52030.fb2
Viernes:1
Fue sólo hacia el final del sueño cuando por fin llegó a entender que no había sido tal, sino un recuerdo que acababa de volver a su memoria. Llevaba algo encima de la cabeza, algo que se le pegaba a la cara y le limitaba la visión. No podía respirar. La opresión que notaba en la garganta crecía conforme el peso de su cuerpo tiraba de él hacia abajo. El horror de estar suspendido de un árbol colgando del cuello lo dejó completamente despierto y con los ojos muy abiertos bajo la luz cetrina de un nuevo día. Allí, pendiendo sobre un vacío repleto de hojas, chilló asustado, se inclinó hacia un lado y cayó al agua. Ésta no lo cubrió, pero el corazón le dio un vuelco mientras se incorporaba, atormentado por las imágenes y las sensaciones que lo habían despertado. No obstante, éstas se desvanecieron pronto, cuando la incomodidad física prevaleció. Miró a su alrededor y olisqueó el aire; apestaba. El agua era viscosa y oscura en aquella zona de aguas poco profundas, puntuada como estaba aquí y allí por latas metálicas, otros restos de basura y el cuerpo de una gran rata marrón a la que hizo seguir su camino empujándola con una rama rota.
Se levantó, se alejó de su hamaca y se inclinó para lavar de sus manos y de su ropa una suciedad sólo imaginada. Luego volvió a erguirse y dirigió la mirada hacia la otra orilla. El nivel del agua había descendido un poco durante la noche, pero el embarcadero, los escalones y la pendiente que conducía hacia la casa todavía se hallaban cubiertos.Dirigió la mirada hacia su antigua habitación, allá en lo alto de la esquina. Había alguien en la ventana. Retrocedió. Las hojas se doblaron en torno a él.
Viernes:2
Naia despertó temprano sin que hubiese otra razón para ello que la de que había luz. Fue un despertar delicioso; un ir entrando sin prisas en ese segmento de tiempo entre la noche y la mañana cuando el mundo contiene el aliento, y los mirlos, los petirrojos y los abadejos, y todos esos otros hambrientos buscadores de atención, anuncian su presencia, las noticias y el día. Entonces empezaron a oírse los chillidos y graznidos de las aves acuáticas, y Naia abrió los ojos y, porque había dormido sin correr las cortinas, contempló cómo la luz se arrastraba lentamente a lo largo de las paredes y los reflejos del agua bailaban a través del techo. Durante un rato, mientras estaba tendida allí, fue como si los últimos cuatro meses no hubieran sido más que una ficción de una sola noche. Su madre dormía al final del pasillo y un buen día estaba a punto de empezar.
Pero entonces fue consciente de dónde se hallaba y un súbito sentimiento de pena creció en ella, aunque al instante lo reprimió, para mantenerlo en su sitio. «Esto es lo que hay. Ahora es mi mundo, y podría ser peor. Puedo hacerle frente. Al menos tengo la casa. Al menos está Whitern Rise.» Se concentró en esos tres aspectos positivos, impuso una perspectiva necesaria a su vida tal como era ahora y, de una patada, hizo a un lado el edredón. Se arrodilló sobre la cama para mirar fuera. La ventana estaba abierta, tal como le gustaba que permaneciera por la noche, excepto en los días realmente más crudos del invierno. El aire que dejaba entrar aquella mañana era tan suave y delicado como la mejor de las sedas. Naia reparó en que el nivel del agua había bajado un poco. El mundo iba regresando a la normalidad. A pesar de lo fascinada que se había sentido por los cambios que trajo consigo la inundación, no lo lamentaba. Le gustaba que su mundo fuera normal. Incluso ése.
Todavía no se había movido de la ventana cuando Aldous salió de su escondite y se echó encima un poco de agua en la otra orilla. Naia no tenía ninguna explicación que dar a eso, viendo como veía que estaba completamente vestido, y no buscó una. Lo había visto allí, y eso era lo que importaba. Era extraño que no hubiera reparado en él antes, o, pensándolo bien, que no hubiera percibido ningún movimiento sospechoso por allí. De pronto sintió una gran pena por él. Vivir en los árboles a su edad, igual que un mono. Eso no estaba nada bien.
Él alzó la mirada y, al ver que Naia lo observaba, se apresuró a retroceder. Las hojas se cerraron como un telón alrededor de él. Naia no se movió de la ventana, y pasados unos minutos lo entrevió mientras se movía por la espesura. Lo vio salir de ella y empezar a avanzar a lo largo de la orilla. El sauce entre su esquina y el agua le impidió ver más. A partir de ese punto Aldous podía seguir cualquiera de varios caminos, en tres direcciones distintas a través de los Meadows, o hacia el puente, lo que lo traería al lado del río en el que se encontraba Naia. De pronto, ahora que sabía que él estaba «fuera», le entró curiosidad por ver los dominios del anciano. Se apresuró a ponerse unos téjanos y un jersey, y bajó sigilosamente. En el recibidor se calzó las fieles botas impermeables del abuelo Rayner, subió sin hacer ningún ruido a la ventana de costumbre en la sala alargada y salió por el alféizar.
Viernes:3
Después de haber cruzado el puente y descender una vez más al agua, Aldous siguió el sendero que discurría a lo largo del río en dirección a Whitern Rise. El estrecho camino torcía hacia la derecha justo antes de llegar al muro divisorio del sur, para dejar atrás la puerta de cinco rejas abierta. Aldous vadeó el terreno inundado, con su acostumbrada mirada a lo largo de la carretera, y después de haber dado unos cuantos pasos ya estaba torciendo hacia la izquierda en dirección al viejo cementerio. Una vez en él, constató que todas las tumbas eran visibles de nuevo. El suelo mojado cedía levemente bajo sus pies, pero ya no se hallaba anegado. Una neblina temprana se pegaba a los árboles y los monumentos conmemorativos, deslizándose despacio a través de la hierba empapada. Aldous fue hacia el viejo muro de ladrillo que separaba la casa de lo que había sido campo santo.
El único lugar desde el que se podía divisar claramente Withern en aquella época del año era el otro lado del río, pero esa visión de la casa no tenía nada de impresionante, ahora que los postigos habían desaparecido y la hiedra crecía tan pareja. Además, Aldous veía Withern desde ese ángulo continuamente. Había más satisfacción en observar a través del huerto desde la puerta lateral, puesto que echar un vistazo le costaba un duro esfuerzo desde allí, atisbando por encima de los muros, a través de las ramas enredadas y los huecos en el follaje. Cuando se ponía de puntillas o asomaba la cabeza o se estiraba hacia delante para mirar dentro, volvía a ser un muchacho, a punto de echar a correr por el sendero y abrir la puerta de un manotazo, para ser recibido por su abuela con abrazos acompañados de risillas. Pero su familia ya no vivía allí. Si se le ocurriera ir a la casa y llamar, ¿qué diría a los desconocidos que abrirían la puerta? Incluso si eran unos Underwood, como el señor Knight aseguraba, no eran su hermano pequeño y sus hermanas, su padre y su madre, su tía. Tía Larissa… ¿qué había sido de ella? ¿Qué había sido de todos ellos? ¿Estarían vivos todavía? Y si lo estaban, ¿por qué lo habían dejado en la clínica, dándole la espalda y apartándose de él como si estuviera muerto?
