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– ¿Qué hace usted que los demás no hagan?
– Todavía mamo de mi madre.
– ¿Qué le falta para ser feliz?
– Un hábito de carmelita.
– ¿De dónde viene usted?
– He caído del cielo.
– ¿Es usted feliz?
– Sí… para alguien que quiere suicidarse todos los días.
– ¿A qué ha renunciado? -A ser rubia.
– ¿Qué hace usted con su dinero?
– Lo doy. El dinero trae mala suerte.
– ¿Cuáles son sus placeres favoritos?
– Sufrir.
– ¿Qué le gustaría recibir por su cumpleaños?
– Una bomba atómica.
– Cite tres contemporáneos que deteste.
– Yo, yo y yo.
– ¿Qué defiende usted?
– El derecho a destruirme.
– ¿Qué es usted capaz de rechazar?
– Todo lo que se me quiera imponer por la fuerza.
– ¿Qué ha sido usted capaz de hacer por amor?
– Todo. Cuando se está enamorado, el noventa y ocho por ciento del cerebro no funciona.
– ¿De qué le sirve el arte?
– Para esperar a que caiga la noche.
– ¿Qué es lo que más le gusta de usted misma?
– Mis largos cabellos negros.
– ¿Sería usted capaz de sacrificarlos por una causa?
– Sí.
– ¿Cuál?
– Todas las causas defendidas con sinceridad son buenas.
– Si yo le pidiese que los sacrificara ahora, ¿lo haría?
– Sí.
– ¡Que me traigan unas tijeras!
Iris no se inmutó. Sus grandes ojos azules miraban a la cámara de televisión y su cara no demostraba ninguna aprehensión. Veintiuna horas. Una gran cadena pública. Toda Francia la miraba. Había respondido bien, no había olvidado ningún efecto. Una asistente trajo sobre una bandeja un gran par de tijeras. El presentador las cogió y, acercándose a Iris, le preguntó:
– ¿Sabe usted lo que voy a hacer?
– Le tiemblan las manos.
– ¿Acepta usted y no pondrá denuncia alguna? Diga sí, lo juro.
Iris extendió la mano y pronunció las palabras «sí, lo juro» con un tono poco propio de ella. El animador tomó las tijeras con fuerza y las mostró a la cámara. Los asistentes contenían la respiración. El hombre hizo un ligero movimiento hacia atrás y se situó de nuevo frente a la cámara blandiendo las tijeras. Parecía que se movía a cámara lenta. Que hacía durar ese suspense insostenible, esperando que Iris se levantase y protestase. ¡Ay! ¡Si pudieran cortar y poner anuncios! Qué caro se pagaría el minuto. En mi próxima emisión, la demanda de publicidad va a explotar. Después se acercó, acarició la larga melena de Iris, la sopesó, los extendió sobre sus hombros y dio el primer tijeretazo. Hizo un ruido sordo, un chirrido de metal y seda. El hombre se echó hacia atrás, soltando la masa de cabellos que sostenía. Se volvió hacia el público, blandiendo su trofeo. Se escuchó un murmullo de estupefacción y horror. Iris no se movió. Permaneció erguida, indiferente, sus grandes ojos abiertos. Una ligera sonrisa se dibujó en sus labios, sugiriendo un éxtasis. El hombre levantó otros mechones de espeso pelo, negro, brillante. Los acarició y acercó las tijeras. Los mechones de pelo caían sobre la larga mesa oval. Los otros invitados se echaban hacia atrás como si no quisieran ser cómplices de esa ejecución audiovisual.
El silencio era total. El realizador emitía planos de espectadores estupefactos que intercalaba entre cada tijeretazo.
Sólo se oía eso, el filo de las tijeras entre la sedosa masa de pelo. Producía un chirrido regular, terrorífico. Ni una sola voz se levantó para protestar. Ni un solo grito. Sólo un estupor general que se filtraba entre los labios cerrados de los espectadores como un murmullo sordo.
El presentador cortaba ahora sin ambages la masa de pelo como un jardinero armado con una podadora siega un seto. El ruido de las tijeras se había hecho más suave, más brutal. Los filos plateados bailaban por encima de la cabeza de Iris como un ballet metálico. Matas de pelo se resistían y el hombre se encarnizaba con un ímpetu de trabajador celoso. La audiencia iba a explotar. Iba a salir en todos los zappings de la semana. Sólo se iba a hablar de su programa. Se imaginaba los títulos, los comentarios, los celos de sus colegas.
Dejó caer, por fin, las largas tijeras y proclamó triunfante:
– Señoras y señores, Iris Dupin acaba de probar que ficción y realidad son sólo una, pues…
Se detuvo ante la salva de aplausos que se elevaba hacia él, liberando la angustia de todos los que habían asistido, atónitos, a la escena.
– Pues, en su libro, Iris Dupin habla de una joven mujer, Florine, quien, para escapar del matrimonio, ¡se afeita la cabeza! Lo publica ediciones Serrurier, el libro se llama Una reina tan humilde y es la historia de… ¿Hago yo el resumen o lo hace usted?
Iris se inclinó diciendo:
– Lo hará usted muy bien, ha comprendido perfectamente a mi protagonista…
Se pasó la mano por el pelo y sonrió. Luminosa y serena. Qué importancia tienen unos centímetros menos de pelo. Mañana el libro será un bombazo, mañana todas las librerías de Francia suplicarán al editor que les envíe inmediatamente miles y miles de ejemplares de Una reina tan humilde, sólo me queda subrayar que no se trata de la historia de una reina de Francia, sino de una reina de corazones. El editor le había recomendado que, sobre todo, no olvidara ese detalle. No se fueran a imaginar que se trataba de un relato histórico, déjeles bien claro que es como la imagen de un tapiz, varios hilos y varias historias unidas a la Historia con mayúscula y que nos traslada al siglo XII, a los tiempos oscuros de los castillos y, a partir de ahí, puede añadir detalles, expresiones, algo de sexo, de emoción… Puede sonrojarse, soltar alguna lágrima, hablar de Dios, está muy bien hablar de Dios en este momento, del Dios de nuestros ancestros, de la Francia de entonces, de la ley de Dios, de la ley de los hombres, en fin, confío en usted, ¡estará usted magistral! No había previsto que ella se dejaría cortar el pelo en directo. Iris saboreaba su triunfo, la expresión humilde, los ojos bajos, concentrada en la historia que desgranaba el presentador.
Ya que esto es un circo, ya que estoy en la arena, mejor ser la reina del circo, pensó escuchando distraídamente al presentador. Un último recordatorio del título del libro, del editor, una última vez su nombre ovacionado por el aforo, que se levantó como los romanos en los juegos del Coliseo. Iris se inclinó para dar las gracias, descendió de la silla en la que estaba encaramada y volvió a los pasillos del plato.
La jefa de prensa, al teléfono, levantó el pulgar radiante. ¡Victoria!
– ¡Hemos ganado, querida! Has estado magnífica, heroica, divina -añadió cerrando la mano sobre su móvil-, están llamando todos, los periódicos, las radios, las otras cadenas, ¡te quieren, están como locos, hemos ganado!
En el salón de Shirley, reunidos en torno a la televisión, Joséphine, Hortense, Zoé y Gary miran el programa.
– ¿Estás segura de que esa es Iris? -preguntó Zoé con vocecita inquieta.
– Pues… sí.
– ¿Por qué ha hecho eso?
– Para vender -contestó Hortense-. ¡Y va a vender! ¡No se va a hablar más que de ella! ¡Qué golpe de efecto!
– ¿Crees que estaba premeditado? ¿Que habían organizado todo con el periodista? -preguntó a Shirley.
– A tu tía la creo capaz de todo. Pero, aquí, debo confesar que me he quedado de piedra.
– She knocks me down too! <strong>[7]</strong> -balbuceó Gary-. Es la primera vez que veo eso en la tele. Quiero decir no en una película, porque lo de Juana de Arco ya lo he visto, pero, bueno, era una actriz y llevaba peluca.
– ¿Quieres decir que se ha quedado sin pelo de verdad? -se asustó Zoé al borde de las lágrimas.
– Creo que sí.
Zoé miró a su madre, que no había dicho nada.
– Pero eso es horrible, mamá, es horrible. ¡Nunca escribiré un libro y nunca iré a la tele!
– Tienes razón, es horrible… -consiguió decir Joséphine antes de salir corriendo al baño de Shirley para vomitar.
– Fin de la película y hasta la próxima -lanzó Shirley apagando la tele-. Pues, en mi opinión, esto no ha hecho más que comenzar.
Escucharon la cadena del váter en el baño y Joséphine volvió, lívida, secándose la boca con el reverso de la mano.
– ¿Por qué se ha puesto mala mamá? -susurró Zoé a Shirley.
– De ver a tu tía actuar así. Vamos, poned la mesa, que voy a sacar mi pollo de corral, que ya debe de estar dorándose en el horno. Menos mal que ha salido la primera, si no se habría carbonizado.
Gary se levantó el primero y su metro noventa y dos se desplegó de golpe. Joséphine no conseguía acostumbrarse. No lo había reconocido cuando volvió en septiembre. Lo había visto de espaldas en el portal del edificio y había pensado que era un nuevo inquilino. Había crecido aún más y le sacaba a su madre una cabeza y media. También se había fortalecido. Sus hombros parecían estallar dentro de su camisa de cuadros abierta sobre una camiseta negra, donde podía leerse «Fuck Bush». Ya no había nada del adolescente del que se había despedido a principios de julio. Su media melena de pelo negro encuadraba su rostro y subrayaba el verde de sus ojos, sus dientes eran blancos y bien alineados. Una ligera barba marcaba su mentón. Su voz había mudado. ¡Casi diecisiete años! Se había convertido en un hombre, pero conservaba aún, por momentos, la gracia torpe del adolescente que surgía en una sonrisa, en una forma de meterse las manos en los bolsillos o de balancearse con los pies. Unos meses más y pasaría definitivamente al lado de los adultos, había pensado ella observando cómo se movía. Tiene una clase innata, se desplaza con elegancia, quizás sea verdaderamente «royal», después de todo.
– No sé si voy a poder comer algo -dijo Joséphine sentándose a la mesa.
Shirley se inclinó y susurró al oído de Jo «¡serénate, se van a preguntar por qué te pones en ese estado!».
Shirley le había contado a Gary el secreto de Joséphine. «¡Pero no se lo digas a nadie!». «Te lo juro», había respondido él. Podía confiar en él: sabía guardar un secreto.
Habían pasado un verano magnífico juntos. Dos semanas en Londres y cuatro en Escocia, en una casa solariega que les había prestado un amigo. Habían cazado, pescado, dado largos paseos por las verdes colinas. Gary pasaba todas las veladas con Emma, una chica que trabajaba durante la jornada en el pub del pueblo. Una noche, él había vuelto y le había dicho a su madre «I did it» con una sonrisa de bestia saciada. Habían brindado por la nueva vida de Gary. «La primera vez -había dicho Shirley-no es gran cosa, pero, ya verás, ¡cada vez será mejor!». «No estuvo mal. Con el tiempo que llevaba muerto de ganas… Sabes, es curioso, pero ahora tengo la impresión de estar en igualdad con mi padre». Había estado a punto de añadir: «Háblame de él», pero ella había visto morir la pregunta entre sus labios. Todas las noches iba a encontrarse con Emma, que vivía en una pequeña habitación encima de la taberna. Shirley encendía el fuego en la gran sala de armas y, acurrucada sobre el sofá situado frente al hogar, cogía un libro. A veces, se citaba con el hombre. Había venido a pasar dos o tres fines de semana con ella. Se encontraban en el ala oeste del castillo, cuando caía la noche. Nunca se había cruzado con Gary.
Miró a Gary, que terminaba de poner la mesa. Sorprendió a Hortense mirando a Gary y sonrió satisfecha. ¡Ja! Va a dejar de ser el perrito faldero de antaño. Well done, my son! <strong>[8]</strong>Ha cambiado algo en Gary, se decía Hortense. Por supuesto, ha crecido, se ha desarrollado, pero hay otra cosa. Como si hubiese ganado una nueva autonomía. Como si ya no estuviese a mi merced. No me gusta que mis pretendientes me ignoren, pensó mientras tocaba su móvil hundido en el bolsillo de sus vaqueros.
Ella también ha cambiado, pensó Shirley mirándola. Es guapa y se ha vuelto peligrosa. Segrega una sensualidad turbia. Sólo Jo no se ha dado cuenta y continúa tratándola como a una niña pequeña. Regó el pollo con la salsa de la bandeja, constató que estaba bien hecho, bien dorado, y lo depositó sobre la mesa. Preguntó quién quería pechuga y quién quería muslo. Las niñas y Gary levantaron la mano para reclamar la pechuga.
– ¿Nos quedamos los muslos para nosotras? -dijo Shirley a Jo, que contemplaba el pollo con cara de disgusto.
– Te doy mi parte -dijo Jo rechazando su plato.
– Mamá, tienes que comer -ordenó Zoé-. Has adelgazado demasiado, no está bien, sabes, has perdido tus hoyuelos.
– ¿Has hecho el régimen de la señora Barthillet? -preguntó Shirley sirviendo los trozos de pechuga.
– He trabajado en agosto y no he comido mucho. Hacía tanto calor…
Y me he pasado el tiempo buscando a Luca en la biblioteca, consumiéndome esperándole, no podía tragar nada.
– ¿No ha salido un poco pronto el libro? -preguntó Shirley.
– El editor prefirió jugar la carta de la rentrée literaria.
– Eso es que debía de estar muy seguro de la obra.
– ¡O de ella! Y ahí está la prueba: tenía razón… -murmuró Jo.
– ¿Tienes noticias de los Barthillet? -preguntó Shirley deseosa de cambiar de conversación.
– Ninguna, y lo llevo muy bien.
– Max no ha vuelto al instituto -suspiró Zoé.
– Mejor. Ejercía una influencia malísima sobre ti.
– No es un mal tío, Jo -intervino Gary-, sólo que está un poco colgado… Hay que decir que con los padres que tiene que aguantar, ¡no le ha tocado la lotería! Ahora se ocupa de las cabras de su padre. No debe de ser muy divertido. Tengo un colega que le conoce bien y que ha tenido noticias suyas. Ha dejado el colegio y se ha reconvertido al queso. Good luck!
– Al menos está trabajando -dijo Hortense-. Es algo raro hoy en día. Yo me he matriculado en teatro. Eso me ayudará a enfrentarme a la vida…
– Como si te faltara seguridad en ti misma -rio Shirley-. ¡Yo de ti hubiese escogido más bien clases de humildad!
– ¡Qué graciosa, Shirley! Haces que me muera de risa.
– Te estoy picando, querida…
– De hecho, mamá, tengo que suscribirme a algunas revistas para estar al corriente de las últimas tendencias. Ayer, fui con un amigo a Colette y es fantástico.
– No hay problema, cariño. Yo te haré la suscripción… ¿Qué es eso de «Colette»?
– Una tienda súper de moda. He visto una chaquetita de Prada preciosa. Un poco cara pero muy bonita… Evidentemente, aquí sería demasiado vistosa, pero cuando vivamos en París, será perfecta.
Shirley soltó su hueso de pollo y se giró hacia Jo.
– ¿Vais a mudaros?
– Hortense tiene muchas ganas y…
– ¡Yo no quiero ir a París! -gruñó Zoé-. Pero a mí no me piden opinión.
– ¿Te irías de aquí? -preguntó Shirley.
– No hemos llegado a eso, Shirley. Tendría que ganar mucho dinero.
– Es posible que llegue ese momento mucho antes de lo que te crees -dijo Shirley, señalando el televisor apagado con el rabillo del ojo.
– ¡Shirley! -protestó Joséphine para hacerla callar.
– Perdona… Es la emoción. Tú eres toda mi familia. Sois toda mi familia. Si os mudáis, os seguiré.
Zoé empezó a dar palmas.
– ¡Sería magnífico! Viviríamos en un piso grande…
– No hemos llegado a eso -concluyó Joséphine-. Comed, niñas, se va a enfriar.
Saborearon el pollo en silencio. Shirley apuntó que era buena señal: les gustaba. Se lanzó entonces a dar una larga explicación sobre la compra de un buen pollo criado en granja, en qué marcas se podía confiar, lo que significaban, el tamaño de las jaulas, la calidad de la alimentación, y fue interrumpida por la música de un móvil.
Como nadie hizo un gesto para responder, Joséphine preguntó:
– ¿Es el tuyo, Gary?
– No, lo he dejado en mi habitación.
– ¿Es el tuyo, Shirley?
– No, no es mi música…
Joséphine se volvió entonces hacia Hortense, que terminó de comer lo que tenía en la boca, se limpió los labios con la punta de la servilleta y respondió con tono indiferente:
– Es el mío, mamá.
– ¿Y desde cuándo tienes móvil?
– Me lo ha prestado un amigo. Tiene dos…
– ¿Un amigo que te paga las llamadas?
– Sus padres. Están forrados.
– Ni hablar de eso. Vas a devolvérselo y te compraré uno…
– ¿Para mí también? -imploró Zoé.
– No. Tú esperarás a tener trece años…
– ¡Estoy harta de ser pequeña! ¡Estoy harta!
– Qué buena eres, mamá -intervino Hortense-, pero mientras tenga este, prefiero conservarlo… Ya veremos después.
– Hortense, ¡vas a devolverlo inmediatamente!
Hortense hizo una mueca y soltó «si eso es lo que quieres…».
Después se preguntó qué permitía a su madre ser tan generosa. Habría empezado una nueva traducción, quizás… Iba a tener que pedirle que le aumentara su paga. No era algo urgente. Por el momento, él le pagaba todo lo que ella quería, pero, el día en el que se cansase de él, estaría bien tener algo ahorrado.
De ese primero de octubre, Josiane se iba a acordar el resto de su vida.
El ruido de sus tacones sobre las losetas irregulares del patio resonaría mucho tiempo en su memoria. ¡Qué día! No sabía si reír o llorar.
Había llegado la primera al despacho, se había refugiado en los servicios y había hecho el test de embarazo que había comprado al pasar por la farmacia de la avenida Niel, en la esquina de la calle Rennequin. Tenía retraso: hacía diez días que tenía que haberle bajado la regla. Cada mañana se levantaba con aprensión, levantaba su camisón, separaba las piernas y contemplaba el trocito de algodón blanco de sus bragas. ¡Nada! Juntaba las manos y rezaba para que fuera «eso»: el pequeño Grobz con los patucos azules o rosas que le pondrían. Si eres tú, amor mío, ya verás, ¡te voy a hacer una casa preciosa!
Esa mañana, en los servicios del primer piso, esperó diez minutos, sentada en el trono, recitando todas las oraciones que conocía, rogando a Dios y a todos los santos, los ojos levantados al techo como si el cielo fuese a abrirse, después miró la ventanita del test: Bingo, Josiane, esta vez sí, ya está, el divino niño ha dejado su petate dentro de ti.
Fue una explosión de alegría. Una burbuja explotó en su pecho y la inundó de felicidad. Soltó un grito de triunfo, se alzó de un salto y levantó los brazos al cielo. Sobre sus mejillas corrieron gruesas lágrimas, volvió a sentarse sacudida por la emoción. Mamá, voy a ser mamá, repetía, abrazada a sí misma, los brazos estrechados contra sus hombros como si se acunase a sí misma. Mamá, yo, mamá… Los pequeños patucos rosas y azules bailaban bajo sus ojos entre una lluvia de lágrimas.
Corrió a llamar a la puerta de Ginette y René. Estaban terminándose el desayuno cuando la vieron llegar como un tornado. Le costó esperar a que René se levantara para marcharse al almacén y después, una vez que se había ido, tiró a Ginette de la manga y le confió:
– ¡Ya está! El pequeño está aquí…
Le señalaba con el dedo su vientre plano.
– ¿Estás segura? -preguntó Ginette con los ojos abiertos como platos.
– Acabo de hacer el test: ¡po-si-ti-vo!
– Sabes que hay que hacer otro en el médico porque, a veces, da positivo pero, en realidad, no estás embarazada.
– ¡Ah! -dijo Josiane decepcionada.
– Sólo pasa una vez de cada mil… Pero, bueno, es mejor estar segura.
– Yo ya lo siento dentro. No necesita llamarme por teléfono, sé que está aquí. Mira mis senos: ¿no están más grandes?
Ginette sonrió.
– ¿Se lo vas a decir a Marcel?
– ¿Crees que debería esperar a estar segura?
– No lo sé…
– De acuerdo, esperaré. Va a ser duro. Me va a costar esconder mi alegría.
Un bebé, un niño Jesús, ¡un querubín al que mimar! ¡Ay! No le faltarán besos, voy a quererle como a mí misma. Toda su vida la pasará entre algodones y ¿gracias a quién? ¡A mí! Ante la idea de tener pronto a su bebé entre los brazos, volvió a llorar a moco tendido y Ginette tuvo que cogerla entre sus brazos para calmarla.
– ¡Vamos, chica, relájate! Es una buena noticia, ¿no?
– Estoy emocionada, no puedes hacerte idea. Siento que me tiembla todo el cuerpo. Creí que no llegaría nunca hasta tu casa. Y, sin embargo, no está lejos. Ya no sentía las piernas, se habían convertido en gelatina. Qué quieres: desde el tiempo que hace que le esperamos, ya había perdido la esperanza.
De pronto, sintió una angustia y se agarró a la mesa.
– ¡Ojalá no se pierda! Dicen que hasta los tres meses puede soltarse. ¿Te imaginas la pena de Marcel si rompiese su huevo?
– No te pongas a repintar el rosa en negro. Estás embarazada, y eso es una buena noticia.
Ginette levantó la cafetera y le sirvió un café.
– ¿Quieres una tostada? Ahora vas a tener que comer por dos.
– ¡Estoy dispuesta a comer por cuatro para que esté bien regordete! ¡Pronto cumpliré cuarenta! ¿Te das cuenta? ¿No es un milagro?
Se llevó la mano al pecho para calmar su corazón, que galopaba.
– Bueno… Vas a tener que calmarte, porque te quedan aún ocho meses de espera y, si continúas llorando así, se te van a poner los ojos como anchoas.
– Tienes razón. Pero sienta tan bien llorar de alegría, no me sucede muy a menudo, te lo juro.
Ginette sonrió emocionada y le acarició el brazo.
– Lo sé, Josiane, lo sé… ahora va a empezar lo mejor de tu vida; ya verás lo que te va a mimar tu Marcel.
– Esto, estate segura, le va a alegrar. Voy a tener, incluso, que andarme con cuidado al anunciárselo, porque puede que le dé un ataque al corazón.
– Con todo el deporte que está haciendo, ahora su corazón está fuerte. Venga, vete a currar e intenta tener la boca cerrada unos días…
– Voy a tener que hacerme un nudo en la lengua.
Volvió a su despacho, se empolvó la nariz y acababa de guardar su polvera cuando escuchó el ruido de los pasos de Henriette Grobz en la escalera. Menuda forma de caminar que tiene esa. Golpeando el enlosado. Debe de tener las rodillas gastadas de frotarlas la una contra la otra.
– Buenos días, Josiane -soltó Henriette mirando a la secretaria de su marido con un gesto más amable que el acostumbrado-. ¿Qué tal está?
– Buenos días, señora -respondió Josiane.
