52030.fb2 La inundaci?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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JUEVES

Jueves:1

Larissa había dicho a su hermano, su esposa y sus cuatro hijos que fueran a la cocina para anunciarles su decisión. Larissa le tenía mucho cariño a la cocina, con su enorme hilera de fogones y su suelo enlosado, su alacena en la que se podía entrar, la Doncella Sheila instalada en poleas. Solía encontrársela allí, acomodada en la vieja mecedora, con los pies envueltos en medios calcetines de lana (los dedos dispuestos en hileras pulcramente ordenadas) sobre un taburete mientras leía un libro de Austen, de Trollope o de Galsworthy. En una ocasión una ranita había entrado saltando por la puerta abierta mientras Larissa se hallaba así ocupada, lo que hizo que se levantara de un brinco de la mecedora y la persiguiese alrededor de la mesa, sin tener una idea demasiado clara de lo que haría en cuanto la hubiese atrapado. Sin embargo, no hubo de tomar ninguna decisión al respecto, porque en su último circuito la impertinente criatura huyó por la puerta y se alejó a saltos a través del jardín.

– ¿Vas a ir a Francia? -dijo A. E. en cuanto oyó de labios de su hermana la noticia-. Lissa, en Europa ha habido una guerra. ¿Es que no te has enterado?

– La guerra en Europa ha terminado -replicó ella con firmeza-. Así que puedo volver a viajar libremente.

– ¿Por qué Francia?

– Yo tenía una amiga allí, en un pueblecito cerca de Poitiers. Quiero ver si ha sobrevivido a las… hostilidades -dijo Larissa, y pronuncie» esa última palabra con acerado desdén.

– ¿Poitiers? -repitió Marie con un destello de interés-. Poitiers queda a poco más de cien kilómetros de Limoges.

– ¿Y? -dijo Larissa.

– Bueno… yo soy de Limoges.

– Ya estaba al corriente de eso, querida, pero tu lugar de nacimiento no tiene nada que ver con mi razón para ir a un sitio completamente distinto, cualquiera que sea la proximidad.

– No, no, por supuesto que no; yo sólo…

– Desde luego -dijo Larissa, poniendo fin a aquella parte de la discusión.

– ¿No has sabido nada de tu amiga? -le preguntó A. E.

– Hasta que Francia capituló nos escribíamos con frecuencia. Entonces las cartas de ella cesaron de repente.

– ¿Seguiste escribiéndole?

– Durante unos cuantos meses, pero empezó a parecerme que no tenía ningún sentido cuando dejé de recibir sus cartas -dijo Larissa.

– ¿Cuándo regresarás?-preguntó Mimi, con los ojos abiertos de par en par y brillantes.

Su tía estiró un largo brazo, y Mimi dio un paso adelante.

– No sabría decirlo, querida. Escribiré. Los servicios postales no deberían tardar mucho en volver a la normalidad.

Mimi se mordió el labio.

– Las cartas no serán lo mismo -dijo la niña.

Entonces Larissa hizo algo que los dejó muy sorprendidos a todos. Puso las manos sobre la cabeza de Mimi, la atrajo hacia sus labios y la besó tiernamente en la frente. Luego tomó a la niña entre sus brazos y la estrechó contra su pecho, al tiempo que le acariciaba delicadamente el pelo. Semejantes muestras de afecto por parte de aquella mujer tan segura de sí misma, y ocasionalmente tan temible, carecían de precedentes. Nunca antes había besado a uno de los niños en público, ni siquiera a Mimi. Nadie sabía dónde mirar, excepto A. E., quien se volvió hacia la ventana. Quería mucho a su hermana mayor. Ella siempre lo había mimado cuando era pequeño.

– ¿Cuándo te irás? -le preguntó.

– Dentro de uno o dos días -respondió Larissa-. He de tramitar el pasaje.

A. E. se aclaró la garganta.

– Te echaremos de menos.

– Ya lo superaréis -dijo Larissa.

Jueves:2

La Biblioteca Pública de Stone no era un sitio que Alaric frecuentase con regularidad, pero hoy tenía una misión: debía averiguar cuanto pudiese acerca de la vida en Eynesford a mediados de la década de 1940. Habría podido obtener más información en Internet, pero la conexión de banda ancha de Iván había dejado de funcionar, y Alaric no tenía ordenador; nunca había querido uno, ya tenía más que suficiente con los malditos trastos en la escuela. En la biblioteca había ordenadores, naturalmente, pero Alaric detestaba buscar información en los lugares públicos. Nunca sabías quién podía aparecer de pronto a tu espalda. No hacía falta que estuvieras examinando pornografía para que te preocupase la posibilidad de que se te observara.

Para ir a la biblioteca tuvo que atravesar el pueblo, entrando en Parable Road por Santa Cecilia, dejando atrás el patio de un cantero, un pequeño estudio de diseño gráfico y una magnífica residencia georgiana que había sido convertida recientemente en la sede de un bufete de abogados. A su izquierda, allí, el estrecho afluente que antes había proporcionado agua al almacén de maderas quedaba contenido por una escarpada orilla de tierra y hierba. Otras partes del pueblo no habían estado tan bien protegidas. Al final, donde la carretera giraba bruscamente hacia la derecha en dirección al cruce con High Street, Alaric se detuvo ante una gran losa de pizarra gris incrustada en la pared junto a los escalones del puente del puerto deportivo. Talladas en la pizarra había líneas que indicaban cuáles habían sido los niveles alcanzados por las aguas en junio de 1945 y marzo de 1947. El último nivel excedía un poco al anterior, lo cual significaba que la inundación de 1945, que había llegado más arriba que la suya, se vería superada sólo dos años más tarde.

Siguió su camino hacia la biblioteca.

Jueves:3

Naia no tenía ni idea de dónde buscar al anciano. Podía estar en cualquier parte. Lo único que podía hacer era dar vueltas por ahí y abrigar la esperanza de cruzarse con él. Hoy el nivel del agua estaba un poco más bajo. Plantas que habían quedado completamente cubiertas se esforzaban por volver a revelarse. Después de haber ido alrededor del huerto y salir por la puerta lateral, se disponía a subir por el camino que llevaba al pueblo cuando fue interpelada por una voz.

– ¡Naia! ¿Tomando las aguas?

Miró atrás. El señor Knight había doblado la esquina, allí donde hacía unos días estaba el camino del río. Naia titubeó. El señor Knight era encantador, pero a veces costaba pensar en algo que decir a alguien tan mayor. La razón por la que no salió corriendo era que lo había visto con el hombre al que estaba buscando, así que, sin pensárselo mucho, fue directamente al grano cuando el señor Knight se reunió con ella.

– ¿Te refieres a Aldous? -dijo el señor Knight en cuanto Naia le hubo formulado su primera pregunta.

