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Joséphine echaba cuentas sobre la mesa de la cocina.
Octubre. La vuelta al colegio había pasado. Lo había pagado todo: el material escolar, las batas de laboratorio, las carpetas, la ropa de gimnasia, el comedor de las niñas, los seguros, los impuestos y las letras del piso.
– ¡Yo sólita! -suspiró soltando el bolígrafo.
Un auténtico desafío.
Por supuesto, había contado con las traducciones para el gabinete de Philippe. Había trabajado encarnizadamente en julio y agosto. No se había ido de vacaciones y se había quedado en el piso de Courbevoie. Su única distracción había sido regar las plantas del balcón. La camelia blanca le había dado muchos problemas. Antoine se había llevado a las niñas en julio, según lo convenido, e Iris las había invitado a su casa en Deauville en agosto. Jo se había tomado apenas una semana de descanso a mediados de agosto para estar con ellas. Las niñas parecían en plena forma. Bronceadas, descansadas, más altas. Zoé había ganado el concurso de castillos de arena y blandía su premio: una cámara de fotos digital. ¡Guau! había dicho Jo, se ve que esto es un lugar de ricos. Hortense había adoptado cierto aire reprobador. «Ay, mi niña, ¡sienta tan bien relajarse y decir tonterías!». «Sí, pero, mamá, puedes molestar a Iris y a Philippe, que han sido tan buenos con nosotros…».
Joséphine se había prometido tener cuidado y nunca más dejarse llevar y decir lo que pensase. Estaba mucho más cómoda con Philippe. Se sentía como una colaboradora, aunque la palabra estuviese muy por encima de sus funciones. Un anochecer, se habían encontrado los dos, solos, sobre el pontón de madera que se introducía en el mar; él le había hablado de un asunto que acababa de concluir y del que ella sería la primera en traducir las primicias. Habían brindado a la salud de ese nuevo cliente. Ella se había emocionado.
Era una hermosa casa, suspendida entre el mar y las dunas; había fiestas todas las noches, iban a pescar, se asaba pescado en grandes barbacoas, improvisaban nuevos cócteles y las niñas se dejaban caer sobre la arena simulando estar borrachas.
Había vuelto a París con pena. Pero cuando vio el montante del cheque que le había enviado la secretaria de Philippe, no se arrepintió. Creyó que era un error. Sospechaba que Philippe le pagaba de más. Le veía pocas veces; siempre era su secretaria la que la recibía. A veces él escribía unas palabras o le decía que estaba muy satisfecho con su trabajo. Un día, había añadido: «P.D.: No me extraña de ti».
Su corazón estaba lleno de alegría. Recordaba la conversación en el despacho de Philippe la noche en la que… la noche en la que discutió con su madre.
Y después, recientemente, una colaboradora de Philippe, la que le entregaba el trabajo, le había preguntado si se sentía con fuerzas para traducir obras del inglés. «¿Libros de verdad?», había preguntado Jo con los ojos como platos. «Sí, claro», «¿Pero libros… libros?», «Sí», había respondido la empleada, un poco molesta por las preguntas de Jo. «Uno de nuestros clientes es editor y necesita una traducción rápida y de calidad de una biografía de Audrey Hepburn; he pensado en ti…». «¿En mí?», había contestado Joséphine con una voz ligeramente áspera que demostraba hasta qué punto estaba sorprendida. «¡Pues, sí! ¡En ti!», había respondido Caroline Vibert, que mostraba ahora signos reales de exasperación. «Oh, sí… ¡por supuesto!», había dicho Jo para intentar arreglarlo. «No hay problema. ¿Para cuándo la quiere?».
La abogada Vibert le había dado el teléfono de la persona a la que debía dirigirse y todo se había acordado muy deprisa. Tenía dos meses para acabar la traducción de Audrey Hepburn, una vida, ¡352 páginas en letra pequeña! Y dos meses, calculó, ¡significa que tengo que terminarla a finales de noviembre!
Se secó la frente. No era su única tarea. Se había inscrito para dar una conferencia en la universidad de Lyon; tenía que redactar más de cincuenta páginas sobre el trabajo femenino en los telares en el siglo XII. En la Edad Media, las mujeres trabajaban casi tanto como los hombres, pero no realizaban el mismo tipo de trabajo. Según los libros de cuentas de los pañeros, de cuarenta y un obreros, veinte eran mujeres y veintiuno hombres. A ellas les estaban prohibidos los trabajos considerados demasiado cansados. Así como la tapicería en lizo, porque obligaba a trabajar con los brazos extendidos. A menudo tenemos ideas preconcebidas sobre esta época, imaginándonos a las mujeres retiradas en sus castillos, escondidas entre su sombrero de capirote y su cinturón de castidad, y sin embargo eran activas, sobre todo entre los sectores populares y artesanos. Mucho menos en la aristocracia, por supuesto. ¿Cómo empezar? ¿Con una anécdota? ¿Con una estadística? ¿Con una visión general?
Joséphine pensaba con el bolígrafo en mano. Cuando, de pronto, le vino una idea a la cabeza que estalló como una bomba: ¡Había olvidado preguntar cuánto le pagarían por lo de Audrey Hepburn! He realizado mi trabajo como una buena obrera y lo he olvidado. La inundó una oleada de pánico y se imaginó caída en una trampa. ¿Qué hacer? ¿Volver a llamar y decir: «Perdón, me gustaría saber cuánto me van a pagar, porque, mire usted, he olvidado preguntárselo antes»? ¿Preguntar a la abogada Vibert? Imposible. Blandengue y lela, blandengue y lela, blandengue y lela. ¡Todo va demasiado deprisa! Se lamentó. Pero ¿qué hacer si no? La gente no tiene tiempo que perder, tiempo para pensar. Habría tenido que anotar en un papel todas mis dudas antes de presentarme a la cita. Tengo que aprender a actuar deprisa, a ser eficaz. Yo, que llevaba una vida de ratón de biblioteca…
Shirley le ayudaba con la traducción de la biografía de Audrey Hepburn. Joséphine subrayaba las palabras o expresiones que le daban problemas y se las planteaba a Shirley. Sus puertas no paraban de abrir y cerrarse.
Pero allí, sobre el papel, las cifras no mentían. Se las arreglaba bastante bien. Sintió una sensación de euforia y extendió sus brazos para representar su triunfo. ¡Feliz! ¡Feliz! Después se calmó e invocó al cielo para que durase el milagro. Ni por un segundo pensó: es porque trabajo, porque no paro de trabajar. ¡No! Joséphine no relacionaba nunca el esfuerzo con la recompensa. Nunca se concedía una felicitación. Daba gracias a Dios, al cielo, a Philippe o a la abogada Vibert. Nunca pensaba en ponerse algún laurel por las horas pasadas inclinada sobre el diccionario o la hoja de papel.
Tendría que comprarme un ordenador si sigo haciendo esta clase de trabajo. Otro gasto, pensó, y borró el pensamiento con la mano.
Había puesto los ingresos en una columna y en otra, los gastos. Marcaba a lápiz las eventuales entradas y salidas, con bolígrafo rojo lo que era seguro. Y redondeaba, redondeaba mucho. En su contra. Así, se decía, las sorpresas sólo podrán ser positivas y tendría un pequeño margen. Es lo que le aterrorizaba: no tener margen. Cualquier golpe duro significaría la catástrofe.
Ya no tenía a nadie en quien apoyarse.
Debe de ser ese el auténtico sentido de la palabra «sola». Antes eran dos. Antes, sobre todo, Antoine se encargaba de todo. Ella firmaba allí donde él le indicaba. Él reía y decía: «¡Podría hacerte firmar lo que quisiera!», y ella contestaba: «Sí, claro, confío en ti». El la besaba en el cuello mientras ella firmaba.
Ya nadie la besaba en el cuello.
Todavía no habían hablado de separación ni de divorcio. Había continuado, dócilmente, firmando todos los papeles que él le presentaba. Sin hacer preguntas. Cerrando los ojos para que ese lazo durara todavía. Marido y mujer, marido y mujer. Para lo bueno y para lo malo.
El continuaba «cambiando de aires». Con Mylène. Va a hacer seis meses que se airea, pensó, sintiendo cómo montaba en cólera. Hundirse en esos ataques de rabia era cada vez más frecuente.
Cuando él vino a buscar a las niñas a principios de julio, fue doloroso, muy doloroso. La puerta del ascensor que se cierra. «¡Adiós, mamá, trabaja bien!». Y después el silencio en el hueco de la escalera. Y después… había corrido hasta el balcón y visto a Antoine que cargaba el coche, abría el maletero, colocaba las dos maletas y… delante, en el lugar que antes ocupaba ella, un codo que sobresalía. Un codo de algodón rojo.
¡Mylène!
Se la llevaba de vacaciones con sus hijas.
¡Mylène!
Estaba sentada en su sitio.
¡Mylène!
Sin esconderse, el codo apoyado fuera del coche. Su codo rojo.
Jo sintió, por un instante, ganas de correr y coger a sus hijas por el cuello y arrancarlas de las garras de su padre, pero se lo pensó. Antoine tenía todo el derecho, el más estricto derecho. No había nada que decir.
Se había dejado caer sobre el suelo de cemento del balcón. Se había tapado la cara con los puños y llorado, llorado. Un buen rato. Sin moverse. Pasando y repasando sin parar la misma película. Antoine presentando a Mylène a sus hijas, Mylène sonriéndolas. Antoine conducía. Mylène llevaba el mapa. Antoine proponía detenerse en un restaurante, Mylène lo elegía. Antoine había alquilado un piso con las niñas y Mylène. La habitación de sus hijas, su habitación con Mylène. El dormía con Mylène y sus hijas, en la habitación de al lado. Por la mañana, preparaban el desayuno juntos. ¡Todos juntos! Antoine iba al mercado con sus hijas y Mylène. Corría por la playa con sus hijas y Mylène. Llevaba a la feria a sus hijas y a Mylène. Compraba algodón de azúcar a sus hijas y a Mylène. Las palabras formaban una única cantinela que recitaba «sus hijas y Mylène, Antoine y Mylène». Entonces había respirado profundamente y gritado: «¡Familia recompuesta y una mierda!». Se había extrañado de oírse gritar así y había dejado de llorar.
Ese día, Joséphine había comprendido que su matrimonio había terminado. Un codo de tela roja había sido más eficaz que todas las palabras dichas entre Antoine y ella. Se acabó, se había dicho dibujando sobre una hoja de papel un triángulo que había coloreado de rojo chillón. Se a-ca-bó. Punto y final.
Había colgado el triángulo rojo en la cocina encima de la tostadora con el fin de contemplarlo todas las mañanas.
Al día siguiente, había retomado sus traducciones.
Más tarde, cuando viajó a Deauville, a casa de Iris, supo que Zoé había llorado mucho durante ese mes de julio. Se había enterado por Iris, que lo sabía por Alexandre, a quien Zoé se había confiado. «Antoine les ha dicho que tendrían que ir acostumbrándose a Mylène porque pensaba vivir con ella, y tenían un proyecto para después del verano… ¿Qué proyecto? Nadie lo sabe…». Las niñas no hablaban de ello. Joséphine se había mordido la lengua para no hacerles preguntas.
«¡Esas pobres niñas han empezado mal la vida!», había declarado su madre a Iris. «¡Dios mío, lo que se obliga a sufrir a los niños en nuestros días! Y luego nos extrañamos de que la sociedad vaya mal. Si los padres no saben comportarse, ¿qué se puede esperar de los hijos?».
Su madre. Ya no la veía. Desde el mes de mayo. Desde su enfrentamiento en el salón de Iris. Ni una palabra. Ni una llamada de teléfono. Ni una carta. Nada. No pensaba en ello continuamente, pero cuando oía, en la calle, a una mujer de su edad inclinada sobre una anciana a la que llamaba «mamá», sentía cómo sus rodillas flojeaban y buscaba un banco para sentarse.
Y, sin embargo, se negaba a dar el primer paso. Y, sin embargo, no quitaba ni una sola coma al discurso que había pronunciado esa noche.
Se preguntaba incluso si no había sido esa escena con su madre la que le había dado la energía para trabajar. Nos sentimos muy fuertes cuando dejamos de hacer trampas. Esa noche dejaste de fingir y, desde entonces, ¡mira cómo avanzas! Esa teoría era de Shirley. Y Shirley podía no estar equivocada.
Sola. Sin Antoine, sin su madre. Sin hombre.
En la biblioteca, en los estrechos pasillos, entre los estantes de libros, había chocado contra un hombre que caminada en sentido contrario. Ella llevaba los brazos cargados de libros y no lo había visto. Todos los volúmenes habían caído al suelo con gran estruendo, y el desconocido se había agachado para ayudarla a recogerlos. Él la había mirado con los ojos como platos, lo que había provocado a Joséphine un ataque de risa que le obligó a salir para calmarse. Cuando volvió, él le guiñó un ojo en señal de connivencia. Se había sentido turbada. Toda la tarde estuvo buscando su mirada, pero él había mantenido los ojos fijos en sus papeles. Una de las veces que levantó la mirada, él ya se había ido.
Lo había vuelto a ver y él le había hecho una señal con la mano con una sonrisa muy dulce. Era alto, flaco, el pelo castaño le caía en los ojos, y sus mejillas parecían aspiradas de lo hundidas que estaban. Colocaba delicadamente su parka azul marino sobre el respaldo de la silla antes de sentarse, le quitaba el polvo, la alisaba y se dejaba caer como un bailarín sobre la silla girando el respaldo. Tenía las piernas largas y delgadas. Jo le imaginaba bailando claqué. Con medias negras, chaqueta negra y chistera negra. Su rostro cambiaba a menudo de apariencia. A ella le parecía guapo y romántico, y un instante después pálido y melancólico. Nunca estaba segura de recordarlo. A veces perdía su imagen y debía mirar varias veces antes de reconocerlo, en carne y hueso.
No se había atrevido a contarle la historia del hombre joven a Shirley. Se habría reído de ella. Pero tendrías que haberle invitado a un café, preguntado su nombre, saber sus horarios. ¡Qué tonta eres!
Pues, sí… ¡Soy tonta y eso no es nada nuevo!, suspiró Joséphine, garabateando en su hoja de cuentas. Lo veo todo, lo siento todo, capto miles de detalles como astillas que me despellejan viva. Miles de detalles que a otros no les afectan porque tienen la piel de cocodrilo.
Lo más duro era el no dejarse invadir por el pánico. El pánico llegaba siempre por la noche. Sentía crecer dentro de ella el peligro del que no podría huir. Daba vueltas y vueltas en su cama sin conseguir dormirse. Pagar la letra del piso, la comunidad, los impuestos, la bonita ropa de Hortense, el mantenimiento del coche, los seguros, la factura del teléfono, el abono de la piscina, las vacaciones, las entradas de cine, los zapatos, los aparatos dentales… Enumeraba los gastos y, con los ojos abiertos, aterrorizada, se acurrucaba entre las mantas para dejar de pensar. A veces se despertaba, se sentaba en la cama, y hacía y rehacía las cuentas de arriba abajo y constataba que no, que no lo conseguiría a pesar de que, de día, las cifras habían dicho que sí. Encendía la luz, presa del pánico, iba a buscar el trozo de papel en el que había escrito sus cuentas y las repasaba de arriba abajo hasta conseguir cuadrar… su conciencia, y apagaba la luz, agotada.
Tenía miedo de la noche.
Echó un último vistazo a las cifras a lápiz y a las escritas a bolígrafo rojo y constató, tranquilizada, que por el momento no se desbordaban. Su mente voló hacia la conferencia que debía preparar. Recordó un pasaje que había leído. Se había dicho que sería útil copiarlo y servirse de él. Fue en su busca y lo encontró. Decidió colocarlo al principio de su conferencia.
«Los trabajos de historia económica destacan toda la etapa que va desde 1070 hasta 1130 en Francia: encontramos en aquel entonces tanto abundantes fundaciones de burgos en entornos rurales como los primeros signos de desarrollo urbano, tanto la penetración de la moneda en el campo como el establecimiento de corrientes comerciales interurbanas. Y ese tiempo de dinamismo e innovación es también aquel en el que la extorsión señorial se hace sistemática. ¿Cómo abordar la relación entre estos dos hechos: despegue económico a pesar de los señoríos o gracias a ellos?».
Con el codo resbalando sobre el mantel de hule, Jo se preguntó si esa cuestión no sería aplicable también a su propio caso. Desde que estaba sola, agobiada por las facturas que pagar, crecía en conocimiento y sabiduría. Como si el hecho de estar en peligro la empujara a redoblar el esfuerzo, a trabajar, trabajar…
Si todo ese dinero no se evaporara tan deprisa, podría alquilar una casa para las niñas el verano próximo, comprarles la ropa que desean, llevarlas al teatro, a los conciertos… Podríamos cenar en un restaurante una vez a la semana y ponernos guapas. Yo iría a la peluquería, me compraría un vestido, Hortense no se avergonzaría de mí…
Se dejó llevar por la ensoñación durante un momento y después despertó: había prometido a Shirley que le ayudaría a entregar los pasteles para una boda. Un gran pedido. Shirley la necesitaba para que los pasteles no se desparramaran en el coche y para quedarse al volante, durante la entrega, en el caso de que no pudiese aparcar.
Recogió sus cosas, su libro de cuentas, su lápiz y su Bic rojo. Permaneció todavía un instante pensativa, chupando el tapón del Bic, y se levantó, se puso el abrigo y se fue con Shirley.
Shirley la esperaba en el descansillo golpeando el suelo con el pie. Su hijo Gary permanecía de pie en el quicio de la puerta. Saludó con la mano a Jo y cerró la puerta. Joséphine ahogó una exclamación de sorpresa que no pasó desapercibida para Shirley.
– ¿Qué te pasa? ¿Has visto un fantasma?
– No, es que Gary… acabo de ver en él un hombre, el hombre que será dentro de unos años. ¡Qué guapo es!
– Sí, lo sé, las mujeres comienzan a echarle el ojo.
– ¿Lo sabe?
– ¡No! Y no soy yo la que se lo va a decir… No tengo ganas de que se le ponga en la cabeza.
– Se le suba a la cabeza, Shirley, no ponga.
Shirley se encogió de hombros. Había apilado las cajas en las que había guardado, envueltos en tela blanca, los pasteles que debía entregar.
– Oye… Su padre no debía de estar mal, ¿no?
– Su padre era el hombre más guapo del mundo… Era su principal cualidad, de hecho.
Frunció el ceño y sacudió el aire con la mano como para borrar un mal recuerdo.
– Bueno… ¿cómo lo hacemos?
– Como quieras… Eres tú la que sabes, tú decides.
Joséphine la dejó bosquejar un plan.
– Bajamos al portal, tú vigilas los pasteles mientras voy a buscar el coche, cargamos y ¡hala! Nos vamos. Llama al ascensor y bloquea la puerta.
– ¿Gary viene con nosotras?
– No. Su profesor de lengua está enfermo, siempre está enfermo. Y mejor que quedarse estudiando, ¡prefiere volver a casa y leer a Nietzsche! Hay quien soporta adolescentes llenos de granos, yo soporto a un intelectual. ¡Venga! Estamos perdiendo el tiempo charlando, move on!
Joséphine se puso en marcha. En unos minutos el coche estaba cargado, los pasteles apilados detrás y Jo con una mano puesta en las cajas para sostenerlas.
– Consulta el plano -dijo Shirley-y dime si hay otro camino para evitar la avenida Blanqui.
Joséphine cogió el plano que estaba sobre el salpicadero y lo estudió.
– Qué lenta eres, Jo.
– No soy yo la lenta, eres tú que tienes prisa. Dame tiempo para mirar.
– Tienes razón. Es un detallazo el querer acompañarme. Debería agradecértelo en vez de echarte la bronca.
Eso es exactamente por lo que me gusta esta mujer, se dijo Jo mientras consultaba el plano. Cuando se pasa, lo reconoce, cuando se equivoca, lo reconoce también. Siempre es exacta. Sus palabras, sus gestos, sus actos coinciden con lo que piensa. Nada en ella es falso o artificial.
– Puedes ir por la calle Artois, girar en Maréchal-Joffre y tomar la primera a la derecha, y sales a Clément-Marot.
– Gracias. Debía entregarlos a las cinco, y van y me llaman para decirme que llegue a las cuatro o que me puedo meter los pasteles donde yo me sé. Es un buen cliente, así que sabe que voy a hacer lo que él cuente.
Cuando se enfadaba, cometía faltas gramaticales. En caso contrario, hablaba muy bien.
– La sociedad se ríe de la gente. Les roba su tiempo, la única cosa a la que no se ha puesto precio y que cada uno posee para hacer lo que quiera con él. Todo pasa como si debiésemos sacrificar nuestros mejores años en el altar de la economía. ¿Qué nos queda después, eh? Los años de vejez, más o menos sórdidos, en los que llevamos dentadura postiza y pañales. No me dirás que no hay algo que falla.
– Quizás, pero no veo cómo podemos actuar de otro modo. A menos que cambiemos la sociedad. Otros lo han intentado antes que nosotros, y no se puede decir que los resultados sean satisfactorios. Si envías a paseo a tu sociedad, encontrarán a otro y perderás tu negocio de pasteles.
– Lo sé, lo sé… Pero gruño porque me sienta bien. Evacuó la tensión. Y soñar no es pecado.
Una motocicleta cortó el paso de Shirley, que lanzó una salva de palabrotas en inglés.
– ¡Menos mal que Audrey Hepburn no hablaba como tú! Me costaría mucho traducirla.
– ¿Y tú qué sabes? Quizás se aliviase a veces soltando palabrotas. No están en su biografía, eso es todo.
– Parecía tan perfecta, tan bien educada. ¿Te has dado cuenta de que no tuvo una sola historia de amor que no terminase en boda?
– ¡Eso es lo que dice tu libro! Cuando rodó Sabrina, estuvo tonteando con William Holden y él estaba casado.
– Sí, pero le dejó. Porque él le confesó que se había hecho esterilizar y ella quería muchos niños. Adoraba a los niños. El matrimonio y los niños…
Como yo, añadió Jo en voz baja…
– Hay que reconocer que después de la adolescencia que pasó, debía de soñar con un home, sweet home.
– ¡Ah! ¿También te ha extrañado? Nunca lo hubiese creído de ella, tan menuda, tan frágil.
A los quince años, durante la Segunda Guerra Mundial, en Holanda, Audrey Hepburn había trabajado para la Resistencia. Llevaba mensajes escondidos en las suelas de sus zapatos. Un día, cuando volvía de una misión, fue detenida por los nazis y embarcada junto a una docena de mujeres hasta la Kommandantur. Logró huir y se refugió en el sótano de una casa, con su cartera de la escuela y tan sólo con un zumo de manzana y un trozo de pan. Pasó un mes en compañía de una familia de ratas famélicas. Fue en agosto del 45, dos meses antes de la liberación de Holanda. Muerta de hambre y de angustia, terminó saliendo en plena noche, erró por las calles hasta que encontró su casa.
– ¡Me encanta la prueba de la chica más sexy del mundo! -añadió Jo.
– ¿Y eso qué es?
– Una prueba que hacía en las fiestas, cuando empezó su carrera en Inglaterra. Estaba muy acomplejada porque tenía los pies grandes y nada de pecho. Se ponía en una esquina y se repetía: «Soy la chica más deseable del mundo. Los hombres se arrastran a mis pies, sólo tengo que agacharme a recogerlos…». Se lo repetía tantas veces que acababa funcionando. Antes del fin de la fiesta, estaba en el centro de una marea de hombres.
– Deberías intentarlo.
– ¡Oh! Yo…
– Sí, ya sabes… Tu tienes un poco de Audrey Hepburn.
– Deja de burlarte de mí.
– Que sí… ¡Si perdieses unos kilos! Tienes los pies grandes, los pechos pequeños, los grandes ojos de avellana y el cabello castalio liso.
– ¡Qué mala eres!
– Nada de eso. Ya me conoces: digo siempre lo que pienso.
Joséphine dudó un momento, y se tiró a la piscina:
– He visto a un tipo en la biblioteca…
Le contó a Shirley el encontronazo, los libros desparramados, el ataque de risa y la complicidad inmediata que estableció con el desconocido.
– ¿Qué aspecto tiene?
– Parece un estudiante tardío… Viste una parka. Un hombre no lleva parka a menos que sea un estudiante tardío.
– O un cineasta que investiga o un explorador friolero o un licenciado en historia que prepara una tesis sobre la hermana de Juana de Arco… Hay muchas hipótesis, ¿sabes?
– Es la primera vez que me fijo en un hombre desde que…
Jo se detuvo. Todavía le costaba hablar de la partida de Antoine. Tragó y se repuso.
– Desde que Antoine se fue.
– ¿Os habéis vuelto a ver?
– Una vez o dos… cada vez, él me sonríe. No se puede hablar en la biblioteca, todo el mundo está en silencio… Así que nos hablamos con la mirada… Es guapo, ¡qué guapo es! ¡Y romántico!
El semáforo se puso en rojo y Jo aprovechó para sacar papel y lápiz de su bolso y preguntó:
– ¿Sabes cuándo Audrey rueda con Gary Cooper… y él habla un inglés raro?
– Era un auténtico cowboy. Venía de Montana. No decía yes o no, decía yup y nope. Ese hombre que ha hecho soñar a millones de mujeres hablaba como un granjero. Y, sin intención de decepcionarte, era más bien soso.
– El dice también: «Am only in film because ah have a family and we all like to eat!». ¿Cómo traducirías eso en lenguaje cowboy, precisamente…?
Shirley se rascó la cabeza y metió una marcha. Dio un volantazo a la derecha, otro a la izquierda y consiguió, tras insultar a dos o tres automovilistas, salir del atasco.
– Podrías poner: «Yo hago pelis pa dar de come a mi familia, que todos tienen buen saque…». Algo así. Mira en el plano si puedo girar a la izquierda, porque todo está atascado.
– Puedes, pero luego tendrás que volver a girar a la izquierda.
– Giraré a la izquierda. Es el lado del corazón, mi lado.
Joséphine sonrió. La vida se transformaba en centrifugadora con Shirley. Nunca se detenía en las apariencias, las convenciones, los prejuicios. Sabía exactamente lo que quería; iba derecha al grano. La vida según Shirley era sencilla. A veces se sorprendía de la forma en la que educaba a Gary. Hablaba a su hijo como si fuese un adulto. No le ocultaba nada. Le había dicho a Gary que su padre se había volatilizado cuando nació, le había dicho también que, el día que se lo pidiese, le daría su nombre para que lo buscase si quería. Había añadido que estuvo locamente enamorada de su padre, que había sido un niño deseado, amado. Que la vida era muy dura para los hombres de hoy en día, que las mujeres les exigían mucho y que no siempre tenían las espaldas lo suficientemente anchas para cargar con todo. Entonces, a veces, preferían darse a la fuga. Eso parecía haberle bastado a Gary.
Durante las vacaciones, Shirley se iba a Escocia. Quería que Gary conociese el país de sus antepasados, que hablara inglés, que conociese otra cultura. Ese año, cuando volvieron, Shirley estaba sombría y huraña. Se le había escapado esta reflexión: «El año que viene iremos a otra parte…». Después no volvió a mencionarlo.
– ¿En qué piensas? -preguntó Shirley.
– Pienso en tu lado místerioso, en todo lo que no sé de ti.
– ¡Mejor! Saberlo todo del otro es aburrido.
– Tienes razón… Sin embargo, a veces me gustaría ser vieja porque pienso que entonces sabría exactamente quién soy yo.
– En mi opinión, y sólo es una opinión, tu místerio reside en la infancia. Hay algo que pasó que te ha bloqueado. Me pregunto por qué te haces tan poco caso a ti misma, por qué tienes tan poca seguridad…
– Figúrate, yo también me lo pregunto.
– ¡Haces muy bien! Eso es un principio. La pregunta es la primera pieza del puzle a colocar. Hay gente que nunca se hace ninguna pregunta, que vive con los ojos cerrados y que nunca encuentra nada.
– No es tu caso.
– No… Y va a ser cada vez menos el tuyo. Hasta ahora te habías atrincherado en tu matrimonio, en tus estudios, pero estás empezando a sacar la nariz fuera y van a pasar cosas ¡ya verás! Cuando empezamos a movernos, empezamos también a remover la vida a nuestro alrededor. Y no te vas a librar. ¿Nos queda mucho?
A las cuatro en punto, avistaron la puerta de la empresa Parnell Traiteur. Shirley aparcó en el vado, impidiendo la entrada y salida de vehículos.
– Quédate en el coche y muévelo si molesta, ¿vale? Yo voy a hacer la entrega.
Joséphine asintió. Se colocó en el asiento del conductor y contempló a Shirley hacer juegos malabares con las cajas de pasteles. Las colocaba con el hombro, las apilaba bajo el mentón, las sostenía con los brazos y avanzaba a grandes zancadas. De espaldas parecía un auténtico hombre. Llevaba un peto de trabajo y una chaqueta gruesa. Pero sólo tenía que darse la vuelta para convertirse en Urna Thurman o Ingrid Bergman, una de esas rubias altas, cuadradas, la sonrisa franca, la piel clara y los ojos rasgados como los de un gato.
Volvió dando brincos y besó las dos mejillas de Jo.
– ¡Pasta! ¡Pasta! ¡Voy a poder salir a flote! Me toca bastante las narices este cliente, pero me paga bien. ¿Vamos a la cafetería y nos premiamos con una cervecita?
A la vuelta, mientras se dejaban arrullar por el traqueteo de la furgoneta, y Joséphine pensaba en el esquema de su conferencia, una silueta que cruzaba frente a ella la sacó de sus pensamientos.
– ¡Mira! -gritó Jo agarrando a Shirley por la manga-. Allí delante.
Un hombre en parka, con media melena castaña, las manos en los bolsillos, cruzaba sin prisas.
– No puede decirse que sea nervioso. ¿Le conoces?
– ¡Es él, el hombre de la biblioteca! Ese… ya sabes… mira que guapo e indolente.
– Como indolente, sí, es indolente.
– ¡Qué presencia! Está aún más guapo que en la biblioteca.
Joséphine se echó hacia atrás en su asiento por miedo a que él la viese. Después, sin poder aguantar, se acercó y pegó la nariz al parabrisas. El chico de la parka se había vuelto y hacía grandes gestos mostrando el semáforo que iba a pasar a verde.
– ¡Ay! -dijo Shirley-. ¿Ves lo que yo veo?
Una chica rubia, delgada, encantadora, se lanzó hacia él y le agarró. Le metió una mano en el bolsillo de la parka y le acarició la mejilla con la otra.
Joséphine bajó la cabeza y suspiró.
– ¡Ya está!
¿Ya está qué? -rugió Shirley-.Ya está que no sabe que estás aquí. Ya está que puede cambiar de opinión. Ya está que te vas a convertir en Audrey Hepburn y seducirle. Ya está que dejas de comer chocolate mientras trabajas. Ya está que adelgazas. Ya está que él no ve más que tus grandes ojos, tu talle de avispa y ya está que cae a tus pies. Ya está que eres tú la que metes la mano en el bolsillo de su parka. Y ya está que echáis una canita al aire. Es así como debes pensar, Jo, y no de otro modo.
Joséphine la escuchaba todavía con la cabeza gacha.
– No debo de estar hecha para vivir grandes historias de amor.
– No me digas que ya te habías imaginado toda una novela.
Jo, lastimosa, afirmó con la cabeza.
– Me temo que sí…
Shirley metió una marcha, empuñó el volante, y arrancó de un golpe seco y violento, descargando toda su rabia contra la calzada y dejando en ella la huella de sus neumáticos.
Esa mañana, al llegar al despacho, Josiane había recibido una llamada de su hermano para informarle de que su madre había muerto. A pesar de que sólo recibió golpes de su madre, lloró. Lloró por su padre muerto diez años antes, por su infancia salpicada de sufrimiento, por la ternura que nunca tuvo, la risa que nunca compartió, los cumplidos que nunca escuchó, sobre todo por ese vacío que tanto le dolía. Se sintió huérfana. Después se dio cuenta de que era realmente huérfana y redobló su llanto. Era como si recuperase el tiempo perdido: de pequeña no tenía derecho a llorar. Un gesto de llanto y venía la bofetada, que silbaba en el aire y llegaba para quemarle la mejilla. Comprendió, mientras derramaba las lágrimas, que estaba tendiendo la mano a esa niña que nunca había podido llorar, que era una manera de consolarla, de tomarla en sus brazos, de hacerle un pequeño sitio a su lado. Es extraño, se dijo, tengo la impresión de desdoblarme: la Josiane de treinta y ocho años, astuta, determinada, que sabe llevar las riendas de la vida sin ser vapuleada, y la otra, la niña de cara sucia y torpe a la que le duele la tripa de miedo, de hambre, de frío. Llorando, las reunía a las dos y se sentía bien con ese encuentro.
– Pero ¿qué pasa aquí? ¡Esto se ha convertido en el despacho de los llantos! ¡Y no respondes al teléfono!
Henriette Grobz, tiesa como un paraguas, con una gran tortilla a modo de sombrero puesto en la cabeza, miraba a Josiane que, en efecto, oyó que el teléfono estaba sonando. Esperó un instante y, cuando se paró, sacó un pañuelo de papel usado del bolsillo y se sonó.
– Es por mi madre -suspiró Josiane-. Ha muerto.
– Eso es muy triste, claro, pero… Todos perdemos a nuestros padres un día u otro, hay que estar preparado.
– ¡Pues bien! Digamos que yo no estaba preparada…
– Ya no eres una niña. Recupérate. Si todos los empleados trajeran sus problemas personales a la empresa, ¿hacia dónde iría Francia?
Los estados de ánimo en el trabajo son un lujo del patrón, no del empleado, pensó Henriette Grobz. ¡No tiene más que aguantar las lágrimas y en casa podrá llorar todo lo que quiera! Nunca le había gustado Josiane. No le gustaba su insolencia, su forma de moverse cuando caminaba, ligera, moviendo sus carnes, felina, su hermosa cabellera rubia, sus ojos. ¡Ay, esos ojos! Excitantes, audaces, vivos y a veces acuosos, lánguidos. Había pedido muchas veces a Chef que la echara, pero él se negaba.
– ¿Está mi marido? -preguntó a Josiane, quien, con la mirada perdida, se había incorporado y fingía seguir el vuelo de una mosca para no tener en frente a esa mujer que aborrecía.
– Está en el piso de arriba, pero va a volver. No tiene más que esperarle en su despacho, no debería de tardar… ¡ya conoce usted el camino!
– Un poco de educación, hija, no te permito que me hables así… -replicó Henriette Grobz con un tono dominante que hería.
Josiane respondió como una serpiente de cascabel.
– No me llame usted hija. Soy Josiane Lambert y no su hija. ¡Por suerte! Me moriría.
No me gustan esos ojos, pensó Josiane. Esos ojitos fríos, duros, avaros, llenos de sospechas y cálculos. No me gustan esos labios finos, secos, sus comisuras blanquecinas. Esa mujer tiene la boca de escayola. No soporto que se dirija a mí como si fuese su criada. ¿En qué consiste su éxito, en haberse casado con un hombre estupendo que la ha sacado de la miseria? Ha puesto el culo bien al abrigo, pero yo podría hacer que volviese a la calle. Quien ríe el último ríe mejor.
– Tenga cuidado, mi pequeña Josiane, tengo influencia sobre mi marido y podría decidir que ya no tiene usted nada que hacer en esta empresa. Secretarias las hay a miles. Yo que usted, cuidaría mis palabras.
– Y yo si fuera usted, no estaría tan segura de mí misma. Mientras tanto, déjeme trabajar y vaya a instalarse en su despacho -la espetó Josiane con un tono tan autoritario que Henriette Grobz, con su paso rígido y mecánico, la obedeció.
Ya en la puerta, se dio la vuelta y, apuntando con el dedo amenazante a Josiane, añadió:
– Esto no acabará así, mi querida Josiane. Vas a oír hablar de mí y si quieres un consejo, empieza a guardar tus cosas.
– Eso ya lo veremos, mi querida señora. Las he conocido más miserables que usted y hasta ahora nadie ha podido conmigo. ¡Métase eso en la cabeza, bajo su gran sombrero!
Oyó la puerta del despacho de Chef cerrarse violentamente y esbozó una sonrisa satisfecha. ¡Está rabiosa, la vieja bruja! Un punto a mi favor. Desde la primera vez que se vieron, no soportaba a la Escoba. Ella había cogido la costumbre de no bajar nunca la mirada ante ella. La desafiaba directamente a los ojos. Un duelo de hembras feroces. La una seca, arrugada y gruñona; y la otra llena de chispa, rosada y tierna. ¡Y tan tenaces la una como la otra!
Marcó el número de su hermano para saber cuándo serían las exequias, esperó un instante, comunicando, volvió a marcar y esperó otra vez. ¿Podría ponerla de verdad de patitas en la calle?, se preguntó de pronto escuchando el teléfono que hacía tu-tu-tu. Podría… Quizás sí, en verdad. ¡Los hombres son tan cobardes! El me diría simplemente que me coloca en otro lado. En una sucursal. Y me encontraría lejos de la dirección. Lejos de todo lo que he trabajado con tanta paciencia y que está a punto de dar sus frutos. Tu-tu-tu… ¡Tendré que abrir bien los ojos! Tu-tu-tu… ¡Va a tener que emplearse bien para hacerme tragar la píldora! El bueno de Marcel.
