52030.fb2
Domingo: 1
Las lluvias habían sido más intensas de lo que predijeron los expertos de cabellos rubio ceniza y habían durado más de lo esperado; el río había crecido y se había salido de su cauce, y como consecuencia de ello, se produjo la peor inundación en medio siglo o más. Los contratistas empezaron a recorrer la zona inmediatamente provistos de sacos de arena que, bien apretujados contra las puertas, mantenían a raya toda el agua, salvo por pequeñas filtraciones. En Withern Rise había dos puertas principales y tres cristaleras. Todas se hallaban selladas, pero nadie se acordó de las puertas del garaje hasta que ya era demasiado tarde. Cuando Iván pensó en ellas, el agua ya había entrado en el coche, e Iván estaba convencido de que éste nunca volvería a funcionar. Según los noticiarios de la televisión local, las compañías de seguros ya se estaban preparando para hacer frente a las reclamaciones que las iban a «inundar». El chiste divertía a los presentadores, que sonreían a dúo tras la mesa que compartían.
– Bastardos presuntuosos -masculló Iván.
Pero la lluvia había cesado por fin, en algún momento de la noche, y Naia, feliz de poder estar fuera de la casa por primera vez en días, hizo fotografías del jardín anegado antes de partir calzando las viejas botas impermeables de color verde del abuelo Rayner. Rayner no había sido un hombre alto, y tenía los pies pequeños, así que Naia a duras penas podía ponérselas, y le apretaban los dedos de los pies, pero al menos la mantenían a salvo del agua, que le llegaba a la altura de las piernas. Quería ver aquel nuevo «paisaje» desde el puente peatonal que se elevaba como un largo arco iris desprovisto de color y muy próximo al suelo para unir el Coneygeare inundado con los Meadows sumergidos. Con aquellas botas, subir la cuesta le resultaba bastante dificultoso, pero el panorama que se divisaba desde lo alto hacía que mereciese la pena: un gran mundo de agua puntuada por arcas con tejas y chimeneas, los campanarios flotantes de las iglesias, grupos de árboles sumergidos. No logró ver desde el puente Withern, sobre todo por causa del enorme sauce, lleno de hojas, que se alzaba en el extremo sur del embarcadero. Pero le encantó contemplar una pareja de cisnes que pasaban junto a él en un sereno deslizarse.
No había ningún bote de remos vacío en el río de Naia. No entonces.
Domingo:2
Alaric nunca había conocido una satisfacción semejante. Durante cuatro meses había aguantado sin quejarse por nada, sin anhelar o desear ni una sola vez algo más de lo que tenía. Ahora ya no iba por ahí con los hombros encogidos, frunciendo el ceño y hablando con dureza al mundo. ¿Por qué debería haberlo hecho? Lo mejor de todo, el auténtico gran premio, era que volvía a tener consigo a su madre. Bueno, o prácticamente consigo. Durante largos períodos de tiempo, era capaz de olvidar que ella había dado a luz a Naia y no a él. No obstante, la ocupación anterior de aquella vida por Naia le planteaba unos cuantos problemas. El cerebro de Naia albergaba los recuerdos que se esperaba estuvieran presentes en el de él: conversaciones, incidentes, chistes, sonidos y visiones compartidas. Había habido un montón de miradas raras y cejas enarcadas por parte de sus profesores, de Alex e Iván, de sus amistades, pero generalmente podía superarlas sin excesiva dificultad.
Su relación con sus amigos era curiosa, incluso para él. En especial para él. Parecía como si no hubiera puesto los pies en aquella realidad antes de febrero; eso por no hablar de que había sido absorbido dentro de ella de tal modo que ahora todo el mundo se comportaba como si él siempre hubiera estado allí, y los chicos lo consideraban su compañero de juegos y diversiones sin recordar que anteriormente no habían conocido a nadie llamado Alaric. No habrían tenido ninguna clase de relación con Naia, o con ninguna chica, excepto obligados o a menos que ella fuese una «lanzada» como Bonnie la Bicicleta… Uno o dos podían haberse encaprichado de ella -Davy Raine, por ejemplo-, pero lo más probable era que la mayoría de ellos se pusiera a silbar burlonamente mientras Naia pasaba a su lado, o levantara un puño para darse con él en el hueco del brazo al tiempo que intercambiaban miradas despectivas.
Naia. Nunca estaba muy lejos de sus pensamientos. Era la gemela que le habría gustado tener. Si hubieran sido gemelos de verdad habrían discutido lo suyo, pero luego siempre lo habrían arreglado de alguna manera antes de que la cosa llegara a ser demasiado grave, tal era la sintonía que había entre ellos. Naia era más animada que él, con una sonrisa más pronta y un carácter más vivaz y alegre, y sin embargo en los aspectos más importantes eran iguales. Pero no eran gemelos. En cierto modo, debido a sus circunstancias intercambiadas, ahora eran enemigos. No había sido ésa la intención de Alaric, pero había tomado posesión del mundo de ella, literalmente, y hoy lo ocupaba como si hubiera nacido en él. Naia ya no tenía un lugar allí. Pero Alaric abrigaba un temor secreto, que a veces lo despertaba por la noche bañado en un sudor frío: soñaba con que Naia pudiera encontrar un modo de regresar allí y volver a tomar posesión de su vida; era un miedo recurrente que obviaba durante largos períodos de tiempo, pero que nunca llegaba a superar del todo.
Ahora que la lluvia había cesado, quería salir y experimentar las nuevas condiciones. La cuestión era cómo se suponía que iba a atravesar un jardín anegado, e ir más allá de él. Las únicas botas impermeables lo bastante altas para ello eran las viejas del abuelo Rayner, pero le quedaban demasiado pequeñas, así que sólo podía ponerse… pantalones cortos y sandalias. ¡Sandalias! ¿Qué diablos estaría haciendo él con sandalias en aquella realidad? Con todo, servirían a su propósito. Sentiría el frío del agua en las piernas, pero eso era algo que podía aguantar durante un rato.