– Sí. Si ése es su verdadero nombre.

– ¿Por qué no debería serlo?

– Bueno… ya sabe… -balbuceó Naia-. ¿Se apellida Underwood?

– No lo conozco tan bien para saberlo -dijo el señor Knight-. De vez en cuando damos un paseo juntos. En realidad la cosa se reduce a eso. No vamos a pasar las horas en los pubs o a las carreras de perros.

– Pero hablan -dijo ella-. Mientras van andando.

– Oh, sí, somos muy habilidosos…

– Bueno, pues él tiene que haberle contado cosas.

– ¿Cosas? -preguntó el jardinero.

– Acerca de sí mismo -concretó Naia.

El señor Knight la miró desde arriba. Naia era alta, pero él lo era más, con los hombros muy anchos y una abundante cabellera gris, que llevaba recogida hacia atrás, una nariz prominente y una boca que siempre parecía estar a punto de sonreír pero rara vez lo hacía. El suyo era un rostro generoso y lo suficientemente afable, pero también el de una persona que acostumbraba ser bastante reservada.

– ¿Por qué no te dejas de rodeos y me dices de una vez detrás de qué andas, muchacha?

– No sé detrás de qué ando -confesó ella.

– Bueno, eso ya es algo.

El señor Knight siguió caminando por el sendero. Naia se apresuró a alcanzarlo, adaptando su paso al de él por el agua.

– Pero su nombre… -dijo-. Si realmente se llama así, y es de por aquí, ¿no tendría que ser un… pariente?

– Parece probable -respondió el jardinero.

– Oh, por favor, cuénteme lo que pueda.

Él la miró, pero no se detuvo.

– Sea lo que sea lo que puede haberme contado Aldous, no me dio permiso para difundirlo a los cuatro vientos.

– No se lo contaré a nadie -dijo Naia.

– Tal vez no, pero si quieres saber más de él, pregunta al propio Aldous.

– Es que no lo conozco -dijo Naia-. Sólo he hablado con él en una ocasión.

– Es completamente inofensivo -le aseguró el señor Knight.

– Tenía ciertas dudas al respecto.

– No está acostumbrado a tratar con la gente, eso es todo. Es tímido. Ha tenido una vida muy triste.

Eso avivó todavía más el interés de Naia.

– ¿Triste? Cuénteme.

El señor Knight sacudió la cabeza.

– No soy quién para hacerlo. No me parecería correcto. -Habían llegado al final del sendero y el jardinero se disponía a dejarla, pero entonces se detuvo-. ¿Sabes en qué condiciones vive? -dijo, y Naia sacudió la cabeza-. Vive al aire libre. Al otro lado del río, enfrente de tu casa.

– ¿Que qué?

El señor Knight explicó a Naia lo de la hamaca, y dónde estaba colgada. Ella se quedó atónita.

– ¿Tan pobre es que ni siquiera puede permitirse pagar una habitación?

– No creo que viva al aire libre debido a la pobreza -dijo el señor Knight.

– ¿Y por qué vive así, entonces?

– No le gusta sentirse encerrado. Y no está tan mal ahora que los árboles están cubiertos de hojas. Allí se encuentra bastante resguardado.

– Pero toda esa agua -dijo Naia.

– No parece preocuparle.

El jardinero dio media vuelta y, con un gran ademán de despedida, se alejó por la calle del pueblo.

Jueves:4

La biblioteca de Stone, de ladrillo rojo, imponente y elevada sobre el nivel del agua por una serie de escalones, se remontaba a mediados de la época victoriana. No era inmensa pero se encontraba razonablemente bien surtida, y el personal siempre se mostraba dispuesto a ayudar. Alaric fue remitido a una sección en la que encontró toda una serie de libros de información sobre la zona. Entre ellos figuraba un puñado de delgados volúmenes escritos por «autores locales» que versaban sobre las historias de Stone, Eynesford, Eaton Fane y los pueblecitos cercanos. En uno de ellos había un capítulo entero dedicado a las inundaciones del 1945 y 1947. Una de las razones que se daban para explicar la tendencia del río a subir de nivel tan rápida y significativamente durante aquellos años era el puente del pueblo. Había sido construido en un período de menor actividad, cuando se le planteaban menos exigencias, y en aquel entonces el puente se hallaba sostenido por una serie de estrechos arcos que impedían que el río pudiera fluir tan libremente como habría necesitado hacerlo después de unas lluvias copiosas. A principios de la década de 1950 el puente fue reconstruido, con menos soportes, y las inundaciones dejaron de ser una amenaza… hasta ahora.

Las inundaciones de verano nunca habían sido algo que ocurriera demasiado a menudo, pero hasta tiempos modernos el Gran Ouse crecía más allá de sus orillas durante muchos inviernos. El invierno de 1947 presenció una inundación de proporciones épicas. La abundancia de nevadas y la acumulación del hielo desde enero en adelante hicieron que la actividad quedara prácticamente paralizada en una gran parte de la zona. Pero entonces, a mediados de marzo, se inició un deshielo muy veloz. La nieve y el hielo se derritieron con gran rapidez y el nivel del río subió de manera dramática, y en cuestión de dos días el área quedó severamente inundada. Las aguas de aquella inundación y la de dos años antes lograron entrar en más de la mitad de los edificios de Eynesford y Stone. Tiendas y locales comerciales hubieron de ser cerrados, y los propietarios tuvieron que buscar refugio en los niveles más altos de sus hogares. El agua llegó a alcanzar tal altura que en un lugar (una casita en un prado cerca de la iglesia en Eaton Fane) una anciana, una tal señora Grieves, oyó un sonido de golpecitos en la ventana de su dormitorio y, al volverse, se encontró con que un cisne estaba picoteando el cristal. Fue necesario traer carros de granja con ruedas enormes tirados por caballos para transportar a la gente a las distintas partes del pueblo, y entre las aldeas. Allí donde las aguas eran algo menos profundas, se utilizaban camiones como autobuses. Muchas personas se desplazaban en barca. Los tenderos iban de casa en casa a bordo de esquifes, chalanas y botes de remos, haciendo sonar campanas para que la gente acudiera a las ventanas de los pisos de arriba. Las provisiones eran remolcadas o elevadas mediante pértigas, escobas u otros utensilios que pudieran ser utilizados para dicho fin. Un panadero emprendedor subía sus mercancías dentro de un capacho que le había pedido prestado a su cuñado, que se ganaba la vida como albañil.

