52030.fb2 La inundaci?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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LUNES

Lunes:1

Whitern Rise se había convertido en una gran arca provista de tres tejados a la deriva en un océano sin mareas puntuado por islas compuestas de matorrales y árboles y atisbos de edificios lejanos. En sus once años de vida Aldous había visto su mundo transformado por la nieve, ribeteado por la escarcha y encantado por una gran luna; pero nunca lo había visto así. Se sentía particularmente impresionado por la estampa que contemplaba desde su habitación: el bosque de sauces flotantes, los canales de juncos.

En una ocasión, cuando era pequeño, el abuelo Eldon había persuadido a los cortadores de juncos de que se lo llevaran consigo. A ellos les había divertido que un niño tan pequeño quisiera verlos trabajar. Cuatro barcas habían partido, con Aldous en la tercera, para adivinar rápidos cursos a través de la multitud de estrechos canales. A diferencia de él, los hombres no iban sentados. Tampoco tenían que agacharse a menudo. Impulsando sus barcas mediante pértigas inacabables, se agachaban, se mecían y se inclinaban de un lado a otro para evitar el azote de las ramas de sauce. El agua estancada olía ligeramente mal, pero para Aldous eso formaba parte de la aventura. ¡Y qué aventura! Había admirado a los cortadores de juncos desde la primera vez que los vio a lo lejos: esbeltos héroes de pie en sus barcas, impulsándolas a través de cursos de agua que muy pocas otras personas habrían podido recorrer con semejante facilidad. Ese día había contemplado con respetuoso asombro cómo el señor Welborne, en cuya barca viajaba, iba cogiendo un haz tras otro de juncos mediante un palo rematado por un gancho y luego los segaba diestramente con un cuchillo o unas tijeras de podar antes de arrojarlos al estrecho fondo de la barca.

Desde aquel día, Aldous se convenció de que si se le permitía llegar a ser un hombre él también se convertiría en un cortador de juncos. Se imaginaba a sí mismo, una alta silueta de pie en su propia barca, las mangas subidas por encima del codo con verdugones y arañazos rojizos en sus antebrazos, tan seguro de sus rutas y de su habilidad como los hombres con los que había ido aquel día cuando era pequeño. Si maman permitiera al fin que él cogiera la barca, podría remar a través del río hasta entrar en el bosque y fingir, mientras avanzaba a través de los incontables canales que se entrecruzaban, que ya era uno de aquellos grandes hombres. Rezó, en silencio, como ella misma le había enseñado a hacer, para que su padre lograse convencerla.

Lunes:2

La cristalera de la sala alargada se hallaba bien sellada; el agua se mantenía resueltamente a raya, y Naia no pudo resistir la tentación de tumbarse en el suelo, por debajo del nivel del agua, y mirar más allá del cristal. No había gran cosa que ver, pero era una experiencia. Otra experiencia solitaria. A veces era grato compartir las cosas. Generalmente, sin embargo, se sentía más cómoda sola en aquella falsa realidad. No tenía que vigilar lo que decía cuando no había nadie escuchando. Sabía que tarde o temprano debería encontrar alguna manera de sentirse en casa allí, pero eso tendría que evolucionar siguiendo el ritmo adecuado, sin ser forzado. La aceptación del mundo que la aceptaba a ella de un modo tan absoluto requeriría un estado de la mente que de momento era incapaz de imaginar.

Todavía estaba tumbada en el suelo cuando sonó el timbre de la puerta. Naia sintió que la habían sorprendido mientras llevaba a cabo un acto infantil y se apresuró a levantarse. Pero entonces pensó: «¿El timbre de la puerta?» Con el agua al nivel que estaba, ¿quién, aparte del cartero con sus botas impermeables del departamento de Correos, podía haber recorrido todo el terreno inundado hasta su puerta principal, aquella puerta concienzudamente fortificada que de todas maneras no podía ser abierta?

El timbre volvió a sonar. Iván había ido al pueblo y Kate estaba pasando la aspiradora en el piso de arriba, así que le correspondía a ella encargarse. Fue al recibidor inferior y miró por la ventana que había junto a la puerta. Una figura familiar estaba de pie allí donde habría debido estar el escalón; la mitad de ella era una reluciente prenda impermeable negra (la mitad inferior). Robert Faulkner, de todas las personas posibles. Su novio en la verdadera realidad. Su novio allí; aquí, prácticamente un desconocido. Naia había descubierto eso muy pronto, cuando se le ocurrió llamarlo a su móvil. El mismo número, pero la voz que le respondió cuando ella habló sonó más perpleja que cálida o complacida; sin duda él se preguntaba por qué lo llamaba. Para Naia había sido sólo una pérdida más que asimilar, a la que acostumbrarse.

Subió el estor.

– ¿Sí?

Robert dio un paso a un lado en el agua y apareció ante ella. Naia sintió que le daba un vuelco el corazón. Era lo más cerca que había estado de aquella versión de él. Quizá podría haber llegado a haber algo entre ellos, con el tiempo. Una relación con aquella alternativa. Robert podría ayudarla a adaptarse a la nueva versión de las cosas.

– ¿Quieres huevos? -dijo él.

No hubo ninguna luz especial en sus ojos mientras la miraba. Mientras que el otro Robert no podía mantener las manos alejadas de ella, éste se mostraba completamente indiferente.

– ¿Huevos? -exclamó Naia.

Robert señaló el carro de la compra de grandes ruedas que iba empujando por el pueblo.

– Son del día -dijo-. Los he recogido yo mismo.

El padre del muchacho tenía una pequeña granja, donde cultivaba hortalizas y cuidaba de unas cuantas docenas de gallinas.

– ¿Tuviste que sumergirte para hacerte con ellos? -preguntó Naia.

– ¿Cómo dices?

Un poco lento de reflejos. Muy serio. Su propio Robert, su Robert perdido, pese a todo su potencial como artista visual de alguna clase, no se habría ganado muchos fans en el circuito de los cómicos de salón. Con aquél ocurría lo mismo.

– Era broma -dijo ella-. ¿Qué tal va el dibujo?

Él frunció el ceño.

– Bien -dijo lentamente, aunque parecía pensar: «¿Y a ti qué más te da?»-He oído decir que en septiembre irás a clases de bellas artes.

Él se relajó un poco. Naia acababa de tocar un tema que le importaba mucho.

– Sí. Me muero de ganas por empezar.

– Bueno… espero que te vaya bien.

– Gracias.

