual, pero no me da realmente igual… Lo que no quiero es perderte.
– Ya no me perderás…
– ¿Puedes repetirlo?
– Ya no me perderás, Jo.
– Incluso llegué a creer que te habías vuelto a enamorar de Iris…
– No -dijo Philippe tristemente-. Con Iris se acabó, y se acabó del todo. Comí en Londres con su pretendiente. Me pidió su mano…
– ¿Lefloc-Pignel? ¿Estaba en Londres?
– No. Mi socio. Quiere casarse con ella… ¿Por qué Lefloc-Pignel?
– No debería decírtelo, pero me parece que está muy enamorada de él. En este momento, viven el amor perfecto en París.
– ¡Iris con Lefloc-Pignel! ¡Pero si está extremadamente casado!
– Lo sé… Y sin embargo, según Iris, se aman…
– Me sorprenderá siempre. Nada se le resiste…
– Lo deseó desde que le vio.
– Nunca hubiese creído que dejaría a su mujer.
– Eso aún no ha pasado…
Quiso preguntarle si sentía pena, pero se calló. No tenía ganas de hablar de su hermana. No tenía ganas de que viniese a inmiscuirse entre ellos. Esperó a que él retomase el diálogo.
– Eres fuerte, Jo. Mucho más fuerte que yo. Creo que por eso tuve miedo y permanecí en silencio…
– ¡Oh, Philippe! ¡Soy todo menos fuerte!
– Sí que lo eres. No lo sabes, pero lo eres… Has pasado por muchas más cosas que yo, y todas esas cosas te han fortalecido.
Joséphine protestó. Philippe la interrumpió:
– Joséphine, quería decirte… Quizás llegue un día en el que yo no estaré a la altura, y ese día tendrás que esperarme… Esperar a que termine de crecer. ¡Llevo tanto retraso!
Pasaron la noche hablando. Cada uno a un lado de la puerta.
Fauvet llegó por la mañana y liberó a Joséphine, que se contuvo para no saltar en los brazos de Philippe. Se acurrucó contra la manga de su chaqueta y se frotó la mejilla con ella.
Llamó a Garibaldi. Le relató el acoso del que había sido víctima, del contenido de los mensajes.
– He sentido miedo de verdad, ¿sabe?
– Y debo decirle que con razón -respondió Garibaldi con una cierta empatía en su voz-. Sola, en una gran casa aislada, con un hombre que la persigue…
Voy a caer otra vez en la trampa, pensó Joséphine, pero esta vez decidió hablar. Contó la indiferencia de Luca, su doble personalidad, sus crisis de violencia.
Él no dijo nada. Iba a colgar cuando pensó que quizás debía darle el nombre de su portera.
– Ya la hemos visto y ya lo sabemos todo -respondió Garibaldi.
– ¿Ya había investigado sobre él? -preguntó Joséphine.
– Fin de la conversación, señora Cortès.
– Quiere usted decir que sabe quién es el asesino…
Había colgado. Ella volvió, pensativa, hasta Philippe y el señor Fauvet que inspeccionaban el tejado y realizaban la lista de reparaciones a realizar.
Cuando Philippe volvió a su lado ella murmuró:
– Creo que han detenido al asesino…
– ¿Por eso no vino? Le arrestaron a tiempo…
Pasó un brazo sobre sus hombros y le dijo que debería olvidar. Añadió que tendría que avisar a su seguro por lo del coche.
– ¿Tienes un buen seguro?
– Sí. Pero ésa es la menor de mis preocupaciones. Percibo el peligro por todas partes… ¿y si no le detuvieron a tiempo? ¿Y si nos persigue? Es peligroso, ¿sabes?…
Fueron hasta Étretat. Se encerraron en un hotel. Sólo salieron de la habitación para comer pasteles y beber té. A veces, en medio de una frase, Joséphine pensaba en Luca. En todos los misterios de su vida, en sus silencios, en la distancia que había mantenido siempre entre ambos. Ella había creído que lo hacía por amor. Y no era más que locura. ¡No! Se corrigió, una noche, estuvo a punto de hablarme, de confesármelo todo y yo hubiera podido ayudarle. Sintió un escalofrío. ¡Me he acostado con un asesino! Se despertaba sudando, se incorporaba en la cama. Philippe la calmaba diciéndole con dulzura: «Estoy aquí, estoy aquí». Ella volvía a dormirse entre lágrimas.
Llovía sin cesar. Miraban desde el fondo de la cama cómo la lluvia dibujaba largos trazos transversales al golpear contra la ventana. Du Guesclin suspiraba, cambiaba de posición y volvía a dormirse.
Decidieron volver a París sin prisas.
– ¿Quieres que vayamos por carreteras secundarias? -preguntó Philippe.
– Sí.
– ¿Que nos perdamos por las carreteras secundarias?
– Sí. ¡Así estaremos más tiempo juntos!
– Pero, Jo, ¡ahora pasaremos todo nuestro tiempo juntos!
– Soy tan feliz…, me gustaría atrapar a una gaviota, murmurarle mi secreto al oído y que vuele por el cielo llevándoselo…
Llovía tanto que se perdieron. Joséphine daba vueltas al mapa de carreteras en todos los sentidos. Philippe se reía y le aseguraba que no la llevaría nunca de copiloto.
– ¡Pero si no se ve nada! Vamos a volver a una carretera importante ¡Qué le vamos a hacer!
Encontraron la D313, atravesaron pueblecitos que apenas atisbaban bajo el baile atareado de los limpiaparabrisas, y llegaron a un lugar llamado Le Floc-Pignel. Philippe silbó.
– ¡Vaya! Es un hombre importante. ¡Tiene un pueblo con su nombre!
Avanzaban a cinco por hora. Joséphine, a través del cristal, vio una tiendecita con la fachada desconchada. En el frontón, en letras verdes casi borradas sobre un fondo blanco, se podía leer: Imprenta Moderna.
– ¡Philippe! ¡Para!
Aparcó. Joséphine salió del coche y fue a inspeccionar la casa. Vio luz en el interior y le hizo una seña a Philippe para que se acercase.
– ¿Cómo se llamaba? -murmuró intentando recordar las palabras de Lefloc-Pignel.
– ¿Quién?
– El impresor que había recogido a Lefloc-Pignel… ¡Lo tengo en la punta de la lengua!
Se llamaba Graphin. Benoit Graphin. Era un anciano a quien la edad había vuelto extremadamente lento. Les abrió, asombrado. Les hizo entrar en una gran habitación llena de máquinas, de libros, de botes de cola, de planchas de imprenta.
– Disculpen el desorden -dijo el anciano-. Ya no tengo fuerzas para ordenar…
Joséphine se presentó y apenas pronunció el nombre de Hervé Lefloc-Pignel, los ojos del hombre se iluminaron.
– Tom -murmuró-, el pequeño Tom.
– ¿Quiere usted decir Hervé?
– Yo le llamaba Tom. Por lo de Tom Pouce. <strong><sup>[27]</sup></strong>
– Así que es verdad lo que él me contó, usted le recogió y le educó…
– Le recogí, sí. Educarle, no. Ella no me dio tiempo…
Fue a buscar una cafetera que había sobre un antiguo mueble de cocina de madera y les propuso un café. Caminaba, encorvado, arrastrando los pies. Llevaba un viejo chaleco de lana, un pantalón de pana gastado y zapatillas. Abrió una caja llena de pastas y se las ofreció. Bebía el café mojando las pastas y añadía más, hirviendo, a su taza cuando las pastas habían absorbido todo el líquido. Actuaba mecánicamente, los ojos mirando al vacío, como si ellos no estuviesen sentados frente a él.
– Discúlpenme -murmuró-. No hablo muy a menudo. Antes había gente en el pueblo, animación, vecinos, ahora se han marchado casi todos…
– Sí, lo sé -respondió Joséphine suavemente-. Me contó lo de la calle mayor, los comerciantes, su trabajo con usted…
– ¿Lo recuerda?-dijo, emocionado-, ¿no lo ha olvidado? Después de todo este tiempo…
– Lo recuerda todo. Lo recuerda a usted, él le quiso, sabe.
Ella había cogido la mano deformada de Benoit Graphin entre las suyas, y la apretó sonriendo dulcemente.
Él sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se secó los ojos. Intentó volver a guardar el pañuelo, temblando.
– Cuando lo conocí, no medía más que…
Tendió la mano e indicó la talla de un chiquillo.
– ¿Fue hace mucho tiempo?
Levantó el brazo para indicar que ni siquiera podía contar la cantidad de años.
– Tom, el pequeño Tom… ¡Si me hubiesen dicho esta mañana que vendrían a hablarme de él!
– Él habla siempre de usted. Se ha convertido en un gran hombre, muy brillante.
– ¡Oh! De eso, estaba seguro. Ya era muy inteligente… Fue el Cielo quien me lo envió, al pequeño Tom.
– ¿Llamó a su puerta? -dijo Joséphine sonriendo.
– ¡No fue así, no! Yo estaba trabajando…
Señaló las máquinas cubiertas de polvo tras él.
– En aquella época funcionaban. Hacían un ruido de mil demonios… Cuando oí un frenazo violento. Entonces levanté la cabeza, me acerque al escaparate y lo vi ¡Lo que vi!
Golpeó con sus dos manos en el aire como si no pudiese creerlo.
– Un coche enorme que se detuvo allí, justo delante de mí ¡y una mano de mujer que lo tiró! ¡Como quien tira un perro para librarse de él! El chiquillo se quedó allí, plantado en la calle. Con una tortuga en los brazos. Debía de tener tres o cuatro años, nunca lo supe.
– Él tampoco lo recuerda…
– Lo hice entrar. No lloraba. Abrazaba su tortuga. Pensé que ella iba a dar media vuelta y volvería a buscarle. Era una ricura. Bueno, dulce, atemorizado. No sabía decir su nombre. De hecho, al principio, no hablaba. Así que le llamé Tom. Sólo sabía cómo se llamaba su tortuga: Sophie. De aquello hace sus buenos cuarenta años, ¿sabe? ¡Es como decir en otra era! Avisé a los gendarmes, me dijeron que me lo quedara mientras tanto…
Se había roto una galleta en su taza de café. Se levantó para buscar una cuchara. Se dejó caer sobre la silla y prosiguió, empezando la pesca de la galleta:
– No decía ni mamá, ni papá. No quería decir nada. Un día, dijo sólo, quédate conmigo… Me dejó conmovido. Yo no tenía hijos. Entonces empezamos a vivir los tres, él, yo y su tortuga. Adoraba a ese animal. Y, cosa extraña, ella estaba muy unida a él. Cuando le llamaba, ella acudía. No sabía que una tortuga podía tener sentimientos. Levantaba su cabecita hacia él, él la cogía en sus brazos y avanzaba suavemente. Dormía en su cuarto. Al pie de su cama, en una caja. Me acostumbré al chiquillo y a la tortuga. Me acompañaba a todas partes. No daba un paso sin mí. Cuando trabajaba, estaba allí, cuando estaba en el jardín, él me seguía. Yo le había inscrito en el colegio del pueblo, conocía al maestro, no hizo comentarios. Los gendarmes pasaban de vez en cuando a tomar café. Decían que habría que declararlo, que quizás sus padres estaban buscándolo. Yo no decía nada, escuchaba, decía que los padres, si querían recogerlos… No era muy difícil volver y preguntar. ¿Verdad?
Joséphine y Philippe respondieron: «Sí, claro» juntos, suspendidos a los ojos velados del anciano, a la pena que venía a humedecer su mirada, a los viejos dedos mojando pastas.
– Un buen día, vimos llegar a una mujer. Una asistente social. Évelyne Lamarche. Seca, autoritaria, brusca. Tenía marcado «RV Le Floc Pignel» en la agenda, ese día. Decidió que tenía que irse con ella. ¡Así! ¡Sin preguntar nada, ni a él ni a mí! Cuando protesté, me dijo que era la ley. Y cuando hubo que encontrarle un nombre, declaró que se llamaría Hervé Lefloc-Pignel, y que lo iba a dejar en una familia de acogida. Protesté, dije que yo era su familia de acogida, ella respondió que tenía que estar inscrito en una lista, que había un montón de gente esperando niños, que yo no me había inscrito. ¡Pero bueno! ¡Yo no esperaba ningún niño!
Se secó los ojos de nuevo, dobló su pañuelo, lo guardó en el bolsillo y limpió las migas del bollo de la mesa con la manga del jersey.
– Se marchó en tres minutos. Había pasado seis años conmigo. Gritó cuando ella se lo llevó, la arañó, la mordió, le dio patadas. Ella lo tiró dentro del coche y cerró con llave. Él gritaba: «¡ Abuelito! ¡Abuelito!». Así era como me llamaba. Yo no era viejo en aquella época, pero me llamaba así… Creí morir. En una noche se me quedó el pelo blanco.
Se pasó la mano por el cabello, se alisó las cejas.
– No sé lo que hicieron con él, pero allí donde lo dejaban, se escapaba. Y volvía conmigo. En aquella época a los niños no se les hacía caso, ni que decir tiene que los niños abandonados no tenían derecho a opinar. Yo le había dicho una cosa, le había dicho estudia en el colegio, es el único medio de ser libre. Y me escuchó. Siempre el primero de la clase… Un día, durante una de sus innumerables escapadas, volvió sin Sophie. En la familia donde le habían dejado, el hombre estaba loco de atar, era un antiguo paracaidista. En su casa reinaba el terror, imponía una ley salvaje. Camas impecables, limpieza del váter con cepillo de dientes, sí jefe, no jefe ¡a sus órdenes jefe! A la menor falta, le pegaba. Tenía marcas de quemaduras por todo el cuerpo. La mujer no decía nada. Cuando lloraba, ella decía: «¡Haz lo que te dice el patrón! Es él quien tiene razón. ¡Hay que aprender a trabajar y a sufrir!». Habían acogido a varios chiquillos para tener mano de obra gratis. Ella nunca se ocupaba de ellos. Nunca. Tenía una relación muy fuerte con su hombre. Debía prepararse antes de que volviera del trabajo. Se colocaba un liguero, se ponía unas medias y ropa interior seductora. Se paseaba delante de los niños en sujetador y bragas. Él volvía, la acariciaba delante de los niños ¡y les obligaba a mirar para que aprendiesen las cosas de la vida! Me contaba que los pequeños, a veces, vomitaban de lo asqueados que estaban, él decía: «Yo no. ¡Yo miro a posta, para mostrarles que no me resbala!». El hombre le había impuesto ser el primero de la clase, si no sería castigado. Un día llevó malas notas. El loco cogió a Sophie y la masacró sobre la mesa de la cocina. A golpes de martillo. Y después, hizo una cosa terrible, le obligó a tirar el cuerpo destrozado de Sophie a la basura. Debía de tener trece años. El se lanzó contra el hombre, intentó pegarle, el hombre no tuvo ni para empezar, llegó aquí cubierto de sangre… Pues bien, ¿saben qué?
La sangre le ardía en la cara y golpeaba la mesa con el puño.
– ¡La asistente social volvió a buscarle! ¡Con su carpetita, su faldita ajustada y su pequeño moño! ¡Y se lo volvió a llevar! El odiaba a esa mujer. Cada vez que se escapaba, venía a buscarle a mi casa, le buscaba otra familia de tarados que lo acogían para que cortase la leña, trabajara en el campo, segara el césped, pintara, lijara o limpiara la fosa séptica. Apenas le daban de comer, le pegaban, pero ella decía que había que domarle. Una sádica, le digo. Me ponía enfermo. Le perdí el gusto a todo. Abandoné el taller… En 1974, Giscard fijó la mayoría de edad a los dieciocho años. Dos años más tarde, Tom aprobó el bachillerato con matrícula. Con dieciséis años justos. ¡Ni siquiera sé cómo lo hizo! Se dedicó a sus estudios como un loco. Ya casi no venía a verme… La última vez que lo vi, llegó en plena noche, con un amigo. Estaban pasablemente achispados, decían que le habían dado una lección a la zorra… Incluso me dijo: «Me he vengado, he puesto el contador a cero». Yo le dije que no se podía poner el contador a cero a base de venganza. El amigo se rio. «¡Este es idiota! No ha entendido nada». Me enfadé. Tom le pidió que se disculpara, porque yo continuaba llamándole Tom. El amigo se dio cuenta, me dijo: «No es Tom, es Hervé. ¿Por qué le llamas Tom? ¿Tienes algo contra Hervé?». Yo dije: «No, no tengo nada contra Hervé salvo que se llama Tom», y él dijo: «Bueno, pues qué casualidad porque yo también me llamo Hervé y yo también soy un niño de la asistencia social y yo también tuve a la zorra de Évelyne ocupándose de mi y fastidiándome la vida…».
