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Sintió la tentación de pasarse por la embajada de España en Egipto, pero decidió no hacerlo. Todo lo que pudieran decirle ellos, se lo habrían dicho ya a Carlos Nieto. En cuanto a su detención temporal por parte de Kafir Sharif…, era mejor olvidarla. No tenía nada contra ella, salvo que la víctima la había llamado por teléfono. A ella, a un museo español y… ¿a quién más? Había quedado con el hijo de Gonzalo Nieto para cenar. Para eso faltaban todavía poco menos de dos horas. Llevaba la misma ropa que se había puesto por la mañana, a toda prisa, para acompañar al policía hasta su comisaría. No era una cena especial, sólo el momento de compartir dos soledades y quizá rendir un pequeño tributo de amistad al hombre asesinado, pero aun así no se sintió cómoda. Llevaba todo el día sudando y por la mañana no había podido ducharse.
Lo necesitaba.
Detuvo uno de los taxis blancos y negros en las inmediaciones del museo y dio el nombre de su hotel. Ya no trató de orientar al conductor. Al diablo con eso. El taxista se dedicó a contemplarla en todos los semáforos y en todos los embotellamientos, pero de manera discreta. Y además se dio maña, aunque un par de veces estuvo a punto de matara un peatón indisciplinado o pegársela contra otro coche, porque a la que podía se lanzaba a tumba abierta. Una de las frases que Joa conocía en árabe era «ala malek», «más despacio», y aprovechó para decírsela. Las calles de El Cairo eran un clamor de bocinas impacientes y gritos dirigidos a cualquier parte. Y decían que Barcelona o Madrid estaban imposibles.
– ¿Italia? -le preguntó el conductor en una de las pausas.
– No, Kazajstán -fue rápida ella.
Demostró que no tenía ni idea de qué le hablaba porque no volvió a abrir la boca.
Llegó al Le Meridien Pyramids y subió a sus suites pensando exclusivamente en la ducha, así que cuando aterrizó en la habitación sólo hizo dos cosas antes de meterse bajo el agua: la primera, asegurarse de que el mensaje con el cartucho de Tutankhamon seguía en el bolsillo de su albornoz; la segunda, romperlo y reducirlo a minúsculos papelitos.
El agua la liberó del calor y vivificó su piel y su cuerpo.
Se quedó bajo el chorro líquido cinco o seis minutos, con los ojos cerrados y la mente en blanco. Al salir de la inmensa bañera se secó delante del espejo y observó su imagen, su blanca desnudez. El cabello, rojizo sin llegar a convertirla en una pelirroja nata, le llegaba ya por encima de los hombros.
A David le gustaba así.
Lo imaginó allí, con ella.
Sintió sus manos y se estremeció.
¿Por qué hacía todo aquello sola? ¿Por qué no le quería a su lado cuando, aparte de su abuela, era la única persona que tenía y tanto le necesitaba? ¿Se negaba a sí misma la maravilla del amor?
Le había preguntado al hombre del museo de qué tenía miedo, y era la misma pregunta que podía hacerse a sí misma. ¿Miedo de arrastrar a David a lo desconocido? ¿Miedo de que sus poderes fueran en aumento y se convirtiera en un peligro? ¿Miedo de ser, al fin y al cabo, un monstruo, mitad humana y mitad alienígena?
¿Miedo de que, un día, también ella abandonara la Tierra?
¿Acaso la vida no era aprovechar cada momento de felicidad?
– David… -susurró.
El amor, por inesperado, la había sorprendido tanto…
Se obligó a dejar de pensar en él y reaccionó. Primero se secó el pelo. Después se vistió con la misma ropa informal que siempre solía llevar pero más acorde con una cena. Por último se sentó en la cama, alargó la mano y tomó su neceser de viaje.
El cristal estaba allí.
No tenía que haber salido sin él.
Lo sostuvo en su mano. Siempre le maravillaba su poco peso. Una pluma. Volvía a ser de color rojo. Había cambiado a verde al llegar la nave pero después había recuperado su color. Un óvalo alargado y perfecto. Ya no le quedaban dudas de que era una especie de signo de identidad, un código de barras o un chip. Todas las hijas de las tormentas habían aparecido en la Tierra con uno. Todas se lo habían llevado de vuelta…, salvo su madre.
¿Por qué?
¿Por qué se lo dejó a la abuela? ¿Para que lo recibiera ella?
Se preguntó si las otras dos mujeres que, como su madre, dieron a luz en la Tierra también se lo habrían cedido o dejado a sus propias hijas… Como una herencia.
Ella había colocado una cinta de cuero a un viejo camafeo comprado en un mercadillo en cuyo interior el cristal encajaba perfectamente. Así podía llevarlo colgado del cuello, sin separarse de él, como se lo vio a María Paula Hernández, la pintora de Medellín. Esta vez se lo puso.
Se sentía mejor, más protegida y a salvo, cuando lo llevaba encima, aunque ése era su único adorno. Nunca lucía anillos, ni pendientes, ni pulseras o collares. Sólo su reloj. No era coqueta. De adolescente quiso fundirse, diluirse tantas veces…
Sentirse diferente, ahora, seguía turbándola.