Tras esas frases, poco más se dijeron que no tuviera que ver con los huevos. Naia fue por el recibidor y llamó a Kate varias veces, en voz alta, para hacerse oír por encima del rugido del viejo aspirador en el piso de arriba. Cuando finalmente obtuvo una respuesta volvió a la ventana con las noticias.

– Lo siento. No necesitamos huevos.

– De acuerdo -dijo Robert; en realidad, a él le daba igual.

Naia lo vio alejarse, empujando el carro de la compra contra la resistencia del agua. Podría haberlo intentado con un poco más de entusiasmo, pero estaba prácticamente segura de que nada habría dado resultado. No había habido ninguna chispa. Ni la más mínima.

Suspiró. «Oh, bueno», se dijo. Cerró la ventana.

Lunes: 3

¡Padre lo había conseguido! ¡Había convencido a mamá de que lo dejara salir en el bote, solo! Aldous no tenía ni idea de cómo se las había arreglado para lograrlo, y tampoco se lo preguntó; le bastaba con que le permitieran hacerlo. Pero había una condición. Marie insistió en poder verlo cada vez que mirase hacia fuera sin importar la dirección en que lo hiciese, lo cual significaba que no debía ir más allá de los confines de Whitern Rise. Aldous se sintió decepcionado, pero Whitern era una propiedad bastante grande. Había muchas cosas que emergían del agua para remar alrededor, entre y por debajo de ellas, y le separaba una buena distancia de los muros divisorios. Como Aldous sólo disponía de las botas de goma, su padre se ofreció a llevarlo hasta el bote. Fueron abajo y se sentaron a dos escalones del agua que cubría el recibidor para ponerse las botas. Acto seguido, A. E. se subió a su hijo a los hombros y lo llevó hasta la puerta del porche; luego la cerraron, pues, a pesar de que el agua llegaba tan alto dentro como fuera, Marie no consentía que nadie la dejase abierta, hubiera o no inundación.

Aldous no era ningún peso pluma, y su padre tuvo que esforzarse bastante, pero consiguió llevarlo al bote de remos, que estaba amarrado a un gancho junto a las puertas de la sala del río. Lo depositó con mucho cuidado en la embarcación y le alborotó el pelo. A. E. quería mucho a sus cuatro hijos, pero Aldous era el que sentía más próximo a él. Albergó ese sentimiento desde el momento en que el chico vino al mundo y miró a su padre con unos enormes ojos azules que parecían decir: «¡Hola, soy yo!» El color de sus ojos había ido derivando hacia un azul suavemente verdoso a medida que crecía, pero el vínculo que lo unía con su padre nunca había cambiado. Si se veía obligado a ello, A. E. podía imaginarse a sí mismo sin su esposa o sus otros hijos, incluso las chicas, a quienes adoraba, pero la vida sin Aldous era impensable. La seguridad del chico lo preocupaba al menos tanto como a Marie, pero entendía, mientras que ella no, la creciente necesidad de independencia del muchacho. Reprimió el grito de «¡Mira por dónde vas!» que ya afloraba a sus labios, y se limitó a agitar la mano mientras su sonriente hijo partía.

Aldous dobló la esquina de la casa con media docena de confiadas paladas del remo. Su madre se inclinó hacia fuera por una ventana cuando él estaba pasando bajo ella. «Ten mucho cuidado, Aldous.» Él rió alegremente y remó a través del jardín de la cocina hasta llegar al muro del cementerio; luego fue siguiendo la línea de éste hasta la puerta lateral donde, sabiendo que lo estaban observando desde la casa, dirigió la proa del bote hacia el muro norte para dirigirse hacia el río: otro punto más allá del cual no podía ir. Se detuvo sobre la orilla invisible para contemplar con anhelo los sauces que custodiaban los canales de los juncos y luego, con cierta pena, volvió a cambiar de rumbo para proseguir su viaje autorizado a través de los terrenos ile Wintern Rise.

Lunes:4

Alaric se había levantado tarde y luego se tomó su tiempo con el desayuno. Sabía lo que tenía que hacer, pero no estaba nada impaciente por hacerlo. A las once, cuando ya se le hubieron agotado las excusas, no pudo seguir posponiéndolo por más tiempo. Antes de salir de casa, se detuvo por un instante en la puerta de la sala del río y contempló cómo Alex trabajaba en una alfombrilla para el estudio que tenía junto al jardín cuando éste volviera a ser utilizable. Era el tipo de cosa que habría podido hacer Liney, con la diferencia de que en manos de Alex aquella alfombrilla no se reducía a una confusa mezcolanza de colores mal escogidos. Su querida tía Liney… Alaric se preguntó qué estaría haciendo en aquel momento.

Alex alzó la mirada.

– ¿Algún asunto pendiente?

Él se encogió de hombros.

– Sólo estaba mirando.

– Pues hazlo sentado. Habla conmigo.

– Voy a salir -replicó Alaric.

– Nadie lo diría. ¿Adónde vas? -quiso saber Alex.

– Voy a remar un rato por ahí, yo solo.

– Pasas demasiado tiempo solo estos días, Alaric.

– ¿Cuánto es demasiado? -dijo él.

– Ni idea. Es algo que mi madre solía decirme. Santo Dios, ¡me estoy convirtiendo en ella!

– Espero que no -dijo Alaric y la dejó allí, mientras su risita le resonaba en los oídos.

Lunes:5

Poco después de las once, a pesar de que no las tenía todas consigo, Naia probó suerte con el Coneygeare y avanzó lentamente a través del agua con la esperanza de que no se pondría en ridículo metiendo los pies donde no debía. De vez en cuando tropezaba con un desnivel o algún objeto invisible, pero siempre se las arreglaba -aunque por los pelos- para no caerse de bruces; hasta que resbaló sobre algo escurridizo y perdió el equilibrio para encontrarse sentada en el agua con un pequeño pero nada digno chapoteo. Por fortuna, el terreno se elevaba un poco en aquel punto y no se había acumulado tanta agua como en los otros sitios, pero aun así, había la suficiente para que Naia quedase empapada hasta la cintura. Se puso de pie y descubrió que tenía las botas medio llenas de agua, mientras que los téjanos y las bragas se le pegaban desagradablemente a la piel. Si el suelo hubiera estado seco habría vuelto a casa hecha una furia; claro que si el suelo hubiera estado seco, ahora no estaría mojada justo en los peores sitios. Maldiciendo su estupidez por haber intentado cruzar el Coneygeare cuando sabía que nunca podría hacerlo, dio media vuelta y se encaminó, con un cuidado excepcional y los codos levantados, hacia Whitern Rise.