– ¿Se llamaba Hervé qué más? -preguntó Joséphine.
– No me acuerdo. Un apellido raro. Un apellido belga… Van no sé qué… Lo escribí en un cuaderno porque lo anoté todo después, cuando se fueron. Había tanta violencia en esa escena que lo escribí todo. A veces, cuando las cosas son demasiado violentas, las borramos de nuestra memoria, uno no quiere acordarse. Puedo buscarlo si quiere…
– Es muy importante, señor Graphin -dijo Joséphine.
– ¿Le importa de verdad? -dijo alzando sus cejas blancas-. Se lo encontraré. Está en una caja… Mi caja de los recuerdos. No todo son cosas raras, ¿sabe usted?
Arrastró los pies hasta un estante, le pidió a Philippe que cogiese una caja llena de polvo.
Extrajo un cuaderno, lo abrió cuidadosamente, lo hojeó. El polvo se levantaba en ligeros copos y estornudó. Sacó de nuevo su pañuelo. Volvió al cuaderno secándose los ojos. Leyó una fecha: 2 de agosto de 1983.
– Van den Brock. Eso es, se llamaba Van den Brock. Había adoptado el apellido de su familia de acogida. Pero había permanecido dos años en un orfanato antes de que le adoptaran. Así fue como se conocieron, los dos Hervé. Nunca perdieron el contacto. Cuando vinieron, esa noche, habían decidido festejar el final de sus estudios. Debían de tener veintitrés o veinticuatro años. El alto maleducado había estudiado medicina; Tom se había licenciado en la Politécnica ¡y en muchas otras escuelas que ya no tengo fuerzas para recordar! Continuaron bebiendo toda la noche, al cabo de un momento le dije: «Pero ¿por qué has venido a verme?». Me contestó, mire, le leo la respuesta: «Es para terminar un ciclo, el ciclo de la infelicidad. Tú eres la única persona buena que he encontrado en mi vida…». El otro se había dormido sobre un banco y se quedaron los dos. Él me contó lo que había sufrido en todas sus familias, ¡había estado coleccionando locos! Se fueron por la mañana temprano. Fueron hasta París. Nunca volví a tener noticias suyas. Un día, abriendo el periódico local, me enteré de que se casaba con la hija de un banquero, Mangeain-Dupuy. La familia tiene un castillo, cerca de aquí. Iba por allí a buscar setas cuando era pequeño, siempre con miedo de que los perros de guardia le mordiesen el trasero, y nos hacíamos tortillas suculentas. Pensé que era una buena revancha…
Esbozó una pálida sonrisa y se frotó la pechera.
– No sé si ellos le acogieron bien. Llevaba el nombre de un pueblucho, a pesar de todo. No procedía de su mundo… Pero era brillante. En fin, eso era lo que decía el periódico. Hablaba también de una universidad americana, de puestos importantes que le habían ofrecido, así que ellos debieron de decidir entregarle a su hija. A mí no me invitaron a la ceremonia. Poco tiempo después, por una persona que trabajaba en el castillo, me enteré de la muerte de su primer hijo. ¡Terrible! Aplastado en un aparcamiento. Como Sophie la tortuga. Pensé, qué vida ésta, se ríe de nosotros. ¡Hacerle pasar por eso! ¡A él! Después he seguido su vida de lejos… Por los comentarios de la gente de la zona que trabajaban en el castillo, y que lo veían con su mujer y sus hijos. Se comenta que es raro, siempre muy brillante pero raro, que se enfada por nimiedades, que tiene obsesiones. Debe de ser desgraciado, ese hombre. No sé cómo se cura uno de una infancia así. ¡El pequeño Tom! Era tan gracioso cuando bailaba el vals con Sophie en el taller… Un vals muy lento para no aturdir a Sophie. Se la metía en la chaqueta, ella sacaba su cabecita y él le hablaba. Ya ven ustedes, yo nunca me he casado, nunca he tenido hijos, pero al menos no he sido infeliz.
– Así que se conocen desde la infancia… -murmuró Joséphine.
– Me han hablado a menudo de él -dijo Philippe-, ¡pero nunca me hubiese podido imaginar esa infancia! ¡Nunca!
Benoit Graphin levantó la cabeza y miró a Philippe directamente a los ojos. Su voz temblaba:
– ¡Porque eso no es una infancia, por eso!
Había guardado su cuaderno, cerró la caja y meneó la cabeza en el vacío como si estuviera solo, como si ya se hubiesen marchado.
En el coche, Joséphine reflexionaba. Así que ya se conocían… Ésa era la famosa pista sobre la que profundizaba la inspectora antes de morir.
– ¿Crees que tendríamos que prevenir a Iris?-dijo Joséphine-. Toda esta historia es bastante violenta…
– No te escuchará. Ella no escucha nunca. Persigue un sueño…
Hacía ocho días que se purificaba.
Ocho días que vivía recluida en el piso. Levantándose a la siete y media, cada mañana, para estar limpia cuando él viniese a dejarle la comida.
Llamaba a las ocho en punto y preguntaba: «¿Está usted levantada?», y si ella no respondía con voz alta y clara, la castigaba. Había pasado todo un día atada a su silla, por no haber oído el despertador una mañana. Había conservado su provisión de Stilnox escondida bajo el colchón y tragaba comprimidos para olvidar que ya no podía beber. Había perdido la noción del tiempo. Sabía que hacía ocho días porque él se lo recordaba. El décimo día, se casarían. Él se lo había prometido. Sería un compromiso. Un compromiso solemne.
– ¿Y habrá un testigo? -había preguntado ella, los ojos bajos, las manos atadas a la espalda.
– Tendremos un testigo para los dos. Que tomará nota de nuestro compromiso antes de que se haga oficial ante los hombres…
Eso le iba bien. Esperaría. El tiempo necesario para que él tuviese todos los papeles para divorciarse. Él no hablaba nunca de divorcio sino siempre de matrimonio. Ella no hacía preguntas.
Ahora tenían una rutina. Ella ya no desobedecía y él parecía satisfecho. A veces la desataba y peinaba sus largos cabellos diciéndole palabras de amor: «Mi hermosura, mi perfección, eres sólo mía… No dejarás que se te acerque ningún hombre, ¿me lo prometes? Ese hombre con el que te vi una vez en el restaurante»… ¿Cómo lo había sabido? Estaba de vacaciones. ¿Había vuelto por un día? ¿La había seguido? Así que él la amaba, ¡la amaba! A ese hombre, ya no le dejarás acercarse, ¿verdad? Había aprendido a hablarle. No hacía nunca preguntas, no tomaba la palabra más que cuando él la autorizaba. Se preguntaba cómo lo harían cuando su mujer y sus hijos volviesen.
Por la mañana, él la despertaba. Depositaba él mismo el jamón blanco y el arroz sobre la mesa de la cocina. Ella debía estar limpia, vestida de blanco. Él pasaba un dedo por sus párpados, por su cuello, entre sus piernas. No quería olor entre sus piernas. Ella se dejaba la piel con jabón de Marsella. Ésa era la prueba más terrible: no debía traicionarse y apretaba los dientes para retener un largo gemido de placer. Pasaba un dedo sobre la pantalla de la televisión para ver si no había «polvo estático», otro por el alicatado, el parqué, por el manto de la chimenea. Parecía satisfecho cuando todo estaba limpio. Entonces él se volvía hacia ella y le rozaba la mejilla, una caricia muy suave que la hacía llorar. «¿Ves?», decía entonces, y era uno de los raros momentos en los que la tuteaba, «¿ves?, eso es el amor, cuando se da todo, cuando uno se entrega completamente, ciegamente, tú no lo sabías, no podías saberlo, vivías en un mundo tan falso… Cuando todos hayan vuelto, te alquilaré un apartamento y te instalaré allí. Estarás purificada y quizás podremos, si tu conducta es ejemplar, suavizar un poco las reglas. Me esperarás, deberás esperarme y yo me ocuparé de ti. Te lavaré el pelo, te bañaré, te daré de comer, te cortaré las uñas, te curaré cuando estés enferma y tú permanecerás pura, pura, sin que ninguna mirada de hombre te ensucie… Te daré libros para leer, libros que yo elegiré. Te volverás culta. Conocedora de cosas hermosas. Por la noche, te tumbarás con las piernas abiertas en la cama y yo me tumbaré sobre ti. Tú no deberás moverte, sólo soltar un pequeño gemido para mostrarme que sientes placer. Yo haré lo que quiera de ti y tú no protestarás nunca».
– No protestaré nunca -repetía ella levantando la voz.
Cuando encontraba un tenedor sucio sobre la mesa o granos de arroz, se enfurecía, la tiraba del pelo y gritaba: «¿Esto qué es, esto qué es? Está sucio, está usted sucia», y la golpeaba y ella se dejaba golpear. Le gustaba la angustia que precedía a los golpes, la tortura de la espera, ¿lo he hecho todo bien, voy a ser castigada o recompensada? La espera y la ansiedad llenaban su vida, cada minuto era importante, cada segundo de espera la llenaba de una felicidad desconocida, increíble. Esperaba el momento en el que le adivinaría feliz y satisfecho o, por el contrario, furioso y violento. Su corazón latía, latía, su cabeza daba vueltas. No sabía nunca. Ella se dejaba golpear, se echaba a sus pies y prometía no volver a hacerlo. Entonces él la ataba sobre la silla. Todo el día. Volvía a mediodía para hacerla comer. Ella abría la boca cuando él lo ordenaba. Masticaba cuando él lo ordenaba, tragaba cuando él lo ordenaba. A veces, parecía tan feliz que bailaban un vals en el piso. En silencio. Sin hacer ningún ruido, y era aún más hermoso. Ella apoyaba su cabeza contra él y él la acariciaba. Le daba incluso pequeños besos en el pelo y ella desfallecía.
Un día en el que ella había desobedecido, un día en que él la había atado, sonó el teléfono. No podía ser él. Él sabía que estaba atada. Había descubierto, asombrada, que no le importaba saber quién llamaba. Ya no pertenecía a este mundo. Ya no tenía ganas de hablar con los demás. No comprenderían lo feliz que era.
Por la noche, en su casa, él ponía una ópera. Abría de par en par la ventana del salón y subía mucho el volumen. Ella escuchaba sin decir nada, arrodillada cerca de la silla. A veces, él bajaba el volumen para hablar por teléfono. O con el dictáfono. Se le oía en todo el patio. No importa, decía él, están todos de vacaciones.
Y después, apagaba la luz. Apagaba la música. Se iba a acostar.
O subía silenciosamente para verificar si ella dormía bien. Ella debía acostarse con el sol. No tenía derecho a la luz. ¿Que haría usted errando en un piso oscuro?
Ella debía estar acostada, la melena extendida sobre la almohada. Las piernas cerradas, las manos en el borde de las sábanas, y debía dormir. Él se inclinaba sobre ella, verificaba que estaba durmiendo, pasaba la mano por encima de su cuerpo y ella se sentía invadida por un placer inmenso, una ola inmensa de placer, que la dejaba mojada en su cama. Ella no se movía, sólo sentía cómo el placer la inundaba. Ella no sabía, cuando él entraba en la habitación, si iba a pegarle, a despertarla, porque había dejado un papel tirado en la entrada, o si iba a decirle palabras dulces, inclinado sobre ella, susurrando. Ella tenía miedo y era tan delicioso ese miedo, que se transformaba en ola de placer.
Al día siguiente, ella se lavaba aún con más cuidado que de costumbre para que él no sintiese olor corporal, pero con sólo pensar en la víspera, volvía a mojarse. Qué extraño es, nunca había sido tan feliz y ya no tengo nada mío. Ya no tengo voluntad. Se lo he dado todo.
Sin embargo, le desobedecía: escribía su felicidad en hojas en blanco que escondía detrás de la plancha de la chimenea. Lo contaba todo. Con detalle. Y eso le hacía revivir todo el placer y todo el miedo. Quiero escribir este amor tan hermoso, tan puro para poder leerlo y releerlo y llorar lágrimas de alegría.
He recorrido más camino en ocho días que en cuarenta y siete años de vida.
Se había convertido exactamente en la que él quería que fuera.
¡Por fin feliz!, murmuraba antes de dormirse. ¡Por fin feliz!
Ya no tenía ganas de beber y mañana, dejaría los comprimidos para dormir. No echaba de menos a su hijo. Él pertenecía a otro mundo, el mundo que ella había dejado.
Y después llegó la noche en la que él vino a buscarla para esposarla.
Ella le esperaba, descalza, con su vestido marfil y el cabello suelto. Él le había pedido que esperara en la entrada, como una hermosa novia que se prepara para avanzar por la nave de la iglesia. Ella estaba lista.
Esa noche, Roland Beaufrettot estaba furioso. Roía la boquilla de la pipa, escupiendo un jugo amarillo y echando pestes contra esta sociedad de mierda, que ya no sabe contener su mierda, y deja que cada uno se ocupe de la mierda que le toca.
Le habían avisado de una banda de raperos que buscaban un campo para hacer una «refparti». ¡Ya les daría él algo para repartir! Van a dejarme el campo perdido, esos drogadictos de mierda. También le habían dicho que iban buscando sitios por la noche. Pues bien, ¡no iban a quedar decepcionados, esos degenerados! Van a encontrarse en un abrir y cerrar de ojos en el punto de mira de mi escopeta y, sin que se den cuenta, les voy a lanzar una andanada de perdigones a los bajos del pantalón, y esos niñatos van a salir corriendo con los calzones cagados de miedo.
Estos campos, estos bosques, estos claros se los conocía de memoria. Sabía por dónde pasaban los ladrones de muguete, los ladrones de setas, los ladrones de castañas, los ladrones de conejos, los ladrones de aquello que era su jornada y le daba de comer. ¡No iba a dejar además que un montón de niñatos de mierda drogados, destrozaran sus tierras!
Así que avanzaba prudentemente por la maleza que bordeaba su campo. Qué hermoso, su campo; hermoso y bien cuidado. ¡Había que conocerlo para encontrarlo! Se pasaba el año mimándolo, quitando las piedras una por una, lo rastrillaba, lo araba, le daba de comer abono…
Estaba, pues, bien al abrigo, esperando a los «raperos» como dicen en la tele, cuando oyó el ruido de un coche, después de otro y vio pasar los dos automóviles frente a él. Anda, por fin voy a ver qué pinta tienen esos raperos. Sólo un vistazo antes de volarles los cojones, ¡suponiendo que tengan!
El primer coche se detuvo y aparcó casi bajo sus narices. Se echó hacia atrás para que no le vieran. Era finales de agosto, la noche era clara, la luna llena, bien redonda, una luna de ensueño que parecía una farola de ciudad. Le gustaba todo de su campo, incluso la luna que lo iluminaba. El segundo coche aparcó frente al primero, el capó de uno a una decena de metros del capó del otro.
Del primer coche salió un hombre. Alto, vestido con un impermeable blanco. Y del otro, otro hombre, muy delgado, casi esquelético. Acordaron algo durante un momento, como en el café con Raymond antes de jugar al tresillo, y después el hombre esquelético subió a su coche, encendió las luces largas y puso música. Una música extrañamente hermosa. No la música que ponen en la tele en los reportajes de las raves. Una música con graves, agudos, escalas y una voz de mujer bella como la luna, que se elevó en el bosque y embelleció todos los árboles de alrededor, los robles centenarios, los tiemblos, los álamos y los chopos que su padre había plantado justo antes de morir, y sobre los que velaba celosamente.
