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Cuando Rayner Underwood era un muchacho podía ir al embarcadero de Withern y mirar a izquierda y derecha y no ver nada aparte de una impenetrable masa de follaje y troncos inclinados. Por aquel entonces el río se hallaba recubierto de nenúfares, coronados por flores amarillas y blancas, a través de los cuales las pequeñas embarcaciones encontraban serias dificultades para avanzar. Rayner tenía siete años en el momento de la tragedia, nueve cuando se fueron de allí. Detestó el sitio al que se mudaron, un edificio prefabricado, pequeño y feo, con un minúsculo patio carente de árboles y ningún río que quedara a menos de una hora yendo a pie. Echaba terriblemente de menos Whitern Rise. Había nacido allí. Había dado sus primeros pasos allí y allí había tenido sus primeras caídas y disgustos, sus primeras Navidades, Pascuas y cumpleaños. Había oído sus primeras canciones allí, de los labios de su padre. Hasta que empezó a ir a la escuela, Withern fue la totalidad de su mundo. A los catorce años, Rayner juró que haría que ese mundo regresara a las manos de los Underwood tan pronto como fuera posible conseguirlo.
Poco después de haber cumplido los dieciséis se fue de casa para empezar a trabajar como ayudante de Garrod Nesbit, un comerciante de libros antiguos en Trinity Street, Cambridge. Su patrono, que no tenía hijos, falleció en 1959 y legó a Rayner el pequeño y lúgubre local al que le gustaba llamar su tienda: Anticuariana de Garrod (Libros). No era un negocio que proporcionara demasiados beneficios, y en el curso normal de las cosas Rayner nunca habría llegado a hacer fortuna allí; pero en 1961 conoció a dos damas que andaban buscando comprador para un volumen con varios siglos de antigüedad que había llegado a sus manos hacía poco. Dicho librito, escrito a mano en una lengua con la que él no se hallaba familiarizado y profusamente ilustrado, era conocido por el nombre del comerciante al que había pertenecido desde 1912. Rayner vio enseguida el potencial del Manuscrito Voynich y se lo vendió, a través de contactos, por 24.500 dólares al comerciante de libros raros Hans P. Kraus de Nueva York. La venta no sólo le proporcionó sus buenos ingresos en concepto de intermediación sino también uno o dos párrafos de celebridad menor, de los que luego sabría sacar provecho cuando buscaba financiación para la compra de Whitern Rise. Esos párrafos también le trajeron a Betty Joyce Arnott, de St. Paul, Minnesota; aquella mujer, de cabellos tan negros como el ala de un cuervo, acababa de descubrir, a sus veintiún años de edad, la poesía de su abuelo, E. C. Underwood. Ambos se trasladaron a Whitern Rise en septiembre de 1963 y contrajeron matrimonio la primavera siguiente.
El único revés en esa nueva fase de la vida de Rayner asomó su amenazadora cabeza en 1964 cuando el consejo parroquial de Stone anunció que los canales llenos de juncos iban a ser drenados, modificados y ajardinados para que sirvieran como un lugar de recreo público. Horrorizado por la perspectiva de perder la magnífica y extraña vista que tenía desde Whitern Rise, Rayner consiguió adquirir suficientes fondos adicionales para arrendar, por un período de treinta años, los doscientos metros de orilla cenagosa que había enfrente de la casa.
Con la vista así asegurada, el siguiente punto de su agenda fue el roble en el jardín sur. Recordaba demasiado bien aquel horrible día, hacía ya veinte años, en que su hermano mayor había padecido el terrible infortunio bajo sus ramas. Pensar en ello aún lo hacía estremecer. Rayner pasó revista a sus opciones. ¿Debería cortar el árbol? ¿Bastaría su desaparición para diluir el recuerdo de aquel espantoso episodio? Al final decidió que el árbol debía desaparecer e hizo los arreglos necesarios, pero la mañana en que tendrían que haber empezado los trabajos se lo volvió a pensar. El árbol había estado allí durante seis décadas, haciéndose cada vez más alto, llenándose de hojas y aproximándose a la madurez. Era parte de Whitern Rise. Además, era todo lo que quedaba de los árboles del jardín sur, pues la familia que había sido dueña de la casa desde la década de 1940 los había cortado. No, el roble tenía que seguir donde estaba. Pero había algo que él podía hacer, algo muy simple pero que tal vez aliviara el dolor que Rayner sentía cuando la gente hacía algún comentario sobre la grandeza y majestuosidad del roble: podía cambiarle el nombre. Y así lo hizo. A partir de ese día ya no se refirieron a él llamándolo el roble de Aldous, sino el árbol Genealógico.
Noviembre 2011