Pero esa mañana no andaba buscando fugaces atisbos de la casa, revolcándose en fragmentos de nostalgia con la esperanza de poder arañar más recuerdos. Su sueño había guardado relación con el árbol que llevaba su nombre. Aldous ya lo había visto lo bastante a menudo desde su regreso, a lo lejos, y más recientemente muy cerca, espiando a través de los arbustos que crecían a lo largo del camino de acceso. A pesar de ello, ahora que tenía una ligera idea del papel que había desempeñado el árbol ese último día, necesitaba volver a verlo.
Por mucho que se pusiera de puntillas y estirara el cuello, era muy poco lo que podía ver del roble desde el cementerio, no obstante. Había demasiadas otras cosas que se interponían entre él y el árbol. Un manzano ocultaba parcialmente el muro. Las manzanas eran pequeñas, todavía no maduras y salpicadas de rocío. Aldous arrancó urta de la rama y la limpió frotándosela en la manga, al tiempo que reflexionaba en que cuando él vivía en Withern había un cobertizo de madera allí, pegado al muro. Entonces, de pronto, se acordó del jardinero y de que éste le mostraba el interior del cobertizo como si fuera el escondite de un tesoro secreto. Allí dentro estaba oscuro, con un intenso olor a moho y tierra, y había telarañas, y macetas de todos los tamaños, y una enorme regadera, y azadones y rastrillos y horcas de jardinería. También recordaba -¡de todas las cosas posibles!- que el coadjutor de la iglesia se había quejado de que el cobertizo quedaba horrible visto desde el cementerio. Finalmente alguien en la casa tuvo que tomar nota de ello y había hecho que lo quitaran, después de lo cual había mandado plantar el manzano allí.
Mordió la manzana. Estaba fría y crujiente, aunque no del todo madura, pero aquel sabor le recordó el de otra manzana, otro día. Rememoró una tarde, cuando tenía nueve o diez años, en la que él y unos cuantos amigos habían asustado a algunas de las reses en Cow Common, aplastado luego la cabeza de un conejo con una piedra en el Coneygeare y, para poner punto final a un buen día, habían entrado por la brecha que había en el seto de la señora Kellaway y arrancado manzanas de su árbol. Mordieron una manzana tras otra y escupieron los bocados, con la esperanza de que ella los vería desde la casa, cosa que hizo. Y de la casa salió, blandiendo un rodillo de amasar y llamándolos de todo. Corrieron como almas que lleva el diablo al tiempo que le tiraban manzanas. Mientras corrían Aldous mordió una, con ganas; le pareció que sabía raro y se detuvo a mirarla. Su mordisco había partido por la mitad a un gusano, y la mitad que quedaba en la manzana aún se retorcía. Entonces la señora Kellaway alcanzó a Aldous y empezó a atizarle con el rodillo de amasar. Él puso pies en polvorosa y logró huir con unos cuantos morados, pero pudo sentir el sabor de aquel gusano durante el resto del día; de hecho, tuvo que transcurrir casi un año antes de que pudiera decidirse a morder otra manzana.
Aldous se apartó del muro y sus ojos se posaron en la única lápida que nunca podría pasar por alto. Se sabía de memoria la inscripción y las fechas, a pesar de que Alexandra Underwood había vivido toda su vida en ausencia de él. Pero esta vez encontró el epitafio cambiado. Era el otro. La manzana que todavía no había madurado se le escurrió de entre los dedos mientras leía lasfamiliares palabras y fechas.
ALDOUS UNDERWOOD
amado hijo y hermano 1934-1945
Había vuelto a suceder. Cuándo, no tenía ni idea. De todos modos, eso no importaba. No realmente.
Viernes:4
Naia abrigaba la esperanza de que no encontraría a nadie con quien hubiera de hablar. Tenía el mal aliento habitual de las mañanas, y ni un caramelo de menta en el bolsillo. Pero parecía estar sola en el mundo: una bendición de aquella hora temprana. Seguía sin haber ni rastro del anciano, y eso a Naia le pareció preocupante, habida cuenta del plan de inspeccionar su hábitat que se había trazado. Él podía sorprenderla cuando estuviera husmeando por allí. De hecho, aunque ninguno de ellos lo sabía, Naia había salido de Withern por la puerta principal justo cuando Aldous pasaba por ella. Ninguno de los dos reparó en la presencia del otro porque él había entrado en una realidad vecina media docena de pasos atrás, mientras pensaba en el sueño de la noche anterior.
Naia fue por la orilla; calculó que el agua estaba al menos diez centímetros más baja que la última vez que había pasado por allí. Tras cruzar el puente largo, echó a andar por la otra orilla y llegó a los primeros árboles de ramas medio deshojadas; una vez allí, titubeó como si se hallara ante una puerta.
– ¿Hola? -exclamó.
Nadie le respondió, aunque eso no significaba gran cosa. Él podía haber regresado mientras Naia iba desde la casa hasta la verja. Sin embargo, decidió arriesgarse.
Sólo se podía entrar allí agachándose hasta casi tocar el suelo, y atravesar la espesura requería un considerable esfuerzo para evitar el complejo entrelazado de ramas, espinas y tallos que intentaban atraparla o herirla a cada paso del camino. El terreno se hallaba inundado incluso allí, un riesgo adicional del que Naia habría podido prescindir. Mientras se agachaba y sorteaba los obstáculos, al tiempo que recibía pinchazos desde todos los lados y el agua se agitaba ruidosamente alrededor de sus botas, de pronto reparó en el canto de los pájaros. Sin embargo, desde aquella posición y tan incómodamente agachada como estaba, Naia no pudo ver ni un solo pájaro, a pesar de que sonaba como si allí dentro hubiera docenas de ellos. Un instante después hubo terminado de pasar, y se incorporó dentro del pequeño claro que Aldous había convertido en su hogar.
Los pájaros dejaron de cantar.
Viernes: 5
Aldous las llamaba «otras vidas». Había tres en total, aparte de la suya. Nunca había sido su intención entrar en ellas: simplemente sucedía, por lo general cuando estaba distraído o soñaba despierto, o se sentía un poco cansado. Un anochecer volvía al bosquecillo como de costumbre y se encontró con que todo rastro de su presencia había desaparecido, hasta la hamaca. Lo primero que pensó fue que algún visitante hostil había sacado todas sus cosas de allí, pero entonces comprendió que en algún momento de los últimos minutos había entrado en una de las otras vidas. No había manera de saber cuándo sucedería. Nunca había ninguna advertencia. El otro día, por ejemplo. El primer día después de que hubiera dejado de llover. ¿Domingo? ¿Lunes? No estaba seguro. Para él los días siempre eran muy similares. Estuvo dando una vuelta alrededor del pueblo, y pasaba por delante de la iglesia cuando sintió la leve sacudida en la boca del estómago que le decía (cuando estaba prestando atención) que había pasado al otro lado. Había tan pocas diferencias en lo que le rodeaba que siguió caminando en la misma dirección. En cuestión de minutos o una hora -no había ninguna duración claramente definida- volvería al sitio al cual pertenecía, así que, ya puestos, tanto daba que siguiera su camino.