– ¡Nai! ¡Nai!

Alguien la llamó desde atrás, a través del agua. Eran Nafisa Causa y Selma Jakes, que agitaban las manos como un par de marionetas histéricas. Naia les devolvió el saludo, pero no fue hacia ellas. Prefirió parecer una estirada que soportar las dolorosas rozaduras que provocaría el contacto prolongado con la ropa interior mojada. ¿Y qué más daba, realmente, si aquellas falsas amigas se daban por ofendidas? Desde que fue a parar a aquella realidad, Naia se mostraba introvertida; nunca podría olvidar que era una recién llegada, una impostora. Aquellas personas no la conocían de verdad, sólo lo creían. Únicamente ella sabía que, en realidad, eran entre sí desconocidas. Parecían las personas a las que había conocido, y se comportaban y hablaban como ellas, pero no eran esas personas. Creían saber acerca de su gran pérdida cuando tenía catorce años, pero la pérdida no había tenido lugar entonces, sino ahora, y Naia no podía revelárselo, a nadie. No le cabía ninguna duda de que a consecuencia de su pena secreta no lo estaba haciendo tan bien en los exámenes como había tenido la esperanza de poder hacerlo antes. Siempre había sido inteligente y despierta, prefería el esfuerzo al fracaso, pero una plaga inesperada había roído su vida desde dentro, y ahora los logros significaban muy poco para ella. Estaba rodeada de clones que vivían pendientes de acontecimientos y conversaciones en las que no había participado, y bastante tenía con hacer frente a los días, eso por no hablar de las noches.

Lunes:6

Alaric, de nuevo con pantalones cortos y unas sandalias que no ayudaban en nada a calentarle los pies, empezó a cruzar el jardín sur. Cuando se acercó al árbol Genealógico se aseguró de no tocar ninguna parte de él, incluidas las raíces que sobresalían del suelo por debajo del nivel del agua. El árbol no era seguro, ya lo había descubierto antes, pero tenía que acercarse a él, al menos eso, porque la noche pasada otro Alaric se había dejado caer de sus ramas para acto seguido esfumarse, tras comprender que se encontraba en la realidad equivocada. ¿Adónde había ido? ¿De vuelta al sitio al cual creía pertenecer? ¿Y era eso todo lo que se necesitaba para devolverte a tu propia realidad? ¿El hecho de darte cuenta de que te encontrabas en la realidad equivocada?

Se le ocurrió que el visitante podía haber sido el Alaric a cuya habitación había ido a parar él aquella noche del mes de febrero en que nevaba cuando intentaba regresar a su casa desde la de Naia. Contempló el árbol. En una ocasión ya lo había enviado a otra realidad. Si podía enviarlo a una realidad concreta, tal vez fuera capaz de enviarlo a más de una. A otra que contuviera una versión de sí mismo.

Lunes:7

Naia llegó a la puerta principal y empezó a avanzar por el camino de entrada (que, pensó de mala gana, debería pasar a ser conocido como «el vado»). Se disponía a dejar atrás una brecha en la espesura a su izquierda cuando de pronto se metió por ella, sin importarle lo que pudiera llegar a pisar en su impaciencia por llegar a la casa y hacerse con algo de ropa seca. El atajo la llevó al jardín sur. Cuando pasaba por debajo del árbol Genealógico oyó un rumor de hojas en lo alto, seguido por un maullido lastimero. Naia se acercó un poco más al tronco y vio una diminuta forma blanca que la miraba con ojos muy abiertos, asustada y temblorosa.

– Minino bobo, ¿qué estás haciendo ahí arriba?

El árbol quedaba a cierta distancia del trozo de terreno seco más próximo, lo cual significaba que el gato tenía que haber nadado hasta allí. A pocos gatos domésticos les gusta el agua, pero éste no parecía saberlo. Tres veces en los últimos días había visto Naia chapotear por el jardín a la pequeña y osada criatura, y la había rescatado. Hoy no lo había visto, no había estado allí para detenerlo, y el gatito había conseguido llegar hasta la copa del árbol Genealógico. Una hazaña asombrosa.

Envalentonado por la presencia de Naia, el gato inició un tímido descenso por una complicada ruta. No parecía tener su habitual seguridad en sí mismo. Estaba nervioso, supuso ella, y alzó los brazos para darle ánimos. El animalito fue descendiendo gradualmente hasta encontrarse cada vez más cerca del suelo, pero en cuanto hubo llegado a un punto por debajo del cual se sintió incapaz de ir más allá, se detuvo, maulló y esperó a que ella hiciera algo al respecto.

– Oh, ya veo -dijo Naia-. Eres lo bastante valiente para cruzar a nado la mitad del jardín, pero un saltito de nada es demasiado para ti.

Naia deseó quitarse las botas, pero como estaban llenas de agua y era consciente de que eso requeriría un esfuerzo excesivo mientras estaba de pie en el agua, empezó a trepar por el árbol. Sentía las piernas como si fueran de plomo. El gato esperó a que llegara, sin apartar los ojos de ella un solo instante.

Lunes:8

El viejo árbol no parecía hallarse en muy buen estado cuando se lo veía de cerca, pensó Alaric. La corteza estaba descolorida aquí y allí, y hojas que deberían ser nuevas y mostrarse llenas de color en aquella época del año parecían más pequeñas y oscuras de lo habitual. Quizá tener las raíces debajo del agua no le sentaba demasiado bien. Lo que, de ser así, no tenía nada de sorprendente. Después de todo, no era un sauce amante del agua.

Fue alrededor del árbol hasta la parte de atrás para no ser visto desde la casa. Hizo una profunda inspiración y rozó con suavidad el tronco. Sin embargo, no ocurrió nada, de modo que lo tocó con la palma de la mano abierta y esperó. Nada. Alaric apartó la mano; sentía la palma mojada, y descubrió que había en ella un líquido pegajoso de color marrón rojizo. Era la sangre del árbol. Metió la mano en el agua y luego se la limpió en los pantalones. La palma todavía estaba pegajosa. Volvió a sumergirla, agitó los dedos furiosamente y, cuando la sacó, la frotó contra otra parte de la corteza. Mejor. Miró hacia arriba y vio aquella gran rama a medio metro por encima de su cabeza: su asiento favorito cuando era más pequeño. Sería bueno volver a estar sentado allí, sólo por un minuto, con el mundo abajo tan alterado. Alaric levantó los brazos y se izó fuera del agua. No le resultó tan fácil como solía serlo antes. Como ahora era más grande y pesaba más, llegar allí arriba requirió cierto esfuerzo. Pero lo consiguió. Había empezado a acomodarse sobre la rama cuando sintió un leve estremecimiento en el árbol. El miedo hizo presa en él. Había hecho lo que no debía, se había arriesgado demasiado. Se preparó para saltar a tierra. Si era lo bastante rápido entonces quizá…

Demasiado tarde. El árbol había cambiado. Y Alaric ya no estaba solo.