– Hola, Stéphane. Soy Josiane…
El entierro tendría lugar el sábado siguiente en el cementerio del pueblo en el que vivía su madre. Josiane, presa de un ataque de sentimentalismo, decidió asistir, quería estar presente cuando la pusieran bajo tierra. Necesitaba ver a su madre meterse en un gran agujero negro para siempre. Entonces quizás podría decirle adiós, quizás podría murmurar que hubiese querido poder quererla.
– Pidió que la incineraran…
– Ah, bueno… ¿y por qué? -preguntó Josiane.
– Tenía terror a despertarse en la oscuridad…
– La entiendo.
Mi madre querida que tiene miedo a la oscuridad. Sintió una oleada de amor hacia su madre. Y se echó a llorar. Colgó, se sonó y sintió una mano posarse sobre su hombro.
– ¿Algo va mal, bomboncito?
– Es por mamá. Ha muerto.
– ¿Y estás triste?
– Pues, sí…
– Venga, ven aquí.
Chef la había cogido por la cintura y sentado sobre sus rodillas.
– Rodéame el cuello con tus brazos y relájate, como si fueras un bebé. Ya sabes cuánto me hubiese gustado tener un niño, un niño mío.
– Sí -suspiró Josiane acurrucándose contra sus brazos regordetes.
– Ya sabes que ella nunca quiso darme uno.
– Al final, tanto mejor -dijo Josiane mientras se sonaba.
– Por eso lo eres todo para mí. Mi mujer y mi niña.
– ¡Tu amante y tu niña! Porque tu mujer está esperándote en tu despacho.
– ¿Mi mujer?
Chef saltó como si le hubiesen pinchado el trasero con un clavo oxidado.
– ¿Estás segura?
– Hemos cruzado unas palabras…
El se frotó el cráneo con aire molesto.
– ¿Os habéis peleado?
– ¡Venía buscándome, y me ha encontrado!
– ¡Ay, ay, ay! ¡Y yo que necesito su firma! He conseguido endosarle a los ingleses ese asco de sucursal, ya sabes, la de Murepain, de la que me quería desembarazar. ¡Voy a tener que engatusarla! Bomboncito, ¡podrías haber elegido otro día para buscarle las cosquillas! ¿Cómo voy a hacerlo ahora?
– Te va a pedir mi cabeza…
– ¿Hasta ese punto?
Parecía preocupado, se puso a recorrer la habitación, dando vueltas, con grandes aspavientos, golpeando la mesa con la palma de la mano, girando sobre sí mismo, hablando solo y, por fin, agitando los brazos y dejándose caer sobre una silla.
– ¿Tanto miedo te da?
El le dedicó una triste sonrisa de soldado vencido, con las manos arriba, los pantalones por las rodillas.
– Haría mejor yéndola a ver…
– Sí, a saber qué está maquinando sola en tu despacho.
Chef adoptó un aire contrito y se alejó, separando los brazos, batiendo los flancos como si se disculpase por esa retirada vergonzante. Después, agachado, deshecho, se volvió y, con una vocecita sin rastro de temeridad, preguntó:
– ¿Estás enfadada, bomboncito?
– Venga, ve…
Conocía el valor de los hombres. No esperaba que la defendiese. Le había visto demasiadas veces salir temblando de una entrevista con la Escoba. No esperaba nada de él. Quizás dulzura, ternura cuando estaban en la cama. Ella daba el placer que tanta falta le hacía a ese buen gordito y eso la llenaba de alegría, pues, en el amor, dar es tan bueno como recibir. Qué deliciosa sensación tumbarse sobre él y sentir cómo se volvía loco de alegría entre sus muslos. Verle poner los ojos en blanco, su boca torcerse. Su vientre se llenaba de emoción, de un sentimiento de poder… casi maternal. Y además, ¡habían pasado tantos entre sus muslos! ¡Qué mas da uno más que uno menos! Este era bueno. Le había tomado el gusto a ese poder, a ese intercambio de amor entre ella y su bebé gordito. Quizás hubiera hecho mejor callándose, después de todo… Josiane no tenía confianza alguna en los hombres. De hecho, tampoco en las mujeres. ¡Apenas tenía confianza en sí misma! A veces, se veía sobrepasada por sus propias acciones.
Se levantó, se estiró y decidió ir a tomar un café para ordenar las ideas. Echó una última mirada de sospecha hacia el despacho de Chef. ¿Qué estaría pasando entre él y su mujer? ¿Cedería al chantaje y la sacrificaría sobre el altar del parné? El rey Parné. Así llamaba su madre al dinero. La adoración al rey Parné. Sólo nosotros, los pobres y los humildes conocemos esa postergación ante el dinero. No lo guardamos como algo merecido o como un botín, lo ensalzamos, lo idolatramos. Nos precipitamos sobre el más mínimo céntimo que cae y rueda por el suelo. Lo recogemos, lo frotamos hasta que brilla y lo olfateamos. Lanzamos una mirada de perro apaleado sobre el rico que lo ha dejado caer y que no se ha tomado la molestia de agacharse a recogerlo. Y yo con esos aires de mujer liberada, yo he sido explotada toda mi vida por el rey Parné, le debo la pérdida de mi virginidad, los primeros puñetazos en la nuca, las primeras patadas en el vientre, he sido humillada y golpeada, en cuanto veo un rico no puedo impedir mirarle como a un ser superior, levanto los ojos hacia él como si fuera el Mesías, me postro ante él para llenarle de incienso y mirra.
Furiosa contra sí misma, se colocó la falda y fue a echar una moneda en la máquina de café. El chorro hirviendo cayó sobre el vaso y esperó a que la máquina hubiese terminado de escupir su bilis negra. Agarró el vaso con las dos manos y disfrutó del calor que desprendía.
– ¿Qué haces esta noche? ¿Vas a ver al Viejo?
Era Bruno Chaval, que acababa de hacer una pausa frente a la máquina de café. Había sacado un cigarrillo que golpeaba sobre el paquete antes de encenderlo. Fumaba cigarrillos sin filtro, lo había visto hacer en las películas.
– Ay, no lo llames así.
– ¿Tienes un ataque de amor, chata?
– No aguanto que le llames el Viejo, así de simple.
– ¿Así que al final estás enamorada del gordito?
– Pues, sí.
– ¡Ah! Nunca me lo habías dicho.
– La conversación nunca ha sido una prioridad entre nosotros.
– Entiendo: estás de mala leche. Me callo.
Ella se encogió de hombros y frotó su mejilla contra el vaso caliente.
Permanecieron en silencio durante un rato, sin mirarse, bebiendo café a pequeños sorbos. Chaval se aproximó, pegó su cadera contra la de ella y dio un golpe de riñon, como si nada, para verificar que estaba realmente enfadada. Después, como no se movía, como no le rechazaba, hundió la nariz en su cuello y suspiró:
– Hummm, hueles a jabón del bueno. Tengo ganas de tumbarte y tomarme mi tiempo para olerte.
Ella se apartó dando un suspiro. Como si se tomase su tiempo. ¡Como si la acariciase! ¡Se dejaba querer, eso sí! Era él el que se tumbaba y ella debía hacer todo el trabajo hasta que gemía y se relajaba. Con suerte, después se lo agradecía o la abrazaba.
Cínico y encantador, arqueando su fino talle, encendiendo su cigarrillo, quitándose un mechón de pelo molesto, no dejaba de mirarla contemplándola con la satisfacción de un propietario contento con su adquisición. Sabía doblegarla, seducirla. Desde que se la había metido en el bolsillo -o más bien en la cama-, se había vuelto vanidoso. ¡Como si fuera una proeza! Se apropiaba del triunfo de su conquista y se le estiraba el cuello. Tenía acceso al jefe gracias a ella y el poder estaba al alcance de su mano. No era más que un vulgar empleado ¡e iba a convertirse en socio! Los hombres son así, no saben aceptar el éxito o la gloria sin extender las plumas y pavonearse. Y desde que Josiane le había prometido que hablaría con el Viejo y que conseguiría su ascenso, echaba humo de impaciencia. La buscaba por todos lados, en los pasillos, en los recodos, en los ascensores, para que ella le tranquilizase. ¿Ha firmado ya? ¿Ha firmado? Ella le rechazaba, pero siempre volvía. ¿Qué te has creído? La incertidumbre me pone de los nervios. ¡Ya me gustaría verte a ti!, gemía.
Esta vez también le hubiese querido preguntar: «¿Y bien? ¿Te ha dicho algo?». Pero se veía perfectamente que no era el momento. Esperó.
A Josiane no le duraban mucho los enfados. Era más bien simpática con los hombres. ¿Cómo es que no los odio más?, se preguntaba. ¿Cómo es que todavía me gusta hacer el amor? Incluso a los gordos, los feos, los violentos que me forzaron no los odio. No se puede decir que me hayan dado mucho placer, pero siempre vuelvo a caer. Y si disfrazan sus sucios vicios de suavidad y ternura, me pongo a cien. Basta con que me hablen suavemente, que me consideren un ser humano con alma, cerebro, corazón, que me concedan un sitio en la sociedad, para que me vuelva a convertir en una niña. Todas mis cóleras, mis rencores, mis venganzas desaparecen, estoy dispuesta a sacrificarme para que continúen hablándome con respeto y consideración. Que me digan palabras bonitas. Que me pidan mi opinión. ¡Qué tonta soy!
– Venga, guapita, ¿hacemos las paces? -susurró Chaval apoyando su mano sobre la cadera de Josiane y haciéndola girar contra él.
– Para, nos va a ver.
– ¡Que no! Diremos que somos buenos compañeros y que estábamos bromeando.
– Que no, te digo. Está en el despacho con la Escoba. Si sale y nos ve, la cago.
A lo mejor ya la he cagado. A lo mejor ya me ha sacrificado en el altar de la empresa. Con el tiempo que hace que quiere deshacerse de la fábrica de Murepain, estará dispuesto a todo para que ella firme. Va a prometerle mi cabeza en una bandeja. Yo no valgo mucho en comparación con ese contrato. Y entonces todo se irá al garete, Chef, Chaval y el dios Parné. Todos se pondrán al abrigo y yo me encontraré en la calle con el culo al aire, como siempre. Al pensar eso, Josiane perdió todo su valor y sintió cómo se reblandecía. Se apoyó contra Chaval y perdió valentía.
– ¿Al menos me quieres un poco? -preguntó con una voz que mendigaba ternura.
– ¿Que si te quiero, preciosa? ¿Acaso lo dudas? Estás loca. Espera un poco y verás cómo te lo demuestro.
Deslizó una mano bajo su trasero y se lo cogió.
– No, pero… si al final no sale bien, por suerte o por desgracia, ¿seguirás conmigo?
– ¿Qué? ¿Ha dicho algo contra mí? Dime, dime…
– No, pero de pronto tengo miedo…
Ella sintió cómo el dios Parné blandía un enorme cuchillo para rebanarle el cuello. Le temblaba todo el cuerpo y sintió un enorme vacío en su interior. Cerró los ojos y se acurrucó contra él. El reculó un instante, pero, viendo que se había puesto lívida, la sostuvo y la cogió por el talle. Ella se dejó llevar mientras murmuraba «sólo unas palabras, dime unas palabras bonitas, es que tengo tanto miedo, lo entiendes, tengo tanto miedo…». El comenzó a enfadarse. Dios, ¡qué complicadas son las mujeres! pensó. Hace apenas un minuto, me manda al cuerno, y un minuto después me pide que la consuele. Molesto, la tenía contra él, casi la sostenía porque la sentía sin fuerzas y abandonándose. Tan débil, a punto de desmayarse. Le acariciaba el pelo distraídamente. No se atrevía a preguntar si el Viejo había firmado su ascenso, pero eso le carcomía por dentro, así que la sostenía como quien tiene un paquete del que no puede desembarazarse. Sin saber muy bien qué hacer: ¿apoyarla en la máquina de café?, ¿sentarla? No había sillas… ¡Ay!, refunfuñó, eso el lo que pasa cuando pone uno su futuro en manos de una tía. Lo único que deseaba era librarse de los brazos de esa mujer. Follar vale, pero nada de chorradas después. Nada de juramentos de amor, de besos lacrimógenos. En cuanto nos acercamos demasiado, pillamos todos los miasmas de la afección.
– Venga, Josy, ¡domínate! A ver si al final sí que nos van a ver. Venga, ¡vas a estropearlo todo!
Ella se enderezó, se separó titubeando, con los ojos enrojecidos por las lágrimas y pidió perdón… Pero era demasiado tarde.
Henriette y Marcel Grobz esperaban delante del ascensor y, mudos, les miraban fijamente. Henriette, con un rictus en la boca y el rostro crispado bajo su gran sombrero. Marcel, mudo, deshecho, con las mejillas temblando por una pena que no desmentía el resto de su fisonomía.
Herniette Grobz volvió la cabeza la primera. Después agarró a Marcel por la chaqueta y lo metió en el ascensor. Una vez se cerraron las puertas, ella dejó escapar su rebosante alegría.
– Ya lo has visto, ¡sabía que esa chica era una cualquiera! Cuando pienso en la manera en la que me ha hablado, y tú la defendías, además. Qué ingenuo puedes llegar a ser, mi pobre Marcel.
Marcel Grobz, con los ojos fijos en la moqueta del ascensor, contaba los agujeros hechos por las quemaduras de cigarrillo y luchaba por contener las lágrimas que se acumulaban en su garganta.
La carta llevaba un sello de colorines, con un matasellos de más de una semana. Estaba dirigida a Hortense y Zoé Cortès. Jo reconoció la letra de Antoine, pero se abstuvo de abrirla. La colocó en la mesa de la cocina en medio de los papeles y los libros, la dio vueltas y vueltas, se la llevó a los ojos intentando percibir fotos, un cheque… En vano. Tuvo que esperar a que sus hijas volvieran del colegio.
Fue Hortense la primera que la vio y la cogió. Zoé se puso a dar saltos gritando: «¡Yo también! ¡Yo también quiero la carta!». Joséphine les hizo sentarse y pidió a Hortense que la leyera en voz alta. Después sentó a Zoé sobre sus rodillas y, abrazándola fuertemente, se dispuso a escuchar. Hortense abrió el sobre con la ayuda de un cuchillo y sacó seis hojas de papel fino, las desplegó y las colocó en la mesa de la cocina alisándolas con ternura con el dorso de la mano. Después empezó a leer:
Mis queridas niñas:
Como habréis comprendido seguramente al ver el sello en el sobre, estoy en Kenia. Desde hace un mes. Quería daros una sorpresa y por eso no os he dicho nada antes de irme. Pero cuento con vuestra visita en cuanto esté completamente instalado. Podríamos prever eso para las vacaciones escolares. Ya veré eso con mamá.
Kenia es (si miráis en un diccionario) un estado que linda con Etiopía, Somalia, Uganda, Ruanda y Tanzania, en la costa este de África, frente a las islas Seychelles, en el océano Indico… ¿Eso os dice algo? ¿No? Vais a tener que repasar la geografía. La banda costera en la que vivo, entre Malindi y Mombasa, es la región más conocida de Kenia. Dependió del sultán de Zanzíbar hasta 1890. Los árabes, los portugueses y, después, los ingleses se disputaron Kenia, y no fue independiente hasta 1963. Pero ¡basta de historia por hoy! Estoy seguro de que sólo os preguntáis una cosa: ¿qué hace papá en Kenia? Antes de responder, una recomendación: ¿estáis sentadas, mis niñas? ¿Estáis bien sentadas?
Hortense esbozó una sonrisa indulgente y suspiró: «Ese es papá en estado puro». Jo no se lo podía creer: ¡se había ido a Kenia! ¿Solo o con Mylène? El triángulo rojo, encima del tostador, se burlaba de ella. Parecía que le estaba guiñando un ojo.
¡Me dedico a la cría de cocodrilos…
Las niñas abrieron la boca sorprendidas. ¡Cocodrilos! Hortense retomó su lectura resoplando entre líneas de lo desconcertada que estaba.
… para los industriales chinos! Ya debéis de saber que China se está convirtiendo en una potencia industrial, que posee una variedad extraordinaria de recursos naturales y comerciales que van desde la fabricación de ordenadores hasta motores de coche, pasando por todo lo que se produce en el mundo, y he aquí que los chinos han decidido explotar a los cocodrilos como materia prima. Un tal señor Wei, mi jefe, ha instalado en Kilifi una granja piloto y espera que, pronto, esa granja produzca carne de cocodrilo, huevos de cocodrilos, bolsos de cocodrilo, carteras de cocodrilo en cantidades industriales. Os sorprenderíais si os contara todos los planes de mis inversores y la genialidad de sus instalaciones. Así que han decidido «cultivarlos» masivamente dentro de un parque natural. El señor Lee, mi ayudante chino, me ha contado que llenaron enormes Boeing 747 con decenas de miles de cocodrilos procedentes de Tailandia. Los granjeros tailandeses, afectados por la crisis asiática, se vieron obligados a desembarazarse de ellos: ¡el precio del cocodrilo había caído un setenta y cinco por ciento! Los compraron por casi nada. Estaban de rebajas.
– ¡Qué gracioso es papá! -interrumpió Zoé mientras se chupaba el dedo-. Pero a mí no me gusta que trabaje con cocodrilos. Los cocodrilos son un asco.
Los han instalado en cauces de ríos aislados por redes de acero y han buscado a un «deputy general manager»… Ese es mi puesto, mis niñas. ¡Soy el deputy general manager del Croco Park!
– Es algo así como un Presidente Director General -declaró Hortense tras reflexionar-. Es lo que había escrito en mis fichas al principio del curso cuando me preguntaron la profesión del padre.
¡Y reino sobre setenta mil cocodrilos! ¿Os dais cuenta?
– ¡Setenta mil! -dijo Zoé-. Mejor que no se caiga al agua cuando se pasee por la granja. No me gusta nada de nada.
Ha sido un antiguo cliente de los tiempos en los que trabajaba en Gunman and Co. el que me encontró este trabajo. Me crucé con él, en París, una tarde de junio, mientras tomaba algo en el bar panorámico de Concorde Lafayette, puerta Maillot. Lo recordaréis, os he llevado varias veces. Le dije que buscaba trabajo, que tenía ganas de salir de Francia y pensó en mí cuando oyó hablar de la granja de cocodrilos. Lo que me llevó a embarcarme en esta aventura es la increíble revolución económica que está sucediendo en China. Es como el Japón de los años ochenta. Todo lo que tocan los chinos se transforma en oro. Incluidos los cocodrilos. En fin, lo de hacer prosperar los cocodrilos es tarea mía. E incluso, por qué no, hacer que coticen en Bolsa. Sería extraño, ¿no? Los obreros chinos enviados aquí trabajan largas jornadas y se hacinan en bungalós de adobe. Pasan el tiempo riéndose. Incluso llego a preguntarme cómo es que no se ríen mientras duermen. Resultan tan graciosos con sus piernecitas delgadas que salen de sus pantalones cortos anchos. El único problema es que hay muchos ataques de cocodrilos y reciben muchas dentelladas en los brazos, en las piernas e incluso en la cara. Y ¿sabéis qué? Se cosen ellos mismos. Con aguja e hilo. ¡Son impagables! Tenemos una enfermera que se encarga de coserlos, pero se ocupa principalmente de los visitantes.
Porque he olvidado deciros que el Croco Park está abierto a los turistas. A los europeos, americanos y australianos que vienen a hacer safaris a Kenia. Nuestra granja figura como lugar destacado en el catálogo de excursiones que les proponen. Pagan una entrada mínima y reciben una caña de pescar de bambú y dos esqueletos de pollo para atarlos al final del sedal. Así pueden divertirse metiendo los trozos de pollo en el agua de los pantanos y dar de comer a los cocodrilos, que, hay que reconocerlo, son bastante glotones. ¡Y también muy peligrosos! Por mucho que recomiendes a los visitantes que sean prudentes, a veces se confían, se aproximan y son mordidos, porque el cocodrilo es muy rápido y tiene filas de dientes tan afilados como una sierra. Han llegado a golpear a alguien con la cola y romperle el cuello. Intentamos que no se dé demasiada publicidad a esos incidentes. Pero no les quedan muchas ganas de volver cuando les han mordido gravemente, y no puedo reprochárselo.
– Normal -reconoció Hortense-. Yo cuando vaya los miraré con unos prismáticos.
Jo escuchaba atónita. ¡Una granja de cocodrilos! ¿Y por qué no un criadero de escarabajos?
Pero estaos tranquilas: yo no corro ningún riesgo porque, de los cocodrilos, me ocupo desde lejos. No me acerco a ellos. Eso se lo dejo a los chinos. El negocio promete ser muy próspero. Primero porque China produce así la materia prima que necesita para fabricar todos los diseños franceses e italianos -bolsos, zapatos y accesorios-que copia. Además, porque los chinos adoran la carne y los huevos de cocodrilo, que son cuidadosamente embalados y enviados a China por barco. Veis, tengo medios para organizar este asunto y no estoy parado. Vivo en lo que llaman aquí «la casa del jefe», una gran vivienda de madera situada en medio de la granja con piso superior, varios dormitorios y una piscina rodeada de alambre de espino por si a un cocodrilo se le ocurriese entrar a darse un baño. ¡Ya ha ocurrido! El director del parque, que vivía allí antes que yo, se encontró un día cara a cara con un cocodrilo, y, desde entonces, la seguridad ha sido reforzada. En cada esquina de la granja se han colocado garitas con guardias armados que barren la zona con grandes proyecto-res; a veces, durante la noche, los indígenas vienen a robar los cocodrilos cuya carne, como sabéis, es deliciosa.
Bueno, mis niñas, ya conocéis todo o casi todo de mi nueva vida. Se hace de día y voy a reunirme con mi ayudante para preparar las tareas de hoy. Os escribiré dentro de poco y muy a menudo, porque os echo de menos y pienso mucho en vosotras. He colocado vuestras fotos sobre la mesa de mi despacho y os presento a todo el que me pregunta: «Pero ¿quiénes son estas señoritas tan guapas?». Y contesto con orgullo: «Son mis hijas, las chicas más guapas del mundo». Escribidme. Decidle a mamá que os compre un ordenador, así podré mandaros fotos de la casa, de los cocodrilos y de los chinitos en pantalón corto. Ahora hay equipos muy baratos y no debería de suponer un gran gasto. Os envío un beso tan fuerte como mi amor por vosotras, papá.
P.D.: Adjunto una carta para mamá…
Hortense tendió una última hoja a Joséphine, quien la dobló y la metió en un bolsillo de su delantal de cocina.
– ¿No la vas a leer ahora? -preguntó Hortense.
– No… ¿Queréis que hablemos de la carta de papá?
Las niñas la miraron sin decir nada. Zoé se chupaba el pulgar. Hortense pensaba.
– ¡Qué estupidez eso de los cocodrilos! -dijo Zoé-. ¿Y por qué no se ha quedado en Francia?
– Porque en Francia no se crían cocodrilos, como bien dice. -suspiró Hortense-. Y, además, no paraba de decir que quería irse al extranjero. Cada vez que le veíamos, sólo hablaba de eso… Sólo me pregunto si ella se ha ido con él…
– Espero que le paguen bien y que le guste su trabajo -añadió Joséphine rápidamente para que las niñas no se pusiesen a hablar de Mylène-. Es muy importante para él salir a flote, tener de nuevo responsabilidades. Un hombre que no trabaja no puede sentirse bien consigo mismo… Y, además, está en su elemento. Siempre le gustaron los grandes espacios, los viajes, África…
Joséphine intentaba conjurar con palabras la aprensión que sentía. ¡Qué locura!, se decía. Espero que no haya invertido en ese negocio… ¿Qué dinero podría invertir? ¿El de Mylène? A mí me hubiese costado ayudarle. No iba a ser yo la que le echase una mano. Recordó entonces que tenían una cuenta común en el banco. Se propuso hablar con el señor Faugeron, su interlocutor en la entidad.
– Yo me voy a ver en mi libro sobre reptiles lo que fabrican los cocodrilos -declaró Zoé saltando de las rodillas de su madre.
– Si tuviésemos Internet, no necesitarías consultar un libro.
– Pero no tenemos Internet -dijo Zoé-, así que yo miro en los libros…
– Estaría bien que nos comprases un ordenador -dejó caer Hortense-. Todas mis amigas tienen uno.
Y si ha pedido prestado dinero a Mylène, es que su historia es seria. Quizás vayan a casarse… ¡Pero no, idiota, no puede casarse con ella, ¡no está divorciado!, suspiró Joséphine en alto.
– ¡Mamá, no estás escuchándome!
– Sí, sí…
– ¿Qué te he dicho?
– Que necesitabas un ordenador.
– ¿Y qué piensas hacer?
– No lo sé, cariño, tengo que pensármelo.
– Pensándotelo no vas a poder pagarlo.
¡Estará tan guapa como ama de casa! Rosada, fresca y delgada, esperando a Antoine, saltando al jeep para dar la vuelta al parque, preparando la comida, hojeando un periódico en una gran mecedora… Y por la noche, cuando él vuelve, un boy les sirve una buena cena que degustan a la luz de las velas. El debe de tener la impresión de reconducir su vida. Una nueva mujer, una nueva casa, un nuevo trabajo. Nosotras tres debemos de parecerle grises en nuestro pequeño piso de Courbevoie.
Esa misma mañana, la señora Barthillet, la madre de Max, le había preguntado: «Y bien, señora Cortès, ¿sabe algo de su marido?». Ella había respondido una tontería. La señora Barthillet había adelgazado mucho y Joséphine le había preguntado si estaba a régimen. «Se va usted a reír, señora Cortès, ¡hago la dieta de la patata!». Joséphine se había echado a reír y la señora Barthillet había continuado: «En serio, una patata cada noche tres horas después de la cena, y todas las ganas de dulce desaparecen. Parece ser que la patata, tomada antes de dormir, libera dos hormonas que neutralizan las ganas de azúcar y de glúcidos en el cerebro. Ya no se tienen ganas de picar entre horas. Así que se adelgaza, científicamente. Fue Max el que me encontró eso en Internet… No tiene usted Internet, ¿no? Porque si no le hubiese dado el nombre de la página. Curioso ese régimen, pero funciona, se lo aseguro».
– Mamá, no es un lujo, es una herramienta de trabajo… Podrías utilizarlo para tu trabajo y nosotras para los estudios.
– Lo sé, cariño, lo sé.
– Eso dices, pero no te interesa. Y, sin embargo, se trata de nuestro futuro…
– Escucha, Hortense, yo haré lo que sea por vosotras. ¡Lo que sea! Cuando digo que me lo voy a pensar, es para no hacerte promesas que no pueda cumplir, pero quizá lo consiga.
– ¡Oh, gracias mamá, gracias! Sabía que podría contar contigo.
Hortense se echó al cuello de su madre e insistió en sentarse sobre sus rodillas como Zoé.
– ¿Todavía puedo, mamá, no soy demasiado vieja?
Joséphine se echó a reír y la estrechó contra ella. Se sintió más emocionada de lo que hubiese debido. Tenerla contra ella, sentir su calor, el dulce olor de su piel, el ligero perfume que subía de su ropa llenaba sus ojos de lágrimas.
– Ay, mi niña, te quiero tanto, si supieras. Me siento tan desgraciada cuando nos enfadamos.
– No nos enfadamos, mamá, discutimos. No vemos las cosas de la misma forma, eso es todo. Y sabes, si a veces me enfado es porque, desde que papá se fue, estoy triste, muy triste, así que lo pago contigo gritándote, porque tú sí que estás…
A Joséphine le costó mucho contener sus lágrimas.
– Eres la única persona con la que puedo contar, ¿lo entiendes? Así que si te pido mucho es porque para mí, mamaíta, tú lo puedes todo… Eres tan fuerte, tan valiente, tan tranquilizadora.
Jo se llenaba de valor escuchando a su hija. Ya no tenía miedo, se sentía capaz de todos los sacrificios para que Hortense siguiese acurrucada contra ella y le diese toda su ternura.
– Te prometo que tendrás tu ordenador, cariño. Para Navidad… ¿podrás esperar hasta Navidad?
– Oh, gracias mamaíta. No podrías darme una alegría más grande.
Rodeó con sus brazos el cuello de Joséphine y apretó tan fuerte que ésta gritó: «¡Piedad! ¡Piedad! ¡Me vas a romper el cuello!». Después corrió a reunirse con Zoé en su habitación para anunciarle la buena noticia.
Joséphine se sentía aliviada. La alegría de su hija se reflejaba en ella y la liberaba de sus preocupaciones. Desde que había aceptado las traducciones, había apuntado a Hortense y Zoé al comedor del colegio y por las noches casi siempre cenaban lo mismo: jamón y puré. Zoé comía haciendo muecas, Hortense mordisqueaba. Joséphine rebañaba sus platos para no tirar nada. Por eso engordo, pensó, como por tres. Terminada la comida, lavaba los platos -el lavavajillas se había estropeado y no tenía dinero para arreglarlo o reemplazarlo-, limpiaba el mantel de hule de la mesa de la cocina, sacaba sus libros del estante y se ponía a trabajar. Dejaba que sus hijas encendiesen la tele y retomaba la traducción.
De vez en cuando oía sus comentarios. Cuando sea mayor seré diseñadora, decía Hortense, montaré mi propia casa de modas… Pues yo coseré vestidos para mis muñecas…, respondía Zoé. Ella levantaba la cabeza, sonreía, y volvía a zambullirse en la vida de Audrey Hepburn. Sólo se detenía para asegurarse de que se habían lavado los dientes e iba a darles un beso cuando se iban a la cama.
– Max Barthillet ya no me invita a su casa, mamá… ¿Por qué crees que es, mamá?
– No lo sé, cariño -respondía Joséphine, ausente-. Todos tenemos nuestras preocupaciones…
– Mamá, si quiero ser diseñadora -aseguraba Hortense-, tengo que empezar a vestirme muy bien… No puedo llevar cualquier cosa.
– ¡Venga, a dormir, niñas! -clamaba Joséphine, impaciente por retomar su trabajo. Mañana a las siete en pie.
– ¿Crees que los padres de Max Barthillet se van a divorciar? -preguntaba Zoé.
– No lo sé, cariño, duérmete.
– ¿Podrías darme algo de dinero para comprarme una camiseta Diesel? Vamos mamá -suplicaba Hortense.
– ¡A dormir! No quiero oír una sola palabra más.
– Buenas noches, mamá.
Retomaba su traducción. ¿Qué hubiese hecho Audrey Hepburn en su situación? Habría trabajado, habría permanecido digna, habría pensado en el bienestar de sus hijos. PERMANECER DIGNA Y PENSAR EN EL BIENESTAR DE LOS HIJOS. Así hubiese llevado su vida, digna, amante y delgada como un clavo. Esa noche, Joséphine decidió comenzar la dieta de la patata.
Era una noche fría y lluviosa de noviembre. Philippe e Iris Dupin volvían a casa. Habían sido invitados a casa de uno de los socios de Philippe. Una gran cena, una veintena de invitados, un maître de hotel sirviendo los platos, suntuosos centros de flores, un fuego crepitando en la chimenea del salón, conversaciones tan triviales que Iris podría haberlas recitado con antelación. Lujo, esplendor y… aburrimiento, resumía abandonada en el asiento delantero de la confortable berlina que atravesaba París. Philippe conducía, silencioso. Ella no había conseguido que la mirase ni una sola vez en toda la velada.
Iris observaba París y no podía evitar admirar los edificios, los monumentos, los puentes sobre el Sena, la arquitectura de las grandes avenidas. Cuando vivía en Nueva York, echaba de menos París. Las calles de París, la piedra amarillenta de los edificios, los paseos llenos de árboles, las terrazas de los cafés, el curso tranquilo del Sena. Llegaba a cerrar los ojos e imaginar instantáneas de la ciudad.
La vuelta de las veladas era lo que más le gustaba: el trayecto en coche. Quitarse los zapatos, estirar sus largas piernas, apoyar la nuca en el respaldo, cerrar los ojos a medias y dejarse invadir por el espectáculo de la ciudad que las farolas hacían temblar.
Se había aburrido mortalmente en esa cena, sentada entre un joven abogado entusiasta que empezaba en la profesión y uno de los más grandes notarios parisinos que hablaba del alza del mercado inmobiliario. El aburrimiento le provocaba accesos de cólera. Sentía ganas de levantarse y volcar la mesa. En lugar de eso, se desdoblaba y dejaba a «la otra», la hermosa señora Dupin, realizar su trabajo de «señora de». Dejaba oír su risa, la risa de una mujer feliz, para borrar su rabia interior.
Al principio de su matrimonio, se esforzaba en participar en las conversaciones, se interesaba por el mundo de los negocios, en la Bolsa, en los beneficios, los dividendos, las alianzas de los grandes grupos, en las estrategias proyectadas para vencer a un rival o ganar un aliado. Ella procedía de un mundo diferente, el de la Universidad de Columbia, las discusiones acaloradas sobre una película, un guión, un libro, y se sentía tan torpe y dubitativa como una debutante. Después, poco a poco, había comprendido que estaba fuera de juego. La invitaban porque era guapa, encantadora, la mujer de Philippe. Salían en pareja. Pero bastaba que su vecino de mesa le preguntara «y usted, señora, ¿a qué se dedica?» y que ella respondiese «a poca cosa. Me consagro a la educación de mi hijo…», para que insensiblemente le volviese la espalda y se dirigiese a otra invitada. Eso le había entristecido, herido y, después, se había acostumbrado. Algunos hombres flirteaban discretamente con ella, pero cuando las conversaciones se animaban, ella pasaba a un segundo plano.
Esa noche había sido distinta…
Cuando el invitado sentado frente a ella, un atractivo editor, conocido tanto por su trabajo como por su éxito con las mujeres, le había lanzado lleno de ironía: «Y bien, mi querida Iris, ¿sigues en el papel de Penélope encerrada en casa? ¡Pronto te van a tapar con un velo!», ella se había picado y había respondido sin pensar: «Te vas a sorprender: ¡he empezado a escribir!». Apenas había pronunciado esa frase, los ojos del editor se iluminaron. «¿Una novela? ¿Y qué tipo de novela?». «Una novela histórica». Sin pensarlo, se acordó de Joséphine, en sus estudios sobre el siglo XII. Su hermana había aparecido interponiéndose entre ella y ese hombre. «¡Ah! Eso me interesa. A los franceses les vuelve locos la historia y la historia novelada… ¿Has empezado ya?». «Sí», había replicado con aplomo, llamando en su ayuda a la ciencia de su hermana. Una novela ambientada en el siglo XII… En los tiempos de Leonor de Aquitania. Existen un montón de ideas falsas sobre la época. Es un periodo crucial de la historia de Francia. Una época que se parece extrañamente a la actual: el dinero reemplaza al trueque y se coloca en un lugar preponderante en la vida de la gente, los pueblos se vacían, crecen las ciudades, Francia se abre a influencias extranjeras, el comercio se expande por toda Europa, la juventud, que no encuentra su lugar en la sociedad, se rebela y se vuelve violenta. La religión tiene un lugar predominante, a la vez fuerza política, económica y legislativa. En el clero existen actitudes extremistas y cuenta con numerosos fanáticos que se meten en todo. Es también la época de las grandes obras, de la construcción de catedrales, universidades, hospitales, de las primeras novelas románticas, de los primeros debates de ideas… Improvisaba. Todos los argumentos de Jo salían de su boca como ríos de diamantes, y el editor, entusiasmado, olía el gran filón sin bajar la mirada.
– Apasionante. Dime, ¿cuándo comemos juntos?
Resulta tan reconfortante existir y dejar de ser sólo la «señora de» y madre de familia… Sentía que le crecían alas.
– Iré a verte. En cuanto tenga algo consistente que enseñarte.
– No se lo enseñes a nadie antes que a mí, ¿me lo prometes?
– Te lo prometo.
– Cuento contigo. Te haré un buen contrato, no quiero tener que enfrentarme a Philippe.
Le había dado el número de su línea directa y, antes de irse, le había recordado su promesa.
Philippe la dejó frente al portal de su casa y fue a aparcar.
Ella corrió a refugiarse en su dormitorio y se desvistió recordando su fabulación. ¡Qué audacia! ¿Qué voy a hacer ahora? Después se calmó: se olvidará o le diré que sólo estoy empezando, que hay que darme tiempo…
El reloj de bronce colocado sobre la chimenea del dormitorio dio las doce campanadas de medianoche. Iris tembló de placer. ¡Había sido maravilloso inventarse un papel! Convertirse en otra persona. Inventarse una vida. Se había sentido transportada al pasado, a sus tiempos de estudiante en Columbia, cuando estudiaban en grupo una puesta en escena, un papel, el emplazamiento de la cámara, la forma de los diálogos, la eficacia de un montaje. Ella mostraba a los aprendices de actor cómo interpretar su personaje. Ella interpretaba al hombre, después a la mujer, la víctima inocente y la manipuladora perversa. La vida no le parecía nunca lo suficientemente grande como para contener todas las facetas de su personalidad. Gabor la animaba. Juntos escribirían guiones. Formaban un buen equipo.