Había entrado en el Coneygeare y estaba dejando atrás aquel feo edificio cuadrado con los ridículos balconcitos, los pisos para las personas mayores, cuando vio a unos chicos que estaban haciendo travesuras cerca del puente que planeaba cruzar. Mientras empezaba a subir por él creyó reconocer a uno de ellos, aunque no habría podido decir de dónde. Unos segundos después volvió a suceder. Levantó el pie y cuando lo bajó se hallaba en el mismo puente de su propia vida, y los chicos habían desaparecido.
Nunca había demasiadas posibilidades de confundir las vidas, aunque a veces se veía engañado por un minuto, como el día en que el señor Knight le contó que Eric Hobb había llegado a viejo. Una puerta roja en una casa en una vida podía ser azul en las otras. Unos trabajadores podían estar poniendo ventanas nuevas en un bungalow en tres vidas pero no en la cuarta. Y las personas, que unas veces lo conocían y otras no, porque en la última ocasión se había encontrado con una versión distinta de ellas. No le gustaba hablar con nadie a menos que le dirigieran la palabra. No era tan atrevido, no estaba tan seguro de sí mismo. Hablar con los adultos suponía un gran esfuerzo para él. La mitad del tiempo no tenía ni idea de qué era lo que le estaban diciendo. De hecho, más de la mitad.
Las únicas personas con las que realmente charlaba eran los señores Knight. En dos de las vidas no había señores Knight, a menos que se le hubieran pasado por alto, pero era mejor así. Distinguir a dos costaba menos que distinguir a cuatro. Aldous había hablado durante largo rato con ambos. A veces les había contado lo mismo. En ocasiones, sólo por divertirse, le había explicado una historia completamente distinta a uno de ellos. Cuando hacía eso, luego tenía que ir con cuidado de no cometer ningún error. Si bien a veces no tenía demasiado claro quién pertenecía a cuál de las vidas, nunca le cabía la menor duda acerca de cuál le pertenecía a él. Su vida era la única donde no había una lápida en la que estuviera escrito su nombre.
Viernes:6
Allí dentro olía fatal. Como un lavabo público que no hubiera sido limpiado o desinfectado en meses. Restos de desperdicios flotaban en el agua, y una caja de metal abierta, que contenía fruslerías personales, colgaba de una rama. Naia se fijó en el espejito para afeitarse y las tijeras que descansaban sobre la hamaca. No había pensado en ello antes, pero el anciano no iba muy bien afeitado. No era que fuese exactamente barbudo, pero su rostro distaba mucho de estar rasurado. A juzgar por su aspecto no poseía una navaja de afeitar, y se limitaba a recortarse la barba todo lo cerca de la piel que podía con unas tijeras. Naia no se sentía con derecho a observar las reliquias y detritos de la vida de un hombre, y se disponía a irse cuando se acordó de las cartas que él y su contrafigura en la antigua realidad habían dejado dentro del Agujero de los Mensajes. Habían sido escritas con una máquina de escribir manual. ¿Dónde estaba esa máquina, entonces? Miró un poco por allí, incluso llegó a meter las manos en el agua, pero no pudo encontrarla y decidió que el anciano tenía que guardarla en algún otro sitio.
Nuevamente a punto de irse, Naia se acordó de que hubo un tiempo en que aquella extensión encharcada había pertenecido a Whitern Rise. Quedaba justo en el corazón de los doscientos metros de terreno que el abuelo Rayner había arrendado para salvaguardar la vista desde la casa. El municipio planeaba limpiar los canales de juncos y destinar el terreno a usos públicos. Si Rayner no hubiera arrendado aquel lugar abandonado, el paisaje desde mediados de 1970 hasta comienzos de 1990 habría llegado directamente hasta Withy Meadows, con sus bancos y árboles nuevos, sus puentecillos impolutos, gente que había ido de picnic y perros que corrían. Rayner puso en arriendo su vista preferida por treinta años; justo el tiempo suficiente porque, al final de ese período, los Meadows quedaron ocultos a lo largo de todo el río, ya que se había permitido que el verdor volviese a crecer y floreciera a su antojo.
Naia salió de la espesura para echar un vistazo a la casa. Llevaba mucho tiempo sin verla desde aquel lado. Años. Ver lo poco atractiva que parecía desde allí casi supuso una conmoción para ella. Antes, seguramente, tenía que haber parecido más imponente. No era ni mucho menos tan bonita como siempre se la había imaginado, y también era más pequeña. Era como estar viendo una casa distinta. Desde luego, era una casa distinta a aquella en la que había crecido Naia, pero debería parecer la misma, en todos los aspectos esenciales. Quizá fuera un efecto de la edad. De la edad de ella, no de la de Withern. Desde que su infancia quedó atrás Naia había seguido pensando en la casa, y viéndola, con el aspecto que le había parecido que tenía cuando ella era más joven e impresionable, menos alta. La vista desde aquel ángulo confería una perspectiva distinta al lugar. No la mejor, desde luego. Podía tener unas palabras con Kate acerca de ello. Kate sólo llevaba cuatro meses en WhiternRise, pero lo amaba de una manera tan honesta como absoluta. Naia sabía que se mostraría abierta a sugerencias sobre cómo mejorarlo. En cuestión de cinco minutos probablemente ya estarían hablando de una remodelación completa. Iván alzaría las manos y se embarcaría en su numerito habitual del «¿Tenéis-alguna-idea-de-lo-que-costaría-eso?».
Mientras se agachaba para salir de la espesura, Naia sintió una pequeña sacudida dentro pero, doblada sobre sí misma como estaba, no le dio especial importancia. Al erguirse después de haber salido de allí oyó una especie de palpitar en lo alto. Un enorme disco de un blanco plateado, ligeramente bulboso en el centro, con letras debajo de él que le parecieron árabes, o hebreas, se movía rápidamente a través del cielo. Nunca había visto nada parecido en la vida real, y Naia podría haber seguido mirándolo hasta que el disco se encontrara con el horizonte; sin embargo, continuó andando mientras lo observaba. De pronto, la punta del pie se le enganchó en una raíz, lo que hizo que perdiera el equilibrio y se desplomara hacia delante. Sus brazos se hundieron en el agua, seguidos por sus rodillas.
– ¡Maldita sea! ¡Oh, mierda!
Se levantó, goteando. Cuando volvió a alzar la mirada hacia el cielo, descubrió que el peculiar objeto aéreo se había convertido en un helicóptero.
Viernes:7
Alaric necesitaba información, y la única persona que quizá podía proporcionársela era Alex.
– ¿Quieres saber cosas sobre los Underwood que vivieron aquí en la década de mil novecientos cuarenta? -repitió ella, con cierta sorpresa.
– Sí.
– ¿Por qué?
– Tuvimos que hacer un trabajo en la escuela sobre la vida después de la guerra -dijo Alaric-, y he estado preguntándome cómo eran las cosas por aquí en aquel entonces. Para mis abuelos.
– Entonces tu abuela no vivía aquí. Era una niña y residía en Minnesota.
– Me refiero a la parte de la familia del abuelo Rayner. ¿No estuviste investigando sobre ellos hace algún tiempo?
– Ya sabes que sí. Para el árbol genealógico en el que ya no puedo poner las manos, junto con el álbum.
Alex había pronunciado la palabra «álbum» con cierto énfasis, acompañada de una mirada penetrante. Alaric se mantuvo quieto y trató de no dar señal alguna de haber percibido la velada acusación.
– ¿Puedes contarme algo, entonces?