Qué vendrá esta a hacer al despacho al amanecer, la señora del sombrero. ¿Y esa voz aterciopelada, qué está escondiendo? Tiene un favor que pedirme, eso seguro.
– Querida Josiane -empezó a decir Henriette con voz dubitativa-, quería pedirle una cosa, pero me gustaría que quedase estrictamente entre nosotras, que mi marido no lo supiese. Podría molestarse si supiera que no cuento con él en un asunto concerniente a su business…
A Henriette Grobz le gustaba salpicar sus frases con palabras en inglés. Le parecía que sonaba chic.
– Sabe usted, a los hombres no les gusta que seamos más clarividentes que ellos y, ahí, tengo la impresión de que mi marido se ha perdido un poco y…
Estaba buscando las palabras. No debe de tenerlo muy claro, se dijo Josiane, en otro caso no aparentaría ser amable. Tiene un favor que pedirme y da vueltas al poste como una gallina ciega.
– No me molesta usted -dijo Josiane, observando la calidad del bolso de Henriette.
Seguro que no es de plástico. Sólo compra cocodrilo, la vieja bruja. Le sienta bien, seguro que se comería a su propia hija si hiciese falta.
Henriette sacó una foto de su bolso y se la presentó a Josiane.
– ¿Conoce usted a esta mujer? ¿La ha visto ya en la oficina?
Josiane echó un vistazo a la joven morena de pecho exuberante, que Henriette Grobz acababa de ponerle debajo de sus narices, y sacudió la cabeza negativamente.
– Así de entrada, no… Nunca la he visto por aquí.
– ¿Está usted segura? -preguntó Henriette-. Obsérvela más de cerca.
Josiane cogió la foto entre sus manos y su corazón le dio un vuelco. En efecto, había sido un poco rápida al juzgar. Al lado de la bella morena, un poco oculto, se encontraba Marcel, distendido y beato, con el brazo en torno a la cintura de la desconocida. ¡No había duda! Era él. Reconoció el sello de Marcel, el anillo que se había regalado para festejar sus primeros mil millones. Un monumento al mal gusto: enorme, con un rubí plantado en el centro de un lazo dorado que dibujaba sus iniciales. Estaba muy orgulloso de él. Lo toqueteaba todo el tiempo, haciéndolo girar. Decía que le ayudaba a pensar.
Henriette percibió el cambio de actitud de Josiane y preguntó:
– ¡Ah! La ha reconocido usted, verdad.
– Es que… ¿Me permite que haga una fotocopia?
– Hágala, querida… Pero no la enseñe por ahí. Sé que el señor Grobz está en Shanghái, pero no me gustaría que la viese a su regreso.
Josiane se levantó y fue a colocar la foto bajo la tapa de la fotocopiadora. Aprovechando que Henriette le daba la espalda, volvió la foto y descubrió un corazón bien dibujado y, con la letra de Marcel, las palabras «Natacha, Natacha, Natacha». Sin duda era él. No se equivocaba. Tragó saliva y pensó rápidamente que era importante que Henriette Grobz no se diese cuenta de su turbación.
– Voy a mirar en el fichero porque creo haber visto a esa mujer, una vez, en esta oficina… Con su marido…
Henriette Grobz la animaba a hablar con pequeños gestos con la cabeza. Aspiraba cada palabra de Josiane inclinando su sombrero.
– Su nombre… Su nombre… No lo recuerdo muy bien… El la llamaba Tacha, Tacha no sé qué…
– ¿Natacha? ¿Podría ser eso?
– ¡Claro! Natacha…
– Su apellido no lo sé. Pero mucho me temo que sea una espía que la competencia ha enviado a Grobz para turbarle y robarle algunos secretos de fabricación. Es tan tontorrón que le engañarían como a un niño. Una chica guapa y pierde la cabeza.
Eso es, pensó Josiane, aguantándose la cólera, los tienes de corbata por si él te deja por esa zorra y te inventas la historia de la espía venida del Este. ¡Una lianta que vendría del frío!
– Escuche, señora Grobz, voy a verificar en mi fichero y si encuentro alguna información que pueda interesarle, la avisaré…
– Gracias, querida Josiane, es usted muy amable.
– Es normal, señora, después de todo, estoy a su servicio.
Josiane sonrió de la manera más obsequiosa posible y la acompañó hasta la puerta.
– Dígame, querida Josiane, no le dirá usted nada, ¿verdad?
– No tema usted. Sé guardar los secretos.
– Es usted muy amable.
Pues bien, voy a ser un poco menos amable cuando él vuelva, se prometió Josiane volviendo a sentarse. Ya puede presentarse aquí, con la jeta enharinada, vivaracho, dentro de su chándal, que el rey del embuste no va a sentirse decepcionado.
Plantó la punta de su bolígrafo sobre el rostro de la hermosa Natacha y le agujereó los ojos.
– Párate aquí -ordenó Hortense apuntando con el dedo la esquina de la calle.
– Si quieres…
– ¿Quieres que sigamos viéndonos o no?
– Qué tonta eres, estaba bromeando…
– Si mi madre o Zoé me ven contigo, se acabó lo que se daba.
– Pero si no me conoce, no me ha visto nunca.
– Me conoce a mí. Y lo entenderá todo enseguida. Es retrasada, pero sabe sumar dos y dos.
Chaval aparcó y apagó el contacto. Pasó un brazo alrededor de los hombros de Hortense y la atrajo hacia él.
– Bésame.
Ella le dio un rápido beso e intentó abrir la puerta.
– ¡Bésame mejor!
– ¡Qué plasta eres!
– Oye… No decías eso hace un rato cuando yo le daba a la tarjeta de crédito.
– Eso era hace un rato.
El metió una mano debajo de su camiseta, buscando atrapar un seno.
– Para, Chaval, para.
– Te recuerdo que tengo un nombre. Detesto que me llames Chaval.
– Es tu apellido. ¿No te gusta?
– Me gustaría que fueses un poco más dulce, un poco más tierna…
– Lo siento, tío, eso no me va.
– ¿Y qué es lo que te va, Hortense? No me das nada, ni un gramo de tu personita…
– Si no estás contento, lo dejamos. Yo no te he pedido nada, ¡has sido tú el que ha venido a buscarme! Tú el que me sigues por todas partes como un perrito faldero.
El hundió su rostro en sus largos cabellos, respiró el olor de su piel, de su perfume, y murmuró:
– Me vuelves loco. No es culpa mía. Por favor, no seas mala… Te deseo tanto. Te compraré todo lo que quieras.
Hortense miró al cielo. ¡Qué pesado era el tío! ¡Va a conseguir, incluso, que me harte de ir de compras!
– Son las siete y media, tengo que volver.
– ¿Cuándo nos vemos?
– No lo sé. Voy a intentar inventarme algo para el sábado por la noche, pero no quiere decir que funcione…
– Tengo dos invitaciones para un pase Galiano el viernes por la noche. ¿Te apetece?
– ¿John Galiano?
Hortense abrió los ojos como platillos volantes.
– Himself! Si quieres, te llevo.
– De acuerdo. Me inventaré algo.
– Pero tienes que ser muy muy buena conmigo…
Hortense suspiró y se estiró en un movimiento de gata aburrida:
– ¡Siempre con condiciones! Si te crees que con eso me presionas…
– Hortense, hace tres meses que me das largas. La paciencia tiene sus límites.
– Yo no tengo ningún límite, figúrate. Es parte de mi encanto y por lo que te interesas por mí.
Chaval posó las manos sobre el volante de su descapotable Alfa Romeo y gruñó:
– Estoy harto de que juegues a las vírgenes asustadas.
– Me acostaré contigo cuando decida que quiero y, por el momento, no quiero para nada. ¿Está claro?
– Por lo menos, tienes el mérito de ser directa.
Ella abrió la puerta, exhibió una larga pierna nerviosa y fina, que posó delicadamente sobre la acera, y, subiéndose la falda hasta la ingle, dibujó su mayor sonrisa para decirle adiós.
– ¿Nos llamamos?
– Nos llamamos.
Cogió el gran bolso blanco marca Colette del asiento trasero y salió. Avanzaba paseándose como una modelo sobre la pasarela y la vio alejarse soltando un insulto. ¡La muy puta! ¡Le estaba volviendo loco! Sólo con sentir sus labios suaves y elásticos sobre los suyos le hervía la sangre. Y su lengüecita bailoteando entre sus labios… Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Se la ponía dura como un asno y le toreaba como a una vaquilla. Ya no puedo más, ¡a esa me la tengo que pasar por la piedra!
La historia duraba desde el mes de junio. Y desde el mes de junio, ella seguía dándole esperanzas: pasar una noche entera con ella, dejar que la desnudase suavemente, acariciarla… Había pasado todos los fines de semana de julio en Deauville por ella. Le había pagado todos sus caprichos, invitado a todos sus amigos, y el juego del ratón y el gato había continuado en París. Cuando creía tenerla, se escapaba con un corte de manga. Se amonestó: gilipollas, el rey de los gilipollas, se está quedando contigo, eso es. Tocándote la mandolina cuando se trata de pasar por caja. ¿Qué has obtenido de ella? ¡Nada! Aparte de besitos en la boca y dos o tres magreos. En cuanto mi mano baja demasiado, empieza a protestar en plan talibán. Le gusta mostrarse conmigo en los restaurantes de moda, desvalijar tiendas, comer helados, tumbarse en la butaca del cine, pero lo demás, ¡puerta blindada! Un poco escaso como recompensa. Si a eso le añado la ropa que me hace comprar, los móviles que le gusta dejarse por ahí, los aparatos de los que se cansa y tira a la papelera porque no tiene ganas de leerse las instrucciones, ¡estoy invirtiendo a fondo perdido! Ninguna chica me ha tratado antes así. ¡Ninguna! Normalmente me lamen la suela de las botas. Ella, ella se limpia los zapatos con el bajo de mis pantalones, me mancha los asientos del coche de carmín, deja su chicle pegado en la guantera y da golpes sobre el capó con su bolso Dior cuando no está contenta.
Se miró en el retrovisor y se preguntó qué había hecho para merecer eso. No eres el hijo de Frankenstein, no hueles a moho, tienes sangre en las venas y ella ni siquiera te mira. Suspiró y arrancó el motor.
Como si hubiese seguido el curso de sus pensamientos, Hortense se volvió y, antes de desaparecer por la esquina de la calle, le lanzó un beso balanceando un grueso mechón de su pelo. Él respondió con un fogonazo de sus faros y desapareció imprimiendo su furia con la goma de sus ruedas.
¡Qué fácil es manejar a los tíos! ¡La estupidez del deseo erótico! ¡La tiranía del sentimiento! Penetran en ella como en una cueva amenazante y después presumen de ello. Hasta los viejos como Chaval. Mendiga mi placer, tiembla, implora. Y, sin embargo, ya tiene treinta y cinco años, pensó Hortense. Debería tener experiencia. Pues bien, nada de eso. Se funde como un hielo al sol. Bastaba con que ella le prometiese un vago placer o con que se subiese un poco la falda sobre los muslos para que empezase a ronronear como un viejo verde desdentado. ¿Me voy a acostar con él o no? No tengo muchas ganas, pero corro el riesgo de que se canse. Y entonces habría que cerrar el chiringuito. Me gustaría hacerlo con un poco de romanticismo. Sobre todo, la primera vez. Con Chaval corro el riesgo de que sea puramente mercantil. Y, además, es tan pegajoso, no son nada sexy las lapas.
Tenía que cambiarse antes de entrar en casa. En el cuartito donde se guardaban los productos de limpieza del edificio. Se quitó la minifalda, se puso los vaqueros, un jersey gordo que escondía la camiseta que enseñaba el ombligo, se frotó la cara para borrar el maquillaje y volvió a ser la niñita de su mamá. Qué idiota es, ¡no sospecha nada! Desplazó un bidón de producto de encerar para esconder su ropa y percibió una revista desplegada en la que aparecía en primera página el rostro de su tía: «Antes y después: el nacimiento de una estrella», decía el título. Justo debajo, una foto de Iris con su pelo largo y otra con su corte a lo Juana de Arco y estas palabras: «No he hecho más que seguir los consejos de André Gide a un joven escritor…». La boca de Hortense se abrió y dejó escapar un silbido de admiración.
Iba a subir a su casa cuando se dio cuenta de que llevaba el saco blanco de Colette en la mano. ¡Y la chaqueta de Prada!
Se lo pensó un momento, decidió arrancar la etiqueta y contar que se la había comprado en el mercadillo de Colombes el fin de semana pasado.
Antoine observaba el cocodrilo que tomaba el sol ante ellos. Se habían detenido a la sombra de una gran acacia y su mirada contemplaba el animal que se calentaba al sol con los ojos entornados. Enorme, repugnante, brillante. ¿Qué eres tú? Rumió molesto. ¿Un recuerdo de dinosaurio? ¿Un tronco con dos ranuras amarillas? ¿Un futuro bolso de mano? ¿Por qué me observas con tus ojos a medio cerrar? ¿No te basta con joderme todos los días que envía Dios?
– ¡Oh! Qué rico es -dijo Mylène a su lado-. Está tomando el sol, tiene un aspecto tan tranquilo. Me gustaría cogerle entre mis brazos.
– Y te detrozaría con sus ochenta colmillos.
– Que no… También él nos observa. Siente curiosidad por nosotros. He aprendido a quererlos, sabes. Ya no les tengo miedo…
Pues yo los odio, pensó Antoine disparando al aire para hacerle huir. El animal no se inmutó y pareció que, en efecto, le sonreía. Desde la rebelión de los cocodrilos y la muerte de los dos chinos, Antoine sólo salía armado. Llevaba su fusil bajo el brazo y llenaba los bolsillos de su bermudas con cartuchos. Eso le recordaba los buenos tiempos en Gunman and Co., cuando todo marchaba bien y las bestias salvajes no eran más que apetitosas dianas para millonarios ociosos.
Míster Wei le pagaba regularmente. Cada fin de mes recibía su ingreso. Un auténtico reloj de cuco suizo, reía Antoine abriendo el sobre donde se detallaba su paga. Creyó que iba a tomarme el pelo, pero he resistido más que él. También yo sé mostrar mis dientes.
Sin embargo, los problemas de Antoine no hacían más que crecer. Había tenido que recibir a un equipo de científicos que habían venido a investigar la sangre de los cocodrilos con vistas a fabricar nuevos antibióticos. Esas malditas bestias lo resistían todo. Cuando se herían, en lugar de desarrollar infecciones o una septicemia, cicatrizaban y se largaban más campantes que nunca. Una molécula en la sangre que les inmuniza. Tuvo que alojar y alimentar a los científicos y poner locales a su disposición. Más problemas para Antoine, un ingreso más para míster Wei. Estoy harto de que todo vaya en el mismo sentido, gruñó Antoine disparando una nueva salva.
– ¡Para! -protestó Mylène-, no te han hecho nada las pobres bestias.
Porque el chino le sacaba el jugo a todo. Había llamado a Mylène cuando se había enterado de la naturaleza de su actividad. Le había propuesto asociarse con él y lanzar una línea de productos de belleza, «Belles de Paris». Quería fabricar los envases en Francia para conseguir la etiqueta «Made in France» grabada en los botes. Eso aseguraría el éxito de los cosméticos en el mercado chino. Además, tiene suerte el tío, rabió Antoine recargando su fusil. En cuanto toca algo, se convierte en oro.
No era ese su caso.
Sus sueños de millonario en bolsos y latas de carne naufragaban. Los cocodrilos se revelaban una materia aleatoria: obesos, impotentes, exigentes. Sólo podían comer pollo o carne humana. Lo que no era de su gusto dejaban que se pudriese al sol. Se diría que han sido criados en un hotel cinco estrellas, protestaba Antoine mientras hacía derramar toneles de arroz aromatizado con una mezcla especial de ostras y algas que hacía traer de Sao Paulo. Ni lo tocaban. Ni al pato ni a los trozos de pescado. Exigían pollo. Cuando se les presentaba el paté, volvían la cabeza.
– ¡Esto es una pesadilla! -se lamentaba Antoine-. Están tan gordos que ni siquiera pueden montar a las hembras, ¿has visto eso? Ya pueden acosarlos a caricias, apenas si levantan los párpados.
– Se ríen al ver cómo te enfadas tú solo. Saben muy bien que tienen todas las de ganar…
– No van a ganar mucho tiempo si continúan engordando así.
– ¡Puah! Tú llevarás años muerto y ellos seguirán allí, bien plantados sobre sus patas. Esas bestias pueden vivir hasta cien años.
– A menos que me los cargue a todos.
– ¿Y tú te crees que eso sería una solución?
– No hay solución, Mylène, ¡me la han jugado bien! A Wei le da igual, siempre saldrá a flote, pero yo… He invertido en un parque de ovíparos obesos e impotentes.
Además, Antoine se había dado cuenta de que las hembras enviadas por los tailandeses tenían casi todas la menopausia. Había llamado al director de la granja, el mismo que había llenado el Boeing con setenta cocodrilos, y se había quejado. El tailandés le había asegurado: «Forty eggs a day! Forty eggs a day!». «Zero egg a day», había gritado Antoine al aparato. «Ah -había concluido el tailandés-, they must be grandmothers then! You are not lucky, we put the wrong ones in the plane, we didn't know…». <strong>[9]</strong>
¡Cocodrilos con menopausia! Y con eso tenía que aumentar la natalidad. La fábrica había ralentizado la fabricación de marroquinería y la tasa de llenado de conservas se había dividido por dos. Al final, lo que va a funcionar va a ser la industrialización de antibióticos, pero para eso no tengo contrato. ¡Qué suerte tengo! ¡Qué asco de reptiles!
Disparó de nuevo al aire. El cocodrilo levantó una pestaña.
Mylène se encogió de hombros y decidió volver a su despacho. Tenía correos que releer antes de enviarlos a París para realizar nuevos pedidos. El maquillaje se vendía mucho mejor que las cremas, más caras y más difíciles de conservar a altas temperaturas. ¡Tanto mejor! Los maquillajes los compro al por mayor en el pasaje de l’Industrie en París y saco cuatro veces lo que pago. Mis clientes no se enteran de nada… Nunca discuten el precio. Adoran las barras de labios o el colorete y se cortarían las venas para iluminarse la cara.
El producto estrella: mi fondo blanco. ¡Lo adoran! Se transforman en muñequitas redondas y pálidas. Apenas la coloco en los estantes, la mercancía desaparece entre sus pequeñas y ávidas manos. Míster Wei me ha propuesto asociarnos. Mitad y mitad. Yo aporto mi savoir faire, la filosofía, el espíritu, el buen gusto francés, y él se ocupa de la fabricación y de la venta. Dice que no costará nada producirlo. Tengo que hablar de ello con Antoine. Tiene tantas preocupaciones que tengo miedo de sobrecargarle con mis proyectos.
Esa misma noche, mientras Pong les servía en silencio, Mylène anunció que había enviado un proyecto de contrato a míster Wei y que estaba pensando asociarse con él.
– ¿Lo has firmado?
– No, todavía no, pero está casi hecho…
– ¡No me habías dicho nada!
– Sí, cariño, te hablé de ello, pero no me escuchaste. Pensabas que era una diversión de niña pequeña. Hay mucho dinero en juego, sabes.
– ¿Has pedido consejo a alguien antes de firmar?
– He hecho redactar un contrato muy simple, con el monto de las inversiones, el de los porcentajes, un depósito de licencia a mi nombre pagado por Wei… Algo muy claro y que yo pueda entender.
Soltó una risita ahogada para demostrar a Antoine que no era víctima de su inexperiencia.
– ¿Has empezado estudios de derecho? -preguntó Antoine en tono socarrón-. Pásame la sal, quieres… ¿Esto es un guisado de qué? ¡No sabe a nada!
– Antílope…
– Pues está asqueroso.
– Ahora no tengo mucho tiempo de cocinar.
– Pues, vaya, prefería cuando tenías tiempo. Habrías hecho mejor abriendo un restaurante.
– ¿Ves? No se puede hablar en serio contigo.
– Vamos, te escucho.
– Bien: en mi último viaje a París fui a ver a un abogado especializado. En los Campos Elíseos…
– ¿Y quién te dio su nombre?
– Llamé a la secretaria de tu suegro. Se llama Josiane. Muy amable. Nos hemos caído bien. Le dije que llamaba de tu parte, que necesitaba una información, el nombre de un buen abogado, uno bien astuto acostumbrado a pelearse con los tiburones más duros del planeta.
– ¿Y?
– No fue difícil: me dio un nombre, un teléfono, y llamé. Como llamaba de parte de Marcel Grobz, fue muy amable y aceptó ocuparse de mi asunto. Incluso me invitó a cenar; fuimos a un callaré ruso al lado de su despacho.
– ¿Hiciste eso? ¿Te serviste de las relaciones de Chef cuando ni siquiera le conocías? Y eso que puede que él te deteste.
– ¿Y por qué iba él a detestarme? No le he hecho nada…
– Te recuerdo que, por culpa tuya, dejé a mi mujer y a mis dos hijas. Me parece que olvidas…
– Yo no te pedí que te fueras. Fuiste tú el que te marchaste solo… Tú el que me embarcaste en esta aventura.
– ¿Porque ahora te arrepientes?
– No. No me arrepiento de nada. No sirve de nada arrepentirse. Intento arreglármelas, eso es todo. No tienes por qué enfadarte conmigo por eso…
Discutían en voz baja para no despertar las sospechas de Pong. Discutían sonriendo, pero cada palabra susurrada era una flecha envenenada. ¿Cómo empezó esto? Se preguntó Antoine volviendo a servirse vino. Le doy demasiadas vueltas a las cosas. Debería hacer como todo el mundo y dejar de pensar. Ganar dinero pero, sobre todo, dejar de pensar. Es en África donde he sido más feliz y creí que, al volver, sería feliz de nuevo. Empezar de nuevo aquí. Y me traje a esta adorable zorrita que decía que iba a cuidar de mí. ¡Tonterías! Sólo yo puedo cuidar de mí mismo y me saboteo con método y encarnizamiento. ¿Por qué reprochárselo? No es culpa suya. Me he vestido con ropa demasiado grande para mí. Jo tiene razón. Todas tienen razón. Lanzó una sonrisa irónica, una sonrisa que se reía de sí mismo, pero Mylène la confundió.
– ¡Oh! ¡No te enfades! Te quiero tanto. Lo he dejado todo para seguirte. Habría ido a cualquier sitio… Sólo quiero dedicarme a algo. No estoy acostumbrada a no hacer nada. Siempre he trabajado, desde que era pequeña…
Redondeaba la boca como una niña a la que hubiesen sorprendido diciendo una gran mentira y que defiende su inocencia. Sus grandes ojos azules le miraban con un candor que le irritó.
– ¿Y no intentó seducirte en el cabaré?
– Ves el mal por todas partes.
– Eres temible, Mylène, temible… Y todo eso sin decirme nada.
– Quería darte una sorpresa… Y, además, cada vez que intentaba hablarte, cambiabas de tema. Así que renuncié. Pero no debes enfadarte, cariño, es sólo para entretenerme, sabes… Si no funciona, míster Wei perderá lo que ha puesto y yo no habré invertido nada de nada. Y si funciona, me lleno los bolsillos y tú te conviertes en el director general de mi pequeña empresa.
Antoine la contempló estupefacto. Estaba pensando en contratarle. Debía de estar calculando su salario y la suma de su prima anual. Un chorro de sudor recorrió su espalda y después sus axilas, sus brazos, su torso… No, ¡eso no! ¡Eso no! Apretó los dientes.