Gabor… siempre volvía a él.
Sacudió la cabeza y se contuvo.
Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se había sentido viva. Por supuesto, había mentido, pero no era una mentira muy gorda.
Sentada a los pies de la cama, vestida con un camisón de encaje color crema, empuñó su cepillo y lo pasó por su largo cabello negro. Era un ritual que nunca se saltaba. En las novelas que leía de niña, las protagonistas se cepillaban el pelo, por la mañana y por la noche.
El cepillo crepitaba y, con la cabeza inclinada, Iris pensaba en su larga y monótona jornada. Otro día más en el que no había hecho nada. Desde hacía algún tiempo, se quedaba encerrada en casa. Había perdido el gusto por distraerse bailando en el vacío. Había comido sola, en la cocina, escuchando el parloteo de Babette, la mujer de la limpieza que ayudaba a Carmen por las mañanas. Iris observaba a Babette como quien disecciona una ameba, en el laboratorio. La vida de Babette era una novela: abandonada de niña, violada, viviendo en familias de acogida, rebelde, delincuente, casada a los diecisiete, madre a los dieciocho, su vida era un rosario de fugas y delitos sin abandonar a su hija, Marilyn, a la que siempre llevaba bajo el brazo, llenándola del amor que ella no había recibido. Con treinta y cinco años, había decidido «dejar de hacer tonterías». Rehabilitarse, trabajar honradamente para pagar los estudios de su hija que acababa de terminar el bachillerato. Sería empleada de hogar. No sabía hacer otra cosa. Una excelente empleada de hogar, la mejor empleada de hogar. Su «tarifa para los ricos» era de veinte euros la hora. Iris, intrigada por esa rubita de ojos azules de fresca insolencia, la había contratado. Y desde entonces adoraba escucharla. El diálogo era a menudo extraño entre esas dos mujeres sin nada en común y quienes, en la cocina, se volvían cómplices.
Esa mañana, Babette había dado un mordisco demasiado fuerte a una manzana, y uno de sus dientes delanteros se había quedado clavado en la fruta. Estupefacta, Iris vio cómo recuperaba el diente, lo limpiaba bajo el grifo, sacaba un tubo de cola de su bolso y lo volvía a poner en su sitio.
– ¿Te pasa a menudo?
– ¿El qué? Ah, ¿mi diente? De vez en cuando…
– ¿Y por qué no vas a un dentista? Vas a terminar perdiéndolo.
– ¿Sabe usted cuánto cuestan los dentistas? Se nota que no le falta a usted el dinero.
Babette vivía en concubinato con Gérard, empleado en una tienda de electrodomésticos. Era ella la que proveía a la casa de bombillas, ladrones, tostador, hervidor, freidora, congelador, lavavajillas y demás. A precios sin competencia: cuarenta por ciento de descuento. Carmen lo apreciaba. Los amores de Gérard y Babette eran un culebrón que Iris seguía con avidez. No paraban de pelearse, de separarse, de reconciliarse, de engañarse y… de amarse. ¡Lo que debería escribir es la vida de Babette! Pensó Iris cepillándose más lentamente.
Esa mañana, Iris había comido en la cocina mientras Babette limpiaba el horno. Entraba y salía del horno como un pistón bien engrasado.
– ¿Cómo haces para estar siempre contenta? -había preguntado Iris.
– Nada excepcional, sabe usted. Gente como yo hay a patadas.
– ¿Con todo lo que has vivido?
– No he vivido más que cualquiera.
– Oh, sí.
– No, es usted a la que no le ha pasado nada.
– ¿No tienes miedos o angustias?
– Para nada.
– ¿Eres feliz?
Babette había cerrado el horno y había mirado a Iris como si acabara de preguntarle sobre la existencia de Dios.
– ¡Qué pregunta más tonta! Esta noche vamos a tomar algo en casa de unos amigos y estoy contenta, pero mañana será otro día.
– ¿Cómo lo haces? -había suspirado Iris con envidia.
– No me diga que usted es infeliz.
Iris no había respondido.
– Estamos buenos… Si yo estuviera en su lugar, ¡lo que iba a divertirme! Sin preocupaciones a final de mes, un piso hermoso, un marido guapo, un hijo guapo… Ni siquiera me lo plantearía.
Iris sonrió con desgana.
– La vida es más complicada que eso, Babette.
– Quizás… Si usted lo dice.
Y se había sumergido de nuevo, de cabeza, dentro del horno. Iris la había oído refunfuñar contra estos hornos pirolíticos que no se limpiaban nada de nada. Había creído escuchar «aceite», seguido de otros gruñidos, y por fin Babette había vuelto a aparecer para concluir:
– Quizás no se puede tener todo en la vida. Yo me río sin parar y soy pobre, y usted se aburre soberanamente y es rica.
Esa mañana, tras haber dejado a Babette en el horno, Iris se había sentido muy sola.
Si solamente hubiese podido llamar a Bérengère… Ya no la veía y se sentía amputada de una parte de ella misma. No de la mejor parte, por supuesto, pero debía reconocer que echaba de menos a Bérengère. Sus chismes, el olor a cloaca de sus chismes.
Yo la miraba por encima del hombro, me decía que no tenía nada en común con esa mujer, pero me encantaba cotillear con ella. Es como algo salvaje dentro de mí, una perversión que me empuja a desear lo que más detesto. No me puedo resistir. Hace seis meses que no nos vemos, calculó, seis meses que ya no sé lo que pasa en París, quién se acuesta con quién, quién está arruinado, quién está en declive.
Había permanecido buena parte de la tarde encerrada en su despacho. Había releído un cuento de Henry James. Le había llamado la atención una frase que había copiado en su libreta: «¿Qué es lo que caracteriza generalmente a los hombres? Simplemente la capacidad que tienen de malgastar indefinidamente su tiempo con mujeres aburridas, de pasarlo, diría, sin aburrirse pero, lo que viene a ser lo mismo, sin darse cuenta de que se aburren, sin incomodarse tanto como para tomar la tangente».
– ¿Soy una mujer aburrida? -murmuró Iris al gran espejo que cubría las puertas de su armario.
El espejo permaneció mudo. Iris volvió a la carga aún más bajo:
– ¿Philippe va a tomar la tangente?
El espejo no tuvo tiempo de responderle. Sonó el teléfono, era Joséphine. Parecía muy excitada.
– Iris… ¿Podemos hablar? ¿Estás sola? Sé que es muy tarde, pero tenía que hablar contigo.
Iris la tranquilizó: no la molestaba.
– Antoine ha escrito a las niñas. Está en Kenia, criando cocodrilos.
– ¿Cocodrilos? ¿Se ha vuelto loco?
– Ah, piensas lo mismo que yo.
– No sabía que los cocodrilos se criaran.
– Trabaja para unos chinos y…
Joséphine le propuso leerle la carta de Antoine. Iris la escuchó sin interrumpirla.
– ¿Y bien?, ¿qué piensas?
– Francamente Jo: ha perdido la cabeza.
– Y eso no es todo.
– Se ha enamorado de una china en pantalón corto que ha perdido una pierna.
– No, nada de eso.
Joséphine se echó a reír. Iris sonrió. Prefería oír a Joséphine reírse de este nuevo episodio de su vida conyugal.
– Me ha escrito una hoja sólo para mí, al final de la carta a las niñas y… no te lo vas a creer…
– ¿Qué? Venga Jo…
– Pues bien, la había puesto en el bolsillo de mi delantal, ya sabes, el gran delantal blanco que me pongo cuando cocino… Cuando me acosté, me di cuenta de que la había dejado en el bolsillo del delantal… Lo había olvidado… ¿No es formidable?
– Al grano, Jo, al grano. A veces es muy difícil seguirte.
– Escucha Iris: me he olvidado de leer la carta de Antoine. No me he precipitado ávidamente para leerla. Eso quiere decir que me estoy curando, ¿no?
– Cierto, tienes razón. ¿Y qué decía esa carta?
– Espera, que te la leo…
Iris escuchó un ruido de papel desplegándose y después se elevó la voz clara de su hermana:
– «Joséphine… Lo sé, soy un cobarde, he huido sin decirte nada, pero no he tenido el valor de enfrentarme a ti. Me sentía demasiado mal. Aquí voy a empezar mi vida desde cero. Confío en que todo salga bien, que ganaré dinero y que podré devolverte multiplicado por cien lo que haces por las niñas. Tengo una oportunidad de conseguirlo, de ganar mucho dinero. En Francia me sentía aplastado. No me preguntes por qué… Joséphine, eres una mujer buena, inteligente, dulce y generosa. Has sido muy buena esposa. No lo olvidaré nunca. He sido injusto contigo y me gustaría compensártelo. Facilitarte la vida. Tendréis noticias mías con regularidad. Te adjunto al final de la carta mi número de teléfono, al que podrás llamarme para lo que sea. Un beso, con todos los buenos recuerdos de nuestra vida en común, Antoine». Hay dos posdatas. La primera dice: «Aquí me llaman Tonio, en caso de que me llames y lo coja un boy», y la segunda: «Es curioso, aquí nunca sudo y, sin embargo, hace calor». Eso es todo, ¿qué piensas?
La primera reacción de Iris fue pensar: ¡Pobre chico! ¡Resulta patético! Pero no sabía si Joséphine había llegado a ese grado de indiferencia sentimental, así que prefirió utilizar la diplomacia:
– Lo importante es lo que pienses tú.
– Antes eras más dura.
– Antes él formaba parte de la familia. Se le podía maltratar…
– ¡Ah! ¿Así es como concibes tú la familia?
– Hace seis meses tú te sobrepasaste con nuestra madre. Fuiste tan violenta que ya no quiere oír hablar de ti.
– ¡Y no te imaginas hasta qué punto me siento mejor desde entonces!
Iris reflexionó un instante y después preguntó:
– Tras la lectura de la carta dirigida a las niñas, ¿cómo te sentiste?
– No muy bien… Pero, sin embargo, no me precipité para leer mi carta, eso es un signo de que estoy mejor, ¿no? Que ha dejado de obsesionarme.
Joséphine hizo una pausa y después añadió:
– Es cierto que con la de trabajo que tengo, no dispongo de mucho tiempo para pensar.
– ¿Te va bien? ¿Necesitas dinero?
– No, no… estoy bien. Acepto todos los trabajos que me proponen. ¡Todos!
Después, cambiando bruscamente de tema, preguntó:
– ¿Cómo va Alexandre? ¿Hace progresos con el dictado?
A Alexandre le habían puesto largos dictados, durante todo el verano, mientras sus primas se iban a la playa o a pescar.
– He olvidado preguntárselo. Es tan reservado, tan silencioso. Resulta extraño: me intimida. No sé cómo hablar a un chico. Quiero decir: ¡sin seducirlo! A veces te envidio por tener dos hijas. Debe de resultar bastante más fácil…
Iris se sintió de repente increíblemente impotente. El amor maternal le parecía una montaña que no culminaría nunca. Es increíble, pensó, no trabajo, no tengo nada que hacer en la casa salvo elegir las flores y las velas perfumadas, tengo un único hijo y apenas me ocupo de él! Alexandre sólo conoce de mí el ruido de los paquetes que dejo en la entrada o el del frufrú de mi falda cuando me inclino para darle las buenas noches antes de salir. Es un niño educado a distancia.
– Voy a tener que dejarte, querida, estoy oyendo los pasos de mi marido. Un beso y, no lo olvides: ¡Cric y Croe se comieron al gran Cruc que creía poder comérselos!
Iris colgó y levantó la mirada hacia Philippe que la observaba desde el quicio de la puerta de la habitación. A este tampoco le entiendo, suspiró retomando la danza de su cepillo. Tengo la impresión de que me espía, que me sigue de cerca, que tengo sus ojos pegados a mi espalda. ¿Me hará seguir, quizás? ¿Está buscando cogerme en falta para negociar un divorcio? El silencio se había instalado entre ellos como una evidencia, un muro de Jericó que ninguna trompeta haría caer nunca pues nunca gritaban, ni cerraban las puertas de golpe, ni nunca alzaban la voz. Felices las parejas que discuten, pensó Iris, todo es más fácil tras una buena pelea. Se desgañitan, se agotan y se echan en los brazos el uno del otro. Un tiempo de reposo en el que bajan las armas, en el que los besos dulcifican los rencores, borran los reproches, firmando un breve armisticio. Philippe y ella sólo conocían el silencio, la frialdad, la ironía hiriente que escarbaba día tras día la fosa de una separación cierta. Iris no quería pensar en ello. Se consolaba diciéndose que no eran la única pareja que derivaba como la suya en una indiferencia educada. No todos se divorciaban. Se trataba de un mal momento que pasaba, un momento que podía ser largo, ciertamente, pero que a veces progresaba lentamente hacia una vejez pacífica.
Philippe se dejó caer sobre la cama y se quitó los zapatos. Primero el derecho, después el izquierdo. Después el calcetín derecho y el calcetín izquierdo. A cada gesto le correspondía un ruido. Ploc, ploc, pff, pff.
– ¿Tienes un día duro, mañana?
– Citas, una comida, lo de siempre.
– Deberías trabajar menos. Los cementerios están llenos de gente indispensable.
– Es posible… Pero no veo cómo podría cambiar de vida.
Habían tenido ya esa conversación numerosas veces. Como un rito obligado antes de acostarse. Siempre terminaba de la misma forma: un punto de interrogación en el aire.
Y ahora entrará en el cuarto de baño, se lavará los dientes, se pondrá su camiseta larga para dormir y vendrá a acostarse suspirando «creo que me voy a dormir enseguida…». Y ella dirá… Ella no dirá nada. El depositará un beso sobre su hombro y añadirá: «Buenas noches, querida». Cogerá su antifaz para dormir, se lo ajustará y, en su lado de la cama, le dará la espalda. Ella guardará los cepillos, encenderá la lámpara de su mesita de noche, cogerá un libro y leerá hasta que se le cierren los ojos.
Y después inventará una historia.
Una historia de amor o cualquier otra. Algunas noches, se envuelve en las sábanas, abraza su almohada contra su pecho, hace un hueco en la pluma ligera y vuelve con Gabor. Están en el Festival de Cannes. Caminan por la arena, al borde del mar. El está solo, lleva un guión bajo el brazo. Ella está sola, expone su rostro al sol. Se cruzan. Ella deja caer las gafas. El se agacha a recogerlas, se levanta e… «¡Iris!». «¡Gabor!». Se abrazan, se besan, él dice, ¡cuánto te he echado de menos! ¡No he dejado de pensar en ti! Ella murmura: yo tampoco. Recorren las calles y hoteles de Cannes. El ha venido a presentar su película, ella le acompaña a todos los lados, suben juntos la escalinata, juntos de la mano, ella pide el divorcio…
Otras noches, elige una historia diferente. Ella acaba de escribir un libro, es un gran éxito, ofrece entrevistas a la prensa internacional reunida en el hall del Palace donde la esperan. La novela ha sido traducida a veintisiete lenguas, los derechos comprados por la MGM, Tom Cruise y Sean Penn se disputan el papel protagonista. Los dólares se amontonan en paquetitos verdes hasta perderlos de vista. Las críticas son buenas, hacen fotos de su despacho, de su cocina, se le pide opinión para todo.
– Mamá, ¿puedo venir a dormir con vosotros?
Philippe se volvió de golpe y la respuesta fue fulminante.
– ¡No, Alexandre! ¡Ya hemos tenido mil veces esta discusión! Con diez años, un niño no duerme con sus padres.
– Mamá, di que sí, por favor.
Iris descubrió un brillo de angustia en los ojos de su hijo e, inclinándose hacia él, le tomó en sus brazos.
– ¿Qué te pasa, cariño?
– Tengo miedo, mamá… Mucho miedo. He tenido una pesadilla.
Alexandre se había acercado e intentaba meterse entre las sábanas.
– ¡Vete a tu habitación! -rugió Philippe quitándose el antifaz azul.
Iris leyó el pánico en los ojos de su hijo. Se levantó, le cogió de la mano y declaró:
– Voy a ir a acostarle.
– Esas no son formas de educar a este niño. ¿En qué vas a convertirle? ¿En un niño de mamá? ¿Un hombre que tendrá miedo de su sombra?
– Simplemente voy a meterlo en la cama… No hay que hacer un drama.
– ¡Es escandaloso! ¡Escandaloso! -repitió Philippe dándose la vuelta en la cama-. Este niño no va a crecer nunca.
Iris cogió a Alexandre de la mano y le llevó hasta su habitación. Encendió la lamparita fijada en la cabecera de la cama, abrió las sábanas e indicó a Alexandre que se acostara. El se metió bajo la manta. Ella posó la mano sobre su frente y preguntó:
– ¿De qué tienes miedo, Alexandre?
– Tengo miedo…
– Alexandre, todavía eres un niño, pero pronto serás un hombre. Vivirás en un mundo de brutos, tienes que endurecerte. No va a ser viniendo a llorar a la cama de tus padres…
– ¡No estaba llorando!
– Te has rendido a tu miedo. Ha sido más fuerte que tú. Eso no está bien. Debes enfrentarte a él, si no seguirás siendo siempre un bebé.
– No soy un bebé.
– Sí… Quieres dormir con nosotros como cuando eras un bebé.
– No, no soy un bebé.
Hipaba de cólera y de pena. Estaba a la vez furioso contra su madre y seguro de tener miedo.
– ¡Y tú eres mala!
Iris no supo qué responder. Ella le contempló, con la boca abierta, dispuesta a replicar, pero no pronunció ninguna palabra. No sabía cómo hablar a su hijo. Ella estaba en una orilla, Alexandre en la opuesta. Se observaban en silencio. Eso había empezado desde su nacimiento. En la clínica. Cuando habían colocado a Alexandre en la cuna transparente al lado de su cama, Iris se había dicho:
¡Anda! ¡Una nueva persona en mi vida! Nunca pronunció la palabra «bebé».
El silencio y el apuro de Iris volvieron a Alexandre aún más intranquilo. Debe de pasar algo grave para que mamá no pueda hablarme. Para que me mire sin decirme nada.
Iris depositó un beso sobre la frente de su hijo y se incorporó.
– Mamá, ¿puedes quedarte hasta que me duerma?
– Tu padre se va a poner furioso…
– Mamá, mamá, mamá…
– Lo sé, cariño, lo sé. Voy a quedarme, pero la próxima vez, prométeme que serás fuerte y que te quedarás en la cama.
Él no respondió. Ella le tomó de la mano.
El suspiró, cerró los ojos y ella posó la mano sobre su hombro, acariciándolo suavemente. Su largo cuerpo endeble, sus negras pestañas, su cabello negro y ondulado… Tenía la gracia frágil de un niño inquieto, un niño al acecho. Incluso mientras dormía, se formaba una arruga entre sus cejas y su pecho se hundía como aplastado por un peso demasiado grande. Dejaba escapar suspiros de miedo y de alivio, suspiros que le cortaban la respiración.
Ha venido a nuestra habitación porque ha intuido que lo necesito. El presentimiento infantil. Ella se vio, pequeña, riéndose muy fuerte de las bromas de su padre, haciendo el payaso para luchar contra la gran nube negra que había entre sus padres. No pasaba nada terrible entre ellos y, sin embargo, tenía miedo… Papá gordito, bueno, suave. Mamá seca, dura, delgada. Dos extraños que dormían en la misma cama. Ella había continuado haciendo el payaso. Le parecía que era más fácil hacer reír que expresar lo que sentía. La primera vez que habían murmurado delante de ella: «¡Qué guapa es esta niña! ¡Qué ojos más bonitos! ¡Nunca he visto unos ojos así!», ella había cambiado su disfraz de payaso por la panoplia de niña guapa. ¡Un papel de teatro!
Estoy mal en este momento. Esta apariencia sosegada y acomodada que he mantenido tanto tiempo se rompe, y emerge un batiburrillo de contradicciones. Al final voy a tener que elegir. Ir en una dirección, pero ¿cuál? Sólo el hombre que se ha encontrado, el hombre que coincide consigo mismo, con su verdad interior, es un hombre libre. Él sabe quién es, se divierte explotando lo que es, no se aburre nunca. La felicidad que siente al vivir en buena vecindad consigo mismo le vuelve casi eufórico. Vive entonces realmente mientras los demás dejan pasar sus vidas entre los dedos… sin cerrarlos jamás.
La vida pasa entre mis dedos. Nunca he conseguido encontrarle el sentido. No vivo, ando ciega. Me siento mal con los demás, mal conmigo misma. Odio a la gente que me muestra esa imagen de mí que no me gusta y me odio por no ser capaz de tener el valor de cambiar. Basta con obedecer una sola vez las leyes de los demás, con vivir en conformidad con lo que piensan, para que nuestra alma se resquebraje y se rompa. Nos resumimos en una apariencia. Pero, y de pronto este pensamiento la aterrorizó, ¿no es demasiado tarde? ¿No me he convertido ya en esa mujer cuyo reflejo veo en los ojos de Bérengère? Al pensar eso sintió un escalofrío. Cogió la mano de Alexandre, la apretó con fuerza y, en su sueño, le devolvió la presión murmurando «mamá, mamá». Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se acostó junto a su hijo, posó la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos.
– Josiane, ¿se ha ocupado de mis billetes a China?
Marcel Grobz, plantado ante su secretaria, le hablaba como lo haría a una señal de tráfico. A un metro por encima de su cabeza. Josiane sintió una violenta punzada en el pecho y se estiró en su silla.
– Sí… Todo está sobre la mesa.
Ya no sabía cómo dirigirse a él. El la llamaba de usted. Ella balbuceaba, buscaba sus palabras, la construcción de sus frases. Había suprimido todos los pronombres personales de su conversación y hablaba en infinitivo o en indefinido.
Él se había refugiado en el trabajo, multiplicando los desplazamientos, las citas, las comidas de negocios. Cada tarde, Henriette Grobz venía a buscarle. Pasaba ante el despacho de Josiane, sin mirarla. Un trozo de madera que se desplaza, tocada con un sombrero redondo. Josiane les veía partir, él, encorvado, ella, estirada como el asta de una bandera.
Desde que les había sorprendido, a ella y a Chaval, ante la máquina de café, él la evitaba. Pasaba delante de ella, se encerraba en su despacho para salir solamente por la tarde, rápidamente, gritando «¡hasta mañana!» y volviendo la cabeza. Ella apenas tenía tiempo de verlo pasar…
Y yo, me voy a quedar en la acera. De vuelta en la casilla de «salida». Me va a echar muy pronto, me pagará las vacaciones, mi antigüedad, mi indemnización, me planta un certificado de conformidad, me desea buena suerte tendiéndome la mano y ¡hala! ¡adiós, pequeña! ¡Si te he visto no me acuerdo! Suspiró y contuvo las lágrimas. ¡Qué imbécil ese Chaval! ¡Y qué imbécil yo misma! ¡No podía estarme quietecita! ¡No podía haber tenido cuidado! Nunca en la empresa, le había dicho, ni un gesto equívoco ni el suspiro de un beso. Anonimato total. Trabajo, trabajo. Y tuvo que venir a ponerse gallito delante de las narices de Marcel. Fue más fuerte que él. ¡Un golpe de testosterona! ¡Se sintió obligado a hacer el Tarzán! Para soltarme enseguida en pleno vuelo de liana.
¡Porque el hermoso Chaval la había enviado a paseo! Después de haberle soltado un buen montón de insultos. Una letanía tal que ella se había quedado de piedra. Algunos, incluso, que no había oído en su vida.
Y, sin embargo, en ese tema, tengo la ciencia infusa.
Desde entonces, ella lloraba a mares.
Desde entonces, se pasaba las tardes destrozada. Debo de parecer-me a una catástrofe aérea. ¡Expulsada en pleno vuelo! Y eso que lo tenía todo en mis manos: mi gordito enamorado, un amante joven y apuesto, y el rey Parné a mis pies. ¡Sólo tenía que tirar del cordón, y el lazo estaba hecho! ¡La buena vida a un salivazo de distancia! Ni siguiera consigo pensar correctamente: tengo la cabeza llena de plastilina. En el entierro de mi madre me puse gafas negras y todo el mundo creyó que escondía mi pena. ¡Bien que me vino aquello!
El entierro de su madre…
Josiane había llegado en tren, transbordo en Culmont-Chalindrey, había tomado un taxi (treinta y cinco euros más la propina),franqueado a pie y bajo la lluvia la puerta del cementerio para encontrarse, pegados como lapas bajo sus paraguas, a todos los que había abandonado haciéndoles un corte de mangas veinte años antes. ¡Adiós, chicos! ¡Me largo a vivir la buena vida a París! Volveré forrada o con los pies por delante. Puede que no haya sido una buena idea volver en plan tacaña, sin pompa ni circunstancia, ni nada con lo que cerrarles el pico. «¿Has venido en tren? ¿No tienes coche?». El coche, en su familia, era lo más, el signo de que se había «llegado». De que se dormía en el Elíseo. Que se tenía éxito. «No, no tengo coche porque en París está de moda ir andando». «Ah, bueno…», habían dicho y habían hundido sus narices en sus solapas negras para reírse en voz baja «no tiene coche, ¡no tiene coche! ¡Menuda gorda inútil!».
Ella les había dejado a un lado de un golpe seco y se había acercado al nicho donde habían colocado la pequeña caja con las cenizas. Saltaron las alarmas. ¡En fin! Todo se había mezclado y la bañera se había desbordado: Marcel, mamá, Chaval, nadie, estoy sola, abandonada, sin dinero, sin perspectivas, fracasada. Tengo ocho años y espero el tortazo que me va a caer. Tengo ocho años y las nalgas que dicen bravo de tanto temblar de miedo. Tengo ocho años y el abuelo que entra sin hacer ruido en mi habitación cuando todo el mundo duerme. O hace que duerme porque les conviene más.
No era por su madre por la que lloraba sino por ella. Debió de ser concebida una noche de borrachera, siempre había tenido que arreglárselas sola y nunca había tenido infancia. Por culpa de esa que se estaban comiendo los gusanos y a la que le importaba un rábano que ella fuese violada, explotada o simplemente infeliz. ¡Menudo negocio! ¡Cuando tenga al rey Parné en el bolsillo, me acostaré en el diván de un charlatán y le hablaré de mis viejos! Ya veremos lo que dice.
De vuelta del cementerio, habían montado un festín. Corrían mares de vino tinto, salchichas y morcillas, pizzas y patés, Caprice des Dieux y figuritas de patata. Todos se acercaban a observarla, a escrutarla, a tomarle el pulso. «¿Qué tal? ¿Cómo es la vida en París?». «De lujo», decía, poniéndoles en las narices el diamante rodeado de rubíes que le había regalado Marcel. Estirando el cuello para que se percatasen del collar de treinta y una perlas cultivadas de los mares del sur con broche de diamantes y montura de platino. Se estiraba, se estiraba, se convertía en jirafa para hacerles cerrar la boca. «¿Ya qué te dedicas? ¿Te pagan bien? ¿Te trata bien el jefe?». «Mejor imposible», respondía apretando los dientes para impedir que la bañera se desbordase. Cada uno venía, por turno, haciendo las mismas preguntas, con las mismas respuestas, las mismas bocas abiertas que subrayaban la amplitud de su éxito. Babeaban de estupefacción y se servían una copa. ¡Joder! Los que decían que, aquí, incluso para ser cajera en el supermercado había que tener un enchufe. ¡Aquí no hay donde trabajar! Aquí se pregunta uno por dónde se ha ido la vida… Los viejos decían: «En mis tiempos empezábamos a los trece años, en cualquier sitio, en cualquiera, pero había trabajo; hoy no hay nada». Y se volvían a servir una copa. Pronto estarán borrachos como cubas y empezarán las canciones obscenas. Ella decidió marcharse antes de que comenzaran las estrofas alcoholizadas. No se sabía lo que iba a ocurrir cuando empezaban a empinar. Se peleaban, se desaliñaban, se empujaban, arreglaban cuentas familiares de hacía años, rompían los cuellos de las botellas para utilizarlas como armas.
Al cabo de un rato, su cabeza comenzó a darle vueltas y pidió que abriesen la ventana. «¿Por qué? ¿Estás mareada? ¿Te han preñado? ¿Sabes quién es el padre?». Estallaron las risas vulgares, un coro de risas en batería, disparadas en todas direcciones, subiendo y bajando de tono y dándose codazos como si fuesen a bailar el baile de los pajaritos. «Joder, se diría que soy vuestro único tema de conversación -se encaró antes de retomar aliento-, no tenéis nada más de que hablar… Es una suerte que haya venido porque os habríais aburrido como ostras!».
Se callaron molestos. «¡Ay! ¡No has cambiado nada! -le dijo el primo Paul-, siempre tan agresiva. ¡No me extraña que nadie te haya preñado! ¡No ha nacido aún el que se arriesgue a ello! ¡Veinte años de trabajos forzados encadenado a la estirada! ¡Habría que estar delirando o totalmente tarado!».
¡Un hijo! ¡Un hijo de Marcel! ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Y encima soñaba con ello. No paraba nunca de hablar de quela Escoba había rechazado ese placer legítimo. A él se le humedecían los ojos cuando veía uno de esos angelotes que gateaban en los anuncios, llenos de papilla o de pañales malolientes.
El tiempo se detuvo y se volvió mayúsculo.
Los asistentes al banquete de morcillas se detuvieron como si hubiese pulsado la tecla pausa en el mando a distancia y las palabras tomaron forma. Un be-bé. Un be-bé. Un niño Jesús. Un pequeño y mofletudo Grobz. Con una cuchara de oro en la boca. ¿Qué digo una cuchara? ¡Una cubertería entera, sí! ¡Cubierto de oro de arriba abajo, el bebé! ¡Dios, qué pocas luces tenía! Eso es lo que necesitaba: recuperar a Chef, que le hiciese un bombo y ¡después sería inseparable! Una sonrisa angélica se esbozó en su rostro, su mentón cayó en beatitud y su pecho se expandió en olas temblorosas dentro de su sujetador, talla 105 C.
Dedicó una tierna mirada a sus primos y primas, sus hermanos y tíos, sus tías y sobrinas. ¡Cómo les quería por haberla dado esa idea luminosa! ¡Cómo amaba su mezquindad, su mediocridad, su jeta alcoholizada! Había vivido demasiado tiempo en París. Había adoptado costumbres de señoritinga. Había perdido el tranquillo. Olvidado la lucha de clases, de sexos y de monederos. Debería venir aquí más a menudo para recibir una formación continua. De vuelta a la vieja realidad: ¿cómo conservar a un hombre? Con un polichinela en el cajón. ¿Cómo había podido olvidar esa vieja receta milenaria que engendraba dinastías y llenaba cajas fuertes?
Estuvo a punto de abrazarles pero se contuvo, tomó un aire de damisela ofendida, «no, no, no se me ha ocurrido», pidió perdón por haberse dejado llevar, «es el recuerdo de mamá que me ha turbado. Tengo los nervios a flor de piel». Y como el primo Georges partía hacia Culmont-Chalindrey en coche, le pidió que la dejara allí, eso le ahorraría un transbordo.
«¿Ya te vas? ¿Apenas te hemos visto? Quédate a dormir aquí». Ella les dio las gracias con una gran sonrisa, besó a unos y otros, soltó un billete para sus sobrinos y sobrinas, y se largó en el viejo Simca del primo Georges verificando que nadie hubiese tenido la tentación de echar mano a las joyas de su amante mientras que ella interpretaba la escena de la Anunciación.
Sin embargo, lo más duro quedaba por hacer: reconquistar a Chef, convencerle de que su aventura con Chaval había sido furtiva, tan furtiva que ya no la recordaba, un momento de abandono, de aturdimiento, de debilidad femenina, inventar una patraña que pareciese verosímil -¿él la había forzado, amenazado, agredido, drogado, hipnotizado, hechizado?-, retomar su puesto de favorita y conseguir un pequeño espermatozoide grobziano para guardarlo bien calentito en el cajón.
Al subir, en Culmont-Chalindrey, al compartimento de primera clase del tren a París, Josiane reflexionó y se dijo que tendría que hilar fino, caminar suavemente y de puntillas. Habría que reconstruirlo todo: recolocar pacientemente cada ladrillo sin refunfuñar, sin enfadarse, sin traicionarse. Hasta que la pirámide estuviera edificada, irrefutable.
Sería duro, eso seguro, pero la adversidad no le daba miedo. Había salido victoriosa de otros naufragios.
Se hundió cómodamente en su asiento, sintió las primeras sacudidas del tren y le invadió un pensamiento emotivo hacia su madre, gracias a la cual ella volvía a estar fogosa y combativa de nuevo.
– ¿Estarán dentro? ¿Estás segura? -No me perdería eso por nada del mundo. Una tarde en la piscina del Ritz ¡el colmo del lujo! Suspiró Hortense estirándose en el coche. No sé por qué, desde que dejo Courbevoie, desde que atravieso el puente, me siento revivir. Odio las afueras-. Di, mamá, ¿por qué nos fuimos a vivir a las afueras? Joséphine, al volante del coche, no respondió. Buscaba un sitio para aparcar. Ese sábado por la tarde, Iris la había citado en su club, al borde de la piscina. Eso te hará bien, pareces muy presionada, mi pobre Jo… y hacía treinta minutos que daba vueltas y vueltas. Encontrar un sitio en este barrio no era cosa fácil. La mayoría de los coches esperaban en doble fila, a falta de plazas para aparcar. Era la época de las compras de Navidad; las aceras estaban repletas de gente que llevaba pesados paquetes. Se abrían paso usándolos como escudo y, de pronto, sin avisar, se echaban a la calzada. Había que tocar el claxon para no atropellarlos. Joséphine daba vueltas, abría completamente los ojos, buscando un sitio mientras que las niñas se impacientaban. «¡Allí, mamá, allí!».«¡No! Está prohibido y no tengo ganas de que me pongan una multa». «¡Oh, mamá! ¡Qué aguafiestas eres!». Era su nueva expresión: aguafiestas. La utilizaban en todo tipo de ocasiones.
– Todavía me quedan restos de mi bronceado de verano. No voy a parecer una endivia. -Seguía Hortense examinándose los brazos.
En cambio yo, pensó Jo, voy a ser la reina de las endivias.
Un coche salió justo delante de ella, así que frenó y puso el intermitente. Las niñas se pusieron a dar saltitos.
– Venga, mamá, venga… Aparca como una profesional.
Jo se aplicó y consiguió meterse sin problemas en la plaza vacante. Las niñas aplaudieron. Jo, sudando, se secó la frente.
Entrar en el hotel, enfrentarse a la mirada del personal que la juzgaría y seguramente se preguntaría qué hacía ella allí le provocó nuevamente sudores fríos. Pero se encontró siguiendo a Hortense, quien, perfectamente adaptada, le mostraba el camino cruzando miradas altivas a las libreas bordadas del personal del hotel.
– ¿Ya has estado aquí? -susurró Jo a Hortense.
– No, pero me imagino que la piscina debe de estar por ahí… en el sótano. Y si nos equivocamos, no importa. Daremos media vuelta. Después de todo, no son más que criados. Les pagan para informarnos.
Joséphine, confusa, se pegó a ella, arrastrando a Zoé que se detenía en las vitrinas donde brillaban las joyas, los bolsos, los relojes y los accesorios de lujo.
– Guau, mamá, ¡qué bonito! ¡Debe de ser carísimo! Si Max Barthillet viese eso, vendría a robarlo todo. Dice que cuando se es pobre, se puede robar a los ricos, ni siquiera se dan cuenta. ¡Y eso equilibra!
– Pero bueno -protestó Joséphine-, voy a terminar pensando que Hortense tiene razón y que Max es muy mala compañía.
– Mamá, mamá, mira, un huevo de diamantes. ¿Crees que lo ha puesto una gallina de diamantes?
En la entrada del club, una joven exquisita les preguntó sus nombres, consultó un gran cuaderno y les confirmó que la señora Dupin estaba esperándolas al borde de la piscina. Sobre la mesa ardía una vela perfumada. De los altavoces salía música clásica. Joséphine se miró los pies y se avergonzó de sus zapatos baratos. La joven les mostró el camino hacia los vestuarios deseándoles una buena tarde y se metieron cada una en su cabina.
Joséphine se desvistió. Frotando las marcas de su sujetador, doblándolo cuidadosamente, quitándose las medias, enrollándolas, guardando su camiseta, su jersey y su pantalón en su armario. Después sacó su bañador del estuche de plástico donde lo había guardado el mes de agosto y sintió una terrible angustia. Había engordado desde el verano, no estaba segura de que le sirviera. Tengo que adelgazar sin excusas, se sermoneó, ¡ya no me soporto! No se atrevió a mirar su barriga ni sus muslos ni sus pechos. Se puso el bañador a ciegas, mirando una lámpara camuflada en el techo de madera de la cabina. Tiró de los tirantes para alzar sus pechos, deshizo la arruga del bañador en sus caderas, frotó y frotó para borrar el exceso de grasa que la apesadumbraba. Finalmente bajó la mirada y percibió un albornoz blanco colgado en una percha. ¡Salvada!