El capítulo dedicado a la inundación estaba ilustrado con una serie de pequeñas fotos en blanco y negro. La plaza del mercado de Stone era claramente reconocible en la más grande. Alaric también reconoció varias de las entradas de las tiendas, a pesar de los cambios que se habían llevado a cabo en ellas desde la década de 1940. Casi todas las fotografías le resultaron interesantes, pero una de ellas llamó su atención en particular. La instantánea mostraba el camino que pasaba por delante de la escuela primaria de Eynesford junto al río. El camino, al igual que el terreno de juegos, se hallaba inundado, y una chica caminaba por él, hacia la cámara. Mantenía un brazo cruzado sobre el estómago, con el que sostenía algo que llevaba metido dentro de su chaqueta a juzgar por el aspecto, mientras que el otro estaba medio levantado, ligeramente borroso, como si estuviera indicando al fotógrafo que quería que se marchase. La forma de su boca sugería que estaba hablando o gritando en el instante en que se cerró el obturador. Pero lo que atrajo la mirada de Alaric fue que la chica era una doble perfecta de Naia. Ninguna de las muchas caras que había estudiado en el viejo álbum familiar se parecía tanto a la suya. No había ningún nombre debajo de la foto en el libro de la biblioteca, pero con semejante aspecto, aquella joven había tenido que ser una Underwood. La pregunta era cuál. ¿Y por qué no había fotos de ella en el viejo álbum?

Jueves:5

Naia pasó buena parte de la mañana y casi toda la tarde buscando al anciano que, ahora ya no le cabía ninguna duda, se llamaba Aldous Underwood. El único sitio que evitó deliberadamente fue su «hogar» enfrente de la casa. Incluso si él estaba allí, presentarse habría sido una intrusión excesiva. Después de todo, no era como llamar a una puerta.

Jueves:6

Larissa estaba exultante, un estado de ánimo que a todos pareció raro, excepto a su hermano. Sólo él la había conocido como una muchacha capaz de emocionarse por algo y una mujer joven impulsiva. Para él, la razón de aquella súbita animación era obvia. Se disponía a irse. Larissa había crecido en Whitern Rise, pero ya hacía años desde la última vez en que quiso permanecer allí durante algún tiempo. «Apesta a infancia», había dicho en una ocasión. Cuando se le preguntaba acerca de su necesidad de permanecer siempre en movimiento, aseguraba que la «estupidizaba» la idea de pasar noche tras noche en la misma cama. Lo que hacía que se le acelerase el pulso era el pensar que no sabía dónde iba a descansar una noche, determinada o no.

Cuando A. E. dijo que echaría de menos a su hermana, hablaba en serio. Su esposa no compartía el sentimiento, aunque hacía todo lo que podía para ocultarlo. Tan aliviada se había sentido Marie al saber que su cuñada por fin se iba que se apresuró a dar su aprobación a la salida que proyectaba hacer Larissa en bote, con los cuatro niños, al Coneygeare y aún más allá. Hasta Ursula tenía ganas de participar en aquella expedición. Al igual que su madre, Ursula no sentía demasiado afecto por su tía (quien nunca había demostrado quererla mucho), pero ahora Larissa se disponía a marcharse, y le parecía descortés no ir con ella en ese paseo en bote.

A. E. llevó a sus hijos, uno por uno, a la embarcación, pero no llevó a su hermana. Larissa, sin botas y sin medias, se había remetido las faldas en las bragas para recorrer la corta distancia hasta el porche.

– Ya veo que no hay sitio para mí -dijo A. E. cuando los cinco estuvieron a bordo.

– Esto es una excursión para quienes viven libres de preocupaciones -le informó su hermana.

– ¿Para quienes viven libres de preocupaciones? ¿En qué me convierte eso?

– Tú tienes una casa en la que pensar, mi querido muchacho. Eres un esposo, un padre, un patrono. El peso del mundo descansa sobre tus hombros.

– Intento que no se me note -dijo él en tono lastimero.

– Inténtalo todo lo que quieras, pero la realidad es ésa. Venga, danos un empujón.

A. E desató la embarcación, proporcionó el empujón solicitado y se quedó de pie al lado de las cristaleras cerradas de la sala del río, contemplando su partida. Esta vez Larissa permitió que Aldous remara.

En un momento dado de su paseo en bote, Ray pidió que se le dejara remar. Aldous no estuvo de acuerdo, pero Ursula, al ver que Ray iba a ponerse de mal humor, le ordenó que le pasara los remos. Aldous sabía que no debía llevarle la contraria a su hermana, por mucho que ella tuviera un año menos que él, y se los entregó. Durante los minutos siguientes Ray luchó por controlar el bote, y Aldous no tardó en perder la paciencia.

– ¡Estamos yendo en círculos! -gritó.

– ¡Yo no tengo la culpa! -chilló Ray a su vez.

– ¡Tú tienes los remos!

– Nunca había remado -dijo Ursula-. Podrías explicarle cómo se hace en vez de reñirle.

– Dejad de discutir, todos vosotros -pidió Mimi.

– Sí, dejad de discutir -dijo Larissa sin perder la calma, y ella yMimi intercambiaron una rápida inclinación de cabeza como si estuvieran sellando un pacto.

Ray devolvió los remos, y Aldous se apresuró a cogerlos. Para dejar claro quién de los dos era más habilidoso, remó rápida y eficientemente alrededor del Coneygeare. Había menos embarcaciones que la última vez que hizo aquello, con su padre. La novedad de estar yendo en un bote por aguas que normalmente eran terrenos comunales empezaba a perder su atractivo inicial. Incluso para aquellos cuyas propiedades habían resistido la incursión, ahora la inundación era más una molestia que una fuente de diversión. Unos cuantos todavía disfrutaban de ella, no obstante.

– Mira, ahí está el señor Knight -señaló Ursula.

A unos ochenta metros de distancia, su jardinero remaba de un lado a otro llevando de paseo a su esposa y su hijo pequeño. Una familia que había salido a pasar un rato en las aguas.

– Nunca había visto al pequeñín del señor Knight -dijo Mimi-. ¿Podemos ir hacia ellos para darles las buenas tardes?

– A la señora Knight no le hará demasiada gracia -replicó Aldous.

– Me da igual. Quiero ver al pequeño.

Aldous protestó, pero se vio superado en número de votos por sus hermanas. Su tía, a la que tampoco entusiasmaban demasiado los niños pequeños, se guardó sus objeciones.

La señora Knight era el reverso exacto de su esposo. Él era alto, y ella, menuda; él era esbelto, y ella, regordeta; él era jovial, pero ella mostraba una expresión y unas maneras resueltamente abatidas. Mientras el señor Knight daba la bienvenida a los Underwood, su esposa dio la impresión de sentirse más bien disgustada por tenerlos cerca.

La casa de los Knight quedaba justo enfrente de la puerta lateral de Withern, pero en los tres años y medio que habían transcurrido desde que se casaron, cuando ella se trasladó de Eynesford a Great Parr, la señora Knight no había hecho ningún esfuerzo para trabar amistad con los patronos de su esposo; o con sus hijos. La razón para ello era un vínculo familiar ligeramente dudoso descubierto poco antes del nacimiento de su bebé. Un vínculo que ella no iba a admitir por nada del mundo, mucho menos ante los Underwood, y que había prohibido a su esposo que mencionara a nadie.