Le habló de su intención a Alex. La llamaba «mamá», tal como esperaba ella que hiciera, pero en su mente utilizaba otro nombre. Nunca había hecho aquello con su verdadera madre. Del mismo modo, también llamaba «papá» a Iván sólo cuando se dirigía a él. Alaric había tratado de superar aquel último pequeño obstáculo en la aceptación, pero por el momento no había sido capaz de conseguirlo. Con el tiempo, quizá.
– Muy bien, pero mira por dónde vas -había dicho Alex cuando él le habló de su intención-. Una persona puede ahogarse en cinco centímetros de agua, ya sabes.
– No te preocupes, mamá. Ya casi he cumplido los diecisiete.
– Da igual los años que tengas. Todavía podría ocurrir.
– Te prometo que no me ahogaré -dijo Alaric-, ¿de acuerdo?
– No pensarás ir al pueblo, ¿verdad?
– Iba a ir al puente largo, para ver qué aspecto tiene todo por allí.
– En ese caso, no me iría nada mal que fueras a ver al señor y la señora Paine y me trajeras unas cuantas cosas.
– Pero, mamá, eso queda en dirección opuesta yendo desde el puente…
– De acuerdo -dijo Alex-. Ya saldré luego.
Alaric titubeó. Ella quería que fuese a la tienda del pueblo. ¿Cómo podía negarse? Hubo un tiempo en el que habría podido hacerlo, antes del accidente que se la había arrebatado, pero no ahora que ella había vuelto. Ahora ya no podía negarle nada.
– ¿Qué es lo que quieres? -preguntó.
Ella se puso muy contenta.
– He hecho una lista.
Alaric la siguió a la cocina, donde Alex le entregó una lista de cosas, cuatro de las cuales o pesaban lo suyo (detergentes y tinte para el cabello) o abultaban bastante (rollos de papel higiénico y papel de cocina).
– ¡No puedo cargar con todo esto!
– Bueno, pues al menos así dispondremos de lo que puedas traer. Me alegraré de tener un poco de detergente. Si no hago pronto una colada decente no tendremos nada que ponernos.
– ¿Qué más da? -dijo él-. No vamos a ir a ninguna parte mientras las cosas estén así.
– Tampoco se trata de eso.
– Pues a mí me parece que sí.
Era cierto que no iban a ir muy lejos mientras persistieran las condiciones creadas por la inundación. Carecían de medio de transporte, Iván no podía abrir la tienda porque la High Street de Stone estaba anegada, las clases a las que asistía Alex en el College se habían cancelado y la escuela de Alaric permanecía cerrada temporalmente. Eso último no lo entristecía demasiado, porque significaba que, por el momento, no tenía que preocuparse por los temidos exámenes. Creía estar haciendo bastante buen papel en ellos -muchísimo mejor de lo que lo habría hecho en su antigua realidad, donde había vivido envuelto en una neblina de resentimiento y autocompasión-, pero eso no significaba que estuviera disfrutando de ellos.
Dado que las puertas exteriores estaban bloqueadas por los sacos de arena, no le quedaba otro remedio que salir por una ventana que estuviera a la altura del suelo. Cuando se disponía a hacerlo, oyó a Alex, que hablaba a su espalda.
– Volveré a repasarlo todo -dijo-. Estoy decidida a encontrar esa foto del álbum. Su paradero es un auténtico misterio.
– Buena suerte -le deseó Alaric, al tiempo que pasaba una pierna por encima del alféizar y bajaba al agua.
Domingo:3
Aldous recordaba haber dado largos paseos por el jardín y el pueblo con el abuelo Eldon, el brazo extendido hacia arriba para cogerle la mano. La palma del abuelo Eldon era como terciopelo al tacto. En aquel entonces habían tenido una cabra: un hermoso ejemplar blanco llamado Fio. Como se le permitía corretear a su antojo por todas partes, Fio había hecho un trabajo excelente a la hora de impedir que la hierba llegase a crecer demasiado; sin embargo, puesto que se lo comía prácticamente todo, habían tenido que proteger con un cercado las hortalizas y las flores del jardín. También Fio se sentía muy unida a Eldon Underwood y se encaminaba trotando en su dirección cada vez que lo veía. Cuando él y su nietecito iban a dar una vuelta por el jardín, Fio mantenía una celosa distancia, y un buen día, cuando ya no pudo seguir conteniéndose por más tiempo, cargó sobre Aldous desde atrás, lo alzó con los cuernos y lo mandó volando al sendero de grava. Eldon, lleno de furia, encerró a la cabra en el cobertizo. Al día siguiente, unos hombres vinieron y se la llevaron. Aldous lo sintió mucho; nunca se había atrevido a acercarse demasiado al hermoso animal, pero le encantaba verlo travesear por el jardín, mordisqueando todo lo que quedara a su alcance, irguiéndose sobre las patas traseras para llegar a un matojo de hojas o bayas o arbustos espinosos. En cualquier caso, hacía mucho tiempo ya de eso. El abuelo Eldon había muerto cuando Aldous tenía cinco años.
Si Eldon Underwood todavía hubiera estado en el mundo, a buen seguro habría acompañado al pueblo a su hijo y su nieto mayor en busca de provisiones, encantado con la aventura de poder remar hasta allí. Su hijo se llamaba Alaric Eldon, algo que todos sabían, pero su esposa y sus hijos, algunos de sus empleados y la mayoría de los comerciantes lo llamaban A. E. Puesto que había nacido en Whitern Rise y había crecido al lado del río, a A. E. Underwood le había parecido lo más natural convertirse en constructor de embarcaciones. Había empezado como aprendiz en J. Rickees e Hijos de Eaton Fane, pero durante los últimos catorce años había tenido su propio pequeño astillero justo al lado del río desde Whitern Rise.