– Estoy muy ocupada -dijo Alex-. Alguien tiene que hacer esto.
Estaba limpiando los ornamentos de bronce, que, por cierto, abundaban, tanto allí, en la sala del río, como por toda la casa.
– Nadie tendría que hacerlo si no compraras tantísimos.
– Los compro porque me gustan.
– Pues, en ese caso, no te quejes de tener que limpiarlos.
– Hablas igual que tu padre -dijo Alex.
– No hay ninguna necesidad de ofender -exclamó Alaric, y ambos compartieron unas risitas. Luego Alaric añadió-: ¿No puedes contarme nada acerca de ellos, aunque estés tan ocupada?
– No hay mucho que contar. -Alex continuó sacando brillo a los ornamentos-. Tomé unas cuantas notas, uní algunos nombres y saqué a la luz ciertas fechas, pero no lo tengo todo guardado dentro de la cabeza. No obstante, conservo la mayor parte del material. Podrías echarle un vistazo tú mismo.
– Preferiría que tú me contaras lo que sabes, aunque no sea mucho.
– Pues claro que lo preferirías. Porque entonces no tendrías que hacer nada tú mismo. Siempre me ha encantado investigar y leer, pero para ti y tu papá ese tipo de cosas son una lata. Tiene que ser algo relacionado con la masculinidad. O con los Underwood.
– ¿Dónde lo pusiste? -preguntó Alaric.
– ¿El qué? -replicó Alex.
– El material. Tus notas y todo lo demás.
– En el trastero. Dentro de una maleta.
– En el trastero hay un montón de maletas -dijo Alaric-. ¿Cuál de ellas?
– Es una vieja maleta marrón -concretó Alex-; está cerca de la puerta. Lo metí todo en un sobre del tamaño A4. Ante.
– ¿Ante?
– El color.
Alaric subió al trastero y no tardó en dar con la maleta. La abrió. Olía como un museo minúsculo que sólo abriese los domingos, y contenía montones de objetos del pasado que carecían de interés para él. Aunque una cosa sí llamó su atención, un poco al menos: era un recorte de periódico; parecía que alguien lo había dejado caer allí dentro, sin intención. Probablemente había sido Alex.
víctimas del accidente ferroviario se casan
Dos supervivientes de un accidente ferroviario que tuvo lugar en febrero de 2003 van a contraer matrimonio hoy en Stamford.
Ruby Patton, de 27 años, y Bernard Walters, de 32, no se conocían de nada cuando su tren descarriló, causando seis muertes.
Se enamoraron durante las sesiones de ayuda psicológica después del accidente. «El destino quiso que fuera así, supongo», dijo Walters, que es contable.
El sobre que andaba buscando estaba unido mediante una gruesa banda elástica a un libro encuadernado en tela ligeramente más pequeño. Alaric dejó el libro a un lado y abrió el sobre. Dentro había un fajo de papeles que contenían una considerable cantidad de notas y diagramas. La mayor parte de las notas estaban escritas a mano; en mayúsculas, la forma de escribir preferida por Alex.
A pesar de lo fácil de leer que era aquel material, a Alaric le costó bastante localizar la información que andaba buscando. Los nombres de miembros de la familia conocidos desde la década de 1830 hasta la actualidad habían sido consignados en una lista y rodeados con círculos, con líneas rematadas por flechas que conectaban unos con otros. Algunas de las líneas habían sido tachadas porque posteriormente las conexiones resultaron ser falsas. También había numerosas anotaciones en tiras de papel, sobres y postales, cosas como:
Gertrude Caldecott, origen desconocido. Fecha de nacimiento: agosto de 1867, profesora de música. No se ha encontrado nada más, pero se casó con Eldon. Buscar fecha de matrimonio; resto del nombre propio de Eldon.
El interés de Alaric se avivó cuando encontró los nombres Aldous, Ursula, Mimi y Rayner, junto con los nombres de sus padres. Pero fue la fecha de la muerte que se daba para Aldous lo que realmente lo afectó. «¡Santo Dios!» Se acuclilló sobre los talones. No le cabía ninguna duda de que Aldous había muerto debido a su última visita, pero Alex había llevado a cabo aquella investigación entre el otoño del año 2002 y la Navidad del año 2004. La muerte ya era un hecho registrado mucho antes de que Alaric la hubiera causado. ¿Cómo encajaba eso? ¿Cómo podía encajar?
Cogió el libro encuadernado en tela que había estado unido al sobre. Era un diario, escrito en sus dos terceras partes con una letra minúscula y muy precisa. Si las entradas hubieran estado escritas en su idioma, Alaric no habría tenido paciencia para leer una página entera. Como todas estaban escritas en francés…
L'eau est grise et bleue, large comme un bras de mer. -Un rayon blanc, tombant du haut ciel, anéantit cette comédie.
… No intentó leer ni una sola frase. Pero dentro de la cubierta delantera encontró varias hojas que habían sido escritas en su idioma mediante un procesador de textos. Ni siquiera éstas le interesaban realmente -había demasiado material que investigar-, y se disponía a volver a guardarlas en su sitio cuando Alex dijo, por encima de su hombro:
– Son traducciones de algunas de las entradas hechas por mi amiga Maureen.
Alaric dio un bote.
– ¿Cuánto hace que estás aquí?
– Acabo de entrar. Pensaba que me habías oído.
– Pues no, la verdad -dijo Alaric-. ¿Quién es Maureen?
– Mi profesora de francés en el College. Supongo que lo domina, puesto que lo enseña, pero para ella nuestro idioma… ése es otro cantar. Me entiendes, ¿no?
– Creía que tú hablabas francés.
– Lo suficiente para traducir ciertas partes de un menú o un letrero de la calle, pero la cosa termina ahí. Maureen habría hecho más, ¿sabes? Dijo que lo encontraba fascinante, pero dejó de dar clases cuando le concedieron el permiso por maternidad y pensé que se encontraría bastante ocupada. Esto fue escrito -añadió Alex, arrodillándose junto a Alaric y tocando la cubierta del diario con las puntas de los dedos- por Marie Underwood, la esposa francesa de tu bisabuelo, quien tuvo la amabilidad de cederte una parte de su nombre.
– No hacía falta que se molestara. ¿Contiene algo interesante?
– Depende de qué sea lo que estás buscando.
– Cualquier cosa relacionada con el año 1945. Junio, digamos.
Alex le dirigió una mirada interrogativa.
– De pronto concretamos, ¿eh?
Alaric respondió con una evasiva.
– Bueno, ese año me suena vagamente. Algo que oí. De tu boca, tal vez.
– No recuerdo haberlo mencionado -dijo Alex-, pero en junio de 1945 hubo una gran tragedia en la familia.
– ¿Cuál? -preguntó él inocentemente.
Alex cogió las páginas de la traducción y comenzó a examinarlas en busca de una referencia que le había venido a la cabeza. Cuando la encontró, leyó en voz alta:
– «Lunes 18 de junio. Han pasado cuatro días. La casa está silenciosa. Los niños permanecen callados. L. dice que se irá la semana que viene. Mejor, digo yo. Alaric pasa hora tras hora sentado en la sala del río, o se está quieto debajo del maldito árbol, de pie sobre los últimos centímetros de agua. ¿Cómo va a superar esto? ¿Cómo lo superará ninguno de nosotros?»