Los dos botes sc encontraron y empezaron a mecerse el uno al lado del otro mientras Mimi extendía la mano y tocaba la mejilla regordeta del niño. A éste no pareció importarle. De hecho, le dirigió una gran sonrisa. La expresión de la madre, que lo idolatraba, se dulcificó. Adorar a su hijo era la manera más rápida de llegar al corazón de Clarice Knight.

– ¿Cómo se llama? -inquirió Mimi.

– Tiene dos nombres -dijo el señor Knight al tiempo que dirigía una mirada taimada a su esposa.

Ella lo miró con cara de pocos amigos.

– Nosotros lo llamamos John.

– No tiene el menor sentido de la herencia -murmuró maliciosamente el señor Knight. Mientras Clarice volvía a hacer objeto de sus atenciones al pequeño, quien estaba absorto en una especie de diálogo con Mimi, se dirigió a Larissa-. He oído decir que nos deja, señorita Underwood.

– Las noticias corren muy deprisa por aquí -dijo Larissa.

– Lo que no sé es adónde va a ir.

– A Francia. Inicialmente.

– ¿Francia? Oh, yo no iría allí ni loco. Hay muchas cosas que poner en orden por Francia -dijo el señor Knight-. Montones de rencores y odios.

– Correré el riesgo.

– ¿Estará allí mucho tiempo?

– No sabría decírselo -respondió Larissa-. Depende de a quién encuentre.

El jardinero asintió como si comprendiera, aunque sólo estaba siendo cortés. A aquellas alturas Ursula y Ray también se habían puesto a hablar con el pequeñín. Sólo Aldous permanecía callado, con la mirada perdida en la llanura acuosa del Coneygeare y deseando que los otros no tardaran mucho en darse cuenta de que estaba impaciente por seguir su camino. Cuando los demás dejaron de hablar y de mirar al niño, volvió la proa del bote hacia la aldea.

Eran las cuatro y veinticinco. Le quedaban cincuenta y cinco minutos de vida.

Jueves 7

Después de su regreso de la biblioteca, Alaric hizo todo lo que pudo para no acordarse de lo que sentía que debía hacer. No fue hasta las cinco cuando por fin reunió el valor necesario. «De acuerdo -se dijo-, sé que después me veré expulsado de golpe, pero ¿con qué frecuencia se te presenta la ocasión de entrar en el pasado de tu familia, por el amor de Dios?»

Pero ésa no era la razón por la que quería acceder a la realidad de 1945. Lo cierto era que deseaba ver a Naia, y ése era el único sitio en el que había una probabilidad de que se tropezara con ella. Tenía consigo su álbum familiar, todavía en la bolsa de polietileno pero ya desenvuelto desde que lo había recuperado de la caseta de los botes. Planeaba enseñárselo a Naia, si se encontraban, con la esperanza de que las hojas patéticamente vacías del final tirarían de los hilos de su corazón y la persuadirían de que se desprendiera de las páginas llenas de fotos que habían sido quitadas de su álbum. Si Naia le daba aquellas páginas, entonces Alaric podría añadirlas al suyo y, por fin, podría mostrárselo a Alex. Tendría que quitar cualquier instantánea en la que apareciese Naia y explicar los huecos de alguna manera, pero cada cosa a su tiempo.

Todo eso dependía de su habilidad para llegar a la realidad anterior en el mismo punto. Quizás él no fuera capaz de llegar hasta allí sin Naia, o Naia sin él. Ella podía haber estado en lo cierto cuando sugirió que a lo mejor hacía falta más de una persona para efectuar la transición. Alaric abrigaba la esperanza de que los pensamientos de Naia estuvieran siguiendo el mismo curso en aquel momento. Aflojó la cinta de plástico que rodeaba el álbum en la bolsa, se lo echó al hombro para poder tener las manos libres y empezó a trepar.

Jueves:8

Aldous remaba por la calle del pueblo, mucho más ancha ahora que las aceras estaban bajo el agua. Un majestuoso cisne de cuello blanco navegaba por el centro de aquel nuevo río y movía el pico hacia uno y otro lado. Había un par de botes más, cuyos ocupantes saludaron a los Underwood, al igual que lo hizo un grupo de devotos del paseo que calzaban botas impermeables.

– ¡Mirad, un pez! -dijo Ray al tiempo que señalaba por encima de la borda.

La gente los saludaba con la mano desde las ventanas de los pisos de arriba, no porque fuesen amigos sino porque ellos también se veían sometidos a los dictados de la inundación.

Semejantes desastres, siendo raros, tenían su propia manera de suscitar aquella camaradería, cuando lo habitual, en épocas «normales», era que nadie asomara la cabeza por la ventana para saludar. Tres inviernos antes se habían producido grandes cortes de electricidad en toda la zona. En Eynesford, los que habían acumulado una buena cantidad de velas las repartían sin esperar dinero a cambio. Un anochecer, un par de horas después de que se diera el aviso, hubo una reunión como no había tenido lugar en años, cuando docenas de personas que llevaban palmatorias o lámparas para los huracanes se congregaron en la calle, y el propietario de The Sorry Fiddler se encargó de suministrarles gratis cerveza y vino caliente. Todos cantaron y bailaron.

Desde el bote todo era interesante, especialmente para los niños pequeños. Para ellos toda clase de cosas que en circunstancias normales parecían obvias o no eran particularmente llamativas de pronto adquirían nuevas y asombrosas cualidades. Pero fue lo que había en el escaparate de la tienda de periódicos y revistas lo que atrajo la mirada de Larissa: una elaborada promoción publicitaria para un entretenimiento que habría debido estar con ellos aquella semana. A esas alturas el Circo de Willy Bright ya habría tenido que transformar el Coneygeare. Un circo habría sido una diversión muy bien acogida después de toda la austeridad y las privaciones de los últimos años. Se había planeado organizar una fiesta callejera para que le sirviera de acompañamiento. Casi todas las casas habían ofrecido sillas y mesas, que serían colocadas formando hileras a lo largo de Main Street. Pero entonces el Gran Ouse se salió de madre y todo acabó. Aunque tanto el circo como la fiesta se habían cancelado, el anuncio seguía en el escaparate y la tienda se hallaba abierta. Su propietario, el señor Bettany, había insistido en mantener el horario comercial normal desde que irrumpieron las aguas hacía unos días, y permanecía de pie detrás del mostrador con su atuendo de pesca (excepto el sombrero) a la espera de que llegaran los clientes.

