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Martes:1
Aldous había preguntado a su madre si ese día podía ir un poco más lejos, pero ella se mostró inflexible. Ya había completado dos circuitos del jardín y empezaba a sentirse aburrido cuando volvió a pasar junto al árbol, lo que hizo que se acordara de los visitantes del día anterior. Se aproximó un poco más y preguntó en voz baja: «¿Hola? ¿Estáis ahí?» Le habría sorprendido que volvieran a encontrarse allí arriba, pero la falta de una respuesta le dijo lo que necesitaba saber: disponía de su árbol para él solo, tal como le gustaba que fuese.
Se puso de pie en el bote y apoyó la espalda en el tronco. Desde allí podía ver la mayor parte de la propiedad, aparte del jardín del norte. Aldous, que había nacido en la casa, al igual que su padre, al igual que Ursula y Ray, aunque no Mimi, había visto sus primeras cosas dentro de los muros de aquellas lindes, de modo que la sensación de confinamiento no le era extraña. Durante la mitad de su vida el mundo exterior había sido un escenario de continuos conflictos que en casi nada afectaban a Whitern Rise. Apenas podía recordar un solo momento en el que la radio no estuviera puesta ritualmente para escuchar las noticias de las siete, cuando se esperaba que hubiera silencio mientras el sombrío locutor de voz impecable iba comunicando las últimas bajas, triunfos, declaraciones patrióticas. Él nunca había prestado demasiada atención a las noticias. Mimi y Ray tampoco lo hacían. Sólo Ursula había escuchado, últimamente al menos. Desde que tenía ocho años había adquirido la costumbre de situarse de pie cerca de su padre cuando daban las noticias, y se inclinaba hacia delante con él para captar cada matiz de los sonoros tonos que salían del altavoz. En cuanto el boletín principal concluía, asentía ligeramente con la cabeza, como para decir que había entendido todo lo que acababa de oír, antes de volver a sus asuntos de niña, igual de importantes.
Lo más cerca que había llegado Withern de verse afectado por el conflicto fue cuando el Heinkel alemán cayó en el Coneygeare la primavera de 1941. Le habían fallado los motores, dijo padre. Unos muchachos fueron los primeros en llegar al escenario. Corrió el rumor de que el piloto todavía estaba vivo entonces, por los pelos, y de que Jed Cronyn le dio un puñetazo en la boca y le extrajo un diente como recuerdo. Lo único que nadie llegó a saber con certeza fue que el piloto ya estaba muerto para cuando llegó la policía. Retiraron el cuerpo, y niños y adultos llegados de todas partes se congregaron junto a lo que quedaba del extraño avión extranjero; se llevaron hasta la menor pieza que estuviera suelta o pudiera ser desprendida fácilmente: trofeos que contemplar en años posteriores con el orgullo de guerreros que lo habían arriesgado todo.
– Así que ha funcionado.
Aldous dio un respingo. Acababa de oír una voz que provenía de lo alto del árbol.
– Acabas de subir, ¿verdad? -preguntó una segunda voz.
– Pues sí. Quería comprobar si volvería a ocurrir.
– Grandes mentes.
– No tengas tan buen concepto de ti mismo.
– Es la misma realidad, ¿no?
– Si no lo es, el crío tiene un doble en alguna otra.
Naia se inclinó hacia abajo.
– Hola.
– ¿Cómo dices? -dijo Aldous.
– ¿Planeas repetir ese numerito tuyo? -le preguntó Alaric.
– ¿Qué numerito?
– Lo sabes muy bien.
– No, no te preocupes.
– ¿Cómo lo sé?
– Porque te lo estoy diciendo. Cuando doy mi palabra hago honor a ella.
– Haced como si yo no estuviera, ¿de acuerdo? -dijo Aldous. -Estamos manteniendo una conversación privada -le informó Alaric.
– En mi árbol.
– ¿Qué quieres, cobrar un alquiler?
– No le hagas caso. Es un avaro -dijo Naia a Aldous. Aldous rebuscó en su bolsillo y alzó una bolsa de papel.
– ¿Quién quiere una bolita de anís?
Naia sacudió la cabeza por ambos y le preguntó cómo se llamaba. Cuando él se lo dijo, Naia no pudo responder inmediatamente.