– Cariño, ¿qué te pasa? ¡Estás completamente mojado! Se diría que sales de la ducha. ¿Estás enfermo?
– He debido de comer algo en mal estado. Es este guiso de antílope que no me pasa.
Tiró la servilleta sobre la mesa y se levantó para ir a cambiarse.
– Sabes, mi amor, no debes enfadarte. Es como una apuesta. A lo peor no funciona. Y a lo mejor, sí. Y entonces seré rica, rica, ¡rica! Sería divertido, ¿no?
Antoine se detuvo en el umbral de la casa. No había dicho «seremos», había dicho «seré». Se quitó la camisa y desapareció en el interior.
Philippe Dupin se dejó caer en el sofá del despacho de su mujer y suspiró. Si le hubiesen dicho que un día rebuscaría entre las cosas de Iris como un marido celoso… Cuando veía, en el cine, a un hombre haciendo eso, le compadecía. Abrió una carpeta rosa colocada sobre la mesa, en la que Iris había escrito en grandes letras NOVELA. Abajo, en rotulador verde: «Una reina tan humilde». Quizás pretende escribir otras, pensó abriendo la carpeta. O hacer que otros se las escriban. Era más fuerte que él, tenía que saber la verdad. Enfrentarse a ella hubiese sido más noble. Pero no se podía hacer frente a Iris. Siempre acababa escurriéndose. Cuando había vuelto del programa de televisión que él había visto junto a Alexandre y Carmen, mientras cenaban en la mesita baja frente al televisor, ella se había plantado delante de ellos y había lanzado triunfante: «¿Qué tal he estado? Soberbia, ¿no?». No tuvieron el valor de responderle. Ella había esperado y, después, ante el silencio que se prolongaba, había suspirado: «¡No sabéis nada! Eso se llama marketing, y si no se hace eso, el libro no se vende. Soy una completa desconocida, es una primera novela, ¡hay que ponerla en órbita! Y, además, ¡va a crecer!», había añadido pasándose los dedos por el pelo. Se acabó la discusión. Al día siguiente, había corrido a su peluquería para que le hiciesen un corte, uno auténtico de los de ciento sesenta y cinco euros. Los cabellos cortos subrayaban la inmensidad y el brillo de sus grandes ojos azules, la línea de su largo cuello, el óvalo perfecto de su rostro, sus hombros dorados brillaban como las iniciales de un blasón sobre un tapiz. Parecía un paje inocente. «Mamá, mamá, ¡parece que tienes catorce años!», había exclamado Alexandre. Philippe se había sentido turbado y, si no hubiese sido por el sordo asco que sentía por todo ese asunto, se habría emocionado.
Abrió la carpeta. Estaba llena de recortes de periódico. De los diarios. Los mensuales no habían salido todavía. Van a llenarse con ella, con sus mentiras, sus alegatos. Recorrió con la mirada los primeros artículos. Algunos firmados por periodistas que él conocía. Hablaban todos de Iris y de su audacia. «A star is born», titulaba uno de ellos. «La sorpresa del chef», titulaba otro. Un periodista más serio se preguntaba dónde se detenía el espectáculo y dónde empezaba la literatura, pero reconocía que el libro estaba bien escrito, aunque era «un poco universitario» y muy bien documentado. «Se ve bien que Iris Dupin conoce el siglo XII de memoria y nos lo hace revivir con maestría. Todo es real. Todo es intrigante. Se pone uno a seguir la regla de san Benito como quien sigue la intriga de una película de Hitchcock». Recorrió los artículos con la mirada. Seguían reflexiones de Iris sobre la escritura, la dificultad de una primera novela, las palabras que huyen, la angustia de la hoja en blanco. Hablaba muy bien de aquello, recordaba sus años de estudios en Columbia, sus pinitos como guionista, citaba los consejos de Gide a un joven escritor: «Para no sentirse tentado de salir, ¡aféitese usted el cráneo!». «Lo que no me atreví a hacer, por coquetería, me ha sido impuesto. No se puede hacer trampas con la escritura. Siempre te descubre. No estoy arrepentida, sólo vivo para la literatura». O bien: «He vivido nueve meses bebiendo tan sólo agua hervida y comiendo patatas de piel roja, sólo así encontraba la inspiración». En las fotos, llevaba unos vaqueros de cintura baja, una camiseta que apenas le llegaba por encima del ombligo y, con su nuevo corte a lo garçonne, ponía una expresión de quinceañera rebelde. En otro, le habían escrito «love» y «money» con carmín sobre la nuca, y ella se dejaba fotografiar la cabeza inclinada con el fin de que las dos palabras se viesen bien. La leyenda decía: «Lleva sobre su nuca la historia de su novela y el destino del mundo». ¡Casi nada! Suspiró Philippe, ¡el destino del mundo sobre la nuca de mi mujer! Otro añadía: «Los adolescentes se van a volver locos, a los hombres les va a encantar, las mujeres van a encontrar su portavoz. Este libro es la reconciliación de los Antiguos con los Modernos». Más abajo, se enteró de que un millonario ruso había puesto a disposición de Iris su avión privado con el fin de que pudiese ir de compras a Londres o a Milán, y que una marca de perfume quería comprar el título del libro para lanzar una nueva fragancia. A todas estas propuestas, Iris respondía, modesta, que se sentía muy halagada, pero que todo eso estaba «muy lejos de la literatura. No quiero convertirme en un mono de feria. Pase lo que pase, sea el libro un éxito o un fracaso, yo continuaré escribiendo, es lo único que me interesa».
He estado alimentando a un monstruo, pensó Philippe. Esa constatación no era dolorosa. En eso se demuestra que el amor se aleja de uno: ya no duele. Se mira el objeto que antaño se amó con mirada fría, se constata que es de una forma, o de otra, y que no se puede cambiar. Soy yo el que ha cambiado. Así que se acabó. Se acabó del todo. Todo lo que sentía ahora era asco mezclado con una cólera imprecisa. Durante años estuvo obsesionado con ella, sólo tenía una preocupación: gustarla, impresionarla, convertirme en el mejor abogado de París y después el mejor abogado de Francia y después un abogado internacional. Había empezado a coleccionar obras de arte, a comprar manuscritos, a financiar compañías de ballet, óperas, había creado un fondo de mecenazgo… Para que ella estuviese orgullosa de él. Orgullosa de llamarse señora de Philippe Dupin. Sabía que no respetaba el dinero: Chef le había dado todo el dinero que quería. Ella quería ser una creadora. Escribir, dibujar, dirigir, ¡cualquier cosa! con tal de que le reconocieran un talento. Él le había ofrecido toda una paleta de talentos. Había creído, ingenuo, que le bastaría con estar a su lado cuando él eligiese cuadros o financiara la creación de un espectáculo para ser feliz. A él le hubiese encantado que ella le acompañase a las ferias internacionales de arte moderno, que asistiese a las reuniones donde eran leídos manuscritos de obras de teatro, que le ayudase a elegir, a seguir los ensayos. Al principio había estado presente, pero pronto se había desinteresado. No era a ella a quien se honraba, sino al dinero, al nombre y al gusto de su marido.
Sus ojos dieron la vuelta a la habitación y reconocieron cada obra de arte. Es la historia de nuestro amor. De mi amor, corrigió, porque ella nunca me ha amado. A ella le gusté. Ella me apreció. Sus mentiras tuvieron éxito allí donde mi amor ha fracasado. Ya no la quiero y ya no podré pretender lo contrario nunca más. Para la supervivencia de una pareja, es mejor dos buenas mentiras que dos verdades malvadas. Era el final. Sólo le quedaba una cosa por hacer y se iría. De forma grandiosa. Un poco ridícula, es cierto, pero grandiosa. Organizar un final con elegancia. ¡Será mi propia obra de arte!
Sus ojos se fijaron en el último recorte de prensa. Un artículo que no hablaba de ella, sino del festival de cine de Nueva York. Había subrayado un nombre con fosforescente amarillo: Gabor Minar. Era el invitado de honor: se presentaba su último largo metraje, Gypsies, premiado en el Festival de Cannes. Ya está, pensó Philippe, Gabor Minar… El eterno Gabor Minar, con su pose de director barroco y deslumbrante. Con su físico de rebelde despreocupado y sus películas de ritmo asombroso. Se decía de él que había despertado al séptimo arte anclado en sus efectos especiales. Que había sabido devolver al cine su sentido y su riqueza. En la foto, sonreía, con mechones de pelo en sus ojos, el cuello de su polo abierto. Cerró la carpeta con un gesto seco, miró la hora, era demasiado tarde para llamar a Johnny Goodfellow. Le llamaría mañana.
Cuando Iris volvió aquella tarde, blandía un número de l'Express.
– ¡Número cuatro en la lista de ventas! En quince días. He llamado a Serrurier, sacan cuatro mil quinientos ejemplares diarios, además de la tirada inicial. ¿Te das cuenta? Cada día cuatro mil quinientas personas compran el libro de Iris Dupin. Entro en los primeros puestos. La próxima semana, te apuesto que estoy en el número uno. Y tú que te preguntabas si era necesario dejarme cortar el pelo en público.
Se echó a reír y besó la revista.
– Hay que vivir conforme a nuestra época, querido. Ya no estamos en los tiempos de los trovadores, eso seguro. Carmen, deprisa, deprisa, a la mesa, tengo un hambre de lobo.
Sus ojos brillaban con una llama dorada y dura que quemaba la revista que sostenía entre sus manos. La bajó, se giró hacia él extrañada por su silencio, le dirigió una gran sonrisa e inclinó la cabeza esperando que la felicitase. El se inclinó educadamente y la felicitó.
Joséphine se frotó los ojos y se dijo que no estaba soñando: la mujer, sentada frente a ella en el autobús 163, leía su novela. La leía hambrienta, metida en el libro, pasando las páginas con cuidado, devorando cada línea como si no quisiera perderse ni una miga. A su alrededor, la gente se movía, hablaba por teléfono, tosía, se hablaba, ella no se movía. Leía.
Joséphine la miró de arriba abajo asombrada. ¡Una reina tan humilde en el 163!
Así que era verdad lo que escribían en los periódicos: su libro se vendía. Como rosquillas. Al principio no se lo creía. Había llegado a decirse que debía de ser Philippe el que los compraba todos. Pero ver Una reina tan humilde en el 163 le demostraba que el éxito era real.
Cada vez que leía una buena crítica, tenía ganas de lanzar gritos de victoria, de reír hasta llorar, de dar saltos de canguro. Corría a casa de Shirley. Era el único sitio donde podía dejar libre curso a su alegría. «Funciona, Shirley, funciona, ¡he escrito un best seller! Te das cuenta, yo, la pequeña investigadora oscura, con un salario de miseria, conferencias polvorientas, ¡el patito feo que no entiende nada de la vida! En mi primer intento, ¡doy un golpe maestro!». Shirley gritaba Olé y bailaban un flamenco endiablado. Gary las había sorprendido una vez rojas y sin aliento.
Después, con el paso del tiempo, la invadió una sensación de enorme vacío. La sensación de haber sido robada, engañada, utilizada. Ensuciada. Iris estaba en todas partes. Iris sonreía en todos lados. Los ojos azules de Iris la sorprendían en todos los quioscos de periódicos. Iris hablaba de la angustia de escribir, de la soledad, del siglo XII, de san Benito. ¿Cómo se le había ocurrido su historia? Al entrar en el Sacré-Coeur, una noche de melancolía. Al mirar la estatua de una santa tan hermosa, de rostro tan dulce que le había escrito una historia a medida. ¿La idea de llamarla Florine? Estaba haciendo un pastel para mi hijo y vertí harina marca Francine en el molde. Francine-Florine-Francine-¡Florine! Joséphine escuchaba anonadada: ¿pero de dónde saca todo eso? Un día la escuchó incluso evocar a Dios y a la inspiración divina para explicar la fluidez de su escritura, «no soy yo la que escribe, me lo dictan». Joséphine se había caído de golpe sobre el taburete cerca de la pila. «¡Eso sí que es tener cara!», repetía.
Abrió la cristalera que daba al balcón y miró a las estrellas. Esto es demasiado, ¡ya no puedo más! Ya es bastante duro verla posar, apropiarse de Florine, pero si, además, se apropia de ella misma también. ¿Qué me queda? ¿Hacer el zángano? ¡Los zánganos son feos! ¿Y cómo sabe ella que os hablo? Nunca se lo he dicho o sí, quizás una vez… ¡Se sirve de todo! Es un vampiro.
Esa noche, tras haber sorprendido a una lectora en el autobús, llamó a la puerta de Shirley. No había nadie. Volvió a su casa, encontró una nota de Zoé que decía: «Mamá, voy a dormir en casa de Alexandre, Carmen viene a buscarme. Hortense me ha dicho que te diga que salía esta noche, que volvería tarde, que no te preocupases, te quiero, Zoé».
Estaba sola. Se recalentó un resto de quiche, añadió dos hojas de lechuga y vio caer la noche. Triste, tan triste.
Cuando anocheció, abrió la cristalera que daba al balcón y miró las estrellas.
– ¿Papá? -intentó-. ¿Papá? ¿Me oyes?
Y añadió con una vocecita de niña:
No es justo… ¿Por qué es ella la que siempre está en primera fila, dime? Una vez más, me han borrado. Cuando éramos pequeñas y nos hacía una foto, mamá insistía para que se viese bien a Iris. Los ojos de Iris, el peinado de Iris, apártate un poco, Jo, no veo el bajo del vestido de Iris.
«Criminal, eres una criminal», escuchaba la voz de su padre. Sus brazos en torno a ella, el gusto de su piel salada o de sus lágrimas, sus grandes zancadas. La llevaba como si la salvara. Estaban en la playa, era verano, yo salía del agua, los ojos me picaban, lloraba, lloraba… Después, recuerdo, no volvió a dormir en la misma habitación que mamá. Después, se refugió en sus crucigramas, sus malos juegos de palabras, fumando su pipa. Después, murió. Expiró. Lanzó una pequeña risa a su padre. ¡Esta te hubiese gustado! Papá, mi papá, canturreó en la oscuridad bajo las estrellas. Un día encontraré las piezas del rompecabezas que me faltan. Un día llegaré a comprender. Mientras espero, papaíto, gracias por este éxito. Me ha dado cierta comodidad. Y, además, ya no tengo miedo. Eso es importante. Ya no me siento amenazada. Todavía no estoy muy segura de mí, pero ya no tengo miedo. Debes de estar orgulloso de mí, tú que sabes que soy yo la que ha escrito ese libro.
Suspiró, todavía tengo muchas cosas que aprender, eso seguro. Creemos haber ganado porque hemos conseguido una victoria, pero siempre hay otra batalla que librar. Mi vida era tan sencilla antes. Cuanto más avanzo en la vida, más complicada me parece. Quizás es que antes no vivía…
Levantó la cabeza. Su enfado había desaparecido.
Extendió los brazos hacia el cielo y envió todo su amor, toda su alegría hacia las estrellas. Ya no envidiaba a Iris. Iris sabe que el libro lo he escrito yo. Lo sabe. Su gloria se sustenta sobre una mentira.
La invadió una dulzura tranquila. Le quedaba su tesis para dirigir trabajos de investigación. Tenía que trabajar. Voy a volver a la biblioteca, a encontrarme con los viejos grimorios, los libros de historia.
Y después, un día, escribiré otro libro.
Un libro que será mío, sólo mío.
¿Qué me decís, estrellas?
Marcel Grobz salió del aeropuerto y subió al coche al lado de su chofer, después de haber metido las maletas en el maletero.
– Estoy agotado, Gilíes. Tengo demasiados años para hacer largos viajes en avión.
– Eso seguro, jefe. Un mes de gira con todos esos cambios de hotel y de horario no es lo mejor para la salud.
– ¡Hace un frío que pela! Estamos a finales de octubre y ya se anuncian heladas. Allí, al menos, los cerezos sonreían. ¿No tengo un aspecto demasiado birria?
Gilíes lanzó un vistazo rápido a Marcel Grobz y concluyó que no, el patrón tenía el aspecto de un roble.
– ¡Qué majo eres! El roble tiene unos cuantos michelines mal puestos. Ya puedo matarme a correr, que no se mueven de su sitio. Bueno, ¿qué novedades hay? ¿Me has comprado los periódicos?
– Están en el asiento de atrás. Su hijastra, la señora Dupin, ha montado una revolución con su libro…
– ¿Es que ha escrito un libro?
– Incluso mi madre lo ha comprado ¡y le ha encantado!
– Joder, pues sí que voy a oír hablar del tema. Y si no…
– Si no, nada. He ido a hacer la revisión del coche como me había pedido. Todo en regla. ¿Adónde vamos?
– A la oficina.
– ¿No pasa antes por su casa?
– Al despacho he dicho…
A ver a Josiane. Cada vez que he hablado con ella por teléfono, ha estado fría. Apenas audible, apenas amable. Sí, no, no sé, ya veré, hablaremos a la vuelta. ¡A ver si ha vuelto a ver a ese espárrago de Chaval! Ese tío tiene el vicio en el cuerpo.
– ¿Tienes noticias de Chaval?
Su chofer, Gilles Larmoyer, era amigo de Chaval. Gilíes y Chaval salían juntos a menudo a la discoteca. Gilíes le contaba sus noches agitadas, los clubs de intercambios, «un culo a la derecha, un culo a la izquierda, con Chaval se lo pasa uno bien», las mañanas en las que se vestían, Chaval para ir a trabajar, Gilíes para conducir el coche. Gilíes no tenía ambición alguna. Marcel había intentado echarle una mano, pero a Gilíes sólo le gustaba una cosa: los coches. Para complacerle, Marcel cambiaba de coche cada dos años.
– ¡Ah! ¿No lo sabe?
Marcel se examinaba en el espejo del parasol. No son bolsas lo que tengo bajo los ojos, sino baúles de tamaño natural.
– ¿Saber qué?
– Chaval. Se ha vuelto loco de atar por su sobrina…
– ¿La pequeña Hortense?
– ¡La misma! ¡Bebe los vientos! Ni se imagina… ¡Le hace caminar a cuatro patas! Se comería el sombrero si llevara. Debe de hacer seis meses que intenta tirársela y cero. Termina el trabajo en su casa, a mano, todas las noches. Completamente loco por ella.
Marcel se echó a reír aliviado. No era pues Chaval el que tenía cabreada a Josiane. Sacó su móvil y llamó al despacho.
– Bomboncito, soy yo. Estoy en el coche, ya llego… ¿Qué tal?
– Muy bien.
– ¿No estás contenta de verme?
– ¡Estoy que salto de alegría!
Y colgó.
– ¿Algún problema, jefe?
– Josiane. Me está templando en frío. Me ha enviado a paseo.
– Ay, las mujeres… Basta con que tengan su día malo para que se pongan de morros sin saber por qué.
– Pues esta lleva un mes malo. Y no es el morro el que me va a poner, sino el cerdo entero.
Se hundió en el asiento del coche y decidió echar una cabezada.
– Despiértame antes de llegar para que tenga tiempo de espabilarme.
Cuando le vio entrar, Josiane seguía irritada. Ni siquiera levantó la cabeza de su mesa. El abrió los brazos para estrecharla, y ella le rechazó.
– Te espera el correo en tu despacho. También la lista de llamadas. Lo he ordenado todo.
Abrió la puerta de su despacho, se instaló y descubrió sobre el montón de cartas una foto colocada bien a la vista: la chica del Lido con los dos ojos agujereados. La cogió y salió riéndose.
– ¿Es por culpa de esto, bomboncito, por lo que estás enfadada conmigo desde hace semanas?
– No le veo la gracia. En fin, a mí, eso, no me hace reír.
– Pero no tienes ni idea. ¡Ni idea! ¡Esto era para quedarme con Henriette! Me había enterado por René que había venido a darse una vuelta un día, un día en el que no había nadie y con razón, ¡era el Primero de Mayo! Entonces me dijo que aquello olía raro, revisé todos mis papeles y me di cuenta de un sobre que había sido abierto y seguramente fotocopiado: el de los gastos del ucraniano. ¡Pobre malvada! Creyó que había descubierto la existencia de una amante con abuso de bien social, además. ¡Cree tenerme agarrado! Decidí, pues, contraatacar. Dejé a la vista en mi habitación esa foto que me hice una noche en el Lido con un gran cliente, hace lustros, una noche que no quisiste acompañarme. Me inventé un nombre y ¡hala! ¡Busca, Henriette, busca! Y funcionó. Y tú ¿has estado sulfurada durante un mes por culpa de eso?
Josiane le contemplaba desconfiada.
– ¿Y tú te crees que me voy a tragar eso?
– ¿Por qué iba a mentirte, bomboncito? A esa chica no la conozco. Me puse así para la foto, de broma, eso es todo… Acuérdate, fue una noche que no quisiste salir, hace por lo menos un año y medio, estabas cansada.
Una noche en la que yo tenía cita con Chaval, recordó Josiane. ¡Pobre gordito! Tiene razón. Había pretextado una migraña y le había dejado ir solo a tomar copas con sus clientes.
Él se acercó a la mesa de Josiane y tropezó con un bolso de viaje.
– ¿Qué es ese bolso?
– Tenía la intención de largarme. Esperaba explicaciones para ahuecar el ala…
– Pero ¡estás loca! ¡Te patina el cerebro!
– Soy frágil, no es lo mismo.
– No confías seriamente en mí.
– No es un artículo que me hayan ofrecido mucho ese de la confianza…
– Pues bien, vas a tener que acostumbrarte. Porque estoy aquí y aquí me quedo. Y sólo por ti, cariñín. Eres toda mi vida.
El la había tomado en sus brazos y la arrullaba murmurando «qué tontita eres, pero qué tontita, y yo que he pasado las de Caín durante un mes por culpa de tus silencios al teléfono».
Ella se abandonaba a él, esperando a que hubiese terminado su ronroneo para anunciarle la buena noticia, confirmada por la muerte súbita de una rana en el laboratorio. Una emoción primero, luego otra, se decía, le dejo que aterrice y, apenas ha tocado el suelo con la punta de los pies, le envío directo al cielo anunciándole la llegada del pequeño Grobz.
– Sobre todo que, bomboncito, con lo de la foto yo ganaba por partida doble. La embaucaba y, además, alejaba de mí toda sospecha. Lo entiendes, en el caso de que te empiece a crecer la barriga… ¡No se enteraría de nada! Estaría pensando en la Natacha y no en ti. Engordarías tranquila ante sus ojos mientras ella seguiría la pista falsa.
Josiane se separó suavemente. No le gustaba mucho lo que acababa de escuchar.
– Así que ¿no piensas decírselo el día que me quede embarazada? ¿Cuentas con dejar flotar la duda?
Marcel enrojeció violentamente, cogido en flagrante delito de cobardía.
– Que no, bomboncito, que no… Sólo que debo tener tiempo para organizarme. Estoy atado de pies y manos a ella.
– Oye, y desde el tiempo que hace que hablamos de ese niño, ¿todavía no te has organizado, como dices?
– No voy a mentirte, bomboncito, los tengo de corbata. No sé cómo arreglarlo, cómo librarme de ella sin que se vengue y me haga las peores animaladas.
– ¿No has ido a ver al notario?