Larissa y los tres niños pequeños admiraron el aparatoso anuncio, una parte del cual declaraba que se entregaría una máscara gratis con cada entrada para el circo que fuera adquirida en la tienda.

– ¡Máscaras! -exclamó Mimi, y suspiró.

Su tía metió la cabeza por el hueco de la puerta y preguntó si las máscaras se hallaban a la venta. El señor Bettany le dijo que si compraba suficientes golosinas él les daría una máscara a cada uno.

– ¿Cuántas he de comprar? -quiso saber Larissa.

– ¿Cuántos cupones tiene?

– Toda mi cuota. Y la de mi hermano. También tengo dinero.

Llegaron a un trato, y el señor Bettany sacó las golosinas escogidas de sus enormes recipientes de cristal y las distribuyó en cuatro papeles a los que luego les retorció las puntas. Las cuatro máscaras de payaso que les proporcionó eran todas distintas, con un intenso colorido y absurdamente exageradas.

– ¿Y yo qué? -preguntó Larissa-. ¿O es que también he de comprar golosinas para mí?

El señor Bettany sonrió y le dijo que escogiera la que más le gustase. Larissa señaló a través del cristal una particularmente grotesca, y el tendero se la dio. Ella se la colocó de inmediato. Ursula, Mimi y Ray, que ya se habían puesto las suyas, trataban de comerse las golosinas a través de las bocazas de cartón. Aldous todavía no había tocado sus ojos de toro, a pesar de que eran sus favoritos después de las bolitas de anís. También se negó a ponerse su máscara.

– No podré ver lo bastante bien para remar -se excusó, pero lo cierto es que se sentía un poco avergonzado ante la idea de llevar algo semejante en público. Pensó que algún amigo suyo podía llegar a verlo. Que el amigo probablemente no fuera a reconocerlo mientras él llevaba puesta una máscara de payaso no cambiaba nada.

Desde la tienda de periódicos y revistas, Aldous remó para doblar la esquina y tomó el camino que los llevaría a la puerta lateral de Withern.

– No pasará por la puerta -le recordó la voz ahogada de Ursula.

– Ya lo sé. Bajaré hasta el río y desde allí subiré al jardín.

Mientras Larissa y los niños hacían el bobo con sus máscaras, meciendo peligrosamente el bote de vez en cuando, Aldous siguió remando hasta dejar atrás las parcelas, el cementerio y el muro norte de Withern. Desde allí pasó por encima de la orilla sumergida del río y a la parte más ancha del cauce, donde viró y remó en paralelo al jardín y el embarcadero hasta que llegó al gran sauce que se alzaba en la esquina del jardín sur.

Faltaban veinte minutos.

Jueves:9

La esperanza de Alaric de que se diera alguna clase de sincronización psíquica entre él y Naia no iba a hacerse realidad. A las cinco y cinco, mientras él trepaba por el tronco del árbol, ella estaba sentada en el sofá de la sala del río; teóricamente estaba leyendo un libro, aunque en la práctica tenía la mente en otra parte, acosada por infinidad de preguntas. Una de las más insistentes era la de por qué ellos dos eran capaces, de pronto, de zambullirse en el pasado sin proponérselo siquiera. Cualquiera que fuese la razón, y tenía que haber una, supongamos que les hubiera ocurrido lo mismo a otros. ¿Cuántos podían haberse encontrado inesperadamente en una realidad-del-tiempo que no era la suya? Algunos podían no haber vivido en la era moderna y ser de cualquier época. Allí estaban, ocupándose de sus propios asuntos en el siglo XIV, y un minuto después se veían proyectados al XVI o XVIII. A su regreso, asustados y perplejos, contarían su historia a todas las personas con las que se encontrasen, a expensas suyas. Lo más normal es que los tomaran por lunáticos, pero en algunos siglos, algunas culturas, a personas como aquéllas se las metería en una mazmorra o serían ejecutadas por subversivos por la oligarquía o el régimen del momento. Menos mal que ella vivía ahora, y aquí. Aunque, de todos modos, no tenía ninguna intención de soltar su historia al par de oídos más próximos.

Una pregunta todavía más pertinente que la de por qué ella y Alaric eran capaces de pronto de viajar a otro período de tiempo era la de por qué siempre se trataba del mismo período. ¿Por qué, tres días seguidos, al subir a los respectivos árboles Genealógicos, habían sido transferidos a una misma versión del árbol, sesenta años atrás? El árbol. ¿Qué era? ¿Alguna clase de conducto que permitía acceder a otros días de la existencia del árbol? De ser así, ¿por qué se hallaba activo ahora, cuando no había mostrado semejante capacidad en las numerosas ocasiones en que ella y Alaric, sin duda, habían trepado a él cuando eran más jóvenes? ¿El árbol Genealógico era un punto de embarque con destino a otros días? ¿Qué sería lo próximo? Un momento, se dijo Naia. Quizá no se tratara de eso. Puede que el árbol no fuera un puesto de aduanas no oficial entre el presente y el pasado, sino una especie de barrera que ahora no estaba funcionando demasiado bien. En aquellos momentos el árbol no tenía muy buen aspecto. La inundación podía haberlo debilitado; reducido su efectividad en tanto que una barrera…

La mente de Naia ya era caprichosa por naturaleza, pero ahora la asaltaron recuerdos del agosto pasado, cuando ella y sus padres habían ido de vacaciones a la isla de Rodas. Se habían alojado en Lindos, un pueblecito asfixiante como un horno que en ese momento del año acogía a los turistas procedentes de todas las partes del mundo. Una mañana, desesperados por una brisa, habían ido a Prasonissi, en el extremo sur de la isla, más allá del cual un banco de arena de un millar de metros de longitud separaba el Mediterráneo del Egeo, con ambos mares convergiendo el uno hacia el otro en largas olas de estrechas crestas. El Egeo se hallaba un poco embravecido a cierta distancia de allí, para el deleite de los practicantes del windsurf, mientras que el Mediterráneo se hallaba prácticamente en calma. Ese día, Naia, contenta de que aquel aire más fresco hacía que el intenso calor azul fuera mucho más soportable, dejó a sus padres en su coche alquilado y fue a dar un paseo a lo largo del banco de arena, disfrutando con la sensación de los finos y cálidos granos entre los dedos de sus pies descalzos. Un poco más allá, la arena se estrechaba en una forma de punta de lanza antes de desaparecer por completo, lo que permitía que los dos grandes mares se encontraran y se confundiesen. Naia se detuvo justo ante el punto de convergencia de ambos, con un pie a cada lado del banco de arena, mientras.comparaba las temperaturas de las aguas. El Mediterráneo, decidió, era unos dos grados más frío que el Egeo.