El hombre del impermeable blanco encendió también los faros largos y aquello formó una especie de bóveda luminosa. Las partículas flotaban en la luz de los faros y con la música que se alzaba como un manto, la escena era particularmente bonita. El del impermeable blanco hizo bajar de su coche a una hermosa mujer con largos cabellos negros, vestida con un vestido blanco, descalza. ¡Una como ésa no la tendré nunca en mi cama! Avanzaba con gracia y ligereza como si no tocara el suelo, como si los cardos no le picaran los pies. La pareja era hermosa, mágica, eso seguro. No parecían raperos, eso seguro también. Parecía que no tuvieran edad. Unos cuarenta años. Un aspecto elegante, un no sé qué jactancioso, como la gente que tiene dinero, que está acostumbrada a que los demás se hagan a un lado cuando cruzan… ¡Y la música! La música… Nada más que caaas, estaaas, diiiis y vaaaas lanzados a la noche como un homenaje a su bosque. ¡Nunca había oído una música tan hermosa!
Roland Beaufrettot bajó la escopeta. Sacó su cuadernito y, mientras todavía había algo de luz, anotó con la punta de su lápiz bien afilada, el número de las matrículas, la marca de los coches y pensó que quizás eran los organizadores que venían buscando un sitio. No los raperos, demasiado holgazanes para desplazarse, sino los productores… porque que no me vengan a decir a mí que no ganan pasta con las raves. ¡Eso también es un bisnes! A nosotros, los agricultores no nos aporta un céntimo, ¡pero seguro que se lo aporta a alguien!
Guardó el cuadernito, sacó sus prismáticos y miró a la mujer. ¡Qué guapa era! Realmente guapa. Sobre todo tenía un aspecto imponente… Pronto se haría completamente de noche y ya no vería nada. Pero si dejaban los faros de los coches encendidos, vería lo suficiente. No es posible, ésos no son raperos. ¡Ni siquiera los raperos jefes! ¿Pero qué hacen éstos aquí, entonces?
El hombre del impermeable blanco presentó al hombre esquelético a la mujer tan guapa, tan elegante, y ella inclinó la cabeza muy lentamente. Con mucha contención. Como si estuviese en su salón y recibiese a un invitado de postín. Después el hombre esquelético fue a bajar un poco la música. La hermosa pareja permaneció enlazada en medio del claro. Erguidos, guapos, románticos. El del impermeable blanco había pasado los brazos alrededor de la mujer y la enlazaba. Era una actitud muy casta. El esquelético volvió, se situó entre los dos, unió las manos como un sacerdote que comienza su misa, dijo algunas palabras a la mujer que ella respondió, con la cabeza gacha, palabras que él no escuchó. Después el esquelético se volvió al del impermeable blanco y le hizo una pregunta y el del impermeable blanco respondió alto y fuerte SÍ, QUIERO. Entonces el esquelético tomó la mano del hombre y la mano de la mujer, las juntó y declaró en voz muy alta, como si quisiera que todos los animales del claro estuviesen al corriente y acudieran para servirles de testigos: OS DECLARO UNIDOS POR EL VÍNCULO DEL MATRIMONIO.
¡Así que era eso! ¡Una boda romántica a la caída de la noche en su campo! ¡Córcholis! Se sentía honrado de que unos señores tan elegantes y una señora tan guapa vinieran a casarse en sus tierras. Estuvo a punto de salir de la maleza y aplaudir, pero no se atrevió a interrumpir la ceremonia. Todavía no habían intercambiado los anillos.
No hubo intercambio de anillos.
La mujer se apoyó contra el del impermeable blanco, sus largos cabellos flotando sobre los hombros, ligera en brazos del hombre y giraron, giraron en el claro. Bailaban el vals bajo la redonda luna llena, que sonreía como hace siempre la luna cuando está llena. ¡Qué bonito, qué emotivo! Bailaban a la luz de los faros, la mujer apoyada contra el hombre, el hombre protector y muy casto rodeándola entre sus brazos, haciéndola retroceder incluso un poco, para bailar según la etiqueta, como se ve en la tele en los programas de Nochebuena. El hombre esquelético había vuelto a subir el volumen de la música, mucho, incluso un poco demasiado, y esperaba apoyado en el capó, sin perder detalle.
La pareja bailaba lentamente, muy lentamente y Roland Beaufrettot pensó que nunca había visto un espectáculo tan hermoso. La mujer sonreía, la mirada baja, los pies descalzos en la hierba, y el hombre la sostenía con una especie de autoridad tranquila, de gracia de otro tiempo…
Y entonces, el hombre esquelético alzó los brazos al cielo como un semáforo, dio una palmada y gritó ¡AHORA! ¡AHORA! Y entonces el hombre del impermeable blanco sacó algo de su bolsillo, algo que brilló a la luz de los faros con un reflejo blanco, vivo, y lo hundió en el pecho de la mujer, firme, metódicamente, contando, un, dos, tres, un, dos, tres, mientras continuaba bailando y manteniéndola enlazada.
Estoy soñando, pensó Roland Beaufrettot, ¡Dios, no es posible! Bajo sus ojos un hombre apuñalaba a una mujer mientras bailaba, y la mujer se desplomaba sobre la hierba y se convertía en una larga mancha blanca. Y entonces el bailarín, sin mirarla, se volvió hacia el hombre esquelético y le ofreció, levantándolo al cielo como una ofrenda de druida, lo que parecía ser un puñal corto, el mismo que utilizaban para la caza del ciervo. Se lo tendió al hombre esquelético que lo recogió ceremoniosamente, lo secó, lo guardó en una especie de estuche -no se veía muy bien, no estaba seguro- y después volvió al coche, sacó una especie de gran bolsa de basura, volvió al lado del hombre del impermeable blanco y lentamente, doblaron a la mujer en dos, la introdujeron en la bolsa, la cerraron y, llevándola cada uno por un lado, fueron a tirarla al estanque, justo detrás.
Roland Beaufrettot se frotaba los ojos. Había dejado su escopeta, sus gemelos, y se había acurrucado sobre sus talones, bien al abrigo. Acababa de asistir a un asesinato en directo.
¡Ella no había hecho ni un gesto de protesta! No había lanzado un solo grito, había bailado hasta el final, y había muerto sin hacer ruido como un velo blanco arriado.
¡Dios, no es posible!
Los dos hombres volvieron al cabo de diez minutos. Volvieron al coche del hombre del impermeable blanco, sacaron una caja, la abrieron y derramaron una especie de piedrecitas por el campo, que dispusieron como si dibujaran un círculo. Están borrando las huellas, pensó Roland Beaufrettot, borran la sangre… Después se dieron la mano y se fueron cada uno por su lado. Los faros desaparecieron en la noche y el ruido de los motores se alejó.
¡Pero bueno!, exclamó Roland Beaufrettot, el culo en el suelo, pero bueno… Esperó a estar seguro de que lo dos coches no volvían, y salió del bosque. Quería ver lo que habían dejado en el suelo para borrar el rastro de su crimen. ¿Piedras, serrín?
Dirigió la linterna hacia el suelo y vio una decena de piedras gruesas, redondas y planas, marrones y amarillas, dispuestas en un círculo perfecto. Eran como si se dieran la mano, como si hiciesen un coro. Empujó una con la punta del zapato. La piedra se movió, le creció una patita, después otra, y una tercera… Soltó: «¡Me cago en la hostia puta!», echó a correr como alma que lleva el diablo y huyó de allí.
– Creo que voy a ir a ver a Garibaldi a contarle la historia del impresor -dijo Joséphine a Philippe-. Me gustaría saber también si han detenido a Luca…
– ¿Quieres que vaya contigo?
– Creo que será mejor que no…
– Te esperaré aquí.
Habían vuelto a París. Philippe había cogido una habitación en el hotel. Deseaban pasar todavía un poco más de tiempo juntos. Clandestinamente. Zoé y Alexandre llegaban dentro de dos días. Dos días los dos, solos, en un París desierto. Joséphine marcó de nuevo el número de móvil de Iris. No respondió.
– Es extraño, está siempre colgada a su móvil… Me parece inquietante.
– Lo habrá apagado, no quiere que la molesten. Déjala vivir su pasión… Han debido de marcharse algunos días juntos.
– ¿De verdad no te produce ninguna impresión saberla con otro?
– ¿Sabes, Jo?, no tengo más que un deseo, y es que sea feliz y haré todo para que lo sea. Con Lefloc-Pignel o con otro… Pero tengo miedo de que se dé contra un muro con él. ¿Crees que se divorciará?
– No lo sé. No lo conozco suficiente… Debería ir a ver si está en casa…
– ¡No! Quédate conmigo…
La había cogido entre sus brazos y ella se dejó llevar contra él, su boca contra su boca, inmóvil, probando un beso que no acababa nunca. Él la besaba, le acariciaba el cuello, su mano bajaba, atrapaba un seno, lo encerraba, ella se tendía contra él, hundía su boca en la suya, gemía. Él la arrastró hasta la cama, la tumbó y la mantuvo agarrada entre sus brazos, ella suspiró, sí, sí…, y percibió la hora en el reloj de caoba colocado sobre la chimenea.
Ella se liberó de su abrazo.
– ¡Las diez! Tengo que ir a ver a Garibaldi… Tengo demasiadas preguntas en la cabeza.
Philippe gruñó, descontento. Lanzó un brazo para atraparla.
– Pero vuelvo enseguida…
Joséphine estaba explicando al guardia de la puerta del 36 del quai des Orfévres que tenía que ver inmediatamente al inspector Garibaldi, cuando éste apareció por la escalera.
– ¡Inspector! Tengo que hablar con usted, tengo novedades…
El hizo una señal a dos compañeros para que le siguieran, y no se detuvo ante el rostro preocupado de Joséphine.
– Yo también tengo novedades, señora Cortès, y ahora no tengo tiempo.
Ella corrió a su lado.
– Es referente a los RV…
– ¡Ya le he dicho que no tengo tiempo! La espero esta tarde. En mi despacho…
Empezó a decir «pero es importante…». El ya se había ido y el coche arrancaba en el patio.
Volvió al hotel a encontrarse con Philippe.
– Tenía prisa, iba a cumplir una misión, pero le veré esta tarde…
– ¿No te ha dicho nada?
– No…Tenía una expresión, ¿cómo decirte?…, una expresión que no me gusta.
Una expresión febril, inquieta, sombría. Aquello le recordaba algo. No sabía qué. Y siempre esa pregunta que daba vueltas en su cabeza, y que repitió a Philippe:
– ¿Por qué no contesta?
– Cálmate. La conozco. Se ha olvidado del resto del mundo. Pronto será final de mes, su mujer y sus hijos van a volver, ya no serán libres para verse, no quieren que se les moleste…
– Quizás tengas razón. Me estoy preocupando por nada… Y sin embargo, hay algo que me turba en ese silencio…
– ¿ No será más bien el estar conmigo en el hotel lo que te incomoda?
– Es cierto que resulta extraño -murmuró-. Tengo la impresión de ser una mujer adúltera…
– ¿Y eso no es delicioso?
– No estoy acostumbrada a la clandestinidad…
Estuvo a punto de preguntar: «¿Y tú?», pero se contuvo a tiempo.
Miró a Philippe a través de sus pestañas entornadas, y pensó que amaba a ese hombre con locura. Y ya que Iris, también, estaba enamorada… Parecerá extraño, al principio, eso seguro. Tendrá que acostumbrarse, esperar a que Zoé y Alexandre estén listos para saber la noticia. Hortense se alegrará. Siempre le gustó Philippe. Echaba de menos a sus hijas. Estaba deseando que volviesen. Zoé volvería pronto, ¿con quién se habría ido Hortense a Saint-Tropez? Ni siquiera se lo he preguntado…
Escuchó el sonido del móvil que anunciaba la llegada de un mensaje. Philippe murmuró: «¿Quién es?». Joséphine se levantó y fue a comprobarlo.
– Es Luca…
– ¿Y qué dice?
– «¡Así que se ha desembarazado usted de mí!».
– Tienes razón, ¡ese hombre está loco! Entonces, ¿todavía no le han detenido?
– Aparentemente no.
– ¿Y a qué esperan?
– ¡Ya lo entiendo!-exclamó Joséphine-. ¡Garibaldi corría esta mañana para buscarle a él! ¡Iba a detenerle!
Cuando Joséphine llegó a la cita, Garibaldi la esperaba. Llevaba una bonita camisa negra y torcía la nariz y la boca como si fueran de goma. Ordenó que no le molestaran y le ofreció una silla a Joséphine. Se aclaró varias veces la garganta antes de empezar a hablar. No paraba de rascarse las uñas con los pulgares.
– Señora Cortès -comenzó-, ¿sabe usted si existe algún medio de ponerse en contacto con el señor Dupin?
Joséphine enrojeció.
– Está en París…
– Podemos contactarle, entonces.
Joséphine asintió con la cabeza.
– ¿Puede usted pedirle que venga?
– ¿Ha pasado algo grave?
– Preferiría esperar a que él esté aquí para…
– ¿Es una de mis hijas?-exclamó Joséphine-. ¡Quiero saberlo!
– No. No es ninguna de sus hijas, ni el hijo de él…
Joséphine volvió a sentarse, aliviada.
– ¿Está usted seguro?
– Sí, señora Cortès. ¿Puede usted llamarle?
Joséphine marcó el número de Philippe y le pidió que viniese al despacho del inspector. Llegó enseguida.
– Ha sido usted muy rápido -se sorprendió el inspector.
– Estaba esperando a Joséphine en el café de enfrente… Yo quería venir, pero ella prefirió verle a solas.
– Lo que le voy a comunicar no es nada agradable… Va a tener que ser fuerte y permanecer tranquilo.
– No se trata de las niñas, ni de Alexandre -le tranquilizó Joséphine.
– Señor Dupin… Hemos encontrado el cuerpo de su mujer en un estanque en el bosque de Compiégne.
Philippe palideció, Joséphine gritó: «¿Qué?», pensando que había oído mal. No era posible. ¿Qué podría estar haciendo Iris en el bosque de Compiégne? Era un error, era una mujer que se le parecía.
– No es posible.
– Y sin embargo -suspiró el inspector Garibaldi-, sabemos que es su cuerpo el que han encontrado… Yo la había visto y la recuerdo muy bien, porque la interrogué durante la investigación. Señora Cortès o usted, señor Dupin, ¿cuándo hablaron con ella por última vez?
– Pero ¿quién ha sido? -le interrumpió Joséphine.
Philippe estaba lívido. Tendió la mano hacia Joséphine. Ella no lo vio. Tenía la boca deformada por un sollozo mudo.
– Me gustaría saber quién habló con ella por última vez…
– Yo -dijo Joséphine-. Por teléfono, hace, digamos, no estoy segura, ocho, diez días.
– ¿Y qué le dijo?
– Que vivía una gran historia de amor con Lefloc-Pignel, que nunca había sido tan feliz, que no debía llamarla más, que quería vivir esa historia en paz., y que iban a casarse.
– ¡Pues sí! Se la llevó al bosque prometiéndole matrimonio, hizo un simulacro de ceremonia y la apuñaló. Un agricultor lo vio todo. Tuvo la suficiente presencia de ánimo como para anotar los números de las matrículas. Y es así como los hemos podido identificar.
– Cuando usted dice «los» -preguntó Philippe- ¿a quién se refiere usted?
– Van den Brock y Lefloc-Pignel. Son cómplices. Se conocen desde hace mucho, mucho tiempo. Han actuado juntos.
– ¡Eso es exactamente lo que venía a decirle esta mañana! -exclamó Joséphine.
– He enviado hombres a casa de Lefloc-Pignel y otros a Sarthe, donde Van den Brock pasa las vacaciones, para detenerle.
– Podríamos haberlo evitado si me hubiese escuchado…
– No, señora, cuando nos cruzamos esta mañana, su hermana ya estaba muerta. Yo corría a escuchar el testimonio del hombre que asistió al…
Tosió y puso su puño delante de la boca.
Philippe tomó la mano de Joséphine. Describió el viaje de vuelta en coche por las carreteras secundarias de Normandía, la parada en el lugar llamado «Le Floc-Pignel», la confesión del impresor. Joséphine le interrumpió para precisar cómo ella había oído hablar por primera vez del pueblo y del impresor, de la propia boca de Hervé Lefloc-Pignel.