El bote que iban a llevar al pueblo no era uno de los mejores hechos por A. E., pero navegaba bien y cumplía su función. Era, no obstante, demasiado ancho para que pudiera pasar por la esclusa lateral, así que fueron remando por el canal hasta la entrada principal. Remar cuando normalmente habrían tenido que andar los divertía. Sin embargo, la madre de Aldous no se habría sentido nada feliz. Llevaban viviendo en el piso de arriba desde que el agua entró en la casa, y Marie Underwood, mirando hacia abajo desde el descansillo con ojos llenos de desesperación, no había dejado de preocuparse por los daños. Todas las habitaciones de abajo se hallaban inundadas; las alfombras, el mobiliario y el papel de pared se echarían a perder. A. E. era tan consciente de ello como cualquiera, pero era un hombre jovial que sabía hacer frente sin inmutarse a la mayor parte de las tribulaciones domésticas. Algunos habrían dicho que se lo podía permitir. Su astillero nunca había tenido más trabajo que durante los últimos cinco años, gracias a los generosos contratos gubernamentales para las pequeñas embarcaciones.
Hoy, la vista desde la puerta, por lo general una gran extensión de terreno comunitario conocida como el Coneygeare, no mostraba nada de tierra y se reducía a agua puntuada por embarcaciones similares a la suya. No podían pasar por alto la posibilidad de navegar por el Coneygeare.
– ¡Señor Knight! -gritó A. E. al ocupante de otra embarcación-. ¿No le parece que ya va siendo hora de que se cuide un poco de mis pastos?
El otro hombre rió.
– ¡Necesitaré un equipo de submarinismo, señor!
Su patrono torció el gesto.
– ¡No espere que sea yo quien le consienta todos los caprichos, caballero!
Y las dos embarcaciones pasaron la una junto a la otra sin excesivo buen humor.
Domingo:4
Desde la cumbrera del puente, Naia contempló el gran lago que cubría Withy Meadows a su izquierda, engullía el río ante ella y se extendía a través de todo el Coneygeare a su derecha. Era impensable, pues, adentrarse en los Meadows, donde había lugares en los que el agua llegaba tan arriba que los bancos habían quedado reducidos a tiras de madera flotante, en tanto que los árboles más bajos y jóvenes carecían de troncos. A pesar de todo, se sintió tentada de vadear el terreno a través del Coneygeare. Empezó a bajar por la pendiente del puente, siguiendo la dirección por la que había llegado, pero se detuvo a mitad del camino, proyectando ante ella una posibilidad que parecía distar muy poco de la certeza. Cuando se quedaba inmóvil, o andaba por campo abierto, Naia tenía un aspecto poco menos que elegante, con sus hombros anchos, su impresionante estatura y su larga cabellera leonada. Los chicos la admiraban; hasta que la veían cuando se daba prisa por algo, sobre todo al correr, un momento en el que sus brazos se negaban a permanecer próximos a sus costados y sus piernas se convertían en un par de zancos mal unidos. Vadear una extensión de agua tan grande de pronto le pareció demasiado arriesgado. Incluso midiendo bien los pasos, seguramente perdería pie en algún punto y se caería de bruces en el agua, o hacia atrás, con los brazos agitándose, para luego levantarse tosiendo y con el pelo en los ojos y la ropa pegada al cuerpo, la dignidad hecha pedazos. Continuó descendiendo por el puente y, en vez de vadear el río, se volvió hacia casa; sin embargo, cuando llegó a la puerta de Withern se dio cuenta de que no le apetecía volver a meterse entre cuatro paredes tan pronto y siguió adelante, para luego torcer a la izquierda después de haber dado unos cuantos pasos, en dirección al viejo cementerio que seguía una línea paralela junto a la casa.
El cementerio, estando ligeramente elevado como estaba, se había visto menos afectado por la inundación que muchas otras parcelas de la zona. Todas las tumbas que no se encontraban por encima del suelo quedaban debajo del agua, pero cada piedra, lápida y monumento conmemorativo eran claramente visibles salvo por unos cuantos centímetros en la base. Naia hizo algunas fotografías; sin embargo, cuando el objetivo se volvió hacia la pared que describía la linde este de Whitern Rise, guardó la cámara. Allí, debajo de aquel viejo muro expuesto a la intemperie, se hallaba la tumba en la que había pasado mucho tiempo intentando no pensar. Una gran parte de la lápida quedaba oculta por la hiedra, y las malas hierbas habían crecido alrededor de ella desde su última visita hacía un par de meses. Avergonzándose de sí misma por haberla descuidado, Naia se inclinó sobre la lápida y arrancó la hiedra; luego sacó del agua las malas hierbas y las arrojó a un lado, llena de ira. «¿Cómo se atreven a crecer aquí?», pensó. Pero mientras trabajaba para limpiar la zona, la ira que sentía dio paso a una emoción muy distinta, y cuando se incorporó, sus ojos, al igual que la tumba, se hallaban anegados. Un instante después las lágrimas empezaron a brotar de ellos cuando se dejó dominar, los hombros temblándole, como hacía muy rara vez fuera de su habitación, por la tristeza de su situación, la horrible injusticia de todo.
Durante cuatro meses interminables había pasado cada día haciendo frente a la horrible consecuencia del fatal capricho del destino que la había precipitado al interior de aquella falsa realidad. Falsa para ella, en cualquier caso. Era real para todas las otras personas que había allí las pocas que Naia conocía, los miles de millones de seres a los que no conocía-, como su realidad original lo había sido para ella. Allí, más allá de todo contacto o alcance, su madre aún vivía. Aquí, yacía bajo aquella lápida, aquellas aguas, aquellas malas hierbas ansiosas de crecer. La separación había sido tan rápida, y tan total, como inesperada, y no había forma de invertir las cosas, de regresar a como todo era antes. El mero horror de aquello ya era bastante grave, pero, además, Naia se sentía culpable. Culpable de no haber dicho a su madre durante los últimos días que la quería, o de no haberle mostrado la clase de afecto que, en circunstancias familiares normales, podía arrancarle una sonrisa llena de ternura en los momentos de silencio. A veces, la sensación de culpa dolía casi tanto como la misma pérdida.