– ¿Por qué tanta sorpresa? -dijo Alaric-. Fuiste tú quien dijo que era un Underwood.
– No es eso…
– ¿Por qué no bajáis? -preguntó Aldous entonces.
– ¿Para hacer qué? -dijo Alaric-. ¿Para llevarte a dar una vuelta en esa barquita de nada que tienes?
– Es una embarcación estupenda. La hizo mi papá.
– ¡Oh, sí! Es de quilla plana, ¿no?
– ¿Cómo dices? -preguntó Aldous.
– ¿Tienes un hermano?
– Sí… ¿Por qué?
– ¡Lo sabía! -exclamó Alaric.
Naia volvió a la conversación, pero puso cara de decepción.
– Pensaba que podías tener una hermana -dijo.
– La tengo. Dos -aclaró Aldous.
– ¿Dos? ¿Tienes dos hermanas?
– Sí. Ursula y Mimi.
– ¿Ursula y…?
– Mimi.
Alaric se inclinó hacia abajo, muy interesado.
– ¿Cómo se llama tu hermano? -preguntó a Aldous.
– Ray.
El interés se entibió.
– ¿Ray?
– ¿Cómo se llaman tus padres? -preguntó Naia.
Aldous frunció el ceño.
– ¿Por qué estáis haciendo todas esas preguntas?
– Mera curiosidad.
– La curiosidad mató al gato.
– Ciertamente matará al mío si no tiene un poco más de cuidado -dijo ella-. No se llaman Alex e Iván, ¿verdad?
– ¿Quiénes?
– Tus padres.
– No -dijo Aldous, con los labios súbitamente apretados.
– Bueno, eso ya ha quedado aclarado -masculló Alaric.
Ella lo miró.
– ¿Tienes un árbol genealógico?
– Ya sabes que sí -dijo Alaric-. ¿Cómo piensas que llegué hasta aquí?
– Me refiero al que hizo mamá para poner al final del álbum familiar -explicó Naia.
– Mi madre no llegó tan lejos con el suyo -le recordó él.
– ¿Qué has hecho con él? Me refiero a tu álbum.
– Tuve que esconderlo -dijo Alaric-. ¿Qué hiciste tú con el tuyo?
– Todavía anda por ahí, con unas cuantas páginas menos -respondió Naia.
– ¿Las tiraste?
– No. No pude -dijo Naia-. Están metidas en una carpeta debajo de mi cama.
– ¿Y nadie mira ahí nunca?
– Kate y yo tenemos un pequeño acuerdo. Mi habitación es privada. Nadie entra en ella sin que yo le haya dado permiso para hacerlo. La pega es que he de limpiarla y ordenarla yo misma.
– ¿Por qué no seguís con lo vuestro como si yo no estuviera aquí? -dijo Aldous.
Alaric miró hacia abajo.
– Lo estábamos haciendo.
Una voz de mujer que hablaba con un ligero acento extranjero sonó desde la casa.
– ¡Sólo estaba hablando! -gritó Aldous como respuesta.
– ¿Le hablabas al árbol? -quiso saber la mujer.
– No, a…
– ¡No nos menciones! -siseó Naia.
– Hablaba solo -concluyó Aldous.
– Está bien. Pero ten cuidado -dijo la mujer.
– Ya lo tengo -replicó él.
– Más vale que sigas teniéndolo.
– ¿Tu madre? -dijo Naia mientras Marie se retiraba de la ventana. Aldous asintió-. Suena como si fuese extranjera.
– Es francesa.
– Oh, así que eres mitad francés…
Aldous se encogió de hombros.
– ¿Lo hablas? -preguntó Naia.
– Je parle autant que j'ai besoin autour d'ici -dijo Aldous.
– ¿Eso es un sí o un no? -dijo Alaric.
– Sin duda necesitáis una casa de ese tamaño, con todos esos hermanos y hermanas -dijo Naia.
– Un hermano -corrigió Aldous.
– Pero dos hermanas, y tus padres. Seis en total.
– Siete.
– ¿Siete?
– Si incluyo a mi tía Larissa. Y somos ocho cuando su amiga Vita viene a pasar unos días en casa. Vita no me gusta nada. Fuma continuamente.
– ¿Por que tu tía está viviendo con vosotros? -preguntó Alaric.