– ¿Eso es todo? -preguntó Alaric en cuanto Alex se calló.
– Todo lo que es relevante, sí.
– ¿No dice qué sucedió?
– No. Probablemente se sentía incapaz de describirlo. Pobre mujer. Mis investigaciones revelaron que su hijo mayor murió en alguna clase de accidente, pero no dispongo de más datos. Su tumba está en la parte de atrás del cementerio. Junto al muro, si es que quieres verla.
Junto al muro, pensó él. Igual que la tuya.
– ¿Puedo tomar prestadas estas notas?
– Claro -dijo Alex.
Alaric recogió las páginas de la traducción y dejó a Alex, todavía arrodillada, examinando cosas dentro de la maleta. Subió a su habitación. Una vez en ella, cerró la puerta, arrojó las páginas sobre la cama y fue a la ventana lateral desde la que se divisaba el jardín sur. No pudo ver el árbol Genealógico; había demasiadas lágrimas en sus ojos.
Viernes:8
La noche anterior Naia se encontraba demasiado agotada para examinar el álbum familiar recuperado, y esa mañana su primera idea al despertar había sido visitar la guarida de Aldous. No obstante, ahora disponía de tiempo, de modo que sacó el álbum de debajo de su cama y fue directa a la cubierta posterior. Esperaba ver allí el árbol genealógico de la familia Underwood, pero encontró… nada. «Tiene que haberse soltado», pensó, y retrocedió unas cuantas páginas, con la esperanza de que alguien lo hubiera metido entre ellas. En vez de eso, halló una página vacía tras otra, precedida por foto tras foto de Alaric en lugar de ella. Se sentía decepcionada, pues aquél no era su álbum, y a la vez asombrada: ¿por qué estaba el álbum en el lugar donde lo encontró? Lo único que se le ocurrió fue que Alaric había ido allí en algún momento del día anterior con la esperanza de encontrarse con ella y poder enseñárselo como un objeto de interés. Alaric, al descubrir que Naia no se encontraba allí, había metido el álbum entre las ramas y luego se había ido a explorar, pero antes de que pudiera volver a recogerlo se había visto proyectado de regreso a la realidad de la cual había partido (en la que Naia se negaba aunque sólo fuese a pensar como «la realidad de Alaric»)
Examinó el álbum desde el principio, fascinada al ver todas aquellas fotos en las que hasta ahora sólo se había visto a sí misma. Pero, cuán triste, llegar al final. En las últimas fotos, obviamente, no había ninguna pista de que un mundo de caras sonrientes terminaría al final de una página, después de lo cual ya sólo habría vacío e inexistencia. Naia pensó en su propio álbum. I labia desaparecido misteriosamente, pero todavía conservaba las páginas que había sacado de él, las que contenían fotos de una Alex que, para todos en esa realidad, había muerto antes de que se las hicieran. Alaric podía alegrarse de aquellas fotos. Si las tuviera, y las añadiese a su álbum familiar, ya no tendría por qué esconderlo. De todos modos, Naia no pensaba separarse de ellas.
Metió la mano debajo de la cama y buscó la carpeta. Sentada en el suelo con las piernas cruzadas, fue examinando las hojas sueltas que, unos días antes de que ella y su madre se separaran para siempre, le había visto unir a la última remesa del servicio de revelado. Si se las dejaba a Alaric nunca más volvería a verlas. ¿Como cuánto de justo sería eso? Ahora Alaric se encontraba en mejor situación que ella. Mucho mejor. Por otra parte…
Por otra parte, podía escanearlas. Si lo hacía, entonces tendría una copia más o menos aceptable de ellas. Estaba sola en la casa; era el momento perfecto. Fue a la habitación que Iván llamaba su despacho -de hecho, era una de las habitaciones de invitados, la más pequeña-, conectó su ordenador y el escáner, y puso manos a la obra.
En veinte minutos había escaneado todas las fotos que necesitaba y transferido las imágenes a un DVD. Como copia de seguridad, creó una carpeta protegida por una contraseña de acceso en su archivo personal dentro del disco duro. Ni siquiera eso bastó para disipar su reticencia a desprenderse de los originales, pero al final decidió dar el paso decisivo y puso las páginas en el álbum de Alaric. Luego quitó todas las fotos en las que figuraba ella, seis en total. Alaric tendría un problema a la hora de explicar los huecos, pero mejor eso que tratar de encontrar una razón convincente por la que, en algunas fotos, él tuviera el pelo tan largo, luciera lápiz de labios o llevara un vestido.
A pesar de que las había copiado en el disco duro y en un DVD, desprenderse de las fotografías no era tarea fácil. Cierto, su madre, su querida madre perdida recuperaría sus fotos, pero no habría nada de Naia presente en ellas. Nada que sirviera de estímulo a la memoria de su mamá, que le hiciera pensar por un solo instante en la hija que había traído al mundo y con la que había estado tan unida durante más de dieciséis años.
Pero entonces se le ocurrió otra idea. No era ninguna maravilla, aunque contribuiría un poco a aliviar su tristeza al renunciar a las páginas. Naia escribió un mensaje a su madre en media docena de notas autoadhesivas, sólo tres cortas líneas, siempre idénticas, y luego las pegó en los espacios donde habían estado sus fotos. Sabía que serían lo primero en lo que se fijaría Alaric y que las quitaría, pero el acto de escribir las palabras y ponerlas en el libro que estaba destinado a que tocaran las manos de su madre la animó un poco. Naturalmente, cabía la posibilidad de que Alaric creyera que el mensaje iba dirigido a él, pero… bueno. Pensar en ello hizo que Naia sonriese.
Ahora lo único que tenía que hacer era devolver el libro a Alaric. Lo cual significaba la realidad de 1945, donde lo había encontrado. Donde él lo buscaría, sin duda.
Empezó a llover poco antes de que estuviera lista para irse; era una de esas suaves lloviznas que, por lo general, tanto le gustaban; pero se había lavado el pelo un rato antes, y la lluvia se lo dejaría todo ondulado, así que se puso el chubasquero y guardó el álbum dentro. Luego se subió la capucha, se encaramó al alféizar de la ventana y bajó al agua.
Viernes:9
Aquel día no leyó ninguna más de las traducciones del diario de Marie Underwood. Alaric no era un gran lector, ni siquiera por una buena causa. Además, no podía estarse quieto. El jardín tiraba de él. El árbol Genealógico. Llevaba todo el día evitando salir, pero a última hora de la tarde ya no pudo seguir resistiendo el impulso. Poco a poco, al principio a cierta distancia del árbol, fue moviéndose alrededor de él en una serie de círculos cada vez menores. Hoy no tenía ninguna intención de tocarlo, y ni siquiera pensaba subirse a él. Si se encaramaba al árbol éste podía mandarlo de regreso al día siguiente a la muerte de Aldous. Para aquel entonces, ya habrían encontrado su cuerpo y lo habrían bajado del árbol, pero allí estarían ocurriendo cosas de las que Alaric no quería formar parte.