En aquellos tres últimos meses, Naia había llorado mucho en privado, mientras en público había fingido en infinidad de ocasiones para disipar cualquier sospecha de que ella podía no ser la persona por la que la gente la tomaba. Lo que más la entristecía de su vida aquí, aparte del distanciamiento, era que no había nadie con quien hablar sobre las cosas que realmente importaban. Había hecho varios amigos, con algunos de los cuales no había mantenido una relación de amistad en la antigua realidad, o ni siquiera conocido. Uno o dos de ellos se consideraban como «buenos amigos», del modo en que realmente lo habían sido sus contrafiguras. Naia representaba su papel ante éstos, pero siempre con cierta reserva (que, de vez en cuando, merecía alguna queja), pues sabía, aunque ellos lo ignoraban, que hasta febrero ni siquiera habían oído hablar de ella.
Recuperar el control de sí misma le exigió un esfuerzo supremo, pero mientras hacía desaparecer de sus ojos las últimas lágrimas con un rápido parpadeo, Naia se dio cuenta de que ya no estaba completamente sola. Tras mirar a su alrededor, vio cómo una figura vestida de negro, un anciano, se volvía en el sendero lleno de agua bajo los escalones. Naia lo conocía. Le había hablado en una ocasión, en aquel mismo lugar, su primer día completo dentro de esa realidad; también entonces tenía los ojos llenos de lágrimas. Él le había dicho su nombre, y éste careció de sentido para ella hasta que, algún tiempo después, Naia consiguió aceptar el hecho de que su vida había sido alterada hasta volverse del todo irreconocible, y de que cualquier cosa era posible ahora, absolutamente cualquier cosa, hasta lo inimaginable.
Domingo: 5
Tras hacer la compra y entregarla a Alex, Alaric fue a pasear con algunos de los muchachos. El y Mick Chilton eran los únicos que llevaban pantalón corto. Los demás no hacían concesiones a la inundación y preferían tener que cargar con ropas mojadas a parecer que les disgustaba la incomodidad. Uno de sus amigos allí era Gus O'Brien, quien creía conocerlo desde que tenían seis años. Si había habido un Gus O'Brien en la realidad anterior de Alaric, nunca habían llegado a conocerse. Aquí incluso los amigos que eran esencialmente los mismos se hallaban ligeramente cambiados, no en apariencia sino en algunas de sus pequeñas manías, actitudes, hábitos. Alaric había conocido a un Davy Raine y un Paul Kearley en la antigua realidad, pero el Davy actual soltaba muchos más juramentos, y ese Paul tenía una especie de tic nervioso en el ojo izquierdo que el otro Paul (cuyo padrastro no pillaba borracheras y nunca le pegaba) no tenía. El nuevo Mick Chilton no se diferenciaba mucho del antiguo, pero los recuerdos que guardaba Mick de las cosas que habían compartido mientras crecían eran meras ficciones para Alaric. En su realidad anterior, Chilton había sido una figura bastante periférica, con distintos compañeros. Allí, Leonard Paine había sido el mejor amigo de Alaric, pero aquí no había ningún Leonard Paine. ¡Ningún Len Paine! ¡Ningún Lenny! En la antigua realidad, el señor y la señora Paine, que regentaban la tienda en los dos Eynesford, tenían tres hijos, de los cuales Len era el mayor. Al igual que Len previamente, Shallan estaba en su clase. Len y Shallan Paine: contrafiguras de él y Naia. Alaric imaginaba que eran tan poco conscientes el uno del otro como lo habían sido él y Naia antes de que sus caminos se cruzaran por primera vez en el segundo aniversario de la muerte de su madre.
Alaric, distraído por pensamientos como aquéllos, no había estado prestando atención a la pelea en la que Paul y Mick acababan de enzarzarse. No obstante, reparó en ella cuando arremetieron el uno contra el otro, cayeron sobre el agua juntos, se hundieron y luego salieron a la superficie debatiéndose e intercambiando puñetazos. Entonces Mick sujetó el cuello a Paul en una presa de brazos y le sumergió la cabeza en el agua. La habría mantenido allí si los demás no los hubieran separado. Después de eso se calmaron y empezaron a buscar otras diversiones.
Eran demasiado mayores para usar el terreno de juegos, pero no había niños pequeños, y tampoco había ningún adulto que pudiera crearles problemas. Además, para su manera de ver las cosas la inundación se había llevado consigo muchas de las viejas reglas, al menos por un tiempo. Así que hicieron girar el tiovivo y saltaron a él, armaron un buen chapoteo en los sube y baja, y se deslizaron por el tobogán para sumergirse en el agua y luego volver a la superficie tosiendo, jadeando y con los ojos llorosos.
– ¡Miradlo! -dijo Gus de pronto.
Todos se dieron la vuelta. Era el anciano al que Alaric había visto por primera vez al otro lado del río desde su dormitorio en su realidad anterior, y un par de veces desde entonces, aquí. Dos variaciones del mismo hombre, obviamente. La razón por la que lo señalaba Gus no era sólo que perteneciese a una generación mucho mayor (con lo que estaba maduro para que se burlaran de él) sino que, vadeando el Coneygeare más o menos en dirección hacia ellos como estaba haciendo, su gabán flotaba alrededor de él como una gran capa negra.
– Viejo lunático -dijo Mick.
– Está chalado -dijo Davy.
– ¿Quién es? -preguntó Alaric, mostrando menos interés del que sentía.
Nadie lo sabía, y a nadie le importaba. Un par de ellos lo habían visto por la zona, pero eso era todo.
