63077.fb2 El Hombre De Hielo. Confesiones de un asesino a sueldo de la mafia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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Tercera Parte

MUY MALAS COMPAÑÍAS

22

Saliendo adelante

Richard Kuklinski seguía trabajando muchas horas extraordinarias en otro laboratorio. Había un gran mercado para la pornografía, un mercado creciente, y Richard se encargaba de atenderlo.

Pero con todas las horas extraordinarias que hacía, otros compañeros del laboratorio acabaron quejándose al sindicato de laboratorios cinematográficos, y un delegado sindical acudió al laboratorio para hablar con Richard. El delegado era un irlandés de anchos hombros, muy pagado de sí mismo; era de esos hombres que no saben ejercer la autoridad: un matón. Detuvo a Richard cuando este salía del trabajo. El laboratorio donde trabajaba por entonces estaba en la calle Cincuenta y Cuatro Oeste. Fueron a hablar al parque DeWitt Clinton, en la Avenida Doce. Ya había oscurecido

– Hemos recibido quejas de que te estás quedando con todas las horas extras -empezó a decir el tipo del sindicato.

– Eh -dijo Richard-. A mí me preguntan si quiero hacer las horas, y yo digo que sí. Tengo mujer y dos crías. ¿Cuál es el problema?

– El problema es que estás robando a los demás.

– Y una leche. Ellos dicen que no quieren hacer las horas. Yo sí. Vete a paseo -dijo Richard, y se apartó del sindicalista. Este asió a Richard del hombro, y Richard se volvió y le asestó un directo de derecha. El del sindicato, al caer, se dio un fuerte golpe en la cabeza con el borde de un banco del parque. Se quedó tendido en el suelo, inmóvil.

Richard le buscó el pulso. No lo tenía. ¡Ay, mierda! -pensó-. Ahora sí que me he metido en lío gordo.

Sabía que los habían visto juntos, y supuso que alguien del sindicato sabría que aquel tipo había venido a hablar con él, y ahora estaba muerto. Mal asunto.

Richard ocultó enseguida el cuerpo en unos arbustos de por allí, fue a una ferretería próxima, compró unas cuerdas fuertes y volvió hacia el parque. Vio una caja de madera de botellas de leche ante una lechería y se apoderó de ella. Se cercioró de que no miraba nadie; arrastró al tipo hasta un árbol, le ató la cuerda al cuello, arrojó el otro extremo sobre una rama gruesa, izó al tipo, ató el extremo suelto de la cuerda a un banco, dejó la caja de leche bajo los pies colgantes del hombre y lo dejó así, bien muerto, oscilando a la brisa que subía del próximo río Hudson sin que nadie se hubiera enterado de nada.

Cuando la Policía encontró el cadáver del sindicalista, creyeron al principio que se trataba, en efecto de un suicidio; pero no tardaron en recaer las sospechas sobre la célebre banda de los Westies. Aquel era su terreno, el corazón de la Hell's Kitchen. Detuvieron a sus jefes, Micky Featherstone y James Coonan, para interrogarlos. Estos dijeron, sin mentir, que no sabían nada. Nunca se sospechó de Richard, ni siquiera se lo interrogó. Tenía una suerte sorprendente en lo que se refería a matar gente.

En general, Richard ya no se trataba con su madre ni con su hermana Roberta. Había llegado a odiar de verdad a su madre, la consideraba «un cáncer», y despreciaba a Roberta, la tenía por una puta; sin embargo, al cabo de algunos años sí que mantenía algún contacto con su hermano Joseph. Lo sucedido en aquellos servicios había quedado olvidado. A Richard le parecía que podría haber hecho algo más por ayudar a Joseph: darle consejos, orientación, tenderle una mano de hermano. Por entonces, Richard veía a su hermano una vez al mes, poco más o menos. Se veían en un bar, tomaban una copa, Richard le daba unos cuantos dólares, y nada más. Aunque no le gustaba la homosexualidad de su hermano, había llegado a aceptarla.

Joseph, como Richard, tenía un genio violento, homicida, y hacía daño a la gente con botellas rotas, con cadenas y con taburetes de bar en las riñas. Richard tuvo que ir varias veces a Jersey City para sacar a Joseph de algún aprieto. En cada ocasión en que Richard ayudaba a Joe, le advertía que era la última vez, le decía que ahora tenía una familia y que no podía estar acudiendo constantemente para sacarlo de apuros.

Richard recibió una llamada telefónica un sábado, a última hora de la tarde.

– Richie, tengo un problema -le dijo Joseph.

– ¿Sí? ¿Qué pasa ahora?

– Estoy en un bar. Aquí hay cuatro tipos que no me quieren dejar marchar.

– ¿Por qué no?

– Dicen que les debo dinero.

– ¿Y se lo debes?

– Estábamos jugando a las cartas, y supongo que perdí.

– ¿Cuánto?

– No mucho.

– Vete sin más, Joe.

– No me dejan. LO he intentado. Son cuatro. Tienen… bates de béisbol.

– ¿Bates de béisbol?

– Sí.

Richard soltó un largo suspiro de exasperación.

– Va a ser la última vez que te ayude… ¿entendido? -dijo.

– Sí -dijo Joe.

Richard colgó.

Todo el mundo sabía que Joseph Kuklinski era hermano suyo, y a Richard no le gustaba la idea de que varios tipos lo tuvieran como rehén, amenazándolo con los bates de béisbol. ¿Cómo se habían creído con derecho a hacer tal cosa?

Richard tenía un maletín que guardaba oculto en su garaje y cerrado con llave. Sacó del maletín dos pistolas derringer del 38 de dos cañones, cargadas con balas dum-dum y se las metió en los bolsillos de la chaqueta. Después, se metió un cuchillo de caza en el calcetín y salió en coche camino de Jersey City, más enfadado a cada kilómetro. Enfadado porque su hermano fuera tan metepatas, enfadado porque aquellos tipos se hubieran atrevido a retenerlo. Richard aparcó el coche a varias manzanas del bar, se aseguró de que no le habían tendido una emboscada, y entró en el bar. Su hermano estaba sentado en una mesa apartada, a la izquierda. En efecto, había cuatro tipos corpulentos sentados a su alrededor. Richard advirtió que uno de ellos tenía un bate de béisbol bajo la mesa.

– Vamos, Joe, vámonos -le ordenó Richard-. Joe empezó a levantarse. El más grande de los cuatro tipos se acercó a Richard.

– No va a ir a ninguna parte mientras no pague lo que debe. Me alegro de que hayas venido, Rich. Sabemos que eres un tipo legal.

– ¿Cuánto debe?

– Quinientos cincuenta.

– Yo me encargaré de que haga todo lo posible por pagaros. Vamos, Joe, vámonos -volvió a ordenarle Richard.

– Eh, yo digo que no se va.

– Joe, camina hacia la puerta, joder -le ordenó Richard.

– Sabemos quién eres, Rich, y que siempre llevas pistola. ¿Por qué no pagas tú lo que debe?

– No os pago nada. Si sabéis quién soy, sabréis que no voy a consentir que retengáis a mi hermano en contra de su voluntad. ¡Ven aquí, Joe!

Joe empezó a levantarse.

– Detenedlo -dijo el que estaba más cerca de Richard.

A Richard se le acabó la paciencia. Sacó la mano derecha del bolsillo, les enseñó la pistola que tenía en la mano.

– Tengo una bala para cada uno de vosotros -dijo-. ¡Vamos, Joe!

Entonces los cuatro retrocedieron. Joseph llegó hasta Richard. Los dos salieron por la puerta.

– Gracias, Rich -dijo Joe.

– Es la última vez. Tienes que dejarte de estas mierdas.

– Hicieron trampa. Eso fue lo que pasó: me prepararon una encerrona.

– Me importa un pito, Joe; yo no puedo estar dedicándome a estas cosas. Tengo mujer y dos hijas. Merrick está enferma. Me necesita. Ya no puedo dedicarme a estas cosas… ¿vale?

– Vale… lo entiendo -dijo Joe.

Ya estaban a media manzana del bar. Empezaron a cruzar la calle, y entonces se les vino encima un coche en el que iban los cuatro tipos del bar. El conductor intentó atropellar a los hermanos. Richard sacó una de las derringer y disparó dos tiros. Una de las balas dio en la cerradura del maletero y la puerta se abrió. Al cabo de pocos instantes, según pareció, se oyó ruido de sirenas de Policía. Richard tiró las dos derringer. Los dos extremos de la calle estaban bloqueados con coches de Policía. El conductor del coche les dijo que Richard les había disparado un tiro. Richard lo negó, naturalmente.

– ¿Con qué pistola? ¿Dónde está? -dijo Richard.

Pero los policías encontraron los dos orificios de bala en el coche, se pusieron a buscar la pistola y encontraron una de las derringer. Esposaron y detuvieron a todos. Richard estaba fuera de sí. Aquello le estaba sentando como un tiro. En la comisaría, Richard negó haber tenido ninguna pistola, y advirtió a los cuatro tipos del coche que cerraran la boca.

– Si no decís nada, saldremos todos libres, ¿entendido?

Los otros asintieron con la cabeza, pero entonces Joseph se puso a discutir con ellos de nuevo, diciendo que le habían hecho trampas, que le habían tendido una encerrona, que habían llamado a la Policía.

– Cállate… callaos todos, joder -ordenó Richard-. Los polis escuchan.