Lunes:9

Naia se había subido a la rama desde la que la miraba el gato; el animalito tenía aspecto de estar muy débil, sin su atrevida animación de costumbre. Se sentó a horcajadas sobre la rama y extendió la palma de la mano hacia él.

– Ven con mamá, gatito miedica.

El gato ofreció una tímida patita, y cuando Naia la miró de cerca constató que tenía restos de algo espeso y blanco. Parecía nieve. «Ridículo», pensó mientras extendía la mano hacia el gato. Antes de que pudiera cogerlo, sin embargo, sintió una pequeña sacudida, como si el árbol se hubiera movido durante una fracción de segundo. Se agarró a la rama y se dio cuenta de que ahora el árbol era sutilmente distinto. Pero lo que más la impresionó fueron los ojos que la estaban mirando desde la rama. No eran los ojos del gato. El animalito había desaparecido.

Lunes:10

Aunque estaba disfrutando del paseo en bote, Aldous necesitaba descansar un rato para recuperarse de tanto remar, de modo que cuando pasó junto a su árbol favorito amarró la embarcación a él. La sintió moverse un poco cuando se puso de pie, pero enseguida la afianzó contra el tronco. Entonces volvió la mirada hacia la casa y comprobó que el rostro de su madre no estaba en ninguna de las ventanas. Aldous se izó al árbol sin ningún esfuerzo y se sentó en la rama más baja de las que se extendían sobre su dominio acuático. El árbol era mucho más viejo que él, pero debido a su nombre Aldous siempre había pensado en él como su árbol: el roble de Aldous. Estaba orgulloso de eso. Pasados uno o dos minutos, decidió subir más. Fue tanteando el camino a través del denso follaje, trepando de una rama a otra con confianza y sin ningún esfuerzo. Habría podido subir todavía más lejos de no ser por las voces que sonaron súbitamente debajo de él. Regresó por donde había venido, descendiendo en silencio etapa por etapa, hasta que estuvo justo encima de ellas. Apartó un poco las ramas y, entre las hojas constató que había dos personas, un chico y una chica que tendrían alrededor de diecisiete años, sentados a no mucha distancia el uno del otro sobre una rama.

– No te lo llevarás -estaba diciendo el chico-. Ahora es mío, fin de la historia.

– Te parece que todo ha ido bien, ¿verdad? -replicó la chica.

– Sí, me parece que todo ha ido bien. Es como deberían haber sido las cosas.

– Es como fueron las cosas -dijo ella-. ¡Para mí! ¡Has usurpado mi vida!

– No he usurpado nada. No lo planeé. Simplemente sucedió así.

– En favor tuyo. ¿Tienes alguna idea de por lo que he estado pasando? Ha sido un infierno. Vivo en un mundo de desconocidos, y ya ni siquiera tengo a mi madre. Apuesto a que no me reconocería si entrara en la habitación y me sentara en…

Naia se calló al escuchar un leve rumor de hojas sobre sus cabezas. Alzó la mirada. Ambos lo hicieron. El rostro de un chico estaba enmarcado entre las hojas.

– ¿Quién demonios eres tú? -dijo Alaric.

Entonces las piernas colgaron sobre la rama, el chico tanteó con los pies y al instante quedó erguido sobre ella, con los brazos extendidos hacia el verdor que había arriba.

– Tres encima de una rama podría no ser muy buena idea -dijo Naia.

Alaric frunció los labios.

– Incluso dos son multitud -rezongó.

Aldous se sentó entre ellos.

– ¿Qué estáis haciendo en mi árbol?

Naia sonrió.

– ¿Tu árbol?

– Sí. Es mío.

– Ya hemos estado aquí antes -dijo Alaric.

Naia se inclinó para mirar entre las ramas más bajas y el agua. Hasta un mero vistazo revelaba diferencias.

– ¿Cuándo hemos estado aquí antes?

– Me refiero a que ya hemos estado discutiendo acerca de quién es dueño de qué -dijo Alaric, y también se inclinó a mirar-. El crío dice que el árbol es suyo. Entonces la casa también es suya.

Aldous torció el gesto.

– ¿A quién estás llamando crío? Podría haberos llevado hasta la puerta, pero no me gusta que me llamen crío.

– ¿Habernos llevado hasta la puerta? -dijo Alaric-. ¿Cómo? ¿A cuestas?

Aldous apuntó con un dedo del pie al bote que chocaba suavemente contra el tronco debajo de ellos.

– ¿Es tuyo? -preguntó Naia.

– Hoy sí. Pero no puedo ir muy lejos. -Golpeó el árbol con el talón-. Eso dice maman.

– ¿Maman?

– Mi madre.

Alaric, impaciente, se dirigió a Aldous.

– ¿Conoces a alguien que se me parece mucho? -le preguntó.

– ¿Por qué iba a conocerlo? -dijo Naia, sorprendida tanto por la pregunta como por el tono.

– Otra realidad -dijo Alaric-. Todo es posible.

– Sí… -afirmó ella lentamente, asimilándolo-. Otra realidad.

Volvió a inclinarse hacia abajo y miró a su alrededor todo lo bien que podía llegar a hacerlo desde donde estaba. En ese jardín sur había más árboles. Dos de ellos, árboles frutales, sostenían entre sus troncos una hamaca hecha de lo que parecía gruesa cuerda marrón, y su parte más baja flotaba sobre el agua. De una rama del manzano también colgaba una corta tabla sin pintar, un columpio improvisado, medio sumergida.

– ¿Vais a venir o no? -dijo Aldous. Cuando Alaric gruñó una hosca negativa, saltó al bote-. El árbol sigue siendo mío.

– No le haremos ningún daño -le aseguró Naia.

– ¡No has respondido a mi pregunta! -gritó Alaric mientras el chico empezaba a alejarse remando.

Aldous no respondió.

– Tiene que ser la manera en que lo has preguntado -dijo Naia. Se incorporó-. Interesante. Un Underwood distinto en Whitern Rise.

– No sabes si él es un Underwood.

– Por supuesto que lo sé. ¿No te has fijado en la forma de su cabeza, su nariz, su barbilla?