– No tiene ningún otro sitio al que ir. -Aldous se sentó de golpe en el bote-. Ya nos veremos -añadió.
Y se fue.
– Pregunta -dijo Alaric mientras Aldous se alejaba remando.
– ¿Sí?
– Si son unos Underwood, ¿por qué son tan diferentes?
– Necesito echar una ojeada al árbol genealógico antes de responder a esa pregunta -dijo Naia.
– ¿Qué te dirá esa ojeada?
– Eso habrá que verlo.
– ¿Por qué no te limitas a decirme lo que estás pensando? -pidió Alaric.
– ¿Para que luego te burles de misi estoy equivocada? No, gracias.
El árbol se movió muy ligeramente en torno a ellos.
– ¿Qué Ha sido eso? -dijo Alaric, un tanto nervioso.
Naia tenía pocas dudas al respecto, de modo que se preparó. -Vuelve mañana, a las diez -dijo a Alaric. -¿Volver? -repitió él. -Sube a tu árbol a las diez de la maña… Naia se había ido. Alaric, también. Cada uno a su punto de partida, donde sus fuerzas los abandonaron instantáneamente. Tuvieron que recurrir a todas sus reservas de energía para llegar a la casa.
Martes:2
Aquélla fue la mañana en que el señor Knight llevó las botas a Aldous.
– Tuve que adivinar tu talla -dijo-. Espero que te vayan bien, porque son las últimas que quedaban en la tienda. Ha habido una gran demanda de ellas.
– ¿Son para mí? -dijo Aldous.
– Sí. Pruébatelas.
Habría sido una extraña estampa para el observador casual. Un hombre, con unas botas que le quedaban bastante apretadas, de pie en el agua ofreciendo un par de botas a otro, sentado en una hamaca. El señor Knight sujetó la hamaca mientras Aldous se ponía una de las botas.
– Está bastante rígida -dijo cuando su pierna hubo quedado cubierta.
– Tendrás que aflojarlas un poco. Mueve los dedos de los pies.
Aldous obedeció.
– Sobra espacio -dijo.
– ¿Demasiado? -preguntó el señor Knight.
– No, sólo el justo.
– Prueba con la otra.
Aldous se calzó la segunda bota impermeable. Sus piernas quedaron rígidamente extendidas ante él.
– ¿Estás seguro de que se doblarán? -preguntó.
– Unos cuantos días de uso deberían bastar -respondió el señor Knight.
Aldous se disponía a bajar de la hamaca cuando el jardinero lo cogió del brazo para ayudarlo.
– Puedo arreglármelas.
– Seguro que sí.
Un instante después Aldous estaba de pie en el agua, con las piernas rígidas en sus altas botas verdes; los dos se pusieron a contemplarlas como si esperaran que bailasen.
– ¿Seguro que no te aprietan demasiado? -dijo el señor Knight.
– Parece que me van bien -respondió Aldous.
– Porque en cuanto hayas caminado con ellas ya no podré volver a quedármelas.
– No, no. Me van bien.
– Entonces da unos cuantos pasos con ellas.
Aldous así lo hizo.
– Me siento como un espantapájaros.
– Tenía intención de hablarte de eso -dijo el señor Knight.
– ¿Eh?
– He pensado que podríamos ir a la tienda de Sue Ryder.
– ¿La tienda benéfica? -preguntó Aldous.
– La beneficencia es cuando consigues algo a cambio de nada. Allí venden cosas. Como ropa.
– No necesito ninguna prenda -dijo Aldous.
– Esa chaqueta parece haber conocido días mejores.
– Cosa que no tiene nada de sorprendente. La obtuve de un vagabundo.
– ¿Un vagabundo? -repitió el jardinero.
– Él tenía dos chaquetas y yo tenía frío, así que me dio una.
– Muy decente por su parte.
– Yo no se la pedí -dijo Aldous.
– Estoy seguro de que no lo hiciste.
– Y ahora tampoco lo estoy haciendo. Es una chaqueta estupenda.
– Hablemos de ello durante el desayuno -dijo el señor Knight.
– ¿Qué desayuno?
– He pensado que podríamos ir al pueblo y tomar algo en una cafetería para brindar por tus piernas secas.
– Me gusta brindar -dijo Aldous.