En tanto que analogía, aquella apreciación no era muy precisa, pero diez meses después, en la sala del río de un Whitern Rise que ella nunca había imaginado en aquel momento, Naia se preguntó si la barrera que mantenía separadas las realidades sería tan distinta del banco de arena entre los dos mares. ¿No podía existir un punto en el que la barrera llegara a volverse tan poco efectiva que las dos realidades se unieran? ¿Podía suceder tal cosa? Dos realidades similares, discurriendo la una al lado de la otra, como la de ella y la de Alaric, que de pronto se entremezclaban sin previo aviso para pasar a ocupar un solo espacio. De pronto había dos de casi todo. De todos. Una inesperada duplicación de la población mundial daría como resultado un planeta bastante atestado, y habría sosias por todas partes, con todos intentando ocupar la misma casa, los mismos empleos, tomar las mismas vacaciones. Los países pobres, en los que ya había multitudes desnutridas o que se morían de hambre, tendrían la mitad de las posibilidades que habían tenido antes. Los asesinos múltiples disfrutarían de lo lindo. Los fundamentalistas religiosos dirían que aquello era obra de Dios, y pondrían todavía más bombas.

¿Y qué había de las guerras? Si la misma guerra estaba siendo librada en ambas realidades durante el momento de la fusión, ¿la destrucción se multiplicaría por dos, junto con el número de las bajas? Y la duplicación de gobiernos, embajadores y dignatarios de todo tipo… ¿qué pasaría con eso? Presidentes gemelos en la Casa Blanca, dos familias reales británicas que se habían echado a perder, déspotas asesinos intentando eliminar a sus dobles en dictaduras militares por todo el mundo… Mejor ni pensar en ello, se dijo Naia.

Pero la cosa no terminaba ahí. Eso sólo eran realidades paralelas. ¿Y si las realidades de distintos períodos temporales pasaran a unirse? Los años 1945 y 2005 ya serían lo bastante peliagudos, pero supongamos que realidades separadas por centenares de años se encontraban compartiendo un…

No, pensó Naia. Alto. Basta. Tenía que tomarse un descanso de sus propios pensamientos. Dejó a un lado su libro y se levantó para ir a la cocina y poner la tetera en el fuego. Necesitaba un buen tazón de té de frutas, de bayas, moras y flores de saúco. Era la combinación ideal para devolver la calma a su mente, que se había convertido en un manojo de nervios. Al menos, eso esperaba ella.

Jueves 10

Cuando Alaric se subió al árbol, al principio no ocurrió nada. Imaginó que aquello se debía a que Naia no se encontraba también en el árbol. Pero después de llevar unos minutos sentado allí sintió un leve estremecimiento y, un segundo más tarde, supo que no era preciso que Naia tomara parte en aquello. Estaba en el árbol de 1945, solo, pensando que, ya puestos, bien habría podido dejar que el álbum familiar se quedara en su sitio. Naia todavía podía aparecer, no obstante, y ahora mismo podía estar trepando a su árbol para, en un minuto, aparecer junto a él. Alaric esperó. El minuto pasó. Y varios más. Después de que hubieran transcurrido cinco, ya se había hartado. ¿Qué debía hacer? ¿Quedarse allí, quieto, o bajar del árbol y ponerse a chapotear por el jardín? Si hacía eso, algún desconocido podía verlo. Esa idea no le hacía ninguna gracia. A diferencia de Naia, él no tenía respuestas para todo.

Así que decidió que se quedaría donde estaba. Era menos arriesgado. No tenía ni idea de cuánto tiempo tendría que permanecer allí, o si tenía que hacer algo para regresar. Lo único que podía hacer era esperar hasta que sucediera. Para pasar el tiempo aflojó la cinta de plástico del cuello de la bolsa de polietileno y sacó el álbum de ella. De todas maneras, iba a examinarlo tarde o temprano. Miró a su alrededor en busca de algún sitio donde poner la bolsa temporalmente. En el tronco, a cierta distancia, había un muñón allí donde una rama se había roto en alguna fase del crecimiento. Alaric colgó de él la cinta de plástico de la bolsa, se sentó con la espalda apoyada en el tronco y, lentamente, empezó a pasar las páginas del registro visual de su vida.

Jueves:11

Aldous estaba harto de todas las risas y el buen humor, del modo en que no paraban de hacer oscilar el bote. Remar era una cuestión muy seria. Mientras entraba en el jardín sur, planeó pasar un rato dando vueltas por entre los árboles antes de volver a la casa. Si querían seguir fuera después de eso, uno de ellos podía remar. Pero cuando vio su propio árbol, tan majestuoso, alzándose en el agua, sintió un súbito impulso de estar en él. Mientras los niños seguían con sus payasadas, y su tía no hacía nada para tratar de calmarlos, remó hacia el roble de Aldous.

Jueves:12

Alaric levantó la vista de las fotografías. Voces. Jóvenes y llenas de excitación, pero también reconoció la voz de una mujer. Cerró el álbum, se lo colocó debajo del brazo y trepó un poco más arriba, adentrándose donde el follaje era más abundante. Luego se quedó sentado allí, escuchando sin apenas atreverse a respirar. Ahora las voces estaban justo debajo de él.

Jueves:13

Debajo del árbol, Aldous ofreció los remos.

– Bueno, ¿quién los quiere?

– ¿Ya has tenido suficiente? -dijo Larissa.

– Sí.

Su tía los aceptó, y Aldous se levantó.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Mimi a través de su máscara de payaso.

– Voy a trepar al árbol -respondió Aldous.

– Oh, ¿puedo trepar yo también? -inquirió Ray, muy excitado.

– No.

Aldous se agarró a la rama más baja, que aun así quedaba a una buena distancia por encima del agua, alejó el bote empujándolo con los talones y se izó hacia arriba.

Jueves:14

Cuando el árbol se estremeció Alaric pensó, con cierto alivio, que iba camino de salir de aquella realidad. Pero nada cambió. Era alguien que estaba trepando por el tronco allá abajo, entre la fronda de hojas.

Jueves 15

Aldous, que se había sentado a horcajadas sobre la rama, oyó las voces llenas de alegría de sus hermanas y de su hermano mientras iban en el bote por el jardín. Larissa remaba describiendo una serie de círculos vagamente concéntricos, para el inmenso deleite de los niños. Ahora que estaba lejos de ellos, Aldous empezó a tener un pésimo concepto de sí mismo. Hoy los demás habían hecho un esfuerzo porque su tía no tardaría en irse. Incluso Ursula se había unido al espíritu del momento. Y Larissa… En el pueblo, su tía había insistido en hacerse con aquellas máscaras para ellos. En contra de su habitual temperamento, había tratado de hacer que la excursión fuese lo más entretenida y memorable posible para sus sobrinos y sobrinas. ¿Y él? Él había fruncido el ceño y puesto mala cara; se había negado a participar o a hacer nada que no fuese remar. Furioso consigo mismo, levantó un pie y le dio una patada al árbol como si lo culpara de su propio egoísmo.