– No.

Naia volvió a mirar hacia abajo.

– Aquí el agua está más alta.

– ¿Y? Esto es una realidad alternativa.

– ¿Con condiciones de inundación alternativas? -preguntó ella, y Alaric se encogió de hombros, cosa que hizo sospechar a Naia-. ¿Sabes una cosa?-preguntó, y él apartó la mirada-. ¿Has estado en otras realidades aparte de ésta?

– He estado en otra -admitió Alaric de mala gana.

– No lo entiendo -dijo Naia-. ¿Cómo? ¿Es que tu Capricho no se rompió también?

– Sí, se rompió.

– ¿Cómo cuánto? -quiso saber ella.

– Del todo -aclaró Alaric.

– Y, entonces, ¿cómo es que fuiste a parar a otra realidad? O a ésta, ya puestos. ¿Cómo llegué aquí?

– Es el árbol -dijo él.

– ¿El árbol?

– Tiene… propiedades.

– ¿Qué clase de propiedades? -preguntó Naia.

– Eso es todo lo que sé. Ese chico…

– ¿Qué pasa con él?

– Si es un Underwood -dijo Alaric-, entonces sus padres también tienen que estar aquí. Podrían ser una Alex y un Iván alternativos.

– Imposible. Es un hijo distinto.

– Quizás aquí han tenido otro.

– ¿Cómo, en lugar de uno de nosotros? -dijo Naia.

– No, además.

Ella pensó en lo que acababa de oír.

– Deberíamos comprobarlo -dijo.

– ¿Cómo? -preguntó Alaric.

– Bajando de este árbol, para empezar.

– Adelante.

– Vendrás, ¿verdad?

– Tú eres la que dispone de botas. ¿Son del abuelo Rayner?

– Sí -dijo Naia-. Y están llenas de agua. Pesan una tonelada.

– ¿Cómo es eso?

– Me caí cuando estaba cruzando el Coneygeare.

Él se rió.

– Qué chica más torpe.

En otro tiempo Naia también podría haberle visto la gracia, pero la burla de Alaric le recordó todo lo que ella había perdido. Y en particular a quién.

– ¿Qué tal está ella?

– ¿Quién? -preguntó Alaric con voz átona.

– ¿Quién crees tú? ¿Se encuentra bien? ¿Alguna vez…? Bueno, ya sabes.

– ¿Quieres saber si habla de ti, cuando no tiene ni idea de que hayas existido jamás?

Oírlo expresar de una manera tan implacable hizo que Naia palideciese. Alaric cerró la mente a su desdicha. Ella era la auténtica heredera de todo lo que él había llegado a considerar como suyo, y se hallaba peligrosamente cerca. El peligro, si la experiencia pasada podía considerarse como una indicación al respecto, era que un solo contacto entre ellos podría devolverlo a su antigua realidad, su antigua vida. Lo que él no sabía, porque ella se aseguraba de no dejarlo traslucir, era que su falta de compasión había hecho que los pensamientos de Naia siguieran un curso similar.

– Tiene mejor aspecto -dijo ella, inclinándose hacia delante y hacia abajo para mirar más allá de él.

– ¿El qué?

– La casa, el trabajo de mampostería, todo ello. Está más nuevo.

Alaric miró también para comprobarlo con sus propios ojos.

– Y además hay postigos en las ventanas -añadió Naia, que se había aproximado unos centímetros más mientras él miraba en dirección contraria-. Creo que hubo un tiempo en el que mi Withern tenía postigos, y la hiedra no está tan extendida ni es tan espesa. Y mira, ahí arriba, una especie de casita de verano. Nosotros no tenemos una…

Fue sólo el recelo que le inspiraba su presencia lo que hizo que él se volviera. Cuando su cabeza empezó a girar, Naia extendió la mano, con la intención de tocarlo mientras podía hacerlo. Alaric la vio venir, chilló y se apartó de un salto justo a tiempo, pero al esquivar la mano de Naia perdió el equilibrio y se cayó del árbol, dentro del agua. Al instante salió a la superficie tosiendo y escupiendo…

– Oh, muy astuto. Puedes ahogarte en cinco centímetros de agua, le explico yo, ¿y qué dice él? Lárgate, dice, ya casi he cumplido los diecisiete. Pues siento tener que señalártelo, Alaric, pero aquí hay más de cinco centímetros de agua.

Él se sentó, en el agua que le llegaba justo debajo del pecho. Alex, que calzaba las viejas botas del abuelo Rayner, bajó la mirada hacia él para contemplarlo divertida. Alaric miró a su alrededor.

Los árboles de más habían desaparecido. Al igual que los postigos. Y Naia.

Lunes:11

Casi cada día había un nuevo recuerdo aguardándolo cuando despertaba. Un regalo de la mañana. Durante los últimos meses, Aldous había llegado a recordar tal cantidad de fragmentos desperdigados que se preguntaba cuántos más quedaban por capturar de nuevo. La mayoría de los recuerdos no tenían nada de dramático, pero unos pocos eran desagradables. Las incomodidades a que tenía que hacer frente cuando se iba a dormir resultaban más fáciles de soportar que el pensamiento de lo que podía traer consigo el próximo despertar.

La noche anterior, al acostarse, había vuelto a pensar en su abuela. Ella solía acudir a su mente tras caer el sol, ya en la cama, como una radiante invitada. Era el puntal de su vida. Si algunos de los demás todavía estaban un poco borrosos, ella no. Aldous imaginaba que su abuela había cuidado de los otros niños tanto como de él, pero todavía no guardaba ningún recuerdo de ella mimándolos, leyéndoles, bañándolos. Le complacía pensar que él había sido su favorito.

