52030.fb2 La inundaci?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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MIÉRCOLES

Miércoles:1

Iván negó saber nada acerca del paradero del álbum.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Naia-. Tienes que saber dónde está. Kate te vio con él.

– ¿Lo hizo? -dijo Iván-. Bueno, si lo tenía no sé dónde lo puse. ¿Para qué lo quieres, de todas maneras?

– Sólo quiero mirarlo. Tengo derecho a hacerlo, ¿verdad?

– Si me tropiezo con él tú serás la primera en saberlo.

– Oh, gracias. Estoy segura de que te quedaré muy agradecida.

Eso había sido la noche anterior, y Naia pasó el resto de la velada buscando el álbum, sin dar con él. La única vez que lo necesitaba y no había manera de encontrarlo…

Aquella mañana, todavía enfadada, salió de la casa diez minutos antes de lo necesario, con la intención de desahogarse un poco chapoteando por el jardín. Salió por la ventana con las botas todavía mojadas y se sorprendió al ver que alguien se alejaba del árbol Genealógico anegado y atravesaba los arbustos en dirección al camino de acceso. Era el anciano del cementerio; aquel al que había conocido el primer día de su exilio y que dijo llamarse Aldous Underwood. ¡Otro Aldous! Entonces, también, aquel primer y horrible día, el nombre la había pillado por sorpresa, porque tres días antes había encontrado una curiosa carta, firmada «Aldous U., Whitern Rise», en el árbol Genealógico de la realidad que le correspondía a ella. Desde su primer encuentro con aquel hombre, Naia sólo lo había visto en tres ocasiones más, pero siempre en la lejanía, una vez apoyado en la barandilla del largo puente del río, otra paseando por el pueblo con el señor Knight, y la última ayer, en el sendero que discurría entre el cementerio y su antigua escuela. Pero ahora el anciano había entrado en el jardín, seguía en él, de hecho, y presumiblemente había estado en el árbol Genealógico. ¿Por qué? ¿Por qué razón? ¿Podría ser que…?

Naia ya se había convencido de que era una variación de aquel hombre quien había dejado la carta dentro del Agujero de los Mensajes de su árbol Genealógico original. Las dos realidades eran idénticas en la mayoría de los detalles, pero a veces las cosas sucedían en momentos distintos. El señor Knight había dado fe de ello al presentarse para ofrecer su ayuda en el jardín actual algún tiempo después de que su doble hubiera ofrecido sus servicios en el anterior. Bien. Entonces, quizás, el hombre que se hacía llamar Aldous Underwood había metido una carta en el Agujero de los Mensajes de ese árbol Genealógico, cuatro meses después de que su doble hubiera puesto la misma carta en el otro.

Naia se dirigió hacia el árbol y miró en el agujero. El interior estaba oscuro, pero cuando metió la mano para buscar por debajo del borde tocó algo. Sacó de allí un sobre toscamente hecho de alguna tela que parecía haber sido tratada con aceite o cera, probablemente para impermeabilizarla. Era muy similar, si es que no idéntico, al que ella había encontrado -y luego dejado donde estaba- en su antigua realidad. Incluso llevaba la misma inscripción, «Para el que lo encuentre», y, al igual que el otro, estaba sellado con lacre rojo en el que se había dejado impresa la letra «A».

Pese a que ansiaba abrirlo para cerciorarse de que contenía el mismo documento, Naia decidió dejar el sobre para más tarde, cuando podría estudiarlo a placer, en su habitación. En vez de correr el riesgo de que se le cayera de la chaqueta, lo devolvió al agujero del árbol y empezó a trepar por el tronco.

Miércoles:2

Durante una gran parte de su reclusión en Whitern Rise, Larissa May Underwood, una viajera incansable, no había estado del mejor de los humores. Las camisas de fuerza siempre producían ese efecto sobre ella, decía. Su hermano se mostraba abiertamente divertido ante la resuelta hosquedad de la expresión de Larissa, pero él era una de las pocas personas que podían reírse de ella en sus narices sin tener que pagarlo muy caro. Para tres de los niños -Aldous, Ursula y el pequeño Ray- Larissa era un temible pajarraco. Sólo Mimi disfrutaba con su compañía. Mimi la soñadora, a la que le encantaba leer en voz alta los poemas de su abuelo, incluso cuando no entendía ni una palabra de ellos, y que desde los seis años de edad había estado prendada de Rupert Brooke, o de su fotografía. Ella y su tía solían ser vistas juntas, sin decirse gran cosa y haciendo todavía menos, pero a gusto la una con la otra a pesar de los muchos años de diferencia de edad que las separaba.

Larissa, a quien a su manera divertían las recientes actividades de Aldous en el jardín, había propuesto un viaje en bote a lo largo del río para dos personas. Cuando lo oyó, Mimi rogó que se le permitiera acompañarlos. Larissa no puso ninguna objeción, pero ahora se sentía obligada a invitar también a Ursula. Sin embargo, Ursula sacudió la cabeza; prefería proseguir su lucha con Virginia Woolf. Larissa se rió al oírselo decir, realmente rió, y dejó caer Orlando en el regazo de su sobrina. Nadie sugirió que el pequeño Ray debiera tomar parte en la salida, y Marie ya se sintió lo bastante preocupada cuando se enteró de que Aldous y Mimi querían ir.

– Oh, no sé. ¡Imagínate que sucediera algo! -dijo.

– ¡Imagínate que nunca sucediera nada! -replicó Larissa muy seria.

Marie se dio por vencida. Era lo que solía hacer con Larissa, mucho más fácilmente que con ninguna otra persona. Apenas conocía a su cuñada antes de que fuera a vivir a su casa dieciocho meses atrás, y siempre le había inspirado cierto receloso temor; nunca había llegado a sentirse a gusto en su presencia. La sensación era mutua, aunque ambas mujeres conseguían llevarse bien la mayor parte del tiempo, y de vez en cuando, si se esforzaban de veras, podían ser moderadamente cordiales la una con la otra.

Aldous y su padre eran los únicos que se habían atrevido a salir de la casa desde la crecida del río. A Aldous no le importaba que se le mojaran las piernas, pero A. E., que prefería tener los pies secos, llevaba sus botas impermeables hasta el último peldaño no sumergido y se las calzaba antes de entrar en el recibidor. Ayer, no obstante, había sujetado una larga escalera a la ventana del cuarto de invitados, un medio de salir que Larissa aprobaba, pues lo consideraba «un poco más aventurero que limitarse a ir al piso de abajo». Ahora ella usó la escalera, seguida por Mimi y Aldous, para descender al bote que su hermano había traído desde donde se encontraba amarrado fuera de la sala del río.