Mientras daba la patada, Aldous reparó en algo a su izquierda. Podría haber mirado en cualquiera de las dos direcciones, pero miró hacia la izquierda, y eso fue su perdición. Si hubiera mirado hacia la derecha se habría quedado tan sorprendido que habría caído del árbol para terminar en el agua. Luego se habría levantado, tosiendo y escupiendo, para regresar a la casa con cierta prisa por secarse. Lo que habría visto en esa fugaz mirada hacia la derecha habría sido una mano, inmóvil junto a la suya con la palma vuelta hacia abajo. La mano se hallaba unida al brazo de un chico, sentado en una rama muy similar y completamente inconsciente de que su mano, sólo su mano, había pasado, brevemente, de su propia realidad a otra. Había otra cosa relacionada con la mano desunida del cuerpo que habría dejado perplejo a Aldous si hubiera reparado en ello.

Era verde.

La mano verde se esfumó mientras Aldous centraba toda su atención en algo que sí había notado: la bolsa de polietileno que colgaba del muñón de rama un metro a su izquierda.

Jueves 16

Entre las risas y la frivolidad, Ursula volvió la mirada hacia el árbol al que se había subido su hermano. Las hojas lo ocultaban, pero estaba en algún lugar allí, entre la fronda, y Ursula quería hacerle saber que no estaba nada complacida con él.

– ¡Aldous es un aguafiestas! -gritó.

Jueves:17

Alaric oyó la burla, pero la atribuyó a algún juego infantil. Permaneció completamente inmóvil, con la espalda apoyada en el tronco y las rodillas bajo la barbilla. Un mirlo que iba y venía entre las hojas evidentemente no lo percibió como una amenaza, y de pronto se detuvo, a cierta distancia de él, mientras volvía la mirada de un lado a otro con rapidez como si estuviera diciendo: «Qué lugar más agradable, ¿verdad?» Se produjo un ligero movimiento debajo, pero como su origen no podía averiguarse a través del follaje, el pájaro tampoco se sintió intimidado por él. A Alaric se le ocurrió pensar que tal vez se tratara de Aldous, pero no podía apartar las hojas para mirar, por si se diera el caso de que no fuera él. Tampoco, por la misma razón, podía levantar la voz. Así que se quedó donde estaba.

Sin mover un músculo.

Hasta que le dio un calambre.

Jueves:18

– ¡Aldous es un aguafiestas!

Tras oír el grito de su hermana, Aldous se sintió todavía más avergonzado. Si Ursula pensaba eso de él, entonces los demás, probablemente, también eran de la misma opinión. Incluso su tía. No se sentía nada cómodo con aquel parecer, de modo que quiso demostrarles que, en realidad, él no era así.

Y tenía una idea de cómo hacerlo.

Descolgó la bolsa y la examinó. Nunca había visto un material semejante. Grueso, sólido, transparente. Pero perfecto. Cogió un puñado de hojas, las introdujo en la bolsa y luego la abrió un poco más y metió la cabeza dentro de ella. Apretó la cinta de plástico justo lo suficiente para evitar que las hojas cayesen fuera, se pasó el lazo de la cinta por encima de un hombro igual que si fuese un chal, y miró a su alrededor. Todo se volvía un poco borroso visto a través de aquel extraño material y cuando inspiraba y espiraba sobre él, éste seguía los movimiento de su respiración y se le pegaba a los labios. Aldous deseó tener un espejo. ¡Oh, cómo se reirían cuando lo vieran con todas aquellas hojas en el pelo y la cabeza metida dentro de aquella extraña bolsa!

Bajó la mirada hacia el agua. Había una distancia considerable, pero resultaría todavía más divertido si producía una buena salpicadura y luego surgía del agua como alguna criatura fabulosa venida de las profundidades, haciendo una mueca dentro de la bolsa y agitando los brazos mientras arremetía contra ellos dentro del bote. Las chicas se pondrían a chillar. Con un poco de suerte, tía Larissa también gritaría. Esperaba que luego Ray no tuviera pesadillas, pues de ser así, maman nunca se lo perdonaría.

Jueves:19

El mirlo volvía la cabeza de vez en cuando para mirar al inmóvil Alaric. Sólo los movimientos bruscos eran una amenaza, pero mantenerse alerta nunca estaba de más. Alaric, en cambio, no se sentía tan satisfecho. El calambre iba empeorando, de modo que, no sin cautela, estiró la pierna.

Jueves:20

Con la bolsa de polietileno y las hojas de roble pegándose a sus mejillas y sus cabellos, Aldous, que respiraba con dificultad pero estaba resuelto a iniciar su broma, se preparó para saltar del árbol.

Jueves21

Cuando Alaric sacudió el pie, el mirlo se alarmó, desplegó las alas y salió volando a toda prisa a través de las hojas. Debajo del árbol, sobresaltado por el repentino rumor, Aldous miró hacia arriba… y perdió el equilibrio. La bolsa que cubría su cabeza estaba empañada por su respiración, y las hojas que contenía le dificultaba aún más la visión. No logró agarrarse a nada. El ágil descenso que se había propuesto llevar a cabo se convirtió en una zambullida oblicua, que lo habría hecho precipitarse torpemente dentro del agua si la cinta de plástico de la bolsa no se hubiera quedado enganchada en el mismo muñón de rama del que la había descolgado hacía unos minutos. El plástico se deslizó hacia abajo a lo largo del muñón, y aguantó, pero el peso del cuerpo de Aldous lo tensó y la boca de la bolsa pasó a quedar rígidamente ceñida. Un instante después, Aldous se encontró balanceándose bajo la rama suspendido por el cuello, los pies a unos centímetros del agua, sin que pudiera llegar a emitir más que un sonido casi imperceptible.

Jueves:22

La sacudida del árbol y los sonidos ahogados que llegaban desde abajo eran tan inesperados que Alaric se olvidó por un instante de su calambre. Se inclinó y apartó la fronda. Al principio no vio nada, pero luego descubrió algo: un brazo, que se agitaba frenético. Se agarró a la rama para no caer, se inclinó un poco más hacia fuera y vio a Aldous, que se movía sin parar, con una especie de capucha sobre la cabeza, traslúcida como… el polietileno.

Alaric se quedó perplejo y perdió unos cuantos segundos mientras decidía qué hacer; sin embargo, enseguida colocó el álbum familiar en un nido de ramitas y bajó a la rama inferior. Fue cautelosamente a lo largo de ella hasta que tuvo a su alcance el muñón de la rama rota y entonces, inclinándose hacia fuera del tronco, extendió la mano hacia el cuello del muchacho, con la intención de elevarlo lo suficiente para aflojar la cinta de la bolsa y arrancar el polietileno de su…

La luz cambió con la eficiencia de una bofetada, el nivel del agua bajó y el muchacho suspendido del cuello, a un minuto de la muerte, se esfumó.