De vez en cuando regresaba un recuerdo menos bienvenido, como el de un incidente que tuvo lugar durante una visita de los Montagnier, el tío Mathieu y la tía Eléne, quienes habían viajado desde Limoges para pasar la Pascua con ellos. El tío Mathieu era uno de esos adultos que siempre adoptan un aire de superioridad cuando hablan a los niños, como si su propia edad los elevara por encima de los que tienen pocos años. Aldous sólo podía recordar haberse encontrado con él y su esposa en una ocasión antes de aquella visita. No se habían caído nada bien. La frialdad de Aldous se convirtió en un activo desagrado durante la tarde del lunes de Pascua, cuando los adultos se hallaban reunidos en torno a la mesa de paneles abatibles en la sala alargada. Maman -la hermana menor de su tía- había preparado una gran tetera, y también había bollos con jalea casera, y pequeños sándwiches de berros, huevo y pepinillo con las cortezas recortadas. «¡Oh, esto es muy inglés!», había exclamado despectivamente tante Eléne. A Ursula, Aldous y Mimi se les dio pan untado, mientras que Ray, el más pequeño, recibió Marmita, lo que más le gustaba. Por alguna razón, la abuela estuvo ausente aquel fin de semana, y Aldous -al menos él- echó en falta su afabilidad y su alegría natural. Padre se esforzó por mantener un ambiente lo más agradable posible, lo que no era tarea fácil con unos invitados tan altivos. El incidente que había quedado tan profundamente grabado en la mente de Aldous sucedió cuando la cucharilla se le cayó al suelo y quiso una limpia para remover su té con ella. Echó a andar hacia la mesa, donde la cubertería estaba colocada encima de una bandeja de plata.

– Coge prestada la mía, jovencito -dijo el tío Mathieu.

– No, gracias. Quiero tener mi propia cucharilla.

Extendió la mano hacia una de las cucharillas de té por usar que había en la bandeja, pero antes de que sus dedos pudieran cerrarse sobre ella el tío Mathieu interpuso su brazo en el espacio entre el chico y la cucharilla.

– He dicho… que uses la mía -masculló, y Aldous se percató de que los dientes de su tío parecían una doble hilera de lápidas cubiertas de musgo.

Los ojos de Mathieu, debajo de unas cejas que eran como alambre gris, lo escudriñaban con frialdad, y había una miga alojada en su bigote.

– Me gustaría usar una limpia -dijo Aldous.

Mathieu enarboló su cucharilla como si fuese un pequeño trofeo. El té se escurrió por el mango, cayendo sobre sus dedos manchados de nicotina.

– Coge la mía o arréglatelas sin una cucharilla.

Para Aldous fue un momento de decisión. Habría sido más fácil aceptar la cucharilla, pero no quería la cucharilla de su tío, o la de ninguna otra persona: quería la suya propia. Se mordió el labio y dio media vuelta, para recorrer la habitación, que había quedado en silencio. Salió al recibidor y subió por la escalera al recibidor superior, para ir a su dormitorio, con la esperanza de que nadie se hubiera percatado de lo cerca que se encontraba del llanto. La abuela lo habría sabido; ella no habría permitido que su tío tratara de imponerle su voluntad. Aldous la necesitaba aquel día. Realmente la necesitaba.

Pero ella no estaba allí.

Lunes:12

Naia no se quedó mucho rato en el árbol después de la caída de Alaric. No tuvo elección en ello, porque en el mismo instante en que Alaric chocó con el agua la rama se desplazó debajo de ella y pasó a encontrarse en su propia versión del árbol. Devuelta con tan escasa ceremonia al punto de partida, dio un respingo cuando su gato se le acurruco en los brazos. A duras penas pudo estrecharlo contra ella y mantener el equilibrio al mismo tiempo, porque de pronto se sintió abrumada por el agotamiento, como si hubiera hecho más ejercicio del que le convenía. Se bajó al agua, con el gato en un brazo, y obligó a sus cansadas piernas a que fueran hacia la casa. Luego metió al animalito por la ventana y entró tras él. Una vez dentro, lo único que quería era sentarse en la alfombra y descansar, pero se las arregló para quitarse las botas encima de una vieja sábana que la precavida Kate le había suministrado; después echó fuera el agua (por la ventana) y fue al piso superior. Una vez en el cuarto de baño, se echó agua fría en la cara, cosa que la espabiló un poco antes de meterse en su habitación para cambiarse la ropa mojada.

Alaric, tan exhausto como Naia, tuvo que recurrir a todas las reservas de energía de que disponía para secarse y ponerse algo de ropa limpia. No obstante, media hora después de su regreso, ambos se hallaban sentados en sendos sillones en sus respectivas salas alargadas. Tenían ciertas cosas en que pensar, de modo que ninguno de los dos acogió demasiado bien la intrusión cuando Alex y Kate entraron.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó una.

– Tienes cara de cansancio -dijo la otra.

Dos respuestas, idénticas: «Me pasé un poco haciendo ejercicio ahí fuera», y sin más discusión Alex y Kate los dejaron a solas. Kate Faraday y Alex Underwood se parecían más de lo que sabía nadie. Nadie aparte de Naia.

Lunes:13

El descubrimiento de dos personas desconocidas en su árbol no había afectado demasiado a Aldous. Estaba remando alrededor del jardín, algo que le parecía mucho más interesante. Después de que se hubiera aventurado un trecho en el Coneygeare, de pronto se sintió terriblemente culpable y dio media vuelta. Se detuvo debajo del roble para ver si los visitantes seguían allí, pero no estaban, de modo que remó alrededor de la casa, en dirección a la zona de amarre. No había pensado en cómo entraría, pero su padre, que acababa de regresar después de haber examinado los tomates en el invernadero inundado, lo llevo adentro.

Maman estaba sentada en los últimos peldaños, esperando el regreso de su hijo errante, aunque no llegó a decirlo. A. E. pasó a Aldous arriba.

– Ten cuidado; a ver dónde pones los pies -le dijo Marie-. No es que eso importe mucho, puesto que la alfombra ya se ha echado a perder -añadió.

Se sentó junto a él para quitarle las botas, que estaban mojadas debido a los centímetros de agua que se habían acumulado dentro del bote, y estaba poniéndolas entre los soportes de la barandilla para que se secaran cuando se produjo un súbito alboroto en el piso de arriba: Ursula estaba persiguiendo a su hermana y su hermano pequeños a lo largo del recibidor; también se escuchaban los estridentes alaridos de Mimi y el tembloroso grito de terror del pequeño Ray. Los dos pequeños habían irrumpido en el trastero, y Ursula, tras empujar la puerta con el hombro, se las había arreglado para meterse dentro. El tumulto continuó -gritos, chillidos, risas, golpes sordos-, pero lo suficientemente apagado por la puerta del estudio para que Marie decidiera dejar que siguieran con lo suyo.