Fue la misma Larissa, sin prestar ninguna atención a la nerviosa Marie que los miraba desde la ventana, quien los alejó de la casa remando. Aldous fingió que tampoco veía a su madre, pero Mimi, toda sonrisas, no paró de despedirse de ella con la mano hasta que desaparecieron detrás del sauce que extendía sus ramas sobre la diminuta caseta de los botes de su difunto abuelo.

Podrían haber remado a través de los canales de los juncos, o hasta el pueblo, o a cualquier otro sitio al que les apeteciera ir, pero Larissa había decidido que irían al puente del pueblo, y el único modo de llegar hasta allí era seguir el curso del río. Enormes nenúfares, prendidos al cauce del río por largos y flexibles tallos, acechaban debajo de la superficie, pero unos cuantos, que se habían elevado un poco más, ornamentaban la ruta a seguir. Mimi lo pasó en grande metiendo una mano en el agua y resiguiendo el contorno de los nenúfares al pasar, y en un momento dado corrió el riesgo de caerse al agua al inclinarse sobre la borda para coger una de aquellas coronas amarillas, que llevó en el pelo durante el resto del viaje.

Mientras Larissa remaba -con un brío que los niños nunca habían visto anteriormente en ella- se mostró casi parlanchina, y fue contándoles cosas acerca de su persona de las que no estaban al corriente. Larissa nunca había mostrado interés por los hombres, pero dieciocho años antes, nueve meses después de «una noche más bien desagradable» con un marinero holandés que estaba de paso por Honduras, había dado a luz. Si en algún momento supo cómo se llamaba el marinero, les contó, había olvidado su nombre en cuanto comprendió lo que ella tendría que hacer por la causa de la ciencia. El holandés anónimo siguió su camino sin ser consciente de que había dejado algo de sí en la bronceada mujer con sombrero de ala ancha a la que había visto por primera vez en el muelle cuando discutía con los pescadores. Larissa contó a Aldous y Mimi cómo había encontrado un nombre para su hijo en el libro de historia de la Iglesia cristiana que llevaba en su mochila. Acababa de llegar al siglo VII y al primer rey cristiano de Nortumbria, cuyo nombre era Edwin.

– Bueno, algún nombre tenía que ponerle -dijo-, y pensé que los había peores, así que elegí Edwin. Me resistí a añadir «rey».

Ella y Edwin habían vivido en un pueblecito del sur de Dorset hasta que, habiendo llegado a la avanzada edad de catorce años, de pronto el muchacho anunció que iba a trabajar como aprendiz de un comerciante de efectos navales de Weymouth, el cual le proporcionaría alojamiento. Justo dos años después de la partida de Edwin, Larissa se quedó inesperadamente sin casa cuando el gobierno requisó el pueblecito para «usos de guerra». Fue la invitación de su hermano lo que la llevó a Whitern Rise, donde aún seguía. Edwin sólo había ido a visitarla allí en una ocasión, y ella dio la impresión de que tampoco deseaba reuniones más frecuentes con su hijo.

– Su padre era marinero, su madre no puede soportar estar en el mismo sitio durante más de una tarde -contó a Aldous y Mimi mientras remaba hacia el puente del pueblo-, y entre ambos produjimos un dependiente, si bien uno que está vinculado al agua. Además, curiosamente, es achaparrado, en tanto que yo soy bastante alta y el marinero tampoco era bajo. A veces me pregunto si no me dieron el cambiazo durante el parto -dijo Larissa-. Por si os lo preguntáis, todavía estoy hablando de vuestro primo Edwin.

Miércoles:3

Naia seguía en lo alto del árbol, sobre la misma rama de antes, y no tenía nada que hacer aparte de esperar a que «sucediese», si es que iba a suceder. Miraba de un lado al otro, inquieta, cuando reparó en que las hojas parecían menos verdes que de costumbre. Estaban un poquito amarillentas, eran más pequeñas y no tan abundantes como uno esperaría en el mes de junio. También percibió un olor raro, como a setas. «Bueno, yo tampoco tendría el aspecto y el olor que asociamos con el buen tiempo -pensó- si me hubiera tirado días enteros metida en el agua.»

Miró su reloj. Pasaban unos minutos de las nueve. Quizás él no se tomase la molestia de acudir. Ya era realmente asombroso que se la hubiera tomado la última vez, después de lo que había hecho ella. Naia se preguntó si habría funcionado. Un simple roce, y ambos habrían recuperado su vida. La idea de volver a intentarlo resultaba tentadora. Pero no, ella había dado su palabra. Menuda estupidez, se dijo. Estaba segura ahora de poder romper una promesa si eso significaba que el hacerlo le proporcionaba…

De pronto el árbol se estremeció. Las ramas variaron su ubicación, las hojas cambiaron y se volvieron más brillantes, creciendo en cantidad y volumen, y Naia se encontró agarrándose con todas sus fuerzas para no caer al suelo. Se percató de que la rama, allí donde no lo había notado anteriormente, no era tan larga o sólida en esa realidad, o tan alta.

– Pensaba que esta vez no iba a funcionar -dijo Alaric.

– Yo también -respondió Naia-. Puede que hoy nos falte algo.

– ¿Un factor?

Estaba burlándose de ella. Naia hizo como si no se hubiera dado cuenta.

– El chico. Aldous. Las otras veces él estaba aquí.

– Bueno, hemos llegado, así que no lo necesitamos.

– Me parece que bajaré -dijo Naia.

– Yo no lo haría -advirtió él-. Podrían verte.

– No te preocupes. No tienes por qué venir conmigo.

– Sólo quería decir que podría ser un poco complicado que se te viera. Que se nos vea.

– Porque entonces tendrías que mostrarte simpático, ¿verdad?

Mientras iba bajando al agua, Naia pensó que sus pies nunca volverían a tocar el suelo. Cuando lo hicieron, el agua casi le llegó a la ingle. Alaric se reunió con ella; sus ingles quedaban a salvo, pero se sintió muy incómodo cuando, al avanzar, el agua le empapó la tela de sus pantalones cortos y la humedad fue subiendo. Se aseguró de mantenerse lo suficientemente alejado de Naia por si ella no cumplía su palabra.

Estuvieron acechando un rato, protegidos por la sombra del árbol, desde donde podían distinguir más diferencias tanto en la casa como en el jardín. Además de los postigos marrones en todas las ventanas superiores de aquel lado, había una ventana extra entre el trastero y la esquina más próxima. En las realidades de ambos, aquella ventana había sido tapiada con ladrillos hacía cosa de unos veinticinco años. Un gran barril para recoger el agua de lluvia estaba colocado junto a la puerta de la cocina allí donde ellos no tenían ningún barril. No había ningún garaje. Ya se habían dado cuenta de que en el jardín sur de aquella realidad había más árboles. No parecía haber muchos más en ningún otro sitio, pero había bastantes más arbustos y matorrales que luchaban por emerger de la inundación. También vieron un par de cobertizos de madera, y un invernadero, y la desvencijada casita de verano en la que había reparado Naia durante su primera visita.