– Y a mí. Pero también podríamos tomar beicon. Y huevos, salchichas, tomates…
Las tripas de Aldous gruñeron. Sin embargo, empezó a sospechar. Nadie le había pagado el desayuno antes. No que él pudiera recordar.
– ¿A qué viene todo esto? Botas, chaquetas, desayuno. No es mi cumpleaños.
– ¿Cuándo es tu cumpleaños? -preguntó el señor Knight.
– No me acuerdo.
– Pues, entonces, digamos que hoy es tu cumpleaños.
La reserva de Aldous se desmoronó. La palabra «cumpleaños» lo reconfortaba. Podía no recordar la fecha del suyo, pero se acordaba de la última vez que lo había celebrado. Fue su undécimo cumpleaños, y el primero y último en el que su tía Larissa le había regalado algo. Larissa y los cumpleaños; una broma que nunca pasaba de moda:
– Nada de Larissa.
– Si lo hubiese habido, sentiría que algo no iba bien.
Su cumpleaños no era el único que su tía pasaba por alto, ya que hacía lo mismo con los cumpleaños de todo el mundo. Incluso se olvidaba del de su hermano. Lo olvidaba o hacía como si no existiera. Pero aquel año, sin duda porque estaba viviendo en su casa y se le había recordado a menudo, tenía algo para Aldous. «No son nuevos -dijo mientras le daba los pequeños binoculares de latón, que no estaban envueltos-. Ya no eran nuevos cuando los compré. Pero llevan más de veinte años conmigo. ¡La de cosas que he visto a través de ellos en mis viajes!»
El cumpleaños conmemorado por la tía Larissa, naturalmente, se había celebrado en Whitern Rise. Su siempre altiva amiga Vita, mayor que ella, también había estado allí, con su larga nariz y sus grandes sombreros y sus cigarrillos. Vita era escritora por lo visto y, al parecer, tenía un castillo en Kent. Afirmaba entender mucho de jardines, y se mostraba bastante despectiva al hablar de los trabajos que se habían llevado a cabo en Whitern Rise, algo que irritaba a maman, aunque lo disimulase. Pero ese día había habido gelatina y crema de vainilla y pasteles con forma de mariposa, que para Aldous y los otros niños eran mucho más interesantes que la nada bienvenida visitante. Ursula preparó un gran muñeco de pan de jengibre con «Aldous» escrito en el pecho, lo que hizo reír a todo el mundo.
– ¿Qué es lo que tiene tanta gracia? -le preguntó el señor Knight.
– Algo que acabo de recordar.
Partieron juntos, manteniéndose bien alejados de la orilla del río por si se diera el caso de que confundiesen su posición. Aldous caminaba como si sus piernas estuvieran hechas de madera, pero disfrutaba de la sensación de tenerlas secas.
El pueblo inundado estaba silencioso y desierto mientras iban vadeando el agua a lo largo de Main Street, cruzaban el antiguo puente de madera, dejaban atrás el pub donde murió Eric Hobb y entraban en Stone. Al poco, atravesaron las aguas marrones de la plaza del mercado y subieron la escalera que llevaba a la sala seca del Horno del Panadero, al lado de los Cross Keys. Pidieron sus dos desayunos, pero pasados cinco minutos Aldous empezó a sentirse nervioso y se encogió sobre sí mismo, como si esperara que las paredes y el techo fueran a desplomarse sobre él. Engulló su comida a toda prisa, corrió escaleras abajo y salió fuera lo más pronto que pudo.
Martes:3
Cuando hubo recuperado las fuerzas, Naia volvió a la sala alargada en busca del álbum familiar. Aunque había quitado las últimas páginas después de su llegada en febrero, no había sacado el árbol genealógico del interior de la cubierta de atrás. No tuvo corazón para ello, pues su madre había invertido mucho esfuerzo en investigarlo y dibujarlo. El hecho de que la Alex de esa realidad no hubiera vivido lo suficiente para llegar a completar el trabajo era muy triste, pero la única persona que podría haberse quedado atónita al ver el árbol genealógico en su forma terminada era Iván. Naia no dudaba de que aquel Iván se mostraría tan poco interesado en el árbol genealógico como lo estuvo su verdadero padre durante todo el tiempo que su madre pasó trabajando en él, a pesar de que la familia en cuestión era más de él que suya. El interés de papá por sus antepasados siempre había sido poco menos que nulo.