Aldous, en la escalera de abajo, se percató de que su madre tenía el rostro cetrino por la tensión. Llevaba días atrapada dentro de la casa, sin poder ir a hacer las compras, hablar con los vecinos, ni siquiera ir a la cocina y preparar las comidas como era debido. Marie tenía la impresión de que estaba fallando a su familia al no proporcionarles un sustento adecuado, y se negaba a creer que los niños fueran felices comiendo sobras o que su esposo se sintiera aliviado de verdad al no haber de comer tanto. A. E. ya era un hombre de mediana edad, y la cocina de su esposa no le estaba haciendo demasiado bien a su cintura; tampoco se sentía muy a gusto con la papada que estaba empezando a crecerle debajo de su barbilla. Pero era un hombre que estaba todo lo satisfecho de la vida que, a su juicio, tenía derecho a estar. Regentaba un negocio floreciente, era dueño de una casa magnífica, tenía una atractiva esposa francesa (si bien demasiado delgada para su gusto) y unos hijos a los que quería muchísimo, de modo que no podía imaginarse estando más satisfecho de su suerte. Aunque un clarividente se lo hubiera vaticinado, A. E. se habría negado a creer que, en cuestión de días, el desastre irrumpiría en su vida y el contento llegaría a su fin.

Lunes:14

Mientras cruzaba con esfuerzo la zona de tierra anegada a la que en aquellos días se conocía con el nombre de Withy Meadows, Aldous deseó que sus piernas fueran tan jóvenes como decía su mente que eran. Después de ocuparse de sus abluciones en los aseos del aparcamiento, subió los escalones que llevaban al puente del pueblo. Otros se habían congregado en él, por la novedad de estar de pie en terreno seco. Se intercambiaban observaciones jocosas, pero Aldous evitó toda conversación.

Bajó por el puente y llegó a High Street, y luego a una enorme piscina puntuada por grandes farolas: la plaza del mercado. Estaba a punto de cruzarla cuando le vino a la mente un nombre en el que dudaba haber pensado siquiera en las últimas seis décadas, despierto o dormido. Eric Hobb. Aldous se detuvo. ¡Eric Hobb! ¿Por qué recordaba aquel nombre ahora? Miró a su alrededor, y vio un letrero:

HOBB, MORRIS Y GECK

notarios y abogados especializados

en derecho familiar

Al servicio de la comunidad

Entonces recordó la historia de Eric. Todo el triste asunto.

Eric tenía quince años cuando él contaba nueve, lo cual significaba que tenían muy poco que ver el uno con el otro. Entonces pertenecían a generaciones distintas. Eric vivía con su madre y su hermana de doce años en el número 42 de Main Street, en Eynesford, a dos puertas de la casa del carnicero. Todo el mundo conocía a Eric Hobb. Eric y su bicicleta… a la que adoraba. Podía sacarlo de cualquier atasco de tráfico, llevarlo de un lado a otro en muy poco tiempo. Eric era tan diestro en su manejo que cuando tuvo lugar el accidente, éste causó tanta sorpresa como conmoción.

Sucedió un fin de semana, un sábado, cuando Eric se dirigía a la tienda de bicicletas en Stone, que era su lugar favorito de cuantos había sobre la faz de la tierra, como acostumbraba decir. No compraba gran cosa en ella, pero le gustaba mirar y tocar, y el dueño, Terry Eagle, tan entusiasta como él, aunque tenía treinta años, siempre estaba encantado de poder hablar sobre las bicicletas. El mercado de Stone empezaba al otro lado del pequeño puente que se curvaba sobre el estuario del área boscosa. El límite venía marcado por una modesta posada del siglo XVII conocida como The Sorry Fiddler, que se alzaba en la esquina donde la carretera se extendía en ambas direcciones alrededor de la iglesia de Santa Cecilia. Un pequeño aparcamiento para coches ocupaba el espacio más allá de un arco de ladrillo unido al pub, pero entonces no había tantos coches y, en cualquier caso, The Fiddler quedaba a una distancia corta tanto del pueblo como de la ciudad. El único coche que estuvo presente allí el día del accidente fue el Ford sedán del año 1938 propiedad de Bill Ockham, que era viajante de una firma de navajas de afeitar. El señor Ockham había entrado en el pub para tomarse una pinta de cerveza a mediados del día. También había consumido una porción de pastel de Woolton y fumado un Craven «A», al tiempo que contemplaba la prenda cosida a mano que cubría el pecho de la camarera del pub, una jovial mujer de treinta y seis años.

Mientras Eric Hobb hacía una pausa en el puente para contemplar por encima del murete los troncos de pino que se empujaban unos a otros allá abajo, el señor Ockham subía a su coche con la intención de recorrer los no más de siete kilómetros que lo separaban de Eaton Fane y seguir con su ronda de visitas. Luego, cuando el vendedor de navajas de afeitar ponía en marcha su coche y pisaba el acelerador, Eric se erguía sobre los pedales y, acto seguido, se lanzaba cuesta abajo por la empinada pendiente del puente. La carretera se hallaba completamente despejada, pero en el instante en que el muchacho se disponía a dejar atrás el pub como una exhalación, el Ford apareció a toda velocidad por la arcada. Eric y su bicicleta quedaron bajo el coche. La bicicleta se deformó un poco, pero no le ocurrió nada que no pudiera ser reparado. El cráneo de Eric, sin embargo, quedó hecho añicos; su vida se había extinguido en un abrir y cerrar de ojos.

Aldous no especuló acerca de cómo podría haberse evitado el accidente, pero en realidad la cuestión era muy simple. Si Eric no se hubiera detenido en el puente no habría habido ninguna víctima mortal. Porque empezó a bajar cuando lo hizo, varias vidas más también se vieron alteradas, especialmente la de Helen Stoker, la chica con la cual se habría casado siete años más adelante, y las de los dos hijos que habrían traído al mundo. El señor Ockham y la madre de Eric fueron las dos bajas más obvias. El vendedor de navajas de afeitar padeció tales tormentos por la vida a la que había puesto fin que, dieciocho meses después, envió por correo regalos de despedida a sus tres jóvenes nietos antes de cortarse las venas en el aparcamiento de otro pub, con uno de sus propios productos de muestra. El efecto que el accidente tuvo sobre la madre de Eric tardó más tiempo en llegar, pero no por ello fue menos trágico. Su esposo, Bruce, la había dejado ocho años antes por una de las empleadas de menor edad de la Biblioteca Pública de Stone, y desde entonces no había contribuido gran cosa al sustento de sus hijos y no le había proporcionado absolutamente nada a ella. La madre de Eric trabajaba como dependienta en la cooperativa; era un sueldo pequeño para cubrir el alquiler y mantener a dos hijos. La vida ya distaba mucho de ser buena para Geraldine Hobb cuando el mayor de ellos murió, y aquella pérdida fue para ella el golpe final. No la impulsó a beber (cosa que, de todos modos, no habría podido permitirse hacer) o al suicidio, sino a un largo declive cargado de miseria, negatividad y pena que duró hasta su octogésimo sexto aniversario.