Se puso las sandalias de tela blanca que encontró colocadas cerca del albornoz, cerró la puerta de la cabina y buscó a sus hijas con la mirada. Ya habían ido al encuentro de Alexandre e Iris.
Sobre una tumbona de madera, resplandeciente en su albornoz blanco, sus largos cabellos negros peinados hacia atrás, Iris descansaba con un libro sobre sus rodillas. Conversaba animadamente con una chica que daba la espalda a Jo. Una jovencita delgada, con un bikini minúsculo. Un bañador rojo con pedrería incrustada que brillaba como estrellas de la Vía Láctea. Nalgas redondeadas, dentro de un slip tan estrecho que Joséphine pensó que resultaba casi superfluo. ¡Dios, qué hermosa mujer! El talle estrecho, las piernas larguísimas, el porte perfecto y derecho, los cabellos recogidos en un moño improvisado… Todo en ella respiraba gracia y belleza, todo en ella estaba en perfecta armonía con el refinado decorado de la piscina cuya agua azulada dibujaba reflejos cambiantes en las paredes. Todos sus complejos emergieron y Joséphine apretó el nudo del cinturón de su albornoz. ¡Lo prometo! A partir de este momento, dejo de comer y hago abdominales todas las mañanas. Hubo un tiempo en el que fui una chica alta y delgada.
Divisó a Alexandre y Zoé en el agua y les hizo una seña con la mano. Alexandre quiso salir para saludarla, pero Jo le disuadió y volvió a meterse en el agua atrapando las piernas de Zoé que dio un grito de pánico.
La joven en bikini rojo se volvió y Jo reconoció a Hortense.
– Hortense, ¿pero qué llevas puesto?
– Pero bueno, mamá… Es un bañador. ¡Y no hables tan alto! Esto no es la piscina de Courbevoie.
– Hola, Joséphine -articuló Iris, incorporándose para interponerse entre madre e hija.
– Hola -eructó Joséphine que se volvió de nuevo hacia su hija-. Hortense, explícame de dónde viene ese bañador.
– Se lo compré yo este verano y no hay razón para ponerse en ese estado. Hortense está deslumbrante…
– ¡Hortense está indecente! ¡Y hasta nuevo aviso, Hortense es hija mía y no tuya!
– ¡Vamos, mamá! ¡Ya estamos con las palabras grandilocuentes!
– Hortense, ve a cambiarte inmediatamente.
– ¡Ni pensarlo! Porque tú te escondas dentro de un saco yo no me voy a disfrazar de mamarracho.
Hortense sostenía sin pestañear la mirada encolerizada de su madre. Unas mechas cobrizas se escapaban del pasador que sostenía su pelo y sus mejillas estaban enrojecidas, dándole un aire infantil que se contradecía con su vestimenta de mujer fatal. Joséphine no pudo impedir el sentirse herida por la pulla de su hija y perdió toda su seguridad. Balbuceó una respuesta inaudible.
– Vamos, chicas, calma -dijo Iris, sonriendo para distender la atmósfera-. Tu hija ha crecido, Joséphine, ya no es un bebé. Comprendo que eso te choque, pero no puedes hacer nada. A menos que la escondas entre dos diccionarios.
– Puedo impedirla exhibirse como lo hace.
– Está como la mayoría de las chicas de su edad… deslumbrante.
Joséphine se tambaleó y tuvo que sentarse en la tumbona cercana a Iris. Enfrentarse a su hermana y a su hija al mismo tiempo la superaba. Volvió la cabeza para contener las lágrimas de rabia e impotencia que le emergían. Siempre terminaba de la misma forma cuando se oponía a Hortense: perdiendo la compostura. Tenía miedo de ella, de su orgullo, del desprecio que demostraba hacia ella, pero, además, debía reconocerlo, Hortense a menudo tenía razón. Si ella hubiese salido de la cabina orgullosa de su cuerpo, a gusto dentro de su bañador, seguramente no habría reaccionado tan violentamente.
Permaneció un instante deshecha, temblorosa. Mirando fijamente los reflejos del agua de la piscina, fijándose sin verlas en las plantas de interior, las columnas de mármol blanco, los mosaicos azules. Después se incorporó, inspiró profundamente para aguantar las lágrimas, sólo faltaba hacer el ridículo y dar el espectáculo, y se volvió, dispuesta a enfrentarse a su hija.
Hortense se había alejado. En los escalones de la piscina, tanteaba el agua con la punta de los pies y se disponía a sumergirse.
– No deberías ponerte en ese estado ante ella. Pierdes toda autoridad -susurró Iris volviéndose de espaldas.
– ¡Ya me gustaría verte a ti! Se comporta conmigo de forma detestable.
– Es la adolescencia. Está en plena edad del pavo.
– Tiene buen plumaje la edad del pavo. Me trata como si fuese su sirvienta.
– Porque nunca te has defendido.
– ¿Cómo que nunca me he defendido?
– ¡Siempre has dejado que la gente te tratara como quería! No tienes ningún respeto por ti misma, entonces ¿cómo quieres que los demás te respeten?
Joséphine, estupefacta, escuchaba hablar a su hermana.
– Que sí, acuérdate… Cuando éramos pequeñas… yo te obligaba a arrodillarte ante mí, y tú debías ponerte en la cabeza lo más valioso que tuvieses y ofrecérmelo inclinándote sin hacerlo caer… ¡Y si no, te castigaba! ¿Te acuerdas?
– ¡Era un juego!
– ¡Un juego no tan inocente! Yo te probaba. Quería saber hasta dónde podía llegar y hubiese podido pedirte cualquier cosa. Nunca me dijiste que no.
– ¡Porque te quería!
Joséphine protestaba con todas sus fuerzas.
– Era amor, Iris. Puro amor. ¡Yo te veneraba!
– Pues bien… no debiste. Tenías que haberte defendido, tenías que haberme insultado. Nunca lo hiciste. Ahora no te extrañes de que tu hija te trate así.
– ¡Para! Ahora me dirás que es culpa mía.
– Pues claro que es culpa tuya.
Eso era demasiado para Joséphine. Dejó que las grandes lágrimas que aguantaba corriesen por sus mejillas y lloró, lloró en silencio mientras Iris, tendida boca abajo, la cabeza hundida entre sus brazos, continuaba evocando su infancia, los juegos que inventaba para mantener a su hermana en la esclavitud. Heme aquí de vuelta a la Edad Media, pensaba Joséphine entre lágrimas. Cuando el pobre siervo se veía obligado a pagar un impuesto al señor del castillo. A eso se le llamaba vasallaje, cuatro monedas que el siervo se colocaba sobre la cabeza inclinada y que ofrecía al señor en señal de sumisión. Cuatro monedas que no podía dar pero que, sin embargo, encontraba, sin las que era azotado, encerrado, privado de tierras para cultivar, de sopa… Pueden haberse inventado el motor de explosión, la electricidad, el teléfono, la televisión, pero la relación entre los hombres no ha cambiado. He sido, soy y siempre seré la humilde sierva de mi hermana. ¡Y de otros! Hoy es Hortense, mañana será cualquier otro.
Estimando que el tema estaba zanjado, Iris retomó su posición boca arriba y continuó la conversación como si nada hubiese pasado.
– ¿Qué vas a hacer en Navidad?
– No lo sé… -alcanzó a decir Jo conteniendo las lágrimas-. No he tenido tiempo de pensar en ello. Shirley me ha propuesto irme con ella a Escocia.
– ¿A casa de sus padres?
– No. No quiere volver allí. No sé por qué. A casa de unos amigos, pero Hortense pone mala cara. Escocia le parece «una caca de vaca».
– Podríamos pasar las Navidades juntos en el chalet…
– Seguro que lo preferiría. ¡Es tan feliz con vosotros!
– Y yo me sentiría feliz de veros.
– ¿No tienes ganas de quedarte en familia? Siempre estoy pegada a vosotros… Philippe se va a hartar.
– Oh, ya no somos una pareja joven, ¿sabes?
– Tengo que pensármelo. Son las primeras Navidades sin su padre -suspiró. Después una idea, cortante y desagradable, atravesó su espíritu y preguntó-: ¿Estará allí nuestra señora madre?
– No… En caso contrario no te lo hubiese propuesto. He comprendido que no puedo poneros la una frente a la otra sin llamar a los bomberos.
– Qué graciosa. Me lo pensaré.
Después, echándose hacia atrás, preguntó:
– ¿Has hablado de esto con Hortense?
– Todavía no. Simplemente le he preguntado, como lo he hecho con Zoé, qué quería como regalo de Navidad.
– ¿Y te ha dicho lo que quería?
– Un ordenador… pero ha añadido que tú le habías dicho que se lo comprarías y que no quería decepcionarte. Ya ves que puede ser delicada y atenta con los demás.
– Podemos llamarlo así. De hecho, ella me arrancó prácticamente la promesa de comprarle uno. Y, como de costumbre, cedí.
– Si quieres se lo regalamos a medias. Un ordenador es caro.
– ¡No me hables! Y si le hago un regalo tan caro a Hortense, ¿qué le regalo a Zoé? Detesto las injusticias.
– Ahí también te puedo ayudar… -y, corrigiéndose-: Puedo participar. Sabes, no es gran cosa para mí.
– Y después será un portátil, un ipod, un lector DVD, una cámara… ¿Qué quieres que te diga? Me siento desbordada. Estoy cansada, Iris, muy cansada…
– Precisamente, déjame ayudarte. Si quieres, no diré nada a las niñas. Les haré un regalito y te dejaré asumir toda la gloria.
– Es muy generoso por tu parte, pero no. Me molestaría bastante.
– Vamos, Joséphine, déjate llevar. Eres demasiado rígida.
– Te digo que no. Y esta vez no cederé.
Iris sonrió y se rindió.
– No insisto. Pero te recuerdo que Navidad es dentro de tres semanas y que no tienes mucho tiempo para ganar millones. A menos que juegues a la lotería.
Lo sé, rumió Joséphine en silencio. Sólo pienso en eso. Debería haber entregado mi traducción hace una semana, pero la conferencia de Lyon me ha robado todo el tiempo. No tengo tiempo de trabajar sobre mi informe de habilitación para dirigir trabajos de investigación, me salto la mitad de las reuniones. Miento a mi hermana escondiéndole que trabajo para su marido, miento a mi director de tesis diciéndole que tengo la cabeza en otro sitio desde que Antoine se fue. Mi vida, en otro tiempo armoniosa como una partitura musical, se parece a un inmenso galimatías.
Mientras que, sentada en la esquina de una tumbona, Joséphine proseguía su monólogo interior, Alexandre Dupin esperaba impaciente a que su prima pequeña hubiese terminado de debatirse en el agua y se dedicase a actividades más tranquilas para hacerle las preguntas que se acumulaban en su cabeza. Zoé era la única que podía responderle. No se podía confiar ni a Carmen, ni a su madre, ni a Hortense, que le trataba siempre como si fuese un bebé. De esta forma, cuando Zoé consintió acodarse en el borde de la piscina y descansar, Alexandre se puso a su lado y empezó a hablarle.
– ¡Zoé! Escúchame. Es importante.
– Venga. Te escucho.
– ¿Tú crees que las personas mayores cuando duermen juntas es que están enamoradas?
– Mamá ha dormido alguna vez con Shirley y no están enamoradas.
– Sí, pero, un hombre y una mujer… ¿Crees que cuando duermen juntos están enamorados?
– No. No siempre.
– Pero ¿y cuando hacen el amor? Estarán enamorados, ¿no?
– Eso depende de lo que tú llames estar enamorado.
– ¿Tú crees que las personas mayores cuando dejan de hacer el amor es que ya no se quieren?
– …No lo sé. ¿Por qué?
– Porque papá y mamá han dejado de dormir juntos, desde hace quince días.
– Entonces es que se van a divorciar.
– ¿Estás segura?
– Prácticamente… Max Barthillet, por ejemplo, su papá se fue.
– ¿Se divorció también?
– Sí. Bueno, me contó que justo antes de que su papá se fuese ya no dormía con su madre. Ni siquiera dormía en casa, dormía fuera, no sabe muy bien dónde, pero…
– Pues yo sí. El duerme en su despacho. En una cama pequeñita.
– ¡Ay, ay, ay! Entonces es seguro. Tus padres van a divorciarse. Y a lo mejor te enviarán a un psicólogo. Es un señor que te abre la cabeza para entender lo que pasa dentro.
– Pues yo sé lo que pasa en mi cabeza. Tengo miedo todo el rato. Justo antes de que se fuese a dormir a su despacho, me levantaba por las noches para ir a escuchar tras la puerta de su habitación, y sólo había silencio y eso me daba miedo ¡sólo silencio! Antes, a veces, hacían el amor, hacían ruido pero eso me tranquilizaba.
– ¿Ya no hacen nada de nada el amor?
Alexandre sacudió la cabeza.
– ¿Y ya no duermen para nada juntos?
– Para nada, desde hace quince días.
– Entonces te vas a encontrar como yo, ¡divorciado!
– ¿Estás segura?
– Casi… No es divertido. Tu mamá estará todo el tiempo enfadada. Mamá está triste y cansada desde que se divorció. Grita, se enfada, no es agradable, ¿sabes…? Pues bien, con tus padres va a pasar lo mismo.
Hortense, que se entrenaba para nadar un largo sin sacar la cabeza del agua, apareció a su lado en el momento en el que Alexandre repetía: «¡Papá y mamá divorciados!». Decidió hacer como que no escuchaba para enterarse mejor. Alexandre y Zoé desconfiaron y se callaron en cuanto la vieron hacer la plancha delante de ellos. Si se callan, es que es serio, pensó Hortense. ¿Iris y Philippe divorciados? Si Philippe deja a Iris, Iris tendrá mucho menos dinero y no podrá mimarme como lo hace. Este bikini rojo, bastó con que le echase la vista encima este verano para que Iris me lo regalase inmediatamente. Pensó en el ordenador. Había sido una estúpida rechazando el que Iris quería comprarle; habría sido diez veces más bonito que el que su madre elegiría. Siempre estaba hablando de ahorrar. ¡Menuda aguafiestas con eso de ahorrar! ¡Como si papá se hubiese ido sin dejarle dinero! Impensable. Nunca hubiese hecho eso. Papá es un hombre responsable. Un hombre responsable paga. Paga haciendo creer que no paga. No habla de dinero. ¡Eso es tener clase! La vida es verdaderamente una caca, pensó mientras continuaba buceando. Sólo Henriette sabe apañárselas. Chef no se irá nunca. Volvió a la superficie y observó a la gente a su alrededor. Las mujeres eran elegantes, y sus maridos, ausentes: ocupados en trabajar, en ganar dinero para que sus mujeres resplandecientes puedan relajarse al borde de la piscina dentro del último bañador diseñado por Eres, tumbadas sobre una toalla de Hermès. Su sueño era tener a una de esas mujeres por madre. Escogería a cualquiera de las que hay aquí, pensó. Cualquiera salvo a mi madre. Me debieron de cambiar en la maternidad. Había salido corriendo de su cabina para ir a besar a su tía y pegarse a ella. Y hacer creer a todas esas magníficas mujeres que Iris era su madre. Se avergonzaba de su madre. Siempre torpe, mal vestida. Siempre haciendo cuentas. Frotándose las aletas de la nariz con el pulgar y el índice cuando estaba cansada. Odiaba ese gesto. Su padre sí que era chic, elegante, se relacionaba con gente importante. Conocía todas las marcas de whisky, hablaba inglés, jugaba al tenis y al bridge, sabía vestirse… Su mirada se posó en Iris. No tenía aspecto triste. Quizás Alexandre se equivocaba. ¡Menudo papanatas está hecho! Su madre permanecía sentada sin moverse, embutida en su albornoz. No se bañará, pensó Hortense, ¡la he avergonzado!
– ¿No te bañas? -preguntó Iris a Joséphine.
– No… me he dado cuenta en la cabina de que tenía… de que no estoy en la buena parte del mes.
– ¡Que mojigata eres! ¿Tienes la regla?
Joséphine asintió con la cabeza.
– Pues bien, vamos a tomar un té.
– Pero ¿y los niños?
– Ya se unirán a nosotras cuando se harten de chapotear en el agua. Alexandre conoce el camino.
Iris se ciñó su albornoz, recogió su bolso, introdujo sus finos pies en las delicadas zapatillas y se dirigió hacia el salón de té oculto detrás de una hilera de plantas de interior. Joséphine la siguió indicando a Zoé con el dedo adónde iban.
– ¿Quieres un té con un pastel o una tarta? -preguntó Iris mientras se sentaba. Aquí hacen una tarta de manzana deliciosa.
– Sólo té. Acabo de empezar un régimen justo cuando he entrado aquí y ya me siento más delgada.
Iris pidió dos tés y una tarta de manzana. La camarera se alejó, y dos mujeres avanzaron sonriendo hacia su mesa. Iris se quedó paralizada. Joséphine se sorprendió del evidente apuro de su hermana.
– ¡Hola! -exclamaron las dos mujeres al unísono-. ¡Qué sorpresa!
– Hola -respondió Iris-. Mi hermana Joséphine… Bérengère y Nadia, unas amigas.
Las dos mujeres dedicaron una rápida sonrisa a Joséphine y después, ignorándola, se giraron hacia Iris.
– ¿Y bien? ¿Qué es lo que acaba de contarme Nadia? Parece ser que te vas a dedicar a la literatura -preguntó Bérengère, con el rostro crispado por la curiosidad y cierta codicia.
– Mi marido me lo contó después de la cena de la otra noche a la que no pude asistir. ¡Mi hija tenía cuarenta de fiebre! Volvió totalmente emocionado -dijo Nadia Serruier-. Mi marido es editor -precisó girándose hacia Joséphine, que hizo como si estuviese al corriente.
– ¡Estás escribiendo a escondidas! Por eso ya no te veo -retomó Bérengère-. También me preguntaba… ya no tenía noticias tuyas. Te he llamado varias veces. ¿No te lo ha dicho Carmen? Ahora lo entiendo. ¡Bravo, querida! ¡Es formidable! Llevas hablando de ello tanto tiempo. Al menos tú te has puesto en marcha… ¿cuándo podremos leer algo?
– Por el momento estoy dándole vueltas a la idea… No estoy escribiendo nada todavía -dijo Iris estrujando el cinturón de su albornoz blanco.
– ¡No me diga eso! -exclamó la que se llamaba Nadia-. Mi marido espera su manuscrito. Le ha seducido usted con sus historias de la Edad Media. Sólo habla de eso. Es una idea brillante la de relacionar esos tiempos lejanos con lo que pasa hoy en día. ¡Una idea brillante! Cuando vemos el éxito de las novelas históricas, una hermosa historia con la Edad Media como telón de fondo seguro que será un bombazo.
Joséphine dio un saltito de sorpresa e Iris le dio una patada bajo la mesa.
– Y, además, Iris, ¡eres tan fotogénica! Sólo con la foto de tus grandes ojos azules sobre la portada sería un best-seller. ¿No es cierto, Nadia?
– Hasta nueva orden, no se escribe con los ojos -respondió Iris.
– Era una broma, aunque…
– Bérengère no se equivoca. Mi marido dice siempre que un libro, hoy en día, no basta con escribirlo, hay que venderlo. ¡Y ahí es donde sus ojos provocarán una auténtica conmoción! Sus ojos, sus amistades, está usted destinada al éxito, mi querida Iris…
– Sólo te queda escribirlo, querida -lanzó Bérengère dando palmaditas para demostrar hasta qué punto estaba excitada con esta historia.
Iris no respondió. Bérengère miró su reloj y dijo:
– ¡Oh! Tengo que darme prisa, voy con retraso. Nos llamamos…
Se despidieron y se retiraron haciendo pequeñas señales amistosas. Iris se encogió de hombros y suspiró. Joséphine callaba.
La camarera trajo los dos tés y la porción de tarta de manzana, rebosante de nata y caramelo. Iris pidió que pusiesen el pedido en su cuenta y firmó el tique de caja. Joséphine esperó a que la camarera se fuese y que Iris le diese explicaciones.
– ¡Ya está! Ahora todo París va a saber que estoy escribiendo un libro.
– ¡Un libro sobre la Edad Media! ¿Estás de broma? -preguntó Joséphine alzando el tono.
– No merece la pena montar un escándalo, Jo, cálmate.
– ¡Confiesa que es sorprendente!
Iris suspiró otra vez y, echando su espesa cabellera hacia atrás, se puso a explicar a Joséphine lo que había pasado.
– La otra noche, en una cena, me aburría tanto que dije lo primero que se me ocurrió. Solté que estaba escribiendo y cuando me preguntaron qué, hablé del siglo XII… no me preguntes por qué. Me salió de repente.
– Pero si siempre me has dicho que estaba pasado de moda…
– Lo sé. Pero me cogieron en un renuncio. Y aquello dio en la diana. Tenías que haberle visto la cara a Serruier, el editor. ¡Estaba completamente emocionado! Así que continué, me fui calentando como cuando tú hablas de ello. Curioso, ¿no? Debí de repetir tus argumentos palabra por palabra.
– Os reísteis tanto de mí, tú y mamá, durante años.
– Utilicé todos tus argumentos, de un solo golpe… Como si estuvieses en mi cabeza y fueses tú quien hablase… y él se tomó eso en serio. Estaba dispuesto a firmarme un contrato. Y, al parecer, el rumor se ha extendido rápidamente. No sé qué voy a hacer ahora, voy a tener que mantener el suspense…
– No tienes más que leer mis trabajos. Puedo prestarte mis notas si quieres. ¡Yo tengo muchas ideas para novelas! El siglo XII rebosa de historias novelescas…
– No te rías. Soy incapaz de escribir una novela. Me muero de ganas pero no consigo juntar más de cinco líneas.
– ¿Lo has intentado realmente?
– Sí. Desde hace tres o cuatro meses, y el resultado: tres o cuatro líneas. ¡Estoy lejos de alcanzarlo! -soltó una risa sarcástica-. ¡No! Lo que tengo que hacer es aparentar el tiempo suficiente para que esa historia se olvide. Hacer como si, simular que trabajo duro, y después un día llego y digo que lo he tirado todo, que era demasiado malo.
Joséphine miraba a su hermana y no comprendía. Iris la hermosa, la inteligente, la magnífica, había mentido para construirse una legitimidad. La observó un buen rato, estupefacta, como si descubriese otra mujer detrás del personaje orgulloso y determinado que conocía. Iris había bajado la cabeza y cortaba su tarta de manzana en pequeños trozos regulares que seguidamente empujaba hasta el borde del plato. No es extraño que no engorde si come así, pensó Jo.
– ¿Piensas que soy ridícula? -dijo Iris-. Venga, dilo. Tendrás razón.
– No, no… Sólo me extraña. Confiesa que es sorprendente por tu parte.
– Pues, sí. Es sorprendente, pero no vamos a hacer un drama. Me las arreglaré. Les contaré cualquier cosa. ¡No será la primera vez!
Joséphine se echó hacia atrás.
– ¿Qué quieres decir? No es la primera vez que… ¿mientes?
Iris lanzó una risa sarcástica.
– ¿Que miento? ¡Qué palabra más grandilocuente! Tiene razón, Hortense. Qué tontita puedes llegar a ser. No sabes nada de la vida, mi pobre Jo. O tu vida es tan simple que resulta alarmante. Para ti existen el bien y el mal, el blanco y el negro, los buenos y los malos, el vicio y la virtud. ¡Ay! ¡Es más simple así! Enseguida se sabe a quién se enfrenta uno.
Joséphine bajó la mirada, herida. No encontró palabras para defenderse. No las necesitó, pues Iris prosiguió con voz virulenta:
– No es la primera vez que estoy con la mierda al cuello, ¡pobre ingenua!
Había un tono malvado en su voz. Desprecio y también enfado. Joséphine no había escuchado nunca esa entonación rencorosa en la voz de su hermana. Pero lo que más la impresionó fue la nota celosa que creyó percibir. Imperceptible, casi indetectable, una nota que aparece y desaparece pero, sin embargo, presente. ¿Iris celosa de ella? Imposible, se dijo Joséphine. ¡Imposible! Se sintió mal por haber pensado eso… e intentó compensarlo.
– ¡Te ayudaré! Te encontraré una historia que contar. La próxima vez que veas a tu editor, vas a abrumarle con tu cultura medieval.
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo haré según tú? -se rio Iris aplastando su trozo de tarta bajo el tenedor de postre.
No se ha comido ni una miga, pensó Jo. La ha cortado en trocitos y los ha esparcido alrededor del plato. No come, asesina la comida.
– ¿Cómo podría abrumar a un hombre culto con toda mi ignorancia?
– ¡Escúchame! ¿Conoces la historia de Rollon, el jefe de los normandos, que era tan alto que, cuando montaba a caballo, sus pies llegaban hasta el suelo?
– Nunca oí hablar de él.
– Era un caminante infatigable y un gran navegante. Procedía de Noruega y sembraba el terror. Proclamaba que sólo había paraíso para los guerreros muertos en combate. ¿No te dice nada? Puedes construir algo alrededor de un personaje como él. ¡Es él el que fundó la Normandía!
Iris se encogió de hombros y suspiró.
– No llegaré muy lejos. No sé nada de esa época.
– O podrías decirle que el título de la novela Lo que el viento se llevó, ya sabes, el libro de Margaret Mitchell, procede de un poema de François Villon…
– ¿Ah, sí?
– Lo que el viento se llevó… es un verso sacado de un soneto de François Villon.
Joséphine habría hecho cualquier cosa para devolver una sonrisa al rostro hostil y tenso de su hermana. Habría dado volteretas, se habría echado el plato de tarta de manzana sobre la cabeza para que su hermana volviese a sonreír y sus ojos se llenaran de azul sin el negro con el que se ensuciaban. Se puso a recitar, extendiendo la manga de su albornoz blanco a la manera de un tribuno romano arengando a las masas:
Príncipes a la muerte están destinados
y cualquier otro que esté vivo
ya estén tristes o irritados serán
lo que el viento se llevó.
Iris sonrió débilmente y la miró con curiosidad.
Joséphine se había transfigurado. Emanaba de ella una suave luz que la aureolaba con un encanto indefinible. De pronto se había convertido en otra persona, sabia y segura, dulce y confiada, ¡tan distinta de la Joséphine que conocía! Iris la miró con envidia. Un destello rápido que se desvaneció tan pronto como vino, pero que Jo tuvo tiempo de percibir.
– Vuelve a la Tierra, Jo. François Villon les importa un bledo.
Joséphine calló y suspiró:
– Sólo quería ayudarte.
– Lo sé, es muy amable de tu parte. Eres buena, Jo. Estás completamente fuera de juego, pero eres buena.
De vuelta al punto de partida, pensó Joséphine. Soy de nuevo la torpe… Sólo quería ayudarte. Una lástima.
Una lástima para ella.
Y, sin embargo, existía ese despecho, ese tono de celos en la voz de Iris que estaba segura de haber oído. ¡Dos veces en pocos segundos! No soy tan desastre como parece si me tiene envidia, pensó incorporándose, no tan desastre… Y, además, no he pedido tarta de manzana. Ya he perdido cien gramos por lo menos.
Lanzó una mirada triunfante a su alrededor. ¡Me tiene envidia, me tiene envidia! Poseo algo que ella no tiene y que le gustaría tener. Lo he sentido durante una milésima de segundo en un brillo de su mirada, un tono de su voz. Y todo este lujo, estas palmeras en macetas, todas estas paredes de mármol blanco, todos estos reflejos azulados que recorren los ventanales de cristal, esas mujeres en albornoz blanco que se estiran haciendo tintinear sus brazaletes no me importan nada. No cambiaría mi vida por ninguna otra en el mundo. ¡Enviadme a los siglos x, xi y XII! Revivo, me vuelven los colores, me estiro, salto sin silla de montar tras Rollon el gigante y huyo con él agarrada a su cintura… Guerreo a su lado a lo largo de las costas normandas, amplío sus dominios hasta la bahía del Mont-Saint-Michel, adopto a su bastardo, le educo y se convierte en Guillermo el Conquistador.
Oyó sonar las trompetas de la coronación de Guillermo y enrojeció.
O quizás…
Me llamo Arlette, la madre de Guillermo. Lavo la ropa en la fuente de Falaise cuando Rollon, Rollon el gigante, me ve, me secuestra, me desposa y me preña. De simple lavandera me convierto en casi reina.
O quizás…
Levantó el borde de su albornoz como se levanta una falda. Me llamo Matilde, hija de Balduino, conde de Flandes, que se casó con Guillermo. Me gusta la historia de Matilde, es más novelesca. ¡Matilde amó a Guillermo hasta el día de su muerte! Era raro en aquella época. Y él la amó también. Hicieron construir dos abadías, la abadía de los Hombres y la de las Mujeres, a las puertas de Caen, para dar gracias a Dios por su amor.
Yo tendría historias que contar si un editor viniese a pedírmelas. ¡Cientos y miles! Sabría describir el cobre de las trompetas, el galope de los caballos, el sudor de las batallas, el labio que tiembla antes del primer beso… «La dulzura de los besos que son el cebo del amor».
Joséphine se estremeció. Sintió ganas de abrir sus cuadernos, de rebuscar entre sus notas, de encontrar la hermosa historia de aquellos siglos que la fascinaban.
Miró su reloj y decidió que era hora de volver a casa. «Tengo trabajo que hacer…», se dijo incorporándose. Iris levantó la cabeza y soltó un débil «¡ah!».
– Ya me encargo de recoger a las niñas, no te molestes. ¡Y gracias por todo!
Estaba deseando marcharse. Abandonar ese lugar donde todo, de pronto, le parecía falso y vano.
– ¡Vamos, niñas! ¡Nos marchamos! ¡Y nada de protestas!
Hortense y Zoé obedecieron sin rechistar, salieron del agua y fueron con ella hasta los vestuarios. Joséphine sintió que había crecido diez centímetros. Avanzaba bailando con la punta de los pies, hoyando como una soberana la espesa moqueta blanca inmaculada, barriendo con la mirada los espejos que le reenviaban su imagen. ¡Ja! Unos kilos menos y estaré fantástica. ¡Ja! Iris ha usado mis conocimientos para brillar en una cena parisina. ¡Ja! Si me lo pidiesen a mí, escribiría volúmenes de mil páginas. Pasó delante de la joven exquisita de la entrada y le dirigió una gran sonrisa victoriosa. ¡Feliz! Soy tan feliz. Si supiese lo que acababa de pasar. Ella tampoco podría evitar mirarme de otro modo.
Fue entonces cuando su albornoz se abrió y la joven la miró con dulzura y cariño.
– ¡Oh! No lo había visto…
– ¿No había visto qué?
– Que iba usted a tener un bebé. ¡La envidio tanto! Mi marido y yo intentamos tener uno desde hace tres años y…
Joséphine la miró estupefacta. Después sus ojos cayeron sobre su amplio talle y enrojeció. No se atrevió a sacar de su error a la exquisita joven que la miraba con ojos tan dulces y volvió a su cabina arrastrando los pies como si fueran de plomo.
Rollon y Guillermo el Conquistador pasaron sin mirarla. Arlette la lavandera se rio de ella en sus narices salpicándola con el agua del lavadero…
En la cabina de al lado, Zoé pensaba en lo hablado con Alexandre.
¡Iris y Philippe no podían separarse! Era todo lo que le quedaba como familia: un tío y una tía. Ella nunca había conocido a la familia de su padre. No tengo familia, susurraba su padre mientras le besaba en el cuello, mi única familia sois vosotras. Desde hacía seis meses no veía a Henriette. Tu mamá y ella se han enfadado un poco, explicaba Iris cuando le preguntaba el porqué. Estaba triste de no ver a Chef; le gustaba sentarse sobre sus rodillas y escuchar sus historias de cuando era un niño pobre en las calles de París, que limpiaba las chimeneas por unas monedas o pegaba con masilla cristales rotos.
Tenía que encontrar una idea genial para que Iris y Philippe siguieran juntos; hablaría de ello con Max Barthillet. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. ¡Max Barthillet! Formaban un estupendo equipo, Max y ella. Él le enseñaba un montón de cosas. Gracias a él había dejado de ser una niñita tonta. Oyó la voz de su madre, impaciente y precipitada, que la llamaba, y gritó «sí, mamá, ya voy, ya voy…».
Un chillido despertó a Antoine Cortès. Mylène se agarraba fuertemente a él, presa de temblores, mostrando con el dedo algo sobre el suelo.
– ¡Antoine! ¡Mira allí! ¡Allí!
Se pegaba contra él, la boca crispada, los ojos completamente abiertos por el terror.
– Antoine, ¡aaahh!, Antoine, ¡haz algo!
A Antoine le costó despertarse. Aunque llevaba más de tres meses viviendo en Croco Park, cada mañana, en la somnolencia que seguía al ruido del despertador, buscaba la persiana de su habitación en Courbevoie y miraba a Mylène, extrañado al no ver a Joséphine con su camisón de florecillas azules, extrañado al no escuchar a sus hijas saltar sobre la cama gritando ¡levántate papá, levántate! Cada mañana debía hacer un esfuerzo de memoria. Estoy en Croco Park, en la costa oriental de Kenia, entre Malindi y Mombasa, y crío cocodrilos para una gran empresa china. He dejado a mi mujer y a mis dos niñas. Necesitaba repetirse esas palabras. Dejado a mi mujer, a mis dos niñas. Antes… Antes, cuando se iba, siempre volvía. Sus ausencias se parecían a unas vacaciones cortas. Hoy, se esforzaba en repetir Antoine, hoy crío cocodrilos y voy a ser rico, rico, rico. Cuando doble el volumen de negocio, habré doblado mi inversión. Vendrán a proponerme nuevas aventuras y yo elegiré, fumándome un gran cigarro, la que me permita ser aún más rico. Después volveré a Francia. Devolveré a Joséphine cien veces lo que le debo, vestiré a las niñas como princesitas rusas, les compraré a cada una de ellas una hermoso piso, y a vivir. Seremos una familia feliz y próspera.
Cuando sea rico…
Esa mañana no tuvo tiempo de terminar su sueño. Mylène batía las piernas, enviando al suelo toda la ropa de cama. Sus ojos buscaron el reloj para mirar la hora: ¡las cinco y media!
El despertador sonaba cada mañana a las seis, y a las siete en punto, sonaba el silbato de míster Lee para formar el equipo de obreros que trabajaría hasta las tres de la tarde. Sin interrupción. La plantación Croco Park funcionaba sin descanso; los ciento doce obreros estaban divididos en tres equipos, según los viejos principios de Taylor. Cada vez que Antoine pedía a míster Lee que organizase pausas en los horarios de los obreros, este le respondía: «But, sir, míster Taylor said…» y él sabía que era inútil discutir. A pesar del calor, de la humedad, del duro trabajo que hacían, los obreros no bajaban el ritmo. La mitad de ellos estaban casados. Vivían en cabañas de adobe. Quince días de vacaciones al año, ni uno más, ningún sindicato que los defendiese, setenta horas de trabajo por semana y cien euros de salario mensual, alojamiento y comida incluidos. «Good salary, míster Cortès, good salary. People are happy here! Very happy! They come from all China to work here! You don't change the organization, very had idea!». <strong>[2]</strong>
Antoine se había callado.
Cada mañana pues, se levantaba, tomaba una ducha, se afeitaba, se vestía y bajaba a tomar el desayuno preparado por Pong, su boy, quien, para agradarle, había aprendido algunas palabras de francés y le saludaba con un «Bien domido, míster Tonio, ¿bien domido? Breakfast is ready!». Mylène se volvía a dormir bajo la mosquitera. A las siete, Antoine se encontraba al lado de míster Lee, frente a los obreros que, firmes, recibían su hoja de trabajo para la jornada. Derechos como varas de incienso, sus pantalones cortos flotando sobre sus muslos de cerilla, una eterna sonrisa en los labios y una sola respuesta: «Yes, sir», con el mentón elevado hacia el cielo.
Esa mañana estaba escrito que las cosas no pasarían como de costumbre. Antoine hizo un esfuerzo y se despertó completamente.
– ¿Qué pasa, cariño? ¿Has tenido una pesadilla?
– Antoine… Allí, mira… ¡No estoy soñando! Me ha lamido la mano.
No había ni perros ni gatos en la plantación: a los chinos no les gustaban, terminaban siendo pasto de los cocodrilos. Mylène había recogido un gatito en la playa de Malindi, un precioso gatito blanco con dos orejitas puntiagudas y negras. Le había llamado Milú y le había comprado un collar de conchas blancas. Encontraron el collar flotando en el agua de un río de cocodrilos. Mylène había gemido de terror. «Antoine, ¡el gatito ha muerto! Lo han devorado».
– Vuelve a dormirte, querida, tenemos todavía un poco de tiempo…
Mylène clavó sus uñas en el cuello de Antoine y le obligó a despertarse. El hizo un esfuerzo, se frotó los ojos e, inclinándose por encima del hombro de Mylène divisó, sobre el parqué, un largo cocodrilo grueso y reluciente que los miraba fijamente con sus ojos amarillos.