– No me atrevo a decírselo, por miedo a que la prevenga. Están muy unidos, sabes, ella va a visitarle a menudo.
– ¿Así que no has hecho nada? ¿Nada de nada? Tú me tocas el violín todo el día hablándome del querubín y te quedas parado con tu culo en el sofá.
– Pero lo haré, bomboncito, lo haré el día que sea necesario. Te lo prometo, estaré a la altura.
– ¿A la altura de tu pequeñez? No te molestes, ya estás. ¡A ras de suelo!
Josiane se levantó, se colocó el vestido, ajustó el cuello, cogió su bolso de mano y, señalando a su mesa y a la habitación con un gesto teatral, declaró:
– Mírame bien, Marcel Grobz, porque ya no volverás a verme. Tiro la toalla, me evaporo, me desvanezco en la atmósfera. No te molestes en seguirme, ¡me largo para siempre! Decir que estoy harta sería demasiado suave, me das asco de lo cobarde que eres.
– Bomboncito, te prometo…
– Desde que te conozco me estoy tragando tus promesas. Desde que te conozco no hago más que eso. Las tengo atragantadas en el esófago. Tengo ganas de vomitar. Ya no te creo, Marcel…
Se agachó para empuñar su bolsa de viaje y, haciendo sonar sus tacones con aire decidido, abandonó la empresa de Marcel Grobz el 22 de octubre a las once horas cincuenta y ocho exactamente.
No se detuvo a saludar a René.
No se detuvo a besar a Ginette.
No suspiró delante de la enredadera. No se volvió tras haber franqueado el portal. Si ralentizaba el paso, pensó mirando hacia delante, no se marcharía nunca.
Esa noche, después de la cena, Alexandre llevó a Zoé a su escondite secreto.
Era un ropero normando, minúsculo, que su padre había comprado en una almoneda. En Saint-Valéry-en-Caux. Habían ido los tres, en familia. Su padre debía ver a un cliente inglés en el pequeño puerto normando. El inglés le había citado en su barco. Tras haber pasado unas horas a bordo, habían ido a pasear a lo largo del puerto. Se habían parado ante una almoneda. Alexandre había hojeado algunos tebeos viejos mientras sus padres iban a escudriñar en la trastienda en busca de alguna tela olvidada. No encontraron ningún cuadro, pero su padre había sentido un flechazo por aquel ropero. Su madre había protestado diciendo que no iba con el mobiliario, que parecería anticuado, fuera de lugar, incluso hortera… «Ya nadie compra roperos normandos, Philippe». Pero su padre había insistido: «No existe de esa talla, en todo caso, nunca lo he visto, lo pondré en mi despacho, no te molestará y hará destacar el mobiliario más moderno, me gusta mezclar estilos, ya lo sabes, y, además, añadirá un poco de calor, de recuerdos de familia burguesa, porque eso es lo que somos, ¿no? Una familia burguesa».
Alexandre no había comprendido el final de la frase, pero sí que su padre iba a comprar el ropero.
Lo había hecho trasladar a su despacho y Alexandre se había acostumbrado a esconderse dentro. Olía a cera y a lavanda y, concentrándose, se podía escuchar el ruido del mar y el murmullo de los mástiles de los barcos. Estaba tapizado con una cretona verde y amarilla. Cerraba las puertas sobre él, se ponía el walkman en las orejas, apoyaba la cabeza en la pared y, hecho una bola, se internaba en su MISS. Su Mundo Imaginario Súper Secreto. En su MISS viajaba a un país donde todo el mundo vivía según las palabras de John Lennon en su canción Imagine. Otro accesorio indispensable en el MISS: un par de gafas redondas que permitían ver lo invisible. A menudo llevaba a Zoé con él. «Ves, contaba, en el MISS los paisajes son de pastel, la gente está vestida de blanco, nadie se lava, siempre se está limpio y todo el mundo hace lo que quiere. No hay amos ni dinero ni colegio ni notas ni atascos ni padres divorciados, todo el mundo se quiere, la única regla es no fastidiar al resto de habitantes del MISS».
Y hablar inglés.
Era importante para él. Al principio, a Zoé le había costado. Alexandre hablaba un inglés fluido, pues sus padres le enviaban todos los veranos a un colegio inglés. Ella había aprendido a dejarse guiar por su primo y, cuando no entendía algo, él se lo traducía. A ella le gustaba también cuando no traducía: le producía escalofríos escuchar hablar a Alexandre sin entender nada. Tenía miedo, le cogía de la mano y esperaba la continuación de las aventuras que él inventaba. Siempre interpretaba todos los papeles, incluso el del viento y el de la tempestad.
Esa noche, Carmen les había hecho cenar pronto. Iris había ido a una fiesta del libro y Philippe, a una cena de negocios. Alexandre y Zoé fueron a refugiarse al despacho de Philippe y entraron, con aire conspirador, en el ropero mágico. Alexandre había instituido todo un ritual. Primero había que ponerse las gafas redondas y decir tres veces: «Helio, John, Helio John, Helio John». Después se sentaban hechos una bola, cerraban los ojos y cantaban la letra de la canción de Lennon «imagine no possession, it's not hará to do, no reason to kill or die for, and no religión too». <strong>[10]</strong> Al final, se cogían de la mano y esperaban a que un emisario del MISS viniese a buscarles.
– ¿No va a buscarnos Carmen?
– Está viendo su serie en la cocina…
– ¿Y tu padre?
– Volverá tarde. ¡Deja de pensar en eso! Concéntrate y llamemos primero al Gran Conejo Blanco…
Zoé cerró los ojos y Alexandre pronunció las palabras mágicas:
– Hello White Rabbit, where are you, White Rabbit!
– Here I am, little children… Where do you want to go to day? -respondió Alexandre imitando una voz grave.
Alexandre lanzó una mirada a Zoé y respondió:
– Central Park… New York… The imagine garden…
– Okay, children, fasten your seat belts! <strong>[11]</strong>
Hicieron como si se ajustasen los cinturones.
– Nunca he estado en el Central Park -murmuró Zoé.
– Yo, sí. Cállate. Sigámosle… Ya verás qué bonito es. Imagina… Hay calesas tiradas por caballos, lagos con patos y una escultura que representa a Alicia en el país de las maravillas… Allí, en Central Park, el Gran Conejo Blanco ¡tiene una estatua!
Estaban a punto de partir hacia Central Park cuando se abrió la puerta del despacho y escucharon pasos.
– ¿Tu padre?
– ¡Chissst! Espera… Ya veremos.
– No podemos ver nada, estamos encerrados.
– ¡Qué tonta eres! Espera… Quizás sea el Gran Conejo Blanco.
Era Philippe. Escucharon su voz. Hablaba por teléfono. En inglés.
– ¿Crees que está jugando con nosotros? ¿Conoce el MISS?
– ¡Chissst!
Puso la mano en la boca de Zoé y los dos escucharon, reteniendo el aliento.
– She didn't write the book, John, her sister wrote it for her. I am sure of it… <strong>[12]</strong>
– ¿Qué dice?
– ¡Espera!
– Yes, she's done it before! She's such a liar. She made her sister write the book and she is taking advantage of it! It's a big hit here in Trance… no! Really! l'm not kidding! <strong>[13]</strong>
– ¿Qué está diciendo? ¡No entiendo nada!
– ¡Qué pesada eres, Zoé! Espera. Te traduciré después. Me vas a hacer perder frases.
– So let's do it. In New York…At the film festival. I know for sure he's going to be there. Can you manage everything? OK… We talk soon. Let me know… <strong>[14]</strong>
Colgó.
Los dos niños permanecieron petrificados en el ropero. No se atrevían a moverse, ni siquiera a susurrar. Philippe encendió entonces su cadena de alta fidelidad y una música clásica inundó la habitación, permitiéndoles hablar.
– ¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? -insistió Zoé quitándose sus gafas redondas.
– Ha dicho que mi madre no ha escrito el libro. Que fue tu madre la que lo escribió. Dice que mi madre ha hecho ya eso antes. Que es una enorme embustera.
– ¿Y tú le crees?
– Si él lo dice, es que es verdad… Él no miente nunca, estoy seguro.
– Es cierto que el siglo XII es más bien de mamá. Así que ella habría escrito el libro y es tu madre la que… Pero ¿por qué, Alex, por qué?
– No lo sé…
– Podríamos preguntárselo al Gran Conejo Blanco.
Alexandre la miró con aire grave.
– No, vamos a quedarnos todavía un poco más: quizás vuelva a telefonear.
Oyeron a Philippe caminar por el despacho. Se detuvo. Comprendieron que estaba encendiendo un cigarro y pronto sintieron que el olor a tabaco invadía la habitación.
– ¡Qué mal huele! -protestó Zoé-. Tenemos que salir. Me pica la nariz…
– Espera primero a que se vaya. No podemos dejar que nos vean… Después ya no habrá más MISS. Un sitio secreto, si es descubierto, deja de existir… Aguántate y espera.
No tuvieron que esperar mucho tiempo. Philippe salió de su despacho para preguntar a Carmen dónde estaban los niños.
Salieron del ropero sin hacer ruido y entraron en la habitación de Alexandre donde los encontró Philippe, sentados en el suelo, leyendo tebeos.
– ¿Qué tal niños?
Se miraron incómodos.
– ¿Os he asustado? ¿Queréis que veamos una película juntos? Mañana no hay colegio, podéis acostaros tarde.
Aceptaron aliviados y se pelearon por elegir la película. Alexandre quería ver Matrix y Zoé, La bella durmiente, Philippe los reconcilió proponiendo ver El asesino vive en el 21.
– Así, Zoé, estarás contenta. Sentirás un poco de miedo, pero sabes que terminará bien.
Se acomodaron delante de la tele y, mientras Philippe ponía la película, los dos niños se lanzaron una mirada de complicidad.
Había sido Luca el que se lo había comentado seis meses antes: «En octubre próximo habrá un coloquio sobre lo sagrado en la Edad Media, en Montpellier, yo participo, debería usted venir e intervenir. Una publicación más le vendría muy bien». Iba a encontrarse con él en Montpellier. Hablaría el viernes. Ella estaba inscrita para el sábado por la tarde.
Había vuelto después de haber desaparecido todo el verano. Sin explicación. Un buen día se lo había cruzado en la biblioteca. Ella no se había atrevido a hacer preguntas. El había preguntado: «¿Ha pasado usted un buen verano? Tiene usted buena cara, ha adelgazado, le sienta bien… Me he comprado un móvil, detesto la idea de tener uno, pero debo reconocer que es práctico. No sabía cómo contactar con usted este verano, no sabía su número. Los dos estamos pasados de moda de verdad».
Ella había sonreído, conmovida al oírle decir «los dos», conmovida de que él se comparase con ella. Después se había repuesto y había presumido de los encantos del verano, Deauville, París en el mes de agosto, la biblioteca casi vacía, la circulación fácil, las orillas del Sena, París Playa.
Vino a buscarla a la estación. Con su eterna parka, la sonrisa en los labios, una barba de tres días que sombreaba sus hundidas mejillas. Parecía feliz de que ella estuviese allí. Cogió su bolso y la condujo hasta la salida apoyando ligeramente la mano en su hombro. Ella caminaba mirando a uno y otro lado para ver si la gente la miraba acompañada de un hombre tan guapo. Eso le elevaba su autoestima.
– Yo también me he comprado un móvil.
– ¡Ah! Muy bien… Ya me dará el número.
Pasaron delante de un quiosco: en el escaparate se presentaba una larga fila de ejemplares de Una reina tan humilde. Joséphine sintió un sobresalto.
– ¿Ha visto eso? -dijo Luca-. ¡Qué éxito! Lo compré después de toda la publicidad que hicieron y no está nada mal. Nunca leo novelas recientes, pero esta, por la época en la que se desarrollaba, tuve ganas de leerla. La devoré. Muy bien escrita. ¿La ha leído usted?
Joséphine balbuceó que sí y, cambiando de tema de conversación, le preguntó qué tal iban las conferencias. Sí, los conferenciantes eran interesantes, sí, su intervención había ido bien, sí, habría una publicación.
– Y esta noche, si no tiene usted inconveniente, la invito a cenar. He reservado una mesa en un restaurante al borde del mar. Me han hablado muy bien…
La tarde pasó rápido. Ella habló durante veinte minutos con voz clara y segura en un anfiteatro, ante una treintena de personas. Se mantuvo derecha y se sorprendió de su nueva seguridad. Algunos colegas vinieron a felicitarla. Uno de ellos hizo alusión al éxito de Una reina tan humilde, congratulándose de que el siglo XII fuese por fin destacado y liberado de sus tópicos. «Hermosa obra, hermoso trabajo», concluyó al dejarla. Joséphine se preguntó si hablaba de su conferencia o de la novela, y luego se recuperó diciéndose que las había escrito la misma persona. ¡Voy a acabar por olvidarlo! Se dijo guardando sus papeles.
Se encontró con Luca en el hotel. Cogieron un taxi para ir al restaurante en la playa de Carnon y ocuparon una mesa al borde del mar.
– ¿No tiene usted frío? -preguntó él desplegando el menú.
– No. Con la calefacción exterior gratinándome los hombros bastará -respondió ella, riéndose, indicando con el mentón el brasero que servía de calefacción auxiliar.
– Va usted a acabar asada. Y la pondrán en el menú.
Rio y eso le transformó. Tenía un aspecto más joven y más ligero, liberado de las sombras que habitualmente le rodeaban.
Ella se sentía de buen humor, desenvuelta. Echó un vistazo al menú y decidió pedir lo mismo que Luca. El pidió vino con aire serio. Es la primera vez que le veo tan relajado, quizás, después de todo, se sienta feliz en mi compañía.
Le hizo preguntas sobre sus hijas, le preguntó si siempre había tenido ganas de tener hijos o si Hortense y Zoé habían sido los frutos del azar conyugal. Ella le miró extrañada. Nunca se había planteado esa cuestión.
– De hecho, sabe, antes yo no pensaba demasiado. Fue después de mi separación de Antoine cuando la vida se hizo más complicada. También más interesante… Antes, dejaba pasar la vida, seguía mi pequeño camino trazado: me casé, tuve hijos y hubiese envejecido con mi marido, para después convertirme en abuela. Una vida pequeña sin historia. Es la separación la que me ha despertado…
– ¿Y el despertar fue duro?
– Bastante duro, sí.
– ¿Recuerda usted cuando fuimos al cine, la primera vez?, me dijo que estaba escribiendo un libro y después se corrigió, me gustaría saber si fue un error de lenguaje o…
– ¿Yo dije eso? -preguntó Joséphine para ganar tiempo.
– Sí. Debería usted escribir, tiene una forma muy seductora de hablar de historia antigua. La he estado escuchando esta tarde.
– ¿Y usted? ¿Por qué no escribe?
– Porque para escribir tiene que ser uno su propio jefe, tener un punto de vista, saber quién es… Y eso todavía no lo sé.
– Y, sin embargo, da usted una impresión completamente diferente.
– ¿Ah, sí?
Había levantado una ceja y jugaba con su vaso de vino.
– Entonces diremos que las apariencias engañan… De hecho, las apariencias engañan casi siempre. Sabe, tenemos algo en común, los dos somos unos solitarios… La observo en la biblioteca, no habla con nadie, me siento muy halagado de que se haya interesado por mí.
Ella se sonrojó y balbuceó:
– ¡Se burla usted de mí!
– No, hablo en serio. Trabaja con los ojos hundidos en sus libros y se marcha como un ratoncito. ¡Salvo cuando deja caer los libros!
Joséphine se echó a reír.
Reinaba una atmósfera irreal en torno a aquella cena. No se podía creer que fuera ella la que estaba sentada frente a él en esa terraza al borde del mar. Su timidez la abandonaba, tenía ganas de confiarse, de hablar. El restaurante se había llenado y un fuerte murmullo había reemplazado a la calma del principio de la velada. Estaban obligados a acercarse el uno al otro para hablar, y eso reforzaba su intimidad.
– Luca, me gustaría hacerle una pregunta muy personal.
Atribuyó su atrevimiento al vino, a la brisa marina de ese final de verano que todavía se sentía en los manteles blancos, en las faldas cortas de las mujeres. Se sentía bien. Todo lo que la rodeaba parecía repleto del mismo bienestar. El vaho de la noche dibujaba guirnaldas sobre el parqué de madera, y Joséphine leía en ello un mensaje de aliento. Tenía la impresión, inhabitual en ella, de estar acorde con el decorado. Sentía que la felicidad estaba al alcance de su mano y no quería dejarla pasar.
– ¿Por qué no se ha casado usted nunca? ¿Nunca ha tenido ganas de tener hijos?
No respondió. Se ensombreció, sus ojos se fijaron en el horizonte y sus labios se convirtieron en dos trazos cerrados, amargos.
– Preferiría no contestar, Joséphine…
Sintió de nuevo esa penosa sensación de haber cometido una torpeza.
– Lo siento, no quería herirle.
– No me ha herido. Después de todo, soy yo el que empezó a hacer preguntas personales.
Pero si sólo hablamos de generalidades y de la Edad Media, nunca sabremos nada el uno del otro, protestó ella sin decir palabra. Ese verano, hojeando revistas, le había visto de nuevo en anuncios, uno para un perfume masculino; sostenía en sus brazos una larga mujer morena de largos cabellos que reía a carcajadas, dejando adivinar un talle fino y musculoso. Joséphine había observado detenidamente ese anuncio: había en los ojos de Luca una intensidad que ella no conocía todavía. Un deseo grave e imperioso. Los hombres querrán comprar esa colonia para parecerse a él. Se había preguntado si no debería dejarse el pelo largo como la chica morena.
– Le he visto este verano en un anuncio para una colonia, creo -dijo, deseando cambiar de tema.
– No hablemos de eso, ¿quiere?
Su mirada volvió a ser misteriosa, impenetrable. Giró la cabeza hacia el interior del restaurante como si esperase a alguien. El hombre amable, jovial, con el que hablaba hacía unos segundos se había marchado y no quedaba más que un extraño.
– Hace frío, ¿quiere usted que nos vayamos?
En el taxi que los llevaba al hotel, Joséphine le observaba. El se mantenía en una esquina y miraba por la ventanilla.
– Lo siento, no debí hacerle esas preguntas. Estábamos tan bien antes de que yo hablase, me dejé llevar.
La miró con infinita dulzura y con cansancio a la vez, y, atrayéndola hacia él, pasó su brazo alrededor de su cintura.
– Es usted encantadora, Joséphine. No sabe hasta qué punto me conmueve. No cambie nunca, por favor, no cambie nunca.
Había pronunciado estas últimas palabras como una súplica. Joséphine se sorprendió de la intensidad que había en su voz.
Él le levantó la cabeza, colocó un dedo bajo su mentón y, forzándola a mirarle a los ojos, añadió:
– Soy yo el que soy imposible. Me siento mejor cuando está a mi lado. Me calma, me gusta hablar con usted.
Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y se dejó llevar. Respiraba su olor, intentando identificar la verbena y el limón, la madera de sándalo y la corteza de naranja, preguntándose si era el mismo perfume del anuncio. Las farolas de las avenidas desfilaban por la ventana; ella deseaba que el paseo nocturno no terminase nunca. El brazo de Luca en torno a su cintura, el silencio de la noche, el traqueteo regular del coche y de los delgados árboles que se erguían pálidos a la luz de los faros. Se abandonó sin pensar cuando le besó. Un largo beso suave, tierno, que sólo se interrumpió cuando el taxi se detuvo ante el hotel.
Cogieron sus llaves en silencio, subieron al tercer piso en el que se encontraban sus habitaciones y cuando Luca, en el umbral de su habitación, extendió el brazo para entrar, ella le dejó hacer.
Ella le dejó hacer cuando él apoyó sus manos sobre sus hombros y volvió a besarla.
Ella le dejó hacer cuando él levantó su jersey para acariciarla.
Ella le dejó hacer…
Pero, justo cuando ella estaba a punto de abandonarse contra él, la imagen de la mujer morena del anuncio vino a interponerse entre Luca y ella. Vio su fino talle, su vientre bronceado, musculoso, sus brazos delicados echados hacia atrás; apretó los dientes, contrajo su vientre, lo aspiró con todas sus fuerzas para que él no sintiese los michelines de su cintura, estoy gorda, soy fea, va a desnudarme, se va a dar cuenta… Se imaginó desnuda junto a él: una madre de familia con cabellos finos y lacios, granitos en la espalda, una gruesa cintura, unas bragas enormes de algodón blanco…
Ella le rechazó y murmuró «no, no, no, por favor, no».
El se irguió extrañado. Se recuperó. Se disculpó y, hablando con tono ligero, declaró:
– No volveré a importunarla. No hablemos más de ello. ¿Nos vemos mañana en el desayuno?
Ella asintió con la cabeza, acongojada, y le vio desaparecer.
– ¡Idiota, Shirley! Me comporté como una idiota. El estaba allí contra mí, me besaba, me gustaba tanto, tanto, y yo no pensé más que en mis michelines, en mis bragas de algodón blanco… Se fue y lloré, lloré… Al día siguiente, en el desayuno, nos comportamos como si nada hubiese pasado. El muy amable, muy dulce, pasándome la cesta de los cruasanes, preguntándome si había dormido bien, a qué hora era mi tren. Y yo, negándome a comer un solo cruasán por puro odio al michelín invasor. Ese hombre es el sueño de mi vida ¡y yo lo rechazo! Estoy loca, creo que estoy loca… Se acabó, no pasará nada nunca más. Mi vida está acabada.
Shirley dejó que terminara su perorata y después, extendiendo con un rodillo de pastelería la masa de tarta blanca y elástica sobre la mesa, declaró:
– Tu vida no está acabada, apenas ha comenzado. El único problema es que tú no lo sabes. Acabas de escribir un libro que está triunfando…
– No gracias a mí.
– ¿No eres tú la que ha escrito el libro?
– Sí, pero…
– Tú y nadie más -replicó Shirley, apuntando con el rodillo de pastelería a Joséphine con gesto amenazante.
– Sí, pero…
– Pero tú no sabías que podías escribir. Así que seamos positivas, tu hermana te ha hecho un favor… No lo habrías escrito si no te lo hubiese pedido y, además, vas a ganar mucho dinero.
– Eso seguro.
– Gracias a ella, sabes que puedes hacerlo. Punto para ti. Ahora, hazme un favor y olvídate de ese libro. Olvida ese libro y continúa con tu vida tranquila… Escribe, ¡escribe para ti! Trabaja por tu cuenta. Deseas a un hombre y lo rechazas, deseas escribir y dudas, joder, Jo, espabila un poco, eres exasperante con tus vacilaciones y tus dudas. Y, sobre todo, sobre todo, ¡deja de pensar que eres fea y gorda! No lo eres.
– ¿Entonces por qué me veo así? ¿Puedes explicármelo?
– Audrey Hepburn estaba convencida de que era fea, acuérdate. ¡Todas creemos que somos feas!
– ¡Tú, no!
– Digamos que yo he recibido más amor que tú al principio. Mi madre me amaba con locura, aunque tuviera que esconderse para amarme, pero me amaba con locura. ¡Y mi padre también!
– ¿Y cómo era tu madre?