Debido a que un adulto se estaba aproximando, por mucho que se tratase de un excéntrico como aquél, Davy, Paul, Mick y Gus volvieron a lo suyo con un poco menos de ímpetu y clamor que antes. Alaric fue a uno de los columpios y empezó a balancearse en él, con los talones rozando el agua mientras no le quitaba el ojo de encima al hombre conforme éste se acercaba. ¿Adónde se dirigía? Seguramente no pretendía pasar por el puente, para adentrarse en los Meadows, que estaban completamente anegados. Sin embargo, poco después resultó obvio que sí iba hacia el puente. Cuando pasó a veinte metros de los chicos, miró en su dirección.
– ¿Qué está usted mirando? -gritó Paul.
– ¡Largo de aquí! -chilló Mick.
– Desgraciado -dijo Gus, en un tono más bajo.
Si se sintió ofendido, el anciano no lo dejó ver. Alzó una mano como dirigiéndose a un grupo de compañeros y empezó a subir por la pendiente. Sólo llevaba recorrida una corta distancia, no obstante, cuando se detuvo y, medio volviéndose, miró a Alaric. Sólo a él, no a los demás. Mick se dio cuenta.
– Se ha encaprichado de ti, Al. Viejo pervertido…
El hombre continuó puente arriba, y entonces fue cuando se dieron cuenta, uno por uno y por sí solos, de que ya no estaban disfrutando de la ocasión de hacer gamberradas, del agua y de la compañía. Era hora de separarse. Paul, Mick y Davy escalaron la pequeña valla del terreno de juegos, yendo del agua al agua.
– ¿Vienes? -dijo Gus a Alaric.
– Sí.
Mientras seguían a los demás a través del terreno inundado, Alaric miró atrás. El puente estaba vacío. El hombre había desaparecido. Se detuvo como si acabaran de abofetearlo.
– ¿Qué pasa? -preguntó Gus.
– Ese hombre…
Gus miró y también se quedó atónito.
– ¿Eh?
Desde allí podían ver la totalidad del puente, y una gran parte de los Meadows en la otra orilla. Veinte segundos antes, el hombre ni siquiera había llegado a la mitad del camino y, sin embargo, ahora no había ni rastro de él. No había ningún sitio, absolutamente ninguno, al que pudiera haber ido.
Alaric se inclinó para mirar debajo del puente.
– Quizá se haya caído.
– Qué va -dijo Gus-. Los lados son demasiado altos para nosotros, de modo que un tipo de su edad no podría subir ni media pierna hasta esa distancia.
Una vez dicho eso se encogió de hombros -¿a quién le importaba lo que pudiera haber sido de él?- y siguió a los demás. Alaric también los siguió, pero más despacio. No conseguía quitarse de la cabeza con tanta facilidad aquel pequeño número de desaparición. Tuvieron que transcurrir varios minutos antes de que su mente dejara de darle vueltas. Hasta mucho más tarde, en la cama, cuando aquel hecho regresó para obsesionarlo.
Domingo: 6
El agua que había entrado en la casa y llegado hasta el último rincón de la planta baja emanaba un olor que habría podido ser más agradable, pero la nariz de Marie era la única que se sentía ofendida por él. Los niños apenas si se percataban del olor, y padre no tenía nada que decir al respecto. A. E. había metido en la casa un pequeño bote encerado dentro del que iba remando por la sala y las habitaciones de la planta baja al mismo tiempo que recogía los distintos objetos, provisiones y adminículos requeridos por su esposa. En la diminuta embarcación sólo había espacio para él y unas cuantas cosas cada vez, las cuales entregaba a las manos que se extendían hacia él desde la escalera. A los niños les habría encantado acompañarlo, pero los divertía verlo navegar por tal o cual habitación. Marie temía estar negando a sus hijos un alimento realmente nutritivo, pero para ellos, los bocadillos hechos con pan pasado y carne de buey que goteaba salsa hacían que todo aquello se volviera todavía más emocionante. El que sus movimientos se vieran restringidos a la parte de arriba de la casa tampoco les importaba lo más mínimo. Ursula y Mimi sacaban el máximo partido posible de la experiencia. Eran muy bromistas y siempre estaban riéndose por todo. Ray, un frágil niño de siete años, se unía a sus juegos con cierto entusiasmo, pero Aldous, el mayor de ellos, pensaba que debía estar por encima de esconderse en los trasteros y debajo de las camas y fingir que el baño era un barco perdido en alta mar. Además, prefería entretenerse con su álbum de sellos, sobre todo desde que había recibido un nuevo lote que el primo Edwin le había enviado desde Weymouth; eran emocionantes representaciones de portaaviones y aparatos de combate.
Aldous ocupaba el dormitorio de la esquina, que daba al río desde una ventana y al jardín sur desde la otra. No era una habitación demasiado grande, pero no quería tener ninguna otra. Le encantaba el modo en que la luz entraba desde dos direcciones distintas, enredando las sombras. Por el momento no había mucho sol; sin embargo, las nubes de lluvia se habían ido y el cielo iba clareando poco a poco, al tiempo que iluminaba el fascinante nuevo mundo que circundaba la casa. El trayecto hasta el pueblo con su padre había siilo muy agradable, pero quería salir solo al menos una vez antes de que reapareciera la tierra, remando y remando y remando a través de aquel extraño nuevo paisaje marítimo y volviendo a casa únicamente para el té. A su padre no le importaba que saliese solo, pero maman se mostraría mucho menos dispuesta. Marie Underwood se preocupaba por sus hijos, en exceso. Aldous esperó hasta que ella y su padre estuvieron juntos antes de abordar el tema. Tal como esperaba, su madre se horrorizó.
– ¿Salir tú solo? ¿En el bote? ¿Tal como están las cosas?
– Tendré mucho cuidado -dijo él.
– No existe ninguna posibilidad de que llegues a hacerlo -replicó ella-. Absolutamente ninguna.