Una pregunta le vino a la mente. Si había visitado un año que era anterior a su nacimiento, y ese año era tan actual para sus habitantes como el suyo lo era para él, ¿qué era el pasado si no otro presente? ¿Iban desprendiéndose fragmentos de historia que luego continuaban existiendo por siempre, inmutables, como burbujas cerradas de existencia? Pequeñas eternidades, podría decirse. Quizás hubiera muchas de ellas, un gran número, algunas conectadas a otras por el equivalente a cuerdas invisibles, o agujeros en el tiempo, a través de las décadas, tal como este junio parecía estar conectado con el de 1945. Pero ¿no convertiría eso también a aquel mes, o una parte de él, en una pequeña eternidad? De ser así, ¿por qué? ¿Y por qué estaría conectado con ese año y ese mes en concreto? ¿Porque algo similar había ocurrido en ambos? ¿Qué? Habida cuenta de que Whitern Rise existía en ambos junios, sólo se le ocurría otra gran similitud: la inundación. Pero en 1947 también había habido inundaciones, mucho peores, así que ¿por qué este hoy no se encontraba conectado con ese año? Quizá la inundación por sí sola no bastaba para unir a dos pequeñas eternidades. ¿Qué más había que pudiera producir ese resultado, entonces? El único otro acontecimiento notable que tuvo lugar en Whitern Rise en junio de 1945, que él supiera, había sido la muerte del joven Aldous Underwood. Pero no había habido ninguna muerte similar este junio, en este Withern. Tenía que estar pasando por alto algo.
Alaric, sumido en sus cavilaciones, apenas reparó en el minúsculo destello, como un rayo de sol que da en una ventana cuando pasas corriendo junto a ella. No pudo evitar darse cuenta, sin embargo, de que ahora ya no estaba de pie en el agua sino sentado en el árbol, entre una profusión de hojas. Hojas más brillantes que aquellas bajo las que se encontraba sólo unos segundos antes.
Viernes:10
La transferencia desde el árbol de Naia hasta el de Aldous había sido tan rápida y carente de esfuerzo como la de Alaric, aunque a diferencia de él Naia estaba preparada para ver cómo se producía. Allí, en el árbol, esperó durante un total de casi veinte minutos con el álbum familiar metido dentro de su chubasquero. Veinte minutos que le parecieron cuarenta. Allí estaba ella, en un Whitern Rise de hacía seis décadas, sin tener ni idea de cuánto tiempo más podría quedarse, y lo único que hacía era permanecer sentada sin hacer absolutamente nada.
Se bajó al agua. También aquí estaba un poco menos alta. Naia se agachó para ver todo lo que pudo de la casa, pero no percibió ningún movimiento en ninguna ventana. Absolutamente ninguna señal de actividad. De hecho, reinaba una atmósfera extrañamente inmóvil y silenciosa en toda la propiedad.
Pero entonces oyó un tenue sollozo. Siguió la pista del sonido hasta la cabaña cubierta de tierra cercana a la cocina, que ahora sabía era uno de los refugios Anderson utilizados durante la guerra. Cruzó el espacio entre el árbol y la cabaña moviéndose lo más deprisa que pudo. Como ahí no estaba lloviendo, dejó que la capucha de su chubasquero cayera hacia atrás. Cuando llegó al refugio, se detuvo y escuchó. La hoja de cuero colgaba sobre la entrada, así que no podía ver quién estaba llorando dentro. Era una voz joven, ligeramente ronca. Apartó uno de los lados del cuero. Dentro no había luz, pero los sollozos se detuvieron de inmediato. Naia apartó un poco más el cuero, y la luz incidió en el delgado rostro del joven Ray; estaba sentado con el cuerpo inclinado encima de un banco o alguna clase de mesa, apenas fuera del agua. El chico la miró con grandes ojos enrojecidos.
– Vete.
– Sólo soy yo -dijo ella afablemente.
– Que te vayas.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué lloras?
Ray extendió la mano y le quitó el cuero de entre los dedos, para regresar a la penumbra y excluir a Naia, pero ésta acercó la boca al cuero.
– Me llamo Naia -susurró, articulando su nombre con mucha claridad para que Ray no lo confundiera con ningún otro.
– Me da igual -replicó la voz ahogada de él.
– Algún día no te dará igual -dijo ella.
– Déjame en paz. -Ray se puso a llorar de nuevo.
Naia deseó poder darle un abrazo, secar sus ojos, averiguar qué era lo que tanto lo afectaba, calmarlo mejor de lo que lo estaba haciendo. Pero no tenía ningún derecho a hacer tales cosas aquí. Probablemente, de todos modos, no sería nada. Ray era muy joven. Probablemente su madre lo había reñido por alguna travesura y ahora se compadecía de sí mismo. Con todo, le habría gustado reconfortarlo. Recordaba las veces que el abuelo Rayner la había sentado sobre sus rodillas cuando ella era pequeña. No le gustaba nada verla disgustada y se desvivía por hacer que se sintiera mejor cuando Naia se encontraba un poco triste. El abuelo Rayner era un hombre bajito y asmático, y su pecho silbante se lo había hecho pasar muy mal durante sus últimos años, pero incluso entonces casi siempre estaba de excelente humor y era capaz de ver el lado bueno de las cosas. Le gustaba leerle en la cama. A veces se inventaba una historia sobre la marcha. O cantaba alguna canción cómica. El abuelo Rayner, bendito fuese. Cómo le gustaba cantar.
Naia, que aún guardaba en el chubasquero el álbum familiar, siguió caminando y dejó atrás el gallinero; se sentía observada por una hueste de ojos invisibles. Finalmente llegó a la cobertura parcial de un grueso seto de espinos a cuyas flores blancas parecía estar yéndoles muy bien pese a las alteraciones causadas por la inundación. Allí, sintiéndose menos expuesta a las ventanas de arriba de la casa, recorrió el jardín con la mirada. Quizá nunca volviera a haber otra oportunidad de verlo así, y quería grabar aquella imagen en su memoria. Había un pequeño cobertizo de madera junto al muro del cementerio, donde ella estaba acostumbrada a ver un manzano, y ciertas partes del jardín parecían tener una forma distinta debido al emplazamiento de los matorrales y los arbustos que empezaban a emerger del agua. El invernadero en el centro del huerto de la cocina le sonaba. Ellos no tenían un invernadero, pero Naia estaba casi segura de que recordaba uno de cuando era pequeña. ¿Qué había sido de él? ¿Podía haber sido ese mismo invernadero, condenado a caer finalmente dentro de medio siglo a partir de ahora?
Continuó escrutando el jardín desde el seto. Su mirada se sintió particularmente atraída, como lo había sido antes, por los muchos árboles que había en el jardín sur, y la variedad de ellos. En el jardín sur de su experiencia sólo había un árbol; el resto de ellos seguían siendo planos y vacíos, más bien carentes de alma. Ese jardín sur se hallaba lleno de árboles, y qué gran diferencia suponían. Naia no entendía mucho de árboles, pero además del manzano y el peral, con la cuerda de la hamaca extendida entre ellos, reconoció un olmo y tres abedules plateados. Más allá, al fondo y justo dentro del muro divisorio, un par de ejemplares de hoja perenne, tan altos y oscuros como hermosos, se alzaban como enormes árboles de Navidad de los tiempos antiguos. Muchos de aquellos árboles habrían seguido allí en su época si, lin par de años después de la guerra, Withern no hubiera sido vendido a unos bárbaros que prefirieron tener una pista de tenis. Lástima.
– ¿Señorita? ¿Oiga? ¿Quién es usted? ¿Qué la trae por aquí?