– Viejas fotos -murmuró.

– ¿Qué?

– El otro álbum familiar. El antiguo. Podría haber salido directamente de todo esto.

Había un álbum familiar anterior, tanto en la realidad de él como en la de ella, que contenía fotos en sepia o en blanco y negro; algunas de ellas se habían vuelto bastante borrosas. Mostraban tías y tíos olvidados y bisa-esto y bisa-aquello a los que apenas habían llegado a conocer cuando éstos eran ya muy ancianos, o cuyas vidas se les habían escapado por completo. Varias de las fotos más viejas mostraban a un orgulloso aunque desgarbado hombre joven que vestía uniforme del ejército, un muchacho de ojos brillantes y con un atisbo de bigote. Era Roderick Lyman Underwood. Las madres respectivas de Alaric y Naia habían descubierto, en el curso de sus primeras investigaciones con vistas a confeccionar el árbol genealógico, que Roderick había muerto en Flandes en noviembre de 1917, durante la batalla de Passchendaele. Tenía dieciocho años, y su temprana muerte había supuesto un giro decisivo en la historia de la familia Underwood. Si Roderick no hubiera muerto cuando lo hizo, un año antes del final de la Gran Guerra, Whitern Rise habría terminado yendo a parar a sus manos en vez de a las de A. E., el hermano más joven, y entonces una rama alternativa de la familia habría morado allí a lo largo de los años. Debido a los distintos encuentros, relaciones y conexiones que habrían tenido lugar dentro de la rama de la familia que, en este escenario, no habría ocupado Whitern Rise, Alexandra Bell no habría conocido a Charles Iván Underwood en 19X7 y tenido un hijo suyo un año después; y entonces ni Alaric ni N.ua habrían nacido. A menos, naturalmente, que existieran versiones alternativas de Roderick y sólo una de ellas hubiese sobrevivido.

El viejo álbum familiar contenía fotos del exterior de la casa, o de algunas partes de ella. Nunca parecían ser más que un telón de fondo fragmentado que se había utilizado para tomar instantáneas de personas en el jardín. Pero Naia tenía razón. Lo poco de la casa que mostraba el álbum se parecía más a ésta que a las de ellos.

– No lo entiendo -dijo Alaric.

– Si se trata de lo que estoy pensando, yo tampoco lo entiendo -convino Naia.

– ¿Qué estás pensando?

– Ya te he dicho que primero quería comprobar el árbol genealógico.

– Bueno, ¿y no lo hiciste?

– Mi álbum ha desaparecido -dijo Naia-. Tu padre lo perdió.

– Ahora es tu padre -replicó Alaric.

– No me lo restriegues por las narices.

– No podemos quedarnos aquí -dijo Alaric-. Cualquiera podría vernos.

– Quizás hayan salido de casa -sugirió Naia.

– ¿Los siete?

Ella se encogió de hombros.

– ¿Una excursión de familia a algún sitio? -dijo.

– ¿Desplazándose por el agua? -replicó Alaric.

– ¿Quién sabe? ¿Y si llamamos a la puerta?

– ¿No habías dicho que habían salido?

– Dije que podrían haber salido.

– Si están en casa, no van a abrir la puerta y dejar que entre toda el agua.

– Acerquémonos a una ventana, entonces; a ver si descubrimos a alguien dentro.

– Bien -dijo Alaric-. Llamamos a la ventana y alguien responde. ¿Y entonces qué? ¿Nos presentamos? ¿Les decimos que formamos parte de la familia y que venimos de un par de dimensiones distintas, y todos nos estrechamos la mano?

– No podemos decir de dónde venimos -dijo Naia-. De todos modos no nos creerían. No, entablamos una conversación banal y así averiguamos qué es lo que podemos…

– ¿Puedo ayudarlos en algo?

Un hombre acababa de asomarse por una ventana del piso de arriba.

– Es hora de probar suerte -masculló Naia, y echó a andar hacia la casa.

Después de una pausa, Alaric la siguió, aunque de mala gana.

Miércoles: 4

Larissa ya los había llevado hasta el puente del pueblo y un poco más allá cuando fue hacia la orilla y amarró el bote en un semicírculo de juncos.

– Estas cosas me recuerdan al delta del Nilo -dijo mientras sacaba unas tijeras de podar de una bolsa de cuero-. Moisés y todas esas paparruchadas.

Cortó una docena de juncos y los dejó en el fondo del bote, advirtiendo a sus pasajeros de que tuvieran cuidado con dónde ponían los pies.

La orilla del lado del puente que quedaba en el Great Parr era un poco más alta, así que el agua no la cubría tanto. De haberlo deseado, habrían podido subir a ella y andar por terreno seco para variar, pero optaron por permanecer en el bote. Justo cuando Aldous y Mimi empezaban a preguntarse qué haría su tía a continuación, ésta mostró un bolsito de muselina que, una vez abierto, reveló varias docenas de brillantes bayas verdes.

– Las recogí la semana pasada, justo antes de la inundación -dijo al tiempo que las distribuía-. Desde entonces han estado tomando el sol en la repisa de mi ventana. -Partió una por la mitad mordiéndola con los dientes de delante y la saboreó-. Oh, adoro las bayas tempranas. No están todo lo maduras que a uno le gustaría, pero… probadlas. -Se tragó la otra mitad con deleite-. Duras, amargas y velludas. Me recuerdan al padre de Edwin, pero prefiero una baya.

Aldous y Mimi probaron una cada uno. Larissa rió suavemente cuando se les ahuecaron las mejillas. Después de sentir el primer sabor las mordisquearon con educación en vez de metérselas enteras en la boca, como a buen seguro harían dentro de un mes.

– No sé si sabéis que a veces a las bayas se las llama moras de las hadas -les explicó su tía mientras tragaba otra con un estremecimiento de placer-. Moras de las hadas, moras de las hadas, porque en tiempos lejanos se creía que las hadas las escondían en los matorrales espinosos para mantenerlas a salvo de depredadores como nosotros. Mi abuela Elvira me informó a una muy tierna y crédula edad de que yo había nacido bajo los arbustos de bayas de Whitern Rise. Tardé años en darme cuenta de que había un pequeño problema con eso. Probablemente me dejó marcada para toda la vida.