– Ah -apuntó-, en efecto… Tenemos un problema. No te muevas, Mylène, ¡sobre todo no te muevas! Los cocodrilos atacan si te mueves. Si te quedas inmóvil, no te hará nada.
– Pero ¿no lo ves? ¡Nos está mirando fijamente!
– De momento, si no nos movemos, somos sus amigos.
Antoine observó al animal, que le clavaba sus delgados ojos amarillentos. Se estremeció. Mylène lo sintió y le sacudió.
– Antoine, ¡nos va a devorar!
– Que no… -dijo Antoine para calmarla-. Que no…
– ¿Has visto sus colmillos? -gritó Mylène.
El cocodrilo les miraba abriendo la boca, descubriendo unos dientes poderosos y acerados, y se aproximó a la cama tambaleándose.
– ¡Pong! -gritó Antoine-. Pong, ¿dónde estás?
El animal agarró la punta de la sábana blanca caída al suelo y, cogiéndola entre sus dientes, se puso a tirar y tirar de la sábana, arrastrando a Antoine y Mylène que se agarraban a los barrotes de la cama.
– ¡Pong! -gritó Antoine que perdía su sangre fría-. ¡Pong!
Mylène gritaba, gritaba tanto que el cocodrilo se puso a rugir y a hacer vibrar sus flancos.
– Mylène, ¡cállate! ¡Está soltando su grito de macho! Estás excitándole sexualmente, nos va a saltar encima.
Mylène se puso lívida y se mordió los labios.
– Ay, Antoine, vamos a morir.
– ¡Pong! -gritó Antoine, teniendo mucho cuidado de no moverse y de no dejarse invadir por el miedo-. ¡Pong!
El cocodrilo miraba a Mylène y emitía un extraño chillido que parecía proceder de su tórax. Antoine no pudo impedir ser presa de un ataque de risa.
– Mylène, creo que te está cortejando.
Mylène, furiosa, le dio una patada en la pantorrilla.
– Antoine, creía que siempre tenías un fusil debajo de la almohada…
– Lo tenía al principio, pero…
Fue interrumpido por unos pasos precipitados que subían las escaleras. Llamaron a la puerta. Era Pong. Antoine le pidió que se deshiciera del animal y tapó con la sábana el pecho de Mylène que Pong miraba fijamente simulando que bajaba los ojos.
– ¡Bambi! ¡Bambi! -chilló Pong, hablando de repente como una vieja china desdentada. Come here, my beautiful Bambi… Those people are friends!
El cocodrilo giró lentamente su cabeza cilíndrica de ojos amarillos hacia Pong, dudó un instante y, después, soltando un suspiro, hizo pivotar su cuerpo y reptó hasta míster Lee que le dio una palmadita y le acarició entre los ojos.
– Good boy, Bambi, good boy…
Después sacó un muslo de pollo del bolsillo de su pantalón y se lo tendió al animal, que lo atrapó con un golpe seco y brutal.
Eso fue demasiado para Mylène.
– Pong, take Bambi away! Out! Out! -chapurreó en su inglés.
– Yes, mame, yes… Come on, Bambi.
Y el cocodrilo, bailoteando, desapareció seguido de Pong.
Mylène, lívida y temblorosa, escrutó a Antoine con una larga mirada que significaba «no quiero ver NUNCA MÁS ese animal en la casa, lo has entendido, espero». Antoine asintió y, atrapando sus pantalones cortos y una camiseta, fue en busca de Pong y de Bambi.
Los encontró en la cocina con Ming, la mujer de Pong. Pong y Ming mantenían la mirada baja mientras que Bambi mordisqueaba el pie de la mesa a la que Pong había atado un esqueleto de pollo frito. Antoine había aprendido que no había que enfrentarse a un chino a la cara. Los chinos son muy sensibles, incluso susceptibles, y cada advertencia puede ser interpretada como una humillación que no olvidará durante mucho tiempo. Preguntó pues con suavidad a Pong de dónde venía ese animal, encantador ciertamente, pero amenazante y que, en todo caso, no tenía nada que hacer en la casa. Pong le contó la historia de Bambi, cuya madre había sido hallada muerta en el Boeing que los traía de Tailandia. No era más grande que un gran renacuajo, aseguró Pong, y tan hermoso, míster Tonio, tan hermoso… Pong y Ming se habían encariñado con el pequeño Bambi y le habían criado. Le habían alimentado con biberones de sopa de pescado y caldo de arroz. Bambi había crecido y nunca les había agredido. Mordisqueado a veces, pero era normal. Habitualmente vivía en un estanque, rodeado de un cercado, y no salía nunca. Esa mañana se había escapado. «Seguramente quería conocerle. No volverá a pasar. No le hará daño -prometió Pong-no lo tire a la laguna con los otros, se lo comerían, ¡se ha convertido en una cría de hombre!».
Como si no tuviese bastantes problemas, suspiró Antoine secándose. Eran las seis de la mañana y el sudor ya humedecía su frente. Hizo prometer a Pong que encerraría a Bambi con doble llave y que lo vigilaría. «No quiero que esto vuelva a pasar nunca más, Pong, ¡nunca más!». Pong sonrió y se inclinó agradeciéndole a Antoine su comprensión. «Nevermore, míster Tonio, nevermore!», graznó multiplicando sus inclinaciones de sumisión.
La plantación incluía varios departamentos. Estaba la crianza de pollos que servían para alimentar a los cocodrilos y a los empleados, la crianza de cocodrilos que partía de las barreras de coral y se extendía varias centenas de hectáreas en el interior dentro de las riberas acondicionadas, la conservera que recogía la carne de los cocodrilos y la enlataba, y la fábrica de transformación en la que las pieles de cocodrilo eran cortadas, curtidas, preparadas y reunidas con el fin de ser enviadas a China para transformarlas en bolsos de viaje, maletas, bolsos, tarjeteros y monederos grabados con los nombres de grandes peleteros franceses, italianos o americanos. Esta parte del negocio preocupaba a Antoine, que temía represalias internacionales si se descubría que el tráfico comenzaba en su plantación. Cuando había sido contratado por el propietario chino que había llegado de Pekín para conocerle en París, esta parte de su actividad le había sido ocultada. Yang Wei había insistido sobre todo en la cría, la producción de carne y de huevos que habría que organizar en las mejores condiciones financieras y sanitarias. Le había hablado de actividades «anexas» sin detallarlas, prometiéndole que ganaría un porcentaje de todo lo que saliese «vivo o muerto» de la plantación. «Dead or alive, míster Cortès! Dead or olive», sonrió con una gran sonrisa caníbal que dejaba entrever pingües beneficios para Antoine. Fue una vez allí cuando se había dado cuenta de que también era responsable de la fábrica de transformación de pieles.
Era demasiado tarde para protestar: ya estaba embarcado en esa aventura. Moral y financieramente.
Porque Antoine Cortès había visto las cosas a lo grande. Escaldado por su anterior fracaso en Gunman and Co., había invertido en el Croco Park. Se había prometido no volver a ser un simple asalariado, sino convertirse en un hombre con el que había que contar. Había comprado el diez por ciento del negocio. Para ello pidió un préstamo a su banco. Había ido a visitar al señor Faugeron, del departamento de crédito comercial, le había enseñado los planes de explotación de Croco Park, el perfil de beneficios en un año, dos años y cinco años, y había pedido prestados doscientos mil euros. El señor Faugeron había dudado, pero conocía a Antoine y Joséphine y presumía que, tras ese préstamo, se escondía la fortuna de Marcel Grobz y el prestigio de Philippe Dupin. Había aceptado prestar esa suma a Antoine. El primer reembolso debía haber tenido lugar el 15 de octubre último. Antoine no había podido realizarlo, pues su primera paga no había llegado aún. Problemas de intendencia, había explicado Yang Wei, con quien había podido hablar finalmente por teléfono tras varios intentos infructuosos, aquello no iba a tardar y, además, no olvide que si los resultados del primer trimestre son buenos disfrutará usted, en Navidad, de una gran prima en recompensa por sus primeros tres meses de duro trabajo. «You will be Superman! Ya que ustedes, los franceses, tener muchas ideas y nosotros, los chinos, muchos medios para realizarlas». Míster Wei había soltado una risa sonora. «Le reembolsaré las tres mensualidades en un solo pago -había prometido Antoine al señor Faugeron-, el 15 de diciembre lo más tardar». Había sentido en la voz del banquero su impaciencia y había empleado su tono más entusiasta para tranquilizarle. «No se preocupe, señor Faugeron, estamos haciendo un gran negocio. China se mueve y prospera. Es el país con el que hay que hacer negocios. Estoy firmando contratos que harían enrojecer a sus empleados. Cada día pasan por mis manos millones de dólares».
– Espero, por usted, que sea dinero limpio, señor Cortès -había respondido Faugeron.
Antoine había estado a punto de colgarle en las narices.
Eso no impedía que, cada mañana, se despertase con la misma angustia y la frase de Faugeron resonara en sus oídos: «Espero, por usted, que sea dinero limpio, señor Cortès». Cada mañana también miraba el correo por si había llegado la paga…
No había mentido a las niñas: tenía a su cargo setenta mil cocodrilos. Los depredadores más grandes de la Tierra. Reptiles que reinan sobre la cadena alimenticia desde hace veinte millones de años. Que descienden de la prehistoria y están emparentados con los dinosaurios. Cada mañana, una vez distribuidas las tareas y fijado el orden del día, partía con míster Lee a verificar que todo marchaba según sus planes y previsiones. Por el momento, devoraba publicaciones sobre el comportamiento de los cocodrilos con el fin de mejorar el rendimiento y la reproducción.
– Sabes -explicaba a Mylène que veía a los reptiles con desconfianza-, no son agresivos por placer. Es un comportamiento instintivo: eliminan a los más débiles y después, como buenos basureros, limpian escrupulosamente la naturaleza. Son auténticas depuradoras de los ríos.
– Sí, pero cuando te atrapan, te pueden devorar en un abrir y cerrar de ojos. ¡Es el animal más peligroso del mundo!
– Es muy previsible. Se sabe por qué y cómo ataca: cuando se forman remolinos, el cocodrilo cree que se enfrenta a un animal que huye y le persigue. Pero si te deslizas lentamente en el agua, no se mueve. ¿No quieres intentarlo?
Ella había dado un salto y él se había echado a reír.
– Pong me lo ha enseñado: el otro día se metió en el agua al lado de un cocodrilo, sin moverse, sin hacer remolinos, y el cocodrilo no le hizo nada.
– No te creo.
– ¡Sí, te lo aseguro! Lo he visto con mis propios ojos.
– Por las noches, sabes, Antoine… Me levanto a veces para mirarlos y percibo sus ojos en la oscuridad. Parecen linternas sobre el agua. Pequeñas luciérnagas amarillas que flotan. ¿Es que nunca duermen?
El se reía de su inocencia, de su curiosidad de niña pequeña y la estrechaba contra él. Mylène era una buena compañía. Todavía no se había acostumbrado por completo a la vida en la plantación, pero estaba cargada de buena voluntad. «Quizás podría enseñarles francés o a leer y escribir», decía a Antoine cuando le llevaba a hacer la ronda a las cabañas de los empleados. Ella hablaba un poco con las mujeres, las felicitaba por la limpieza de sus casas, tomaba en sus brazos a los primeros bebés nacidos en Croco Park y los arrullaba. «Me gustaría ser útil, sabes. Como Meryl Streep en Memorias de África, ¿te acuerdas de esa película? Ella estaba tan guapa. Podría hacer como ella: abrir una enfermería. Aprobé el diploma de socorrista cuando estaba en el colegio… les enseñaría a desinfectar heridas, a coserlas. Al menos estaría ocupada. O podría servir de guía a los turistas que vienen de visita».
– Ya no vienen, se han producido demasiados accidentes. Las agencias ya no quieren correr ese riesgo.
– Es una pena… Hubiera podido abrir una pequeña tienda de recuerdos. Habría dado dinero…
Había intentado trabajar en la enfermería. No había tenido mucho éxito. Se había presentado, vestida con vaqueros blancos y una blusa de ganchillo blanco, transparente, y los obreros se habían precipitado para enseñarle una heridita que tenían con el fin de que les palpase, les curase, les auscultase.
Tuvo que dejarlo.
Antoine la llevaba algunas veces con él en el jeep. Un día, mientras recorrían los dos la plantación, habían visto a un cocodrilo despedazando a un ñu de doscientos kilos por lo menos. El cocodrilo rodaba y giraba sobre sí mismo, arrastrando a su presa dentro de lo que los empleados llamaban «la noria de la muerte». Mylène había gritado de terror y, después, prefirió quedarse en casa esperándole. Antoine le había explicado que no había nada que temer de ese cocodrilo: después de un banquete así, podría pasarse sin comer varios meses.
Ese era el mayor problema al que debía enfrentarse Antoine: alimentar a los cocodrilos en cautividad. Los ríos dispuestos para contener a los cocodrilos estaban encuadrados ciertamente en un territorio rico en caza, pero los animales salvajes, desconfiados, ya no se acercaban al agua y remontaban el curso del río, más arriba, para apagar su sed. Los cocodrilos dependían cada vez más de la alimentación proporcionada por los empleados de la plantación. Míster Lee se había visto obligado a organizar una «ronda alimentaria» que consistía en hacer caminar a los obreros a lo largo de los ríos llevando tras ellos ristras de esqueletos de pollo sumergidas. A veces, cuando creían que no les veían, los empleados daban un golpe seco al hilo, atrapaban un esqueleto y lo devoraban. Lo limpiaban a fondo, aprovechando toda la carne, escupiendo los huesos, y después continuaban su ronda.
Había pues que criar cada vez más pollos.
Debo encontrar una solución para hacer volver a las proximidades de los ríos a los animales salvajes, si no voy a tener un grave problema a mis espaldas. Estos cocodrilos no pueden alimentarse exclusivamente de lo que procede de la mano del hombre, van a terminar abandonando la caza, van a dejar de moverse y perder su vitalidad. Van a hacerse tan vagos que ni siquiera querrán reproducirse.
Además, estaba inquieto por la proporción de cocodrilos machos y hembras. Se había dado cuenta de que se arriesgaba a que un día hubiera muchos machos pero pocas hembras. Era difícil percatarse a simple vista del sexo del animal. Tendrían que haberlos dormido y marcarles nada más llegar, pero no lo hicieron. ¿Quizás tendrían que hacer un día una gran selección sexual? Había otros parques de cocodrilos en el interior. Los propietarios no se enfrentaban a esos problemas. Sus reservas habían permanecido en estado salvaje y los cocodrilos se nutrían ellos mismos, devorando la caza que se aventuraba demasiado cerca del agua. Los criadores se reunían en Mombasa, la ciudad más cercana al Croco Park, en un café, el Crocodile Café. Intercambiaban las últimas noticias, la cotización de la carne, la última cota de las pieles. Antoine escuchaba las conversaciones de esos viejos criadores, curtidos por África, la experiencia y el sol. «Son animales muy inteligentes, sabes, Tonio, de una inteligencia aterradora a pesar de su pequeño cerebro. Como un submarino sofisticado. No se deben subestimar. Nos sobrevivirán, eso seguro. Se comunican entre ellos: con un discreto pero amplio repertorio de mímica y sonidos. Cuando enderezan la cabeza en el agua, es que dejan el papel del más fuerte a otro ejemplar. Cuando arquean la cola, quiere decir estoy de mal humor, sal corriendo. Envían señales sin cesar para mostrar quién es el jefe. Eso es muy importante para ellos: quién es el más fuerte. Lo mismo pasa con los hombres, ¿no? ¿Cómo te las arreglas con tu propietario? ¿Respeta sus compromisos? O te cubren de oro y joyas o te dan largas contándote bobadas. Siempre están intentando jodernos. ¡Da un puñetazo en la mesa, Tonio, golpea la mesa! No te dejes intimidar ni te creas sus promesas. Aprende a hacerte respetar». Miraban a Antoine riéndose. Antoine percibía entonces sus mandíbulas abrirse y cerrarse, y un sudor frío le corría por la nuca.
Pagaba una ronda general con voz autoritaria y llevaba a sus labios agrietados por el sol una cerveza helada. «¡A vuestra salud, chicos, y por los cocodrilos!». Todo el mundo empinaba el codo y enrollaba cigarrillos. «Hay buen costo aquí, Tonio, deberías probarlo, eso endulza las pastosas noches en las que no has cumplido tus objetivos y te entra el miedo». Antoine lo rechazaba. No se atrevía a preguntarles lo que sabían de míster Wei, cómo era el anterior responsable de la plantación, por qué se había ido.
– En todo caso, no te morirás de hambre -decían riendo los criadores-, ¡siempre podrás comer huevos de cocodrilo fritos, tortilla de huevos de cocodrilo y huevos de cocodrilo mimosa! ¡Lo que llegan a poner! ¡Esas sucias bestias!
Y le miraban fijamente con sus ojos amarillos y rasgados de… cocodrilos.
Lo más difícil era esconder su angustia a Mylène por las noches, cuando volvía de sus expediciones a Mombasa. Ella le preguntaba sobre lo que había visto, de qué se había enterado. El comprendía que necesitaba que la tranquilizasen. Le había dado todos sus ahorros para pagar el viaje y la mudanza. Habían ido juntos a comprar lo que ella había llamado «las comodidades básicas». La casa estaba vacía, el propietario anterior se había llevado todo, llegando hasta a descolgar las cortinas de los cuartos y del salón. Cocina, frigorífico, mesa y sillas, cadena de música, cama y alfombras, cacerolas y platos. Habían tenido que comprarlo todo. «Estoy muy feliz de participar en esta aventura», suspiraba ella dándole su tarjeta de crédito. No escatimaba gastos para su «nidito de amor»; gracias a ella, la casa había recobrado un bonito aspecto. Había comprado una máquina de coser, una vieja Singer que había encontrado en el mercado, y cosía cortinas, sábanas, manteles y servilletas durante todo el día. Los empleados chinos se habían acostumbrado a llevarle trabajo y Mylène lo hacía con gusto. Cuando él volvía por sorpresa y quería besarla, ella tenía la boca llena de alfileres. Los fines de semana, cuando iban a las blancas playas de Malindi, practicaban el submarinismo.
Habían pasado tres meses, Mylène ya no suspiraba de felicidad. Cada día esperaba, inquieta, la llegada del correo. Antoine leía en sus ojos su propia angustia.
El 15 de diciembre no había nada en el correo.
Fue una jornada taciturna, una jornada silenciosa. Pong les sirvió sin decir nada. Antoine no tocó su desayuno. Ya no soportaba comer huevos. Dentro de diez días es Navidad, y no he podido enviar nada a Joséphine y a las niñas. Dentro de diez días es Navidad, y me voy a encontrar, con Mylène, sorbiendo una copa de champán tan helado como la esperanza en nuestras venas.
Esta noche voy a llamar a míster Wei y alzaré el tono…
Esta noche, esta noche, esta noche…
Por las noches, la realidad era menos cruda, la amarilla mirada de los cocodrilos en los estanques brillaba con mil promesas. Por la noche, con el desfase horario, estaría seguro de poder encontrar a míster Wei en su casa.
Por la noche, el viento se levantaba y el calor sofocante caía sobre la hierba seca y sobre los pantanos. Se levantaba un ligero vapor. Se respiraba mejor. Todo se volvía borroso y tranquilizador.
Por la noche, se decía que los principios eran siempre difíciles, que trabajar con los chinos era como recibir bofetadas en la cara, pero que la piel terminaría por curtirse. No se hace uno rico sin arriesgarse, míster Wei no ha invertido todo ese dinero en setenta mil cabezas de cocodrilo sin esperar un céntimo de beneficio. Te desalientas demasiado pronto, Tonio. ¡Venga, anímate! Estás en África, no en Francia. Aquí hay que luchar. El correo, las transacciones, llevan más tiempo. Tu cheque estará entre las manos de un aduanero que le da vueltas y vueltas, verificando el origen antes de enviártelo. Llegará mañana, pasado mañana como muy tarde… Espera un día o dos. ¡La prima añadida es tan grande que las verificaciones son más largas! Mi prima de Navidad…
Sonrió a Mylène, quien, tranquilizada al verle relajarse, le devolvió la sonrisa.
¡Ocho mil doce euros! Un cheque de ocho mil doce euros. Cuatro veces su salario mensual en el CNRS. ¡Ocho mil doce euros! He ganado ocho mil doce euros traduciendo la vida de la deliciosa Audrey Hepburn. ¡Ocho mil doce euros! Está escrito en el cheque. No he dicho nada cuando el contable me lo ha dado, no he querido saber el montante, me lo he metido en el bolsillo como si nada. Sudaba de miedo. Sólo después, en el ascensor, he abierto el sobre, lentamente, despegando un borde, después agrandando la apertura, tenía tiempo, bajaba del piso catorce, he despegado el cheque de la carta a la que estaba grapado y lo he mirado… ¡Y lo he visto! He abierto los ojos y percibido el montante: ¡ocho mil doce euros! He tenido que apoyarme contra la pared del ascensor. Todo daba vueltas a mi alrededor. Una tempestad de billetes que me aturdía, levantaba mi falda, se metía por mis ojos, mi nariz, mi boca. ¡Ocho mil doce mariposas revoloteando a mi alrededor! Cuando se detuvo el ascensor, fui a sentarme en el gran hall de cristal. Contemplé mi bolso. Dentro había ocho mil doce euros… ¡Imposible! ¡Lo he leído mal! ¡Me he equivocado! He abierto el bolso, buscado el sobre, lo he palpado, palpado, hacía un suave ruido sedoso y me tranquilicé, lo acerqué a mis ojos sin que nadie se diese cuenta de lo que estaba haciendo y leí otra vez el montante: ocho mil doce euros a nombre de la señora Joséphine Cortès.
Joséphine Cortès, soy yo. Soy yo. Joséphine Cortès ha ganado ocho mil doce euros.
He agarrado el bolso bajo mi brazo y he decidido ir a depositar el cheque en mi banco. Enseguida. Buenos días, señor Faugeron, adivine lo que me trae por aquí. ¡Ocho mil doce euros! Así que, señor Faugeron, se acabaron las llamadas interrogantes, ¿cómo piensa arreglárselas, señora Cortès? ¡Así, señor Faugeron! Trabajando con la deliciosa, la exquisita, la resplandeciente, la turbadora Audrey Hepburn. Y mañana, con esta tarifa, me iría a dar una vueltecita por la vida de Liz Taylor, de Katharine Hepburn, Gene Tierney y ¿por qué no Gary Cooper o Cary Grant? Son mis amigos. Me murmuran confidencias al oído. ¿Quiere usted que le imite el acento paleto de Gary Cooper? No… Bueno… Y este cheque, señor Faugeron, ¡cae en el momento justo! Justo antes de Navidad.
Jo estaba exultante. Caminaba por la calle y proseguía su diálogo con el señor Faugeron. Avanzaba bailando cuando se convirtió de pronto en estatua de sal y se llevó la mano al corazón. ¡El sobre! ¿Y si lo he perdido? Se detuvo, entreabrió el bolso y contempló el sobre blanco que reposaba, lleno, brillante, próspero, entre el llavero, la polvera, los chicles Hollywood y los guantes de piel de pécari que no se ponía nunca. ¡Ocho mil doce euros! Anda, se dijo, voy a coger un taxi. Voy a ir hasta el banco en taxi. Me daría mucho miedo el que me atracasen en el metro…
¡Atracada en el metro!
Su corazón batía fuertemente, tenía un nudo enorme en la garganta, unas gotas de sudor corrieron por su frente. Sus dedos se movían en busca del sobre, lo encontraban, lo palpaban otra vez; ella soltaba un suspiro, calmaba los latidos de su corazón, acariciaba el sobre.
Detuvo un taxi, dio al taxista la dirección de su banco en Courbevoie. Pondré los ocho mil doce euros a buen recaudo y después, después… ¡a mimar a las niñas! ¡Navidad, Navidad! Djingle bells! Djingle bells! Djingle all the way… Gracias, Dios mío, gracias a Dios. Estés donde estés, tú que velas por mí, tú que me has dado el valor y la fuerza de trabajar, gracias, gracias.
En el banco, rellenó un formulario de depósito y, cuando escribió en hermosas cifras redondas ocho mil doce euros, no pudo evitar sonreír con orgullo. Se dirigió hasta la caja y preguntó si estaba el señor Faugeron. No, le respondieron, está visitando a unos clientes, pero volverá sobre las diecisiete treinta. Dígale que me llame, soy la señora Cortès, pidió Joséphine chasqueando el cierre de su bolso.
¡Clac! La señora Joséphine Cortès convocaba al señor Faugeron.
¡Clac! La señora Joséphine Cortès ya no tenía miedo del señor Faugeron.
¡Clac! La señora Joséphine Cortès se había convertido en alguien.
El editor a quien había entregado la traducción parecía encantado. Había abierto el manuscrito, se había frotado las manos y había dicho «veamos… veamos». Se había humedecido el índice, vuelto una página, luego dos, había leído y había asentido con la cabeza satisfecho. «Escribe usted muy bien, es fluido, elegante, simple, ¡como un vestido de Yves Saint Laurent!». «Ha sido Audrey la que me ha inspirado», se había sonrojado Joséphine, que no sabía cómo responder a tantos cumplidos.
– No sea usted modesta, señora Cortès. Tiene usted mucho talento. ¿Aceptaría usted trabajos similares?
– Sí. Por supuesto.
– Pues bien, pronto me pondré en contacto con usted. Puede usted pasar por contabilidad, en el piso de arriba, le darán su cheque.
Le había tendido una mano que ella había estrechado como un náufrago se agarra a una barca de salvamento en plena tempestad.
– Adiós, señora Cortès.
– Adiós, señor…
Había olvidado su nombre. Se había dirigido hasta el ascensor. Hasta el departamento de contabilidad. Y fue entonces cuando…
Seguía sin poder creérselo.
Y ahora, se dijo saliendo del banco, derecha al centro comercial de la Défense, y una lluvia de regalos para las niñas. A mis pequeñas no les faltará de nada por Navidad y, más aún, estarán en igualdad con su primo Alexandre.
¡Ocho mil doce euros! Ocho mil doce euros…
Ante los escaparates, sus ojos parpadearon, apretando fuertemente el monedero donde guardaba su tarjeta de crédito. Mimar a Zoé, mimar a Hortense, llenarlas de regalos, grabar una sonrisa definitiva en sus rostros de niñas sin papá en Navidad. Con un golpe de tarjeta mágica, yo, Joséphine, seré todo a la vez: papá, mamá y Papá Noel. Les devolveré la confianza en la vida. No quiero que sufran las mismas angustias que yo. Quiero que se duerman por la noche pensando que mamá está allí, mamá es fuerte, mamá vela por nosotras, no nos puede pasar nada… Dios mío, gracias por darme estas fuerzas. Joséphine hablaba cada vez más a Dios. Te amo, Dios, vela por mí, no me olvides, yo que te olvido tan a menudo. Y a veces le parecía que él posaba la mano sobre su cabeza y la acariciaba.
Paseando por las galerías llenas de tiendas adornadas con guirnaldas, árboles de Navidad, con gruesos hombrecillos de terciopelo rojo y barba blanca apostados a su entrada, ella daba gracias a Dios, a las estrellas, al cielo, y dudaba en franquear la puerta de una de ellas. ¡Tengo que ahorrar para pagar los impuestos!
Joséphine no era una mujer que perdiese la cabeza.
Y, sin embargo… En una hora había gastado una tercera parte de su cheque; sentía vértigo. Qué tentador es llevárselo todo: las opciones de compra, el servicio posventa, un accesorio en oferta. Los vendedores revolotean a tu alrededor y entonan dulces cantos, como sirenas encantando a Ulises. No estaba acostumbrada, no se atrevía a decir que no, se ruborizaba, osaba hacer una pregunta rápidamente barrida por el vendedor que había avistado una presa fácil y la enredaba en el mástil de la tentación.
Por unos euros más, le instalarían los programas necesarios en el ordenador, por unos euros más incluirían el DVD, por unos euros más le llevarían su pedido a casa, por unos euros más extenderían la garantía a cinco años, por unos euros más… Joséphine, turbada, decía sí claro, sí por supuesto, sí tiene usted razón, sí puede usted entregarlo por la mañana, estaré allí, trabajo en casa, comprende. Preferentemente durante las horas lectivas para que mis hijas no estén presentes, que sea una sorpresa para Navidad. Ningún problema, señora, en las horas lectivas si lo prefiere…
Había salido un poco aturdida, un poco inquieta, y después había percibido, entre la multitud, a una niña que se parecía a Zoé y contemplaba, con los ojos brillantes, el escaparate de una juguetería. Su corazón se había sobresaltado. Es esa la cara que pondrán mis hijas cuando abran sus regalos, esa cara que hará de mí la más feliz de las mujeres…
Había vuelto andando, afrontando el viento que silbaba por las grandes avenidas de la Défense. Era invierno, la noche caía pronto. A las cuatro y media había oscurecido y las pálidas farolas se iban iluminando una por una a lo largo de su camino. Se levantó el cuello de su abrigo, ¡anda! Podría haberme comprado un abrigo más caliente, y bajó la cabeza para protegerse del viento glacial. Me ha hablado de otra traducción, entonces me compraré otro abrigo. Este me lo regaló Antoine hace ya diez años. Acabábamos de instalarnos en Courbevoie…
No volverá para Navidad. Las primeras Navidades sin él…
El otro día, en la biblioteca, había consultado un libro sobre Kenia. Había visto dónde se encontraban Mombasa y Malindi, las playas blancas, las viejas casas de Malindi, las pequeñas tiendas artesanales y la gente tan amistosa, decía la guía. ¿Y Mylène? ¿Es amistosa Mylène? Había gruñido cerrando el libro con un golpe seco.
El hombre de la parka no había vuelto. Sin duda había terminado su trabajo. Atravesaba las calles de París dejando que una hermosa rubia metiese la mano en su bolsillo…
Cuando llegaba a la biblioteca, ella depositaba los libros sobre la mesa y le buscaba con la mirada. Luego se ponía a trabajar. Levantaba la cabeza, le acechaba diciéndose ya ha llegado, me mira de reojo…
No había vuelto.
Al pie del edificio, se cruzó con la señora Barthillet que la empujó sin querer. Joséphine hizo un movimiento para evitarla al percibirlo. Un aire de animal indefenso brillaba en sus ojos. Bajó la mirada cuando vio a Joséphine y avanzó de lado, mirándose los pies. Se cruzaron en silencio. Joséphine no se atrevió a preguntarle por su familia. Se había enterado de que el señor Barthillet se había marchado.
Su buen humor de la primera hora de la tarde había desaparecido. Con un gesto mecánico descolgó el teléfono que sonaba cuando abrió la puerta de su piso.
Era el señor Faugeron. La felicitaba por el cheque que había depositado en el banco y luego dijo algo que no comprendió inmediatamente. Le pidió que esperara un poco, el tiempo de quitarse el abrigo y dejar el bolso, y volvió a coger el teléfono.
– Este cheque cae en el momento justo, señora Cortès. Está usted al descubierto desde hace tres meses…
Joséphine, con la boca seca, los dedos crispados sobre el auricular, no podía hablar. ¡Al descubierto! ¡Desde hacía tres meses! Y, sin embargo, había echado las cuentas: su saldo era positivo.
– Su marido abrió una cuenta a su nombre antes de irse a Kenia. Pidió un enorme préstamo y no ha cumplido con ninguno de los pagos previstos a partir del 15 de octubre.
– ¿Un préstamo, Antoine? Pero…
– A cuenta suya, señora Cortès, así que es usted responsable. Había prometido devolverlo y… Firmó usted unos papeles, señora Cortès. Acuérdese…
Joséphine hizo un esfuerzo y recordó, en efecto, que Antoine le había hecho firmar muchos formularios bancarios antes de marcharse. Había hablado de planes, de inversiones, de seguros para el futuro, de apuestas que realizar. Era a primeros de septiembre. Ella había confiado en él. Había firmado con los ojos cerrados.
Escuchó, como en un mal sueño, las explicaciones del banquero aterida bajo la luz pálida de la entrada. Voy a tener que encender la calefacción, hace mucho frío. Los dientes apretados, encogida sobre la silla cercana al mueblecito donde se encontraba el teléfono, los ojos fijos sobre el dibujo gastado de la moqueta.
– Es usted responsable en su nombre, señora Cortès. Siento decírselo… Ahora, si quiere usted pasar por el banco, podemos arreglar su deuda… Puede usted también pedir ayuda a su padrastro…
– Nunca, señor Faugeron, ¡nunca!
– Y, sin embargo, señora Cortès, va a tener que…
– Me las arreglaré, señor Faugeron, me las arreglaré…
– Mientras tanto, este cheque de ocho mil doce euros llenará el agujero dejado por su marido… Los pagos son de mil quinientos euros al mes, así que haga usted misma el cálculo…
– He hecho algunas compras esta tarde -consiguió articular Joséphine-. Para las niñas, las Navidades de las niñas… He comprado un ordenador y… Espere, tengo los recibos de la tarjeta…
Rebuscó en el bolso, tomó su monedero, lo abrió rápidamente y sacó los recibos de la tarjeta. Sumó las cifras gastadas y se las anunció al banquero.
– Vamos a andar muy justos, señora Cortès… Sobre todo si no cumple con el pago del 15 de enero… No quiero asustarla en esta época de Navidad, pero andamos muy justos.
Joséphine no sabía qué decir. Su mirada calló sobre la mesa de la cocina donde reinaba su máquina de escribir, una vieja IBM de bola que le había regalado Chef.
– Le haré frente, señor Faugeron. Déjeme el tiempo para adaptarme. Me han prometido, esta mañana, otro trabajo bien remunerado. Es cuestión de días…
Estaba soltando cualquier cosa. Estaba a punto de ahogarse.
– No es urgente, señora Cortès. Volveremos a hablar a primeros de enero, si quiere, quizás tenga usted noticias…
– Gracias, señor Faugeron, gracias.
– Vamos, señora Cortès… no se atormente usted, saldrá usted de ésta. Mientras tanto, intente pasar unas buenas fiestas de Navidad. ¿Tiene usted proyectos?
– Voy a casa de mi hermana, en Megève -respondió Joséphine como un boxeador noqueado al que el árbitro está contándole hasta diez.
– Está muy bien no pasarlas sola, tener familia… Venga, señora Cortès, felices Navidades.
Joséphine colgó y titubeó hasta el balcón. Se había acostumbrado a refugiarse allí. Desde el balcón contemplaba las estrellas. Interpretaba un tintineo, el paso de una estrella fugaz como el signo de que era escuchada, que el cielo velaba por ella. Esa noche, se arrodilló sobre el cemento, juntó sus manos y, elevando sus ojos al cielo, recitó una oración:
«Estrellas, por favor, haced que ya no esté sola, haced que deje de ser pobre, haced que ya no me sienta acosada. Estoy hastiada, tan hastiada… Estrellas, no hago nada bien estando sola, y estoy tan sola. Dadme la paz y la fuerza interior, dadme también al que espero en secreto. Ya sea grande o pequeño, rico o pobre, guapo o feo, joven o viejo, me da igual. Dadme un hombre que me ame y al que ame. Si está triste, le haré reír, si duda, le consolaré, si se bate, estaré a su lado. No os pido lo imposible, os pido simplemente un hombre porque, ya veis, estrellas, el amor es la mayor de las riquezas… El amor que damos y el que recibimos. Y yo no puedo pasarme sin esa riqueza…».
Inclinó la cabeza hasta el suelo de cemento y se dejó caer en una infinita plegaria.
Marcel Grobz había instalado sus oficinas en el número 75 de la avenida Niel. No lejos de la place de l'Étoile, no muy lejos tampoco del bulevar periférico. Un lado pasta, otro palacio, se pavoneaba con René cuando enseñaba sus dominios en los que entra un céntimo y salen diez euros.
Había comprado, hacía años, un edificio de dos plantas en un patio empedrado, cubierto por una enredadera que dibujaba círculos y guirnaldas. Había sentido un flechazo. El joven Marcel Grobz buscaba un sitio fresco y burgués para alojar su empresa. ¡Dios!, había exclamado viendo el lote que le proponían por una bagatela, esto sí que va a dar buena impresión, más contento que un piojo en la cabeza de un tiñoso. Esto parece un convento de carmelitas. Aquí se me hablará con respeto, y se esperará si me retraso un poco en los pagos. Este sitio rezuma bienestar, sabor provinciano, negocio honesto y próspero.
Lo había comprado todo: el edificio y los talleres, el patio y la enredadera, y las antiguas caballerizas de ventanas rotas que había renovado para hacer de ellas locales complementarios.
Fue allí, en el número 75 de la avenida Niel, donde su empresa había comenzado el despegue.
Fue allí también donde, un buen día de octubre de 1970, había visto llegar a René Lemarié, un chico joven, diez años menor que él, cuyo talle estrecho de chica se extendía hasta sus hombros de cariátide, el cráneo afeitado, la nariz rota, el tinte rojo ladrillo, ¡un buen mozo!, se había dicho Marcel mientras escuchaba los argumentos de René, que buscaba trabajo. «No quiero presumir, pero sé hacer de todo. Y no pierdo el tiempo. No tengo un apellido ilustre, no salgo de la Politécnica, pero le seré muy útil. Póngame a prueba y me suplicará usted que me quede».