Naia salió del seto, sintiéndose culpable. Un hombre, alto y de mediana edad, que calzaba unas botas impermeables muy parecidas a las suyas, se asomó por el hueco de la puerta abierta de la cocina. Era ancho de hombros y tenía un aspecto tirando a hosco.
– Estaba… buscando a Aldous.
Un extraño cambio tuvo lugar en el hombre. Se agarró al quicio de la puerta como para no perder el equilibrio y abrió la boca. Sin duda iba a responder, pero no lo hizo; entonces dio un paso atrás y, tras cerrar la puerta, regresó a la cocina inundada. Mientras contemplaba la desnudez de la puerta, Naia cayó en la cuenta de que había percibido algo familiar en el hombre -la abundante cabellera gris, la nariz de puente muy marcado, la anchura de la mandíbula- y se acordó de que el señor Knight le había contado que su padre fue jardinero en Withern. Bueno, ya lo había conocido, y no había quedado demasiado impresionada.
Se subió la capucha del chubasquero y enseguida se sintió menos vulnerable, menos visible. Cruzó rápidamente el jardín inundado, impaciente por poner cierta distancia entre su persona y la casa.
Viernes:11
Era como estar sentado dentro de una caverna verde. No podía ver nada más allá de ella, pero Alaric sabía muy bien dónde estaba y creía saber cuándo. Había estado allí mismo ayer, justo antes de descubrir al chico que se debatía por su vida debajo de él. Había otras cosas que lo tenían confuso, sin embargo. ¿Cómo había ocurrido? ¿Por qué había sido transportado o arrastrado hasta allí cuando ni siquiera estaba en su propio árbol?
Buscó con la mirada el álbum familiar que había dejado en las ramas ayer, pero no lo encontró. ¿Había trepado alguien al árbol y se lo había llevado? ¿Había caído a través de las ramas dentro de…?
Notó que algo se movía más abajo de la masa de hojas que lo separaba del agua. Se quedó quieto y escuchó con gran atención.
Un mirlo asomó a través del follaje, no vio ninguna amenaza en Alaric y saltó a la rama. El hizo como que no lo veía, y el pájaro pareció dispuesto a ignorarlo a su vez, con tal de que no hiciera nada brusco o extraño.
El mirlo incluso toleró que Alaric apartase las hojas con cautela para tratar de ver quién o qué estaba allá abajo, pero cuando la rodilla le resbaló y sus manos buscaron a tientas algo a lo que agarrarse, el pájaro se elevó, para alejarse ruidosamente entre las hojas. Hubo un movimiento recíproco abajo, seguido por un grito ahogado. Alaric consiguió crear un agujero para espiar, y miró por él. Un chico colgaba de la rama inferior suspendido por el cuello. ¡Aldous! ¡No estaba muerto! Pero la bolsa de polietileno volvía a cubrirle la cabeza. Una vez más se hallaba suspendido de ese muñón de rama por la cinta de plástico, manoteando por su vida. ¿A qué diablos estaba jugando?
Bueno, ahora no había tiempo para pensar en eso. Se agarró al tronco con una mano, se abrió paso a través de las hojas con las piernas por delante y fue tanteando con los pies hasta que éstos encontraron un apoyo adecuado. Luego descendió y avanzó a lo largo de la rama hasta que se encontró acurrucado encima del frenético muchacho. Aldous alzó la mirada hacia él; tenía los ojos desorbitados por el terror, y el polietileno se pegaba a su boca jadeante, mientras una mano trataba en vano de arrancar la cinta de plástico de su cuello. Alaric no sabía qué hacer primero, si arrancar el polietileno y dejar que Aldous recibiera un poco de aire, o subir al chico hacia él agarrándolo por el cuello para liberarlo. Finalmente Alaric, casi doblado sobre sí mismo, extendió la mano. Sus dedos decidirían en el instante del contacto.
Estaba a escasos centímetros de rozarlo cuando, con la más leve de las sacudidas y una súbita confusión de la luz del día, se encontró tratando de agarrar la nada, inclinándose sobre el agua debajo de su propio árbol, y Aldous llevaba sesenta años muerto.
Viernes:12
El agua del sendero se mezcló con la del jardín cuando Naia agarró el gran aro de hierro y tiró de la puerta de paneles verdes moviéndola hacia atrás. Recordaba una versión astillada, anterior, de aquella puerta. Seguiría hallándose presente hasta mediados de la década de los noventa, cuando se prescindiría de ella en favor de una puerta más ligera que, tres o cuatro años después, sufriría un episodio de vandalismo y se vería sustituida, a su vez, por una puerta mucho más parecida a ésa, pero azul.
Entró en el sendero, cerró la puerta tras ella y se encontró, por primera vez, más allá del entorno un tanto distinto del Whitern Rise de 1945. Al igual que con el jardín, las diferencias eran escasas pero perceptibles; la principal de ellas era el par de casas del siglo XVII que habían sido demolidas antes de que Naia naciera, para hacer sitio al terreno de juegos en el que ella había saltado a la comba y jugado a la rayuela durante sus años de escuela primaria. Las casas no habían tenido nada especial y no eran particularmente bonitas, de modo que no hubo muchas protestas cuando desaparecieron. Los inquilinos habían sido bien compensados y adecuadamente realojados. Lo que Naia no sabía era que la de la izquierda era el hogar del señor Knight al que acababa de conocer, de su insegura esposa Clarice, y de su joven hijo, quien, dentro de muchos años, le daría un gatito blanco al que ella pondría el nombre de su doble del sexo masculino de otra realidad.
Naia, que aún llevaba el álbum familiar de Alaric metido en su chubasquero, subió por el camino en dirección al pueblo, curiosa por ver cuál era el aspecto que tenía ahora. La guerra en Europa acababa de terminar. La misma guerra que ella había tenido que investigar para escribir exhaustivamente sobre ella en un reciente trabajo escolar. Entonces el período le había resultado de lo más aburrido, pero ahora que se encontraba en él quería ver y experimentar hasta el más insignificante de los detalles. El señor Ackley, su vehemente profesor de Historia, habría dado un brazo para estar allí, donde Naia.
Desde fuera, el edificio principal de la escuela, de mediados del período Victoriano de ladrillo rojo y grandes ventanales, era idéntico a aquel al que había ido Naia desde poco antes de su duodécimo aniversario. Dentro había sido distinto, sin embargo, todos aquellos años antes. Naia extendió la mano hacia el pestillo de la puerta, con la intención de mirar por un par de ventanas y ver qué aspecto tenía una auténtica clase de la década de 1940.
– ¡Señorita! ¡Por aquí!
Volvió la mirada hacia la voz. Un hombre tocado con un sombrero de pana marrón estaba de pie junto al seto al final del camino.
– Hmmm… ¿Sí?
– No se mueva.
– ¿Qué?
Pero esta vez realmente no había ninguna necesidad de preguntar. Naia vio un trípode de madera puesto en el agua, con una cámara de aspecto anticuado colocada encima de él que se disponía a hacer una foto del sendero inundado, la escuela, ella.
– No se mueva, por favor.
Naia se apartó de la puerta y fue hacia el hombre. No tenía que ocurrir. Se suponía que ella no debía estar allí. Abrió la boca para decir al hombre que no hiciera la foto y alzó la mano para taparse la cara.