Shirley dudó un instante, agujereó la pasta extendida con un tenedor y después dijo:
– Nunca decía nada, no demostraba gran cosa, pero bastaba con que yo entrase en la habitación en la que se encontraba para que su rostro se iluminase, su frente se relajase y que todas sus preocupaciones desapareciesen. No me estrechaba en sus brazos, no me besaba, pero me dedicaba una mirada de amor tal que yo la recibía cerrando los ojos de felicidad. Lo sentía tan fuerte que, a veces, volvía a entrar adrede en la habitación en la que se encontraba sólo para leer de nuevo la alegría en su rostro. Me construyó sin una palabra, sin un gesto; me dio una base tan sólida que no tengo las mismas dudas que tú…
– ¿Y tu padre? -preguntó Joséphine, sorprendida de que Shirley se pusiese a hablar de su infancia y con la intención de aprovecharlo al máximo.
– Mi padre también. Tan silencioso y discreto como mi madre. Ni un gesto en público, ni un beso ni una caricia. No podía. Pero estaba allí, siempre. Los dos. Siempre han estado allí, y puedo asegurarte que no era fácil para ellos… Tú no tuviste eso; creciste sola, sin una base sólida. Todavía caminas torpemente, pero ya lo conseguirás, Jo, ya lo conseguirás.
– ¿Tú crees? Después de lo que pasó la última noche con Luca no tengo muchas esperanzas…
– Ha sido un accidente. Pero no se ha acabado. Y si no es con él, será con otro…
Joséphine suspiró y contó las rodajas de manzana que Shirley desplegaba ahora sobre la pasta.
– ¿Por qué las cortas tan finas?
– Porque es mejor… Más crujiente.
– ¿Dónde aprendiste a cocinar?
– En la cocina…
– ¡Qué graciosa!
– Se acabaron las confidencias por hoy, guapa. Ya te he contado mucho… ¿Sabes que te estás volviendo astuta?
Shirley metió en el horno la tarta de manzana, ajustó el minutero y propuso a Joséphine abrir una buena botella de vino para celebrar su nueva vida.
– ¿Mi nueva vida o mi último fracaso?
– Your new life, stupid! <strong>[15]</strong> Estaban brindando por la audacia de la nueva Joséphine, cuando Gary entró en la cocina seguido de Hortense. El llevaba un casco de moto bajo el brazo y tenía el pelo de punta. Besó a su madre en la cabeza.
– ¿Has terminado tus tartas, mummy querida? Si quieres, puedo ir a entregarlas. Tengo la moto de un colega…
– No quiero que montes en moto. ¡Es demasiado peligroso! -gritó Shirley golpeando la mesa con la palma de la mano-. ¡Te lo he dicho cien veces!
– Pero yo iré con él y le vigilaré -dijo Hortense.
– ¡Eso! El conducirá mirándote a ti y tendréis un accidente. ¡No! Me las arreglaré sola o Jo me acompañará.
Jo asintió. Los dos adolescentes se miraron suspirando.
– ¿No queda un trozo de tarta? Me muero de hambre -masculló Gary.
– Vocaliza cuando hablas, no entiendo nada. Puedes coger ese trozo, está demasiado cocido… ¿Tú quieres también, Hortense?
Hortense atrapó unas migas de pasta humedeciéndose la punta de sus dedos.
– La tarta engorda…
– Tú no corres ningún riesgo -dijo Joséphine sonriéndole.
– Mamá, si quieres seguir delgada, hay que tener cuidado todo el tiempo.
– Mira, de hecho, tengo noticias de Max -siguió Gary, con la boca llena-. Ha vuelto a París y vive con su madre… ¡Se había hartado de las cabras!
– ¿Ha vuelto al colegio?
– No. Tiene más de dieciséis años, ya no está obligado a ir…
– Pero ¿qué hace entonces? -preguntó Joséphine inquieta.
– Anda por ahí… Se pasó por el instituto.
– Va a acabar mal -pronosticó Hortense-. Trafica con costo y juega al póquer con su madre en Internet.
– ¿Y la señora Barthillet? -preguntó Joséphine.
– Parece ser que la mantiene un cojo. Es así como le llama Max… El cojo.
– Max podría haber sido tan majo -suspiró Joséphine-. Quizás debería haber dejado que se quedase…
– Con Max en casa, ¡yo me hubiese largado! -protestó Hortense-. ¿Vienes, Gary? Vamos a probar la moto… Te lo prometo, Shirley, no haremos locuras.
– ¿Adonde vais?
– Iris nos ha propuesto ir a verla en el estudio Pin-up. Va a hacer una sesión de fotos para Elle. Empieza en algo menos de una hora. Gary me lleva y nos quedamos un rato. Iris quiere que le dé mi opinión sobre la ropa. Me ha pedido que le haga un look. Vamos a ir a hacer compras juntas la semana que viene.
– No me gusta, no me gusta -gruñó Shirley-. Ten cuidado, Gary, ¿me lo prometes? ¡Y ponte el casco! ¡Y volvéis aquí para cenar!
Gary besó la frente de su madre, Hortense hizo un gesto con la mano a Joséphine, y salieron empujándose.
– No me gusta que vaya en moto, no me gusta… Y, además, no me gusta tampoco que Hortense revolotee a su alrededor. Este verano, en Escocia, la había olvidado. Me gustaría que no volviese a obsesionarse con ella…
– Yo he tirado la toalla con Hortense. Qué quieres: va a cumplir dieciséis años, es la primera de la clase, los profesores cantan alabanzas. No tengo nada que reprocharle… Y de todas formas, no tengo medios para enfrentarme a ella. Es cada vez más independiente. Es curioso, cuando pienso que hace apenas dos años era una niña…
– Hortense nunca ha sido una niña. Siento decirte esto, pero tu hija siempre ha sido una zorra.
– Cambiemos de tema o nos vamos a pelear. Nunca te ha gustado.
– Sí. Hace mucho tiempo. Pero no me gusta cómo trata a la gente. Manipula a unos, explota a los otros, no tiene ni un gramo de corazón.
– A ti, en cuanto se toca a tu hijo…
– ¡Me rindo! Lo dejamos. ¿Vienes conmigo a entregar los pasteles?
Marcel Grobz, arrebujado en un abrigo de tweed y una bufanda escocesa amarilla, estaba sentado sobre un banco, bajo la enredadera del patio, y miraba con cansancio los sarmientos retorcidos y secos perlados de gotas de lluvia. Josiane se había ido. Había desaparecido desde hacía quince días. Se había inclinado, había empuñado su bolso de viaje y, clic, clac, con sus pequeños tacones de punta, había cruzado el umbral de la puerta y había salido. Clic, clac sobre las baldosas del patio, clic, clac al abrir la verja. No había tenido fuerzas para correr detrás de ella. Hundido por la pena, había seguido el ruido de los tacones y se había dejado caer en la silla ante la mesa de Josiane. Desde entonces, se sentaba donde podía, en cuanto tenía un momento de reposo, y oía el ruido seco y resuelto de los tacones de Josiane. Eso le encogía el corazón.
Una hoja seca se separó de un árbol y cayó revoloteando a sus pies. Se agachó, la recogió y la frotó entre sus dedos. Sin Josiane ya no tenía ganas de luchar. Y Dios sabía que en ese momento necesitaba de todas sus fuerzas. Estaba librando la batalla más dura de su carrera. Para ella, para ellos, para ese bebé del que no dejaban de hablar y que se hacía de rogar.
Ginette le vio por la ventana del taller, aparcó su toro elevador y fue a su encuentro sobre el banco. Se secó las manos en su peto y, dándole una palmada en la espalda, se sentó a su lado.
– Vamos cuesta abajo, ¿eh, Viejo?
– Sí. Sin ella se me quitan las ganas…
– No tenías que haberla dejado marchar. Presionas, Marcel, ¡presionas! Yo la entiendo… La chavala ya está harta de esperar.
– ¿Y tú crees que me gusta hacerla esperar?
– Sólo de ti depende que las cosas se arreglen. ¿Cuánto tiempo hace que lo dices y no haces nada? Ella piensa que hay gato encerrado. No tienes más que pedir el divorcio y todo se arreglará.
– No puedo pedir el divorcio en este momento, estoy metido en un asunto enorme. No se lo digas a nadie, Ginette, ¿me lo prometes? Ni siquiera a René…
– Te lo prometo. Ya me conoces, soy tan chismosa como una lápida.
– Estoy a punto de comprar la empresa de muebles y artículos del hogar más grande de Asia. Es enorme, ¡enorme! He hipotecado todo lo que tengo, estoy en pelotas y no puedo permitirme el lujo de una separación de Henriette; ella me pediría inmediatamente aquello a lo que tiene derecho, ¡la mitad de mi fortuna! Hace año y medio que el asunto está en marcha. Nadie lo sabe. Debo actuar en el mayor de los secretos. Se alarga, se alarga, he contratado un batallón de abogados y aunque intento que la cosa se acelere, no lo consigo. ¿Por qué te crees que acabo de pasar todo un mes en China? ¿Por placer?
– ¿Por qué no se lo has dicho?
Marcel hizo una mueca y se hundió dentro de su abrigo.
– Desde el asunto de Chaval, confío menos en ella. No es que la quiera menos, no, pero desconfío. Yo soy viejo, ella es joven, puede volver a caer en los brazos de Chaval por ganas de carne fresca. Es un viejo instinto que me viene de la infancia. He aprendido a pensar en lo peor, a buscar la traición. Así que prefiero que me tome por un pusilánime.
– No hay duda de que piensa que eres un cagado y que no dejarás nunca a la del sombrerito.
– Cuando haya firmado todo, tendré las manos libres. Me las he arreglado para que ella no tenga nada que ver en la nueva organización, ni la menor participación en los beneficios ni en la gestión, le pasaré una cómoda renta hasta el fin de sus días, le dejaré el piso, no le faltará nada, no me portaré como un cerdo, te lo aseguro…
– Lo sé, Marcel. Eres un tío estupendo…
– Pero si Josiane se va, ¿de qué sirve todo eso? De nada…
Recogió otra hoja seca, jugó un momento haciéndola girar entre sus dedos y después la volvió a tirar.
– ¡Tenía tantas ganas de tener ese niño! ¡Tenía tantas ganas de vivir con ella! Ella era mi motorcito. Vivir los dos, tranquilos, tan panchos con el pequeño a nuestros pies. Toda mi vida he soñado con tener un hijo y ahora que creía que iba a conseguirlo…
Ginette hundió las manos en los bolsillos de su peto y respiró profundamente.
– Bueno, Marcel. Tengo dos noticias para ti: una buena y otra mala. ¿Por cuál quieres que empiece?
– La mala. En el punto en el que estoy… ¿qué más da otra más?
– La mala es que no sé dónde está. Ni idea. No ha dicho nada, ni ha llamado por teléfono, ni la menor noticia suya…
– ¡Ah! -dejó escapar Marcel con un suspiro de decepción-. Pensaba que lo sabías, que no me decías nada porque ella te lo había pedido. Contaba, incluso, con sonsacártelo, ya ves…
– No me ha llamado… Debe de estar realmente cabreada. Me ha metido en el mismo saco que a ti.
El dejó caer su cabeza entre las piernas y esperó un momento. Después se incorporó y, con la mirada vacía, preguntó:
– ¿Y la buena?
– ¿La buena? La buena es que está embarazada. De tres meses. Seguramente iba a decírtelo cuando empezasteis a discutir…
La boca de Marcel se abrió en un ¡oh! de sorpresa maravillada y su mirada adquirió la inocencia de un niño. Balbuceó, balanceó la cabeza, los hombros. Su cuerpo se puso a vibrar como si fuera él el que llevase al bebé y bailase en su vientre. Cogió la mano de Ginette y la estrechó como si fuese a romperle los huesos.
– ¿Puedes repetirlo? Dime, ¿puedes repetirlo?
– Está embarazada, Marcel. Y loca de alegría… Se enteró poco después de tu partida a China y, si no hubiese recibido la visita de la del sombrero con la foto de la rusa, te lo hubiese anunciado a voz en grito por teléfono y te hubiese roto los tímpanos.
– ¡Está embarazada! ¡Está embarazada! ¡Gracias, Dios mío, gracias!
Miraba al cielo juntando las manos y las falanges de sus dedos palidecían de tanto que las apretaba. Metió otra vez la cabeza entre sus piernas como para tirar al suelo la espera y la angustia acumulada estos últimos meses. Parece un mono enorme, pensó Ginette afectuosa. De pronto se estiró, su mirada se endureció y, girándose hacia Ginette, preguntó:
– ¿Lo va a conservar?
– Tenía las piernas que le temblaban de alegría cuando me lo contó. Y los días que siguieron, caminaba por el borde liso del enlosado para no molestar al bebé. Así que, tú qué crees…
– ¡Voy a ser papá, Dios mío! Ginette, te das cuenta…
El la había cogido en sus brazos y le friccionaba la cabeza.
– Cálmate Marcel. Cálmate. ¡No tengo ganas de quedarme calva!
– ¡Pero eso lo cambia todo! Estaba dejándome llevar, he dejado el entrenamiento y las vitaminas, vuelvo a empezar a partir de hoy. Si está embarazada, volverá. No va a quedarse sola con su mu ñequito guardado en un cajón. Tengo toda la parafernalia en mi despacho, tengo la cuna, el cochecito, el sacaleches, los interfonos, ¡tengo incluso el tren eléctrico! Ella lo sabe, volverá… No va a quedarse la alegría para ella sola. ¡Ella no es avariciosa! Sabe lo mucho que me importa ese retoño.
Ginette le miró sonriendo. La alegría de Marcel la contagiaba, pero ella estaba menos segura del retorno de Josiane. La Josiane no se desinflaba fácilmente. Educar a un niño ella sólita no le daba miedo. Ha debido de estar ahorrando y, con el peculio que Marcel le ha estado pasando durante estos años, estará al abrigo por el momento.
No dijo nada, se levantó y, antes de volver al taller, le hizo jurar que no diría nada a Josiane en el caso de que quisiese salir de su escondite.
– Chitón y la boca cosida. ¿Eh, Marcel?
Marcel hizo una gran cruz sobre su boca sonriente y cruzó los dedos.
– Prométeme, si te llama, que me lo dirás enseguida.
– ¡Tú alucinas! Es mi amiga, no voy a traicionarla.
– No me digas dónde está. Me dices sólo «anda, ha llamado, está bien, ha engordado tres kilos, le duelen los riñones, se pone cojines en la espalda para aguantar, le vuelven loca los marrons glacés…». Y no olvides preguntarle si el vientre apunta hacia delante, eso es señal de que es chico, o si se va hacia un lado, sería una chica… Dile también que se alimente, que no escatime en carnes rojas, que se acueste pronto, que duerma de espaldas para no aplastarle…
– Oye, Marcel, ¿no crees que estás exagerando?
– Dile, sobre todo, y con esto acabo, que su cuenta en el banco va estallar del ataque de risa. Sobre todo, que no le falte de nada a mi bomboncito. ¡Y que se cuide!
– Escucha, Marcel, yo he tenido tres. Y he sobrevivido. ¡Cálmate!
– Nunca se es lo suficientemente prudente. No está acostumbrada a estar de brazos cruzados. Podría hacerse daño.
– Me vuelvo al curro. No me pagas por esperar al lado del teléfono, ¿verdad?
Marcel se incorporó de golpe, abrazó una rama de la enredadera y la besó. Las gotas de lluvia le mojaron las mejillas. Se hubiera dicho que lloraba de felicidad.
Iris tiró la revista sobre la mesita baja con una mueca de disgusto. Había caído en una trampa. Había recibido a la periodista en su casa, había hecho servir el té por Carmen sobre una gran bandeja oscura de madera tallada comprada en Brown and Birdy, la había agasajado con un pastel de limón merengado y había respondido a las preguntas con seriedad e indiferencia. Todo era perfecto, yo hubiera podido gritar ¡motor, acción! Escena 14. Despacho del escritor mencionado, fin de un día de otoño: ella recibe a una periodista en su despacho. Repartió libros por el suelo, arrugó algunos papeles, abrió un cuaderno sobre el que había colocado un bolígrafo y había puesto como fondo una música de jazz, la voz rota de Billie Holiday, que subraya su languidez desesperada. Todo había sido perfectamente dispuesto, al menos eso creía…
Su indolencia había sido percibida como arrogancia. Faltaba poco para que me tratara de pija endomingada y chulesca, pensó Iris con irritación. Volvió a leer el artículo. Siempre las mismas preguntas: ¿en qué se diferencian las relaciones entre hombres y mujeres del siglo XII con las de hoy? ¿De qué sufrían las mujeres entonces? ¿Son realmente más felices en el siglo XXI que en el siglo XII? ¿Qué ha cambiado realmente? ¿La modernidad y la paridad no comprometen in fine la pasión? «Las mujeres no tienen más seguridad afectiva que en el pasado -había respondido Iris-, se acomodan mejor, eso es todo. La única seguridad posible sería alejarse de los hombres, dejar de necesitarlos, pero eso sería morir un poco… al menos para mí». Eso no estuvo mal. Y no es arrogante. «No hay hombre ideal. El hombre ideal es el que amamos. Puede tener dieciocho o noventa años, no hay reglas. Con tal de que se le ame. No conozco ningún hombre ideal, conozco hombres, algunos me gustan, otros no». «¿Podría usted amar a un chico de dieciocho años?». «¿Por qué no? Cuando se ama, no se tiene en cuenta». «¿Qué edad tiene usted?». «La edad que el hombre que amo quiera darme».
Sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas de irritación. Cogió otra revista, buscó en qué página hablaban de ella. No podía hojear un periódico sin encontrarse frente a frente consigo misma.
A veces se miraba con ternura, a veces con incomodidad. Mejillas demasiado enrojecidas, mala iluminación, ¡oh! ¡Qué bien salgo aquí! Lo que más le gustaba era posar para los fotógrafos. Se ofrecía a ellos, hacía mohines, se echaba a reír, se tocaba con un gran sombrero, se aplastaba la punta de la nariz con su índice enguantado… No se cansaba nunca.
Página 121. El artículo de un viejo crítico literario intelectual y refunfuñón. Era conocido por sus ácidos dardos y sus juicios inapelables. Iris leyó las primeras palabras con ansiedad y suspiró aliviada. Le gustaba el libro: «La ciencia y el talento reunidos en una misma pluma. Detalles que enganchan, un impulso narrativo que enardece. Un vocabulario que no cultiva el hermetismo, pero que sabe ser límpido sin ser transparente…». Es bonito eso, «límpido sin ser transparente». Iris extendió la punta del chal sobre su pie, tenía frío, y llamó a Carmen, tenía sed. Recordaba muy bien a ese periodista. Lo había conocido en una cena con Philippe mientras Joséphine estaba en plena escritura. Había adoptado una expresión humilde para escucharle y le había hablado de Chamfort. Era un especialista de Chamfort. «Todo hombre que no es un misántropo a los cuarenta años nunca ha amado a los hombres». Había leído en su mirada un brillo de reconocimiento emocionado y se había callado.
En la próxima novela, Joséphine deberá realizar una obra más erudita, menos simplista. Está muy bien esta historia de maridos que se suceden y la enriquecen, pero resulta un poco frívolo. Al final, eso me perjudica. No es extraño que me tomen por un zoquete. El próximo deberá ser más oscuro, más sulfuroso, menos dirigido al gran público, pero igual de límpido.
Dio una patada a la pila de revistas y decidió ignorarlas. El estadio siguiente es que se hable de mí como una auténtica escritora. ¡Que me dejen de hacer preguntas estúpidas! ¡Y yo qué sé de las relaciones entre hombres y mujeres! Estoy casada desde hace quince años, fiel hasta aburrirme, y el único hombre al que amo vive no sé donde, entre Londres, Nueva York, Budapest, el sur de Francia y el norte de Mali. Vaga por donde le parece, no pertenece a ningún país, a ninguna mujer, detiene un rodaje por amenazas de muerte y vuelve, alegre, despreocupado, para encontrarse con actores que le veneran y aceptarían cualquier cosa de él. Lleva siempre los mismos vaqueros mugrientos y un gorro de lana. Un bohemio genial. ¡Es eso lo que debería haberle largado a esa imbécil! Gabor Minar. El guapo, el célebre Gabor Minar fue mi amante, y todavía le amo. «Permanecer siempre fiel a un antiguo amor es a veces el secreto de toda una vida». Entonces sí que hubiese salido en primera página.
Gabor…
Iba a volver a verle.
Philippe le había propuesto llevarla a Nueva York para el festival de cine. Gabor estaría allí. Era el invitado de honor. Iris se acurrucó bajo su chal y pensó: ¿es su amor lo que echo de menos o la gloria, la celebridad y las lentejuelas que hubiera conocido quedándome a su lado? Porque después de todo, cuando nos conocimos, él no era nadie. Mi pasión ha ido aumentando a medida que aumentaba nuestro alejamiento y su celebridad. ¿Acaso no amo a Gabor porque se ha convertido en Gabor Minar, el gran director de cine reconocido en el mundo entero? Apartó de su cabeza ese pensamiento molesto y volvió a su idea: estaban hechos el uno para el otro, el error fue el matrimonio con Philippe. Voy a verle, voy a verle, y entonces, quizás, toda mi vida cambiará. ¿Qué importan quince años de ausencia cuando se ama tanto? El no temerá nada, me raptará a la manera de los húsares, me comerá a besos… Me comía a besos cuando estudiábamos juntos en Columbia. Se acurrucó bajo su chal y observó la manicura perfecta de sus uñas.
Carmen la interrumpió al traerle su té.
– Alexandre ha vuelto del colegio. Ha sacado un ocho y medio en matemáticas.
– ¡Y no me ha dicho nada! ¿Sabe que estoy en mi despacho?
– Sí, se lo he dicho. Ha respondido que tenía muchos deberes para mañana. ¡Hay que ver lo que trabaja!
– Está imitando a su padre…
Iris extendió el brazo, cogió la humeante taza de té que le tendía Carmen y se volvió a tumbar.
– Le imita en todo. Y me evita. Normal, está en la edad. El padre se convierte en el modelo, la madre no sirve para nada, y después cambia… ¡Qué previsibles son los hombres, Carmen!
Bostezó y se tapó la boca con un elegante gesto de su mano.
Josiane se despertaba por la mañana hacia las nueve, llamaba al servicio de habitaciones para que le trajeran el desayuno, subía a la balanza, anotaba su peso, se vaporizaba con una nube de perfume, Chance de Channel, y se volvía a acostar, mientras escuchaba su horóscopo en la radio. El astrólogo no se equivocaba nunca. Podía prever el temperamento de su jornada escuchándolo. Siempre pedía un desayuno continental y no se decidía a comer huevos, a pesar de las exhortaciones de su ginecólogo que le aconsejaba ingerir proteínas desde la mañana. Eso está bien para los english, esas cosas fritas y grasas, decía tapándose la nariz; había tomado por costumbre hablar sola, pues no tenía otra compañía. Necesitaba una buena baguette, mantequilla, miel y confituras. Cortaba la punta dorada de la brioche, comía un poco de corteza, y después la dejaba a un lado: ¡ay, si me viera mi madre! Me obligaría a tragármela de un mordisco o se la guardaría en el bolsillo.
Cada vez pensaba más en su madre.