Se callaron. Los detectives los interrogaron. Todos callaron, pero los detectives sabían lo que había pasado y siguieron acosando a Richard. Este ni siquiera les dirigía la palabra. A Richard no le gustaban los policías; para él, eran unos matones corruptos con pistola y placa, y no dudaba en poner de manifiesto la opinión que tenía de ellos.

Cuando permitieron por fin a Richard hacer una llamada telefónica, llamó a un abogado penalista de Jersey City y le contó lo que había pasado. El abogado acudió a los calabozos y dijo a Richard que necesitaba dinero para «resolver la cuestión». Jersey City era uno de los municipios más corruptos de los Estados Unidos. Se podía comprar y vender a los policías y a los jueces por cuatro cuartos. Richard hizo enseguida otra llamada, se puso al habla con John Hamil, le contó lo sucedido y le pidió que diera tres mil dólares al abogado.

– Ya está hecho, hermano -dijo John.

Richard y los demás pasaron la noche en el calabozo. Richard llamó a Barbara para decirle que estaba trabajando en el laboratorio. Solía quedarse trabajando por la noche, haciendo horas extraordinarias.

A la mañana siguiente los llevaron a todos al juzgado para que comparecieran ante el juez. Richard, de pésimo humor, se ocupó de que nadie dijera nada. Su abogado los encontró en el calabozo de espera, les guiñó un ojo y dijo: «Todo está arreglado». No tardaron en ser llevados ante el juez, al que el abogado de Richard ya había entregado los tres mil dólares. El juez dijo que no veía «causa razonable» para llevar adelante el caso, les impuso una pequeña multa y los dejó libres allí mismo.

Cuando Richard y los demás salían del juzgado, uno de los detectives, nada contento, se dirigió a Richard.

– Le devuelvo su pistola -dijo, tendiendo a Richard su derringer. -Esa pistola no es mía -dijo Richard, y salió del juzgado. En la calle, dijo a su hermano:

– Se acabó. Si te metes en otro lío, no pienso ayudarte. ¿Entendido? -Sí -dijo Joseph con humildad-. Entendido.

23

El asesinato es cosa de familia

La perrita tenía una pata rota y estaba conmocionada; temblaba, tenía convulsiones y no dejaba de ladrar en el patio de un edificio de la Central Avenue de Jersey City, número 438. Eran las doce y media de la noche y el perro no dejaba dormir a la gente. El animal era de Pamela Dial, una niña de doce años que era pequeña para su edad y delgada. Pamela tenía el pelo negro y los ojos oscuros, grandes y redondos. Era una alumna muy aplicada de la escuela parroquial de Santa Ana, allí cerca. Vivía en el 9 de la calle Bleeker, con su madre, su padre y sus hermanos John y Robert, a la vuelta de la esquina de la manzana de Central Avenue donde vivían Joseph y Anna Kuklinski.

Pamela quería mucho a su perra, una perrita pequeña sin raza, blanca y negra. Siempre estaban juntos. La perra acompañaba a Pam a todas partes, meneando la cola y prestándole una atención poco común.

Antes, hacia las once de la noche de aquella fatídica noche de martes, Pamela había salido de la casa a buscar a su perra. Todavía no había terminado de hacer sus deberes, que estaban extendidos sobre su cama. Tampoco había dicho a su familia que salía a buscar a Lady. Cuando salió, sus padres estaban viendo el telediario de las once de la noche y ni siquiera se enterraron de que se había marchado.

Pamela encontró a su perrita y se volvía a su casa cuando se encontró con Joseph Kuklinski.

Joseph y Pam se conocían del barrio. Joseph era alto y apuesto, delgado y musculoso, tenía el pelo largo y rubio, bigote de Fu Manchú. Tenía entonces veinticinco años. Los dos se pusieron a hablar. Joseph preguntó a Pamela si le gustaría pasar un rato a solas con él. Sin entender claramente lo que quería decir, la niña le dijo que sí con toda inocencia y siguió a Joseph Kuklinski hasta un edificio de cuatro pisos en el 438 de Central Avenue, en el que subieron hasta la azotea. Joseph vivía con su madre en el 434 de Central Avenue, a solo dos edificios de distancia. Joseph había utilizado muchas veces a lo largo de los años las azoteas de los edificios de Central Avenue para sus aventuras sexuales, con parejas de ambos sexos. Pamela no tenía idea de lo que pretendía Joseph. A este lo llamaban en el barrio Joe el Vaquero, y a ella le parecía guapo. Le gustaba que le hubiera prestado atención, que quisiera estar a solas con ella. Pamela subió hasta la azotea por voluntad propia, sin saber nada de los demonios que tenía Joseph Kuklinski dentro de la cabeza.

Joseph había estado bebiendo; estaba cargado, olía a alcohol. En la azotea, fue directamente al grano e intentó mantener relaciones sexuales con Pam. Ella se negó. Él no aceptó la negativa. La violó, la sodomizó, y después la estranguló hasta matarla; mientras tanto, la pequeña Lady no dejaba de ladrar como loca. Joseph intentó atrapar a la perra, sin conseguirlo.

Cuando Joseph hubo terminado con Pamela, tomó su cuerpo sin vida como si fuera una muñeca de trapo y lo tiró desde la azotea. El cuerpo cayó al patio de cemento del 438 de Central Avenue con ruido sordo y de huesos que se rompían. Joseph consiguió entonces atrapar a la perra y la tiró también de la azotea. El pobre animal cayó cerca de Pamela, con varias patas y costillas rotas. Lady se arrastró hasta el cuerpo sin vida de Pamela y se puso a lloriquear, y después a aullar y ladrar sin descanso. Alguien llamó a la Policía para quejarse de los ladridos y aullidos insistentes. Acudió un coche patrulla. Los policías descubrieron el cuerpo sin vida y destrozado de Pamela Dial.

Hasta en un lugar tan agitado como Jersey City, el asesinato de una niña era un caso raro, un escándalo. Desde primera hora de la mañana, todos los detectives y policías uniformados disponibles en Jersey City se pusieron a buscar al asesino de Pamela, peinando el barrio, llamando a las puertas, haciendo parar a los automovilistas. Los detectives no tardaron en enterarse de que habían visto a Pamela hablando con Joseph Kuklinski la noche anterior. Cuando el sargento detective Ben Riccardi llamó a la puerta de los Kuklinski, Joseph seguía durmiendo y tenía resaca. Cuando lo llevaron a la comisaría y los detectives iracundos de Jersey City le amenazaron, confesó lo que había hecho.

La tiré de la azotea -dijo. Entonces pusieron las esposas a Joseph con brusquedad y lo detuvieron.

Aquel mismo día, Anna Kuklinski llamó a Richard y le contó que habían detenido a Joseph por matar a una niña de doce años. Aquello dejó atónito a Richard. No concebía que su hermano pudiera hacer tal cosa. Debía tratarse de un error. A pesar de que Richard no quería tener ningún trato con su madre, se apresuro a ir a Jersey City. El día anterior, precisamente, Richard había ido a ver a Joseph. Lo había estado esperando en un bar de Central Avenue, pero Joe no había aparecido. Richard sabía que Joseph estaba en su casa, que no trabajaba, pero no se había pasado por la casa para recoger a su hermano porque no quería ver a su madre: hasta tal punto había llegado a odiar a Anna. Las pocas veces que Anna había ido a su casa, siempre había intentado provocar problemas con Barbara, quien también había llegado a aborrecer a Anna, aunque la toleraba. No le quedaba otra opción; al fin y al cabo, era la madre de Richard.

Mi madre era un cáncer: mataba poco a poco todo lo que tocaba, dijo Richard hace poco.

Al principio, Richard estaba dispuesto a intentar ayudar a Joseph, a buscarle un abogado. Se reunió con su hermano menor en la cárcel de Jersey City, y Joseph le reconoció abiertamente que había violado y matado a la niña y que la había tirado de la azotea, a ella y a su perra.

– ¿Por qué coño has tenido que hacer una cosa así? -le preguntó Richard, tan enfadado que le daban ganas de pegar a su hermano, de matarlo a golpes. Richard tenía dos hijas, y la idea de que alguien pudiera hacer aquello a alguna de las dos lo dejaba frío y vacío por dentro, indignado.

– Porque ella lo quería -dijo Joseph.

Al oír aquello, Richard se levantó y se marchó. No volvió a hablar jamás a su hermano Joseph.

Aquel día me lavé las manos, no quise volver a tener nada que ver con él. En lo que a mí respectaba, ya no tenía hermano. Ya no tenía familia. Que se fueran todos al infierno.

Al cabo de algunos meses, a Joseph Kuklinski se le declaró culpable del asesinato de Pam Dial, se le condenó a cadena perpetua y se le envió a la Prisión Estatal de Trenton. Por lo que a Richard respectaba, ya no tenía hermano. Ni madre. Ni hermana. Ni familia.