Con todo lo faltas de jugo y ácidas que eran las bayas, para Aldous y Mimi, en un bote lejos de casa, eran un raro don. Mientras las mordisqueaban y torcían el gesto en las aguas inmóviles, bajo un frío sol blanco y un cielo opaco, también experimentaron una sensación de calma que parecía intemporal y completa, hasta que fue rota por el susurro apremiante de Larissa.

– ¡Ardilla!

Una pequeña criatura roja de tupida cola había bajado de un pino para mordisquear una piña que sujetaba entre las patas.

– Es un roedor, ya lo sé -susurró Larissa mientras Aldous y Mimi se inclinaban hacia delante para poder verla mejor-, pero tengo bastante cariño a esas pequeñas alimañas. Viví durante un tiempo en Ontario, como sabéis, en una cabaña de troncos al lado de un lago. Era paradisíaco hasta que llegaba el invierno, y entonces me iba al sur, a Florida, hasta que regresaba el calor. Por aquellas fechas tenía una compañera llamada Tallulah, una moza magnífica con un pelo precioso, que estaba escribiendo un libro sobre las mujeres británicas que se establecieron en Canadá a finales del siglo XVIII. Una primavera en el lago, mientras Lulah estaba conmigo, encontré a una cría de ardilla en la hierba. Era minúscula; hacía tan poco que había nacido que todavía tenía los ojos cerrados. Recogí del suelo a aquella cosita, la llevé a mi dormitorio y la alimenté, y su nueva vida le sentó muy bien. Llegó a cogerme mucho cariño. La llamaba Bribonzuela, o Bribona, para abreviar.

»Ese otoño -continuó diciendo Larissa, que hablaba en voz muy baja para no asustar a la ardilla que mordisqueaba su piña-, llevé a Bribona fuera, la puse en un árbol y le dije que partiera en busca de los de su propia especie. Sin embargo, no quiso marcharse; se negó a hacerlo. Lo intenté un montón de veces, pero ella se resistía a partir y prefería acomodarse dentro de mi camisa o debajo de mi brazo. Probé a llevar una rama al interior de la cabaña para acostumbrarla a los árboles, pero Bribona no se sentía interesada a menos que yo estuviera sobre la rama con ella. ¡Lulah lo encontraba tremendamente divertido! Cuando tenía ocasión de hacerlo, Bribona dormía dentro de mi cajón de los jerséis. A veces yo sacaba uno y ella iba a parar al suelo. En el exterior, correteaba a mi alrededor como si yo fuera un árbol y me saltaba a los hombros (también a los de Tallulah, cuando ella estaba trabajando) y hurgaba dentro de nuestros bolsillos en busca de piñones y bellotas.

»Afortunadamente, justo antes de que nos fuéramos al sur ese año, Bribona por fin se habituó a los árboles. Desapareció sin un solo meneo de despedida de la cola. Fue sorprendente lo mucho que me dolió eso. Pero la primavera siguiente cuando volví allí (sin la preciosa Lulah), hablé con un vecino ya bastante mayor que vivía al otro extremo del lago y me contó que una mañana estaba sentado fuera, desayunando, cuando una ardilla roja le saltó al hombro y trató de hurgar en su bolsillo. Sólo podía haber sido mi Bribona.

Cuando Larissa concluyó su historia, la ardilla de la orilla reparó en que había unos ojos que la observaban. Lanzó la piña al aire y trepó por el árbol tan deprisa como si le hubieran disparado un cañonazo. Larissa miró a Aldous y Mimi. Nunca habían visto una sonrisa semejante en el rostro de su tía. Un pálido día de junio, cuando el agua estaba alta, un muchacho y su hermana menor estuvieron sentados entre los juncos en un pequeño remanso de paz que seguiría con ellos de por vida. Vidas que podían prolongarse hasta una edad avanzada, o terminar mañana.

Miércoles:5

Naia fue hacia la casa, y Alaric la siguió.

– Estamos buscando a Aldous -dijo al hombre de la ventana.

– Pues se os ha escapado. Ha salido a dar una vuelta en el bote con su tía y su hermana. ¿Hay algo que yo pueda hacer?

– En realidad no. Sólo íbamos a dar una vuelta por ahí.

– ¿Dar una vuelta?

– Pasar el rato.

Otro rostro apareció en la ventana, debajo del primero: un niño pequeño que no quería perderse nada.

– Me parece que no os conozco -dijo el hombre.

– No. Probablemente no.

– Sois un poco mayores para ser amigos de mi hijo, ¿verdad?

Naia miró a Alaric cuando éste se reunió con ella, aunque se mantuvo a la calculada distancia de un brazo. Él no le ofreció ninguna inspiración.

– Estábamos pasando unos días con unos parientes cuando hubo la inundación -dijo al hombre-, y entonces ya no podíamos ir a casa. Conocimos a Aldous hace un par de días. Estaba en su bote.

– No tenía permiso para ir más allá de la verja -dijo el hombre, que no acababa de creer a Naia.

– Lo conocimos junto a la verja. Pasábamos por allí. Él dijo que debíamos venir aquí y saludarlo la próxima vez que… ya sabe.

Incluso a ella le sonaba más bien poco convincente, pero el hombre evidentemente decidió creerla, porque dijo:

– Esperad un momento y bajaré. De todos modos iba a recoger los huevos.

– Papá, papá, yo también -dijo el niño.

El hombre se rió.

– ¿Podríais haceros cargo de esto? Por lo visto he de llevar conmigo a mi chico.

Una cesta de mimbre descendió desde la ventana, y Naia, tras hacerse a un lado, perdió pie. Trataba de esquivar la cesta, de modo que extendió automáticamente los brazos para ponerse a salvo; entonces agarró del brazo a Alaric antes de que éste pudiera apartarse. Se la habría sacudido de encima, pero ella lo apretaba con fuerza para recobrar el equilibrio.

– Preferirías ver cómo me ahogo, ¿verdad? -dijo Naia.

– Te he sujetado, ¿no? -replicó Alaric.

– Fui yo la que se agarró a ti. Pero al menos ahora sabemos que aquí no pasa nada si nos tocamos.

– Eso sí.

– ¡Lo siento! -dijo Naia en dirección a la ventana, y levantó del suelo la cesta mojada.

– Tranquila, no hace falta que esté seca -dijo el hombre mientras pasaba una pierna por encima del alféizar. Se acomodó con cautela en la escalera, con su pequeño firmemente agarrado al cuello, y fue bajando poco a poco, peldaño tras peldaño.

– ¿Y ahora qué hacemos? -susurró Alaric.

– Vamos a comportarnos como si tuviéramos todo el derecho del mundo a estar aquí -replicó Naia-. En esta realidad.