Con el desayuno, se hacía traer la prensa y, mientras la hojeaba, encendía la tele y miraba el programa de Sophie Davant. Le decía, buenos días, Sophie, ¿qué tal estamos hoy?, le enviaba un beso y se hundía entre los almohadones. ¡Qué poco altiva era! Veía el programa con entusiasmo, hundida en la pluma de las almohadas y hablándole en voz alta. ¡Tienes razón, Sophie, mete en cintura a ese inútil! Cuando Sophie le decía adiós, se levantaba, iba a la terraza y extendía los brazos en todas direcciones para estirarse. Entraba a ducharse y después bajaba al restaurante Des Princes, componía su menú eligiendo los platos más caros. Quería probar todo lo que no conocía. Aquí es donde me educo, borro mi infelicidad, colmo mi miseria, se decía mientras probaba el caviar sobre un blini.
Por la tarde, salía. Iba a dar un paseo, vestida con una pelliza de visón que había comprado en George V, y miraba los escaparates. ¡La cara que puso la dependienta cuando había desenfundado su tarjeta Platino diciendo «quiero ese», con el dedo apuntando la golosina! Había sido un momento triunfal. Volvía a pasar y repasar la escena adelante y atrás sin cansarse. ¿Usted? Decía la mueca disgustada de la chica. ¿Usted, pobre ordinaria, va a vestirse con ese artículo de lujo extraordinario? Sí, yo, Bomboncito, le confisco su piel de conejo ricachón. Debía reconocer que calentaba bien los riñones. Nada que objetar, los ricos sí que saben. Son los campeones de la comodidad. Cuando nos empeñamos en ponernos una camiseta térmica, ellos se embuten en una buena piel.
Se pavoneaba, pues, dentro de su conejo ricachón, bajaba la avenida George V estrechando el suave cuello contra su rostro, enfilaba la avenida Montaigne y, a cada tentación, desenfundaba la Platino. Con el mismo júbilo ante las mismas caras estreñidas de vendedores y vendedoras. No se cansaba nunca. Eso, eso y eso, apuntaba con el dedo y, ¡plaf!, sacaba el arma fatal. Una sola, con una gran sonrisa, había respondido «estará usted encantada con este artículo, señora…». Ella le había preguntado su nombre y le había regalado una bufanda de cachemira. Se habían hecho amigas. Por la noche, tras haber terminado su trabajo, Rosemarie venía a cenar con ella en el restaurante Des Princes.
Se alegraba de tener compañía. A veces se sentía sola, y una gran sombra negra caía sobre sus hombros. Sobre todo por las noches. Y no era una excepción. Había toneladas de ricos beodos en Casa George. Ese era el nombre que le había dado al hotel donde residía: el George V. De vez en cuando, Rosemarie se quedaba a dormir. Ponía la cabeza sobre su vientre e intentaba adivinar si era un niñito o una niñita. Le buscaban nombres. «No te rompas la cabeza, si es un varón, se llamará Marcel, si es una mujer, podré elegir».
– ¿De dónde sacas toda esta pasta? -preguntaba Rosemarie, extrañada por los gastos de Josiane.
– De mi tronco. Una noche de Navidad que me había dejado de nuevo sola para acompañar a la Escoba, me regaló la Platino. ¡Y la cuenta que va con ella!
– Es un buen hombre.
– Sí, pero, patina, patina… Para calentar a un tío, hay que enfriarle los bajos. Al desaparecer sin dejar rastro, le inquieto, le desestabilizo, hago que su cabecita trabaje… Lo intuyo. Marcel y yo estamos ligados. Veo cómo ha doblado los ingresos. Ginette ha debido de decirle lo del peque y está currándoselo duro…
– ¿Cómo es tu Marcel?
– No es un niñato ni un musculitos. Pero me gusta. Venimos del mismo mundo…
Rosemarie suspiraba y pulsaba el mando a distancia. Había canales en todas las lenguas, canales que retransmitían películas porno y canales donde las presentadoras llevaban velo.
– ¡Qué mundo más raro! -decía-. ¿Te vas a quedar mucho tiempo aquí?
– El tiempo necesario para que oiga la llamada del Gran Visir. Un día me levantaré y sabré que ha puesto en la puerta a la Escoba. Entonces volveré como me fui, con mi pequeña maleta.
– ¡Y tu visón!
– ¡Y mi conejo ricachón! Quiero que mi bebé respire riqueza. Quiero que, doblado en cuatro dentro de mi vientre, se emborrache de lujo. ¿Por qué crees que me cebo? ¿Crees que es para mí? A mí me gustan tanto el paté de Mans como el caviar iraní. Como bien por él, para que no se pierda ni una miga.
– Qué quieres que te diga, Josiane, ¡vas a ser una madre extraordinaria!
Nunca se cansaba de oír ese cumplido.
Un día que volvía de su paseo diario, envuelta en su visón, percibió a Chaval, apoyado en el bar. Se acercó, le puso la mano en los ojos y gritó «¿quién soy?». Sentía una extraña alegría al ver a un viejo conocido. Aunque fuese Chaval.
– ¿Me invitas a una copita?
El echó un vistazo a la entrada del bar, a su reloj, y le hizo una seña para que se sentara.
– ¿Qué haces aquí?
– Esperando…
– ¿Llega tarde?
– Siempre llega tarde… ¿Y tú?
– Yo estoy acampada aquí.
– ¿Te ha tocado la lotería?
– Casi. ¡Me ha tocado el gordo!
– ¿Un viejo forrado?
– Puedes suprimir lo de viejo de tu vocabulario cuando me hables…
– ¿Quién es?
– Papá Noel.
Se subió sobre un taburete del bar y su abrigo se abrió, descubriendo su vientre redondo.
– ¡Pero, bueno! ¡Si te ha hecho un bombo! Felicidades. ¿Has dejado el curro entonces?
– Él no quería que trabajase. Quiere que sólo viva para él.
– Entonces, ¿no te has enterado de lo de papá Grobz?
El corazón de Josiane se aceleró. Le había pasado algo a Marcel.
– ¿Ha muerto?
– ¡Qué va! Acaba de dar un golpe magistral. Ha comprado al mayor fabricante de productos para el hogar. El ratón que se come al elefante. ¡Todo el sector no habla más que de eso! Nadie lo vio venir. Lo ha debido de hacer con la complicidad de algún banco, ha puesto todas sus piezas en la batalla sin que nadie se enterase…
Entonces Josiane comprendió. No temblaba delante de la Escoba, esperaba a que todo concluyera. Y mientras no hubiese firmado, no podía mover ni un pelo. Henriette le tenía cogido por los cojones. Ella le había atacado a base de lanzarle mierda y él había acabado por ganar la partida. ¡Qué talento Marcel! Y pensar que había dudado de él… Pidió un whisky bien fuerte, se disculpó con Júnior por la tasa de alcohol, y bebió por el éxito de su hombre, sin nombrarlo. Chaval no tenía un aspecto demasiado vivaracho. Su cuerpo no estaba para muchos trotes. Se sostenía, caído en su asiento, y lanzaba miradas ansiosas hacia la entrada.
– Vamos, Chaval, ponte recto. Tú nunca te has inclinado delante de una mujer.
– Mi pobre Josiane, te voy a decir algo, he olvidado la verticalidad. Me arrastro, me arrastro… No sabía que podía doler tanto.
– Me das pena, Chaval.
– Pues, sí. Lo peor termina siempre por llegar.
– Lo peor o lo mejor. Yo bebo por lo mejor. La ruleta gira, la ruleta gira… ¡Y pensar que estaba loca por ti!
Bajó del taburete con precaución, pasó por recepción para decir que preparasen su cuenta para el día siguiente. Subió a su habitación a darse un baño.
Descansaba en la espuma perfumada, jugando con las pompas irisadas, pinchándolas para que explotasen, contando su feliz futuro a los espejos que cubrían las paredes, cuando sintió una patada golpear en su vientre. Se sofocó, se arrodilló, lágrimas de éxtasis rodaron por sus mejillas, soltó un grito mientras se hundía bajo el agua de la bañera: «¡Júnior! ¡Era Júnior!».
Las piernas desfilaban bajo las narices de Joséphine, piernas negras, piernas beiges, piernas blancas, piernas verdes, piernas escocesas. Encima de las piernas, había camisas, polos, chaquetas, impermeables, abrigos. Ruido y baile incesante. Del podio subía un polvillo que le picaba en la garganta. Estaban situadas en primera fila, podían tocar a los modelos que desfilaban a un metro de ellas. Al lado de Jo, recta y aplicada, Hortense tomaba notas. Iris se había ido a Nueva York. Antes de marcharse, había dicho a Joséphine: «Mira, tengo dos invitaciones para el desfile de la colección masculina de Jean-Paul Gaultier. ¿Por qué no vas con Hortense? Eso le interesaría, y a ti podría inspirarte para una próxima novela. No vamos a quedarnos todo el tiempo en la Edad Media, eh, cariño, vamos a saltar algunos siglos en la próxima…». No escribiré un segundo ni un tercer libro para ella, rumió Joséphine percibiendo a un hombre en kilt que giraba ante ella. Joséphine había cogido las invitaciones a nombre de Iris Dupin y se lo había agradecido diciéndole que Hortense estaría encantada. Le había deseado una buena estancia en Nueva York. «¡Oh!, sabes, es una ida y vuelta, un fin de semana…». Joséphine miró a su hija por el rabillo del ojo. Describía cada modelo, anotaba los detalles, esbozaba los forros de chaqueta, las mangas, los cuellos de camisa, una corbata. No sabía que le interesara la moda masculina. Se había atado el pelo y sacaba la punta de la lengua retorcida, señal de que estaba concentrada. La capacidad de trabajo de su hija la extrañaba. Su atención volvió al podio. Iris tiene razón: observar y tomar notas. Siempre. Incluso sobre los temas que no nos apasionan, como esos hombres magníficos avanzando a grandes pasos. Algunos caminaban completamente erguidos, los ojos fijos en el vacío, otros sonreían y hacían señas a sus amigos entre los asistentes. No, ¡no escribiré otro libro para Iris! La actitud de su hermana la ponía enferma. No porque estuviese celosa, le sería imposible soportar toda esa explosión pública, sino porque veía que lo que había escrito se retorcía hasta convertirse en una parodia infame. Iris no contaba más que tonterías. Daba recetas de cocina, de belleza, la dirección de un hotel con encanto en Irlanda. Joséphine sentía vergüenza. Y no paraba de decirse: soy yo la que está en el origen de esta farsa. No tenía que haber aceptado. Fui débil. Sucumbí al dinero fácil. Suspiró. Es cierto que la vida se había vuelto agradable. Había dejado de contar. Nunca más. En Navidad llevaría a sus hijas a tostarse al sol. Elegiría un destino en un catálogo de papel cuché y se irían las tres.
Hortense volvió las páginas de su cuaderno de croquis y el ruido de las hojas devolvió a Joséphine al desfile de moda. Atrajo su atención un hombre alto, moreno, de rostro delgado, que acababa de salir y desfilaba ignorando el mundo a sus pies. ¡Luca! Iba vestido con una chaqueta negra y una camisa blanca de largas solapas asimétricas. Se sobresaltó. Avanzaba derecho hacia ella; su rostro enigmático parecía colocado sobre un cuerpo desarticulado. Se diría un maniquí de cera. Ahí es donde reside todo su misterio, pensó. Había aprendido a extraerse de su cuerpo para ejercer esa profesión que aborrecía y, cuando no actuaba, continuaba andando, separado de su envoltorio físico.
Pasó varias veces delante de ella. Ella intentó atraer su atención haciendo pequeños gestos con la mano. Cuando terminó el desfile, el grupo de modelos salió a saludar rodeando a Jean-Paul Gaultier, que se inclinó llevándose la mano al corazón. La atmósfera, sobre el podio, era distendida, campechana. Tendió el brazo hacia él y pronunció su nombre en voz alta.
– ¿Le conoces? -preguntó Hortense extrañada.
– Sí…
Ella repitió «Luca, Luca». El se giró hacia ella. Sus ojos se cruzaron, pero los de Luca no expresaron ni sorpresa ni alegría de verla.
– ¡Luca! ¡Ha sido magnífico! ¡Bravo!
El la observó con mirada fría, distante, una de esas miradas que se lanza a una admiradora pesada para que se mantenga a distancia.
– ¡Luca! Soy yo, Joséphine…
El volvió la cabeza y se unió al grupo de modelos que saludaron y se retiraron.
– ¿Luca? -lanzó una última vez Joséphine con voz debilitada.
– No te conoce de nada.
– Que sí… ¡Es él!
– ¿El Luca con el que ibas al cine?
– Sí.
– ¡Pero si está como un tren!
Joséphine se había vuelto a sentar y le costaba contener su emoción.
– No me ha reconocido. No ha querido reconocerme.
– ¡No debía de esperarse verte aquí! Ponte en su lugar…
– Pero… pero… la otra noche, en Montpellier, me tomó en sus brazos y me besó…
Estaba tan turbada que olvidó que estaba hablando con su hija.
– ¿Tú, mamá? ¿Te has pegado el lote con un chico?
– No hicimos nada más, pero después de una conferencia, me besó… me dijo que era maravillosa, que lo sosegaba, que conmigo se sentía bien…
– ¿No estarás un poco agotada?
– No, te lo prometo. Es él, Luca. El que me lleva al cine… Con él tomo café en la biblioteca, que ha escrito una tesis sobre las lágrimas en la Edad Media…
– ¡Mamá, estás delirando! Vuelve a la realidad. ¿Qué iba a hacer un chico tan guapo como él con una mujer como tú, eh? Piensa un poco…
Joséphine agachó la cabeza, avergonzada, royéndose el borde de las uñas.
– Es lo que no dejo de preguntarme. Por eso el otro día, en Montpellier, le rechacé cuando me besó… No por virtud, sino porque tenía miedo de ser demasiado fea.
– ¡Lo rechazaste! -exclamó Hortense con voz sobreexcitada-. ¡Yo alucino en colores! ¡Voy a tener que revisar todas mis bases de cálculo! ¡Tú, rechazar a un tío tan bueno!
Se abanicaba con su cuaderno de croquis para recuperarse. Joséphine permanecía postrada sobre su silla. Las lámparas colgadas del techo se iban apagando una por una.
– Venga, ven, nos vamos… Ya no hay nadie -declaró Hortense.
Le tiró de la manga y salieron. Joséphine lanzó una última mirada hacia atrás para ver si no volvía, si no la había, finalmente, reconocido.
– Te lo prometo, cariño, no estoy mintiéndote.
– Que sí, que sí…
No ha querido verme. Se avergüenza de mí. Le puse en evidencia al llamarle. Nunca podré volver a mirarle a los ojos. Voy a tener que evitarle… Ya no iré más a la biblioteca.
Habían preparado un bufé en el fondo de un gran salón rojo y dorado. Hortense le propuso ir a beber un zumo de naranja o una copa de champán.
– Te sentará bien porque se te va la cabeza, mamaíta…
– Que sí, te aseguro que…
– Vale, vale… Venga, ¡vamos!
Joséphine se soltó.
– Creo que voy a ir a echarme un poco de agua por la cara… Nos vemos en el hall en un cuarto de hora, ¿te parece bien?
– ¿Media hora?
– De acuerdo. Pero no más… Necesito volver a casa.
– ¡No te enrollas nada! Por una vez que salimos del agujero.
– Media hora, Hortense, ¡ni un minuto más!
Hortense se alejó encogiéndose de hombros y murmurando «¡qué poca gracia!». Joséphine entró en el lavabo. Nunca había visto un cuarto de baño tan lujoso. Una pequeña habitación, bautizada Powder Room en letras rosas sobre la puerta gris, hacía oficio de antecámara donde se habrían otras cuatro puertas grises con adornos de pintura rosa. Abrió una al azar. Penetró en una habitación redonda, toda de mármol, con un profundo lavabo, toallas esponjosas dispuestas a su alrededor, un frasco de agua de colonia, jabones, crema para manos, cepillos para el pelo. Se miró en el espejo. Tenía el rostro descompuesto. Su boca temblaba. Hizo correr el agua en el lavabo y hundió la cabeza. Olvidar a Luca. Olvidar la mirada de Luca. Olvidar la fría mirada de Luca que decía no la conozco. No respirar, permanecer con la cabeza en el agua. Aguantar hasta que los pulmones exploten. Ahogarse bajo el agua para olvidar que me ahogo sobre la tierra. No ha querido reconocerme. Consiente en tratarme como un igual en Montpellier, entre universitarios, pero, bajo los artesonados dorados de este hotel de lujo, entre estas criaturas sofisticadas me ignora. Sus pulmones comenzaban a sufrir, pero aguantaba bien. Olvidar a Luca. Olvidar la mirada fría de Luca. Esa mirada… Ni hostil ni rabiosa, no: sólo vacía. Como si yo no existiese… Si me hago daño, aquí, ahora, si lleno mis pulmones de agua hasta que me estallen los tímpanos, el dolor físico reemplazará al dolor mental. Es lo que hacía cuando estaba apenada, de pequeña. Se cortaba el dedo o se quemaba la piel bajo las uñas. Dolía tanto que olvidaba el otro dolor. Pensaba en el dedo dolorido, le hablaba, le mimaba, le daba besos, y toda su pena se borraba con esos besos, borraba la voz de su madre que decía rechazándola «qué patán eres, Jo, compórtate un poco, toma ejemplo de tu hermana». O: «Joséphine no tiene el brillo de su hermana, no sé qué vamos a hacer, verdaderamente esta niña no está dotada para la vida». Ella se encerraba en su habitación, se hería, y después se consolaba. Era un ritual que seguía sin excepción. Pálida, digna, colérica. Funcionaba. Sacaba sus cuadernos y se ponía a hacer los deberes. Voy a encontrarme con Hortense y dejaré de pensar en Luca. Hundió una vez más la cabeza en el agua y permaneció sin respirar, aguantando hasta el límite de su resistencia. Tragaba agua, pero permanecía sumergida, agarrándose al borde del lavabo. La sangre batía en sus oídos, golpeaba contra sus sienes, sentía sus mandíbulas a punto de explotar.
Él la había mirado fríamente y, después, le había dado la espalda y se había alejado. Como si ella no mereciese la pena, como si no existiese.
Sacó la cabeza del lavabo salpicando agua por todos lados, mojando las toallas inmaculadas y blancas, el embalaje de los jabones. Se echó los brazos alrededor del cuerpo y se abrazó. Voy a morirme, voy a morirme. Se ahogaba, se sofocaba, levantaba la cabeza buscando aire. Percibió en el espejo la figura pálida de una ahogada, y un recuerdo vino a golpear su memoria. Papá, los brazos de papá, «eres una criminal», y ella escupiendo agua salada y llorando… Sintió un escalofrío de terror. Todo volvía. El baño con su madre e Iris, una tarde de verano, en Las Landas. Su padre se había quedado en la orilla, no sabía nadar. Su madre y su hermana se reían de él y se tiraban corriendo en las olas mientras él permanecía allí, avergonzado, vigilándolas. No vayáis muy lejos, hay corrientes, es peligroso… Su madre era una excelente nadadora. Iba a bañarse y desaparecía nadando con un crol potente y regular. Las niñas, cuando eran pequeñas, la miraban alejarse mudas de admiración. Les había enseñado a nadar como ella. Hiciese el tiempo que hiciese, las metía en el agua y las llevaba lejos. Decía: «No hay nada mejor que la natación para formar el carácter». Ese día, el mar estaba en calma. Hacían la plancha, batiendo los pies mientras que su padre, en la orilla, se enfadaba y hacía grandes señas con las manos. En un momento dado, su madre había mirado a la orilla y había dicho: «En efecto, nos alejamos, hay que volver, vuestro padre quizás tenga razón, el mar puede ser peligroso por aquí…». Les costaba volver. Ya podían nadar, nadar con todas sus fuerzas, que la corriente las arrastraba. Se había levantado viento, las olas se ornaban con amenazantes tocados de espuma. Iris había empezado a llorar, «no lo conseguiré, mamá, no lo conseguiré nunca», su madre había apretado la boca, «cállate, no llores, no sirve de nada, ¡nada!», Joséphine podía leer el miedo en su rostro. Y entonces el viento había soplado más fuerte y la lucha había sido más dura. Se habían agarrado al cuello de su madre y tragaban agua. Las olas les golpeaban, el agua salada les picaba en los ojos. Entonces Joséphine sintió cómo su madre la rechazaba. «Déjame, déjame». Había atrapado a Iris por el mentón, le había dado una bofetada y, agarrándola bajo su brazo, había vuelto a la orilla nadando a braza lateral, hundiendo la cabeza en las olas, escupiendo el agua a un lado, efectuando poderosos movimientos de piernas.
Ella se había quedado atrás. Sola. Su madre no se había vuelto. La había visto intentar franquear varias veces la barrera de olas. Varias veces había sido rechazada, pero había vuelto al asalto, llevando a Iris inconsciente bajo su brazo. Les había visto franquear la barrera. Había percibido a su padre gritando sobre la arena. Había sentido pena por él y había imitado a su madre, la braza lateral de su madre, el brazo hacia delante buscando la orilla, la cabeza bajo el agua, había partido al asalto de las olas que se hacían cada vez más grandes. Tragaba agua salada, la escupía, la arena de las olas le arañaba los ojos. «No llorar, se repetía, no llorar, voy a perder mis fuerzas si lloro». Recordaba muy bien aquella frase, «no llorar, no llorar»… Tuvo que intentarlo varias veces antes de que una ola la cogiese y la devolviera a la orilla, a los pies de su padre, que había entrado hasta la cintura en el agua y le tendía la mano gritando su nombre. El se la había arrancado a la ola y la había llevado en su regazo repitiendo «criminal, criminal, criminal». Ya no recordaba lo que había pasado después. Nunca se volvió a hablar de aquello.
Miró a la ahogada en el espejo. Por qué te preocupas, dijo a la chica del espejo, aquel día te salvaste, tendrías que haber muerto, pero una mano vino a recogerte sobre esa ola y te condujo a la orilla; entonces no tengas miedo, no tengas miedo nunca más, no estás sola Joséphine, no estás sola.
De pronto tuvo esa certidumbre: no estaba sola.
Sobrevivirás a esa mirada de Luca, sobrevivirás como sobreviviste a la mirada de tu madre que te abandonó, sin volver la vista atrás.
Se secó la cara con una toalla, puso en orden su peinado y se empolvó la nariz.
Una niña la esperaba en el hall del hotel. Su niña, su amor. La vida había continuado después, la vida continúa siempre. Te da razones para llorar y razones para reír. Es la vida, Joséphine, confía en ella. La vida es una persona, una persona que hay que tomar por compañera. Entrar en su corriente, en sus remolinos, a veces te hace tragar agua y te crees que vas a morir, y después te agarra por el pelo y te deja más lejos. A veces te hace bailar, otra te pisa los pies. Hay que entrar en la vida como se entra en un baile. No parar el movimiento llorando por uno, acusando a los demás, bebiendo, tomando pastillitas para amortiguar el choque. Bailar, bailar, bailar. Pasar las pruebas que te envía para hacerte más fuerte, más determinada. Tras ese baño en Las Landas, había estudiado encarnizadamente, se había sumergido en sus estudios, había construido su vida. Otra ola se había llevado a Antoine, pero ella había sobrevivido. Llegarían otras olas, pero sabía que tendría la fuerza de atravesarlas y que siempre, siempre habría alguien en la orilla. Así es la vida, se dijo con certeza mirándose en el espejo. Olas y olas.
Miró a la chica del espejo. Sonrió tranquila. Inspiró profundamente y volvió a buscar a Hortense.