– ¡Se confió a usted! Es asombroso -dijo el inspector.
– Decía que me parecía a una tortuguita…
– Una tortuguita que nos ha ayudado mucho en esta historia de profundizar RV…
Le llegó el turno de contarlo todo.
A partir de las notas de la señora Bassonnière, se habían enterado de la historia de Lefloc-Pignel, el abandono cuando era niño, el origen de su nombre, sus diversas familias de acogida.
– No hemos reaccionado enseguida, no es una tara ser un niño abandonado y haber ascendido socialmente tras un matrimonio. El incidente del niño aplastado en el aparcamiento suscitaba más bien la compasión. Fue la capitán Gallois quien relacionó por primera vez a los dos Hervé.
– ¿Cómo pensó en ello? No resulta evidente -preguntó Philippe, estrechando la mano de Joséphine en la suya.
– Su madre era asistente social en Normandía. Trabajaba en la Ayuda Social y se ocupaba, ella también, de asignar niños abandonados. Tenía una compañera, mayor que ella, la señora Évelyne Lamarche, una mujer dura, convencida de que todos esos niños no eran más que mala hierba, de hecho, tan convencida que ni siquiera se molestaba en buscarles un nombre que les fuera bien o les gustara. A los chicos, por ejemplo, les llamaba a todos sistemáticamente Hervé. Cuando la capitán leyó los dos nombres de pila sobre la misma declaración, en el momento de la muerte de la señorita de Bassonnière, recordó a esa mujer. Había crecido oyendo hablar de esa señora Lamarche. Su madre la evocaba a menudo, criticando su forma de hacer. «Va a convertir a esos niños en bestias furiosas». Comprobó la edad de los dos Hervé, echó un vistazo a las fichas del tío, y concluyó que podrían haber pasado por las manos de esa La- marche. Tuvo lo que se llama una intuición. Pensó que esos dos habían compartido quizás la misma historia, que se conocían desde hacía mucho tiempo. Eso despertó una sospecha en su fuero interno. ¿Y si los dos hombres habían formado una especie de alianza maléfica? ¿Y si se habían aliado para vengarse de todos los que les trataban mal? Ahondó en esa pista. Llamó a su madre para informarse sobre esa señora Lamarche, saber si todavía vivía, qué había sido de ella. Estaba convencida de que se enfrentaba a un asesino en serie. Había estudiado muy seriamente el perfil de esos asesinos. Para saber cómo operaban, por qué… Encontramos sus notas, había anotado el título de un libro y copió numerosos pasajes. Los tengo aquí, en alguna parte de la mesa.
Buscó entre los papeles que tenía delante, apartó varios, y acabó encontrando las notas de la capitán.
– Aquí está, esto es… «En el origen de un crimen, existe casi siempre una humillación. Para repararla, el asesino en serie se apropia de la vida del otro, y ese crimen anula la humillación. Es un acto terapéutico que le permite reconstruirse como individuo. Cuando un obstáculo le contraria, incluso si se trata de un hecho tan fútil como un empujón en la calle o un café que le sirven tibio, ese acontecimiento amenaza la frágil imagen que tiene de sí mismo. Eso provoca un desequilibrio psicológico, que necesita restablecer sintiéndose de nuevo poderoso. Matar a alguien produce un sentimiento de potencia extrema. Se cree uno a la altura de Dios. Una vez que han matado, se sienten saciados, pero sufren un vacío que es necesario colmar y que les lleva a matar de nuevo». Ella había subrayado ese pasaje.
Se interrumpió y se hundió en su sillón.
– ¡Lo que hubiera dado por tener una mujer como ésta en mi equipo! ¿Se dan ustedes cuenta?, ¡lo había entendido todo! En este trabajo, hay que saber asociar método e intuición. Una investigación no son sólo los hechos objetivos, es también invertir en ella todos los sentimientos, todo lo que uno ha vivido.
Era como si se hablara a sí mismo. Se dirigió de nuevo a ellos.
– Así que llamó a su madre para que le informase sobre la asistente social. Se enteró de que a Évelyne Lamarche la habían encontrado ahorcada, en su domicilio, cerca de Arras, en la noche del 1 al 2 de agosto de 1983.
– ¡Es la fecha que nos dio el impresor! ¡La última vez que vio a Lefloc-Pignel, acompañado de Van den Brock! -exclamó Joséphine.
El inspector la miró y dijo: «¡Todo concuerda!».
– Les explico… En aquel momento se investigó el caso de la muerte de aquella mujer, que no tenía ningún antecedente depresivo. Había vuelto a su pueblo natal, cerca de Arras, vivía sola, sin amigos, sin hijos, pensaba presentarse a las elecciones municipales y se había convertido en una especie de personaje. Nadie creyó en el suicidio y sin embargo apareció efectivamente ahorcada. Eso confirmó las sospechas de la capitán Gallois: no era un suicidio, era un asesinato. ¿La venganza de un antiguo RV? La frase de su madre «va a convertir a esos niños en bestias furiosas» volvía una y otra vez a su mente. ¿Y si Évelyne Lamarche había pagado con su vida las humillaciones que había hecho sufrir antaño? La sospecha se cernió en torno a los dos Hervé. Debió de convocarles, interrogarles de nuevo y ciertamente cometer una imprudencia al hablarles. Sabía demasiado. Decidieron eliminarla.
– ¿No desconfió? -preguntó Philippe, extrañado.
– No tenía suficiente experiencia. En cuanto a ellos, tenían mucha experiencia y nunca les habían cogido. Se creían todopoderosos. Si lee usted obras sobre asesinos en serie, verá que a medida que progresa su mortífera carrera, su vida fantasmagórica empieza a invadir el mundo real. Pierden el control de su existencia, viven en otro mundo, un mundo que han creado con reglas, leyes, ritos…
Joséphine pensó en las reglas de la vida conyugal colgadas en la pared del dormitorio de los Lefloc-Pignel. Al leerlas, había sentido miedo, como si estuviese en presencia de un cerebro enfermo. Tenía que haber prevenido a Iris, ponerla en guardia. Su hermana estaba muerta… No podía creerlo. No era posible. Eran sólo palabras que flotaban al salir de la boca del inspector, pero que iban a disolverse.
– El mundo real ya no existe, ellos parten a su mundo imaginario. La única cosa que seguía siendo real, a sus ojos, era su asociación: los dos Hervé. Van den Brock no mataba, no tenía la fuerza, corrompía a las mujeres, las acosaba sexualmente, pero no creo que pasara a la acción. Lefloc-Pignel, en cambio, mataba. Siempre por la misma razón: para vengarse, para reparar una humillación, fuere la que fuese. Aunque a nosotros nos parecía un detalle nimio.
– ¿Fue después de la muerte de la señorita Gallois cuando empezaron a comprenderlo? -dijo Joséphine.
– Estábamos sobre la pista, pero caminábamos a tientas. ¿Por qué había pedido a su madre que le informara sobre la muerte de la asistente social? ¿Por qué no nos dijo nada de sus pesquisas? ¿Por qué había dejado las palabras «profundizar RV»? Y entonces apareció su pista, señora Cortès. RV, Hervé. Fue a partir de ese momento cuando comprendimos que llegábamos al final. Poco tiempo después, la madre de la señorita Gallois nos relató la conversación que había tenido con su hija, y nos confió los resultados de su investigación. Seguimos varias pistas antes de concentrarnos en ésa. Creímos por un momento que su marido, Antoine Cortès, podría ser el asesino. Lo que explicaría su negativa a declarar y a presentar denuncia. Pero hoy puedo confirmarle sin duda que está muerto…
Inclinó la cabeza hacia Joséphine como si presentara sus condolencias.
– Examinamos también el caso de Vittorio Giambelli. Ese hombre está enfermo, es un esquizofrénico, pero no es un criminal. De hecho, ha pedido él mismo seguir un tratamiento. Ha visto que enloquecía, después de haberle enviado a usted esa serie de mensajes y se ha entregado voluntariamente. Parecía aliviado por iniciar su cura…
– Me envió otro mensaje esta mañana.
– Debería ser ingresado en los próximos días.
– Así que no era él… -murmuró Joséphine.
– Así que volvimos a la pista de los dos Hervé. Tras la muerte de la capitán y la historia de los RV, sabíamos que íbamos por buen camino pero, para no alertar a los dos principales sospechosos, debíamos interrogar y aparentar que las sospechas recaían sobre todo el mundo… Estábamos cerrando puertas.
– Entonces el señor Pinarelli tenía razón cuando me decía que estaban lanzando una cortina de humo… -dijo Joséphine.
– Era importante que en ningún caso sospecharan nada… La madre de la capitán Gallois nos ayudó mucho. Encontró los periódicos de la época, supongo que ediciones locales, que contaban la extraña muerte de esa mujer fuerte a quien nadie había imaginado suicidándose. Aquello causó sensación hasta en Arras. ¡Y además, ahorcada! Las mujeres no se suicidan así, ahorcándose… Nos envió fotocopias de los periódicos de entonces y, al final de una página, encontramos una noticia breve, el relato de un suceso que había tenido lugar la noche misma en la que Évelyne Lamarche había muerto. Dos estudiantes habían molestado a una recepcionista de hotel a la que habían acusado de haberles «hablado mal», ella se había enfrentado a ellos y uno de los dos hombres le había pegado. Ella había presentado denuncia al día siguiente, y había dado los nombres de los dos agresores inscritos en el registro del hotel: Hervé Lefloc-Pignel, y Hervé Van den Brock. Los nombres no aparecían en el periódico, nos los dieron los gendarmes. No tenían nada que hacer por esa zona, venían los dos de París y habían pasado la noche en la región. Finalmente no durmieron en el hotel y se fueron justo después del altercado, pagando la factura de la cena…
– ¿Habrían matado juntos a la asistente social? -dijo Philippe.
– Ella les había humillado cuando eran niños. Le pagaban con la misma la moneda. Y en mi opinión ese primer crimen, al permanecer impune, les animó a repetir. Habían terminado sus estudios con brillantez, iban a comenzar su vida activa y quisieron, imagino, lavar la afrenta de su infancia. Debieron sorprenderla en su casa por la noche, la humillaron, la aterrorizaron y después la ahorcaron… No había ninguna marca de violencia en su cuerpo. Parecía un suicidio, pero no lo era. Encontramos a la recepcionista del hotel. Recuerda muy bien el incidente. Le enseñamos la foto de los dos hombres entre otras muchas, les reconoció inmediatamente. Nuestra pista era cada vez más sólida, pero no teníamos ninguna prueba. Y sin pruebas, no podemos hacer nada…
– Y sobre todo ¿cómo relacionar todos los crímenes entre sí?-dijo Philippe, reflexionando en voz alta-. ¿Qué tienen en común todas las víctimas?
– Les humillaron… -dijo Joséphine-. La señora Berthier en un altercado con Lefloc-Pignel, por los estudios de su hijo, yo estaba allí, durante una reunión entre padres y profesores, me fui corriendo… Y la señorita de Bassonnière les había insultado en la reunión de copropietarios. También estaba allí. Esa tarde volví a pie con él. Me habló de su infancia… Pero ¿Iris? ¿Qué pudo hacerles?
– Por lo que yo imagino de ella -suspiró Philippe-, debió de esperar tanto de él, fantasear tanto, que se sintió decepcionada al ver que él se iba de vacaciones y se calentó. ¡Debió de llamarle de todo! No se encontraba bien, estaba desesperada, ese hombre era su última esperanza…
– A partir de ese momento -continuó el inspector-, vigilamos estrechamente a los dos hombres. Sabíamos que habían pasado una semana de vacaciones juntos en Belle-Île, y después Van den Brock se fue a su casa en Sarthe y Lefloc-Pignel volvió a París. Sabíamos también que frecuentaba a su hermana y habíamos apostado a un hombre día y noche para vigilar el edificio. No teníamos más que esperar a que cometiese un nuevo crimen y cogerle en el acto. En fin, quiero decir, justo antes…, por supuesto. No pensábamos que atacaría a su mujer…
– ¡Entonces se sirvieron de ella como cebo! -exclamó Philippe.
– Vimos que la señora Cortès se marchaba pero, a partir de ese momento, no volvimos a ver a su esposa. Creímos que se había ido de París, ella también. Preguntamos a la conserje que nos lo confirmó. Su mujer le dijo que le guardara el correo, que se iba de vacaciones. El teniente encargado de vigilar el inmueble se concentró entonces en Lefloc-Pignel. Y para ser sinceros, no pensamos ni un momento que iba a tomarla con ella…
– ¿También una intuición? -preguntó Philippe, irónico.
– Habíamos notado que era manso como un corderito con ella. Parecía que la adoraba. La cubría de regalos, la veía casi todos los días, la llevaba a comer. Parecía muy enamorado y ella parecía, siento decírselo, muy prendada… Flirteaban como si tuviesen veinte años. Él no tuvo ningún gesto fuera de lugar hacia ella. No desconfiamos…
– ¡Y sin embargo estaba en el edificio! ¡Debieron de ver la luz, oír ruidos! -se rebeló Philippe.
– Nada. En su planta no había ni luz, ni ruido. Ni el menor signo de vida. Las persianas estaban cerradas. Debió de vivir recluida. Ni siquiera salía a hacer la compra. Por la noche, Lefloc-Pignel se quedaba en su casa. Todos los informes del hombre encargado de la vigilancia así lo dicen. Entraba, cenaba rápidamente, se instalaba en su despacho y ya no se movía. Escuchaba ópera, hablaba por teléfono, dictaba cartas. Las ventanas de su despacho estaban abiertas de par en par sobre el patio del inmueble. Eso hacía de caja de resonancia, se oía todo. No hubo ninguna llamada de Lefloc-Pignel a Van den Brock. Pensábamos que estaría pasando por un periodo de calma… El día mismo del crimen nos hizo creer que estaba en su casa. Fue la misma rutina que los otros días: una ópera, dos llamadas telefónicas, más ópera… De hecho, debió de grabar una cinta y la dejó puesta al salir a buscar a su mujer y llevarla hasta el claro. Había programado las luces para que pareciera que estaba en casa. En el mercado hay unos interruptores que pueden programarse, y que se encienden en distintas habitaciones a diferentes horas. La gente los utiliza para alejar a los ladrones cuando se ausentan. Ese hombre es temible. Frío, organizado, muy inteligente… Esa noche se oyó una ópera y después las luces se fueron apagando una tras otra, como cada noche. ¡A nuestro hombre le relevaron a media noche sin imaginar que el pájaro había volado!
– Pero ¿cómo ha podido matar a Iris con tanta frialdad? -exclamó Joséphine.
– A los ojos de un asesino en serie, la víctima no es nada. O como mucho, un objeto para realizar sus fantasías… Antes de matar a menudo puede ocurrir que «degrade» a su víctima. La humilla, adquiere control sobre ella, la aterroriza. Puede incluso organizar todo un ritual que llama «ritual de amor», en el que le hace creer que la maltrata por amor y ella lo consiente. Basta con que su hermana hubiese estado un poco desequilibrada… Ella entra entonces en su locura y todo es posible. Lo que nos ha contado el agricultor es muy revelador. Ella llegó voluntariamente, no estaba atada, ni se resistió, aceptó los votos nupciales, bailó con él sin intentar huir. Sonreía. Murió feliz. Ya no se pertenecía. ¿Sabe?, a menudo son hombres muy inteligentes y muy infelices, gente que sufre enormemente y que expresa ese inmenso dolor infligiendo terribles sufrimientos a sus víctimas…
– ¡Me disculpará usted, inspector, si no me solidarizo con los sufrimientos de Lefloc-Pignel! -se encrespó Philippe.
– Intento explicarles cómo ha podido pasar… Nos gustaría registrar su piso para ver si ella ha dejado huellas de lo que fue su vida estos ocho últimos días… ¿Podría usted darnos un juego de llaves?
Tendió las manos hacia Joséphine. Ella miró a Philippe que asintió con la cabeza, y le dio las llaves al inspector.
– ¿Tiene usted donde alojarse mientras tanto? -preguntó el inspector a Joséphine, que estaba perdida en sus pensamientos.