René acababa de casarse. Ginette, su mujer, una chica rubita, que reía todo el rato, fue contratada para el taller. Trabajaba a las órdenes de su marido. Manejaba los traspales, escribía a máquina, contaba y recontaba los contenedores, verificando el contenido. Le hubiese gustado ser cantante, pero la vida había decidido otra cosa. Cuando conoció a René, ella era corista en los espectáculos de Patricia Carli y había tenido que elegir: René o el micrófono. Había elegido a René, pero continuaba graznando cuando le entraban ganas, «¡detente, detente! ¡No me toques más! Te lo suplico, ten piedad de mí. No puedo más. No puedo consentirrrr tenerte que compartirrrr con otra… De hecho, mañana es tu boda, ella tiene dinego, ella es hermosa. Ella tiene to-o-das las cualidades, y mi único defecto ¡¡¡es amarrrrteeeee!!!», bajo las amplias cristaleras del taller. Vocalizaba e imaginaba una muchedumbre de espectadores gritando a sus pies. También había sido corista de Rocky Volcano, Dick Rivers y Sylvie Vartan. Todos los sábados por la noche, en casa de René y Ginette, había karaoke. Ginette no había pasado de los años sesenta, llevaba zapatillas de ballet y pantalones pirata, y se peinaba como Sylvie Vartan en la época de su vestidito azul Real y de la margarita colgada en la oreja. Tenía toda la colección de las revistas Salut Les Copains y de Mademoiselle Age Tendre, que hojeaba cuando se sentía nostálgica.
Marcel había cedido a René y Ginette un local encima de las caballerizas, que habían transformado en alojamiento. Allí habían criado a sus tres hijos, Eddy, Johnny y Sylvie.
Cuando Marcel había contratado a René, había dejado para más tarde la definición de su puesto. «Estoy empezando, así que empezarás conmigo». Desde entonces, los dos hombres estaban unidos como las nudosas ramas de la enredadera.
Cierto era que raramente se veían fuera del trabajo, pero no pasaba un día sin que Marcel no se acercara a darle un golpecito en la gorra a René, quien, vestido con un peto de trabajo, cigarrillo en los labios, murmuraba: «¿Qué tal te va, Viejo?».
René llevaba la cuenta exacta de todas las mercancías, anotaba las entradas y las salidas, las ofertas y los productos que no circulaban y de los que era urgente deshacerse: «Ese trasto de ahí me lo pones como oferta del mes. Se lo largas a los tontos, los bobos u otros de esos retrasados que se pasean por tus tiendas, ¡no quiero verlo por aquí! Y si has comenzado la producción en masa en Sing-Sing o en Pernambuco, le echas el freno. Eso o te vas a ver en calzoncillos bailando claque en el metro. No sé lo que te dio cuando encargaste treinta palés, pero debías de tener el cerebro más seco que una pasa».
Marcel guiñaba un ojo, escuchaba y seguía casi siempre los consejos de René.
Además de la gestión del almacén de la avenida Niel, René se encargaba de repartir las mercancías por las tiendas de París y provincia, gestionar los stocks y de realizar los pedidos de los artículos que faltaban o que iban a faltar. Cada tarde, antes de abandonar el despacho, Marcel bajaba al almacén para beber un vaso de tinto en compañía de René. René sacaba un salchichón, queso, pan, mantequilla salada, y los dos se ponían a charlar contemplando la enredadera a través de la vidriera del taller. La habían conocido menuda, tímida, frágil y, casi treinta años después, se retorcía a su gusto, haciendo bucles, resplandeciendo ante sus ojos maravillados.
Hacía un mes que Marcel ya no iba a ver a René.
O, cuando iba, era porque había un problema, que una de las tiendas había llamado para quejarse; llegaba, huraño, soltaba una pregunta, escupía una orden y se volvía a ir, evitando cruzarse con la mirada de René.
René al principio se picó. Ignoró a Marcel. Le enviaba las respuestas a través de Ginette. Cuando Marcel se dejaba caer gruñendo, René montaba en un toro y se iba al fondo del almacén a contar sus cajas. Esta comedia duró tres semanas. Tres semanas sin rodajas de salchichón ni tragos de tinto. Sin confidencias ante las espirales de la enredadera. Después René comprendió que le hacía el juego a su amigo y que Marcel no vendría a su encuentro.
Un día, se tragó su orgullo y subió a interrogar a Josiane. ¿Qué pasa con el Viejo? Sorprendentemente, Josiane le mandó a paseo.
– Pregúntale tú mismo, ¡ya no nos hablamos! Me trata como si fuera de escayola.
Tenía un aspecto demacrado. Había adelgazado, palidecido y pintado con algo de rosa sus mejillas para mejorar su cara. Un rosa de baratija, se dijo René. No el rosa de la felicidad, el rosa que viene del corazón.
– ¿Está en su despacho?
Josiane asintió con un gesto seco del mentón.
– ¿Solo?
– Solo… Aprovéchate, la Escoba está pegada a él últimamente. ¡Está aquí todo el tiempo!
René empujó la puerta del despacho de Marcel y le sorprendió, hundido en su sillón, con el rostro caído, olisqueando un trapo.
– ¿Estás probando un nuevo producto? -preguntó recorriendo todo el despacho antes de arrancarle lo que su amigo tenía en las manos. Después, extrañado, preguntó-: ¿Qué es?
– Una media…
– ¿Te vas a dedicar a las medias?
– No…
– Pero en nombre de Dios, ¿qué haces esnifando nailon?
Marcel le lanzó una mirada infeliz y furiosa. René se sentó sobre la mesa frente a él y, mirándole fijamente a los ojos, esperó.
Fuera de sus oficinas, de su éxito financiero, Marcel volvía a ser el chaval patán y grosero que había sido en las calles de París cuando se paseaba, por la tarde, antes de entrar en su casa donde nadie le esperaba. Sólo había sabido controlar sus pasiones para crecer: convertirse en un hombre rico y poderoso. Una vez conseguido su objetivo, había perdido el saber de la vida. Continuaba jugando con las cifras, las fábricas, los continentes, de la misma forma que una vieja cocinera monta las claras a punto de nieve sin prestar siquiera atención, pero para lo demás había perdido el tranquillo. Cuanto más prosperaba, más vulnerable se volvía. Perdía su buen sentido campesino. Se sentía desorientado. ¿Le cegaba el dinero, el poder que le daba su fortuna? ¿O por el contrario se sentía aturdido, sin comprender cómo había hecho para llegar hasta allí? ¿Había perdido la ciencia y la intuición que le daban su rabia de principiante para perderse en el lujo y la facilidad? René no comprendía cómo el hombre que manejaba con firmeza a los capitalistas chinos o rusos podía estar tan manipulado por Henriette Grobz.
René había visto con muy malos ojos la boda de Marcel con Henriette. El contrato que ella le había hecho firmar era, en su opinión, un chantaje. Marcel se había puesto la soga al cuello. Comunidad universal con separación de bienes para que ella no fuese responsable en caso de quiebra, pero una donación al superviviente con el fin de que ella heredase en el caso de que hubiese beneficios. Y, la guinda del pastel, el título de presidenta del consejo de administración de la empresa. Ya no podía decidir nada sin ella. ¡El Marcel atado de pies y manos! «No quiero parecer que me caso por tu dinero -había pretextado ella-, quiero trabajar contigo. Formar parte de la empresa. ¡Tengo tantas ideas!». Marcel se había tragado todo. «¡Estás para encerrarte!», había gritado René cuando conoció los términos del contrato. «¡Es una estafa! ¡Un atraco a mano armada! Esa no es una mujer, es un gánster. ¿Y tú pretendes que te ama, pobre imbécil?
Te está cortando las pelotas con las tijeritas de las uñas. ¿Pero dónde tienes tú la inteligencia? ¿En la suela de los zapatos?». Marcel se había encogido de hombros: «Me dará un niño y todo será para él». «¿Que ella te va a dar un niño? ¿Tú alucinas o qué?».
Marcel, ofendido, había cerrado de golpe la puerta del almacén.
Esa vez se habían pasado un mes sin hablarse. Cuando se perdonaron, decidieron de común acuerdo no abordar nunca ese tema.
Y ahora era Josiane el que le volvía loco, hasta el punto de esnifar unas medias viejas.
– ¿Vas a seguir mucho tiempo así? Qué quieres que te diga, pareces un viejo sapo encima de una caja de cerillas.
– No tengo ganas de nada… -respondió Marcel, y en su voz se escuchaba el desencanto del hombre a quien la vida le ha robado todo y que se instala, dócil, en su miseria.
– ¿Quieres decir que vas a dejarte morir sin rechistar? Marcel no respondió. Había adelgazado, y su rostro caía en dos blandas bolsas a lo largo de sus mandíbulas. Se había convertido en un viejo alelado, lívido, eternamente al borde de las lágrimas. Sus ojos, enrojecidos, supuraban.
– Recupérate, Marcel, das pena. Y pronto darás asco. ¡Un poco de dignidad!
Marcel Grobz se encogió de hombros al oír la palabra «dignidad». Lanzó una mirada humedecida a René y levantó la mano como diciendo: «¿Para qué?».
René le miraba, incrédulo. Este no podía ser el mismo hombre que le había enseñado el arte de la guerra en los negocios. Llamaba a eso sus clases nocturnas. René sospechaba que declamaba alto y claro para convencerse y darse coraje para trabajar. «Cuanto más fríos son tus cálculos, más lejos llegas. Nada de sentimientos, tío. ¡Hay que matar fríamente! Y para asegurarse definitivamente tu autoridad, hay que dar un gran golpe antes de comenzar, poner en la calle a un proveedor, liquidar a un competidor, y serás temido el resto de tu vida!». O frases como: «Hay tres formas de triunfar: la fuerza, la inteligencia o la corrupción. La corrupción no es lo mío; inteligencia no tengo, así que… ¡no me queda más que la fuerza! ¿Sabes lo que decía Balzac? "Hay que atravesar esa masa de gentes como una bala de cañón o deslizarse entre ellos como la peste". Qué bonita frase, ¿no?».
– ¿Y cómo has aprendido eso, tú que no has ido al colegio?
– De Henriette, tío, ¡de Henriette! Me escribe fichas para parecer menos idiota en las fiestas. Me las aprendo de memoria y las recito.
Un caniche amaestrado, había pensado René. Se calló. En aquella época, Marcel estaba orgulloso de llevar colgada del brazo a Henriette y de aprender citas de memoria para destacar en las fiestas. Eran los buenos tiempos. Lo tenía todo: éxito, dinero y mujer. Búscame el error, decía a René dándole palmaditas en la espalda. Lo tengo todo, tío. ¡Lo tengo todo! Y, muy pronto, ¿con quién jugaré sobre mis rodillas? Con Marcel Júnior en persona. Y soñaba con una papilla de bebé, un babero y un sonajero, y en su rostro se dibujaba una sonrisa. ¡Marcel Júnior! Un heredero. Un hombrecito al que instalar en la sala de mando. Todavía está esperándolo.
A veces René sorprendía a Marcel mirando a sus hijos. Les decía hola con la mano y parecía que estaba levantando plomo, como si dijera adiós a un sueño.
René se sacudió las cenizas de cigarrillo que caían sobre su peto y pensó que todo vencedor escondía un vencido. Una vida se resume tanto por lo que uno se lleva de ella como por lo que se ha echado en falta en el camino. Marcel había conseguido dinero y éxito, pero había perdido el amor y el hijo. El, René, tenía a Ginette y a sus tres retoños, pero con apenas ahorros para comprar mantequilla.
– Vamos, suéltalo… ¿Qué te pasa? Espero que sea lo suficientemente interesante como para justificar la jeta que llevas desde hace un mes.
Marcel dudó, elevó pesadamente los párpados hacia su amigo y se sentó a la mesa. Le contó todo: lo de Chaval y Josiane al lado de la máquina de café, la reacción de Henriette quien, desde entonces, exigía la salida de Josiane, y él, que perdía el gusto por la vida, por hacer negocios.
– Incluso para meter las piernas en el pantalón cada mañana me entran dudas. Tengo ganas de quedarme tumbado de espaldas contemplando las flores de las cortinas. Estoy desganado, tío. La cosa es simple: el verlos a los dos pegados el uno contra el otro hizo que se me atragantara mi partida de nacimiento. Mientras la tenía en mis brazos, me montaba historias, me decía que yo era fuerte, que iba a invadir el mundo entero, construir una nueva muralla en China, ganarle la partida a mil millones de chinitos. No era extraño que sintiese que el pelo me volvía a crecer. Me bastó una imagen, esa imagen, la de mi bomboncito en brazos de otro, más joven, más delgado, más vigoroso, para que yo volviese a ser calvo y para encerrarme en mi carné de la tercera edad. ¡De un solo golpe! Se me han caído los tirantes, lo he dejado todo…
Barrió la superficie de su mesa, tirando al suelo informes y teléfonos.
– ¿Para qué sirve todo esto, me lo quieres decir, eh? ¡Es sólo aire, cuento, apariencia!
Y como René permanecía silencioso, añadió:
– Años de trabajo para nada. ¡Una nulidad! Tú, al menos, tienes a tus hijos, a Ginette, una casa donde te esperan por las noches. Yo tengo mis balances, mis clientes, mis contenedores de mierda. Duermo en un sofá, como en una esquina de la mesa, me tiro pedos y eructo a escondidas. Visto pantalones demasiado estrechos. ¿Sabes lo que te quiero decir? No me ponen de patitas en la calle porque todavía soy útil, que si no…
Hizo el gesto de tirar una bola de papel con los dedos y se hundió con todo su peso sobre su sillón.
René permaneció en silencio por un momento y después, despacio, como hablando con un niño enfadado, un niño que se empeña en permanecer así y que no te quiere escuchar, empezó a hablar:
– Lo que yo veo es que a tu bomboncito no le va mejor que a ti. Sois como dos focas varadas en una playa desierta debatiéndose. ¡Su Chaval no era nada de nada! Un calentón en la grupa, unas ganas de precipitar la primavera, un pastel que le ha gustado y que se ha comido detrás del mostrador. ¿No me dirás que no te ha pasado a ti?
– ¡No es lo mismo! -protestó Marcel envarándose y dando un puñetazo en la mesa con todas sus fuerzas.
– ¿Y eso por qué? ¿Porque eres un hombre? Ese argumento está un poco pasado. Huele a napoleoncito. Las mujeres han cambiado. Ahora son como nosotros y, cuando se cruzan con un Chaval engominado que les calienta los bajos, se toman una pequeña libertad, pero eso no significa nada de nada. Una canita al aire. ¡Y cómo tienes a la Josiane! No hay más que ver la jeta que pone detrás de su mesa. ¿Te has fijado en ella, por lo menos? No. Tú pasas delante de ella derecho como una salchicha con tu orgullo por bandera. ¿No has visto que ha perdido peso, que flota dentro del jersey y que se peina con un petardo? ¿Has visto el rosa con el que se pintarrajea? Completamente falso, se lo compra por paquetes de seis en el Monoprix porque si no parecería más blanca que el bidé.
Marcel sacudía la cabeza obstinado y triste. Y René volvía a la carga, mezclando el pitorreo con los sentimientos, el sentido común con la razón, para enderezar a su viejo amigo que amenazaba con estrangularse con la media de nailon.
De pronto tuvo una idea y su mirada se iluminó.
– ¿Ni siquiera me preguntas por qué he venido a verte si había jurado no dirigirte la palabra? Estás tan acostumbrado a que te saquen brillo a los zapatos que te parece normal que venga a animarte a domicilio. ¡Tío, vas a terminar ofendiéndome!
Marcel le miró, se pasó la mano por la nuca y, jugando con un bolígrafo que había escapado a raíz del golpe sobre la mesa, preguntó:
– Te pido disculpas. ¿Querías decirme algo?
René se cruzó de brazos y, tomándose todo su tiempo, anunció a Marcel que su mayor temor acababa de hacerse realidad: los chinos habían interpretado mal sus órdenes. Habían mezclado centímetros y pies.
– Acabo de darme cuenta revisando los impresos de pedido de tu fábrica en las afueras de Pekín. Han entendido todo mal y, si quieres evitar lo peor, tienes que venir enseguida a comprobarlo y llamarles.
– ¡La madre que les parió! -rugió Marcel-. ¡Estamos hablando de miles de millones! Y tú no me lo decías.
Se levantó de golpe, atrapó su chaqueta, sus gafas y salió corriendo a la escalera para bajar al despacho de René.
René le siguió y, al pasar delante de Josiane, le ordenó:
– Coge tu Bic y tu bloc… ¡Tenemos problemas, los chinitos huelen a podrido!
Josiane obedeció y se precipitaron los tres hacia el piso de abajo.
El despacho de René era una habitación pequeña, casi completamente de cristal, que daba al almacén. Al principio debía de ser un vestuario, pero René se instaló allí, pensando que era más práctico para vigilar la entrada y salida de mercancías. Y después se convirtió en su santuario.
Era la primera vez que Josiane y Marcel se encontraban frente a frente desde el incidente de la máquina de café. René abrió los libros de cuentas sobre su mesa y, después, golpeándose la frente, gritó:
– ¡Cono! ¡He olvidado el otro… el principal! Se ha quedado en la entrada. No os mováis, voy a buscarlo.
Salió de su despacho, sacó la llave del bolsillo y ¡clic-clac! Los dejó encerrados. Después se alejó frotándose las manos y haciendo bailar los tirantes de su peto.
En el interior del despacho, Josiane y Marcel esperaban. Josiane puso la mano sobre el radiador y la retiró inmediatamente: estaba ardiendo. Soltó un grito de sorpresa y Marcel preguntó:
– ¿Has dicho algo?
Ella negó con la cabeza. Al menos, la había mirado. Por fin giró la cabeza hacia ella sin volverse, la nariz levantada.
– No… Es el radiador, está ardiendo…
– Ah…
Volvió a caer el silencio entre los dos. Se escuchaba el ruido de los traspales, los gritos de los obreros que daban indicaciones para maniobrar, a la derecha, a la izquierda, más alto, insultos que estallaban cuando las maniobras demasiado bruscas amenazaban con acabar con todo por el suelo.
– ¿Qué está haciendo? -gruñó Marcel mirando por la ventana.
– No hace nada. Lo que pasa es que quería ponernos a los dos frente a frente y lo ha conseguido. Su cuento del pedido equivocado es una trola.
– ¿Eso piensas?
– No tienes más que intentar salir… Me la juego a que nos ha encerrado. ¡Nos ha engañado como a dos tontos!
Marcel posó su mano sobre la puerta del despacho, movió el pomo en todos los sentidos, la sacudió, la puerta permaneció cerrada. Gritó y le dio una patada.
Josiane sonrió.
– ¡Como si no tuviese nada que hacer! -estalló Marcel.
– Lo mismo que yo. ¿Qué te crees, que esto es el Club Med?
El aire del despacho era cálido y fétido. Olía a humo de cigarrillo frío, a calefacción eléctrica a toda potencia y a un jersey de lana secándose sobre una silla. Josiane arrugó la nariz y emitió un pequeño resoplido. Se inclinó sobre la mesa y vio pegado contra los bajos del radiador un viejo jersey de rombos extendido sobre el respaldo de la silla. Ha olvidado llevárselo, va a coger frío. Se volvió hacia la enredadera y en ese momento vio a la Escoba llegando con paso militar.
– ¡Mierda, Marcel! ¡La Escoba! -susurró.
– Escóndete -dijo Marcel-, si se le pasase por la cabeza venir por aquí.
– ¿Y por qué tendría que esconderme? No hemos hecho nada malo.
– ¡Escóndete te digo! Nos va a ver al pasar.
La atrajo hacia él y cayeron de cuclillas los dos contra la pared.
– ¿Por qué tiemblas ante ella? -preguntó Josiane.
Marcel le puso la mano en la boca y la atrajo contra él entre sus brazos.
– Olvidas que es ella la que tiene la firma.
– Porque fuiste lo suficientemente gilipollas como para dársela.
– Deja de querer hacer siempre la revolución.
– Y tú no dejes que te agarre por los cojones.
– Oh, venga, la señorita me da lecciones… Te hacías menos la lista el otro día al lado de la máquina de café, ¿eh? Toda modosita entre los brazos de ese guaperas que vendería a su madre por un diente de oro.
– Me estaba tomando un café. Eso es todo.
Marcel estuvo a punto de ahogarse. Con voz ensordecida, casi mudo, protestó:
– ¿Es que acaso no estabas en los brazos de Chaval?
– Nos achuchábamos un poco, es cierto. Pero sólo para picarte.
– Pues bien… lo conseguiste.
– Sí. Lo conseguí. ¡Y desde entonces no me hablas!
– Es que no me esperaba algo así…
– ¿Qué te esperabas? ¿Que te tejiese gorros de lana para tu vejez?
Marcel se encogió de hombros y, tirando de la manga de su chaqueta, se puso a dar brillo a la punta de sus zapatos.
– Estaba harta, Marcel…
– ¿Ah, sí? -dijo él, fingiendo estar absorto en la limpieza de su calzado.
– Harta de verte marchar cada tarde con la Escoba. ¡Harta! ¡Harta! ¿No piensas nunca que eso me vuelve loca? Tú, abuelete bien instalado en tu doble vida, yo recogiendo las migas que te dignas a lanzarme. Atrapándolas al vuelo, sin hacer ruido por si ella me oye. Y mi vida pasa a todo trapo sin que pueda ponerle la mano encima. ¡Hace lustros que dura lo nuestro! Y seguimos viéndonos a escondidas. Y nunca me llevas como pareja oficial, nunca me llevas a pasear por los sitios buenos, nunca me exhibes bajo el sol de islas paradisíacas. No, para el bomboncito la oscuridad completa. Los menús a veinte pavos y las flores de plástico. Oh, claro, cuando me pongo gallito, cuando amenazo con dejar plantado a papaíto, me sueltas una joya. Para que siga esperando, para calmar la tormenta en mi cabeza. En cuanto a lo demás, ¡promesas! Promesas a perpetuidad. Así que ese día, me harté… Ese día, además, ella me había agredido. Era el día en el que había perdido a mi madre y ella me prohibió llorar en el despacho. Estaba usurpando mi sueldo, me dijo. La habría descuartizado…
Marcel escuchaba pegado a la pared. Se dejaba invadir por la música de las palabras de Josiane y, poco a poco, fue pudiéndole la ternura. Su cólera caía como la tela de un paracaídas que se posa en tierra. Consciente de que le enternecía, Josiane desplegaba su relato, lo aumentaba, le añadía lágrimas, suspiros, figuras, pintándolo de malva, marrón, negro y rosa. Mientras susurraba su drama, guiaba el lento acercamiento del cuerpo de Marcel contra el suyo. Él todavía resistía, estrechaba sus rodillas entre sus manos para no dejarse caer sobre ella, pero se balanceaba suavemente acercándose.
– Ha sido muy duro perder a mi madre, sabes. No era una santa, qué más quisiera, ya lo sabes. Pero era mi madre. Creía que sería fuerte, que lo aguantaría sin decir nada y, después, ¡pam! Se me hizo un nudo en la garganta y perdí el aliento.
Ella le cogió la mano y la puso entre sus senos, ahí donde tanto le había dolido. La mano de Marcel se calentó en la suya y encontró su lugar de antaño en el suave y relajante canalillo.
– Me encontré como cuando tenía dos años y medio… Cuando levantas la cabeza, confiada, hacia el adulto que debería protegerte y recibes un bofetón, un viaje del que ya no vuelves… Nunca se repone una de esas heridas, nunca. Nos hacemos los orgullosos, levantamos el mentón, pero nuestro corazón late con fuerza…
Su voz se convertía en un hilillo, un susurro de suaves confidencias que envolvía a Marcel Grobz en guata vaporosa. Bombón cito, mi bomboncito, qué bien oírte de nuevo, mi niña, mi querida, mi amazona dorada… háblame, sigue hablándome, cuando balbuceas, cuando te enredas con las palabras como la aguja en la lana, yo resucito, la vida es árida sin ti, no brilla, no vale más que levantarse por las mañanas para apoyar la nariz en la ventana.
Henriette Grobz había subido al despacho de Marcel y, al no encontrar ni a Josiane ni a su marido, partió en busca de René. Le encontró en el almacén, en plena discusión con un obrero que se rascaba la cabeza: no había más sitio en altura para ordenar los palés. Henriette esperó, un poco alejada, a que le prestasen atención. Su cara estaba pintada como un fresco restaurado y su sombrero plantado sobre el cráneo dominaba como un trofeo arrancado al enemigo. René se volvió y la vio. Una mirada rápida a su despacho le tranquilizó: los dos amantes contrariados se habían escondido. Se despidió del obrero y preguntó a Henriette lo que podía hacer por ella.
– Estoy buscando a Marcel.
– Debe de estar en su despacho.
– No está allí.
Ella respondía con voz grave e hiriente. René puso cara de extrañado e hizo como que reflexionaba mientras la sopesaba con la mirada. El polvo rosa sobre su rostro dibujaba placas resecas e irritadas que subrayaban las finas arrugas de la boca y las carrilladas que se hundían. Su rostro avejentado, del que sobresalía una nariz de loro, se articulaba en torno a una boca tan estrecha que el carmín se salía de los labios pintados. Henriette Grobz intentaba dibujar la sonrisa de la que se planta esperando una propina a cambio, y que, decepcionada, quisiera escupir sobre el impostor que le ha hecho creer durante un segundo que obtendría su óbolo. Había hecho un esfuerzo con René, pensando que la informaría, pero, ante su ineficacia, retomó su aire de ayudante en jefe y giró los talones. Dios, pensó René, ¡qué mujer! ¡Tiesa como una verga empalmada! Seguro que no encuentra placer alguno ni en la comida ni en la bebida, ni en el menor abandono. ¡Habría que hacerla saltar con dinamita! Todo lo tiene bajo control, todo rezuma obligación, interés; el cálculo se alía con la frialdad de su ropa y de sus gestos. Un almidón perfecto embutido en un corsé de cálculos financieros.
– Voy a esperarle en su despacho -silbó mientras se alejaba.
– Eso es -respondió René-, si le veo le diré que está usted allí.
Mientras tanto, en el despacho de René, de cuclillas en la oscuridad y susurrándose, Marcel y Josiane proseguían su reencuentro.
– ¿Me la has pegado con Chaval?
– No, no te la he pegado… Me dejé llevar una noche de depresión. Me fui con él porque estaba allí… Pero podría haber sido cualquier otro.
– ¿Me quieres un poco a pesar de todo?
El se había acercado y su muslo reposaba contra el de Josiane. Su aliento cercano era cálido y él respiraba entrecortadamente a fuerza de estar doblado en dos.
– Te quiero sin más, mi osito…
Ella suspiró y dejó caer su cabeza sobre el hombro de Marcel.
– Te he echado de menos, ¿sabes?
– Yo, también. No te puedes hacer idea.
Estaban allí, los dos, atónitos, estrechados el uno contra el otro como dos colegiales que han hecho novillos y se esconden para fumar. Susurrando en la oscuridad y el calor que apestaba a lana mojada.
Permanecieron un largo rato sin moverse, sin hablarse. Sus dedos se estrecharon, se frotaron, se reconocieron, y fue toda una ternura, todo un calor lo que Josiane reencontró como un paisaje de la infancia. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, discernían en lo oscuro el contorno de los objetos. Me da igual que sea viejo, que sea gordo, que sea feo, es mi hombre, mi bola de arcilla a la que amar, con la que reír, a la que moldear, con la que sufrir; lo sé todo de él, puedo describirlo con los ojos cerrados, puedo adivinar sus palabras antes incluso de que las pronuncie, puedo leerle el pensamiento, leer sus ojitos vivaces, leer su gruesa barriga… describiría con los ojos cerrados a este hombre.
Permanecieron un buen rato sin hablar. Se habían dicho todo y, sobre todo, sobre todo, se habían reconciliado. Y, de pronto, Marcel se levantó de golpe. Josiane le murmuró: «¡Ten cuidado! ¡Puede estar detrás de la puerta!».
– ¡Me da igual! Levántate bomboncito, levántate… Somos idiotas por escondernos de esta forma. No hacemos nada malo, ¿eh, bomboncito?
– ¡Vamos, ven! Vuelve a sentarte.
– ¡No, de pie! Tengo algo que pedirte. Algo demasiado serio para que te quedes de cuclillas.
Josiane se levantó, se colocó su falda y, riéndose, preguntó:
– No irás a pedir mi mano, ¿eh?
– Mejor que eso, bomboncito, mejor que eso.
– No lo adivino… Sabes, con treinta y ocho años, no me queda más que hacer eso, casarme. Nadie me ha pedido en matrimonio. ¿Puedes creértelo? Y, sin embargo, he soñado con ello. Me dormía diciéndome que un día me lo pedirían y diría que sí. Por el anillo al dedo y por no estar nunca más sola. Para cenar los dos sobre un mantel de hule mientras nos contamos la jornada, para ponerse gotas en los ojos, para echar a suertes quién se quedaría con el currusco de la media baguette…
– No me escuchas, bomboncito. He dicho «mejor que eso».
– Entonces… me rindo.
– Mírame bomboncito. Mírame aquí, a los ojos.
Josiane le miró. Estaba serio como un papa bendiciendo al pueblo el día de Pascua.
– Ya te miro. A los ojos.
– Lo que voy a decirte es importante. ¡Muy importante!
– Te escucho…
– ¿Me quieres, bomboncito?
– Te quiero, Marcel.
– Si me quieres, si me quieres de verdad, pruébamelo: dame un hijo, un hijo mío, al que daré mi nombre. Un pequeño Grobz…
– ¿Puedes repetirlo, Marcel?
Marcel repitió, repitió y volvió a repetir. Ella le seguía la mirada como si las palabras desfilaran por una pantalla. Y que le costaba leer. Él añadió que estaba esperando a ese niño desde hacía siglos y siglos, que lo sabía ya todo sobre él, la forma de sus orejas, el color de su pelo, el tamaño de sus manos, los pliegues de sus pies, la blancura de sus nalgas, la delicadeza de sus uñas y la naricita que se arruga cuando toma el pecho.
Josiane oía sus palabras pero no las entendía.
– ¿Puedo sentarme en el suelo, Marcel? Tengo las rodillas que me bailan.
Se dejó caer de golpe sobre sus nalgas y él vino a arrodillarse contra ella, contrayendo el rostro porque le dolían las rodillas.
– ¿Qué me dices, bomboncito? ¿Qué me dices?
– ¿Un bebé? ¿Un bebé nuestro?
– Eso es.
– Y ese bebé, ¿lo reconocerás? ¿Le darás sus derechos? ¿No será un bastardillo vergonzoso?
– Le sentaré a la mesa familiar. Llevará mi nombre: Marcel Júnior Grobz.
– ¿Me lo juras?
– Te lo juro por mis cojones.
Y se llevó la mano a los testículos.
– ¿Ves? Te estás riendo de mí.
– ¡No, al contrario! Como antiguamente. Para comprometerse de verdad, se juraba por los cojones. Testículos, testamento… fue Jo la que me enseñó eso.
– ¿La estirada?
– No, la redondita. La buena. ¡Cuando se jura por los cojones es que es serio de verdad! ¡Y tanto! Que se conviertan en polvo si me desdigo. Y eso, bomboncito, no me gustaría.
Josiane comenzó a reír y después estalló en sollozos.
Demasiadas emociones para un solo día.
Una mano con garras rojas y aceradas se plantó en la de Iris, que soltó un grito y envió, sin volverse, un furioso codazo en las costillas de su contrincante que se retorció de dolor. ¡Pero bueno! Soltó Iris apretando los dientes, ¡no te fastidia! Yo estaba antes. Y este conjuntito de seda color crema orneado de cordoncillo marrón, que parece que se le ha antojado, es para mí. En realidad, no lo necesito, pero como a usted parece interesarle tanto, lo cojo. Y también cojo el mismo en rosa y en verde almendra, ya que insiste.
No podía ver a su contrincante: le daba la espalda en el furioso tumulto del que emanaban y se mezclaban mil brazos y mil piernas, pero ella no iba a darse por vencida y prosiguió su búsqueda, inclinada hacia adelante, con un brazo extendido y otro agarrado a su bolso para que no se lo arrancaran.
Se apoderó de los codiciados artículos, cerró sus dedos firmemente sobre sus presas y emprendió la tarea de salir de la masa enloquecida que intentaba atrapar artículos rebajados en el primer piso de Givenchy. Se arqueó, empujó, forcejeó, dio puñetazos, golpes de cadera, golpes de rodilla, para salir de la horda que amenazaba con aplastarla. La mano roja andaba aún por allí, intentando agarrar lo que el azar de los empujones dejaba a su merced. Iris la vio volver como un cangrejo obstinado. Entonces, con negligencia, calculando cuidadosamente su efecto, Iris se apoyó con todas sus fuerzas con el cierre de su pulsera y le arañó la piel. La odiosa soltó un grito de animal herido y retiró su mano precipitadamente.
– No, pero ¿qué hace? ¡Está usted completamente loca! -gimió la propietaria de la mano roja intentando identificar a su atacante.
Iris sonrió sin volverse. ¡Muy bien! La marca le durará bastante y tendrá que ponerse guantes, la Scarface de salón.
Se estiró, se separó del tumulto de grupas anónimas y, blandiendo su presa, se precipitó hacia la sección de zapatos donde, afortunadamente, estaban ordenados por número, lo que hacía la búsqueda algo menos peligrosa.
Atrapó, al vuelo, tres pares de escarpines de noche, un par de zapatos planos para la jornada, para caminar cómoda, y un par de botas de piel de cocodrilo negras. Un poco rock and roll pero no estaban nada mal… piel de buena calidad, se dijo introduciendo la mano en el interior de la bota. ¿Debería quizás ver si queda algún esmoquin a juego con estos botines? Se volvió y, percibiendo la horda rugiente de furias en acción, decidió que no. No merecía la pena el esfuerzo. Y, además, ¡tenía un armario lleno de ellos! ¡De Saint Laurent, además! Así que no valía la pena que la destriparan. Qué temibles son estas mujeres sueltas en la jungla de las rebajas. Habían esperado una hora y media bajo la fuerte lluvia, cada una de ellas apretando entre sus manos la preciosa tarjeta que les permitía el acceso al santuario de los santuarios, una semana antes de Navidad, en rebajas extremadamente privadas. Happy feto, cantidad limitada, grandes ocasiones, precios por los suelos. Un pequeño aperitivo antes de las auténticas rebajas de enero. Algo para abrirles el apetito, para hacerles la boca agua, para pasar las fiestas de Navidad pensando en las compras a efectuar durante el próximo encierro.
Además, no eran unas cualquiera, había pensado Iris viéndolas alineadas en la calle. Mujeres de empresarios, de banqueros, de políticos, periodistas, agregadas de prensa, modelos, una actriz. Todas tensas por la espera, plantadas sobre su recuadro de fino pavimento para que no les cogiesen su turno en la entrada. Parecía una procesión de comulgantes fervorosas: en sus ojos brillaban la voracidad, la avidez, el miedo a la pérdida, la angustia de dejar pasar el artículo que les cambiaría la vida. Iris conocía a la directora de la tienda y había subido directamente a la primera planta sin tener que esperar, lanzando una mirada piadosa a esas pobres fieles amontonadas bajo la lluvia.
Sonó su móvil pero no respondió. Ir de rebajas exigía una concentración extrema. Su mirada examinó con rayo láser los estantes, los bastidores y las cestas colocadas en el suelo. Creo que ya lo he visto todo, se dijo mordisqueándose el interior de sus mejillas. No me queda más que cosechar algunas bagatelas para mis regalos de Navidad y la cosa estará hecha.
Cogió, al paso, unos pendientes, brazaletes, gafas de sol, fulares, un peine de concha para el pelo, un monedero de terciopelo negro, un puñado de cinturones, guantes -a Carmen le vuelven loca los guantes-, y se presentó en la caja desmelenada y sin aliento.
– Haría falta un domador aquí -dijo a la vendedora riéndose-. ¡Con un látigo enorme! Y que soltara los leones de vez en cuando para hacer sitio.
La vendedora le devolvió una sonrisa educada. Iris depositó su pesca milagrosa sobre el mostrador y sacó su tarjeta de crédito con la que se abanicó colocando algunos de sus mechones en su sitio.
– ¡Dios mío, qué aventura! ¡Creí que me mataban!
– Ocho mil cuatrocientos cuarenta euros -dijo la vendedora mientras empezaba a doblar los artículos dentro de grandes bolsas de papel blanco con las siglas de Givenchy.
Iris tendió su tarjeta.
El teléfono sonó de nuevo; Iris dudó pero lo dejó sonar.
Contó el número de bolsas que debería llevar y se sintió agotada. Por suerte había reservado un taxi para todo el día. Estaba esperándola en doble fila. Metería las bolsas en el maletero e iría a tomar un café en el café-restaurante de l'Alma para reponerse de sus emociones.