Para sorpresa de Naia, el álbum no se encontraba en su lugar habitual al lado de la vieja edición de la Enciclopedia Británica. Preguntó a Kate si lo había visto.
– Hará cosa de una semana vi a Iván con él -le dijo ella-. Pero no sé dónde lo ha puesto. Podrías llamarlo a la tienda…
Iván había ido a cerciorarse de que sus fortificaciones aún resistían la inundación. En su antigua realidad Naia no habría vacilado en llamarlo, a la tienda o a cualquier otro lugar, pero aquí era distinto. Si bien podía representar ante él la charada del padre y la hija, hasta el momento no había sido capaz de llamarlo por teléfono, bajo ningún pretexto. Tampoco lo telefoneó entonces, pero, incapaz de hacer acopio de la paciencia necesaria para esperar hasta que él hubiera regresado, fue arriba para examinar los papeles de la difunta Alex.
Había descubierto la maleta en el trastero hacía unas semanas, debajo de unos cuantos trastos viejos que Iván había guardado allí porque no se le ocurría qué otra cosa podía hacer con ellos. Aquella maleta contenía la mayor parte de las cosas que se habrían encontrado dentro de una maleta idéntica en la realidad donde había nacido Naia, incluido el artículo de cierta revista, una esquela y el dibujo. Dio con lo que estaba buscando dentro de un sobre tamaño A4 que no había abierto con anterioridad, pero su suerte terminó allí. La madre de Alaric había muerto antes de que tuviera ocasión de compilar toda la información que la madre de Naia había seguido acumulando después del accidente y finalmente, el otoño pasado, había transformado en el árbol genealógico de los Underwood. Las notas, diagramas y fechas sin asignar no tenían demasiado sentido para Naia, lo cual significaba que tendría que esperar a que regresara Iván después de todo. Le pareció frustrante, cuando tenía tantas ganas de averiguar si sus sospechas eran justificadas o meramente descabelladas.
Martes:4
«Caseta de los botes» era un término un tanto excesivo para la pequeña cabaña que había en la orilla del río, unos cuantos metros más allá del embarcadero. Hacía muchos años, Eldon Underwood, el bisabuelo de Alaric, había excavado un hoyo en la orilla para construir sobre él un cobertizo de madera para el pequeño bote que cogía cuando quería estar solo. Según Elizabeth Arnott Underwood, la bisnieta a la que no había llegado a conocer y que fue su biografa, Eldon había escrito la mayor parte de su poesía posterior al año 1914 en ese bote. Para cuando llegaron los primeros años del siglo XXI, sin embargo, la caseta había quedado olvidada y, rodeada por la maleza, era prácticamente imposible distinguirla ni siquiera desde el río, sobre todo en verano cuando el denso follaje de un enorme sauce casi la cubría. El bote llevaba años pudriéndose.
Alaric había descubierto la caseta de los botes cuando tenía diez años. Estaba chapoteando en el río y había entrado en ella nadando antes de percatarse de lo que era. Mientras exploraba el interior, había encontrado, justo debajo del techo, el estante alejado del agua que Eldon había utilizado para guardar su obra literaria en fase de realización. En el otoño de 1939, consciente de que su muerte estaba próxima, Eldon había sacado de allí todos sus papeles, razón por la cual Alaric sólo encontró unos cuantos insectos muertos, un ovillo de bramante para jardinería y un cuchillo. Este último era en realidad una gran navaja, con una sola hoja que entraba en un largo y ya bastante descolorido mango de hueso. Para Alaric eso no era nada del otro mundo: él tenía un cuchillo mejor, y más nuevo. Así que dejó aquél con los insectos muertos y el bramante. Pero nunca había olvidado aquel escondite secreto, y en marzo pasado, puesto que necesitaba un escondrijo donde ocultar el álbum familiar, buscó y encontró una caseta de los botes idéntica en esa realidad. Allí, también, había un estante que contenía un ovillo de bramante y una larga navaja. Volvió a dejar el ovillo, pero esta vez se guardó el cuchillo plegable en el bolsillo. Un recordatorio.