24

Vamos a bailar el twist

El laboratorio cinematográfico donde trabajaba Richard se trasladó a un local nuevo en la calle Cuarenta y Seis, no lejos del célebre Peppermint Lounge de la calle Cuarenta y Cinco donde Joey D. y los Starlighters habían lanzado el twist, haciéndolo muy popular en el mundo entero. A Richard le gustaba a veces visitar el local al caer el día para tomarse uno o dos cócteles antes de empezar un turno doble de hacer copias clandestinas de películas pornográficas. Richard sabía bien que no debía beber licores, pero le suavizaban el ánimo. En cierto modo, se estaba automedicando, pues el alcohol tendía a tranquilizarlo; pero, al igual que su padre y su hermano, también se ponía desagradable cuando bebía. Aquella noche hizo un comentario subido de tono a una mujer que estaba en la barra; esta se ofendió y se quejó a su novio, que, a su vez, dijo algo desagradable a Richard. El novio era amigo del barman. Richard se encontró enzarzado al poco rato en una discusión con el barman, y extendió el brazo por encima de la barra y asió al barman de la corbata. Se disponía a darle un puñetazo, pero entonces intervino el portero, que apareció como por arte de magia y obligó a Richard a marcharse, amenazándolo con llamar a la Policía.

En la acera, ante el local, Richard hablaba con el portero, intentando explicarle que el barman era un bocazas, cuando de pronto el portero dio un puñetazo a traición a Richard.

– ¿Por qué has hecho eso? -le preguntó Richard, con más sorpresa y vergüenza que dolor.

– Porque eres un puto bocazas. Si vuelves por aquí, te mando al hospital -le aseguró el portero.

– Gracias por la advertencia -dijo Richard-. Volveré. Cuenta con ello, amigo.

Richard se volvió al laboratorio, echando chispas de rabia. El puñetazo le había producido un corte en el labio, y sangraba un poco. En realidad, no tenía ningún daño físico, pero el incidente lo corroía por dentro. No era capaz de olvidarlo. Otro cualquiera lo habría considerado una tontería y no le habría dado importancia.

Pero Richard no.

Se le agrió el humor.

No era capaz de pensar más que en aquel portero y en el modo de desquitarse. De vengarse. De matarlo. Pero ¿cómo? La calle Cuarenta y Cinco era muy transitada. El club era muy popular; siempre había gente que entraba y salía.

Richard descargó su ira en Barbara; la maltrató por no haberle hecho bien el emparedado, por no haberle cortado la corteza del pan tal y como él quería. Aunque Richard no tocaba nunca a ninguna de sus dos hijas, solía maltratar a Barbara delante de ellas, rompía los muebles delante de ellas.

Aquella noche, Richard no pudo dormir; no podía dejar de pensar en cómo lo había avergonzado el portero, en cómo le había faltado al respeto, en cómo le había pegado un puñetazo a traición. Richard tomó la resolución de asesinar al portero. Pasara lo que pasara, podía darse por muerto.

Al cabo de unos tres días, Richard estaba dispuesto. Ya lo tenía todo pensado. Aquella mañana salió de la casa llevando ropa de repuesto, ropa de trabajador. Llevaba una 22 en la bolsa de papel que contenía su almuerzo, dos emparedados de pavo con mucha mayonesa y pan de centeno, sus favoritos.

A última hora de la tarde, Richard salió al baño, que estaba en el pasillo. Allí se cambió y se puso la ropa que había traído y una gorra con visera que se caló bien, ocultándose la cara, y bajó a la calle. Richard sabía que el portero entraba a trabajar hacia las cuatro de la tarde, y tomó posiciones ante el edificio, con la pistola en el bolsillo del abrigo, mirando, esperando, buscando la oportunidad de lanzar el golpe, como un felino depredador hambriento que vigila una posible víctima. El club tenía un gran ventanal por el que él veía fácilmente el interior. Era un día frío de otoño de 1971 y Richard pensaba en matar.

Lo que le había hecho aquel portero era, para Richard, exactamente lo mismo que le hacía su padre: pegarle sin motivo, cuando menos se lo esperaba; y mientras Richard vigilaba el club, le pasaban ante los ojos recuerdos de la brutalidad de Stanley, en vivas imágenes en blanco y negro. A Richard solían volverle esos recuerdos de este modo, como en una película muda antigua.

Un conjunto musical empezó a ensayar dentro del club. Richard oyó la música desde la acera de enfrente. Todos los presentes en el bar miraban al escenario. Era el momento de actuar, de dar el golpe. Richard cruzó la calle estrecha, aprisa, como un gato, y abrió la puerta. El portero estaba allí mismo. Perfecto. Sin dudarlo un momento, le acercó la 22 a la cabeza y disparó; se volvió y salió tranquilamente sin mirar atrás. Dobló a la derecha, tomó un taxi en la esquina e hizo que lo llevara a la terminal de autobuses de la Autoridad Portuaria, en la calle Cuarenta y Uno. Allí volvió a ponerse la ropa de antes, tiró la que llevaba, y se volvió a pie a su trabajo. Había ya coches de Policía y ambulancias ante la Peppermint Lounge, con luces giratorias rojas. Se había reunido una gran multitud. Richard se detuvo y estuvo mirando unos momentos, como un curioso más, y después siguió hasta el edificio donde trabajaba él, sintiéndose bien e íntegro, en paz consigo mismo por fin.

No sospecharon de él ni por lo más remoto; nunca lo interrogaron en relación con el asesinato, nunca lo asociaron con él.

Richard había sufrido un cierto cambio: aquellas muertes recientes le recordaban su pasado, y ansiaba gozar del poder sobre la vida, decidir quién vivía y quién moría, cuándo, dónde y cómo.

Sabía que el asesinato era una de las pocas cosas de la vida en las que él brillaba de verdad. Le parecía que tenía un don para su práctica, y empezó a pensar en serio en ofrecerse de nuevo como asesino a sueldo, haciendo de ello su profesión, su trabajo, su especialidad, comprometiéndose a matar a quien le encargaran.

Pero se recordaba a sí mismo que ahora tenía esposa y dos niñas encantadoras. No podía hacer nada que las pusiera en peligro. Pero creía que si un asesinato se planificaba con cuidado, con meticulosidad, era relativamente fácil llevarlo acabo sin comprometerse, siempre que no existiera ninguna vinculación tangible entre el asesino y la víctima. El sabía que este era el motivo por el que resultaba tan difícil atrapar a los asesinos en serie: por el carácter aleatorio de los crímenes, a la Policía le resultaba casi imposible vincular al asesino con sus víctimas. Richard explotaría una y otra vez este factor.

Con estas reflexiones sobre la vida y la muerte en la cabeza, Richard regresó a Jersey City y a Hoboken e hizo saber que estaba disponible para realizar «trabajos especiales». También fue a ver a Toni Argrila, el distribuidor de pornografía. Se reunió con Argrila en el despacho de este, en el centro de Manhattan. Argrila era un cuarentón que se estaba quedando calvo, bajo y grueso, con un fuerte acento de Brooklyn. Paul Rothenberg y él eran responsables de casi toda la pornografía que se producía en Nueva York. Tenían otro socio capitalista que se llamaba Roy DeMeo.

– Tengo que ganar dinero en serio -le dijo Richard-. Tengo que volver a vivir la vida. Yo…

– Escúchame -le interrumpió Argrila-. Si quieres ganar dinero de verdad, dedícate al porno; se puede ganar dinero a espuertas. Nosotros te prestaremos todo lo que te haga falta. Sin problemas.

Richard no veía gran futuro en la producción de películas pornográficas. Aquello le parecía sucio y no quería complicarse tanto en el negocio. Una cosa era piratearlas y otra cosa era rodarlas él mismo. El asesinato… el asesinato no importaba, no tenía nada de malo. Pero producir películas porno era una cochinada… era indigno de él, por así decirlo.

– Te digo que hay montones de dinero en este puto negocio -le repitió Argrila.

– ¿De verdad?

– Claro que sí, joder. No hay problemas ni líos, y es completamente legal. Nosotros te daremos todo el material que te haga falta. Sé que eres un buen tipo, un tío legal. Tú nos pagas en función de lo que cobres, cuando te paguen a ti, y ya está en marcha el negocio.

– Me lo pensaré -dijo Richard, empezando a animarse con la idea; porque aquello, en efecto, era perfectamente legal. Cuanto más lo pensaba, más interesante le parecía la idea, y decidió hacer una prueba, maldita sea. Pero sabía que si se metía en aquello, en efecto, más le valía que saliera adelante, pues el dinero que se invertía en el negocio era dinero de la Mafia y él tenía que devolverlo a su debido tiempo. No le gustaba deber nada a gente de la Mafia, pero sabía que para aquel tipo de empresa no podía acudir a ninguna otra parte: no podía ir a un banco y decirles: Mire, tengo tres chicas desnudas y dos tipos con la polla tiesa, y quiero hacer películas, según explicó hace poco.

Así pues, Richard empezó a tomar en depósito grandes cargamentos de pornografía de Argrila y Rothenberg y a distribuirla al por mayor por toda la costa Este. El dinero empezaba a llegar a raudales. Richard se sorprendió de ver cuánta demanda había de pornografía, y tanto más cuanto más fuerte y aberrante fuera. Como estaba vendiendo a cuenta casi todo el producto que recibía de Argrila, pronto llegó a deber a este setenta y cinco mil dólares, ya que Richard se estaba gastando dinero que debería haber estado entregando a Argrila.

Richard ni siquiera sabía con seguridad si Argrila y su socio eran de verdad de la Mafia. Muchos tipos solían echárselas de estar relacionados con la Mafia, y Richard seguía tomando productos y retrasándose en el pago. También se le metió en la cabeza hacer sus propias películas, tener su línea propia, y decidió utilizar el dinero que debía a Argrila para poner en marcha su propio negocio. No tardaría en descubrir que esto había sido un error casi mortal.