Al girar la cabeza, percibió a Caroline Viber terminando de pagar, la abogada Caroline Vibert, que trabajaba con Philippe. ¿Cómo ha podido conseguir esa una invitación?, se preguntó Iris dirigiéndola la más educada de sus sonrisas.
Intercambiaron suspiros de combatientes rendidas y blandieron cada una sus bolsas gigantes para consolarse. Después se hicieron una señal muda: ¿tomamos un café?
Pronto se encontraron en Francis, al abrigo de la masa furiosa.
– Se están volviendo peligrosas este tipo de expediciones. ¡La próxima vez me llevo un guardaespaldas que se abra paso con su Kalashnikov!
– A mí ha habido una que me ha arañado -exclamó Caroline-, me ha clavado la pulsera en la piel, mira…
Se quitó el guante e Iris, confusa, percibió, en el dorso de la mano, un largo y profundo arañazo del que aún brotaban algunas gotas de sangre.
– ¡Esas mujeres están locas! ¡Se matarían por un trozo de trapo! -suspiró Iris.
– O, en mi caso, matarían a las otras. Y, además, ¿todo eso para qué? Tenemos los armarios llenos. No sabemos qué hacer con tanta ropa.
– Y cada vez que tenemos que salir, nos ponemos a llorar porque no tenemos nada que ponernos -prosiguió Iris echándose a reír.
– Afortunadamente, no todas las mujeres son como nosotras. Hablando de eso, he conocido a Joséphine este verano. ¡Menos mal que sé que sois hermanas! No salta a la vista.
– ¿Ah sí, en la piscina de Courbevoie? -bromeó Iris haciendo una seña al camarero de que se tomaría otro café.
El camarero se acercó e Iris se volvió hacia él.
– ¿Quieres algo? -preguntó a Caroline Vibert.
– Un zumo de naranja.
– Ah, buena idea. Dos zumos de naranja, por favor. Necesito vitaminas después de una expedición así. En fin, ¿qué hacías tú en la piscina de Courbevoie?
– Nada. Nunca he puesto los pies allí.
– ¿No me habías dicho que habías visto a mi hermana este verano?
– Sí, en el despacho. Trabaja para nosotros. ¿No estás al corriente?
Iris fingió que se acordaba y se golpeó la frente.
– Ah, claro, por supuesto. Qué tonta soy.
– Philippe la ha contratado como traductora. Se las arregla muy bien. Ha trabajado para nosotros todo el verano. Y después la puse en contacto con un editor que le dio una biografía para traducir, la vida de Audrey Hepburn. Canta alabanzas por donde va. Un estilo elegante. Un trabajo impecable. Entregado puntualmente, sin una falta de ortografía, y bla bla bla. Además, no es cara. Ni siquiera pregunta antes cuánto la van a pagar. ¿Dónde se ha visto eso? No discute, toma su cheque y casi te besa los pies al salir. Una hormiguita humilde y silenciosa. ¿Os educaron juntas o creció en un convento? La imagino en las carmelitas.
Caroline Vibert empezó a reír. De pronto Iris sintió ganas de darle una lección.
– Es cierto que el trabajo bien hecho, la bondad, la modestia, hoy en día, son cada vez más difíciles de encontrar. Mi hermanita es así.
– ¡Oh! No quería hablar mal de ella.
– No, pero hablas de ella como si fuese una retrasada mental.
– No quería molestarte, simplemente quería hacer una gracia.
Iris sonrió. No debía convertir a Caroline Vibert en su enemiga. Acababa de ser ascendida al puesto de asociada. Philippe hablaba de ella con consideración. Cuando tenía dudas sobre un asunto, era a Caroline a la que iba a preguntar. Me estimula las neuronas, decía con una sonrisa cansada, tiene una forma de escucharme, se diría que está tomando notas, asiente con la cabeza, encaja la información haciendo un par de preguntas y todo se vuelve claro. Y, además, ella me conoce tan bien… ¿Quizás Caroline Vibert sabía algo sobre Philippe? Iris retomó su voz dulce y decidió avanzar prudentemente sus peones.
– No, no importa. ¡No te preocupes! Quiero mucho a mi hermana, pero reconozco que, a veces, me parece completamente anticuada. Trabaja en el CNRS, sabes, y aquello es un mundo distinto.
– ¿Os veis a menudo?
– En las reuniones familiares. Este año vamos a pasar juntas la Navidad en el chalet, por ejemplo.
– Eso le sentará bien a tu marido. Lo encuentro tenso últimamente. Hay momentos en los que está completamente ausente. El otro día entré en su despacho tras haber llamado varias veces, no me había oído, miraba los árboles por la ventana y…
– Trabaja demasiado.
– Una buena semana en Megève y estará en plena forma. Prohíbele que trabaje. Confíscale el ordenador y el móvil.
– Imposible -suspiró Iris-, duerme con ellos. ¡Incluso encima!
– Sólo es cansancio porque, con los casos, sigue estando muy activo. Es un animal de sangre fría. Es muy difícil saber lo que piensa en realidad, pero, al mismo tiempo, es fiel y recto. Y eso no puede decirse de todo el mundo en ese despacho.
– ¿Han llegado nuevas rapaces? -preguntó Iris sujetando la rodaja de naranja para pelarla.
– Un chico nuevo con dientes afilados como espadas. El señor Bleuet. No hace honor a su nombre, te lo aseguro. Siempre pegado a Philippe para hacerse querer, meloso, amable. Pero sientes que, por detrás, está afilando el cuchillo. Sólo quiere ocuparse de los asuntos importantes…
Iris la cortó:
– Y a Philippe, ¿le gusta?
– Piensa que es eficaz, culto, experimentado. Le gusta su conversación. En resumen, le mira con ojos amorosos: normal, son los principios. Pero puedo decirte que yo, la barracuda, le he catado y le espero con mi arpón.
Iris sonrió y, con voz suave, añadió:
– ¿Está casado?
– No. Tiene una amiguita que a veces viene a buscarle por las tardes. A menos que sea su hermana. No sabría decirte. Incluso a ella la trata de forma altiva. De todas formas, Philippe lo que quiere es que se trabaje. Exige resultados. Aunque… se ha humanizado desde hace algún tiempo. Es menos duro… La otra tarde le sorprendí en plena reunión soñando. Estábamos unos diez en el despacho, todos en tensión, discutiendo apasionadamente, esperando que él decidiese y… estaba en las nubes. Tenía un gran asunto entre sus manos, diez personas pendientes de sus labios y él estaba a la deriva, con el rostro preocupado, dolido. Había algo de decepción en su mirada… Es la primera vez en veinte años que trabajamos juntos que lo sorprendo así. Me llamó mucho la atención, yo que estoy acostumbrada al guerrero implacable.
– A mí nunca me ha parecido implacable.
– Normal. Es tu marido y está loco por ti. ¡Te adora! Cuando habla de ti, sus ojos centellean como la torre Eiffel. ¡Creo que le dejas con la boca abierta!
– Oh, no exageres.
¿Es sincera o intenta ahogar a la barracuda?, se preguntó Iris escrutando el rostro de Caroline, que sorbía su zumo de naranja. No percibió ni rastro de falsedad en la abogada, que se relajaba tras la agotadora prueba de los doscientos metros rebajas.
– Me ha dicho que te has puesto a escribir.
– ¿El te ha dicho eso?
– Entonces ¿es verdad, ya has empezado?
– No en serio. Tengo una idea, estoy dándole vueltas.
– En todo caso él te apoyará, evidentemente. No es la clase de marido celoso del éxito de su mujer. No como el señor Isambert, su mujer escribió un libro y no se le pasa el enfado; a punto está de ponerle un pleito para prohibirle publicarlo con SU apellido.
Iris no respondió. Lo que temía estaba ocurriendo: todo el mundo hablaba de su libro, todo el mundo pensaba en su libro. Salvo ella. No tenía la menor idea. Y peor aún: se sentía incapaz de escribirlo. Se imaginaba perfectamente hablando de él, haciendo como si, hablando de literatura, de la soledad del escritor, de las palabras que se escapan, de los nervios de antes de empezar, de la hoja en blanco, del agujero negro, de los personajes que se presentan en el relato, que te tiran de la manga… Pero ponerse a trabajar, sola, en su despacho… Imposible. Había mentido una no-che para pavonearse, para hacerse notar, y su mentira la estaba aprisionando.
– Me gustaría encontrar un marido como el tuyo -suspiró Caroline, que proseguía con sus reflexiones sin darse cuenta de la confusión de Iris-. Tenía que haberle echado el lazo antes de que te casaras con él.
– ¿Sigues soltera? -preguntó Iris, obligándose a interesarse por la suerte de Caroline Vibert.
– ¡Más que nunca! Mi vida es una fiesta perpetua. Salgo de casa a las ocho de la mañana, vuelvo a las diez de la noche, me trago un potaje y, ¡hala!, a la cama con la tele o una novela que no me haga pensar demasiado. Evito las novelas policiacas por no tener que esperar hasta las dos de la mañana para saber el nombre del asesino. Ya ves lo apasionante que es mi vida. Ni marido, ni hijos, ni amante, ni mascota, sólo una anciana madre que no se acuerda de mí cuando la llamo. La última vez me colgó en las narices pretendiendo que nunca había tenido hijos. Me reí hasta que se me saltaron las lágrimas.
Soltó una risa falsa. Una risa para maquillar su soledad, la vacuidad de su vida. Tenemos la misma edad, pensó Iris, pero yo tengo un marido y un hijo. Un marido que sigue siendo un misterio y un hijo que se está convirtiendo en otro. ¿Qué hay que añadir a la vida para convertirla en interesante? ¡Dios! ¿Un pez rojo? ¿Una pasión? La Edad Media, como Jo… ¿Por qué no me ha hablado de sus traducciones? ¿Por qué Philippe no me ha dicho nada? Mi vida se está disolviendo, roída por un ácido invisible, y estoy asistiendo, impotente, a esa lenta disolución. La única energía que me queda la uso para los periodos de rebajas, en el primer piso de la casa Givenchy. Soy una gallinita de lujo con cerebro de gallinita de fábrica, porque como yo las hay a patadas en el mundo de las privilegiadas.
Caroline había terminado de jugar con la pajita de su zumo de naranja.
– Me pregunto por qué arriesgo mi vida en las rebajas si nunca salgo o si cuando lo hago, es en chándal, los domingos por la mañana, para comprar el pan.
– Te equivocas. Deberías vestirte de Givenchy para comprar el pan. Es muy posible que encuentres a alguien el domingo, cuando todo el mundo se pasea por las panaderías.
– Menudo lugar de encuentro. Familias que compran cruasanes, abuelitas que dudan entre un hojaldre o un polvorón para no romperse la dentadura, y niños obesos que se llenan los bolsillos de chucherías. No es allí donde voy a conocer a Bill Gates ni a Brad Pitt. No, sólo me queda Internet… Pero me cuesta ponerme a ello. Mis amigas entran a veces y funciona. Consiguen citas.
Caroline Vibert seguía hablando, pero Iris ya no la escuchaba. La miraba con una mezcla de ternura y de piedad. Sentada con las piernas cruzadas, con ojeras y la boca amargada, Caroline Vibert parecía un pobre objeto usado, roto, mientras que, una hora antes, era una arpía, dispuesta a pegarle un tiro a su prójimo por una blusa de seda color crema de Givenchy. Busca lo falso, pensó Iris. ¿Quién es la auténtica? Disimulada entre las ramas de un árbol, como en las adivinanzas que me gustaba resolver cuando era pequeña. El malvado lobo está escondido en este dibujo y Caperucita Roja no se ha dado cuenta, encuéntrale y salva a Caperucita. Siempre encontraba al malvado lobo.
– Oh, tengo que dejar de hablar contigo -suspiró Caroline-, me deprime. Nunca pienso en todo eso. Me pregunto si no volver a arriesgar mi vida en Givenchy. Eso, por lo menos, fortalece el carácter. A condición de que la loca del cúter haya desaparecido.
Las dos mujeres se besaron y se separaron.
Iris volvió a su taxi saltando por encima de los charcos. Pensó en sus botas de cocodrilo y se felicitó por haberlas comprado.
Bien resguardada en el coche, miró a Caroline Vibert colocarse en la fila para esperar un taxi, en la plaza de l'Alma. Llovía, y la fila de espera era larga. Había colocado sus compras bajo el abrigo para protegerlas. Parecía uno de esos capuchones que se colocan sobre las teteras para conservar el té caliente. Iris pensó proponerle que le acompañara, se acercó a la ventana para gritarle, pero su móvil sonó y descolgó.
– Sí, Alexandre querido, ¿qué pasa? ¿Por qué lloras, mi amor? Dime…
Tenía frío, estaba mojado. Estaba esperando delante del colegio desde hacía una hora a que viniese a buscarle para ir al dentista.
– ¿Qué te pasa, Zoé? Díselo a mamá. Sabes que mamá lo comprende todo, lo perdona todo, quiere a sus hijos incluso cuando son asesinos sanguinarios. ¿Lo sabes?
Zoé, erguida en su pantalón escocés, había introducido el dedo índice en un agujero de la nariz y la exploraba con aplicación.
– Uno no se mete los dedos en la nariz, mi amor… Incluso cuando está muy apenado.
Zoé lo retiró con desgana, lo inspeccionó y lo secó en su pantalón.
Joséphine consultó el reloj de la cocina. Eran las cuatro y media. Tenía una cita dentro de media hora con Shirley para ir a la peluquería. «Te pago el peluquero -le había dicho Shirley-me he embolsado un buen fajo. Voy a transformarte en bomba sexual». Joséphine había abierto los ojos como platos, sorprendida como si la amenazasen con un bigudí. «¿Vas a volverme sexual? ¿Me vas a teñir de rubia platino?». «No, no, un cortecito y algunas mechas para añadir algo de luz». Jo sintió algo de aprensión. «No me cambies demasiado, ¿eh?». «Que no, te voy a poner guapa como una golondrina y después festejamos la Navidad todos juntos antes de que te vayas con los ricos». No le quedaba más que media hora para hacer hablar a Zoé. Había que aprovechar: Hortense no estaba.
– ¿Puedo hacer como un bebé? -preguntó Zoé escalando hasta las rodillas de su madre.
Jo la izó hasta ella. Las mismas mejillas regordetas, los mismos rizos enredados, la misma barriguita redonda, el mismo aspecto torpe, la misma frescura inquieta. En las fotos familiares Jo se parecía a ella cuando era pequeña. Una niña regordeta en su chándal que saca barriga y mira el objetivo con aire desconfiado. «Mi amor, mi niña bonita que quiero con locura. ¿Sabes que mamá está aquí? ¿Siempre, siempre?». Zoé asintió con la cabeza y se estrechó contra ella. Debe de estar deprimida, pensó Jo, se acercan las Navidades y Antoine está lejos. No se atreve a decírmelo. Las niñas no hablaban nunca de su padre. No le enseñaban las cartas que les envía una vez por semana. A veces llamaba por la noche. Siempre era Hortense la que descolgaba y después tendía el teléfono a Zoé, que balbuceaba síes y noes. Habían hecho una separación bien precisa entre su padre y su madre. Jo empezó a acunar a Zoé canturreándole palabras dulces.
– ¡Cómo ha crecido mi niña! ¡Ya no es un bebé! Es una chica muy guapa de hermosos cabellos, una hermosa nariz, una hermosa boca…
Con cada palabra le acariciaba el pelo, la nariz y la boca, y después retomaba su cantinela en el mismo tono cantarín:
– Una hermosa mujercita de la que pronto todos los chicos se enamorarán. Todos los chicos del mundo entero van a venir a colocar su escalera en la torre del castillo en el que vive Zoé Cortès para recibir un beso…
Al oír esas palabras, Zoé estalló en sollozos. Joséphine se inclinó hacia ella y le murmuró al oído:
– Dime, mi niña. Dile a mamá lo que te da tanta pena.
– No es verdad, mientes, no soy una chica guapa y ningún chico vendrá a colocar su escalera para verme.
¡Ah! Ya estamos, se dijo Jo. Su primera pena de amor. Yo también tenía diez años. Me untaba las pestañas de gelatina de grosella para que me crecieran. Fue a Iris a quien besó.
– Primero, cariño, no se dice nunca «mientes» a tu mamá…
Zoé asintió con la cabeza.
– Y después no estoy mintiendo como dices, eres una chica muy guapa.
– ¡No! Porque Max Barthillet no me ha puesto en su lista.
– ¿Qué lista es esa?
– La lista de Max Barthillet. Es mayor y lo sabe. Ha hecho una lista con Rémy Potiron y no me ha puesto en ella. Ha puesto a Hortense, pero no a mí.
– ¿Una lista de qué, cariño?
– Una lista de chicas vaginalmente explotables, y yo no estoy en ella.
Jo casi dejó caer a Zoé de sus rodillas. Era la primera vez que una de sus hijas era asociada a una vagina. Sus labios se pusieron a vibrar y pasó su lengua entre los dientes para calmar el temblor.
– ¿Y tú sabes, al menos, lo que quiere decir eso?
– ¡Quiere decir que son las chicas con las que se puede follar! Me ha dicho…
– ¿Porque, además, te lo ha explicado?
– Sí, me ha dicho que no tenía que ponerme así porque un día yo también tendría una vagina explotable, pero que no sería enseguida.
Zoé había agarrado el puño de su jersey y lo masticaba con aire abatido.
– En primer lugar, querida -comenzó Joséphine preguntándose cómo había que responder a esa afrenta-, un chico no clasifica a las chicas según la calidad de sus vaginas. Un chico sensible no utiliza a una chica como una mercancía.
– Sí, pero Max es mi amigo…
– Entonces tienes que decirle que estás orgullosa de no estar en su lista.
– ¿Incluso si es mentira?
– ¿Cómo que mentira?
– Pues, sí, a mí me gustaría estar en su lista.
– ¿En serio? Pues bien… vas a decirle que no es delicado clasificar a las chicas así, que entre un hombre y una mujer no se habla de vagina sino de deseo.
– ¿Qué es el deseo, mamá?
– Es cuando se está enamorado de alguien, cuando se tienen muchas ganas de besarle pero se espera, se espera, y toda esa espera es el deseo. Cuando no le has besado aún, cuando sueñas con él al dormirte, cuando te imaginas, cuando tiemblas imaginándote, y, es tan agradable todo ese tiempo en el que te dices que, quizás, quizás le vas a besar pero no estás segura…
– Entonces te pones triste.
– No. Esperas, el corazón se llena con esa espera… y el día en que te besa… Entonces es como los fuegos artificiales en tu corazón, en toda tu cabeza, te dan ganas de cantar, de bailar y te enamoras.
– ¿Entonces ya estoy enamorada?
– Todavía eres pequeña, tienes que esperar…
Jo buscó una imagen para demostrar a Zoé que Max no era el chico del que debía enamorarse.
– Es como -declaró-, como si tú hablases a Max de su colita. Como si le dijeras, me gustaría abrazarte, pero antes tengo que ver tu colita.
– ¡El ya me ha propuesto enseñarme su colita! Entonces ¿está enamorado también?
Joséphine sintió cómo su corazón latía a toda velocidad. Permanece tranquila, no pierdas la calma, no te enfades ni te pongas a gritar contra Max.
– Y… ¿te la ha enseñado?
– No. Porque yo no he querido…
– Bueno, ves… ¡Ahí tenías razón! Tú, la más pequeña. Porque, sin saberlo, no querías ver su colita, querías ternura, atención, querías que se quedase a tu lado y que los dos esperaseis a hacer algo que…
– Sí, pero, mamá, se la ha enseñado a otras chicas y, desde entonces, me dice que estoy pegada a él, que soy un bebé.
– Zoé, tienes que entender una cosa. Max Barthillet tiene catorce años, casi quince, tiene la edad de Hortense, debería ser amigo de ella, no tuyo. Quizás tengas que buscarte otro amigo…
– Pero es a él a quien quiero, mamá.
– Sí, lo sé, pero no estáis en absoluto en la misma longitud de onda. Tienes que alejarte para convertirte en algo precioso para él. Tienes que hacer de Princesa Misteriosa. Eso funciona siempre con los chicos. Llevará algo de tiempo, pero, un día, volverá contigo y aprenderá a ser delicado. Esa es tu misión: enseñar a Max a convertirse en un auténtico enamorado.
Zoé reflexionó un instante, dejó caer el puño y añadió, decepcionada:
– Eso quiere decir que voy a quedarme sola.
– O que vas a encontrar otros amigos.
Suspiró, se incorporó y bajó de las rodillas de su madre tirando de las perneras de su pantalón escocés.
– ¿Quieres venir con Shirley y conmigo al peluquero? Te hará bonitos rizos como a ti te gustan.
– No, no me gusta el peluquero, te tira del pelo.
– Bueno. Pues me esperas aquí y trabajas. ¿Puedo confiar en ti?
Zoé puso cara seria. Joséphine la miró a los ojos y sonrió.
– ¿Estás mejor, amor mío?
Zoé había vuelto a coger la manga del jersey y la chupaba de nuevo.
– Sabes, mamá, desde que papá se fue la vida no es divertida.
– Lo sé, mi amor.
– ¿Crees que volverá?
– No lo sé, Zoé. No lo sé. En la espera, vas a hacer un montón de amigos ahora que no estarás siempre pegada a Max. Seguramente hay montones de chicos y chicas que quieren ser amigos tuyos pero creen que Max ocupa su lugar.
– La vida no es sólo dura por eso -suspiró Zoé-. Es dura por todo.
– Venga -la sacudió Jo riéndose-. Piensa en la Navidad, piensa en los regalos que vas a recibir, piensa en la nieve, en el esquí… ¿Eso no es divertido?
– Preferiría ir en trineo.
– Pues bien, iremos en trineo las dos, ¿vale?
– ¿No podemos llevarnos a Max Barthillet con nosotras? Le gustaría tanto esquiar y su mamá no tiene dinero para…
– ¡No, Zoé! -gritó Joséphine al borde de un ataque de nervios. Después se calmó y prosiguió-. No nos llevamos a Max Barthillet a Megéve. Estamos invitados a casa de Iris, no podemos llevarnos a alguien en la maleta.
– ¡Pero si es Max Barthillet!
Joséphine se salvó de perder la paciencia gracias a dos rápidos timbrazos en la puerta. Reconoció la mano enérgica de Shirley e, inclinándose para besar a Zoé, le recomendó que repasara historia mientras esperaba a su hermana, que no tardaría en llegar.
– Hacéis los deberes y, esta noche, festejamos Navidad con Shirley y con Gary.
– ¿Y tendré mis regalos con antelación?
– Y tendrás tus regalos con antelación…
Zoé se alejó brincando hacia su habitación. Joséphine la miró y se dijo que pronto podría verse desbordada por sus dos hijas.
Desbordada por la vida en general.
Volver a los tiempos de Erec y Enide. Al amor según Chrétien de Troyes.
El amor Cortès y sus misterios, sus caricias, sus suspiros, sus dolores encantados, sus besos robados y la idealización del otro cuyo corazón se enarbola en la punta de la lanza. Yo estaba hecha para vivir en aquella época. No es por azar por lo que me apasiona ese siglo. ¡La Princesa Misteriosa! Yo puedo hablar a mi hija de eso, yo que soy incapaz.
Suspiró, cogió su bolso, sus llaves y cerró la puerta.
Sólo cuando ya estaba en la peluquería, con la cabeza cubierta de papelitos de aluminio, Joséphine retomó el hilo de sus pensamientos y se confió a Shirley, quien se hacía un tinte platino en su corte de chico.
– Tengo una cara rara, ¿no? -preguntó Jo mirándose en el espejo con la cabellera repleta de tiras plateadas.
– ¿No te has hecho nunca mechas?
– Nunca.
– Pide un deseo si es la primera vez.
Joséphine miró al payaso que veía en el espejo y susurró.
– Deseo que mis hijas no sufran demasiado en la vida.
– ¿Es Hortense? ¿Ha atacado de nuevo?
– No, es Zoé… pena de amor por culpa de Max Barthillet.
– Las penas de amor de nuestros hijos es lo peor que hay. Sufrimos tanto como ellos y somos impotentes. La primera vez que le pasó a Gary me creí morir. Hubiera destripado a esa chica.
Joséphine le contó lo de «la lista de vaginas explotables». Shirley se echó a reír.
– Yo no lo encuentro divertido, sino preocupante.
– No es tan inquietante puesto que te lo ha contado: lo ha soltado, y es formidable, confía en ti. She trusts you! Felicítate por ser una madre amada en lugar de quejarte de las costumbres actuales. Así es como es hoy en día y así es en todas partes. En todos los medios, en todos los barrios… Así que convierte tu dolor en paciencia y haz exactamente lo que haces: presencia a distancia. Tenemos suerte: trabajamos en casa. Estamos allí para escuchar la más pequeña de las heridas y rectificar el tiro.
– ¿No te choca?
– Me chocan tantas cosas que me quedo sin aliento. Así que he decidido volverme positiva porque si no me vuelvo loca.
– Vamos de cabeza, Shirley, si unos niñatos de quince años clasifican a las chicas según el acceso a sus vaginas.
– Cálmate. Te apuesto que hasta Max Barthillet se convertirá en una florecita azul el día en el que se enamore de verdad. En la espera, juega a ser un machito y se hace el arrogante. Mantén a Zoé lejos de él un tiempo, y, ya verás, volverán a ser amigos sin problemas.
– ¡No quiero que él la agreda!
– No le hará nada. Si hace algo, será con otra. Te apuesto lo que quieras a que ha hecho todo eso para impresionar a… ¡Hortense! Todos sueñan con tu pequeña alimaña. ¡Y mi hijo el primero! Se cree que no lo veo, pero se la come con los ojos.
– Cuando era pequeña, me pasaba lo mismo con Iris. Todos los chicos estaban locos por ella.
– Y ya has visto en qué se ha convertido.
– Bueno. Ha tenido éxito, ¿no?
– Sí. Ha conseguido casarse bien, si a eso le llamas tener éxito. Pero sin el dinero de su marido, ella no es nada.
– Eres dura con ella.
– No. Soy lúcida. Y tú deberías entrenarte para serlo un poco más.
La entonación agresiva de Iris, el otro día, en la piscina, volvió a la memoria de Jo. Y la otra tarde, por teléfono, cuando Jo había intentado darle ideas para su libro… «Te ayudaré, Iris, te encontraré historias, documentos, sólo tendrás que ponerte a escribir. Anda, ¿sabes cómo se llamaban los «impuestos» en aquella época?». Y como no respondía, Jo había contestado: «"banalidades", los llamaban "banalidades". ¿No te parece gracioso?». Y entonces… Entonces… Iris, su hermana, su querida hermana, había respondido… ¡No me jodas, Jo, no me jodas! ¡Eres demasiado…! Y había colgado.
¿Demasiado qué?, se había preguntado Jo estupefacta. Había descubierto un punto de auténtica maldad en ese «no me jodas, Jo». No se lo contó a Shirley, sería darle la razón. Iris debía de estar pasándolo mal para reaccionar así. Eso es, está pasándolo mal…, se había repetido Jo escuchando el teléfono que sonaba ocupado, en el vacío.
– Se porta bien con las niñas.
– ¡Para lo que le cuesta!
– Nunca te ha gustado, no sé por qué.
– Y tu Hortense… si no pones atención, terminará como su tía. Eso de ser «la mujer de» no es una profesión. El día en el que Philippe deje a Iris en la estacada, no le quedarán más que las bragas para llorar.
– Nunca la dejará en la estacada, está locamente enamorado de ella.
– ¿Y tú qué sabes?
Jo no respondió. Desde que trabajaba para Philippe, había aprendido a conocerle. Cuando visitaba su gabinete de abogados, en la avenida Víctor Hugo, echaba un vistazo a su despacho si la puerta estaba entreabierta. El otro día, le había hecho reír… ¿Hay que darle al botón de algún mando a distancia para que levantes la vista de tus casos?, había preguntado ella en el quicio de la puerta. Le hizo una señal para que entrara.
– Un cuarto de hora más y lavamos -declaró Denise, la encargada de los tintes, separando las papeletas plateadas con la punta de su peine-. Está cogiendo bien, ¡va a quedar magnífico! Y usted -se dirigió a Shirley-, en diez minutos la llevo a la pila.
Se alejó contoneando sus caderas en su bata rosa.
– Oye… -preguntó Jo, siguiendo con los ojos el trasero de Denise-. ¿Mylène no trabajaba aquí?
– Sí. Me hizo las uñas una vez. Muy bien, por cierto. ¿Tienes noticias de Antoine?
– Ninguna. Pero las niñas tienen…
– Es lo principal. Un buen chico, Antoine. Algo débil, algo blandengue. Uno más que no ha terminado de crecer.
Al oír el nombre de Antoine, Jo sintió cómo su estómago se contraía. Una masa negra se lanzó sobre ella y la agarró por la gar-ganta: ¡la deuda! ¡Mil quinientos euros al mes! El señor Faugeron… El crédito comercial. Si tenía en cuenta el pago de enero, no le quedaría nada de los ocho mil doce euros. Se había gastado lo poco que le quedaba comprando un regalo para Gary y otro para Shirley. Se había dicho que, ya puestos, unos pocos euros más, unos pocos euros menos… y, además, la cara que pondría Gary cuando abriese el paquete.
Se dejó caer en el sillón, desordenando sus papeles de aluminio.
– ¿Estás bien?
– Sí, sí…
– Estás blanca como un lienzo… ¿Quieres una revista?
– Sí… ¡gracias!
Shirley le pasó el Elle. Jo lo abrió sin llegar a leerlo. Mil quinientos euros. Mil quinientos euros. Vinieron a buscar a Shirley para llevarla hasta la pila de aclarado.
– En cinco minutos, su turno -dijo la chica.
Joséphine asintió y se forzó a leer la revista. Nunca leía las revistas. Miraba las portadas expuestas en los quioscos o en el metro, por encima del hombro de sus vecinas, descifraba la mitad de un régimen, el principio de un horóscopo, contemplaba la foto de una actriz que le gustaba. A veces recogía una, olvidada en un asiento, y se la llevaba a casa.
Abrió la revista, la hojeó y soltó un grito.
– ¡Shirley, Shirley, mira!
Se levantó y fue hasta la pila blandiendo la revista.
Con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, Shirley declaró:
– Ya ves que no puedo leer.
– ¡Sólo mira la foto! Este anuncio de una marca de perfume.
Joséphine se sentó en el sillón al lado de Shirley y le puso la revista en las narices.
– ¿Y qué? -dijo Shirley haciendo una mueca-. Me ha puesto espuma en el ojo.
Joséphine agitó la revista y Shirley torció el cuello en la pila.
– Mira el hombre de la foto…
– No está mal. No está nada mal.
– ¿Eso es todo?
– He dicho que no estaba nada mal… You want me to fall on my knees? <strong>[3]</strong>
– Es el tío de la biblioteca, Shirley. El tío de la parka. Es modelo. Y la rubia de la foto es la del paso de cebra. Se hacían la foto cuando les vimos. ¡Qué guapo es! Pero ¡qué guapo es!
– Qué raro: en el paso de cebra no me había llamado la atención.
– A ti no te gustan los hombres.
– Sorry: los he amado demasiado, por eso los mantengo a distancia.
– Eso no quita: es guapo, está vivo, es modelo.
– ¡Te vas a desmayar!
– No, voy a cortar la foto y meterla en mi cartera… ¡Oh, Shirley, es una señal!
– ¿Una señal de qué?
– Una señal de que va a volver a mi vida.
– ¿Tú crees en esas gilipolleces?
Jo asintió con la cabeza. Sí, y hablo con las estrellas, pensó sin atreverse a decirlo.
– Vamos, señora, sígame, vamos a aclarar -la interrumpió Denise-. Va usted a sentirse completamente nueva…
Y los cabellos de Isolda la rubia, tan dorados y relucientes, no serán nada en comparación con los míos… pensó Joséphine sentándose tras la pila de lavado.
Las grandes agujas del reloj se situaron en las cinco y media. Iris se sorprendió observando la puerta del café con ansiedad. ¿Y si no venía? ¿Y si, en el último minuto, él decidía que no valía la pena? Por teléfono, el director de la agencia le había parecido Cortès, preciso. «Sí, señora, la escucho…».
Le había explicado lo que deseaba. Él había planteado algunas preguntas y había añadido: «¿Conoce usted nuestras tarifas? Doscientos cuarenta euros diarios en día de diario, el doble los fines de semana». «No, el fin de semana no le necesitaré». «Muy bien, señora, podríamos fijar una primera cita, digamos, dentro de una semana». «¿Una semana, está usted seguro?». «Absolutamente, señora. Una cita en algún lugar, preferentemente donde no vaya usted nunca, en el que no corramos el riesgo de cruzarnos con algún conocido suyo». «Les Gobelins», había propuesto Iris. Sonaba misterioso, clandestino, incluso un poco turbio. «¿Les Gobelins, señora? Muy bien. Digamos a las diecisiete treinta en el café del mismo nombre, avenida Gobelins a la altura de la calle Pirandello. Reconocerá fácilmente a nuestro hombre: llevará un sombrero de lluvia Burberry, todos lo llevan, no llamará la atención. Él le dirá "hace un frío estremecedor" y usted responderá "ya lo creo"». «Perfecto -había respondido Iris sin pestañear-, allí estaré, adiós señor». ¡Qué fácil! Había dudado tanto tiempo antes de decidirse a llamar, y ya estaba hecho. La cita estaba fijada.
Miró a la gente sentada a su alrededor. Estudiantes que leían, una o dos mujeres solas que parecían esperar, como ella. Unos hombres bebiendo en la barra, la mirada perdida en el vacío. Se escuchó un ruido de cafetera, órdenes, la voz de Philippe Bouvard contando un chiste en la radio, era la hora del programa de humor: «Sabes la historia del marido que le dice a su mujer: "Querida, cuando tienes un orgasmo, nunca me lo dices". Y la mujer responde: "¡Claro que no! Nunca estás allí"». El camarero rio detrás de la barra.
A las diecisiete treinta en punto, un hombre entró en el café, llevando el famoso sombrero con motivos escoceses. Un hombre guapo, joven, ágil, sonriente.
Dio una rápida mirada al horizonte y sus ojos se posaron enseguida en Iris, que inclinó la cabeza para señalar que sí, que era ella. Puso cara de sorpresa y se acercó, pronunciando la frase prevista a media voz:
– Hace un frío estremecedor.
– Ya lo creo.
Le tendió la mano y le señaló que le gustaría sentarse a su lado si tenía la gentileza de quitar de la silla su bolso y su abrigo.
– No es prudente dejar su bolso a la vista de cualquiera sobre una silla…
Se preguntó si era también una frase clave, pues la pronunció con el mismo tono que su comentario de presentación anterior.
– ¡Oh! No tengo nada de valor en el interior.
– Sí, pero, el bolso, en sí mismo, es valioso -remarcó él posando sus ojos sobre las siglas Vuitton.
Iris hizo un gesto con la mano para indicar que no era un problema, que no le importaba especialmente, y el hombre hizo un pequeño gesto retirando el mentón y mostrando su desaprobación.
– Permítame insistir en que sea prudente. Hacerse desvalijar es siempre una experiencia dolorosa, no tiente usted al diablo.
Iris le escuchaba sin atender. Tosió para mostrarle que había llegado la hora de pasar a cosas serias y, como él no parecía entenderlo, miró de forma evidente varias veces su reloj.
– Es usted impaciente, señora, voy pues a empezar…
Hizo una seña al camarero y pidió un refresco de naranja bien fresco, sin hielo.
– No me gusta el hielo. Para el hígado son muy malas las bebidas heladas…
Iris se frotó las manos bajo la mesa, su corazón latía fuertemente. Todavía podría irme, irme enseguida…
El carraspeó y después se decidió a hablar:
– Así pues, como usted nos pidió, me he encargado de seguir a su marido, el señor Philippe Dupin. Le localicé el jueves 11 de diciembre a las ocho y diez de la mañana ante su domicilio y le seguí, apoyado en esto por dos colegas, sin interrupción hasta ayer por la noche, 20 de diciembre, a las veintidós treinta, hora a la que volvió a su domicilio.
– Es exacto -respondió Iris con voz apagada.
El camarero vino a dejar el refresco y pidió que se saldase la cuenta, pues su servicio terminaba. Iris pagó e hizo una señal de que se quedase con el cambio.
– Su marido tiene una vida muy organizada. No parece esconderse. El seguimiento fue, pues, muy sencillo. Pude identificar a la mayoría de sus citas salvo a un interlocutor que me cuesta…
– ¡Ah! -dijo Iris, sintiendo cómo su corazón se aceleraba.
– Un hombre al que ha visto dos veces, con tres días de intervalo, en un café del aeropuerto de Roissy. Una vez a las once y media de la mañana, la otra a las tres de la tarde. Cada encuentro duró una hora corta… Un hombre de unos treinta años, con un maletín negro, un hombre con el que parece tener conversaciones serias. El hombre le ha enseñado fotos, documentos escritos, recortes de periódico. Su marido asentía con la cabeza, y después le hizo numerosas preguntas mientras el hombre escuchaba y tomaba notas…
– ¿Tomaba notas? -repitió Iris.