Ya que había decidido dónde esconder el álbum, necesitaba también algo para envolverlo, a fin de mantenerlo seco, y encontró una resistente bolsa industrial de polietileno, una especie de saco pequeño, en la alacena que había debajo de la escalera. Era lo bastante grande para contener el libro de manera holgada y disponía de una larga cinta de plástico cuya resistencia, una vez tensada y asegurada mediante un nudo, la mantenía a prueba de agua. Alaric dejó el paquete en la caseta de los botes, en el fondo del estante, y se sintió razonablemente seguro de que nadie lo hallaría nunca.
No obstante, ahora, pasados tres meses, quería recuperarlo. Las curiosas observaciones de Naia acerca del árbol genealógico que había en su álbum habían hecho que Alaric volviera a pensar en su propio álbum. En el suyo no había ningún árbol genealógico, pero de pronto necesitaba volver a tener el libro en las manos y hojear su vida anterior.
Esperó hasta el anochecer, cuando Alex e Iván estaban viendo la televisión. Para bajar a la caseta de los botes tuvo que abrirse paso a través de la cortina de hojas de sauce que pendían sobre la orilla, hasta llegar a cuatro escalones de cemento bastante erosionados. En circunstancias normales los tres primeros habrían estado secos, pero ahora todos los escalones se encontraban debajo del agua y Alaric descendió por ellos con mucho cuidado. Cuando llegó abajo de todo tuvo que agazaparse y entrar de lado en la caseta, donde el nivel del agua había llegado hasta la mitad de la pared; además, el olor allí era bastante desagradable. Dentro estaba oscuro, pero tanteando con las manos debajo del techo encontró lo que había ido a buscar. La bolsa de polietileno estaba perfectamente seca.
Alaric regresó a la orilla y se puso a cubierto detrás del velo de los sauces; luego se aseguró, hasta donde le alcanzó la vista, de que no lo estaban observando desde la casa. Se disponía a salir de su escondite cuando sintió algo cerca. Se dio la vuelta, pero no vio nada extraño. De pronto se acordó de que el abuelo Rayner lo había llevado allí. El abuelo había dicho que cuando bajabas hasta quedar por debajo del sauce, cerca del tronco, el mundo parecía retirarse un poco. Alaric había probado a hacerlo a instancias de su abuelo, y era cierto. Hasta los sonidos naturales parecían quedar disminuidos cerca del tronco. El sitio también tenía de extraño que era el único punto del jardín donde no crecía nada, ni siquiera malas hierbas. El abuelo le había contado que cuando era joven, en verano, solía esconderse allí a esperar que alguien de la casa lo echara en falta. El tamaño que tenía el sauce por aquel entonces no se parecía en nada al actual, pero proporcionaba cobijo suficiente para su pequeña forma acurrucada.
– Cuando estaba aquí trataba de encontrar gusanos, orugas y caracoles -había dicho Rayner-. Pero nunca había ninguno. Era como si el suelo no permitiera que nada viviese en él, o encima de él. Aun así, no parecía importarle que yo estuviera aquí. Y sabes, a veces…
– ¿A veces qué?
– Oía voces.
– ¿Voces?
– No llegaban a ser del todo voces. Otros sonidos, también, que no deberían haber estado presentes aquí.
– ¿No te asustabas?
– Oh, no daba nada de miedo. Era mi lugar secreto. Y ahora es el tuyo.
Alaric no había llegado a decirlo, pero para él sólo era un trozo de terreno yermo. Fue allí en una ocasión después de que Rayner hubiese muerto, para ver si podía oír aquellas voces que no eran del todo voces y esos sonidos suyos, pero no había nada, y nunca regresó. Esta vez tampoco notó nada, salvo aquella sensación un tanto desconcertante de algo huidizo, intangible, y eso fue todo.
Volvió a la casa tan rápido como las aguas se lo permitieron y al llegar subió por la ventana que había junto a la puerta del porche, se quitó las sandalias y se apresuró a ir a su habitación. Se disponía a desenvolver el álbum cuando Alex lo llamó desde el final de la escalera. Alaric guardó el álbum en su armario, poniéndolo al fondo de todo, para examinarlo más tarde. Cuando ese momento hubo llegado, decidió que la cosa podía esperar hasta mañana. Sin embargo, por la mañana se quedó dormido hasta más tarde de lo habitual, y se olvidó de ello.