– No puedo creerlo -dijo-, es una pesadilla. Me voy a despertar… Pero ¿por qué me agredió a mí? Yo no le había hecho nada. Apenas le conocía cuando pasó.
– Había un detalle que nos intrigó y que había llamado ya la atención de la capitán Gallois. Nos indicó inmediatamente, en cuanto nos hicimos cargo del caso, que usted llevaba el mismo sombrero que la señora Berthier. Un peculiar sombrero de varios pisos. La noche que la atacaron, seguramente la confundió con la señora Berthier en la oscuridad. Ya había discutido con ella… Se fió del sombrero y ambas tenían una corpulencia similar.
– Ella me había dicho que lo peor cuando eres profesor, no son los alumnos, sino los padres. Lo recuerdo muy bien…
– ¿La mató simplemente porque le había puesto en su sitio? -preguntó Philippe.
– Lefloc-Pignel es un hombre que no soporta ser ofendido. Ya nos dirá más cuando le interroguemos y sabremos más cuando hayamos dragado el estanque, porque pensamos que existen otros crímenes. Pero fíjese en la historia de la camarera… Es ejemplar. Un día sirvió a Lefloc-Pignel, derramó café sobre su impermeable blanco, y se excusó de manera que él juzgó impertinente. Él la trató con desprecio, ella le llamó «¡pobre tipo!». Eso bastó para desencadenar su rabia… La eliminó. Pero la eliminó también porque había llamado a Van den Brock «viejo Drácula perverso». Era muy guapa, y no lo ocultaba, Van den Brock la perseguía… No podía evitarlo. Eso le costó su carrera profesional. Ella se enfadó, le envió a paseo, amenazó con denunciarle por acoso sexual. Fue la amiga de la camarera, al volver de su viaje a México, quien nos contó el episodio del café derramado y las proposiciones de Van den Brock. Había firmado su sentencia de muerte.
– ¿Nunca tuvo miedo de que le cogieran? -dijo Joséphine.
– Tenía una coartada preparada: Van den Brock afirmaba que estaba con él.
– ¿También en el caso de la señorita Bassonnière?
– Sí. Los dos hombres estaban unidos por esos crímenes, compartían una exaltación común. La rabia de uno alimentaba la rabia del otro. Renovaban en cada ocasión la alianza creada en el momento de su primer asesinato…
– Y yo escapé a esa carnicería… -murmuró Joséphine.
– A usted, de alguna manera, la protegía. La llamaba «tortuguita». Nunca le provocó ni física ni moralmente. Nunca intentó seducirle, ni cuestionó su autoridad… Yo de ustedes protegería a los niños, y les alejaría de la prensa durante algún tiempo. Este es el tipo de historias que vuelven locos a los periodistas en periodo estival. Ya me imagino los titulares: «El último vals», «Vals fúnebre en el bosque», «Baile trágico en el claro», «Un crimen tan hermoso»…
Hortense fue la primera en enterarse. Estaba en Saint-Tropez, sentada en la terraza de Sénéquier, desayunando con Nicholas. Eran las ocho de la mañana. A Hortense le gustaba levantarse temprano en Saint-Tropez. Decía que la ciudad no estaba todavía «estropeada». Había elaborado toda una teoría sobre la hora y la vida en el pequeño puerto. Habían comprado un montón de periódicos y leían observando el balanceo de los barcos, la marcha sosegada de los veraneantes, entre los que se encontraban los que surgían de la noche y tomaban un café antes de ir a acostarse.
Hortense lanzó un grito, dio un codazo a Nicholas que estuvo a punto de atragantarse con el cruasán, y llamó inmediatamente a su madre.
– ¡Guau! ¡Mamá! ¿Has leído el periódico?
– Lo sé, cariño.
– ¿Es verdad lo que dice? -Sí.
– ¡Pero es horrible! ¡Y yo que quería echarte en sus brazos! Él no está mal en la foto, pero Iris no sale precisamente favorecida… ¿Y Alexandre?
– Llega mañana, con Zoé.
– ¡Harías mejor dejándoles en Inglaterra! Va a ver a su madre por todas partes en los periódicos. ¡Va a flipar demasiado!
– Sí, pero Philippe está aquí. Tiene muchas cosas que hacer y papeles que firmar. No se le puede esconder la verdad…
– ¿Y cómo reaccionaron Alexandre y Zoé?
– Alexandre se quedó muy serio. Dijo: «¡Ah! Bueno…, ha muerto bailando» y nada más. Zoé lloró mucho. Alexandre volvió a coger el teléfono y dijo: «Yo me ocupo de ella». ¡Este chico es asombroso!
– A mí me parece preocupante.
– Lo mismo pienso yo…
– ¿Quieres que vaya y me ocupe de los niños? Yo sabré cómo hacerlo y a ti, te imagino hecha una mar de lágrimas…
– No consigo llorar… Tengo las lágrimas atascadas en el fondo de la garganta. No consigo respirar…
– ¡No te preocupes! ¡Saldrán de golpe y ya no podrás parar!
Hortense reflexionó un instante y dijo:
– Les llevaré a Deauville… ¡Desenchufaré la tele, la radio y no habrá periódicos!
– La casa está en obras. La tormenta arrancó el tejado.
– Shit!
– Y además Alexandre querrá seguramente ir al entierro. Y Zoé también…
– Bueno, voy para allá y me ocupo de ellos en París…
– La casa está precintada. Buscan huellas de los últimos días de Iris.
– Pues… ¡a casa de Philippe, entonces! Vamos todos allí.
– ¿Con todas las cosas de Iris? No sé si es una buena idea.
– ¡No iremos a dormir en un hotel!
– Pues sí… En este momento, Philippe y yo estamos en un hotel.
– Eso es una buena noticia. ¡Por fin una!
– ¿Tú crees? -preguntó Joséphine, tímidamente.
– Sí, sí… -Hizo una pausa-. Bueno, para Iris, es genial morir así. Bailando en brazos de su príncipe azul. Ha muerto en un sueño. Iris habrá vivido siempre en un sueño, nunca en la realidad. Me parece que es un tipo de muerte que le va muy bien. Y además, ¿sabes?, me costaba verla envejecer. ¡Hubiera sido terrible para ella!
Joséphine pensó que, como panegírico, era un poco radical.
– ¿Y a Lefloc-Pignel, le han detenido?
– Ayer, cuando estaba con el inspector, la policía fue a su casa para detenerle, pero desde entonces no tengo noticias. ¡Hay tantas cosas que hacer! Philippe ha ido a reconocer el cuerpo, yo no he tenido valor.
– En el periódico hablan de otro hombre… ¿Quién es?
– Van den Brock. Vivía en el segundo piso.
– ¿Era un amigo de Lefloc-Pignel?
– Podemos llamarlo así…
Joséphine le oyó decir algo en inglés a Nicholas, pero no lo entendió.
– ¿Qué decías, cariño? -atenta al menor síntoma de tristeza de Hortense.
– Le pedía a Nicholas que me diera otro cruasán… ¡Estoy muerta de hambre! ¡Voy a coger el suyo!
Se oyó un ruido de pelea al otro lado de la línea. Nicholas se negaba a darle su cruasán y Hortense le arrancó un trozo. Hortense prosiguió, con la boca llena:
– ¡Bueno, mamá! Dile a Philippe que reserve una gran habitación en el hotel para Zoé, Alexandre y para mí. No te preocupes. Sé que es duro… pero saldrás de ésta. Siempre lo haces. Eres fuerte, mamá. No lo sabes, ¡pero eres fuerte!
– Qué buena eres. Eres realmente muy buena. Si supieras lo que yo…
– Todo irá bien, ya verás…
– ¿Sabes?, la última vez que estuvimos juntas, estábamos en la cocina y ella me leyó el horóscopo y después, leyó el suyo y no quiso leer el apartado «Salud»… y yo le pregunté por qué y…
Joséphine estalló en sollozos, sollozos que se precipitaban y aparecían como lanzados con tirachinas.
– ¿Ves?…-suspiró Hortense-.Te dije que saldría. ¡Y ahora no podrás parar!
Joséphine pensó que debería llamar a su madre. Marcó el número de Henriette. Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Recordaba a Iris en su habitación, eligiendo la ropa para ir al colegio y preguntándole si era guapa, la más guapa del edificio, la más guapa del colegio, la más guapa del barrio. «La más guapa del mundo», murmuraba Joséphine. «Gracias, Jo», decía Iris, «desde ahora serás mi primera dama de compañía». Y le daba un golpe con el cepillo sobre el hombro a modo de nombramiento.
Henriette descolgó y rugió: ¿Diga?
– Mamá, soy yo. Joséphine…
– Anda… Joséphine. ¡Una aparición!
– Mamá, ¿has leído el periódico?
– Que sepas, Joséphine, que leo el periódico todas las mañanas.
– Y no has leído nada que…
– Leo toda la prensa económica y después, realizo mis operaciones. Tengo valores que funcionan muy bien, otros que me preocupan, pero es la Bolsa y estoy aprendiendo.
– Iris ha muerto -dijo Joséphine.
– ¿Iris ha muerto? ¿Pero qué me estás contando?
– Ha sido asesinada, en el bosque…
– Pero ¡no dices más que tonterías, hija mía!
– No, está muerta…
– ¡Mi hija! ¡Asesinada! No es posible. Pero ¿cómo ha sucedido?
– Mamá, no tengo fuerzas para contártelo, ahora. Llama a Philippe, te lo explicará mejor que yo.
– Me has dicho que salía en los periódicos. ¡Qué vergüenza! Hay que impedirles que…
Joséphine había colgado. Ya no podía contener las lágrimas.
Philippe salió del cuarto de baño. Ella se refugió contra él y se frotó en la manga de su albornoz blanco. Él la sentó sobre sus rodillas y la abrazó contra sí.
– Ya pasará, ya pasará… -murmuró besándole el pelo-. No podíamos hacer nada por ella. Se ha perdido sola…
– ¡Sí! Tendría que haberme quedado, no dejarla…
– Nadie podía imaginarse algo así. Ella siempre ha necesitado algo que la superara, y creyó que por fin lo había encontrado. Pero ni mi amor ni tu amor hubieran podido colmarla o curarla. No tienes nada que reprocharte, Jo.
– No puedo evitarlo…
– Es normal. Pero piénsalo y lo comprenderás. He vivido mucho tiempo con ella, le he dado todo. Era como un pozo sin fondo. Nunca tenía suficiente. Creyó encontrar su paraíso con él…
Hablaba como si razonara consigo mismo, para responder a los mismos remordimientos que Joséphine.
– Hortense acaba de llamar, se va a ocupar de Alexandre y de Zoé. He hablado con mi querida madre, le he dicho que si quería detalles, debía llamarte a ti. No me sentía con fuerzas para contárselo…
– Yo he hablado con Carmen. Quiere venir al funeral.
Hizo una lista de gente a la que había que avisar. Joséphine se dijo que debía hablar con Shirley. Y con Marcel y Josiane.
– No vendrán si va tu madre -remarcó Philippe.
– No, pero hay que avisarles…
Permanecieron largo rato abrazados. Pensaban en Iris. Philippe se decía que había muerto sin desvelar sus secretos, que no sabía gran cosa de su mujer. Joséphine recordaba escenas de su vida junto a su hermana, todas procedentes de la infancia.
Se abrazaron más fuerte.
– No consigo creérmelo… -dijo Joséphine-. Toda mi vida ha estado allí. Todo el tiempo… Era una parte de mí.
Él no dijo nada y la estrechó entre sus brazos.
Cuando Joséphine llamó a Marcel, fue Josiane quien respondió, estaba haciendo una mayonesa y le pidió dos segundos para terminarla. Júnior agarró el teléfono. Joséphine oyó a Josiane gritar:«¡Júnior!, ¡deja el teléfono!», pero Júnior balbuceó:
– ¡Joséphine! ¿é al?
Joséphine abrió los ojos como platos.
– ¿Ya hablas, Júnior?
– iiii…
– ¡Estás muy adelantado para tu edad!
– ¡Joéphine! ¡noté tiste! Yatá nel ielo…
– ¡Júnior! -Josiane había vuelto a coger el aparato y se excusó-, No quería que se me cortara la mayonesa… ¿Qué me cuentas? ¡Hace siglos que no sabemos nada de ti!
– ¿No has leído los periódicos?
– ¡Como si tuviera tiempo! ¡No tengo tiempo de nada en este momento! No paro ni un momento detrás del pequeño. Me hace dar vueltas como un ventilador. ¡Vamos de un museo a otro! ¡Con dieciocho meses! Menudo pasatiempo. ¡Tengo que contarle todo, explicárselo todo! ¡Mañana nos dedicamos al cubismo! ¡Y Marcel se ha largado a China! ¿Sabes que estuve enferma? Muy enferma. Qué enfermedad más extraña. Como una pesadilla. Ya te contaré. Tienes que venir sin falta a casa con las niñas…
– Josiane, quería decirte que Iris…
– De ésa nunca sabemos nada. No debemos tener la suficiente clase para ella.
– Está muerta.
Josiane lanzó un grito y Joséphine oyó a Júnior repetir: «Tá nel ielo, tá bien ahíba».
– Pero ¿cómo es posible? ¡Cuando se lo diga a Marcel se va a caer de culo!
Joséphine le contó en voz baja, Josiane la interrumpió:
– No te machaques, Jo. Ya es suficientemente penoso así… Si quieres venir a llorar a casa, tienes las puertas abiertas. Te haré un buen pastel. ¿Cómo te gustan los pasteles?
Joséphine soltó un pequeño sollozo.
– No estás para comer nada, en este momento. Se entiende, ¡pobrecilla!
– Eres muy buena -hipó Joséphine.
– Oye, ¿y los niños? ¿Cómo han reaccionado? No, no me lo cuentes. Se te van a escapar otra vez las lágrimas…
– Hortense, ella… -comenzó Joséphine.
– ¿Ves? Es inútil, te vas a atragantar. A propósito de Hortense, dile que Marcel ha ido a Shanghai a cantarle las cuarenta a esa Mylène Corbier. Lo ha confesado todo: las cartas eran suyas, y Antoine, no sé si esto te va a poner peor, pero es cierto que murió devorado por un cocodrilo. Fue ella quien le encontró, así que está completamente segura. Piensa que quizás fue eso lo que le aflojó un tornillo… Le contó todo el pastel completo a Marcel, diciéndole que no tenía hijos y que quería adoptar a tus hijas, y que por eso les escribía, eso le aliviaba las penas y encima le permitía sentirse madre. Si quieres mi opinión ¡se ha vuelto majara!
– Hortense la había desenmascarado…
– Es eficaz tu hija. ¡Ah, sí! Esa Mylène dijo que el paquete te lo envió ella, para que tuvieses un recuerdo de Antoine y que la otra zapatilla se la quedó. No sé si esto te aclara algo, pero para mí, es como de Horace Vernet.
– ¿Horace Vernet?
– Sí, el del claroscuro… Y el hermoso Philippe, ¿todavía enamorada?
Joséphine enrojeció y miró a Philippe, que estaba vistiéndose.
– Ese hombre es bueno como mi mayonesa, ¡que no se te corte!
Cuando Joséphine colgó, ella sonreía. Después pensó en Júnior y pensó que ese niño era realmente fuera de lo común.
Ya no quedaba más que Shirley, pero sabía que Shirley untaría pomada sobre sus heridas. Esperó a que Philippe saliese para llamarla. Shirley decidió viajar en el primer avión.
– No sé si será necesario, ¿sabes? No va a ser muy divertido.
– Quiero estar contigo. A pesar de todo, se me hace muy extraño saber que está muerta…
La palabra rebotó en Joséphine y le provocó una mueca. Sintió que de nuevo brotaban las lágrimas. Shirley suspiró y repitió voy para allá, voy para allá, no llores, Jo, no llores.
– No puedo evitarlo.
– Recita palabras. Las palabras siempre te han calmado. ¿Sabes qué decía O. Henry?
– No… ¡Y me da igual!