– Sí. Entonces pensé que debía de ser una cita de negocios… Me las he arreglado, no le diré cómo, para tener una fotocopia de su agenda, en la que no hay ni rastro de esas citas. No las anotó en su cuaderno, ni habló de ello con su secretaria ni con la más cercana de sus colaboradoras, la señora Vibert.
– ¿Cómo puede usted saber todo eso? -preguntó Iris, extrañada de una intrusión tal en la vida de su marido.
– Eso es asunto mío, señora. En fin, sin revelarle nuestros procedimientos, sabemos que no son citas de negocios.
– ¿Tiene usted fotos del hombre en cuestión?
– Sí -dijo sacando un fajo de un porta documentos.
Lo extendió bajo la mirada de Iris, que se inclinó con el corazón en un puño. El hombre tenía en efecto unos treinta años, el pelo castaño, corto, los labios finos y gafas de concha. Ni guapo ni feo. Un hombre corriente. Hizo un esfuerzo de memoria, pero tuvo que reconocer que nunca lo había visto.
– Su marido le dio dinero líquido y se separaron estrechándose la mano. Aparte de esos dos encuentros, su marido parece tener una vida organizada únicamente en torno a sus negocios. Ningún encuentro personal, ninguna cita furtiva, ninguna estancia en un hotel… ¿Desea usted que continúe el seguimiento?
– Me gustaría saber quién es ese hombre -dijo Iris.
– He seguido al desconocido tras esas dos citas. Una vez tomó un avión a Basilea, la otra a Londres. Es todo lo que he podido saber. Podría saber más, pero sería necesario un seguimiento más profundo, más largo… Poder viajar al extranjero. Eso significa forzosamente gastos suplementarios…
– Ha venido expresamente a París… para ver a mi marido -pensó Iris en voz alta.
– Sí, y ahí radica el misterio.
– Al mismo tiempo, entramos en el periodo de Navidad. Mi marido va a pasar las vacaciones con nosotros fuera unos días y…
– No quiero presionarla, señora. Un seguimiento es caro. Quizás quiera usted pensárselo y volver a llamarnos si quiere que continuemos.
– Sí -respondió Iris, preocupada-. En efecto, quizás sea lo mejor.
Quedaba, sin embargo, una pregunta que no se atrevía a hacer y que le quemaba en los labios. Dudó. Bebió un trago de agua.
– Me gustará preguntarle -comenzó balbuceando-. Me gustaría saber si… si tuvieron gestos…
– ¿Gestos físicos, dejando adivinar intimidad entre ellos?
– Sí -tragó Iris, avergonzada por plantear sus dudas ante un perfecto desconocido.
– Ninguno, pero sí existía auténtica complicidad. Hablaron de una forma que parecía directa, precisa. Cada uno parecía saber exactamente lo que esperaba del otro.
– Pero ¿por qué mi marido le dio dinero?
– No tengo ni idea, señora. Necesitaría más tiempo para saberlo.
Iris levantó la mirada hacia el reloj del café. Las seis y cuarto. Ya no sabría más. La invadió un enorme desaliento. Se sentía a la vez decepcionada y aliviada de no haberse enterado de nada. Sentía la amenaza de un peligro a su alrededor.
– Creo que necesito reflexionar -murmuró.
– Perfecto, señora. Quedo a su disposición. Si quiere usted seguir, llame a la agencia, volverán a asignarme el asunto.
Apuró su vaso, chascó varias veces la lengua como si probara un buen vino y, con aspecto satisfecho, añadió:
– En espera de sus noticias, le deseo a usted felices fiestas y…
– Muchas gracias -le interrumpió Iris sin mirarle-. Muchas gracias…
Le tendió la mano, distraída, y le vio alejarse.
Ayer por la noche, Philippe había vuelto a dormir con ella. Había dicho simplemente: «Creo que Alexandre está preocupado, no es bueno para él que nos vea dormir separados».
El silencio puede ser signo de una gran alegría para la que no se encuentran palabras. A veces es también una forma de demostrar desprecio. Es lo que había sentido Iris la víspera. El desprecio de Philippe, por primera vez en su vida.
Vio el sombrero escocés doblar la esquina de la calle y se dijo que necesitaba reconquistar la estima de su marido a cualquier precio.
Eran las seis y media cuando Joséphine y Shirley salieron de la peluquería. Shirley agarró a Jo del brazo y la forzó a mirarse en el escaparate de una tienda Conforama, iluminado por un gran neón rojo que desplegaba las letras de la marca de muebles.
– ¿Quieres que compre una cama o un armario? -preguntó Joséphine.
– Quiero que veas lo guapa que estás.
Joséphine miró el reflejo que le devolvía el escaparate y tuvo que reconocer que no estaba nada mal. La peluquera le había dado más luminosidad a su pelo, que tenía un aspecto más joven. Inmediatamente pensó en el hombre de la parka y se dijo que quizás, si volvía a la biblioteca, la invitaría a tomar un café.
– Es verdad… has tenido una buena idea. No voy nunca a la peluquería. Es tirar el dinero…
E inmediatamente se arrepintió de haber pronunciado esas palabras, pues el espectro del dinero que le iba a faltar la cogió por la garganta y la hizo estremecerse.
– ¿Y yo? ¿Qué te parezco? -dijo Shirley girando sobre sí misma y retocándose sus rizos platino.
Había levantado el cuello de su largo abrigo y giraba con los brazos en corola y la cabeza vuelta como una bailarina graciosa y frágil.
– Oh, yo siempre te encuentro guapa. Bella hasta seducir a todos los santos del calendario -respondió Jo para alejar de su mente el espectro de la bancarrota.
Shirley se echó a reír y entonó un viejo éxito de Queen, dando saltos por la calle: «We are the champions, my friend, we are the champions of the world… We are the champions, we are the champions!». Se puso a bailar por las calles desiertas, rodeadas de edificios grises y fríos. Saltaba con sus largas piernas, rebotando, dislocando sus caderas, simulaba tocar una guitarra eléctrica y expresaba cantando su alegría por haber embellecido a Joséphine.
– De ahora en adelante, te pago la peluquería una vez al mes.
Una ráfaga de viento helado vino a interrumpir su número musical. Cogió el brazo de Jo para entrar en calor. Caminaron un rato sin decir nada. Había anochecido y los pocos peatones con los que se cruzaban avanzaban a ciegas, la cabeza gacha, con prisas por llegar a sus casas.
– No es esta noche cuando podrás comprobar si gustas -murmuró Shirley-, todos van mirándose los zapatos.
– ¿Crees que el hombre de la parka me va a mirar? -preguntó Jo.
– Si no te ve, es que tiene los ojos llenos de mierda.
Había contestado con un tono tan categórico que Joséphine se sintió henchida de felicidad. ¿Es posible que me haya vuelto guapa? Se preguntó buscando un escaparate para contemplarse.
Estrechó el brazo de su amiga contra ella. Y, ya que por primera vez en su vida se sentía guapa, encontró valor.
– Dime Shirley… ¿puedo hacerte una pregunta? Una pregunta un poco personal. Si no quieres responderme, no lo hagas…
– Venga, suéltalo.
– Es algo indiscreto, te aviso. No quiero que te enfades.
– Oh, Joséphine, come on.
– Bueno, entonces, me lanzo. ¿Por qué no hay un hombre en tu vida?
Apenas hizo la pregunta, se arrepintió. Shirley retiró su brazo de un golpe seco y se ensombreció. Dio un salto a un lado y continuó avanzando a grandes zancadas, distanciándose rápidamente de Jo.
Joséphine se vio obligada a correr para alcanzarla.
– Lo siento, Shirley, lo siento… no debía, pero, entiéndelo, eres tan hermosa, y al verte siempre sola, yo…
– Hace tiempo que temo que me hagas esa pregunta.
– No estás obligada a responderme, te lo aseguro.
– ¡Y no te responderé! ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
Una nueva ráfaga de viento las golpeó en pleno rostro y se estremecieron a la vez, juntándose la una contra la otra.
– Es siniestro -protestó Shirley-. Se diría que hoy es el día del juicio final.
Joséphine se forzó a reír para disipar el malestar entre ellas.
– Tienes razón. Podrían poner algo más de iluminación por aquí, ¿no? Habría que quejarse al ayuntamiento…
Decía cualquier cosa para cambiar el humor de su amiga.
– Otra pregunta pues… Más anodina.
Shirley gruñó algo que Joséphine no entendió.
– ¿Por qué llevas el pelo tan corto?
– Tampoco voy a responderte.
– Ah… Esa no era una pregunta indiscreta.
– No, pero tiene una relación directa con tu primera pregunta.
– Oh. Lo siento… Me callo.
– Si es para hacer otras preguntas así, será lo mejor.
Continuaron caminando en silencio. Joséphine se mordía la lengua. Siempre es así, cuando mejor se siente uno, se envalentona y suelta una tontería. Hubiera hecho mejor callándome.
Perdida en sus pensamientos, no vio que Shirley se había parado y chocó contra ella.
– ¿Quieres que te diga una cosa, Jo? Sólo una… I give you a hint…
Jo asintió con la cabeza, agradecida de que Shirley no estuviese enfadada.
– El pelo largo y rubio trae mala suerte. Arréglatelas con eso.
Y retomó su marcha en solitario.
Joséphine la siguió, dejándola caminar unos metros por delante. El pelo largo y rubio trae mala suerte. ¿Había traído mala suerte a Shirley? La imaginó adolescente con una larga cabellera rubia y todos los chicos de su pueblo espiándola, siguiéndola, acosándola. Su larga cabellera rubia flotaba al viento como un estandarte que provocaba avidez, deseo. Se lo había cortado.
Fue entonces cuando, sin que los hubiesen visto llegar, surgieron tres chicos que se lanzaron sobre ellas y les arrancaron los bolsos. Jo recibió un violento puñetazo y gimió, llevándose la mano a la nariz que le parecía que sangraba. Shirley vociferó una retahíla de insultos en inglés y fue en su persecución. Jo asistió, atónita, a la paliza que les dio Shirley. Sola contra tres. En una tormenta de empujones, patadas y puñetazos, los tiró al suelo lanzando sobre ellos una violencia inusitada. Uno de los tres blandió un cuchillo y Shirley, golpeándole con todas sus fuerzas con la punta del pie, lo envió lejos.
– ¿Tenéis suficiente o queréis más? -les amenazó agachándose para recuperar sus bolsos.
Los tres chicos se sujetaban las costillas y se retorcían por el suelo.
– Me has roto un diente, hija de puta -le lanzó el más fanfarrón.
– ¿Sólo uno? -respondió Shirley soltándole una nueva patada en la boca.
El chico lanzó un grito y se hizo una bola para protegerse. Los otros dos se levantaron y huyeron, corriendo como si les persiguiese el diablo. El que quedó en el suelo gemía. Se puso a arrastrarse sobre los codos. «¡Puta, jodida puta!», balbuceó al constatar que escupía sangre. Shirley se agachó, le agarró por el cuello de su cazadora y, forzándole a permanecer a cuatro patas, le desnudó por completo. Le arrancó la ropa como si desnudara a un niño. Hasta que quedó en slip y calcetines, de cuclillas, en medio de la explanada. Le arrancó una placa de metal que tenía colgada al cuello y le ordenó que la mirara directamente a los ojos.
– Ahora, gilipollas, me vas a escuchar. ¿Por qué nos has atacado? Porque somos dos mujeres solas, ¿verdad?
– Pero, señora. No ha sido idea mía, ha sido mi colega, que…
– ¡Cagón, cobarde, debería darte vergüenza!
– Devuélvame mi placa, señora, devuélvamela…
– ¿Nos habrías devuelto tú los bolsos, eh? ¡Responde!
Le golpeó la cabeza contra el suelo. Gritó, prometió que no lo haría nunca más, que nunca tocaría a una mujer sola. Se retorcía, desnudo y blanco, sobre el suelo negro.
Shirley, manteniendo la presión sobre el chico en el suelo, se acercó a una alcantarilla y dejó caer la placa de metal. Se escuchó el ruido sordo de la placa rebotando en el fondo del respiradero. El chico soltó un insulto, y Shirley le dio un nuevo golpe en la nuca, esta vez con el codo. Doblado en dos por el dolor, eligió no resistirse más y se tumbó en el suelo.
– Ya ves, acabo de hacer contigo aproximadamente lo que tú nos has hecho antes. Tu placa se ha perdido. Así que lárgate y piénsatelo. ¿Has entendido, gilipollas?
El chico, con el brazo todavía levantado para protegerse, se puso en pie titubeando, hizo un gesto para recoger su ropa, pero Shirley sacudió la cabeza.
– Te vas a largar así, en slip y calcetines. Vamos, gilipollas.
Se fue sin protestar. Shirley esperó a que hubiese desaparecido. Hizo una bola con su ropa y la tiró en un contenedor de obra. Después se arregló, estiró su pantalón, se colocó el abrigo y lanzó una última palabrota en inglés.
Joséphine la miraba fijamente, estupefacta por la demostración de violencia a la que acababa de asistir. Estaba sin aliento. Dirigió una mirada muda a Shirley, que se encogió de hombros y soltó:
– Esto también forma parte del hecho de que no tenga novio. ¡Segunda pista!
Se acercó a Jo, observó su nariz que sangraba, sacó un pañuelo del bolsillo y se la taponó. Joséphine hizo una mueca de dolor.
– Está bien -dijo Shirley-. No está rota. ¡Sólo un golpetazo! Mañana va a ponerse de todos los colores. Dirás que te has golpeado contra la puerta de cristal de la peluquería al salir. Ni una palabra a los niños esta noche, ¿de acuerdo?
Joséphine asintió. Le hubiese gustado preguntarle a Shirley dónde había aprendido a pelear, pero ya no se atrevía a hacer ninguna pregunta.
Shirley abrió su bolso y verificó que no faltaba nada.
– ¿Lo tienes todo?
– Sí…
– ¡Vamos!
La cogió del brazo y la forzó a avanzar. A Joséphine le temblaban las rodillas y pidió pararse para recobrar el aliento.
– Es normal -dijo Shirley-. Es tu primera pelea. Después te acostumbras. ¿Te sientes capaz de hacer frente a los niños sin decir nada?
– Me bebería una copita. La cabeza me da vueltas.
En la entrada del edificio, vieron a Max Barthillet sentado en los escalones al lado del ascensor.
– No tengo llave y mi madre no ha vuelto…
– Déjale una nota, dile que la estás esperando en mi casa. -decidió Shirley con un tono tan autoritario que el chico asintió-. ¿Tienes algo con lo que escribir?
Le contestó que sí enseñándole la cartera. Y subió a pie los dos pisos para dejar una nota en su puerta.
Jo y Shirley tomaron el ascensor.
– ¡No tengo regalo para él! -dijo Jo mirándose la nariz en el espejo del ascensor-. Jolines, estoy desfigurada.
– Joséphine, ¡cuándo dirás joder como todo el mundo! Le daré un billete en un sobre, es lo que más necesitan los Barthillet en este momento.
Giró el rostro de Jo hacia ella, inspeccionando cuidadosamente su nariz.
– Voy a ponerte un poco de hielo… Y recuerda: te has golpeado con la puerta de cristal de la peluquería. ¡No metas la pata! Es Navidad, no se la vamos a estropear y a aterrorizarlos.
Joséphine fue a buscar a las niñas y los regalos que había escondido en el estante más alto del armario de su habitación. Ellas se burlaron de la torpeza de su madre y de su nariz hinchada. Cuando llamaron a la puerta de Shirley, oyeron villancicos en inglés y Shirley abrió la puerta con una gran sonrisa. A Jo le costó reconocer a la furia que había derrotado a tres delincuentes.
Hortense y Zoé lanzaron gritos de alegría al abrir sus regalos. Gary descubrió el iPod que Jo le había comprado y dio un salto de alegría. «¡Yes, Jo! -rugió-, ¡mamá no quería que tuviese uno! Eres realmente demasiado. ¡Demasiado demasiado!». Y se le echó al cuello, aplastándole la nariz. Zoé miraba sin creérselo sus películas de Disney y acariciaba el lector de DVD. Hortense estaba estupefacta: su madre le había comprado el último modelo de Apple, ¡y no un aparato en oferta! Y Max Barthillet contemplaba el billete de cien euros que Shirley había metido en un sobre con unas palabras.
– ¡Joder! -agradeció con una sonrisa maravillada-. Eres una tía guay, Shirley, ¡has pensado en mí! Por eso mamá no está aquí. Sabía que hacías una fiesta y no me dijo nada para darme una sorpresa.
Joséphine giró la cabeza hacia Shirley para hacerle una seña de complicidad. Tendió su regalo a Shirley: una edición original de Alicia en el país de las maravillas, en inglés, que había encontrado en un puesto en Puces. Y Shirley le regaló un magnífico cuello redondo en cachemira negra.
– Para pavonearse en Megéve.
Jo la estrechó entre sus brazos. Shirley hizo un movimiento de abandono que la volvió ligera y suave. «Las dos juntas hacemos un buen equipo», murmuró Shirley. Jo no supo qué responder y la estrechó más fuerte.
Gary había cogido el ordenador de Hortense y le enseñaba cómo utilizarlo. Max y Zoé estaban absortos con las películas de Walt Disney.
– ¿Todavía ves dibujos animados? -preguntó Jo a Max.
El la miró con la mirada brillante de un niño pequeño y Jo estuvo otra vez a punto de echarse a llorar. Tengo que tener cuidado para no convertirme en una fuente, se dijo. Esta fiesta que a ella no le apetecía por culpa de la ausencia de Antoine se desarrollaba como no había osado imaginar. Shirley había montado y adornado un abeto. La mesa estaba decorada con ramas de acebo, copos de nieve de algodón hidrófilo y estrellas de papel dorado. Largas velas rojas ardían en candelabros de madera, dando a toda la escena la apariencia de un sueño.
Descorcharon champán, devoraron el pavo con castañas, un tronco de chocolate y café, receta secreta de Shirley y, después, terminada la cena, echaron la mesa a un lado y bailaron.
Gary bailó con Hortense una canción lenta y melódica y las dos madres les vieron bailar mientras sorbían el champán.
– Qué guapos están -dijo Jo un poco achispada-. Has visto: Hortense no se ha hecho de rogar. Me parece incluso que baila demasiado cerca.
– Porque sabe que él le va a ayudar a poner en marcha su ordenador.
Joséphine le dio un codazo en las costillas y Shirley lanzó un grito de sorpresa.
– ¡No toques a la mujer kárate o lo vas a pasar mal!
– Y tú, deja de ver maldad en todo.
A Joséphine le hubiese gustado detener el tiempo, quedarse con ese momento de felicidad y guardarlo en una botella. La felicidad, pensó, está hecha de pequeñas cosas. Siempre se la espera con mayúsculas, pero llega a nosotros de puntillas y puede pasar bajo nuestras narices sin darnos cuenta. Esta noche, la había agarrado y no la soltaba. Por la ventana, percibió las estrellas en el cielo y tendió su vaso hacia ellas.
Hubo que volver a casa y acostarse.
Estaban en el descansillo cuando la señora Barthillet vino a buscar a Max. Tenía los ojos enrojecidos y se excusó con que se le había metido polvo a la salida del metro. Max exhibió su billete de cien euros. La señora Barthillet dio las gracias a Shirley y Jo por haber cuidado de su hijo.
A Jo le costó mucho acostar a sus hijas. Daban saltos en sus camas y gritaban de alegría por la partida al día siguiente hacia Megéve. Zoé quiso verificar diez veces que su maleta estaba bien hecha, que no había olvidado nada. Jo consiguió por fin atraparla, hacer que se pusiese el pijama y acostarla. «¡Estoy plof, mamá, completamente plof!». Había bebido demasiado champán.
En el cuarto de baño, Hortense se limpiaba la cara con leche desmaquillante que le había comprado Iris. Pasaba y repasaba el algodón sobre su piel e inspeccionaba las impurezas recogidas. Hortense se volvió y preguntó:
– Mamá. Todos esos regalos, ¿eres tú la que los ha pagado? ¿Con tu dinero?
Joséphine asintió.
– Pero entonces, mamá, ¿ahora somos ricas?
Joséphine estalló de risa y se sentó en el borde de la bañera.
– He encontrado un nuevo trabajo: hago traducciones. Pero chissst, es un secreto, no hay que decírselo a nadie. Si no se acabó. ¿Prometido?
Hortense le tendió la mano y repitió prometido.
– Me han dado ocho mil euros por la traducción de una biografía de Audrey Hepburn y quizás obtenga muchas más…
– ¿Y tendremos mucho dinero?
– Tendremos mucho dinero.
– ¿Y podré tener un portátil? -preguntó Hortense.
– Quizás -dijo Joséphine, feliz de ver un brillo de alegría en los ojos de su hija.
– ¿Y nos cambiaremos de casa?
– ¿Tanto te fastidia vivir aquí?
– Ay, mamá, ¡es tan vulgar! ¿Cómo quieres que haga relaciones aquí?
– Tenemos amigos. Mira la velada tan formidable que acabamos de pasar. ¡Vale todo el oro del mundo!
Hortense arrugó el semblante.
– A mí me gustaría vivir en París, en un buen barrio… Ya sabes, tener relaciones es tan importante como los estudios que se hacen.
Estaba fresca, alta y hermosa en su pequeña camiseta de tirantes y su pantalón de pijama rosa. Todo en su rostro indicaba seriedad y determinación. Jo se oyó decir:
– Te prometo, cariño, que, cuando haya ganado suficiente dinero, iremos a vivir a París.
Hortense soltó el algodón y se lanzó a abrazar a su madre.
– ¡Ay, mamá, mi mamaíta querida! ¡Cómo me gusta cuando eres así! ¡Cuando eres fuerte! ¡Decidida! De hecho, no te lo había dicho: te sienta muy bien tu nuevo peinado y tus mechas. ¡Estás muy guapa! Como una flor…
– ¿Me quieres un poco entonces? -preguntó Joséphine, intentando parecer despreocupada y no estar implorando.
– Ay, mamá, te quiero con locura cuando eres una ganadora. No soporto cuando eres una cosita triste, inexistente. Me pone de los nervios… peor aún, me da miedo. Me digo que nos vamos a hundir.
– ¿Cómo?
– Me digo que al primer gran problema vas a flaquear, y eso me aterroriza.
– Te voy a prometer algo, mi niña querida, no nos vamos a hundir. Voy a trabajar como una loca, ganar mucho dinero y nunca más tendrás miedo.
Joséphine abrazó el cuerpo cálido y suave de su hija y se dijo que, ese momento, ese momento de intimidad y amor con Hortense, era el mejor regalo de Navidad.
Al día siguiente, sobre el andén F de la estación de Lyon, el andén donde estaba estacionado el tren 6745 en dirección Lyon, Annecy, Sallanches, a Zoé le dolía la cabeza, Hortense bostezaba y Joséphine enarbolaba una nariz violeta, verde y amarilla. Estaban esperando sobre el andén, con los billetes confirmados en la mano, a que Iris y Alexandre se unieran a ellas.
Esperaban con las manos agarrando el asa de sus maletas, por miedo a que se las robaran, y recibiendo los empujones de los pasajeros apresurados. Esperaban atentas a la gran aguja del reloj que avanzaba inexorablemente hacia la hora de salida.
Dentro de diez minutos el tren partiría. Joséphine giraba la cabeza en todos los sentidos, esperando atrapar al vuelo la imagen de su hermana acompañada del pequeño Alexandre corriendo hacia ellas. No fue esa imagen tranquilizadora la que vio, sino otra que fijó con actitud de perro de presa.
Volvió la cabeza rogando al cielo para que sus hijas no vieran lo que ella acababa de ver: a Chef sobre el mismo andén que ellas besando en la boca a Josiane, su secretaria, y ayudándola después a montar en el tren con mil recomendaciones, ruidos de besos y delicadezas. Es ridículo, pensó Joséphine, ¡se diría que lleva el santo sacramento! Giró una vez más la cabeza para comprobar que no era una alucinación y sorprendió de nuevo a su padrastro subiendo los escalones del tren detrás de la generosa Josiane.
Ordenó pues una movilización general, diciendo a las niñas que montasen rápidamente en el vagón 33 que estaba en la cabecera del andén.
– ¿No esperamos a Iris y Alexandre? -preguntó Zoé gruñendo. Me duele la cabeza mamá, ayer bebí demasiado champán.
– Los esperaremos en el interior. Tienen sus asientos, nos encontrarán. Venga, vamos, ordenó Jo con voz firme.
– ¿Y Philippe no viene? -se inquietó Hortense.
– Se reunirá con nosotros mañana, tiene trabajo.
Arrastrando las maletas, descifrando el número de los vagones que pasaban, se alejaron del sitio fatal donde Chef abrazaba a Josiane.
Jo se volvió una última vez para percibir de lejos a Iris y Alexandre, que llegaban corriendo como locos.
Se instalaron en sus asientos en el momento que el tren se ponía en marcha. Hortense se quitó su plumífero, lo dobló cuidadosamente y lo colocó perfectamente en el lugar reservado para los abrigos. Zoé y Alexandre comenzaron a contarse inmediatamente la velada de ayer con grandes gestos, lo que exasperó a Iris que les reprimió severamente.
– Van a terminar idiotas, te lo juro. Pero ¿qué te ha pasado? ¡Estás desfigurada! ¿Has hecho judo? Ya no tienes edad, ¿sabes?
Cuando el tren arrancó, tomó a Jo aparte y le dijo:
– Ven, vamos a tomar un café.
– ¿Ahora mismo? -preguntó Jo temiendo encontrar a Josiane y a Chef en el vagón restaurante.
– Tengo que decirte algo importante. ¡Cuanto antes!
– Pero podemos hablar y quedarnos en nuestro sitio.
– No -ordenó Iris entre dientes-. No quiero que lo oigan los niños.
Jo recordó entonces que Chef y su madre pasaban las Navidades en París. Así que no había montado en el tren. Se resignó a seguir a Iris. Se iba a perder su tramo preferido: cuando el tren atravesaba las afueras de París, se hundía como una flecha de acero en un camino de marquesinas y pequeñas estaciones aumentando su velocidad. Ella intentaba descifrar el nombre de las estaciones. Al principio lo conseguía, después se saltaba la mitad de las letras, la cabeza le daba vueltas y no leía nada. Entonces cerraba los ojos y se dejaba llevar: el viaje podía comenzar.
Apoyadas en la barra del vagón restaurante, Iris daba vueltas y vueltas a la cucharita de plástico dentro de su café.
– ¿Te pasa algo? -preguntó Jo, sorprendida de verla tan sombría y nerviosa.
– Estoy con la mierda al cuello, Jo, con la mierda realmente al cuello.
Jo no dijo nada y pensó que no era la única. Yo también estaré metida en un buen marrón dentro de quince días. A partir del 15 de enero, exactamente.
– ¡Y sólo tú puedes sacarme!
– ¿Yo? -articuló Joséphine, atónita.
– Sí, tú. Ahora escúchame y no me interrumpas. Ya es bastante difícil de explicar, así que si me interrumpes…
Joséphine asintió. Iris bebió un sorbo de café y, clavando sus grandes ojos azul violeta en su hermana, comenzó:
– ¿Te acuerdas de aquella trola que solté una noche en la que simulé que escribía un libro?
Joséphine, muda, asintió. Los ojos de Iris le producían siempre el mismo efecto: la dejaban hipnotizada. Le hubiese gustado pedirle que apartara ligeramente la cabeza, que no la mirase de esa forma, pero Iris hundía su mirada profunda y de una intensidad casi negra en la de su hermana. Sus largas pestañas añadían un toque grisáceo o dorado según la luz que captaran al cerrarse o al abrirse.
– Pues bien, ¡voy a escribir!
Joséphine, extrañada, dijo:
– Bueno, esa es más bien una buena noticia.
– No me cortes, Jo, no me cortes. Créeme, necesito todas mis fuerzas para decirte lo que tengo que decirte porque no es fácil.
Inspiró profundamente, escupió el aire con irritación como si le hubiese quemado los pulmones y continuó:
– Voy a escribir una novela histórica sobre el siglo XII tal y como presumí aquella noche… Llamé ayer al editor. Está encantado. Le he soltado, para que se le haga la boca agua, algunas anécdotas que afortunadamente tú me habías soplado: la historia de Rollon, de Guillermo el Conquistador, de su madre la lavandera, las «banalidades», y patatín y patatán, hice una especie de ensaladilla con todo eso y ¡parecía completamente subyugado! ¿Para cuándo puedes tenerlo?, me preguntó. Le dije que no lo sabía, que no tenía ni idea. Entonces me prometió un buen anticipo si le ofrecía una veintena de páginas lo antes posible. Para ver cómo escribo y si doy la talla. Porque, me dijo, para ese tipo de temas, hace falta ciencia y esfuerzo.
Joséphine escuchaba y opinaba en silencio.
– El único problema es que yo no tengo ni ciencia ni esfuerzo. Y ahí es donde intervienes tú.
– ¿Yo? -dijo Jo tocándose el pecho con el dedo.
– Sí, tú.
– No veo muy bien cómo, sin querer ofenderte…
– Tú intervienes para que las dos firmemos un contrato secreto. ¿Te acuerdas cuando, siendo pequeñas, hacíamos el juramento de sangre?
Joséphine dijo sí con la cabeza. Y después, hacías lo que querías conmigo. Me aterrorizaba la idea de romper el juramento y morir de golpe.
– Un contrato del que no hablaremos con nadie, ¿comprendes? Con nadie. Un contrato que sirva a los intereses de ambas. Tú necesitas dinero. No digas que no. Necesitas dinero. Yo necesito respetabilidad y una nueva imagen, no te explico el porqué, sería demasiado complicado y, además, no estoy segura de que lo entendieses. No comprenderías la urgencia que tengo.
– Puedo intentarlo si me lo explicas -propuso tímidamente Joséphine.
– ¡No! Y, además, no tengo ganas de explicártelo. Así que lo que vamos a hacer es muy simple: tú escribes el libro y recibes el dinero, yo lo firmo y me voy a venderlo en la tele, en la radio, en los periódicos… Tú produces la materia prima, yo me encargo del servicio posventa. Porque hoy en día, un libro, no basta con escribirlo, ¡hay que venderlo! Mostrarse, hablar de una, tener el pelo limpio y brillante, estar bien maquillada, tener una imagen, cuál todavía no lo sé, dejarse fotografiar en el mercado, en el cuarto de baño, de la mano con el marido o con el amante, bajo la torre Eiffel, ¡yo qué sé! Muchas cosas que no tienen nada que ver con el libro, pero que le aseguran el éxito. Yo soy muy buena en eso, ¡y tú no sirves! Yo no sirvo para escribir, ¡y a ti se te da de maravilla! Nosotras dos, poniendo lo mejor de cada una, ¡seremos perfectas! Te lo repito, para mí, no es una cuestión de dinero, todo el dinero será para ti.
– ¡Pero eso es un fraude! -protestó Joséphine.
Iris la miró resoplando de desesperación. Sus grandes ojos barrieron a Jo de un golpe de pestañas exasperado, levantó las cejas y se hundió de nuevo en la mirada de su hermana como un ave rapaz.
– Estaba segura. ¿Y qué parte es un fraude si todo el dinero es para ti? Yo no me quedo ni un céntimo. Te lo doy todo. ¿Lo entiendes, Jo? ¡Todo! No te estoy estafando, no te robo, te doy exactamente lo que más necesitas en este momento: dinero. Y, a cambio, sólo te pido una pequeña mentira… ni siquiera una mentira, un secreto.
Joséphine hizo una mueca de desconfianza.
– No te pido que hagas eso el resto de tu vida. Te pido sólo que lo hagas una vez y después nos olvidamos. Después cada una volverá a su sitio y continuará su vida tranquilamente. Salvo que…
Joséphine la interrogó con la mirada.
– Salvo que en ese tiempo tú habrás ganado dinero y yo habré resuelto mi problema.
– ¿Y cuál es tu problema?
– No tengo ganas de hablarte de ello. Debes confiar en mí.
– Como cuando éramos pequeñas…
– Exactamente.
Joséphine miró el paisaje que desfilaba y no respondió.
– Jo, te lo suplico, ¡hazlo por mí! ¿Qué tienes que perder?
– No estoy pensando en esos términos…
– ¡Oh, venga! ¡No me digas que tú eres clara como el agua de la fuente y que no me escondes nada! He sabido que trabajas para el despacho de Philippe a escondidas, sin decírmelo. ¿Crees que eso está bien? ¡Haciendo cosas a escondidas con mi marido!
Joséphine se ruborizó y balbuceó:
– Philippe me pidió que no dijera nada y como necesitaba ese dinero…
– Pues bien, en mi caso, es lo mismo: te pido que no digas nada y te doy el dinero que necesitas.
– No estaba orgullosa de ocultarte algo.
– ¡Sí, pero lo has hecho! Lo has hecho, Joséphine. ¿Así que quieres hacerlo por Philippe y no por mí? ¡Tu propia hermana!
Joséphine empezaba a ceder. Iris lo intuyó. Adoptó una voz más suave, casi suplicante, y llenó sus ojos, que seguían fijos en su hermana, de una muda ternura.
– Escúchame, Jo. Además, me haces un favor. Un inmenso favor. A mí, tu hermana. Siempre he estado a tu lado, siempre me he ocupado de tí, nunca te he dejado en la necesidad o la miseria. Cric y Croe… ¿recuerdas? Desde que éramos muy pequeñas. Soy tu única familia. Ya no tienes a nadie. Ni madre, pues ya no la ves y ella está REALMENTE enfadada contigo, ni padre, ni marido… Sólo me tienes a mí.
Joséphine se estremeció y se rodeó con los brazos. Sola y abandonada. Había creído, en la euforia del primer cheque, que le iban a llover proposiciones, y se veía obligada a constatar que no había nada de eso. El hombre que le había felicitado por su excelente trabajo no le había vuelto a llamar. El 15 de enero tendría que pagar. El 15 de febrero también y el 15 de marzo, el 15 de abril y el 15 de mayo, el 15 de junio y el 15 de julio… Las cifras le mareaban. La masa negra de la desgracia inminente se fundió sobre ella y sintió una opresión en el pecho. Se le cortó el aliento.
– Además -continuó Iris que constataba que la mirada de Jo se inundaba de inquietud-, no te hablo de una pequeña suma de dinero. Te hablo por lo menos, tirando por lo bajo, de cincuenta mil euros.
Joséphine soltó una exclamación de sorpresa.
– ¡Cincuenta mil euros!
– Veinticinco mil euros en cuanto haya entregado los veinte folios y un plan de la historia…
– ¡Cincuenta mil euros! -repitió Joséphine, que no creía lo que estaba oyendo-. ¡Pero ese editor tuyo está loco!
– No, no está loco. El reflexiona. Hace cuentas, calcula. Un libro cuesta ocho mil euros imprimirlo; a partir de quince mil ejemplares habrá cubierto su inversión. Gastos de publicación y anticipo incluidos. Dice, y esto tienes que escucharlo, Jo, dice que con mis relaciones, mi aspecto, mis grandes ojos azules, mi sentido de la réplica, voy a seducir a los medios de comunicación, y el libro navegará sobre la ola del éxito. Dijo eso, palabra por palabra.
– Sí, pero… -protestó Joséphine cada vez con más debilidad.
– Tú, escríbelo… Conoces el tema de memoria, jugarás con los hechos históricos, los detalles de la época, el vocabulario, los personajes… ¡Te va a encantar! Para ti será un juego de niños. Y en seis meses, escúchame bien, Jo, ¡en seis meses te metes cincuenta mil euros en el bolsillo! ¡Y se acabaron tus preocupaciones! Vuelves a tus viejos pergaminos, a tus poemas de François Villon, a tu lengua de oíl y a tu lengua de oc.
– ¡Lo estás mezclando todo! -la reprendió Joséphine.
– Me da igual mezclarlo todo. Yo sólo tendré que defender lo que tú habrás escrito. Lo hacemos una vez y lo olvidamos…
Joséphine sintió un cosquilleo de placer en la base del plexo. ¡Cincuenta mil euros! Con lo que poder pagar… Hizo un cálculo rápido… ¡por lo menos treinta meses! ¡Treinta meses de respiro! Treinta meses en los que podría dormir por las noches y contar historias durante el día, a ella le gustaba contar historias a las niñas cuando eran pequeñas, sabía cómo hacer aparecer a Rollon y a Arturo y a Enrique y Leonor y Enide. Hacerlos girar en los bailes, los torneos, las batallas, los castillos, los complots…
– I Una sola vez? ¿Seguro?
– Una sola vez. Que me coma el gran Cruc.
Cuando el tren se detuvo en la estación de Lyon, Lyon-Perra-che, tres minutos de parada, Joséphine suspiró: «Sí, pero sólo una vez, ¿eh? Iris, ¿me lo prometes?».
Iris lo prometió. «Sólo una vez. Cruz de madera, cruz de hierro, si miento voy al infierno…».
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> ¡Buen sueldo, señor Cortès, buen sueldo. Aquí son felices! ¡Muy felices! ¡Vienen de toda China para trabajar aquí! ¡Cambiar la organización es muy mala idea!
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> ¿Quieres que me ponga de rodillas?