Richard dejó el trabajo en el laboratorio cinematográfico y se dedicó por entero al negocio de la pornografía. Argrila y Rothemberg seguían pidiéndole dinero, y Richard seguía dándoles largas. Por su trabajo en los laboratorios cinematográficos a lo largo de los años, Richard conocía a bastantes personas que hacían películas pornográficas: productores, cámaras, incluso directores. Empezó a hablar con algunos de ellos y pronto se dio cuenta de que, en efecto, podría hacer sus propias películas pornográficas desde cero. Y eso mismo fue lo que hizo: empezó a producir películas porno; contrató a directores que conocía, llegaba a un trato con ellos y les dejaba encargarse de todo. A él solo le interesaba el resultado final: ganar dinero.

La salud de Merrick, la hija de Richard, no mejoraba. Solía sufrir dolores, y tenía fiebres altísimas, a veces de hasta 41 grados. Su enfermedad y sus padecimientos amargaban todavía más a Richard. Su sufrimiento, el sufrimiento de cualquier niño, era tan injusto, que él pensaba que Dios no podía existir, de ninguna manera. ¿Cómo podía haber un Dios que consintiera que sufriera un niño? Richard sentía una gran compasión hacia los niños, aunque no tenía absolutamente ninguna con los adultos. Barbara y él hacían todo lo que podían por Merrick, pero nada daba resultado. Al menos, él ya estaba ganando dinero y tenía los fondos necesarios para cuidar de Merrick.

Richard pensaba dedicarse solo algún tiempo a la pornografía, unos cuantos años como mucho, ganar un buen dinero y dejar aquel negocio con viento fresco. Quizá pudieran trasladarse a la Costa Oeste, comprarse una casa en la playa y descansar. Aquel era el sueño de Richard: tener una casa blanca de primera categoría en una playa y gozar de las vistas, de las puestas de sol maravillosas, ver jugar a las niñas en la orilla del mar.

Richard no decía a Barbara nada de lo que hacía ni de los planes que tenía para el futuro. Sabía que a ella no le gustaría. A pesar de todo lo que tiranizaba y maltrataba a Barbara, le tenía un gran respeto, valoraba su opinión, valoraba su juicio. Ella solía explicarle cosas que él leía en los periódicos y no entendía. Barbara era muy aficionada a la lectura y le contaba los libros que le habían gustado. Ella siempre estaba leyendo un libro, tanto novelas populares como obras clásicas. Richard seguía siendo disléxico, claro está, y tenía problemas de comprensión de la palabra escrita. Lo único que le había gustado leer en su vida habían sido las revistas policiacas; por algún motivo, nunca le había costado trabajo entenderlas.

Las películas que producía Richard se rodaban en almacenes deteriorados del Soho, que ahora son elegantes lofts. Richard no acudía nunca a los rodajes. No le interesaba ver cómo se hacían las películas. Tenía mal concepto de las personas que hacían esas cosas, y no quería tratarse con ellas. Para él, aquello era un simple negocio para ganar dinero. No tenía ningún interés libidinoso en el asunto. En cuestiones sexuales era más bien recatado. Como todas las películas que distribuía Richard se tomaban en depósito y solo se pagaban cuando el minorista las había vendido, los productores tenían que esperar un plazo inevitable hasta poder cobrar. Aquello era ineludible.

Cuando Richard estaba sobrio y no de mal humor, era una persona de bastante buen trato. Las personas con las que hacía negocios tendían a apreciarlo. Tenía buen sentido del humor y siempre estaba dispuesto a invitar a copas y a las comidas. En general, procuraba cumplir su palabra. Por ello, esperaba también que los demás cumplieran su palabra, lo que en demasiados casos no sucedía. Una persona que le falló fue un hombre llamado Bruno Latini. Era un tipo bajito, algo calvo, relacionado con la Mafia, que tenía un bar en la Octava Avenida. Richard le había dejado en depósito películas por valor de mil quinientos dólares. Como Latini, que tenía cincuenta y dos años, tenía relaciones con la Mafia (su hermano era Eddie Lino, capitán en la familia Gambino, del que luego se dijo que lo habían asesinado los policías corruptos Louis Eppolito y Steven Caracappa a petición de Anthony Casso, el Tubera), creyó que podría librarse de pagar. Empezó a dar largas a Richard, y)or fin dejó de devolverle las llamadas telefónicas. Esto fastidiaba a Richard, lo corroía por dentro.

La Navidad seguía siendo una fecha muy importante para Barbea, que se esforzaba mucho para que las fiestas fueran especiales: conpraba docenas de regalos maravillosos, instalaba un árbol enorme, decoraba muy bien la casa. Aquella Nochebuena, Richard estaba serio y taciturno. No pensaba en su familia, sino en Latini. Cuando todos se hubieron acostado, Richard tomó silenciosamente su coche y fue ala ciudad a buscar a Latini, con intención de matarlo. Era el 24 de dicienbre de 1972. Nevaba con fuerza, pero aquello no detuvo a Richad. Cuando llegó al bar, le dijeron que Latini se acababa de marchar, Richad fue al aparcamiento de la esquina suroeste del cruce de la calle Cincuenta y la Décima Avenida y se encontró allí a Latini, sentado en su coche. Latini invitó a Richard a subir al coche y le contó un cuento chino sobre los mil quinientos dólares. Richard sacó una 38 y le pegó dos tiros en la cabeza. Pasó unos momentos cegado y ensordecido por las detonaciones del arma en aquel lugar cerrado. Richard encontró la cartera de Latini. Contenía varios miles de dólares. Tomó sus mil quinientos dólares y dejó la cartera en su sitio con el resto del dinero. Cosa rara. Por fin, bajó del coche, regresó a su Cadillac y se volvió a Nueva Jersey.

La mañana de Navidad, un empleado del aparcamiento encontró a Latini muerto, con la cabeza destrozada. La Policía le encontró la artera, que contenía mil seiscientos dólares. Ni la Policía ni la Mafia relacionaron nunca este asesinato con Richard.

Lo maté por una cuestión de principios -explicó Richard-. Se había creído que me podía tratar como a un trozo de madera.

Aunque Barbara celebraba mucho las fiestas, estas tendían a deprimir a Richard. Le recordaban su infancia, y eso siempre lo enfadaba. Seguía pensando en su padre, en matarlo.

Tony Argrila seguía acosando a Richard, exigiéndole el dinero que le debía. Richard seguía dándole largas, dándole excusas en vez del dinero. Cuando Argrila empezaba a sulfurarse, Richard le daba algo de dinero, aunque no lo prometido, para hacerlo callar. Richard pensaba pagar, y hacía lo que podía, pero aquello no bastaba. Por fin, Argrila perdió la paciencia y llamó a su socio capitalista, Roy DeMeo, y de pronto las cosas se pusieron muy feas.

Roy DeMeo era un psicópata incontrolado, asociado a 1a familia Gambino del crimen organizado, que llegaría a inspirar un libro de éxito con el oportuno título de Máquina del asesinato, de los periodistas Jerry Capeci y Gene Mustain.

25

Los Gambino

Roy DeMeo nació y se crio en Canarsie, un barrio duro de una de las poblaciones más duras del mundo: Brooklyn, EE. UU. De niño, Roy había sido demasiado gordo, como una bolita, y había tenido que sufrir regularmente los insultos y los malos tratos de los chicos más matones del barrio. Tenía el pelo negro y espeso, ojos oscuros, piel cetrina y un vientre enorme, y caminaba contoneándose como un pingüino. Su hermano mayor, Anthony, al que llamaban Toby, era un chico fuerte y musculoso y siempre había estado allí para proteger a Roy; pero había ingresado en los marines, fue a combatir en Vietnam y no regresó. Así, el gordito Roy tuvo que aprender a valerse por sí mismo en las calles peligrosas de Canarsie.

El joven Roy DeMeo siempre admiró a los mafiosos del barrio, que no escaseaban. Estaban por todo Canarsie, y eran en su mayoría miembros de la familia Lucchese, con sus coches de lujo, sus mujeres de lujo, su ropa de lujo y sus fajos enormes de billetes de cien dólares. Eso era lo que quería Roy; ese era el sueño de Roy; ese era el futuro con el que soñaba Roy. Los héroes de Roy eran Lucky Luciano, Al Capone y Albert Anastasia, asesinos infames todos ellos. Esas eran las personas que Roy admiraba y que quería emular. Quería que lo respetaran y lo temieran como a ellos.

Aunque Roy era un chico listo, con facilidad para las matemáticas, no le fue bien en la escuela. La escuela no le interesaba lo mas mínimo. El sabía que lo que quería él no se podía conseguir en ningún aula. Lo que él quería solo se podía aprender en la calle; de modo que allí era donde pasaba su tiempo Roy; aquella era su escuela; allí fue donde estudiaba con aplicación DeMeo.

Lo primero que tenía que hacer era perder peso y adquirir músculo, y el joven DeMeo se puso a hacer régimen y a levantar pesas con furia, y al cabo de poco tiempo perdió las grasas infantiles y el vientre prominente y sus músculos se desarrollaron y se volvieron duros como piedras. Ahora, cuando alguien molestaba a Roy, él tenía mucho gusto en hacerlo trizas. Luchaba de manera muy sucia, mordía a sus rivales y les atacaba a los ojos, y pronto se ganó la fama que pretendía de tipo duro, de hombre atrevido, peligroso, con el que no convenía meterse… cosa difícil en Canarsie.