– «No son los caminos que emprendemos, es lo que llevamos en el interior lo que hace que nos convirtamos en lo que somos». Eso define bien a Iris, creo. Tenía un gran vacío interior y quiso llenarlo. Tú no podías hacer nada, Jo, ¡no podías hacer nada!
Cuando los tres policías llamaron a la puerta de Hervé Lefloc-Pignel, eran las seis de la mañana.
Les abrió, fresco, afeitado. Llevaba una chaqueta de andar por casa verde botella, y un fular verde oscuro alrededor del cuello. Preguntó fríamente a los tres hombres qué era tan importante como para molestarle tan temprano. Los policías le ordenaron que les siguiera, tenían una orden de detención contra él. Él alzó una ceja de desprecio y les conminó a no hablarle desde tan cerca, uno de ellos olía a restos de tabaco.
– ¿Y por qué razón vienen a molestarme a estas horas de la mañana?
– En razón de un bailecito en el bosque -dijo un policía- si sabes lo que quiero decir…
– Hay un paleto que os vio, a ti y a tu colega, trinchando a la bella señora. Estamos dragando el estanque. Lo tienes más bien mal, señorito, péinate un poco y síguenos.
Hervé Lefloc-Pignel se estremeció. Dio algunos pasos atrás y pidió permiso para cambiarse. Los tres hombres se miraron y asintieron. Él les hizo pasar al salón y fue a su habitación, seguido por uno de los tres inspectores.
Los otros dos iban y venían, y uno de ellos señaló con el dedo a las tortugas, detrás de una pared de cristal, entre hojas de lechuga y trozos de manzana.
– ¡Bonito acuario! -dijo levantando el pulgar.
– No es un acuario, es un terrario. En un acuario se meten agua y peces, en un terrario, tortugas o iguanas.
– Pues sí que sabes, oye…
– Mi cuñado es un loco de las tortugas. Les habla al oído, las mima, llama al veterinario si se resfrían. No se puede bailar ni escuchar música demasiado alta en el salón, ¡las vibraciones perturban a las tortugas! Sólo le falta obligarnos a hablar en voz baja… y cuando andas ¡tienes que deslizarte lentamente!
– ¡Está tan zumbado como el tío este!
– Yo no lo digo muy alto para que no se entere mi hermana, pero creo, en efecto, que no está bien de la azotea…
– ¡Éste debe de tener un criadero! ¡Aquí hay un montón sobando!
– Es la época de reproducción. Deben de estar preñadas y se preparan para expulsar los huevos…
– Pensándolo bien, quizás por eso ha vuelto de vacaciones…
– Con los chalados uno nunca queda decepcionado…
Pegaron la nariz al cristal del terrario, rascaron la pared con las uñas, pero las tortugas no se movieron.
Se incorporaron, decepcionados.
– Oye, sí que le lleva tiempo vestirse a ése…
– Esos tíos se alicatan bien, ¡no salen en camiseta!
– ¿Vamos a ver qué están haciendo?
En ese mismo instante, su compañero surgió en el salón gritando: «¡No he podido hacer nada, no he podido hacer nada, me pidió que me volviese cuando se cambiaba de gayumbos y ha saltado!».
Se precipitaron hasta la habitación. El suelo del cuarto estaba salpicado de pequeñas tortugas, de hojas de lechuga amarillas y verdes, de trozos de manzana, de guisantes, de pepinos, de peras, de higos frescos. La ventana estaba abierta de par en par.
Corrieron hasta el patio y vieron el cuerpo inerte de Hervé Lefloc-Pignel y, en su mano crispada, roto por la caída, el caparazón de una tortuga.
Hervé Van den Brock vio que se acercaba un Citroën C5 por el camino de grava de la entrada que llevaba a la casa de vacaciones, que su mujer había heredado a la muerte de sus padres. Levantó la vista del libro que estaba leyendo, dobló la página, posó el libro sobre el mueble de jardín al lado de su tumbona. Dejó el paquete de pistachos que estaba comiendo. No le gustó el ruido que hizo la gravilla al caer sobre el césped verde que un jardinero mantenía con exquisito cuidado. Esta gente no tiene ninguna educación. Tampoco le gustó el tono que emplearon para ordenarle que les siguiera.
– ¿Por qué motivo? -preguntó, reprobador.
– Lo sabrá enseguida… -respondió uno de los dos hombres, aplastando su cigarrillo sobre la hierba verde y densa, mientras exhibía su placa de policía.
– Le ruego que recoja su colilla o llamo a mi amigo el prefecto… No le gustará nada enterarse de su falta de civismo.
– Estará aún más disgustado cuando se entere de lo que hacía usted en el bosque de Compiège la otra noche -respondió el más bajo, agitando un par de esposas que balanceaba negligentemente.
Hervé Van den Brock palideció.
– Debe de ser un error -dijo con voz más suave.
– Eso nos lo va a explicar usted -respondió el bajito abriendo las esposas.
– No vale la pena…, les sigo.
Hizo un gesto con la mano a su mujer, que trasplantaba brotes de bambú en una jardinera.
– Tengo un asuntillo que arreglar, estaré de vuelta muy pronto…
– O nunca… -rio el hombre, que había aplastado la colilla sobre el césped verde.
La voz de Joséphine se elevó, pura y melodiosa, en la oscura cripta del crematorio de Pére-Lachaise.
– «Oh estrellas errantes, pensamientos inconstantes, os conjuro, alejaos de mí, dejadme hablar al Bien Amado, ¡dejadme el bienestar de su presencia! Tú eres mi alegría, eres mi felicidad, eres mi júbilo, eres mi día feliz. Eres mío, yo soy Tuyo, ¡y será así para siempre! Dime mi Bien Amado, ¿por qué has dejado que mi alma te buscase tanto tiempo, con tanto ardor, sin poder encontrarte? Te he buscado a través de la voluptuosa noche de este mundo. He atravesado montes y campos, perdida como un caballo sin riendas, pero Te he encontrado al fin y reposo, feliz, en paz, ligera en Tu seno».
Su voz se había estrellado contra las últimas palabras, y apenas tuvo fuerzas para balbucear: «Henri Suso, 1295-1366», para rendir homenaje al poeta que había escrito esa oda que ofrecía a su hermana, tendida entre flores. «Adiós, mi amor, mi compañera en la vida, mi deliciosa belleza». Dobló la hoja en blanco y volvió a su asiento en la cripta entre sus dos hijas.
La asistencia no era numerosa en el crematorio de Pére-Lachaise. Se habían reunido Henriette, Carmen, Joséphine, Hortense, Zoé, Philippe, Alexandre, Shirley. Y Gary.
Había llegado de Londres esa misma mañana con su madre. Hortense no había podido impedir un pequeño gesto de sorpresa al verle en la suite del hotel Raphaël. Se había quedado quieta un momento, se había acercado a él, le había besado en la mejilla y había murmurado: «Gracias por venir». La misma frase que había pronunciado con Carmen o Henriette. Philippe había intentado reunir a algunas amigas de Iris: Bérengère, Agnés, Nadia. Había dejado un mensaje en sus móviles. Ninguna de ellas había respondido. Debían de seguir de vacaciones.
El féretro estaba cubierto de rosas blancas y largos ramos de iris de un violeta ardiente, salpicado de puntos amarillos. Una gran foto de Iris reposaba sobre un atril, y un cuarteto de cuerda de Mozart desgranaba sus arpegios de paz.
Joséphine había elegido los textos que cada uno leería por turnos.
Henriette se había negado, con el pretexto de que no necesitaba esos melindres para expresar su dolor. Estaba muy decepcionada con la sencillez de la ceremonia y la escasa asistencia. Se mantenía erguida, bajo su gran sombrero, y ni una lágrima mojaba el bonito pañuelo de batista con el que se taponaba los ojos, esperando soltar una lágrima que ilustrara la intensidad de su dolor. Había tendido a Joséphine una mejilla reticente. Era una de esas mujeres que no perdonan y toda su actitud indicaba que en su opinión la Muerte se había equivocado de pasajera.
A Carmen le costaba mantenerse derecha y lloraba, hundida en su silla, sacudida por vehementes sollozos que le zarandeaban los hombros. Alexandre miraba fijamente el retrato de su madre, solemne, el mentón firme, las manos cruzadas sobre su blazer azul marino. Intentaba recopilar recuerdos. Y sus cejas pertinazmente fruncidas demostraban que no era tarea fácil. No tenía de su madre más que instantes furtivos: besos apresurados, el rastro de un perfume, el ruido aterciopelado de paquetes llenos de compras, que ella soltaba en la entrada, gritando: «¡Carmen! Ya estoy aquí, prepárame un té humeante con dos minúsculas tostadas. ¡Me muero de hambre!», su voz al teléfono, exclamaciones de sorpresa, de glotonería, sus pies finos de uñas pintadas, su melena suelta que le permitía cepillar cuando se sentía feliz. ¿Feliz por qué? ¿Infeliz por qué?, se preguntaba él, estudiando el retrato de su madre, cuyos grandes ojos azules le quemaban por su extraña fijeza. ¿Acaso se construye una pena auténtica con todo eso? Había aprendido en su compañía lo que es una mujer muy guapa que se quiere libre, pero que no puede soltar la mano del hombre que la mantiene. De pequeño pensaba que ella interpretaba el papel de una hermosa cautiva, y él la veía detrás de las rejas. Cuando su padre colocó un grueso cirio blanco al pie del retrato, le había pedido encenderlo él mismo. Como último homenaje. «Adiós, mamá», había dicho encendiendo la vela. E incluso esas palabras le habían parecido demasiado solemnes para la hermosa mujer que le sonreía. Intentó enviarle un beso, pero se interrumpió. Ha muerto feliz, porque ha muerto bailando. Bailando… y esa idea reforzaba todavía más, si hubiese hecho falta, el sentimiento de que no había tenido madre, sino una hermosa extraña a su lado.
Zoé y Hortense se mantenían a ambos lados de su madre. Zoé había puesto su mano en la de Joséphine, apretándola hasta aplastarle los huesos, suplicando no llores, mamá, no llores. Era la primera vez que veía un ataúd desde tan cerca. Se imaginó el cuerpo frío de su tía, tumbado sobre la alfombra de rosas blancas y de iris. Ya no se mueve, ya no nos oye, tiene los ojos cerrados, tiene frío, ¿acaso quiere salir? Se arrepiente de estar muerta. Y es demasiado tarde. Nunca podrá volver. Y enseguida pensó, papá no está muerto en una caja tan bonita, murió desnudo, descarnado, debatiéndose entre filas de dientes afilados que lo destrozaron; aquello fue demasiado para ella y estalló en sollozos contra su madre que la acogió, adivinando por quién Zoé se atrevía por fin a expresar su terrible pena.
Hortense miró el papel sobre el que su madre había impreso el texto que debía leer y suspiró, ¡otra de las ideas de mamá! Como si tuviera ánimos para leer poesía. En fin… Escuchó hasta el final el cuarteto de cuerda de Mozart, y cuando llegó el momento en que debía leer el poema de Clément Marot, comenzó con voz temblorosa, cosa que detestó:
Ya no soy el que fui…
Tosió, cogió un poco de aplomo. Y continuó valiente:
Ya no soy el que fui
Y ya no sabré jamás serlo
Mi hermosa primavera y mi verano
Dan el salto en la ventana.
Amor, siempre fuiste mi señor,
Te serví bajo todos los dioses.
Ay, si pudiera dos veces nacer.
¡Cómo te serviría mejor!
Y entonces, la idea de que Iris podría levantarse del féretro, ir a sentarse entre ellos, reclamar una copa de champán, ponerse unas botas altas y completarlas con un pequeño top rosa fucsia de Christian Lacroix, estalló en sollozos. Lloró, furiosa, de pie, los brazos tendidos hacia delante como si intentara rechazar los litros de lágrimas que la devastaban. ¡Es culpa suya todo esto! ¡Esta puesta en escena macabra! Estamos aquí como imbéciles, lloriqueando en el fondo de una cripta siniestra, lamentándonos, recitando versos y escuchando a Mozart. ¡Y el otro, que me mira con sujeta entristecida de gran memo! ¡Ay! ¡Lo va a empeorar! No va a hacer eso, va a venir hacia mí y…
Y se echó en los brazos de Gary, que la abrazó como quien lleva un ramo de flores, posó su cabeza sobre la cima de su cráneo y la estrechó con fuerza, con mucha fuerza diciendo, no llores, Hortense, no llores. Y cuanto más la abrazaba, más ganas de llorar tenía ella, pero era un llanto extraño, no se parecía para nada al llanto de Clément Marot, era un llanto por otra cosa que no conocía muy bien, pero que era más dulce, más alegre, llanto como una especie de felicidad, de alivio, de gran alegría que le retorcía el corazón, que la hacía reír y llorar a la vez, como si fuera demasiado grande, demasiado borroso, demasiado evanescente, algo reconfortante que atrapaba entre los dedos. Él estaba allí, sin estar, le tenía y no le tenía, una especie de reconciliación antes de otra separación, quizás, no lo sabía. Y no tenía ganas de dejar de llorar.
¡Y además, jolines! Ya lo analizaría más tarde, cuando tuviese tiempo, cuando hubiese terminado con todos esos llantos, esa tristeza ahogada en los pañuelos, esas narices enrojecidas, esos pelos mal peinados. Se repuso, inspiró y comprobó, furiosa, que no había llorado en su vida, que era su primera vez y que justo tenía que hacerlo en brazos de Gary, ¡ese traidor a sueldo de Charlotte Bradsburry! Se soltó de golpe, fue a sentarse al lado de su madre y la agarró firmemente por el brazo, haciendo ver a Gary que el momento ternura había terminado.
Anunciaron que iba a tener lugar la incineración. Que podían esperar fuera. Salieron disciplinadamente en fila. Joséphine de la mano de sus hijas, Philippe sosteniendo la de Alexandre. Henriette, sola, evitando cuidadosamente a Carmen, que permanecía detrás. Shirley y Gary cerraban la marcha.
Philippe había decidido dispersar las cenizas de Iris en el mar, delante de su casa en Deauville. Alexandre estaba de acuerdo. Joséphine también. Había avisado a Henriette que declaró: «El alma de mi hija no reside en una urna, puede hacer lo que quiera con ella. En cuanto a mí, me voy a casa… Ya no tengo nada que hacer aquí». Carmen hizo lo mismo tras haberse derrumbado en brazos de Philippe, que le prometió que seguiría ocupándose de ella. Besó a Joséphine y se retiró como una sombra desolada por la avenida del cementerio.
Shirley y Gary fueron a visitar las tumbas. Gary quería ver las de Oscar Wilde y Chopin. Fueron con Hortense, Zoé y Alexandre.
Philippe y Joséphine se quedaron solos. Se sentaron en un banco, al sol. Philippe le había cogido la mano a Joséphine y la acariciaba suavemente en silencio.
– Llora, mi amor, llora. Llora por la vida que llevó, ya que hoy ha encontrado la paz.
– Lo sé. Pero no puedo evitarlo. Voy a necesitar tiempo para hacerme a la idea de que no la volveré a ver. La busco por todas partes. Tengo la impresión de que va a aparecer y se va a reír de nosotros y de nuestra cara triste.
Una mujer rubia, de cierta edad, caminaba hacia ellos. Llevaba sombrero, guantes y un traje sastre bien cortado.
– ¿La conoces? -preguntó Philippe entre sus labios.
– No. ¿Por qué?
– Porque me parece que va a hablarnos…
Se incorporaron y la mujer llegó ante ellos. Parecía muy digna. Su rostro arrugado revelaba noches en vela y las comisuras de su boca caían como hilillos tristes.
– ¿Señora Cortès? ¿Señor Dupin? Soy la señora Mangeain-Dupuy, la madre de Isabelle…
Philippe y Joséphine se levantaron. Ella les hizo seña de que no era necesario.
– He leído la esquela en Le Monde y quería decirles…, en fin, no sé cómo… Es un poco delicado… Quería decirles que la muerte de su hermana, señora, la de su mujer, caballero, no ha sido inútil. Ha liberado a una familia… ¿Puedo sentarme? Ya no soy una jovencita y estos acontecimientos me han agotado…
Philippe y Joséphine se echaron a un lado. Ella se sentó sobre el banco y ellos se colocaron a su lado. Ella posó sus manos enguantadas sobre su bolso. Levantó el mentón y, mirando fijamente al recuadro de césped que tenía delante, comenzó lo que debía ser una larga confesión, que Joséphine y Philippe escucharon sin interrumpirla, pues el esfuerzo que hacía esa mujer para hablar les parecía inmenso.