Jueves:23

Fue el señor Knight quien lo encontró. Había ido a inspeccionar lo que pudiera del jardín que quedaba fuera de su alcance hasta que la inundación se hubiera retirado. Marie se desmayó nada más ver el cuerpo. Ursula y Mimi se mostraron inconsolables. El pequeño Ray sólo podía mirar a su alrededor con ojos inexpresivos, tratando de encontrar algún sentido a todo aquello. ¿Su hermano? ¿Muerto? ¿No vería nunca más a Aldous? ¡Imposible!

Larissa se echaba la culpa de lo ocurrido; nadie la había visto nunca tan afectada. «No debería haberlo dejado, no debería haberlo dejado… ¿Por qué lo dejé, por qué lo dejé solo? ¡Deberían matarme! ¡No merezco vivir!» En otras circunstancias, su hermano la habría consolado. Hoy no. Alaric Eldon Underwood ya era lo que seguiría siendo hasta su propia muerte prematura el año siguiente: un hombre roto.

Después, el señor Knight contó a su esposa y a todas las personas con las que se encontraba cuando éstas pedían detalles, que «faltó poco para que me muriese cuando vi a ese chico». El hallazgo del cuerpo sería un tema del que se hablaría durante muchos años en Eynesford y Stone y, en menor medida, en Great Parr, Eaton Fane y otros pueblos de los alrededores. No era tanto por la muerte como por la causa de ésta: aquel material que envolvía su cabeza, la cinta de plástico tensada alrededor del cuello que lo ceñía con tal firmeza que había resistido incluso el peso muerto del chico.

Jueves:24

El reloj Westminster dio las siete sobre la repisa de la chimenea. Naia volvió los ojos hacia la esfera color oro pálido, los numerales romanos y las serias manecillas, tan imponentes en aquella posición. Hazlo, parecía decir el reloj. Ahora es el momento. Y Naia ya se había decidido, sin recordar el juramento que había hecho el día anterior.

No había parado de pensar en el pequeño Ray durante toda la tarde. En Aldous también, y en Whitern como era en aquel entonces; pero en Ray por encima de todo. Ahora que sabía con toda certeza quién era él, quería volver a verlo, y pronto, incluso si después eso significaba sufrir otro de aquellos súbitos bajones de energía que la dejaban prácticamente incapacitada. Esta vez podría presentarse a sí misma. No le diría quién era realmente, o de dónde provenía, pero no había ningún peligro en decirle cómo se llamaba. Su nombre de pila, en todo caso. Sonrió para sí misma. Si ella le decía cómo se llamaba, tal vez él se acordaría del nombre y quizá, cuando llegara a ser abuelo años después, podía sugerir «Naia» como un nombre para la niñita que les acababa de nacer a mamá y papá.

Se puso las botas impermeables que luego el chico compraría en vida, salió por la ventana y echó a andar a través del jardín sur. Una vez en posición en el árbol, se sentó a esperar que ocurriera «aquello», sin estar completamente segura de si sucedería o no. Pero ocurrió, y bastante pronto. Una leve sacudida, un ajuste de la luz y se encontró en el roble de días ya pasados. Oyó voces. No consiguió entender qué era lo que estaban diciendo, pero las voces sonaban demasiado cercanas para que pudiera estar tranquila, así que trepó a través de las hojas hasta el siguiente nivel, donde aquellas personas no podrían verla si se aproximaban más. Fue allí donde descubrió algo muy sorprendente alojado en un nido de ramitas. Se lo quedó mirando. No era de extrañar que no hubiera podido encontrar el álbum familiar si había estado ahí durante todo el tiempo. Pero ¿cómo podía estar ahí? ¡Era imposible!

Sin embargo, estaba demasiado contenta de haber dado con él para preocuparse por nada; ya habría tiempo para los misterios más tarde. Las voces estaban alejándose. Naia se puso el álbum debajo del brazo y regresó a la rama inferior, donde intentó decidir qué hacer. No quería que volvieran a sorprenderla dando vueltas alrededor del jardín. Quizá si la vieran salir del camino no les parecería una intrusa. Dependiendo de con quién se encontrara, y de la historia que se le ocurriera, podría ingeniárselas para mantener una pequeña conversación con Rayner, si todavía no estaba acostado.

Las voces se desvanecieron. Naia esperó otro minuto antes de bajar al agua, donde se quedó inmóvil mirando a su alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca antes de echar a andar hacia los arbustos que crecían a lo largo del camino de acceso. Sólo había dado cuatro pasos cuando oyó nuevas voces, esta vez procedentes de la casa. Eran voces cargadas de inquietud. Se detuvo. Aguzó el oído. Sollozos, gimoteos, salidos de más de una garganta. ¿Habría sucedido algo? Tal vez alguna discusión familiar. Bueno, fuera lo que fuese, los visitantes no serían bienvenidos mientras esas personas se hallaran en aquel estado de ánimo. Naia dio media vuelta y volvió a subir al árbol. Vaya, se dijo; aunque la misión, después de todo, no había sido un completo fracaso. No había vuelto a encontrarse con el joven Rayner, pero había recuperado el álbum familiar.

Jueves:25

Alaric, una vez emergió del sueño fruto del agotamiento, quedó impresionado por la cualidad y la intensidad del silencio. Alex e Iván llevaban desde mediados de la tarde dando un paseo en bote con unos amigos, pero aquello no era meramente el silencio de la ausencia o la soledad. Era el silencio del shock. O de la pena. Imaginaciones suyas, por supuesto, pero era así como lo sentía. En el recibidor la sensación era todavía más intensa. La casa se hallaba impregnada de ella. Mientras tomaba asiento en el suelo, todavía débil, para apoyarse en la pared, el rostro del chico volvió a su mente tal como lo había visto antes, con idéntica desesperación en los ojos que alzó hacia él. Vio de nuevo el polietileno adhiriéndose a las mejillas de Aldous, cubriendo su boca abierta. Casi podía sentir el estrangulamiento causado por la cinta de plástico. Unos cuantos segundos más y habría podido salvarlo. Pero no había habido ningún segundo más.

Alaric deseaba liberarse de aquella imagen, de aquella escena, de modo que animó a su mente a que vagara a su antojo, pero entonces lo asaltó un nuevo pensamiento. Era tan insoportable, pero tan cierto a la vez que lo estremeció hasta la misma médula de los huesos; Alaric fue consciente de haber proporcionado personalmente al hermano mayor de su abuelo el instrumento de su muerte, cuarenta y tres años antes de que él, Alaric, naciera.