– Me pregunto adónde pensaba ir -dijo su padre, más afable.
– El dónde da igual. No va a ir, y no hay más que hablar.
– Oh, vamos, Marie. Sabe manejar bien una barca. No le ocurrirá nada.
Marie fue tajante.
– No significa no, Alaric. ¿Hablo lo bastante claro para ti?
A. E. no se dejó intimidar por su esposa y guiñó un ojo a su hijo.
«Tú déjamela a mí -decía el guiño-. Tú déjamela a mí.»
Domingo:7
Aparte del sauce y la empinada pendiente gris del techo del garaje, que enmarcaban la vista entre ambos, todo lo que podía divisarse del jardín norte era agua. El asiento de la ventana en el dormitorio principal había sido uno de los lugares favoritos de su madre. Lo había sido y todavía lo era; Naia lo sabía. En su antigua realidad, a menudo encontraba allí a su madre leyendo, cosiendo o soñando despierta. Podía estar sentada allí en aquel preciso instante, pensó Naia y suspiró, casi contenta por una vez. Sin embargo, su felicidad no se debía sólo a la idea de que pudiera estar compartiendo el paisaje con su difunta madre. Un gato ronroneante, al que acariciaba con mano distraída, permanecía lánguidamente sobre su regazo.
En realidad apenas era más que un gatito, y se lo había regalado el señor Knight, el jardinero. Sólo llevaba un par de semanas echando una mano fuera cuando el hombre fue hacia ella con el gato debajo de su chaqueta.
– Uno de los descendientes de Schrödinger -dijo, al tiempo que le mostraba la carita blanca del animal.
– ¿Schrödinger?
– Mi gata -explicó el jardinero-. Un auténtico demonio de la curiosidad que consigue meterse en los líos más improbables; a menudo parece estar en dos lugares a la vez, o en ninguno. Sospecho que éste saldrá a su madre. Es tuyo si lo quieres. Si se te permite tenerlo.
Ver aparecer allí al señor Knight la sorprendió mucho. Había conocido una versión de él allá en casa (como solía referirse a la realidad dentro de la que había nacido). Llevaba desde enero ayudando en el jardín. Pero no aquí. Había transcurrido medio mes de abril antes de que el señor Knight de esta realidad llamara a la puerta para ofrecer sus servicios, a tiempo parcial. Kate nunca habría estado dispuesta a vérselas con el enorme jardín por sí sola, incluso si éste no hubiera estado tan descuidado, y puesto que nadie se había ocupado de él en más de dos años, casi se echó en brazos del señor Knight de puro alivio.
El gato cambió de postura en el regazo de Naia. La mano con que ésta lo acariciaba se había detenido, y un par de ojos verdes alzaban la mirada hacia ella en una silenciosa admonición: «¿Acaso te he dicho que pares?» Naia reanudó las caricias, y los ojos del gatito se cerraron. Luego ella volvió nuevamente la mirada hacia la ventana, pero en aquellos escasos segundos su contento había dado paso a una extremada pena. Nunca volvería a mirar a los ojos a su madre. Podía mirar a los ojos a un gato, pero no a Alex. Y lo que era todavía peor, su madre nunca le dedicaría aunque sólo fuese un pensamiento pasajero. La hija que trajo al mundo había sido borrada de su memoria. Naia se preguntó si aún existiría en el subconsciente de su madre, como una figura efímera que flotaba dentro de él; o, ya puestos, si alguna vez soñaría con ella. Pero incluso si la Alex Underwood viva soñaba con ella, cuando Naia despertaba, iba al cuarto de baño y bajaba a desayunar para entrar en otro día de su vida, cualquier imagen residual conjurada por la noche no tardaría en disolverse.
Partiendo de ese punto, los pensamientos de Naia se volvieron hacia el que había ocupado su lugar en los afectos de su madre: Alaric. Por un instante lo odió. Pero el sentimiento enseguida pasó, pues se dijo que la culpa no era del muchacho. Él también habría tenido que llevar a cabo enormes ajustes, actuar como si siempre hubiera estado allí, fingir que las personas que aseguraban conocerlo le eran igualmente familiares. Naia sabía cómo era aquello. Era porque se negaba a culpar a Alaric, y porque nunca había esperado volver a verlo, por lo que había grabado el nombre de él en la placa de identificación del gatito. Al principio pronunciar aquel nombre en voz alta cuando se estaba refiriendo a un gato la hacía sentirse extraña, pero al igual que le ocurría con la mayoría de las cosas ya empezaba a acostumbrarse a ello. En cierto modo era como una especie de exorcismo lento. Seis meses más, un año, y quizá lograse olvidar por completo de dónde provenía el nombre.
¡Otro año! Sintió que se le hacía un nudo en el estómago. ¿Cómo podría vivir otro año sin su madre? Un año entero, y el primero de muchos. No se veía capaz de soportarlo. Y no lo soportaba. Las lágrimas afloraron a sus ojos por segunda vez en horas. Cuatro meses de mantenerlas a raya, y de pronto…
– Te gusta ese asiento, ¿verdad?
Naia se pasó una mano por las mejillas y se volvió apenas.
– Es el mejor que hay en la casa. ¿Te importa si…?
Kate Faraday era una alegre mujer de treinta y ocho años de estatura mediana; tenía los cabellos de un castaño claro, y se refería a ellos despectivamente llamándolos «ratoniles». No se parecía en nada a Naia, pero cuando estaban fuera de casa la gente solía tomarlas por madre e hija, simplemente porque estaban juntas y había entre ellas una generación. Ese equívoco, que complacía a Kate, a Naia le disgustaba, pues si bien le tenía mucho cariño, Kate no era su madre y no quería que la gente diese por sentado que lo era.
– ¿Cómo puede importarme? Soy la cría de un cuco en su nido. -Naia hizo una pausa-. ¿Qué estás mirando?