Domingo por la noche. El avión hacia París acababa de despegar del aeropuerto JFK y Philippe miraba a su mujer tumbada a su lado. No habían hablado casi desde la cena de la víspera en el Waldorf Astoria. La gran cena de clausura del Festival de Nueva York. Esa mañana se habían levantado tarde, habían tomado su desayuno en silencio. Philippe había dicho: «Tengo que ver a dos personas hoy, ¿quedamos a las cinco en el hotel para ir al aeropuerto? No tienes más que ir de compras, pasearte, hace bueno». Ella no había respondido, metamorfoseada en gran estatua de piedra dentro del gran albornoz blanco del hotel. Sus ojos azules miraban al vacío y sus pies finos se balanceaban. Él le había dejado dinero para coger taxis o ir al museo. Abren en domingo, aprovéchalo. Se había ido sin que ella abriese la boca. Por la noche, un coche les había conducido al aeropuerto. Dos plazas, first class, para Roissy-Charles-de-Gaulle. Nada más acomodarse en el avión, había pedido a la azafata que no la despertaran. Se había puesto un antifaz en los ojos y había girado la cabeza hacia él diciendo: «No te importa si me duermo, estoy agotada. Ida y vuelta en un fin de semana, no volveré a hacerlo».
Él la miraba dormir. Sin sus grandes ojos azules, se parecía a cualquier mujer elegante que viaja en primera clase, confortablemente instalada bajo su manta. Sabía que no dormía. Debía de estar repasando los acontecimientos de la víspera.
«Lo sé todo, Iris -tuvo ganas de decir-. Lo sé porque fui yo quien lo organizó».
La llegada a Manhattan. La gran limusina que les había llevado al hotel. Ella parloteaba como una niña, se extrañaba de un tiempo tan luminoso en noviembre, estrechaba la mano de Philippe, señalaba con el dedo un cartel publicitario, una casa irregular. En el hotel, se había lanzado sobre los periódicos, página de espectáculos. Se anunciaba la llegada de Gabor Minar, «el gran director de cine europeo, con quien todas las actrices sueñan rodar. Sólo le falta un contrato con una gran productora americana para hacer de él el maestro del cine contemporáneo», escribía el periodista del New York Times; no debía de estar muy lejos. «Se murmura que tiene una cita con Jo Schrenkel». Los leía desde la primera hasta la última línea, levantando apenas la cabeza para responder a sus preguntas. «¿Qué películas quieres ir a ver?», preguntó él mientras consultaba el programa del festival. Ella respondía «elige tú, confío en tu opinión», dirigiéndole una sonrisa distraía, de conveniencia. El sábado habían comido en Bernardin con unos amigos venidos también de París. Iris decía sí, decía no, decía es buena idea, pero Philippe la sentía fijada en un único objetivo: su encuentro con Gabor. La primera noche, cuando se vestía para la velada, había cambiado tres veces de vestido, de pendientes, de bolso. Demasiado vestida, decían sus cejas fruncidas, demasiado señora, no lo suficientemente bohemia. Al término de la proyección de su película, Gabor Minar no había venido. Estaba previsto que hablase, que respondiese a las preguntas de los espectadores. Cuando las luces se encendieron, un organizador había anunciado que no se presentaría. Del público surgió un ¡oh! de decepción. Al día siguiente, se supo que había pasado la noche de fiesta en un club de jazz en Harlem. No se puede contar nunca con él, había dicho un productor, despechado. Estamos obligados a plegarnos a sus caprichos. Quizás por eso hace películas tan poderosas, había comentado otro. Estaban en el desayuno. No se hablaba más que de la ausencia de Gabor Minar. Por la tarde, habían visto otras películas. Sentada a su lado, Iris se agitaba en su butaca, después se paralizaba cuando un espectador tardío venía a sentarse delante de ellos. Sentía su cuerpo en tensión por la esperanza de ver a Gabor. El no se atrevía a posar su mano en la de ella por miedo a que saltase como un resorte. Por la noche, nuevamente, se había preparado. Baile de vestidos, aspecto perplejo, baile de zapatos, aspecto inquieto, baile de joyas, aspecto contrariado. Era la cena de gala. El iba a venir. Era el invitado de honor. Ella había elegido un vestido largo de noche en tafetán que le resaltaba sus ojos, su largo cuello, la gracia de su porte. Philippe se había dicho, mirándola, es como una larga liana con dos grandes ojos de azul profundo. Ella canturreaba al abandonar la habitación y correr hasta el ascensor haciendo volar su vestido.
Estaban sentados en la mesa de honor. En la mesa de Gabor Minar. Cuando él entró, la sala entera se había levantado y estallado en aplausos. Todos los resentimientos se borraron. ¡Magnífico, sublime, cautivador, extraño! ¡Qué fuerza! ¡Qué puesta en escena! ¡Qué energía! Las bocas de las mujeres se tendían hacia él en ofrenda suplicante. Los hombres aplaudían con los brazos levantados para crecer frente al genio. Había aparecido flanqueado por sus actores. Gigante desgarbado, barbudo, vestido con unos vaqueros viejos y agujereados, una cazadora de cuero, botas de motorista y su eterno gorro de lana enfundado en el cráneo. Se había inclinado con una sonrisa, se había quitado el gorro de lana como señal de agradecimiento. Sus cabellos revueltos y grasientos habían escapado, él los había aplastado con un rudo gesto de su mano, había atravesado la sala y había ido a sentarse a su mesa con toda su troupe. Se habían movido, les habían hecho sitio. Iris estaba sentada en el borde de su silla, el cuello inclinado, la mirada tensa como un arco hacia él. En ese momento, Philippe le había rozado el brazo; ella lo había retirado como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Gabor Minar había saludado con la cabeza, uno por uno, a cada invitado presente en la mesa, agradeciéndoles por haberles hecho sitio. Su mirada cayó sobre Iris. El la había mirado, había hecho un esfuerzo por recordar… Había buscado en su cabeza durante unos segundos. Iris palpitaba, entregada. Los invitados presentes alrededor de la mesa se extrañaron y sus miradas iban de uno a otro. Entonces Gabor había exclamado: «Irish! Irish!». Ella se había incorporado, magnífica, sonriente, alumbrada por una intensa alegría. «Irish! You! Here! Unbelievable! Such a long time!». <strong>[16]</strong>
Iris se había levantado para ir a besarle. El la había estrechado en sus brazos. Todo el mundo les miraba. «¿Su mujer conoce a Gabor Minar?», había preguntado a Philippe su vecino de mesa. «¿Le conoce personalmente?». «Sí», había contestado Philippe, los ojos puestos en Iris, sin perderse ni una migaja del espectáculo que ofrecían Iris y Gabor reunidos en el mismo halo luminoso, llevados por los mismos murmullos de curiosidad. «Ella le conoció cuando estudiaba en Columbia». Todos los asistentes miraban a Gabor Minar tomar a Iris en sus brazos y besarla. Iris, en los brazos de Gabor, recibía el mudo homenaje de la sala como si fuese la mujer de Gabor, como si por fin se hiciera justicia y el olvido fuera reparado. ¡Oh! la mirada que entonces había posado ella sobre Gabor… Philippe no la olvidaría nunca. Una mirada de mujer que llegaba a puerto, que volvía a los brazos del hombre, de su hombre. Sus grandes ojos azules devoraban a Gabor, sus manos venían a situarse naturalmente entre sus manos. Él la abrazaba y la estrechaba contra él con su vigoroso brazo.
Después se había vuelto hacia una mujercita rubia, menuda, vestida con una larga falda de volantes y con una camisetita blanca. Una mujer un poco discreta pero bella, que se mantenía a la sombra del gigante y sonreía.
– Elisa… my wife -había dicho él tomando a su mujer por el hombro y presentándosela a Iris.
Elisa se había inclinado, había dicho «how are you, nice to meet you». Iris la había mirado, los ojos brillantes de estupor. «Estás… estás… ¿casado?», había preguntado con vocecita temblorosa al gigante. Gabor se había echado a reír y había contestado: «Yes, and I have three kids!». <strong>[17]</strong>
Después, soltando a Iris como quien deja un objeto codiciado por un instante, había agarrado a su mujer y la había sentado a su lado. Otras personas se habían acercado, él se había vuelto a levantar, y había vuelto a la tarea de dar besos con el mismo ánimo, con el mismo calor, ¡Eh! ¡Jack! ¡Eh! ¡Terry! ¡Eh! ¡Roberta!, cogiéndoles en sus brazos, levantándolos del suelo, dando a cada uno la impresión de ser la única persona en el mundo que contaba, y después, dirigiéndose a su mujer, la presentaba manteniéndola firmemente a su lado. ¡Qué generosidad! ¡Qué fuerza!, no pudo evitar pensar Philippe. Se parece a sus películas: desaliñado y fulgurante. Es un proyector. Te ilumina con un gran rayo sincero, poderoso, generoso, y después te devuelve a las sombras cuando desvía su mirada. Parece conceder todo a una persona y, al instante siguiente, su atención se desplaza y da todo a otra, abandonando a la precedente a una soledad dolorosa.
Iris se había vuelto a sentar. No volvió a abrir la boca.
Y ahora, en la cabina de primera clase de Air France, dormía. O fingía que dormía. La vuelta va a ser dura, pensó Philippe.
John Goodfellow había trabajado de forma magistral. Fue él quien había seguido a Gabor Minar de cerca, él quien había convencido a su productor de hacerle venir a Nueva York, él quien se había asegurado que estaría en la cena del Waldorf. Había sido duro organizar ese encuentro. Les había llevado dos años. Habían sufrido tres tentativas malogradas: en Cannes, en Deauville y en Los Ángeles. El hombre era volátil. Decía que vendría y, en el último minuto, cambiaba sus planes y volaba hacia otro destino. John había tenido que organizar un encuentro del productor y su protegido con el gran jefe de un estudio americano para asegurarse que asistiría. Después convencer al americano de que viajase a Nueva York, seducirle con la promesa de tener a Gabor Minar en su próxima película. Mentiras minuciosamente elaboradas pasando por intermediarios minuciosamente elegidos. Un castillo erigido con mentiras. Hasta el último minuto, el pájaro habría podido volar.
Al día siguiente, al final de la mañana, cuando se habían encontrado en el bar del Waldorf, Philippe le había felicitado:
– Good job, John!
– Nunca he visto a un hombre tan difícil de localizar -había exclamado John-. Y, sin embargo, estoy acostumbrado. ¡Pero él! Cambia de sitio a todas horas. ¿Ha visto usted a su mujer? Es guapa, ¿eh? A veces, me da pena, tiene aspecto agotado. Hablé con ella, entre otros contactos. Creo que a ella le gustaría que se estableciesen en alguna parte. Es una mujer inteligente, ha comprendido cómo funciona él y le sigue allá donde va. En la sombra. Ni una foto de ella o de sus hijos en la prensa. ¡Apenas se sabe que está casado! Bajo su apariencia bohemia, es un hombre fiel. Obsesionado por su trabajo, no hace el tonto. O quizás una o dos tonterías con una script o una maquilladora en noches de borrachera. Nada que pueda hacerle sombra a su mujer. La respeta hasta el infinito. La ama. Es su sostén. Ha encontrado su álter ego y, pero esto le va a sorprender, creo que es un sentimental. Pienso que al principio ella era como él, pero comprendió enseguida que no había lugar para dos genios atormentados en la pareja. Ella es húngara como él. Cosmopolita como él. Artista como él. Loca como él, pero con la cabeza bien puesta sobre los hombros cuando es necesario. Ella le sigue. Con el equipaje, los niños, una especie de gobernanta que forma parte de la familia. Los niños van al colegio cuando su padre se asienta, el tiempo de un rodaje, de la escritura de una película. Hablan todas las lenguas, pero ¡no creo que sepan escribirlas! Me han dicho que uno de sus hijos quería ser futbolista y para eso ¡no hace falta estudiar mucho!
Se había echado a reír. Había pedido zumo de naranja y café.
– ¿No tendrá otro trabajo para mí?
– Lo siento John, no tengo más que una mujer. Y, encima, no sé por cuánto tiempo.
Se habían reído.
– ¿Cómo ha reaccionado?
Philippe se puso un dedo sobre sus labios cerrados.
– Nada. Silencio total. No ha dicho una palabra desde ayer por la noche.
– Ha sufrido usted mucho con esta historia, ¿verdad?
– No sabe usted lo que es, John, vivir permanentemente a tres.
Y con un fantasma, además. ¡Porque ella le idealizaba! Se había vuelto perfecto: guapo, inteligente, rico, cautivador, fascinante…
– Pero limpio no. Es realmente sucio. ¡Podría hacer un esfuerzo!
– Está usted sacando su lado gentleman inglés que se tapa la nariz. Gabor es un eslavo, vive con su alma, ¡no dentro de una lavandería!
– Lástima, me gustaba trabajar para usted.
– Cuando pase por París, llámeme, iremos a comer juntos.
Y no es una promesa al viento.
– Lo sé… he aprendido a conocerle. Es usted un hombre delicado y fiel. Al principio, me parecía un poco… estirado, old fashion, pero en el fondo es usted muy cordial.
– Gracias, John.
Habían terminado su desayuno hablando de cine, de Doris, la mujer de John, que se quejaba de no verlo nunca, de sus hijos, de la vida que llevaba. Después se habían estrechado la mano y se habían despedido. Philippe le había visto alejarse con melancolía. Iba a echar de menos sus citas en Roissy. Tenían un lado clandestino que le agradaba. Sonrió interiormente y se burló de sí mismo, es tu único lado aventurero, tú, el hombre de la raya a un lado tan bien trazada.
Iris habló en sueños y murmuró algo que Philippe no entendió. Todavía le quedaba una mentira, una ilusión a la que consagrarse: Una reina tan humilde. No la ha escrito ella, estoy seguro. La ha escrito Joséphine. Joséphine. La había llamado antes de marcharse a Nueva York para que tradujese un contrato y, muy gentilmente, ella lo había rechazado. «Tengo que retomar mi HDI». «¿Tu qué?». «Mi informe de habilitación para dirigir trabajos de investigación», le había descifrado ella. «¿Por qué "retomar", lo que has dejado recientemente?». Ella calló un segundo y había respondido: «¡Te fijas en todo, Philippe! ¡Debo tener cuidado con lo que digo, eres temible!». «Sólo con la gente que quiero, Jo…». Había seguido un largo silencio incómodo. Su torpeza se había convertido en una gracia llena de misterio y profundidad. Sus silencios ya no eran confusos, sino perspicaces. La echaba de menos. Tenía cada vez más ganas de hablar con ella, de confiarse a ella. Llegaba a marcar su número y, después, colgaba.
Miró a la bella durmiente a su lado y se dijo que su historia de amor con Iris iba a disolverse pronto, y de eso también tendría que ocuparse: no quería perder a Alexandre. Pero ¿iba ella a luchar para tener la custodia? Ni siquiera estaba seguro de eso…
– ¡Nunca terminas de sorprenderme! Así que metes la cabeza en un lavabo y todo tu pasado vuelve. ¡Así! ¡Con un golpe de pila mágica!
– Te juro que me pasó tal y como te he contado. Pero para ser completamente honesta, había empezado antes… jirones que volvían, trozos de rompecabezas que flotaban, pero faltaba siempre el centro, el sentido…
– What a bitch, your mother! <strong>[18]</strong>¿Sabes que podrían haberla denunciado por delito de omisión de socorro?
– ¿Qué querías que hiciese? Sólo podía salvar a una. Ella eligió a Iris…
– Y tú encima la defiendes.
– No la guardo rencor. Me da igual. Sobreviví…
– Sí, pero ¡a qué precio!
– Me siento tan fuerte desde que me he desembarazado de mi pasado. Es un regalo del cielo, sabes…
– Deja de hablarme del cielo con ojos de ángel.
– Estoy segura de que tengo un ángel de la guarda que vela por mí…
– ¿Y qué estaba haciendo tu ángel de la guarda estos últimos años? ¿Se estaba tejiendo unas alas nuevas?
– Me ha enseñado paciencia, obstinación, resistencia, me ha dado valor para escribir el libro, me ha dado el dinero del libro para que me libre de preocupaciones cotidianas… Me gusta mi ángel. ¿No necesitas dinero, por casualidad? Porque voy a ser muy rica y no pienso ser tacaña.
– Calla, si soy inmensamente rica.
Shirley se encogió de hombros, cruzó y separó las piernas, enfadada.
Estaban en la peluquería y volvían a realizar la ceremonia de las mechas. Hablaban, transformadas en árboles de Navidad, con su cabeza llena de papel de aluminio.
– ¿Y las estrellas, todavía les hablas?
– Hablo con Dios directamente cuando hablo con ellas… Cuando tengo un problema, rezo. Le pido que me ayude, que me dé la fuerza, y El lo hace. Me responde siempre.
– Jo, vas por mal camino…
– Shirley, estoy muy bien. No te preocupes por mí.
– Las cosas que dices son cada vez más extrañas. Luca te ningunea, pierdes la cabeza, la sumerges en un lavabo y sales curada de un trauma de la infancia. ¿No te creerás a veces que eres Bernadette Soubirous?
Joséphine suspiró y rectificó:
– Luca me ningunea, creo que me voy a morir, revivo el abandono trágico de mi infancia y uno las piezas, es otra versión.
– En todo caso, espero que no tenga la cara de volver a llamarte.
– Es una pena, creo que estaba enamorada. Estaba tan a gusto con él. No me había pasado eso desde hacía mucho tiempo… ¡desde Antoine!
– ¿Tienes noticias de Antoine?
– Envía correos a las niñas. Siempre con sus historias de cocodrilos. Al menos le pagan, y devuelve el préstamo. Antoine no vive su vida, la sueña con los ojos abiertos.
– Un día va a estamparse contra un muro.
– No se lo deseo. Mylène estará allí…
– ¡Esa sí que es dura de roer! Pero me cae bien…
– A mí también. Ya no estoy nada celosa…
Iban a empezar a cantar las alabanzas de Mylène cuando vinieron a buscarlas para quitarles sus bolas de Navidad. Fueron las dos juntas a la pila de lavado e inclinaron la cabeza hacia atrás, silenciosas, con los ojos cerrados, dejando que sus pensamientos vagaran.
Joséphine insistió en pagar. Shirley se negó. Se pelearon en la caja ante los ojos divertidos de Denise. Fue Jo la que ganó.
Se fueron, mirándose en los escaparates, haciéndose cumplidos por su buen aspecto.
– Te acuerdas, hace un año, cuando me trajiste a hacerme mechas por primera vez. Nos atacaron en esta calle…
– ¡Y yo te defendí!
– Y a mí me impresionó tu fuerza. Shirley, te lo suplico, cuéntame tu secreto… Pienso en ello continuamente.
– No tienes más que preguntarle a Dios. El te responderá.
– ¡No bromees con Dios! Venga, dímelo. Yo te cuento todo, siempre confío en ti, y tú te quedas muda. Soy mayor, tú misma dices que he cambiado. Ahora puedes confiar en mí.
Shirley se volvió hacia Joséphine y la miró con expresión grave.
– No se trata sólo de mí, Jo. Pongo a otras personas en riesgo. Y cuando digo riesgo, debería decir gran peligro, sacudidas sísmicas, temblores de tierra…
– No se puede vivir siempre con un secreto.
– Yo lo llevo muy bien. Sinceramente, Jo, no puedo. No me pidas lo imposible…
– ¿No sabría callar lo que Gary se calla desde hace mucho tiempo? ¿Tan débil te parezco? Mira lo que me ha ayudado que tú supieses lo del libro…
– Yo no necesito ayuda ninguna, vivo con ello desde muy pequeña. He sido educada en el secreto. Forma parte de mi naturaleza…
– Hace ocho años que te conozco. Nadie ha venido nunca a ponerme un cuchillo en la garganta haciéndome preguntas sobre ti.
– Es cierto…
– Entonces…
– No. No insistas.
Siguieron caminando sin decir nada. Joséphine pasó el brazo bajo el de Shirley y se apoyó en el hombro de su amiga.
– ¿Por qué me dijiste antes que eras inmensamente rica?
– ¿Te dije eso?
– Sí. Te propuse ayudarte si tenías problemas de dinero y me dijiste «calla, si soy inmensamente rica»…
– Ves, Joséphine, cómo las palabras pueden ser peligrosas en cuanto se intima, en cuanto nos relajamos… Contigo no tengo cuidado, y las palabras caen como las piezas de tu rompecabezas. Un día, descubrirás la verdad tú sólita… ¡en el lavabo del Palace!
Se echaron a reír.
– A partir de ahora no voy a frecuentar más que lavabos. Serán mis posos de café. Lavabo, hermoso lavabo, dime ¿quién es esta mujer a la que amo con locura y que juega a los misterios?
Shirley no respondió. Joséphine pensó en lo que acababa de decir sobre las palabras que se escapan y traicionan. El otro día, sin que supiese por qué, la atención de Philippe la había turbado. «Y, si soy honesta conmigo misma, me gustó esa ternura en su voz». Había colgado, sorprendida por la emoción en la que se había sumergido. Sólo de pensarlo de nuevo, sentía cómo se ruborizaba.
En el ascensor, bajo la luz mortecina del techo, Shirley le preguntó: «¿En qué piensas, Joséphine?», ella sacudió la cabeza y dijo «en nada». Sobre el descansillo, ante la puerta de Shirley, un hombre vestido completamente de negro estaba sentado sobre el felpudo. Las vio llegar y no se levantó. «Oh! My God»!, susurró Shirley. Después, volviéndose hacia Jo, le dijo:
– Pon cara de que no pasa nada y sigue sonriendo. Puedes hablar, no entiende el francés. ¿Puedes quedarte con mi hijo esta tarde y esta noche?
– No hay problema…
– ¿Puedes también procurar que no llame a mi casa, que vaya directamente a la tuya? Ese hombre no debe saber que vive aquí conmigo, cree que está interno.
– De acuerdo…
– Seré yo la que iré a verte cuando se haya ido, pero hasta entonces, cuida de él. Prohíbele que ponga los pies en casa.
La besó, la estrechó el hombro, se dirigió hacia el hombre, todavía sentado, y soltó desenvuelta: Hi, Jack, why don't you come in? <strong>[19]</strong> Gary comprendió enseguida cuando Jo mencionó al hombre de negro.
– Tengo mi mochila, mañana iré directamente al instituto, dile a mamá que no se preocupe, sé defenderme.
Durante la cena, Zoé, intrigada, estuvo haciendo preguntas. Había vuelto antes que Gary y Hortense y había visto al hombre de negro sobre el felpudo.
– ¿Ese señor es tu papá?
– ¡Zoé, cállate! -la cortó Jo.
– ¡Pero puedo preguntarle si es su papá o no!
– No tiene ganas de hablar de ello. Ya lo ves… No le molestes.
Zoé se metió un trozo de gratín dauphinois en la boca, lo masticó con la punta de los dientes y después posó el tenedor con expresión triste.
– Pues yo a mi papá le echo muchísimo de menos… Me gustaba más cuando estaba aquí. No tiene gracia vivir sin papá.
– ¡Zoé, qué pesada eres! -exclamó Hortense.
– Siempre tengo miedo de que le coman los cocodrilos. Son malos…
– No te comieron este verano -contestó Hortense irritada.
– No, pero tuve mucho cuidado.
– Pues bien, piensa que papá tiene mucho cuidado también.