El hombre, que llevaba unas botas impermeables tan altas que se unían en la entrepierna y le llegaban por encima de la cintura, puso los pies en el agua.

– Éste es Ray -dijo al tiempo que palmeaba la rodilla a su hijo.

Naia sonrió.

– Hola, Ray. ¿Cómo estás?

– Muy bien, gracias -dijo el niño-. ¿Y tú?

– Yo también estoy muy bien.

– ¿Y tú cómo estás? -preguntó a Alaric.

– Asombrosamente bien -gruñó Alaric.

– Qué raro… -dijo el hombre.

Alaric siguió la mirada del hombre hasta llegar a su camisa de algodón y sus pantalones cortos mojados, dos prendas que no podían ser de lo más corriente.

– ¿El qué es raro?

En vez de explicarse o hacer algún otro comentario, el hombre preguntó si les gustaría llevarse a casa unos cuantos huevos.

– Oh, no creo que necesitemos ninguno -replicó Naia.

– Claro que sí. Todo el mundo necesita huevos. Por aquí.

Alaric miró con una estudiada indiferencia a su alrededor mientras seguían al hombre y su hijo hasta la fachada delantera de la casa. A Naia, más curiosa, fue poco lo que se le pasó por alto. Estaban ante la puerta principal cuando el hombre se puso a cantar.

Oh, había un anciano llamado Michael Finnegan.

Volvió a dejarse crecer los pelos en la barbilla…

Los visitantes intercambiaron miradas divertidas. La diversión pasó a convertirse en consternación cuando la vocecita chillona del niño se unió al cántico.

El viento sopló y los volvió a hundir.

Pobre viejo Michael Finnegan… a empezar de nuevo.

Había… un anciano llamado…

Existía cierto número de diferencias notables entre sus respectivas versiones de la casa y aquélla. Los perfiles de las ventanas estaban barnizados, había desagües de plomo pintados en vez de los de PVC negro, y aquí no existía ningún porche delantero. La puerta que había entre la entrada principal y la cocina intrigó a Naia, si bien no a Alaric. Tanto en el Whitern Rise de ella como en el de él no había ninguna puerta en ese lugar, sólo una decoloración vertical donde antaño había habido una. Esta puerta era…

Corrió una carrera y creyó haber vuelto a ganar.

Se quedó tan sin aliento que tuvo que entrar de nuevo.

El pobre viejo Michael Finnegan volvió a empezar.

Había… un anciano llamado…

… Era una puerta muy poco llamativa para dar, precisamente, al sitio donde, en las casas de ambos, se alzaba una gran cómoda galesa. Naia recordaba haber oído decir a su padre que los padres de él habían agrandado la cocina, lo cual podía significar que esa puerta daba a un estrecho vestíbulo, donde se guardaban bicicletas, herramientas o trastos por el estilo, desde el cual podía accederse a la cocina a través de una puerta más alejada.

Pasaron ante el cobertizo metálico con el tejado cubierto de tierra, sobre cuya puerta colgaba una lámina de tosco cuero marrón. Naia habría preguntado por el cobertizo si no hubiera sido por el cántico, el cual, a juzgar por la expresión atormentada de su rostro, estaba poniendo bastante nervioso a Alaric.

Se emborrachó por haber vuelto a beber ginebra,

y así volvió a tirar todo su dinero.

Pobre viejo Michael Finnegan… McGinnegan.

La estrofa terminó mientras estaban llegando a un cobertizo de madera con las ventanas cubiertas de tela metálica que ocupaba una parte del espacio donde Naia y Alaric estaban acostumbrados a ver un garaje. Mientras su padre abría la puerta, el niño, que iba sentado sobre sus hombros, se volvió para mirar a Naia, que caminaba justo detrás de ellos. Ahora que lo veía tan de cerca, Naia reparó en que tenía un hoyuelo en la mejilla izquierda y los ojos asombrosamente azules, una combinación que pareció remover algo dentro de ella, algo que luego no fue capaz de precisar antes de que el padre hiciera algún vacuo comentario acerca de la inundación, al que ella se sintió en la obligación de responder.

No habían colocado ninguna barrera para mantener el agua fuera del gallinero, pero había estantes llenos de paja alrededor de las paredes, donde las gallinas se encaramaban, dormían y ponían sus huevos. Naia y Alaric esperaron fuera mientras el hombre y su hijo entraban por la puerta agachando la cabeza. Las gallinas se pusieron bastante nerviosas cuando entraron, pero no tardaron en calmarse. Durante la inundación, habían dado de comer a las aves con regularidad, esparciendo el grano molido diariamente a lo largo de sus lechos, en vez de dispersarlo al azar a través del suelo, así que las gallinas apenas habían notado ninguna molestia.

– Están mejor que nosotros -dijo el hombre-. La casa también se inundó, pero nadie vino a darnos de comer. El agua entró en la vuestra, ¿no?

– Un poco -dijo Naia.

– ¿Sólo un poco? Habéis tenido suerte. Mucha gente del pueblo se ha visto obligada a vivir en el piso de arriba, igual que nosotros. Mi mujer no ha puesto los pies en el de abajo desde que todo esto empezó.

Mientras su padre recogía los huevos, el chico apenas les quitó los ojos de encima a Naia y Alaric ni por un solo instante. Alaric detestaba que lo observaran, incluso si era un niño pequeño el que lo hacía, y apartó la vista. Sin embargo, Naia estaba devolviendo aquella mirada llena de curiosidad, obligándose a esbozar una sonrisa, cuando comprendió qué era lo que había de raro en el niño.

– Dios mío -dijo, y acto seguido varias piezas encajaron para ella en aquel rompecabezas.

El padre se volvió hacia Naia y la miró con las cejas enarcadas.

– ¿Cómo has dicho?

– Nada. Acabo de acordarme de que prometimos que a estas horas ya habríamos vuelto a casa.

– Bueno -dijo el hombre-, vayamos a la cocina y encontraré algo en lo que poner unos cuantos de estos huevos. -Cerró la puerta tras de sí-. Adiós por ahora, bonitas -dijo a las gallinas, y echó a andar hacia la casa por el jardín inundado.

Mientras lo seguían, Naia miró a su alrededor con ojos nuevos, ojos muy abiertos que tomaban nota de cada detalle visible.

Oh, había un anciano llamado Michael Finnegan.

– Por todos los diablos -masculló Alaric mientras el niño volvía a unirse al cántico.

Fue a pescar otra vez con un imperdible,

cogió un pez y lo volvió a tirar al agua.

Pobre viejo Michael Finnegan… McGinnegan.