Tenía el tiempo justo para llegar a su cita, así que dejó de sumergirse en sus pensamientos, se levantó y miró por la ventana en dirección a las pirámides. Quería visitarlas, sentir aquella emoción. Pero al día siguiente se dirigiría al Valle de los Reyes, atravesando un buen pedazo de Egipto de norte a sur. Las pirámides esperarían.
Llevaban allí miles de años.
Cuando salió del ascensor y atravesó el hall para dirigirse a la calle los vio.
Reaccionaron mal, se quedaron como galvanizados al verla y se pusieron en pie de un salto. Casi chocaron entre sí. Fingían mirar hacia todos lados pero en realidad, aunque de reojo, no le quitaban la vista de encima. El árabe de la mañana no tenía nada que ver con ellos. Estos sí eran policías.
Joa cambió el rumbo de sus pasos y fue hacia donde se encontraban. Los pobres no supieron qué hacer. Ya no pudieron disimular.
– Díganle al inspector Sharif que voy a cenar con Carlos Nieto, ¿de acuerdo? Hotel Cosmopolitan.
No supo si la habían entendido. Ninguno de los dos dijo nada. Pero cuando se dio media vuelta y creyeron que se había alejado lo suficiente, empezaron a discutir echándose las culpas el uno al otro.
El taxista que la devolvió al centro era hablador y conocía las suficientes palabras en inglés como para atormentarla con una conversación en la que ella sólo asintió y sonrió algunas veces, sin que se diera por enterado de que no quería chachara. La dejó en el hotel de Carlos Nieto a las siete y treinta y cinco minutos y nada más cruzar el umbral se lo encontró sentado en una de las butacas del hall. El también llevaba ropa informal, pantalones de hilo y camisa abierta, aunque adecuada para una cena. Incluso se había puesto una liviana chaqueta que le confería un aire de profesor de literatura en una escuela de nivel.
Superaron las primeras trivialidades verbales, los comentarios acerca de su aspecto, y salieron a la calle. Tal y como le comentó al mediodía, por la zona había múltiples restaurantes para todas las opciones. Carlos le preguntó qué le apetecía y ella se limitó a decir que le daba igual. ¿Comida árabe e internacional? De acuerdo. El lugar escogido se llamaba Khan El Khalili.
No hablaron de nada relativo al asesinato hasta después del primer plato: la especialidad de la casa para ella, que consistía en una ensalada servida sobre pan tostado, con pavo turco, tomate y un montón de aditamentos, y moussaka para él, berenjenas, carne, hierbas y gratinado con bechamel. Entonces sí, porque se quedaron sin motivos de conversación. Los habían gastado todos.
– ¿Llevaba tu padre algo de valor encima esa noche?
– No, su reloj, su anillo de casado, su cartera…
– Ni siquiera pretendieron disimular un robo.
– No.
– He hecho averiguaciones sobre eso de las tres dagas
– Joa bebió un largo trago de agua-. Una secta milenaria llamada los Defensores de los Dioses mataba así a los que sentenciaban a muerte. Cada una de esas dagas aniquilaba una parte del cuerpo: la garganta, la cabeza y el corazón.
– ¿Por qué sentenciaron a muerte a mi padre?
– Encontró algo, o vio algo, está claro.
– ¿No te parece muy truculento?
– ¿Lo de la secta milenaria? Es posible. Pero esto es Egipto. Aquí las historias y las viejas leyendas cuentan. Incluso puede que alguien trate de confundirnos con eso. ¿Te ha dicho algo más la policía?
– No.
– Yo he tenido una extraña conversación con un hombre.
– ¿Quién?
– No lo sé. Según él, era un viejo amigo de tu padre y del mío. Me ha dicho que me fuera del país, que estaba en peligro.
– ¿En serio? -se inquietó Carlos.
– Afirma que tu padre le dijo que cuando yo llegara lo entendería, que era la única que podía hacerlo.
– ¿A qué se refería?
No quería contarle nada más. No quería hablarle de extraterrestres o la tomaría por loca. Tuvo que retroceder y atrincherarse en la ignorancia.
– No lo sé.
El camarero les trajo su segundo plato: kebab and kofta, es decir, cordero. Tenía un aspecto inmejorable. Joa lo miró con apetito. Carlos Nieto no. De vez en cuando atravesaba por lagunas de tristeza. Ella se dio cuenta de que lo ignoraba todo acerca de aquel hombre, si estaba casado, separado, soltero… No llevaba ningún anillo. Quizá fuese lo que aparentaba ser. Alguien solitario y anodino. Se sintió incómoda ante sus propios pensamientos.
– ¿A qué hora saldremos mañana?
– Temprano. Quería alquilar un todoterreno pero la distancia es muy larga, más de seiscientos kilómetros; aunque hay una autopista más o menos decente sería un viaje de todo un día, eso sin contratiempos. Hay un vuelo de Egyptair a las ocho de la mañana. Como tú has de cruzar El Cairo hasta el aeropuerto, podemos quedar una hora antes en la Terminal. Ya me he ocupado de los billetes de avión a Luxor.
– De acuerdo, gracias.
Sería un viaje inquietante.
Por lo que pudieran encontrar.
Por la amenaza que, según el hombre del museo, pesaba ahora sobre ella.
Joa se llevó una mano al pecho, allá donde la blusa le ocultaba el camafeo con el cristal en su interior.
– Cuéntame qué haces, qué has hecho, que harás -le pidió Carlos Nieto retrocediendo hasta el comienzo en busca de una conversación trivial.