Kate, tras inclinarse para mirar por encima del hombro de Naia, había reparado en el brillo de sus mejillas. Se sentó junto a ella.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.
– Sí. Sólo estaba teniendo uno de esos momentos. Ya sabes.
– Si hay algo que…
Naia le tocó el dorso de la mano; era un gesto muy simple pero muy apreciado por Kate, quien tenía sus propias inseguridades. El gato hizo sonar su cascabel. «¡Acaríciame», parecía decir a Naia.
– Oh, déjalo estar, Alaric -replicó ella-. Ya recibes suficiente atención.
Y por una vez aquel nombre fue el del gato, únicamente el del gato, y no lo relacionó con el chico que había usurpado su vida.
Domingo:8
«Me llamo Aldous Underwood y tengo setenta y un años.» Se había convertido en su mantra personal, entonado en voz baja al despertar cada mañana, y espontáneamente durante el día cuando estaba fuera de casa haciendo cosas. Setenta y un años. Al menos, eso era lo que ponía en su certificado de nacimiento, comparado con las fechas en los periódicos de ahora. Llevaba consigo su certificado de nacimiento en todo momento. Aunque hubiera tenido más posesiones, aquélla habría sido la más valiosa de todas. Probaba que él existía; sobre todo a sí mismo. Necesitaba ese tipo de evidencias porque su mente y su cuerpo le contaban historias distintas. Debido al aspecto que tenía se esperaba de él que se comportara como lo haría un anciano, pero lo encontraba difícil. Practicaba cómo hablar con seriedad, caminar pesadamente y poner cara larga cuando veía el tipo de cosas cotidianas -una bandada de gansos en el cielo, una ardilla en un árbol, el reflejo del sol en el agua- ante las que la inmensa mayoría de los adultos maduros no reaccionaba. Pero no resultaba fácil.
Disponía de poco dinero, los restos de un fondo fiduciario establecido por su madre hacía una vida, pero sus necesidades tampoco eran muchas. Era por elección propia por lo que vivía al aire libre, en el bosquecillo de la orilla que quedaba enfrente de Withern Rise. No era una existencia cómoda, especialmente ahora, con la inundación, pero no tenía motivos de queja. Volvía a estar vivo, que era lo que importaba. Cuando regresó por primera vez era invierno y había dormido encima de un viejo colchón que cogió de una zanja cercana. Esperó hasta que hubo oscurecido antes de arrastrar el colchón hasta el interior del bosquecillo, sabiendo que semejante actividad podía ser vista con malos ojos por las personas que preferían tener un techo sobre la cabeza. En aquel entonces el suelo estaba tan duro como el hielo. La nieve empezó a caer y no tardó en cubrirlo todo. Si no hubiera sido por su grueso gabán y unos cuantos cartones, también procedentes de la zanja, habría muerto de frío. Su techo entonces, como ahora, era una vieja tienda, abierta y extendida entre ramas. Durante las primeras semanas las noches, infinitamente frías, parecían no terminar nunca, pero a él no le había importado. Se alegraba de temblar y sentir, de que las incomodidades lo mantuvieran despierto. Permanecer despierto mientras otros dormían era un lujo raro.
Había encontrado la hamaca haría cosa de dos meses, en el vertedero municipal. Estaba ligeramente manchada y tendía a ceder un poco bajo su peso, pero estaba hecha de una lona muy resistente, no tenía agujeros y los anillos de metal que había a lo largo de los extremos reforzados se hallaban intactos. También, cosa que era importante, estaba seca. La hamaca había resultado ser todo un estimulante para la memoria. Sorprendido al descubrir que sabía cómo colgar una hamaca, la estaba poniendo en su sitio cuando se acordó de una que tuvieron cuando él era joven de cuerpo al igual que de mente. No estaba hecha de lona resistente como aquélla, sino de cuerda gruesa, con unos ganchos de latón. Los meses de invierno siempre la tenían guardada dentro, pero la colgaban en el jardín sur, entre el manzano y el peral, durante toda la primavera y el verano, y una gran parte del otoño. Recordaba haber extendido los brazos hacia arriba cuando era pequeño y, agarrándose a los lados de la hamaca, haber tratado de subirse a ella, consiguiendo únicamente balancearse para gran diversión de la familia. Ahora había superado esa fase, pero subirse a la hamaca seguía siendo un problema. Con todo, lo logró y allí, a cierta distancia por encima del suelo, cobijado por la tienda extendida, se sintió a salvo, si bien un poco excitado. Era una aventura, como dormir en el jardín de Withern Rise, en la otra hamaca, durante las cálidas noches de verano. Se dijo que éstas todavía tenían que llegar ese año, pues las inundaciones, al haberlo mojado todo, mantenían a raya las temperaturas.
Hasta hacía poco Aldous había pasado una buena parte de cada día dando vueltas por el pueblo y la ciudad, y más lejos, a campo traviesa, aferrándose a los fragmentos de memoria suscitados por algo que veía, olía u oía, tratando de ubicarlos en el contexto y la secuencia apropiados. Entonces llegaron las lluvias, grandes cortinas grises de agua que cayeron implacablemente día tras día, tras día. Aldous se había quedado en su refugio más de lo que le habría gustado, aventurándose a salir sólo para comprar queso, pan, la rara pieza de fruta que no había estado disponible, de la que ni se había oído hablar siquiera, cuando él vivía en Withern Rise. También estaban los necesarios viajes a los aseos públicos en el aparcamiento que había al otro lado del área a la que actualmente llamaban Withy Meadows: canales cubiertos de juncos en su época. Cuando el río anegó las orillas y siguió creciendo, Aldous se alegró de haber colgado la hamaca tan alto. Incluso con su peso, seguía quedando a unos cuantos centímetros por encima de la superficie del agua. Salir de ella era el aspecto menos agradable de usarla en época de inundaciones, pero conseguía hacerlo, con frecuencia riéndose de sí mismo y de sus esfuerzos. Estaba vivo y despierto, y aquí. Se sentía privilegiado.