El hombre abrió la puerta de la cocina y entró. El agua estaba tan alta dentro como en el exterior. Una vez más, Naia y Alaric se quedaron fuera; él mostraba su acostumbrada falta de interés mientras ella todavía se encontraba demasiado aturdida por el destello de intuición que acababa de experimentar en el gallinero para darse cuenta de que se había puesto de puntillas y estiraba el cuello hacia el interior a fin de poder mirar dentro. La cocina no se parecía gran cosa a la que ella conocía. No había ningún mueble o alacena empotrada; en vez de ello, descubrió estantes en la pared y armarios separados unos de otros. El fregadero era una gran estructura de porcelana blanca con escurridores de madera a cada lado, y había unos fogones, enormes y negros, en vez de un modelo moderno a gas o eléctrico. Ni rastro de una nevera o congelador.

– ¿No podemos irnos? -susurró Alaric.

– ¿Qué?

– Vayámonos -siseó él.

– ¿Adonde? -exclamó Naia.

– No lo sé. A cualquier parte. ¿El árbol?

– ¿Para hacer qué? ¿Para esperar a que se nos vuelva a transportar al sitio del que hemos venido?

– ¿Qué si no?

– No tienes ni idea, ¿verdad? -dijo Naia.

– ¿Acerca de qué?

Naia señaló con la cabeza al hombre que estaba clasificando los huevos en la cocina, con su hijo todavía encima de los hombros; se había inclinado hacia delante para contarlos dentro de una pequeña bolsa.

– ¿No has notado nada en el chico?

– ¿Como qué? -dijo Alaric.

– Me refiero a si no te recuerda a nadie -dijo Naia, y la expresión de Alaric le proporcionó la respuesta-. Cuando salgan -añadió-, fíjate bien en él.

Alaric frunció el ceño.

– ¿Por qué siempre haces esto? Me das una sola pista y luego me pides que resuelva el enigma. Contigo siempre tiene que haber alguna clase de prueba, ¿verdad? Si sabes algo, dímelo.

– De acuerdo -dijo Naia-. Creo que es el abuelo Rayner.

– ¿Qué? -exclamó Alaric.

– Creo que el niño es el abuelo Rayner. ¿Quieres que lo repita?

– ¿El abuelo Rayner? Pero… él era un anciano.

– No tenía tantos años.

– Y murió.

– Sí.

– Pero para que ese crío fuese Rayner, entonces esto tendría que ser…

Alaric podría haber completado la frase, y ciertamente habrían seguido discutiendo el asunto, de no haber sido por un cambio en la luz y una sustitución de entornos. Dos sustituciones.

– Henos aquí -dijo A. E., saliendo de la cocina con la bolsa de huevos. Miró a su alrededor. El pequeño Ray también lo hizo. Sus visitantes habían desaparecido.

– ¡Mirad arriba! -gritó una voz antes de que pudieran expresar sorpresa.

Padre e hijo alzaron la vista.

– ¡Atrás! -ordenó la voz.

Retrocedieron.

– ¡Saludad con la mano!

Saludaron con la mano.

– ¡Sonreíd!

Sonrieron.

Marie, asomada a una ventana del primer piso, sacó una instantánea con la Baby Brownie de su esposo. Dentro de unos meses pondría la pequeña foto en blanco y negro en el álbum familiar con lágrimas en los ojos. Entonces todo sería visto a través de las lágrimas.

Miércoles:6

Lo único que no había cambiado era su proximidad a la casa. La puerta de la cocina, de un estilo ligeramente diferente, se hallaba cerrada, el nivel del agua era más bajo y estaban solos, Naia en su realidad, Alaric en la suya. Sus cuerpos se encogieron sobre sí mismos, como si sus huesos se hubieran ablandado durante la transición, y ambos hubieron de hacer un auténtico esfuerzo para llegar hasta la ventana abierta en la sala alargada y meterse por ella. Alex estaba en la habitación que usaban como trastero, así que nadie vio a Alaric, pero a Naia sí.

– Naia, ¿qué pasa? -dijo Kate.

– Nada, yo… ¡Uau!

Kate la ayudó a quitarse las botas y, poniéndole un brazo alrededor de los hombros, la condujo hasta el sofá.

– ¿Has tenido algún accidente? ¿Te has asustado por algo?

– No, de pronto me he sentido mareada, eso es todo. Ya pasará.

– ¿Estás segura? -insistió Kate.

– No es nada -dijo Naia-. Sólo necesito sentarme durante un rato. Sin hablar.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer?

Ella sacudió la cabeza, y Kate la dejó a solas, aunque de mala gana. Naia se recostó y cerró los ojos. ¿Qué había causado aquello? ¿Y sólo le ocurría a ella, o también Alaric se veía afectado de la misma manera después de esos viajes?

Miércoles:7

Alaric subió al cuarto de baño sin que lo vieran. Se quitó con gran dificultad los pantalones cortos y se secó las piernas. Luego fue por el recibidor que llevaba a su habitación, deseando que le fuera posible meterse en ella arrastrándose. Una vez dentro, cerró la puerta con mucho sigilo, se acostó en la cama y se quedó tendido allí, jadeando como si su suministro de oxígeno se hubiera visto reducido a la mitad sin ninguna advertencia previa. ¿Qué había causado aquello? ¿Y sólo le ocurría a él, o también Naia se veía afectada de la misma manera después de esos viajes?

Cerró los ojos.

Miércoles:8

Cuando Naia despertó había un tazón de chocolate sobre la mesa de centro próxima a su cabeza. Se incorporó y se llevó el tazón a los labios. El chocolate estaba frío, pues llevaba algún tiempo allí, pero seguía sabiendo bien. Pasado un rato se sintió lo bastante fuerte para ir hasta la escalera. Llegó al recibidor en el mismo instante en que Alaric, en su realidad, se levantaba de la cama, iba hacia la puerta y salía fuera. Precisamente en el mismo instante, ambos se dirigieron al trastero.

En una pared por lo demás vacía en ambos trasteros había una hilera de estanterías metálicas, puestas allí por dos Alex Underwood el 29 de octubre de 1998 para que se pudieran guardar en ellas puzles, juegos de mesa y demás cachivaches para los que no había sitio en ninguna otra parte. En la estantería de arriba de todo había un puñado de libros y folletos con las esquinas dobladas. Entre los libros allí guardados figuraban un enorme (y ya anticuado) Atlas del Universo; Sobre la pluralidad de mundos, de David Lewis, el anuario de la revista Punch correspondiente a 1890, una edición de la Italia de Baedeker, publicada en 1981, y el viejo álbum familiar. En el estante de arriba de todo de una realidad, pero no en el de la otra, también había un álbum de sellos. Dentro de la cubierta de éste, escrita con la torpe letra de un chico joven, había la inscripción «A. U., Whitern Rise».