El obturador hizo clic.
– ¡Una fotografía que dejará constancia de la inundación! -explicó el hombre-. La semana que viene podrá verla en el periódico. -Sacó el trípode del agua y juntó las patas-. ¿Por casualidad no será usted de Whitern Rise?
Naia no podía hablar. No podía pensar. ¡Las implicaciones de aquella foto, lejos de su tiempo!
– Fue algo terrible. Pobre chico. Pobre familia.
– Lo siento, yo no… -balbuceó Naia.
– Espantoso. Espantoso.
El fotógrafo se alejó, con el trípode goteante apoyado en su hombro igual que un rifle, y se encaminó por el sendero que dentro de cinco años estaría bordeado por las casas que construiría el ayuntamiento. Mientras lo veía alejarse, Naia pensó: «No pasa nada. Nadie reparará dos veces en ella. Sólo será otra foto. Olvídala.»
Se olvidó de la escuela y echó a andar por la calle del pueblo. Si no hubiera estado anegada, se habría dado cuenta de que no había líneas blancas pintadas a lo largo del centro de la calzada ni tampoco una amarilla, sencilla o doble, debajo de cada bordillo; en cualquier caso, las diferencias eran poco importantes. Durante los años que transcurrirían entre ese día y el tiempo de ella, ningún edificio a aquel extremo de la calle cambiaría demasiado. No obstante, cuando ya había recorrido cierta distancia, las pequeñas disparidades se hicieron evidentes. La tienda que en su Eynesford vendía periódicos, revistas y artículos de papelería ahora lucía el cartel «Wm. Forrest, Comestibles», y enfrente, al otro lado de la calle, una puertecita azul permanecía cerrada junto a un modesto escaparate encima del que un delicado letrerito rezaba «J. Lee, Pan y Pasteles recién hechos cada día». A Naia le habría gustado entrar allí y averiguar si el pan recién hecho sabía distinto en la década de 1940, pero no disponía de la moneda adecuada, o de la cartilla de racionamiento que podía necesitar para obtener la barra más barata. A pesar de todo, se acercó un poco más, pero un letrerito escrito a mano que estaba clavado a la puerta le dejó claro que, de todos modos, no habría podido comprar gran cosa.
Los hornos no funcionan debido a la inundación, así que lo siento,
pero no hay pan
Naia acababa de leer el aviso cuando una pequeña sacudida y un cambio de atmósferas compactaron seis décadas en un par de parpadeos. Ya no estaba contemplando la panadería de J. Lee sino hileras de bicicletas tras la luna de un escaparate del Eynesford en el que no le quedaba más remedio que residir en el momento actual. De manera igual de repentina, se encontró tan débil, tan increíblemente débil, que no tenía ni idea de cómo iba a arreglárselas para volver a casa.
Viernes:13
Esta vez Alaric se encontraba tan agotado que pensó que iba a morir si no se acostaba pronto. Se quitó las sandalias de un par de patadas en la sala alargada y dejó un sendero de pisadas húmedas hasta el piso de arriba. En el cuarto de baño, mientras se secaba las piernas con un cansancio infinito, pensó: «Casas la mitad de grandes que ésta tienen dos cuartos de baño. Nosotros no. En un bucle del tiempo, ahí es donde vivimos nosotros.»
Iba hacia su habitación, tanteando el camino como si buscara una sombra en la pared, cuando Alex lo vio desde abajo.
– Alaric, ¿qué diablos…?
Corrió hacia él, cargó con su peso y lo ayudó a llegar a su habitación, sin parar de hacerle preguntas durante todo el trayecto.
– No le des tanta importancia. Me encuentro bien -consiguió decir él, pero Alex no se quedó nada convencida.
– Voy a llamar al médico.
– Es viernes por la tarde -dijo él con un hilo de voz-. No hay consulta.
– ¡No! -exclamó Alex-. ¡Maldición!
Lo acostó en su cama y, muy preocupada, se inclinó sobre él.
– ¿Hay algo que quieras decirme?
– No es nada. De veras.
Alex le tocó la frente con el dorso de la mano.
– ¿Puedo traerte algo?
– Una buena dosis de paz y silencio estarían muy bien -respondió Alaric.
– Estaba pensando en algo de beber.
– Adelante. Sólo cierra la puerta al salir.
Alex fue al piso de abajo, mucho más alarmada de lo que había dejado entrever. No se le ocurría ninguna razón para que Alaric estuviera así; se sentía inútil, incompetente. Una buena madre seguramente sabría qué era lo que andaba mal, y qué debía hacer al respecto, pero ella no tenía ni la menor idea. No podía presionar a Alaric, porque si se entrometía demasiado en su vida quizás él se mostrase más reservado aún. En cualquier caso, eso siempre había estado a punto de ocurrir, hasta hacía poco. Durante las últimas semanas Alaric había sido un chico diferente: más animado y afectuoso que en ningún otro momento desde la escuela primaria. Ella lo había atribuido a la madurez.
Pero ahora… si él había estado haciendo algo para…
No. Alex no quería ni pensar en eso. No se atrevía a hacerlo.
Esa vez Alaric no durmió, a pesar de que el sueño era cuanto su cuerpo anhelaba. Había ocurrido algo que exigía toda su atención.
Lo único de lo que podía estar seguro era de que no había sido transferido al día después de que encontrara a Aldous colgando del árbol, sino al mismo día, el mismo momento. Eso planteaba un problema que parecía imposible resolver. Si era el mismo día y el mismo momento, ¿por qué no se había encontrado a sí mismo allí? Y, ya puestos a pensar en eso, ¿por qué, ayer, no se había encontrado compartiendo una rama con el Alaric de hoy? Sólo una explicación parecía probable. Aldous no debería haber muerto, y a él se le había dado una oportunidad de hacer que las cosas fuesen como debían ser, en otra realidad. Si lo había conseguido esa vez, el muchacho habría vivido allí, sin sospechar jamás que no era eso lo que había hecho en otro lugar.
Y, sí, lo había conseguido.
Alaric ya había fracasado en dos ocasiones a la hora de evitar la fatalidad que él mismo había causado sin darse cuenta. En ambas ocasiones se había visto bruscamente alejado antes de que pudiera conseguirlo. ¿Alejado? ¿Qué lo había sacado de allí? ¿Qué lo había enviado allí? Era como si dos fuerzas incompatibles estuvieran compitiendo entre sí para estabilizar, cada una a su manera, ese punto del año 1945; esa pequeña eternidad. Una quería que él impidiese que Aldous muriera antes del momento en que le correspondía hacerlo; la otra lo sacaba de allí tan pronto como podía, porque él no pertenecía a ese período.
Empezó a pensar en ello. Si había entrado dos veces en el mismo momento del tiempo, y por dos veces no había conseguido salvar al chico, quizás habría una tercera oportunidad. Y de pronto, quiso tener otra oportunidad. Aquellos pequeños viajes en el tiempo no le estaban haciendo ningún bien a su salud, pero fuera cual fuese el coste que ello tuviese para él, sabía que si se le presentaba la oportunidad tenía que hacer un tercer intento de salvar a Aldous. Se lo debía. Sí, realmente se lo debía. Y la próxima vez estaría preparado. La próxima vez no se quedaría sentado entre las hojas mientras las primeras escenas de la muerte se representaban debajo de él.