Domingo:9
Aquella noche, los antiguos padres de Naia se enzarzaron en una discusión que no era una auténtica trifulca; más bien unas cuantas rondas de llevarse la contraria con tozudez. Todo empezó cuando Iván volvió a quejarse del Saab de tres años y medio de antigüedad que había en el garaje. Iván estaba muy encariñado con aquel coche. Era el primero que había tenido, aparte de aquel Daimler con cuarenta años a cuestas que había heredado de su padre.
– Sí, ya sabemos que ha entrado agua en el coche -masculló Alex-. Sabemos que tardará una eternidad en secarse. Sabemos que, incluso después de una eternidad, puede que nunca vuelva a funcionar como es debido. Lo sabemos, lo sabemos, lo sabemos. No hace falta que lo repitas una y otra vez.
– A ti eso te da igual -dijo Iván-. No es tu coche.
– ¿Qué? Pensaba que era el coche de la familia.
– Lo es, pero yo soy el que lo conduce la mayor parte del tiempo. Solía conducirlo, es decir, antes de que…
– Iván, ¿quieres hacer el favor de dejar de hablar del dichoso coche? -dijo Alex.
– Tú no lo entiendes -gimoteó él con voz quejumbrosa.
– ¿Que no lo entiendo? ¿Cómo no voy a entenderlo cuando no paro de oír lo mismo, hora tras hora? Todos tenemos problemas.
No pedimos esta inundación. No puedo ir al pueblo sin vestirme igual que si fuera a hacer submarinismo, no puedo ir a trabajar porque el College está cerrado, y evitar que el agua se cuele por debajo de las puertas es una batalla continua. Pero no me oyes quejarme constantemente de ello.
– ¿Y qué es lo que estás haciendo ahora, entonces? -dijo Iván.
– Responderte -dijo ella secamente.
Ése habría sido el momento ideal para que Iván decidiera cerrar la boca antes de que los ánimos llegaran a estar realmente exaltados, pero lo cierto era que se aburría sin una tienda a la que acudir, clientes con los que charlar, existencias que buscar y sobre las que poder regatear. Se aburría y, por consiguiente, se sentía nervioso. Estaba nervioso y, por lo tanto, tenía el temperamento a flor de piel. Tenía el temperamento a flor de piel y, por ello, se mostraba combativo. Así siguieron, los dos, enfadados y dispuestos a atacar por lo que fuese, criticándose el uno al otro con alguna justificación y sin ninguna, llevando la cosa mucho más lejos de su dimensión natural como una mera discusión, hasta que Iván reparó en que Alaric había bajado el volumen del televisor para observar todo aquello con una sonrisa en la cara.
– ¿Qué es lo que tiene tanta gracia? -preguntó al muchacho.
– Vosotros dos -respondió Alaric.
– No somos graciosos.
– Desde donde estoy sentado sí que lo sois.
– Es tu madre -dijo Iván.
– ¿Qué es su madre? -inquirió Alex.
– Has empezado tú.
– No lo hice. Tú no parabas de hablar de tu maldito coche. Te dije que dejaras de darle vueltas al asunto durante un tiempo, y eso fue todo.
– ¿Y cómo quieres que deje de darle vueltas? -exclamó Iván-. Era un coche estupendo. Ahora es un montón de chatarra.
– Ya vuelves a empezar.
– Me limito a exponer un hecho -dijo Alex.
– Considéralo expuesto y cambia de tema. Mejor aún, no digas nada. Estoy harta de oír tu voz.
– Oh, encantador.
– Bueno.
– Me refiero a que cómo puedes decir esas cosas -se quejó Iván.
– No puedes parar, ¿verdad?
– Lo haré si tú lo haces.
– Ya he parado -dijo Alex-. Me conformo con que no vuelvas a hablar de ese asqueroso coche.
– Ahora sí que el pobre está asqueroso.
– Ya vuelves a empezar.
– Ya vuelves a empezar tú.
Y así continuaron, una vez y otra, y otra más, sin que ninguno de los dos fuera capaz de dar por zanjada la discusión y admitir la derrota. Alaric sacudió la cabeza con placer, como si estuviera viendo pelearse a dos niños pequeños. Era de lo más normal. Normal y cotidiano. Perfecto.
Algo más tarde, se hallaba de pie delante de la ventana de su dormitorio contemplando el jardín sur. Oscurecía, pero no había encendido la luz y podía distinguir el árbol Genealógico sin tener que forzar la vista. Había habido un tiempo, mucho antes de su época, en que el viejo roble sólo era un árbol más entre varios. Ahora se alzaba casi en solitario de las aguas, imponente en su anchura y su plenitud, y su vecino más próximo no era más que un arriate de rododendros y camelias. Alaric no había pensado demasiado en el árbol últimamente, pues muchas otras cosas reclamaban su atención. Pero había algo en él que ahora lo obligaba a mirarlo. Casi de inmediato apareció una razón para ello en la figura que se dejó caer al suelo desde el roble. Tras un leve chapoteo silencioso, el visitante estuvo de pie en el agua. Alaric se acercó un poco más al cristal. Un desconocido que se baja de un árbol en tu jardín ya habría sido sorprendente, incluso preocupante, pero…
Se le secó la boca. Ahora el visitante que vadeaba el jardín inundado y se dirigía hacia la casa se encontraba lo bastante cerca para ser reconocido. ¡Como si hubiera podido caber alguna duda, incluso a cierta distancia! Era él. Él mismo. Alaric.
El Alaric del jardín alzó la mirada hacia la casa y se detuvo. Luego se inclinó hacia delante en un intento de distinguir la cara del observador de la ventana. Entonces, viendo quién era, saltó como si lo hubieran golpeado, se tambaleó en el agua, miró a su alrededor con aire inquieto y se esfumó.