Siendo un joven adolescente, DeMeo empezó a hacer préstamos con interés de usurero con el dinero que ganaba trabajando en un supermercado. Cuando alguien no le pagaba a tiempo, él le daba una paliza, al parecer con gran deleite. No tardó en convertirse en un matón bocazas, maligno y sádico, que iba pavoneándose con la boca torcida como si hubiera estado chupando un limón. Tenía una actitud provocativa, como desafiando a todo el mundo. Era como una bomba de relojería.

DeMeo prestó dinero a un chico llamado Chris Rosenberg, que vendía bolsitas de marihuana a cinco centavos. Con el dinero que le prestó Roy, Chris pudo comprar cantidades más importantes, y al poco tiempo ya vendía por onzas, e incluso por libras. Roy hizo a Chris socio suyo, lo absorbió a él y su negocio de venta de marihuana. Este sería un tema repetido en la vida criminal, infame y sangrienta de DeMeo: hacía socios suyos a las personas que le debían dinero y no le podían pagar a tiempo. Aquel era, de hecho, un sistema de trabajo clásico de la Mafia desde los inicios mismos de esta. La palabra mafia, en minúsculas, designa a una persona respetable, a un individuo con honra y buena fama, que puede andar con la cabeza bien alta. Se ha llamado Mafia con mayúsculas a la empresa criminal que surgió en Sicilia a mediados del siglo XIX y que extendió por todo el mundo sus insidiosos tentáculos. La Mafia fue durante muchos años una empresa criminal muy secreta y de gran éxito como no se había conocido nunca en el mundo. Todos sus miembros hacían un juramento de sangre de fidelidad a la familia en la que ingresaban. Las fuerzas policiales no tuvieron una idea general de lo que era la Mafia siciliana hasta que Joe Valachi refirió en Washington al comité McClellan del Senado, en 1963, los detalles sobre esta (sus inicios, su funcionamiento, su estructura). De hecho, en Italia existen tres organizaciones criminales distintas: la Camorra de Nápoles, la 'Ndrangheta de Calabria y la Mafia de Sicilia. La Camorra era (y sigue siendo) la más violenta y feroz de las tres.

El tristemente célebre John Gotti fue uno de los pocos napolitanos a los que se les permitió ingresar en las filas de la Mafia siciliana, en la familia Gambino, cosa que muchos consideran un grave error de cálculo por parte de Carlo Gambino. Carlo Gambino, hombre de enorme astucia, era un siciliano pequeño, frágil, de aspecto modesto, que vestía y aparentaba ser un sencillo campesino natural de Sicilia, cuando en realidad dirigía la mayor y la de más éxito de las cinco familias del crimen organizado de Nueva York. Carlo abrió la puerta a John Gotti porque Gotti había matado a un hombre que cometió la estupidez de secuestrar al sobrino de Carlo, Sal, y asesinarlo después de que se hubiera pagado un rescate. Naturalmente, esto equivalía a un billete de ida al cementerio, y John Gotti mató con mucho gusto al imbécil que había concebido aquel secuestro y asesinato estúpido.

Carlo cometería más tarde un segundo error grave de juicio, el de nombrar a su cuñado, Paul Castellano, cabeza de la familia tras su muerte, en octubre de 1976.

Paul Castellano era un hombre alto, flaco, cetrino y de ojos oscuros que tenía una carnicería en la Avenida Dieciocho, cerca de la calle Ochenta y Seis, en el barrio de Bensonhurst, en Brooklyn, otro barrio muy duro y ocupado por la Mafia. Si la Mafia tenía una universidad, esta era sin duda el barrio de Bensonhurst, en Brooklyn. Los «hombres hechos», soldados, tenientes, capitanes, subjefes y jefes de las cinco familias, vivían en Bensonhurst. Allí se compraban sus casas, allí celebraban los bautizos y las bodas de sus hijos, allí hacían sus fiestas y vivían sus vidas. Las escuelas públicas de Bensonhurst estaban llenas de niños que eran hijos de hombres hechos.

Paul Castellano era un buen hombre de negocios, pero era muy mal jefe mañoso. Amplió su carnicería hasta llegar a convertirla en un gran negocio de venta de carne y de aves al por mayor que lo convirtió en hombre adinerado. Paul se casó con Kathy, hermana de Carlo, y este matrimonio bastó para que Paul ascendiera rápidamente en la jerarquía de los Gambino.

Paul era un hombre de notable codicia; no había salido de la calle propiamente dicha, y la mayoría de los veintiún capitanes de la familia Gambino le tenían antipatía. El malestar que suscitaba la codicia de Castellano desembocó por fin en la muerte de este, al que mataron ante el restaurante Asador de Sparks en diciembre de 1985. Los mataron a él y a su guardaespaldas y chófer, Tommy Bilotti, por encargo de John Gotti y de Sammy Gravano, el Toro. El encargo fue obra de un equipo de tres, y uno de estos tres hombres era, precisamente, Richard Leonard Kuklinski.

En teoría, Roy DeMeo debía haberse tratado con la familia Lucchese e ingresar en ella: esta familia tenía su base en Canarsie y poseía en la zona docenas de desguaces y de talleres de manipulación de coches robados. Pero Roy quería algo más para sí mismo; quería formar parte de la familia Gambino, que eran la realeza de la Mafia: allí era donde quería «hacerse» Roy. DeMeo era un gran negociante; tenía intereses en los sindicatos, en los coches y las tarjetas de crédito robadas, en las drogas y en la usura; era socio de restaurantes y bares, tenía mucho dinero en la calle. Pero DeMeo era un tipo ruidoso, alborotador, que llamaba la atención enseguida, rasgos que solían evitar siempre los tipos de la Mafia; y, además, tenía muy mal humor… gritaba, chillaba y sacaba la pistola por menos de nada. Creía que la mejor manera de conseguir el respeto de la gente era amedrentarla, pegarle, hacerla sangrar.

«Me importa una leche si a la gente le caigo bien o no; lo que me importa es que me tengan miedo.» Este era uno de sus dichos favoritos, y la gente le tenía miedo, en efecto, y con razón, pues Roy DeMeo era un psicópata furioso con todas las de la ley. Además del resto de sus actividades, mataba a personas por diversión y por dinero. Realizaba ejecuciones aprobadas por la Mafia, así como otras que le encargaba gente no del hampa. En esencia, vendía asesinatos al por menor. Roy había trabajado de carnicero en Key Food, una tienda de alimentos de Brooklyn, y dominaba especialmente bien el arte de descuartizar los cadáveres para librarse de ellos.

El lo llamaba desmontar, riéndose. Descuartizaba a sus víctimas manejando con pericia el cuchillo; las dividía en seis trozos manejables: la cabeza, los brazos, las piernas y el tronco, de los que se deshacía hábilmente en diversos lugares: la cabeza, en un cubo de basura; los brazos, en el cercano océano Atlántico; las piernas, en el vertedero de Canarsie, próximo a la carretera Belt Parkway y alto como una montaña.

DeMeo había formado un pequeño equipo para los asesinatos, un puñado de asesinos en serie llenos de sangre fría llamados Joey Testa, Anthony Senter, Chris Goldberg, Henry Borelli, Freddie DiNome y el primo de DeMeo, Joe Guglielmo, al que llamaban Drácula. Estos hombres llegaron a alcanzar puestos destacados en cuadro de honor de los homicidas de la Mafia a fuerza de tiros, puñaladas y garrotazos. Hasta que tuvieron que dar cuenta de sus actos ante la justicia, los miembros de la banda de DeMeo asesinaron a más de doscientas personas. Muchos de los asesinatos se llevaron a cabo en la trastienda de un bar que tenía DeMeo en la avenida Troy, llamado Gemini Lounge.

De Meo conoció a Nino Gaggi, «hombre hecho» de la familia Gambino y amigo personal de Paul Castellano. Tanto Gaggi como DeMeo traficaban con coches robados. DeMeo tenía un contacto en el Departamento de Vehículos a Motor y facilitaba NIV (Números de Identificación de Vehículo) a Gaggi limpios y documentaciones para coches robados. DeMeo estaba encantado de ayudar a Gaggi en lo que pudiera. Veía en Gaggi su puerta de entrada en la familia Gambino.

Nino Gaggi vivía en el 1.929 de la avenida Cropsy, en Bensonhurst. Era una casa de ladrillo de tres viviendas, con jardines pequeños por delante y por detrás. Gaggi era de la vieja escuela, callado y reservado, hombre menudo de manos pequeñas y aparentemente frágiles; pero era basto como el papel de lija grueso y tenía mal genio. Era muy discreto en todos los sentidos. No apreciaba especialmente a DeMeo por lo ruidoso, agresivo e insolente que era. Pero DeMeo era un genio en el arte de ganar dinero, y por eso Gaggi lo toleraba y, con el paso del tiempo, fue teniendo más tratos con él. En las fiestas de Navidad, DeMeo llevó montones de regalos a los tres hijos de Gaggi y brazaletes de diamante y relojes a la esposa de Nino, Rose, una rubia atractiva que guardaba a su marido una escrupulosa fidelidad. Gaggi tenía un perro pastor alemán agresivo que se llamaba Duke. Le gustaba aquel perro porque era duro y quería morder a todos, hombres y animales. Duke era tan agresivo que solía escalar la cerca de alambre del patio, de dos metros y medio, con los dientes y las patas, para atacar a los barrenderos de la calle Bay Veintidós. Gaggi tuvo que hacer instalar un reborde de alambre para que Duke no pudiera escaparse a causar destrozos en el vecindario. A Nino le encantaba la tenacidad de Duke, al que quería tanto como a cualquiera de sus hijos.