Sin ser conscientes de lo acertada que había sido su elección del momento apropiado, Naia y Alaric bajaron los viejos álbumes familiares y se los llevaron a sus habitaciones. Allí, sentados en sus sillas idénticas, dieron inicio a su búsqueda de caras, nombres y pistas.

Miércoles:9

Cuando tenía algún problema que resolver Naia solía ir al jardín, pero andar a través de tanta agua le suponía un gran esfuerzo, así que cuando llegó al bote de remos puesto del revés en la ladera que se elevaba encima del atracadero decidió que era un lugar idóneo para sentarse. La repetitiva llamada de un palomo en el tejado y la tenue luz del atardecer la llenaron de calma. En ciertos momentos, e indudablemente aquél era uno de ellos, el jardín de Whitern Rise no tenía nada que envidiar a ningún otro lugar de la tierra a la hora de hacer que te sintieras solo. Naia nunca había tenido miedo de la soledad, pero esa noche habría valorado la compañía. La compañía de Alaric. Necesitaba hablar de las cosas que le rondaban por la mente. Imaginaba que esas mismas cosas también se encontrarían presentes en la mente de él, aunque no podía estar segura. Alaric seguía mostrándose hermético, como si recelase de los caprichosos vuelos de la imaginación y las conclusiones inspiradas. Aun así, pese a lo probable que era que él se mostrase desagradable y despectivo antes que afable y con ganas de hablar, Alaric seguía siendo la única persona del mundo que no pensaría que Naia estaba como una cabra por hablarle de tales cosas.

Los dos, aunque por separado, habían obtenido suficiente información del viejo álbum familiar para convencerse de con quién se habían encontrado en la otra realidad. La mayoría de las fotos carecían de título y de fecha, pero habían encontrado dos con el nombre «Rayner» escrito debajo de ellas. Una era de un bebé de rostro regordete envuelto con un chal de ganchillo y en los brazos de alguien; la otra era de un niño que tendría cuatro o cinco años sentado en el columpio del jardín, una hermana mayor de pie junto a él, frunciendo el ceño para el objetivo. Había una tercera foto, mucho más reveladora. Ésta llevaba por título «Las inundaciones, junio de 1945», y en ella el niño se hallaba a hombros de su padre. El hombre, que calzaba unas botas impermeables altas, estaba de pie en el agua, que le llegaba hasta la ingle, con una pequeña bolsa de papel en una mano. Ambos saludaban y sonreían a la cámara, situada en algún lugar por encima de ellos. A Naia ya no le cupo ninguna duda, y ahora tampoco a Alaric. El niño que tan fascinantes los encontró aquella mañana era el abuelo al que habían visto por última vez hacía cinco años, ahora con sesenta y dos años de edad, en su prematuro lecho de muerte. El hombro sobre cuyos hombros estaba sentado, a cuya canción se había unido, era su bisabuelo, Alaric Eldon.

Naia estaba sentada encima del bote con la mirada perdida a través de un lago que durante toda su vida había sido un río, y sus pensamientos se arremolinaban en su cabeza sin darle tiempo a analizarlos. Ella y Alaric habían visitado en tres ocasiones otro período de tiempo, no una realidad alternativa; a menos que el tiempo fuese otra forma de realidad. Había mucho en lo que meditar al respecto, pero lo que más llamaba su atención por el momento era una de las personas a las que habían conocido allí. No el abuelo de Naia, sino su hermano mayor, Aldous. En el cementerio de su antigua realidad, había una tumba cuya lápida informaba de que un Aldous Underwood estaba enterrado allí. El año de la muerte que refería era 1945. Naia había calculado -porque era todo lo que podía hacer sin disponer de una información más precisa- que tenía once años cuando murió. Si el Aldous cuyos huesos yacían debajo de aquella piedra era el del bote, le quedaba muy poco tiempo de vida cuando ella y Alaric lo conocieron. No tenía el aspecto de alguien que estuviese a punto de morir debido a alguna dolencia o enfermedad, lo que sugería que había ocurrido en las semanas o los meses siguientes a su encuentro. Algo fatal.

Pasado un rato Naia se levantó y echó a andar a lo largo de la orilla, deteniéndose ocasionalmente para juguetear en el agua con las manos. Su fatiga anterior la tenía perpleja. Después de los otros viajes se había sentido bastante cansada, pero esa vez había quedado totalmente exhausta. ¿Por qué? Cuando pasó de su realidad a la de Alaric allá por febrero experimentó el dolor más increíble, pero éste había cesado tan pronto como llegó. Antes de aquellas visitas recientes no había sentido dolor y, de hecho, prácticamente apenas notó ninguna sensación, pero ¡oh, cuando regresó! Entonces ¿cuál era la diferencia? Bueno, había una, y no podía ser más obvia. Entre su realidad y la de Alaric no había existido ningún tiempo diferencial. Ambos vivían existencias paralelas, minuto por minuto; pero los últimos viajes habían sido a otro día. Otra década. Sonrió. Naia Underwood. Viajera del Tiempo. Su sonrisa fue efímera, y se dijo que fuera lo que fuese aquello relacionado con los viajes al año 1945 que había traído consigo tan horrible debilidad, no tenía ninguna prisa por volver a experimentarlo. A pesar de toda la curiosidad que sentía por la vida en el Whitern Rise de aquel entonces, durante uno o dos días no volvería a subir al árbol.

El árbol. El sobre dentro del Agujero de los Mensajes. Con todos los últimos acontecimientos se le había ido completamente de la cabeza. Naia dobló la esquina de la casa y entró en el jardín sur. Fue al árbol Genealógico y sacó el sobre. Mientras lo hacía tuvo la extraña sensación de que la estaban observando, y se volvió con el tiempo justo de ver cómo unos binoculares se movían hacia arriba entre los matorrales y los árboles que crecían junto al camino de acceso. Entrevió un rostro. El de un hombre. Un desconocido.

– ¿Disculpe? -dijo en voz alta.

El no dijo nada y se fue a toda prisa. Naia oyó el chapoteo que producían sus pasos al ir hacia la puerta. ¿Qué iría a hacer ahora?

Se encogió de hombros. En verano, la gente solía subir un trecho por el camino de acceso para echar una mirada a la casa, no porque ésta fuese particularmente grandiosa o impresionante, sino sólo porque estaba allí. Esa clase de intrusiones se aceptaban como algo que había que esperar sin que por ello llegaran a ser bienvenidas, pero el que alguien que no tenía nada que hacer allí fuese por el camino de acceso cuando éste se hallaba inundado sugería un nivel de curiosidad todavía mayor de lo habitual. Y, además, aquel hombre tenía unos binoculares. ¿Un mirón? Tendría que advertir a Kate.