– Buenos días, Aldous -dijo una voz.

Aldous Underwood se volvió.

– Hola, señor Knight.

El primer encuentro entre ambos había tenido lugar un par de semanas después del regreso de Aldous en febrero. Como ambos eran muy devotos de los paseos, sus caminos se habían cruzado a menudo desde entonces. A veces cuando se encontraban continuaban andando juntos, aunque previamente no hubieran estado yendo en la misma dirección. Salían a caminar incluso en aquellas condiciones de inundación, si bien sólo el señor Knight iba adecuadamente ataviado. Las perneras de los pantalones de Aldous estaban empapadas, pero eso no le incomodaba demasiado. Simplemente se alegraba de estar allí, con todos sus sentidos. Cuando se presentaron mutuamente durante su segundo encuentro, Aldous había dado su nombre completo, cosa que por alguna razón pareció sorprender al señor Knight, quien cuando ofreció su mano se había limitado a decir «Knight». Aldous no tenía nada que objetar a eso. Se habría sentido un poco raro llamando a su nuevo conocido por el nombre de pila. Para él, si bien sólo para él, el señor Knight le llevaba muchos años de ventaja. En algún momento, previamente, el señor Knight le había contado que su padre fue jardinero en Whitern Rise durante las décadas de 1930 y 1940. Oír esto estimuló el recuerdo del padre que guardaba Aldous. Él y el señor Knight actual hablaban de muchas cosas durante sus encuentros, pero era Aldous quien más explicaba acerca de sí mismo. Era bueno contárselo a alguien. Esa mañana, sin embargo, la verdad era que no quería hablar. No habría podido decir por qué. El señor Knight era el de siempre: afable, pero no muy locuaz. Para llenar un vacío mientras estaban de pie ocupados en algo a lo que realmente no se le podía llamar pasar el rato ante la plaza del mercado inundada, Aldous señaló el letrero que había liberado el más reciente de sus recuerdos.

– Yo conocí bastante a un Hobb -dijo.

– Ése es Johnny Hobb -le dijo el señor Knight-. El hijo de Eric.

– ¿Eric? Mi Hobb se llamaba Eric. Pero murió siendo joven. Un accidente.

– Bueno, pues éste sigue en circulación. Todavía monta en su bicicleta a pesar de que ya tiene más de setenta años. Es todo un carácter.

Aldous miró a su alrededor. Un especialista en electricidad y sistemas de iluminación ocupaba el local que había junto a los almacenes Woolworth. Ayer, cuando Aldous había mirado en el escaparate, era una tienda que vendía tarjetas de felicitación. Lo había vuelto a hacer. Acababa de pasar al otro lado sin darse cuenta. Aquí Eric Hobb todavía estaba vivo. Era un anciano. Aquí, no había hecho un alto en el puente.

Lunes:15

Anochecía. Naia estaba sentada en su habitación, con su gato mimado encima del regazo, y pensaba en la otra realidad. Aquel Whitern Rise tenía bastante buen aspecto, pensó. Un poco anticuado, pero còmodo y acogedor. Había reparado en un pequeño cobertizo de chapa que se alzaba en el agua junto a la cocina, con el techo cubierto de tierra. ¿Qué podía ser? ¿Una casita de juegos para niños pequeños? Y el chico en el árbol; obviamente, se dijo, era un Underwood. Se inclinó hacia atrás, sin olvidarse de acariciar al gato. Le había hablado a un Underwood que nunca había existido para ella hasta aquella mañana. Era como la primera vez que apareció Alaric. Hasta entonces ella no había tenido ni la menor idea de su existencia. Empezó a pensar en la familia del chico. ¿Tendría unos padres llamados Alex e Iván, como había sugerido Alaric? ¿O tal vez otra Kate, en lugar de Alex? ¿Y si tuviera una hermana mayor? Quizás una hermana llamada Naia. Se imaginó siendo esa otra Naia. Entonces tendría un hermano, alguien a quien hablar, a quien poder contarle todo con la seguridad de que él no se lo diría a nadie. Naia puso los ojos en blanco. De tener un hermano pequeño, probablemente habría de sobornarlo para que guardara silencio. Aun así, aunque fuese un crío, incluso aquí, con un hermano no estaría tan sola.

Sus pensamientos pasaron a centrarse en la presencia de Alaric en el árbol. Tenía que haber sido el acto simultáneo de subir cada uno a su propio árbol Genealógico lo que los había unido a ambos en el tercer árbol de un Whitern Rise que no le era familiar a ninguno de los dos.

Se preguntó si podía volver a ocurrir, y si ella y Alaric tenían que estar en el árbol al mismo tiempo para que se vieran transportados a esa nueva realidad. Lástima, en el caso de que así fuera. Le gustaría regresar allí, pero no estaba segura de querer encontrarse con Alaric otra vez. Había olvidado que él no era la mejor compañía del mundo. De cualquier mundo.

Lunes:16

Alaric contemplaba el árbol Genealógico desde la ventana de su dormitorio. Él también estaba pensando en la otra realidad. No conseguía quitarse de la cabeza la idea de que podía haber otro Alaric allí. Se dijo que sería muy extraño poder hablar con una versión de sí mismo cuya vida era idéntica a la suya en todos los aspectos.

Bueno, podía haber alguna que otra diferencia. Otro Alaric quizá llevase un corte de pelo distinto, fuera a pescar, figurase entre los primeros de su clase (o entre los últimos), tuviera una novia… Una novia podía ser interesante. Si el otro Alaric tenía una novia, él, el Alaric original, podía haber visto una versión de ella. La chica podía haberle dirigido una mirada invitadora y él no se había dado cuenta, o había sido demasiado tímido para dar el paso siguiente.

Pensó en Naia. El que ella estuviera allí al mismo tiempo que él probablemente había sido una casualidad. Naia podía no pertenecer a otro tiempo. Pero también cabía la posibilidad de que sí. Y la próxima vez ella podía conseguir tocarlo. Un contacto y él volvería al lugar del que provenía, una vez más sin madre, con Kate Faraday ocupándose de todo, con una existencia miserable, sin nada -o casi nada- por lo que vivir, por lo que esperar el futuro.

A pesar de la amenaza que planteaba el contacto con Naia, Alaric se sintió tentado de regresar a la nueva realidad. Pero sólo tentado. Se retiró de la ventana y decidió que lo consultaría con la almohada. Ya vería cómo se sentía por la mañana