– Mi visita debe de parecerles descabellada, mi marido no quería que viniese, cree que mi presencia está fuera de lugar, pero me parece que es mi deber de madre y abuela realizar este acto…
Había abierto su bolso. Sacó de él una foto, la misma que Joséphine había visto en la pared del dormitorio de los Lefloc-Pignel: la foto de la boda de Hervé Lefloc-Pignel y de Isabelle Mangeain-Dupuy. La secó con el dorso de la mano enguantada y empezó a hablar.
– Mi hija, Isabelle, conoció a Hervé Lefloc-Pignel en el baile de la X, en la Ópera. Tenía dieciocho años, él veinticuatro. Ella era bonita, inocente, acababa de aprobar el bachillerato y no se creía ni hermosa ni inteligente. Tenía un terrible complejo de inferioridad frente a sus dos hermanas mayores que habían realizado brillantes estudios. Enseguida se enamoró muchísimo de él y, también enseguida, quiso casarse. Cuando nos lo contó, la pusimos en guardia. Voy a ser franca, no veíamos esa unión con buenos ojos. No precisamente por culpa de los orígenes de Hervé, no se equivoquen, sino porque nos parecía oscuro, difícil, extremadamente susceptible. Isabelle no quiso escucharnos y hubo que consentir esa unión. La víspera de la boda, su padre le suplicó por última vez que renunciara. Entonces ella le dijo a la cara que, aunque él tenía miedo de que hiciese un mal casamiento, a ella le importaba un bledo si él hubiera nacido en una chabola o en un palacio. Esas fueron sus palabras exactas… No insistimos más. Aprendimos a disimular nuestros sentimientos y le acogimos como nuestro yerno. El hombre era brillante, es verdad. Difícil, pero brillante. En un momento dado supo sacar el banco familiar de un terrible aprieto y a partir de ese día, lo tratamos como a un igual. Mi marido le ofreció la presidencia del banco y mucho dinero. Se relajó, parecía feliz, sus relaciones con nosotros fueron más fluidas, Isabelle resplandecía. Estaba encinta de su primer hijo. Parecían muy enamorados. Fue una época bendita. Nos arrepentimos de haber sido tan… conservadores, tan desconfiados con él. Hablábamos a menudo cuando estábamos solos, mi marido y yo, de ese giro de la situación. Y después…
Se interrumpió, emocionada, y su voz se puso a temblar.
– … Nació el pequeño Romain. Era un bebé muy hermoso. Se parecía terriblemente a su padre, que estaba loco por él. Y… ocurrió el drama que ustedes seguramente conocen… Isabelle había dejado la silla de bebé de Romain sobre la calzada de un aparcamiento subterráneo, el tiempo justo para guardar unas compras… Fue un drama horrible. Fue el padre el que recogió al pequeño Romain y le llevó al hospital. Era demasiado tarde. De la noche a la mañana, cambió. Se encerró en sí mismo. Tenía terribles ataques de cólera. Casi no venía a vernos. Mi hija, a veces. Pero cada vez menos… Nos decía simplemente que él pensaba que estaba «maldito», que la pesadilla volvía a empezar, pero la pesadilla, fue ella la que acabó sufriéndola. Creo que se sintió terriblemente culpable, que se creyó responsable de la muerte del pequeño Romain, y que nunca se lo perdonó. Había sido educada en la fe cristiana y pensaba que debía expiar su falta. Vimos cómo se apagaba poco a poco. Sospecho que tomaba calmantes, que abusaba de ellos, vivía en una especie de terror permanente. El nacimiento de sus otros hijos no cambió nada. Un día, ella pidió ver a su padre, le dijo que quería marcharse, que su vida se había convertido en un calvario. Le contó la historia de los colores, lunes verde, martes blanco, miércoles rojo, jueves amarillo, la estricta observación de las consignas que él había dictado. Añadió que podía soportarlo todo, pero no quería que aquella infelicidad cayera sobre sus hijos. Cuando Gaétan, para rebelarse, se puso un jersey escocés -un jersey que debió de pedir prestado a un amigo-, fue atrozmente castigado y la familia entera con él. Isabelle estaba prácticamente agotada. Temía continuamente algún incidente, vivía al borde del ataque de nervios, temblaba ante la menor pequeñez. Mi marido, ese día, le dio una respuesta de la que después se arrepintió. Le dijo: «Tú lo quisiste y lo tuviste, te habíamos avisado», y peor aún, intentó hablar con Hervé: «Isabelle quiere dejarle, ¡ya no puede más! ¡Domínese!». Creo que esas palabras fueron dinamita. Se sintió rechazado por su mujer, debió de pensar que iba a perder a sus hijos; creo que a partir de ese día se volvió realmente loco. En el banco nadie se daba cuenta de nada. Seguía siendo igual de eficaz y mi marido no quería pasarse sin él. Se había jubilado y estaba contento de tener a su yerno en su puesto. Eso contentaba a todo el mundo: a mi marido, a las hermanas de Isabelle y a los otros socios que se apoyaban en él y recogían los dividendos. Se comentaban sus manías inquietantes, pero ¿quién no tiene pequeñas manías, al fin y al cabo?
Hizo una pausa, levantó un mechón del moño que sobresalía y lo volvió a poner en su sitio, alisándolo con los dedos.
– Cuando nos enteramos de lo que había pasado, evidentemente, pensé en ustedes, pero sobre todo, sobre todo me sentí liberada de un gran peso… ¡E Isabelle! Entró en mi habitación, tuvo tiempo de decirme: «¡Soy libre, mamá, soy libre!», y se derrumbó. Estaba agotada. Hoy está en manos de un psiquiatra… Los dos chicos se sintieron también aliviados. Detestaban a su padre al que sin embargo nunca denunciaron. Con Domitille va a ser más complicado. Se ha convertido en una chiquilla problemática, perturbada. Va a necesitar tiempo. Tiempo y mucho amor. Eso es lo que quería decirles, lo que quería que supiesen. Su mujer, señor, y su hermana, señora, no ha partido en vano. Ha salvado una familia.
Se levantó tan mecánicamente como se había sentado. Sacó una carta del bolso, y se la dio a Joséphine:
– Es de Gaétan, me ha encargado dársela a usted…
– ¿Qué va a hacer ahora? -murmuró Joséphine, estremecida por la larga confesión.
– Los hemos inscrito a todos en un excelente colegio privado en Rouen. Con el apellido de su madre. La directora es amiga mía. Podrán tener una educación normal sin ser el blanco de todos los cotilleos. Mi hija va a recuperar su apellido de soltera. Desea que los niños cambien también de apellido. Mi marido tiene contactos, no debería plantear problemas. Les agradezco haberme escuchado y les ruego perdonen la extrañeza de mi cometido.
Les hizo una pequeña señal con la cabeza y se alejó como había venido, pálida silueta de otro tiempo, mujer fuerte y sumisa a la vez.
– ¡Que mujer tan extraña!-susurró Philippe-. Rígida, fría y, sin embargo, atenta. La Francia de las Grandes Familias de antaño. Todo va a volver a estar en orden. En qué orden, no lo sé. Me gustaría saber en qué se convertirán sus hijos…, para ellos va a ser más complicado. El regreso al orden no bastará.
– Philippe, no se lo digas a nadie, pero creo que vivimos en un mundo de locos…
Fue entonces cuando leyó el nombre en el sobre que le había entregado la madre de Isabelle Mangeain-Dupuy.
Era una carta de Gaétan para Zoé.
Al día siguiente, se reunieron todos en la suite del hotel Raphäel. Philippe había hecho subir unos sandwiches club, Coca Cola y una botella de vino tinto.
Hortense y Gary se rozaban, se evitaban, se atraían, se rechazaban. Hortense espiaba el móvil de Gary. Él le proponía salir, ir al cine, ella respondía: «Por qué no», pero entonces, el teléfono sonaba, el respondía, era Charlotte Bradsburry. Su voz cambiaba, Hortense se detenía en el umbral de la puerta, le lanzaba una mirada furiosa y decía que ya no quería ir al cine.
– ¡Venga! ¡Eres tonta! ¡Vamos!-decía él tras haber colgado.
– ¡Ya no tengo ganas! -decía ella, huraña.
– Yo sé por qué -sugería él, sonriendo-. ¡Estás celosa!
– ¿De ese vejestorio? ¡Jamás en la vida!
– Entonces vamos al cine… ¡Si no estás celosa!
– Estoy esperando una llamada de Nicholas… y después, ya veré.
– ¿De ese pingüino?
– ¿Estás celoso?
Joséphine y Shirley se reían a escondidas.
Philippe propuso a Alexandre y a Zoé ir a ver la vidriera del Grand-Palais.
– ¡Yo voy! -dijo Hortense, ignorando a Gary, que atrapó la invitación al vuelo y la siguió.
– ¡Por fin solas! -exclamó Shirley cuando se marcharon-. ¿Y si pidiéramos otra botella de este excelente vino?
– ¡Vamos a coger una trompa!
Shirley descolgó el teléfono, pidió que le subiesen la misma botella y, volviéndose hasta Joséphine, añadió:
– ¡Es la única forma de hacerte hablar!
– ¿Hablar de qué?-dijo Joséphine lanzando al aire sus zapatos-. No diré nada. ¡Incluso bajo la tortura de un buen vino!
– Estás radiante… ¿Es Philippe?
Joséphine posó dos dedos sobre su boca para indicar que no diría nada.
– ¿Vais a vivir juntos el año que viene?
Ella miró a Shirley y sonrió.
– Entonces ¿vais a vivir juntos?
– Aún es muy pronto… Alexandre tiene que acostumbrarse.
– Y Zoé.
– Zoé también. Es preferible que siga una temporada a solas con ella. Iremos a Londres los fines de semana o ellos vendrán a París. Ya veremos.
– ¿Ella volverá a ver a Gaétan?
– Le llamó ayer. Le aseguró que para ella seguía siendo Gaétan, quien hacía dar saltos a su corazón, que Rouen no estaba tan lejos de París, ¡y que yo era una madre más bien enrollada!
– No se equivoca. ¿Y él?
– Lo de él es menos color de rosa. Tiene mucho miedo de parecerse a su padre y volverse loco. No duerme, tiene pesadillas terribles. Su abuela le ha mandado al psicólogo…
– Pues el psicólogo va a tener que encargarse de toda la familia…
Llamaron a la puerta y un camarero trajo la botella de vino. Shirley sirvió un vaso a Joséphine, brindaron.
– Por nuestra amistad, my friend, dijo Shirley. ¡Que siga siendo siempre bella y tierna y dulce y fuerte!
Joséphine iba responder cuando sonó el teléfono. Era el inspector Garibaldi, Le informaba de que podía volver a su piso.
– ¿Ha encontrado usted algo?
– Sí. Un diario que escribía su hermana…
– ¿Puedo leerlo? Me gustaría comprender.
– Lo he mandado esta mañana al hotel, le pertenece. Ella había pasado a otro mundo… Lo comprenderá leyéndolo.
Joséphine llamó a recepción. Enseguida le subieron un sobre.
– ¿Te molesta si lo leo ahora?-dijo a Shirley-. No voy a poder esperar. Me gustaría tanto comprender…
Shirley hizo la seña de que esperaría en la habitación vecina.
– No. Quédate conmigo…
Joséphine abrió el sobre, sacó una treintena de hojas y se hundió en ellas. A medida que leía, palidecía.
Tendió las hojas a Shirley, en silencio.
– ¿Puedo? -preguntó Shirley.
Joséphine asintió y corrió al cuarto de baño.
Cuando volvió, Shirley había terminado y miraba fijamente al vacío. Joséphine fue a sentarse a su lado y posó la cabeza sobre su hombro.
– ¡Es horrible! Cómo ha podido…
– Yo sé exactamente lo que ha sentido. Yo he conocido ese estado.
– ¿Con el hombre de negro?
Shirley asintió. Permanecieron silenciosas, pasando y repasando las hojas, estudiando la elegante letra de Iris que, al final no era más que una serie de borrones sobre la hoja en blanco.
– Parecen borrones de colegial -dijo Joséphine.
– Es exactamente eso -dijo Shirley-. El la redujo a un borrón y la infantilizó. Hay que tener una fuerza terrible para escapar a esa locura…
– ¡Pero hay que estar loco para entrar en ella!
Shirley dirigió hacia ella un rostro marcado por una nostalgia extraña.
– Entonces yo también estuve loca…
– ¡Pero tú has salido! ¡No te quedaste con ese hombre!
– ¡A qué precio! ¡Pero a qué precio! Y todavía lucho todos los días para no volver a caer. ¡Ya no puedo dormir con un hombre sin morirme de aburrimiento de lo soso que me parece! Es una adicción, como la droga, el alcohol o el tabaco. No puedes prescindir de ello. Todavía sueño con ello. Sueño con esa dependencia total, con esa pérdida de conciencia de uno mismo, con esa voluptuosidad extraña hecha de espera, de dolor y de alegría, la sensación de cruzar cada vez la frontera… De llevar los límites hasta un peligro mortal. Ella caminó hacia su muerte, pero puedo asegurarte que caminó feliz, ¡feliz como ella no lo había sido antes!
– ¡Estás loca! -gritó Joséphine separándose de su amiga.
– Me salvó Gary. El amor que sentía por Gary. Fue él quien me permitió salir del hoyo… Iris no era una madre.
– ¡Pero tú eres normal! ¡Dime que eres normal! ¡Dime que no estoy rodeada de locos! -gritó Joséphine.
Shirley dejó caer una mirada extraña en la mirada enloquecida de pronto de Joséphine y murmuró:
– ¿Quién es «normal», Jo? ¿Quién no lo es? Who knows? ¿Y quién decide la norma?
Joséphine se puso sus zapatillas de jogging y llamó a Du Guesclin. Estaba acostado delante de la radio y escuchaba TSF Jazz moviendo el trasero. Era su emisora de radio favorita. Se pasaba horas escuchándola. En las pausas publicitarias, partía a olisquear su escudilla o a echarse a los pies de Joséphine, ofreciéndole su vientre para que se lo rascara. Después volvía. Cuando una trompeta desafinaba en los agudos, se ponía las patas sobre las orejas y balanceaba la cabeza dolorosamente.
– ¡Venga, Du Guesclin, nos vamos!
Tenía que moverse. Tenía que ir a correr. Presionarse, forzar su cuerpo, el rodillo de dolor que la aplastaba. No quería arriesgarse a morir de nuevo. Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo me puede doler tanto cada vez? No me curaré nunca, nunca.
¡Menos mal que estás aquí, tú! Con tu cara de bandido herido, murmuró a Du Guesclin. Cuando la gente se acercaba a ella y preguntaba con tono de sorpresa: «¿Es su perro?», queriendo decir: «¿Lo ha elegido usted tan negro, tan pesado, tan feo?», ella se rebelaba y decía: «¡Es MI perro y no quiero otro!». Aunque no tenga cola, tenga una oreja rota, un ojo seco, tenga calvas en algunos sitios, esté cosido a cicatrices, tenga el cuello grueso y la cabeza hundida en los hombros. No conozco otro más hermoso. Du Guesclin se pavoneaba, orgulloso de haber sido defendido con tanta determinación, y Joséphine decía: «Ven, Du Guesclin, esa gente no tiene ni idea».
Debe ser siempre así cuando se ama. Sin condiciones. Sin juzgar. Sin establecer criterios, preferencias.
Yo no era lo bastante buena, ¿verdad? Nunca soy lo bastante buena. No lo bastante, no lo bastante, no lo bastante… Esa cantinela me ha amargado mi infancia, me ha amargado mi vida de mujer y se prepara a sabotear mi amor.