– A veces, se distrae. A veces, pasa mucho tiempo mirándoles a los ojos. Dice que intenta leerles el pensamiento.
– ¡Qué tonterías dices!
Hortense se volvió a Gary y le preguntó si no quería sacarse algo de dinero desfilando.
– En Dior están buscando adolescentes altos, románticos, guapos, para presentar su colección.
Iris le había preguntado si no tenía amigos que pudiesen estar interesados.
– Me habló de ti… ¿Te acuerdas cuando fuimos a verla al estudio Pin-up? Le pareció que eras muy guapo…
– No sé si realmente me apetece -dijo Gary-. No me gusta que me toquen el pelo y que me vistan.
– ¡Sería guay! Yo iría contigo.
– No, gracias, Hortense. Pero me gustó ver la sesión de fotos con Iris. A mí, lo que me gustaría sería convertirme en fotógrafo.
– Podemos volver si quieres. Se lo pediré…
Habían terminado de cenar. Joséphine retiró la mesa, Gary puso los platos en el lavavajillas, Hortense pasó un trapo por la mesa, mientras Zoé, con los ojos llenos de lágrimas, gimoteaba «quiero a mi papá, quiero a mi papá». Joséphine la tomó en sus brazos y la llevó a su cama fingiendo quejarse de lo pesada que era, tan alta, tan guapa que parecía que llevase una estrella entre sus brazos. Zoé se frotó los ojos y preguntó:
– ¿Crees realmente, mamá, que soy guapa?
– Pues claro, mi amor, a veces cuando te miro me pregunto ¿quién es esa chica tan guapa que vive aquí?
– ¿Tan guapa como Hortense?
– Tan guapa como Hortense. Tan distinguida como Hortense, tan atractiva como Hortense. La única diferencia es que Hortense lo sabe y tú no lo sabes. Tú te crees que eres un pequeño patito feo. ¿Me equivoco?
– Es difícil ser pequeña cuando se tiene una hermana mayor.
Suspiró, giró la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos.
– Mamá, ¿puedo no lavarme los dientes esta noche?
– Bueno, pero es algo excepcional…
– Estoy tan cansada…
Al día siguiente, al final de la mañana, Shirley llamó a la puerta de Joséphine.
– He conseguido convencerle de que se vaya. Ha sido difícil, pero se ha ido. Le he dicho que no debía volver aquí, que había un tipo de la policía secreta que vivía en el edificio…
– ¿Y te ha creído?
– Eso creo. Joséphine, he tomado una decisión esta noche. Me voy… Estamos a finales de noviembre, no va a volver enseguida, pero tengo que marcharme… Me voy a refugiar en Mosquito.
– ¿Mosquito? La isla de los multimillonarios, la de Mick Jagger y la princesa Margarita…
– Sí. Tengo una casa allí… Allí no irá. Después, ya veré, pero lo que es seguro es que ya no puedo vivir aquí.
– ¡Vas a mudarte! ¿Me vas a abandonar?
– Tú también querías mudarte, acuérdate.
– Era Hortense. No yo…
– ¿Sabes lo que vamos a hacer? Vamos a ir todos a Mosquito en las vacaciones de Navidad, y yo me quedaré allí. Gary volverá contigo, hasta que acabe el curso y pase la selectividad. Sería un error que interrumpiese sus estudios, está tan cerca del final. ¿Podrás acogerlo?
Joséphine asintió con la cabeza.
– Haría lo que fuera por ti.
Shirley le tomó la mano y la estrechó.
– Después, ya veré… Nos mudaremos de nuevo. Estoy acostumbrada…
– ¿No puedes decirme todavía lo que pasa?
– Te lo diré en Mosquito, en Navidad… Allí me sentiré más segura.
– No estarás en peligro, ¿verdad?
Shirley esbozó una débil sonrisa cansada.
– Por el momento, no, estoy bien.
Marcel Grobz se frotaba las manos. Todo iba sobre ruedas. Había agrandado su imperio comprando a los hermanos Zang, dejando en la estacada a los alemanes, a los ingleses, a los italianos y a los españoles que intentaban hacer lo mismo. Su jugada maestra había funcionado, y se había quedado con todas las fichas de la mesa. Ahora controlaba todos los botones. Había conseguido excluir a Henriette de sus negocios y acababa de alquilar un gran piso, justo al lado del trabajo, para instalar a Josiane y Júnior. En un hermoso edificio con conserje, interfono, techos altos, parqués encerados tipo Versalles y chimeneas con entrepaño. Sólo buen ganado: barones, baronesas, un primer ministro, un académico y la querida de un conocido empresario. Tenía confianza. Josiane iba a volver. Todo sobre ruedas, sobre ruedas. Por la mañana, cuando llegaba al despacho, subía las escaleras de puntillas, avanzaba muy despacio, metía la cabeza y se decía: va a estar allí mi costillita. Con su vientre abombado y su pelo rubio pajizo. Sentada detrás de la mesa, el teléfono bloqueado en su cuello, me va a decir el señor fulano ha llamado y el señor mengano espera su pedido, ¡mueve el culo, Marcel, mueve el culo! Y yo, no diré nada, meteré la mano en el bolsillo y dejaré sobre su mesa las llaves del piso completamente remodelado para que vaya a esperarme. Que se relaje, que se repanchingue, que devore costillas de buey y piernas de cordero para que Júnior sea un bebé gordito y mofletudo, berreón, fuerte como las dos piernas de un zuavo. Que se pase el día en la gran cama de nuestra habitación comiendo fruta escarchada, salmón bien graso y judías verdes por lo de la clorofila. En la habitación no faltan más que las cortinas… Voy a pedirle a Ginette que se encargue de ello.
Subía la escalera ligero y fresco. Había vuelto a su entrenamiento y se sentía vigoroso, como un pececillo de arroyo de montaña. Y voy a saltar encima de ella, rodearla con mis brazos, relamerla, a ponerla guapa, a masajearle los dedos de los pies, a empolvarla, a…
Allí estaba. Solemne detrás de su mesa. El vientre apuntando hacia delante. La mirada aguda.
– ¿Qué tal andas, Marcel?
El balbuceó:
– ¿Estás aquí? ¿Eres tú?
– La Virgen María en persona y su querubín bien calentito en mi vientre…
El se dejó caer a sus pies, apoyó la cabeza sobre sus rodillas y murmuró:
– Estás aquí… Has vuelto…
Ella puso la mano sobre su cabeza, respiró el olor de su agua de colonia.
– Te he echado de menos, sabes Marcel.
– ¡Oh, bomboncito! Si supieras…
– Lo sé. Me crucé con Chaval en el bar de Casa George…
Se le contó todo: su fuga en un hotel de lujo, su mes y medio comiendo los platos más caros de la carta, la gran cama mullida, la habitación con una moqueta tan gruesa que no necesitaba llevar zapatillas, el servicio de habitaciones y los sirvientes, decenas de sirvientes que se alineaban en cuanto ella pulsaba un botón dorado.
– Está bien el lujo, Marcel. Está bien, pero, al cabo de un rato, una se cansa. Siempre igual, siempre excelente, todo tan suave. Si quieres mi opinión, está falto de asperezas, y comprendo que los ricachones estén mustios… Entonces, un día que subía a mi camarote de quinientos euros la noche, vi a Chaval agarrado a la barra del bar, completamente derrumbado por la pequeña Hortense, que le vuelve tarumba; me contó todo lo de tu golpe, ¡y lo entendí todo! Las precauciones que tomabas con la Escoba, conmigo, con mi situación… Comprendí, gordito, que me amabas, que estabas montándole un imperio a Júnior. El corazón me dio un vuelco y me dije: «Voy a ir a ver a Marcel…».
– ¡Oh, bomboncito! ¡Te he esperado tanto! Si tú supieras…
Josiane se repuso y soltó:
– La única cosa que me da rabia es que no hayas confiado en mí, que no me hayas soltado la información…
Marcel iba a responder, y ella le tapó la boca con su manita rosada y regordeta.
– ¿Es por culpa de Chaval? ¿Tenías miedo de que me fuera de la lengua?
Marcel suspiró:
– Sí, lo siento, bomboncito, habría tenido que confiar pero, en este punto me atasqué.
– No importa. Lo borramos todo. Empezamos de cero. Pero ya no vuelvas a desconfiar de mí…
– Nunca más.
Se levantó, buscó en su bolsillo y exhibió el manojo de llaves del piso.
– Es para nosotros. Está todo decorado, arreglado, emperifollado. Faltan las cortinas de la habitación… No me decidía con el color, no quería producirte una urticaria con colores arriesgados…
Josiane agarró las llaves y las contó.
– Qué llaves tan bonitas, bien pesadas, bien gruesas… ¡Las llaves del paraíso! ¿Dónde está plantada?
– Aquí al lado. Así, no tendré que andar mucho tiempo para ir a mimarte, arrullarte y vigilar el progreso del pequeño…
Posó la mano sobre el vientre de Josiane y sus ojos se llenaron de lágrimas.
– ¿Ya se mueve?
– Como un escapado del Tour de Francia. Espera un poco y te va a dar un golpe de pedal que te romperá el puño. ¡Es un marrullero!
– Como su padre -se pavoneó Marcel mientras masajeaba el vientre redondo con la esperanza de que Júnior despertase. ¿Puedo hablarle?
– Es hasta recomendable. Primero preséntate. He estado bastante tiempo cabreada, no le he hablado mucho de ti.
– ¡Oh! No le habrás hablando mal de mí, espero…
– No. He evitado el tema pero estaba muy sulfurada por dentro, y ya sabes cómo son los niños: lo sienten todo. Así que vais a tener que hacer las paces…
Ginette, que entraba en el despacho, asistió entonces a una escena desconcertante: Marcel a los pies de Josiane y hablando con su vientre.
– Soy yo, Júnior, soy papá…
Su voz se apagó y se derrumbó, sacudido por los sollozos.
– ¡Ay, joder! Hace treinta años que espero esto, ¡treinta años! ¿Que si voy a hablarte, Júnior? ¡Voy a marearte hasta que no puedas más! Josiane, si supieras, soy el hombre más feliz…
Josiane hizo una seña a Ginette para que volviese más tarde. Lo que hizo sin problemas, dejando a los dos padres ñoños a solas con su reencuentro.
Joséphine había cambiado de biblioteca. Eso le complicaba un poco la vida pero se resignaba. Al menos, no corría el riesgo de encontrarse frente a frente con Luca, el bello indiferente. Así es como le llamaba cuando venía a inmiscuirse en sus pensamientos. Merecía la pena cambiar dos veces de línea de autobús, esperar maldiciendo a que el 174 sucediese al 163 y volver más tarde a su casa.
Estaba, pues, de pie en el 174, embutida entre un carrito de niño cuya asa se le clavaba en la tripa y una africana en bubú que estaba pisándola cuando sonó su teléfono. Metió la mano en su bolso y descolgó.
– ¿Joséphine? Soy Luca…
Ella se quedó muda.
– ¿Joséphine?
– Sí -balbuceó.
– Soy yo, Luca. ¿Dónde está?
– En el 174…
– Joséphine, tengo que hablar con usted.
– No creo que…
– Bájese en la próxima parada, la estaré esperando…
– Pero…
– Tengo algo muy importante que decirle. Ya le explicaré. ¿Cuál es el nombre de la parada?
Ella susurró Henri-Barbusse.
– Allí estaré.
Y colgó.
Joséphine permaneció aturdida. Era la primera vez que oía hablar a Luca con esa voz firme, imponente. No estaba segura de tener ganas de volver a verle. Había borrado su número de teléfono de la agenda de su móvil.
Se encontraron en la parada del autobús. Luca la cogió del brazo y, arrastrándola con mano firme, buscó con la mirada un café. Cuando vio uno, acentuó la presión de su mano sobre su brazo de forma que ella no pudiese soltarse. Avanzaba a grandes zancadas mientras ella trotaba para seguirle.
Se quitó la parka, pidió un café, preguntó a Joséphine con un gesto brusco del mentón lo que deseaba y, cuando se fue el camarero, cruzó los dedos y con voz temblorosa de cólera preguntó:
– Joséphine… Si yo le digo: «Dulce Cristo, Buen Jesús, de la misma forma que te deseo, de la misma forma que te rezo con todo mi corazón, dame tu amor santo y casto, que me llene, me tome, me posea por completo. Y dame la señal evidente de tu amor, la fuente abundante de las lágrimas que fluyen en continuo, y así esas lágrimas probarán tu amor por mí», ¿usted qué me dice?
– Jean de Fécamp…
– ¿Y qué más?
Joséphine le miró fijamente y repitió: Jean de Fécamp.
– Joséphine… ¿Quién conoce a Jean de Fécamp, aparte de usted, yo y algunos iluminados?
Joséphine separó las manos en señal de ignorancia.
– ¿Es usted de mi opinión, pues?
El camarero trajo los dos cafés; él preguntó cuánto debía, no quería que le volviesen a molestar. Sus ojos brillaban, estaba lívido, y apartó, con un gesto molesto, el mechón de pelo que le caía sobre los ojos.
– ¿Sabe usted dónde he leído esa plegaria de Jean de Fécamp recientemente?
– Ni idea…
– En el libro de Iris Dupin, Una reina tan humilde… ¿Conoce usted a Iris Dupin?
– Es mi hermana.
– Estaba seguro.
Dio un fuerte golpe sobre la mesa con la palma de la mano que hizo saltar el cenicero.
– ¡¡Su hermana no ha podido inventárselo!! -rugió.
– Le presté algunas de mis notas para su libro…
– ¡Ah! ¿Le prestó usted sus notas?
Parecía molesto por tomarle por un idiota.
– ¿Recuerda usted, Joséphine, una conversación que tuvimos respecto a las lágrimas de san Benito y de la gracia de la compunción de la que se regocijaba, que le hacía llorar cada día tanto como deseara?
– Sí…
– Pues bien, siguiendo con Una reina tan humilde, la autora relata un episodio romántico durante el cual Benito vierte lágrimas que apagan el fuego que se ha declarado en la paja de su lecho mientras rezaba.
– Pero si esa historia está en todos los viejos incunables.
– No. Joséphine, no está en todos los viejos incunables como dice usted… ¿Y sabe por qué?
– No…
– Porque esa anécdota me la inventé yo. Para usted. ¡Parecía usted tan erudita que un día quise tomarle el pelo! Y voy y me la encuentro en un libro, en SU libro, Joséphine.
Hablaba cada vez más alto y sus ojos brillaban de cólera.
– Como me ha dejado usted tirado desde hace algún tiempo, he releído el libro de su hermana y hay dos o tres pasajes como ese que ella no ha podido encontrar en biblioteca alguna ¡porque vienen de aquí!
Golpeó su sien con el índice.
– No estaban en sus notas porque eran temas de conversación. Así pues, deduzco que ha sido usted la que ha escrito ese libro. Lo sabía, lo intuía…
Se agitaba en su silla, torcía y retorcía las mangas del jersey, se apartaba el flequillo, se humedecía los labios.
– En todo caso, Luca, esa noticia parece conmocionarle…
– Pues, sí, ¡me conmociona! Sentía apego por usted, imagínese… ¡Tuve esa debilidad! Por una vez que encuentro una mujer sencilla, dulce, reservada… ¡Por una vez que no leía «¿cuándo echamos un polvo?» en la mirada de una mujer! Estaba encantado con su timidez, con su torpeza, encantado de que usted continuara llamándome de usted, que me tendiese la mejilla para besarla, encantado de llevarla al cine para ver películas que usted no conocía, encantado de tomarla en mis brazos en el taxi de Montpellier, ¡no encantado de que me rechazase, pero casi!
Se irritaba, sus ojos se volvían negros, ardientes, hacía grandes gestos con los brazos, sus manos volaban por los aires, Joséphine se dijo que era un auténtico italiano.
– Había encontrado por fin una mujer inteligente, bonita, reflexiva, que daba importancia al hecho de que el hombre esperase antes de tirarse sobre ella. Y cuando desapareció, la echo de menos, retomo su libro, lo leo atentamente y ahí veo, oigo, siento a Joséphine por todos lados. La misma retención, la misma minuciosidad, el mismo pudor… Descubro, incluso, en qué personaje viviente se ha inspirado usted. ¿Yo no tengo un poco de Thibaut el Trovador, eh?
Joséphine bajó los ojos y se sonrojó.
– Gracias. ¡Es muy seductor! Y si consideramos el número de páginas que le dedicó usted, debía usted de apreciarme en aquella época… Lo sé, no debería decirle todo eso. Me desnudo ante usted pero me da igual. Me hacía usted tan feliz, Joséphine. Yo estaba sobre una nube…
– Entonces, ¿por qué me ninguneó cuando nos vimos en el desfile de Jean-Paul Gaultier? ¿Por qué no me responde cuando le hablo? ¿Por qué juega usted al bello indiferente?
Sus ojos se abrieron como platos y separó los brazos en señal de incomprensión.
– ¿De qué está usted hablando?
– Del otro día, en el hotel Intercontinental. Sobre la pasarela. Me lanzó usted una mirada en forma de manguera contra incendios, ¡casi me muero! Me ignoró usted.
– ¿Pero qué desfile?
– El desfile de Jean-Paul Gaultier en los salones del Intercontinental. Yo estaba en primera fila, usted desfilaba, soberbio y distante, yo le llamé, Luca, Luca, me miró y después me dio la espalda. Yo no era lo bastante… lo bastante…
Estaba irritada, no encontraba palabras. El sentimiento de abandono volvía y la herida se abría de nuevo. Sentía cómo las lágrimas llenaban sus ojos. Luca la contemplaba, en suspenso, pálido. Murmuraba Jean-Paul Gaultier, Intercontinental… de pronto se ir-guió y gritó:
– ¡Vittorio! Fue a Vittorio a quien vio usted, no a mí.
– ¿Quién es Vittorio?
– Escuche, Joséphine, tengo un hermano, un hermano gemelo que, como todos los gemelos, se parece a mí como dos gotas de agua… Es él el que es modelo, él a quien vio desfilar. No a mí.
– Un hermano gemelo…
– Uno idéntico. Fotocopia compulsada. Físicamente, porque en lo demás… Tengo la impresión de que mi hermano Vittorio se parece a su hermana Iris, se aprovecha de mí, me utiliza sin pudor, yo corro de un lado a otro para reparar sus estupideces. Un día es perseguido por una chica que pretende que él es el padre de su hijo, otra vez le detienen por posesión de cocaína y debo sacarle de allí, o me llama borracho perdido desde un bar, a las cuatro de la mañana, para que le vaya a buscar. Ya no soporta ser modelo, no soporta envejecer y pone todo su empeño en destruirse. Al principio, se sentía feliz, era dinero fácil. Ahora se da asco. Soy yo el que tiene que recoger los trozos y, forzosamente, los recojo, como forzosamente usted escribe y deja que su hermana firme su prosa.
– Era su hermano gemelo el que vi sobre la pasarela durante el desfile…
– Sí. Vittorio. Pronto será demasiado viejo para ejercer esa profesión. No ha ahorrado ni un céntimo y cuenta conmigo para que lo mantenga. Yo, que tampoco he ahorrado ni un céntimo. Sabe, tuvo usted una brillante idea cuando me rechazó: ¡no soy ningún regalo!
Joséphine le miraba atónita. ¡Un hermano gemelo! Entonces, como el silencio se prolongaba, pesaba entre los dos, se armó de coraje.
– Si le rechacé fue por una única razón… ¡Porque me parece usted tan guapo y yo me encuentro tan fea! No debería decírselo, pero ya que nos decimos todo, eso fue exactamente lo que pasó.
Luca la miró con la boca abierta.
– ¿Cree usted que es fea?
– Sí. Fea, tonta, torpe, inepta… Y hacía mucho tiempo que un hombre no me había besado. Cuando nos encontramos los dos en el taxi, me moría de miedo…
– ¿Miedo de qué?
Joséphine se encogió de hombros tímidamente.
– Me estoy curando, eso sí. He hecho progresos…
El tendió la mano hacia ella, le acarició la mejilla y, inclinándose hacia ella por encima de la mesa, la besó suavemente.
– ¡Oh, Luca! -gimió Joséphine.
Su boca contra la suya, él susurró:
– ¡Si supiese usted qué alegría encontrarla! Hablar con usted, caminar a su lado, llevarla al cine sin que me pidiese usted nada, sin que nunca ejerciese la menor presión sobre mí… Tenía la sensación de estar inventando la palabra «romance»…
– ¿Por qué las mujeres se abalanzan sobre usted? -preguntó Jo sonriendo.
– Porque tienen prisa, son ávidas… Me gusta tomarme mi tiempo, me gusta soñar, imaginar lo que va a pasar, yo soy lento… Y, además, siempre está Vittorio haciéndome sombra.
– ¿Ellas le confunden con él?
– A menudo. Y cuando les digo que no soy yo, que es mi gemelo, me preguntan, cómo es tu hermano, me lo presentas, crees que podría hacerme fotos yo también… Usted, usted parecía venir de fuera, no conocía nada de ese mundo, no me hacía ninguna pregunta. Era usted una deliciosa aparición…
– ¿Una especie de Bernadette Soubirous?
Él sonrió y volvió a besarla.
La puerta del café se abrió. Una racha de viento gélido se coló en la sala. Joséphine sintió un escalofrío. Luca se levantó, posó su parka sobre los hombros de Joséphine, le puso la capucha sobre la cabeza y afirmó:
– Ahora se parece usted de verdad a Bernadette Soubirous…
<a l:href="#_ftnref7">[7]</a> * ¡Me deja de piedra!
<a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Bien hecho, hijo mío.
<a l:href="#_ftnref9">[9]</a>¡Cuarenta huevos al día! ¡Cuarenta huevos al día! Cero huevos al día (…) ¡Ah, deben de ser abuelas! Qué mala suerte. Nos equivocamos al subirlas al avión.
<a l:href="#_ftnref10">[10]</a> Imagina no poseer nada, no es difícil, sin razón para matar o morir y sin religión…
<a l:href="#_ftnref11">[11]</a> Hola, conejo blanco, ¿dónde estás, conejo blanco? / Aquí estoy, pequeños, ¿a dónde queréis ir?/ Al jardín de «imagine»/ De acuerdo, chicos, ¡abrochaos los cinturones!
<a l:href="#_ftnref12">[12]</a> No ha escrito el libro, John, lo ha escrito su hermana. Estoy seguro.
<a l:href="#_ftnref13">[13]</a> ¡Sí, ya lo había hecho antes! Es una mentirosa. Ha hecho que su hermana escriba el libro y ella se lleva todo el rédito. ¡Aquí está el número uno! ¡De verdad! ¡No bromeo!
<a l:href="#_ftnref14">[14]</a> Hagámoslo. En Nueva York, en el festival de cine. Sé que estará allí. ¿Lo puedes organizar todo? Ok, hablamos pronto. Dime algo.
<a l:href="#_ftnref15">[15]</a> ¡Tu nueva vida, boba!
<a l:href="#_ftnref16">[16]</a> ¡Tú! ¡Aquí! ¡Increíble! ¡Después de tanto tiempo!
<a l:href="#_ftnref17">[17]</a> ¡Sí, y tengo tres hijos!
<a l:href="#_ftnref18">[18]</a> ¡Qué zorra tu madre!
<a l:href="#_ftnref19">[19]</a> Hola, Jack, ¿por qué no entras?