Un incidente sin trascendencia en la calle Ochenta y Seis de Bensonhurst sirvió para que Roy DeMeo ingresara por fin en la familia Gambino: cuando un tipo duro del barrio, campeón de boxeo, llamado

Vincenl Governara pero más conocido por Vinnie Mook, pegó a Gaggi y le rompió la nariz, Gaggi acudió a DeMeo y pidió a Roy que lo matara. DeMeo hacía a Nino todos los favores que este le pedía, y más adelante Nino patrocinó a DeMeo para que este fuera «hecho» por la familia Gambino, con lo que se hizo realidad el viejo sueño de DeMeo.

Como DeMeo vivía y trabajaba en el barrio de Canarsie, de Brooklyn, a pocos kilómetros del aeropuerto internacional John Fitzgerald Kennedy, tenía muchos contactos en el aeropuerto y participó en la organización de muchos robos de carga en los que se apoderó de mercancías procedentes de todo el mundo: vinos y champanes de Italia y de Francia, alimentos exóticos, joyas, dinero al contado y armas de fuego. Muchas armas de fuego. Cajas enteras de pistolas, revólveres, e incluso metralletas, Berettas de Italia, Walther PPK de Alemania, Uzi de Israel.

Roy era un verdadero fanático de las armas de fuego y las adoraba. Tenía una amplia colección, las suficientes para armar a un pequeño ejército, y vendía alegremente y con facilidad a miembros del crimen organizado todo el armamento robado en el aeropuerto Kennedy. Gracias a Roy DeMeo, cajas y más cajas de armas de fuego limpias, ilocalizables, llegaron a manos del hampa de Nueva York y de Nueva Jersey y, de este modo, DeMeo fue responsable indirecto de docenas de asesinatos mafiosos en todos los Estados Unidos.

Cuando Tony Argrila, amigo de DeMeo, fue a hablar con Roy y le dijo que Richard Kuklinski estaba atrasado en sus pagos y tenía un «problema de actitud», DeMeo dijo que hablaría con Kuklinski.

26

Una sociedad forjada en el infierno

Era un día sofocante de agosto de 1973, con casi 100% de humedad y unos 34 grados de temperatura. Nadie tenía prisa por ir a ninguna parte. Parecía que la gente se moviera a cámara lenta. DeMeo, con un humor de perros, se dirigía a las oficinas y laboratorio cinematográfico de Argrila y Rothenberg para cobrar su parte de los beneficios.

Hacía un año que DeMeo había ido a verlos y les había dicho que era su nuevo socio. Rothenberg se rio. DeMeo sacó una pistola y lo molió a golpes. Argrila y Rothenberg ya tenían un nuevo socio. Su negocio estaba al borde de la legalidad, y ni Argrila ni Rothenberg tuvieron huevos para recurrir a la Policía.

Aquel día de agosto, lo único que sabía DeMeo acerca de Richard era que era un tipo grande, que se hacía el duro y que estaba retrasado en los pagos. De Meo estaba en la oficina una vez que Richard se presentó a recoger algo de material. DeMeo trató a Richard con dureza. Richard no tenía idea de quién era DeMeo y no sabía que tenía verdaderas relaciones con la Mafia, de modo que le respondió con insolencia y de modo cortante. A Richard no le gustaba que aquel italiano bocazas intentara presionarlo.

– Soy amigo de Tony, aquí presente -dijo DeMeo.

– ¿Y qué? -replicó Richard.

– Que he venido aquí porque te has retrasado en los pagos y, según me cuentan, tienes mala actitud.

– Ya se lo he dicho a ellos: pagaré todo lo que debo cuando lo tenga.

– Sí, y ¿cuándo será eso? -le preguntó Roy, sulfurándose. La actitud de aquel polaco grandullón no le gustaba un pelo.

– Eso es difícil de saber -dijo Richard con una leve mueca burlona en su cara tallada a escoplo-. Ya sabes cómo son las cosas. El producto está en la calle. Yo estoy esperando a que me paguen. Cuando me paguen a mí, yo les pagaré a ellos… así de fácil.

– ¿Te crees muy listo? -le preguntó DeMeo.

– Lo que creo es que no me gusta que vengas por aquí e intentes apretarme las tuercas -le dijo Richard; y los dos hombres peligrosos (que todavía no sabían nada el uno del otro) se miraron fijamente con ojos iracundos, homicidas, como dos tiburones blancos que se observaran mutuamente, tomándose la medida el uno al otro.

DeMeo advirtió que Kuklinski no le tenía miedo y que no dudaría en pelear. Como todos los matones, DeMeo no estaba dispuesto a enzarzarse con un tipo tan grande y tan duro como parecía serlo Richard.

– Ya lo veremos -dijo DeMeo; y se volvió y se marchó hecho una furia.

– Sí, ya lo veremos -le dijo Richard cuando se alejaba.

Entonces Argrila dijo a Richard por primera vez quién era DeMeo, que era un tipo relacionado con la Mafia.

– No quiero que te hagan daño, Rich. Vete, vete antes de que vuelva.

Entonces Richard se volvió, salió al pasillo y pulsó el botón del ascensor.

DeMeo estaba que echaba humo. No iba a consentir de ninguna manera que aquel polaco grandullón le tomara el pelo, que le faltara al respeto. En la calle, en el Lincoln blanco de DeMeo, estaban su primo Joe Guglielmo, Anthony Senter y Joey Testa. Guglielmo tenía el pelo gris y se parecía a Bela Lugosi. De ahí su mote de Drácula. Anthony Senter y Joey se parecían tanto entre sí que los tomaban por hermanos, aunque no lo eran. Ambos tenían los ojos oscuros y eran hombres apuestos, con espesas cabelleras negras; pasaban del metro ochenta, eran musculosos y atléticos.

Seguido de sus hombres, DeMeo volvió a subir a vérselas con Richard, al que encontraron en el pasillo, esperando el ascensor. Richard se encontró rodeado de pronto, encañonado de pronto por varias pistolas.

– Entonces, tipo duro -dijo DeMeo-, ¿quieres morir? ¿Quieres morir, joder?

Y, dicho esto, asestó a Richard un fuerte golpe en la cabeza con la culata de su pistola. Richard, que sabía que se jugaba la vida, no reaccionó. Tenía en el bolsillo una derringer del 38, pero no la sacó. De Meo le dio algunos golpes más. Richard cayó. Guglielmo lo golpeó en la nuca y le dio una patada en la rodilla derecha. Después, todos se pusieron a dar de puñetazos a Richard. Aunque no le hicieron perder el sentido, le dieron una buena paliza. Richard no había recibido una paliza así en toda su vida. Lo invadía una rabia indescriptible, pero sabía que DeMeo lo mataría en el acto si se defendía. Solo llevaba encima una derringer de dos disparos. DeMeo encontró la derringer de Richard y se la quitó.

– O vuelves con el dinero, o te puedes dar por muerto, joder, te puedes dar por muerto, cabrón -dijo DeMeo; y se marcharon.

Richard se encontró solo por fin, tendido en el suelo y sangrando. Se levantó, entró en un cuarto de baño que daba al pasillo y se miró al espejo. Estaba hecho un desastre.

Soltando maldiciones en voz alta, limpiándose la sangre con toallas de papel, Richard juró que mataría a DeMeo. Las heridas que le habían producido los golpes con las pistolas eran profundas, y Richard tuvo que ir al Hospital de San Vicente, en la Séptima Avenida, para que se las cosieran. Le dieron treinta y ocho puntos en tres grandes brechas que tenía en la cabeza. Richard volvió despacio a Nueva Jersey, con los ojos morados, el labio hinchado, lleno de puntos. Tenía tan mal aspecto que no quería que lo vieran ni Barbara ni sus hijas, de modo que fue a casa de su suegra. Genevieve se quedó consternada al verlo y le preparó una bolsa de hielo. Él le dijo que lo habían asaltado, que cuatro tipos lo habían atracado a mano armada, lo mismo que diría a Barbara más tarde. Pasó aquella noche en casa de Genevieve, aunque apenas pudo dormir, pensando cómo torturaría a Roy DeMeo.

Richard no tardó mucho tiempo en enterarse de quién era, en realidad, Roy DeMeo, de que estaba asociado y tenía buenas relaciones con la familia Gambino y dirigía una banda despiadada de asesinos en serie. Richard sabía que si mataba a Roy, lo matarían a su vez a él más adelante, y al cabo de poco tiempo. Estaba tan furioso por lo que habían hecho DeMeo y los otros que, si no hubiera sido porque estaba casado y tenía hijas, quizá hubiera ido en busca de DeMeo y lo hubiera matado, pasara lo que pasara. Pero por Barbara y por su familia tenía que controlarse… de momento. Cosa bien difícil para Richard Kuklinski.