Cuando llegó a la casa, Naia trepó por la ventana, una manera de entrar que ya se había convertido en habitual, y se quitó las botas. Un minuto después, en su habitación, rompió el lacre del sobre. Dentro, encontró una hoja de papel mecanografiada que había sido doblada. La misma máquina de escribir antigua de antes, pero Naia se había equivocado acerca del contenido de la nota. Era completamente distinto.

Aviso

Mundos completos, universos enteros, idénticos en la mayor parte de los detalles más visibles, coexisten a un pelo de distancia el uno del otro. Las realidades se dedican a construir sus historias sin ser más conscientes las unas de las otras de lo que lo es una pulga de los satélites de comunicaciones.

Es mejor así.

Imagínate qué ocurriría si todos supiéramos que versiones alternativas de nosotros mismos se estaban lavando el cabello en el mismo instante en que nosotros nos lavábamos el nuestro, comiendo un huevo pasado por agua cuando nosotros estábamos comiendo uno, o, pongamos por caso, se hallaban sentadas en el inodoro mientras nos dábamos una ducha. En su mayor parte, las realidades no se superponen ni interfieren las unas en las otras, pero hay algunas que te atraen hacia ellas. Casi siempre son realidades anteriores que continúan existiendo cuando el tiempo estándar sigue su curso.

Son peligrosas. Resístete a ellas si puedes

Aldous U.

Whitern Rise

Naia leyó el documento varias veces. A diferencia del primero, éste parecía ir específicamente dirigido a ella. Y la referencia a las realidades no-paralelas, realidades anteriores, sonaba como si la persona que había escrito la nota supiera que ella había estado en una. ¿Quién había escrito aquello? Obviamente, el anciano que había dicho llamarse Aldous Underwood. Por si el nombre no fuese suficiente, Naia lo había visto dejar el árbol justo antes de que ella descubriese el sobre. La única vez que se encontró con él no le había parecido particularmente inteligente. ¿Cómo era posible que alguien como él llegara a cavilar de ese modo, menos aún, que supiera tanto? Tenía que haber más en él de lo que se percibía a primera vista, o más de lo que él dejaba traslucir. ¿Y qué había pretendido exactamente con aquella advertencia? ¿Qué daño podía haber en aquellas… realidades-del-tiempo?

Naia necesitaba preguntarle aquellas cosas a la cara, oír de sus propios labios lo que él sabía; y averiguar por qué versiones de él en dos realidades estaban escribiendo semejantes notas y las metían en el árbol Genealógico. También esperaba llegar a saber, en el curso de una charla con él, si era el niño con el que ella y Alaric se habían encontrado en 1945, y si lo era, de quién era, entonces, la tumba en el cementerio de la antigua realidad de Naia.

Miércoles:10

Durante casi todo el día, Aldous se había asegurado de caminar por donde la inundación había llegado más arriba. A diferencia de Naia, no se le ocurrió que podía resbalar o perder pie y terminar en el agua. Las nuevas botas impermeables le daban la seguridad en sí mismo necesaria para ir por donde quisiera, aparte del río propiamente dicho, y tenía intención de sacarles el máximo partido posible. Antes de la inundación cada día caminaba kilómetros, con la energía de un hombre joven, redescubriendo partes y lugares de los que no se acordaba hasta que volvía a verlos. El pueblo terminaba allí donde antaño había habido una floreciente feria semanal de ganado. Su padre solía llevarlo a ella para que viera cómo se pujaba por caballos, ovejas, cerdos o aves de corral, e imaginó que podía sentir el olor de la feria incluso ahora, aunque en la actualidad el terreno se hallaba ocupado por un gran edificio de oficinas. Luego dejo atrás un cercado para reses y realmente estuvo fuera del pueblo, en Cow Common, donde el ganado aún pastaba, aunque ya no era tan numeroso como cuando él iba allí con su padre o con maman. El sendero que atravesaba el terreno comunal iba hasta la vieja fábrica de papel, que ahora estaba en proceso de ser demolida para dejar sitio a una zona industrial. Cosa de un kilómetro más adelante, en un pequeño tramo del viejo Great North Road, iría a campo traviesa hacia Eaton Fane, Great Parr o alguno de los otros pueblecitos que, desde su época, se habían convertido en autovías repletas de coches circundadas por anodinas viviendas modernas.

Sin embargo, ahora, ya bastante entrada la tarde y después de tanto caminar a través del agua, empezaba a sentir la edad que aparentaba. Salir del agua y acomodarse en la hamaca nunca resultaba fácil, pero con las botas nuevas costaba todavía más que antes. Suverse a la hamaca y quitarse las botas sin mojar su lecho era toda una tarea; no obstante, lo consiguió y metió las botas entre las ramas que había a la derecha de su cabeza, como había hecho la noche anterior; luego se tumbó para esperar la llegada del sueño. No tener miedo a quedarse dormido todavía era una novedad para él, y de vez en cuando despertaba durante la noche temblando a causa de una pesadilla que lo había devuelto a la clínica y todo lo que ella representaba. La pasada noche había despertado así, y casi se cayó de la hamaca al vislumbrar, a la tenue claridad, la forma de algún monstruo que se disponía a abalanzarse sobre él. Eran las botas, pero sus nervios necesitaron unos cuantos minutos para poder calmarse.

Esa noche acababa de conseguir ponerse cómodo cuando su querida abuela le vino a la mente. Se acordó de cómo solía arroparlo y luego se sentaba junto a su cama para leerle emocionantes historias de gigantes asesinos y muchachos que vivían en la jungla, de invasores vikingos, de búsquedas de santos griales, de aventuras en alta mar. Todavía podía oír la voz de la abuela, con aquel tono melódico que tenía y la risita que se le escapaba cuando leía un pasaje divertido. Se vio a sí mismo, acostado allí, escuchando sus historias con avidez con las cortinas descorridas para permitirle contemplar los reflejos que apenas se movían proyectados por el agua bajo la ventana de su habitación en la esquina de la casa. La voz de la abuela. Las historias de la abuela. Los labios de la abuela sobre su frente.

– Buenas noches, Tommy.

Su agradable somnolencia reventó como un globo que acabase de ser pinchado. ¿Tommy? La abuela nunca lo había llamado Tommy. Él no se llamaba Tommy, así que ¿por qué iba ella a hacer tal cosa? Él era Aldous. Aldous Underwood de Whitern Rise, y tenía once años. Y mañana iba a morir.