Poco después de la muerte de Iris, había llamado a Henriette. Le había pedido si era posible encontrar fotos de Iris y ella cuando eran niñas. Quería enmarcarlas. Henriette había respondido que sus fotos estaban en el trastero, que no tenía tiempo de ir a buscarlas y ordenarlas.
– Y de hecho, Joséphine, creo que es preferible que no me llames más. Ya no tengo hija. Tenía una y la he perdido.
– Y la rompiente de olas la había aplastado, se la había llevado, la había lanzado a alta mar, hacia una muerte segura. Desde entonces, todo estaba borroso. Perdía pie. Nada ni nadie podía salvarla. Sólo podía contar con ella, con sus fuerzas para poder salvarse.
Esa mujer, su madre, tenía la capacidad absoluta de matarla cada vez. Tener una madre que no te quiere no tiene cura. Te crea un agujero en el corazón y hace falta muchísimo amor para llenarlo. Nunca estás satisfecho, siempre dudas de ti mismo, te dices que no eres agradable, que no vales un pimiento.
Quizás Iris sufría también ese mal… Quizás fue por esa razón por la que corrió hacia esa locura de amor. Lo aceptó todo, lo sufrió todo, él me quiere, decía, ¡me quiere! Creía haber encontrado un amor que llenaba el pozo sin fondo.
– yo, Du Guesclin, ¿qué quiero yo? Ya no lo sé. Sé del amor de mis hijas. El día de la cremación estábamos unidas, con las manos entrelazadas, y es la primera vez que sentí que las tres éramos una. Me gustó esa operación aritmética. Ahora, tengo que aprender a amar a un hombre.
Philippe se había marchado y ahora le tocaba ser la silenciosa. Al partir había dicho: «Te esperaré, Joséphine, ¡tengo todo el tiempo del mundo!», y la había besado suavemente, apartando los mechones de su pelo, como si apartara los mechones de una ahogada.
«Te esperaré…».
Ya no sabía si sabía nadar.
Du Guesclin vio sus zapatillas de jogging y ladró. Ella sonrió. Él se levantó con la gracia de una foca tumbada en un banco de hielo.
– ¡Estás realmente gordo, eh! ¡Tienes que moverte un poco!
Dos meses sin correr, no es extraño que empiece a acumular grasa, parecía decir estirándose.
En la planta de los Van den Brock, se cruzaron con la señora de una agencia que enseñaba el piso. «A mí no me gustaría instalarme en el piso de un asesino, declaró Joséphine a Du Guesclin, ¡quizás no les han dicho nada!». Al dragar el estanque del bosque de Compiégne, los hombres rana habían encontrado tres cuerpos de mujer en bolsas de basura lastradas con piedras. El inspector Garibaldi le había informado de que había dos tipos de víctimas: las que abandonaban en la vía pública y las que tenían derecho a un «tratamiento especial». Como Iris. Estas últimas, en su mayoría, eran «preparadas» por Lefloc-Pignel que las «ofrecía» después a Van den Brock, según un ritual de purificación ideado por los dos hombres. Van den Brock esperaba en prisión que le juzgaran. La instrucción estaba abierta. Había tenido lugar la confrontación con el agricultor y la recepcionista del hotel quienes, ambos, le habían reconocido. Él continuaba negándolo, diciendo que sólo había sido un testigo y que no había podido impedir la locura asesina de su amigo. La noche del crimen había burlado la vigilancia del policía encargado de seguirle, y había entrado en un coche de alquiler que había aparcado a quinientos metros de su casa. ¡Si a eso no se le llama premeditación!, se indignó Joséphine. Además, había dejado su propio coche, a la vista, delante de su casa. El policía no había visto nada. El juicio tendría lugar en dos o tres años. Entonces habría que revivir la pesadilla…
Era otoño y las hojas adquirían un tono dorado. ¡Un año ya! Un año que doy vueltas alrededor de este lago. Hace un año, iba a ver a Iris a la clínica y deliraba, acusándome de haberle robado su libro, a su marido y a su hijo. Sacudió la cabeza para librarse de esa idea, afín con el color negro de los troncos de los árboles desnudos por los primeros fríos. Un año también desde que creí percibir a Antoine en el metro. Era un sosia. Y también hace un año, daba vueltas alrededor del lago temblando al lado de Luca, el indiferente. Empezó a llover y Joséphine aceleró el paso.
– ¡Ven, Du Guesclin! Vamos a jugar a pasar a través de las gotas…
Hundió la cabeza entre los hombros, bajó los ojos para estar pendiente de que los pies no derraparan sobre un pedazo de madera, y no se dio cuenta de que Du Guesclin ya no la seguía. Continuó corriendo, los codos pegados, forzando el cuerpo, forzando los brazos y las piernas para luchar contra las olas, forzando su corazón a tener más músculo y a ser más fuerte.
Marcel le enviaba flores cada semana con una notita, «aguanta, Jo, aguanta, estamos aquí y te queremos…». Marcel, Josiane, Júnior, ¿una familia nueva que no da puñaladas en el corazón?
Cuando se detuvo, buscó a Du Guesclin con la mirada y lo vio muy lejos, detrás de ella, sentado, el hocico apuntando al horizonte.
– ¡Du Guesclin! ¡Du Guesclin! ¡Vamos! ¡Ven! ¿Qué haces?
Dio palmadas, silbó El puente sobre el río Kwai, su canción favorita, golpeó con el pie, repitiendo Du Guesclin, Du Guesclin, a cada golpe de talón en el suelo. No se movía. Volvió atrás, se arrodilló cerca de él y le dijo al oído:
– ¿Estás enfermo? ¿Estás enfadado?
Él miraba a lo lejos y sus fosas nasales se movían con ese ligero temblor que decía «no me gusta lo que veo, no me gusta lo que se anuncia en el horizonte». Ella estaba acostumbrada a sus estados de ánimo. Era un perro delicado que rechazaba el salchichón si no le quitaban la piel. Intentó razonar con él, le tiró del collar, le empujó. Él permanecía allí, testarudo. Entonces ella se incorporó, escrutó la orilla del lago tan lejos como llegaba su mirada y vio… al hombre que caminaba con paso militar, envuelto en bufandas. ¿Cuánto tiempo llevaba sin verle?
Du Guesclin gruñó. Sus ojos se entrecerraron en dos lanzas puntiagudas y Joséphine susurró: «¿No te gusta ése?». Él gruñó aún más fuerte.
No tuvo tiempo de interpretar la respuesta: el hombre estaba ante ellos. Ya no llevaba las bufandas alrededor del cuello y mostraba un rostro regordete, bastante afable. Había debido de abusar de un producto bronceador, porque tenía rayas naranja en el cuello. Mal repartido, mal repartido, se dijo Joséphine, pensando que estaban en noviembre y que aquello era una coquetería inútil.
– ¿Es su perro? -preguntó señalando con el dedo a Du Guesclin.
– Es mi perro y es muy guapo.
El hombre sonrió con expresión divertida.
– No es la palabra que utilizaría para describir a Tarzán.
¿Tarzán? ¡Qué nombre más ridículo para un perro de carácter noble! ¿Tarzán, el hombre en calzoncillos que salta de rama en rama, soltando gritos y comiendo plátanos? ¿Ese prototipo de buen salvaje reinterpretado por Hollywood y por las ligas de la virtud?
– No se llama Tarzán, se llama Du Guesclin.
– No. Le conozco y se llama Tarzán.
– Ven, Du Guesclin, nos largamos -ordenó Joséphine.
Du Guesclin no se movió.
– Es mi perro, señora…
– Nada de eso. Es mi perro.
– Se escapó hace unos seis meses.
Joséphine se sintió turbada. Fue en esa época cuando adoptó a Du Guesclin. No sabiendo qué más decir, dijo:
– ¡No tenía que haberle abandonado!
– No le abandoné. ¡Me lo traje del campo donde vivía la mayor parte del tiempo y huyó!
– ¡Nada prueba que es suyo! No estaba tatuado, ni tenía medalla…
– Puedo presentar testigos y todos le dirán que ese perro me pertenece. Vivió dos años en mi casa, en Montchauvet, calle del Petit-Moulin, 38… Era un buen perro guardián. Unos ladrones lo maltrataron, pero se batió como un león y no pudieron robar nada de la casa. ¡A partir de entonces le bastaba con aparecer para hacer cambiar de opinión a los más decididos!
Joséphine sintió cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.
– ¡A usted le da igual que le desfiguraran completamente!
– Es su trabajo como perro guardián. Lo elegí por eso.
– ¿Y por qué viene usted a pasear por aquí, si vive en el campo?
– La encuentro a usted muy agresiva, señora…
Joséphine se calmó. Tenía tanto miedo de que se llevara a Du Guesclin, que estaba dispuesta a morder.
– Compréndalo -dijo con un tono más conciliador-, lo quiero tanto y estamos tan bien juntos… Yo, por ejemplo, no lo ato nunca y me sigue a todos lados. Conmigo escucha jazz, se tumba de espaldas y yo le froto el vientre, le digo que es guapo y cierra los ojos de placer, y si dejo de acariciarle o de susurrarle cumplidos, roza mi mano dulcemente para que continúe. No puede usted llevárselo, es mi amigo. He pasado momentos muy duros y él ha estado a mi lado en todo momento. Cuando lloraba, él aullaba y me daba pequeños lengüetazos, así que compréndalo, si usted se lo lleva, sería terrible para mí y no podré, no, no podré…
Y entonces la ola habría ganado…
Du Guesclin gemía para subrayar la veracidad y la sinceridad de sus argumentos, y el hombre bajó la guardia.
– Para responder a su pregunta indiscreta, señora, sepa que escribo. Letras de canciones, libretos para óperas modernas. Trabajo con un músico que tiene su estudio en la Muette y siempre que he de encontrarme con él, me concentro antes, caminando alrededor del lago. Es un ritual. No quiero que nadie me moleste. Tengo cierta notoriedad.
Le concedió un momento a Joséphine para que tuviese el placer de reconocerle. Pero como ella no manifestaba ninguna deferencia particular, prosiguió, ligeramente molesto:
– Me tapaba para no ser molestado. No traía nunca a Tarzán conmigo porque temía que me distrajera. Lo perdí en París el día que quise confiárselo a una amiga. Me iba a Nueva York para asistir a la grabación de una comedia musical en Broadway. Huyó y no tuve tiempo para buscarle. Imagínese mi sorpresa al verlo esta mañana…
– Si viaja usted mucho, está mejor conmigo…
Du Guesclin emitió un ligero jadeo que significaba que estaba de acuerdo. El hombre le miró y declaró:
– ¿Sabe lo que vamos a hacer? Yo le hablaré, usted le hablará y después nos iremos cada uno en dirección contraria y veremos a quién sigue.
Joséphine reflexionó, miró a Du Guesclin, pensó en los seis meses que acababan de pasar juntos. Valían lo mismo que los dos años que había sufrido junto al hombre abrigado, ¿no? Y además será una señal, si me elige a mí. Una señal de que soy amable, de que vale la pena acostumbrarse a mí, de que no he sido engullida por la ola.
Ella respondió que estaba de acuerdo.
El hombre se agachó cerca de Du Guesclin, le habló a media voz. Joséphine se alejó y les dio la espalda. Ella llamó a su padre, le dijo ¿estás ahí?, ¿velas por mí? Entonces haz que Du Guesclin no se convierta en Tarzán, el del plátano. Haz que otra vez atraviese la rompiente de olas, que vuelva a la orilla…
Cuando se volvió, vio que el hombre sacaba de un paquete una galletita de naranja, se la daba a oler a Du Guesclin que salivó, dejando caer dos hilos de baba transparente, después el hombre hizo una seña a Joséphine, de que era su turno para hablar con Du Guesclin.
Joséphine lo tomó en sus brazos y le dijo muy bajo: «Te quiero, gordito, te quiero con locura y yo soy mucho mejor que una galleta de naranja. Él te necesita para cuidar de su hermosa casa, de su hermosa tele, de sus hermosas obras de arte, de su hermoso césped, de su hermosa piscina, yo te necesito para que me cuides a mí. Piénsatelo bien…».
Du Guesclin seguía salivando, y continuaba mirando al hombre que agitaba el paquete en su mano para recordarle la galleta prometida.
– No está bien lo que hace -dijo Joséphine.
– ¡Cada cual sus armas!
– ¡No me gustan las suyas!
– No empiece de nuevo a insultarme, si no ¡me llevo a mi perro!
Se volvieron los dos como dos duelistas y avanzaron en direcciones opuestas. Du Guesclin permaneció sentado un largo instante, olisqueando la galleta de naranja que se alejaba, se alejaba. Joséphine no se volvió.
Apretó los puños, rezó a todas las estrellas del Cielo, a todos sus ángeles guardianes colgados del mango de la Gran Cacerola, para que empujasen a Du Guesclin hacia ella, para hacerle olvidar el delicado perfume de la galleta de naranja. Te las compraré mucho mejores yo, gruesas, planas, rellenas, crujientes, heladas, cubiertas, esponjosas, las inventaré sólo para ti. Caminaba, el corazón encogido. No debo volverme porque si no le veré partir, correr detrás de una galleta de naranja, y entonces estaré aún más triste, más desesperada.
Se volvió. Vio a Du Guesclin, que se había reunido con el compositor de melodías para Broadway. Le seguía balanceándose, parecía feliz. La había olvidado. Le miró coger la galleta con la boca, tragársela de un bocado, rascar el paquete para obtener otra.
Nunca seré una mujer amable. No puedo competir siquiera contra una galleta de naranja. Soy penosa, soy fea, soy tonta, no doy la talla, no doy la talla, no doy la talla…
Encogió los hombros y se negó a asistir durante más tiempo al festín de Tarzán, el del plátano. Retomó la marcha a paso lento. Ya no tenía ganas de correr. De rodear, ágil, el agua oscura y los plumeros de bambú. Es absolutamente necesario que descubra razones de peso por las que no me ha elegido, si no voy a ponerme demasiado triste. Si no, la ola me habrá arrastrado para siempre… Habrá ganado.
Primero, no me pertenecía, tenía otras costumbres con ese amo, y la vida está hecha de costumbres más que de libre elección. Además, seguramente tenía ganas de quedarse conmigo, pero ha ganado su sentido del deber. No lo llamé Du Guesclin porque sí. Nació para defender un territorio, es fiel a su rey. Nunca ha traicionado. Nunca se ha cambiado de chaqueta para unirse al rey de Inglaterra. Hace honor a la tradición de su noble ancestro. No he depositado mi confianza en un traidor. En fin, no he respetado la naturaleza del guerrero. Le creí amable y dulce porque tenía la nariz rosa chicle, pero a él le hubiese gustado que le tratase como a un borrachín empedernido. Iba a hacer de él un alfeñique, ¡se ha marchado a tiempo!
Luchaba contra las lágrimas. No llorar, no llorar. Otra vez agua salada, otro naufragio. ¡Basta! Piensa en Philippe, te espera, te lo ha dicho. Ese hombre no lanza mensajes al viento. Pero ¿acaso es culpa mía si me invade la bruma, si todo se descompone antes de llegar hasta mí, si estoy anestesiada? ¿Es culpa mía que una no se cure de golpe, y que tenga que dedicarme a todas horas a curar heridas de la infancia? Du Guesclin me habría ayudado, eso seguro, pero tengo que aprender a curarme sola. Sólo a ese precio se hace una realmente fuerte…
Llegaba al pequeño muelle de alquiler de barcas, cuando escuchó un galope furioso a su espalda. Se apartó para dejar pasar al demente que la atropellaría si no tenía cuidado, levantó la nariz para ver al intrépido y lanzó un grito.
Era Du Guesclin. Corría hacia ella avanzando con sus patas alocadas, desordenadas, como si se muriera de miedo de no poder alcanzarla.
En la boca llevaba el paquete de galletas de naranja.
Fin
<a l:href="#_ftnref24">[24]</a> «Soy la mejor».
<a l:href="#_ftnref25">[25]</a> Las siglas RV son utilizadas frecuentemente en francés para abreviar la palabra rendez-vous, cita (N. del T.).
<a l:href="#_ftnref26">[26]</a> «¡Bien hecho!».
<a l:href="#_ftnref27">[27]</a> La versión inglesa de Pulgarcito (N. del T.).