Pero Richard sabía que ya llegaría más adelante la ocasión de vengarse: sabría esperar. Pero juró que algún día daría una paliza a Roy DeMeo con una pistola y lo mataría.

Lo primero que hizo Richard fue arreglar con Tony Argrila el saldo de su deuda. Una vez hecho aquello, Richard fue a Brooklyn, al Gemini Lounge, y preguntó por DeMeo. DeMeo se quedó atónito al ver a Richard en persona, solo, en el bar.

– Me he enterado de que has hecho lo que debías -le dijo DeMeo-. Tienes huevos para haber venido aquí de esta manera.

– Quería hablar contigo.

– Sí; bueno, pues habla.

– En primer lugar, no sabía quién eras -dijo Richard, con diplomacia y humildad poco habitual en él-. En segundo lugar, Rothenberg y Tony se roban el uno al otro… lo he visto yo mismo. Sí que me he retrasado un poco en los pagos, pero no tanto como dicen ellos. Rothenberg siempre me está queriendo dar material sin que lo sepa Tony. Esto es verdad, Roy.

Richard se figuró, acertadamente, que había sido Rothenberg quien le había echado encima a Roy, y ahora le estaba devolviendo el favor.

– Te digo, hombretón, que tienes huevos; hace falta tener un par de huevos para haber venido aquí de esta manera. Creo que a lo mejor empezamos con mal pie: me enfadé cuando debería haber dialogado. He preguntado por ahí y me he enterado de que eres un tipo legal. Llevabas una pistola y no la usaste… tienes huevos.

– Roy, no quiero pelearme contigo, quiero que ganemos dinero juntos. Es lo único que me interesa: ganar dinero, hacer negocios.

– Me he enterado de que tienes contactos en todas partes. Podremos hacer cosas juntos. No me falles, y ganarás dinero… mucho dinero.

– Me parece bien.

– Vamos a sellarlo con un apretón de manos.

Y los dos asesinos se dieron la mano, con leves muecas burlonas en el rostro.

– Me han dicho que tu mujer es italiana. Ven a darte un paseo conmigo -le ofreció Roy. Subieron a su coche y fueron a una tienda de comida italiana que estaba a pocas manzanas de allí.

– Adelante -dijo Roy.

Entraron en la tienda. Era un local con serrín en el suelo y con salamis y provolones gigantes colgados del techo. Roy escogió carnes de

todo tipo, embutidos italianos dulces y quesos gigantes de todas clases, así como un bloque de mozarela del tamaño de una cabeza, conservado en agua.

– Aquí hacen mozarela fresca varias veces al día -dijo a Richard. Roy lo pagó todo (ciento cincuenta dólares) y entregó a Richard cuatro grandes bolsas.

– Lleva esto a tu casa, a tu mujer. Seguro que le gusta. Llámame dentro de un par de días, y haremos negocios, ¿vale? Yo tengo algunos negocios propios, y estoy dispuesto a financiarte todo lo que quieras.

– Vale -dijo Richard, verdaderamente impresionado por aquella faceta de generosidad de Roy DeMeo, poco frecuente en él.

– Gracias, Roy -añadió; y la cosa quedó arreglada.

27

Perdóname mis pecados, padre

La madre de Richard, Anna McNally, tenía una enfermedad terminal. Se estaba muriendo de un cáncer de hígado. Cuando Roberta, la hermana de Richard, llamó a este para anunciarle la muerte inminente de su madre, este ni siquiera quería ir a verla. Por fin tiene lo que se merece, pensó. Pero Barbara lo convenció de que debía ir a ver a su madre por última vez, y fueron los dos. Barbara no apreciaba a Anna; sabía que había sido una mala madre con Richard. Pero, a pesar de todo, era su madre, y a Barbara le parecía que debía verla por última vez antes de morir. Era lo correcto.

Con el paso de los años, Richard había llegado a aborrecer más y más a su madre. La culpaba prácticamente de todo: de haberse casado con Stanley; de haber tenido hijos con Stanley; del modo despiadado en que Stanley había pegado a Florian hasta matarlo; de cómo le había pegado Stanley a él mismo.

Pero cuando llegaron al hospital, Anna ni siquiera dio muestras de advertir su presencia. Estaba vuelta hacia la pared, con un rosario de cuentas azules en la mano, y repetía una y otra vez: «Perdóname mis pecados, padre», sin cesar, como si fuera un mantra tibetano. Richard le habló. Intentó despedirse de ella. Pero ella ni siquiera quiso mirarlo. Parecía que ya estuviera muerta pero que su cuerpo no se había enterado. Se había quedado encogida, hasta reducirse a un simple despojo de la mujer robusta y atractiva que había sido. La vida había sido cruel con Anna McNally, una lucha constante y amarga, llena de pesares, de trabajo duro, de dolor, de sufrimientos y de privaciones. Para Anna, la muerte sería una bendición, mejor sin duda que la vida que había tenido, y la recibía con los brazos abiertos.

Murió, en efecto, aquella misma noche. Richard acudió al velatorio de mala gana, solo porque Barbara lo convenció de que debía ir. No lloró. No dio ninguna muestra de emoción.

También asistió al velatorio Stanley Kuklinski, y Richard ni siquiera lo saludó. Bastante tuvo con contenerse para no agarrar a Stanley del cuello delante de todo el mundo y estrangular allí mismo a aquel hijo de perra frío y despiadado. Se contuvo haciendo un gran esfuerzo. Barbara se daba cuenta de lo mucho que lo alteraba ver a su padre: torcía los labios, se ponía colorado. Allí sentado junto a Barbara, Richard solo era capaz de pensar en matar a Stanley. Le pasaban por la cabeza imágenes vividas en blanco y negro de lo que le había hecho Stanley, como si fuera una película antigua en cámara lenta. Richard tuvo que contenerse mucho para no sacar a su padre a la calle, llevarlo a su coche, matarlo y arrojar el cadáver al pozo de una mina en Pensilvania. Dijo a Barbara que quería marcharse. Cuando volvían a su casa, en el coche, ella le preguntó:

– ¿Estás bien, Richard?

– Estoy bien -dijo él-. Es que… cuando veo a Stanley me vuelve todo. A ese hombre no le deberían haber permitido nunca tener hijos.

No dijo más. No quería que Barbara se enterara de la verdad, de lo que le había hecho Stanley en realidad, de que había asesinado a Florian.

28

El rey del porno de Nueva York

DeMeo cumplió su palabra y entregó a Richard, en depósito, toda la pornografía que este le pedía. Richard se compró una furgoneta con la que iba a Brooklyn y recogía las cajas de pornografía que producía Roy, cien películas por caja. Por entonces, Richard ya tenía muchos contactos en el negocio de la pornografía en todo el país. Distribuía pornografía, tanto la suya propia como la de DeMeo, a mayoristas de todas partes, y el negocio iba viento en popa. Por primera vez en su vida, Richard estaba ganando un buen dinero con regularidad.

Richard procuraba pagar escrupulosamente a Roy todo lo que le debía y en los plazos acordados. Roy empezó a apreciar a Richard. Admiraba su temeridad, el hecho de que hubiera aguantado la paliza «como un hombre»: así se lo decía a los de su cuadrilla. Que Richard tuviera una pistola y no la hubiera usado; que se hubiera presentado en el Gemini él solo. Sabía que para hacer aquello había que tener huevos.

Pero a los de la cuadrilla de DeMeo no les gustaba Richard. Lo consideraban estirado y poco amistoso (y lo era), y, además, no era italiano. Era polaco. Se burlaban de Richard a sus espaldas, se contaban chistes tontos de polacos a costa de Richard. Este advertía la hostilidad, las miradas frías, los gestos de desprecio, pero no le importaba. Supuso que estarían celosos de su relación con Roy, y tenía razón.

Con el transcurso de los meses, la «amistad» entre Roy y Richard se fue estrechando. Roy ya se había enterado de que Richard había realizado asesinatos, bien y con discreción, por encargo de la familia De Cavalcante, y un día que Richard se pasó por el Gemini para hacer un pago, Roy lo invitó a sentarse en la trastienda.

– Me han dicho que eres frío como el hielo y capaz de hacer trabajos especiales -le dijo Roy-. ¿Es verdad?

– Claro, sin problema.

– Yo tengo muchos trabajos especiales. ¿Te interesa?

– Desde luego.

– ¿Seguro?

– Claro.

– ¿Los harás sin hacer preguntas?

– No soy hombre curioso.

Roy miró fijamente a Richard. La mirada de Roy, con sus ojos negros penetrantes, era penetrante como dos taladros eléctricos.

Roy tenía que comprobar en persona si Richard era capaz, en efecto, de hacer un trabajo de manera fría y metódica.

– De acuerdo -dijo-. Vamos a dar un paseo. ¿Te apuntas?

– Claro -dijo Richard; y Roy, su primo Joe Guglielmo y Richard subieron al coche de Roy. Joe conducía. Richard iba en el asiento de atrás.

– Vamos a la ciudad -ordenó Roy. Siempre daba órdenes a la gente; nunca pedía las cosas por favor. Fueron en silencio hasta Manhattan. Hacía un día hermoso y despejado. El cielo estaba azul. Lucía el sol. Alguien iba a morir. Cuando pasaban por el túnel de Brooklyn Battery, Roy se volvió y dio a Richard una 38 de cañón corto con silenciador.

– Usa esto -dijo.

– De acuerdo -dijo Richard, y se guardó tranquilamente el arma bajo el cinturón. Siguieron hasta la zona alta y llegaron a una calle tranquila, con árboles, de la parte oeste del Greenwich Village. Era el antiguo cazadero de Richard. Pasaron ante un hombre solitario que paseaba con un perro.

– Para -ordenó Roy-¿Ves a ese tipo del perro? -preguntó a Richard. -Sí.

– Cárgatelo.

– ¿Aquí? ¿Ahora?

– Aquí, ahora.

Richard se bajó con calma del coche y caminó hacia el hombre del perro, que estaba por detrás del coche, a unos veinte pasos quizá. Cuando Richard se hubo cruzado con él, se detuvo, se volvió y siguió al desventurado. Quería hacer el trabajo delante mismo de Roy y de Joe. Cuando el paseante estuvo a la altura del Lincoln, Richard lo alcanzó, se cercioró de que no lo observaba nadie, sacó rápidamente la pistola y disparó al hombre un tiro en la nuca.

No se enteró de que se moría ni de por qué.

Cayó como un saco de ropa sucia, contó Richard.

Richard volvió tranquilamente al coche y subió.

– Eres frío como el hielo, joder -dijo Roy, sonriente-. Bien hecho. Eres de los nuestros.

Se volvieron a Brooklyn. Richard acababa de demostrar a Roy, sin ningún género de dudas, que era un asesino frío y duro como la piedra, y aquel asesinato terminó de sellar la sangrienta relación entre ambos. Cuando llegaron al Gemini Lounge y pasaron a la trastienda, estaban allí reunidos Joey Testa, Anthony Senter, Chris Goldberg y Henry Borelli.

– El grandullón es frío de narices -les anunció Roy-. Acabo de verle hacer un trabajo en plena calle. Es de los nuestros.

Y así ingresó Richard en una cuadrilla de asesinos en serie como no se había conocido otra igual ni se conocería después. En los años venideros escribirían un capítulo de la historia del homicidio.

Pero aquello no gustaba a Richard; no le gustaba que aquellos tipos supieran de él, lo que hacía, los «trabajos especiales» que llevaba a cabo. No se fiaba de ellos y no le gustaban; pensaba que, tarde o temprano, acarrearían problemas, para ellos mismos, para Roy y para el propio Richard.

Richard tuvo que pasar al baño. El ambiente estaba cargado de un olor extraño, denso, fétido. Mientras orinaba, miró detrás de la cortina de la ducha y allí, colgado sobre la bañera, estaba el cadáver de un hombre. Estaba degollado, y tenía clavado en el pecho un cuchillo de carnicero de mango negro. La sangre, densa y espesa, le caía poco a poco a la bañera. Lo estaban desangrando.

Estos jodidos sí que están metidos en el asunto, pensó Richard, y salió del baño.

– ¿Has visto al tipo que se está duchando? -le preguntó Roy, riéndose ruidosamente de su propio chiste. Los otros se rieron también.

– No; no he visto nada -dijo Richard; y se sentaron a comer spaghetti olio y broccoli rabe. A Roy le gustaba cocinar y le encantaba comer. Mientras comían y bebían vino tinto (con aquel tipo colgado sobre la bañera), hacían bromas, hablaban de deportes, de una chica a la que se habían tirado Joey y Anthony la noche anterior.

Después de tomar café espreso, Chris y Anthony extendieron en el suelo una lona de plástico azul. Sacaron al tipo del baño y se pusieron a cortarlo en «trozos manejables», como decía Roy.

– Así es más fácil deshacerse de él -dijo a Richard. Tenían instrumentos profesionales para autopsias, con sierras y cuchillos afilados como navajas de afeitar y que se habían construido especialmente para diseccionar cadáveres. En cuestión de minutos lo habían cortado en cinco trozos. Envolvieron cada trozo en papel de estraza y los metieron en sendas bolsas de basura negras de las más gruesas. Richard contemplaba todo aquello divertido, pensando: Estos tipos son otra cosa, admirando la facilidad y la habilidad con que descuartizaban el cadáver. Saltaba a la vista que tenían mucha práctica y que sabían lo que hacían. Chris Goldberg daba especiales muestras de disfrutar diseccionando el cuerpo.

Cuando Richard se disponía a marcharse para volver con su familia, pidió hablar a solas con Roy. Salieron a la calle. El sol ya se estaba poniendo. Llegaba una brisa agradable de Jamaica Bay.

– Mira, Roy -dijo Richard-; no me entiendas mal, pero el caso es que yo preferiría trabajar a solas contigo en los trabajos especiales.

– Me has leído el pensamiento -dijo Roy-. Grandullón, tú eres mi arma secreta. No voy a hacer que te trates con mi cuadrilla. No te preocupes. Son todos muy buenos, unos tipos legales de cojones; Chris es como si fuera hijo mío; pero no voy a hacer que te trates con ellos.

– De acuerdo -dijo Richard. Se abrazaron y se besaron en la mejilla, y Richard se volvió a Nueva Jersey con su familia. Y, de este modo, Richard Kuklinski se convirtió en el «arma secreta» de Roy DeMeo.

La Policía no pudo encontrar ningún testigo del asesinato del hombre que paseaba a su perro en el Village; ningún sospechoso lógico, ningún motivo para el asesinato: un nuevo homicidio sin resolver en Nueva York que había sido obra de Richard Kuklinski.

29

Cabeza de familia

Richard procuraba escrupulosamente ocultar sus actividades a su familia. Barbara no tenía idea de a qué se dedicaba en realidad; ella no se lo preguntaba, y él no se lo decía.

Además de distribuir pornografía, Richard tenía alquilado un almacén en North Bergen que le servía de base para vender artículos falsificados: jerséis, bolsos, pantalones vaqueros, incluso perfumes. Compraba grandes partidas de esos artículos a precio de saldo; tenía mujeres que les cosían etiquetas de marcas conocidas, y después los vendía en los mercadillos de todo el país. El dinero llegaba a espuertas. Richard seguía dedicándose a los asaltos a camiones, en calidad de intermediario entre los asaltantes y los compradores, obteniendo siempre un beneficio. Dejó de beber licores fuertes y procuraba no jugar. Quería mucho a su familia y no quería hacer nada que la perjudicara. Por una parte era marido y padre ideal, atento, cariñoso y generoso hasta la exageración. Llevaba con mucho gusto a sus hijas y a las amigas de estas a ver las películas que querían y a comer en los restaurantes que les gustaban; le encantaba comprar ropa bonita a sus hijas, siempre dos prendas de cada clase: todo era poco para sus hijas. Compraba constantemente para Barbara ropa, zapatos, joyas, abrigos de visón… lo que quisiera. Iban a restaurantes de lujo todos los fines de semana. Richard se encargaba siempre de que, cuando llegaran, ya les estuviera esperando en la mesa, en un cubo de hielo, el vino favorito de Barbara, el Montrachet. Le abría las puertas. Le sujetaba amablemente la silla cuando se iba a sentar.

Por otra parte, podía perder los estribos por cualquier tontería y volverse tiránico, maligno, una amenaza. La casa de los Kuklinski podía ser en un momento dado un edén apacible, para convertirse al cabo de un instante, en un islote azotado por los embates de un mar proceloso y turbulento.

Cuando mi papá estaba normal, tenía un corazón de oro. Cuando se enfadaba, era… era un maníaco, explicó hace poco su hija Chris.

Richard se compró un Cadillac blanco nuevo. La familia empezó a buscar una casa nueva en una parte mejor de Nueva Jersey. West New York, en el condado de Hudson, estaba cambiando; se instalaban allí miembros de muchas minorías, y Richard y Barbara querían mudarse a un barrio mejor.

Acabaron comprándose un dúplex, estilo rancho, en Dumont, Nueva Jersey, con tres dormitorios y garaje. Era un barrio agradable de clase media alta, un buen lugar para criar niños; un pedazo bastante jugoso del sueño americano hecho realidad. Barbara quiso tener una piscina y que el jardín se cubriera de buen césped, sano y de buen color. Ningún problema: Richard estaba deseoso y encantado de dar a Barbara todo lo que quería. Seguía sin tener una idea clara del valor del dinero, y se lo gastaba alegremente en cuanto le venía a las manos.

Los fines de semana los Kuklinski celebraban barbacoas espléndidas a las que invitaban a todos los vecinos de la manzana. Richard era en general un hombre abierto y amistoso, buen vecino, siempre dispuesto a echar una mano. Se ponía un delantal de cocinero y asaba alegremente hamburguesas y salchichas para sus hijas y para todos sus amigos. Los vigilaba cuando jugaban en la piscina, pendiente de que ninguno se hiciera daño. Repartía amablemente toallas y ayudaba a sus hijas a secarse; ordenaba con gusto el patio trasero después de que los chicos se hubieran pasado el día jugando. Barbara seguía queriendo tener más hijos; quería tener un chico; esperaba que tuvieran un hijo.

Pero cuando Richard se enfadaba, estallaba. Parecía incapaz de controlar su ira, y cuando se enfadaba, su crueldad no conocía límites, era como si se convirtiera en otra persona. Rompía los juguetes y las chucherías de sus hijas; destrozaba las sillas, las mesas y los objetos de a casa. Después de que Barbara hubo reformado la cocina, cuando estuvieron instalados todos los electrodomésticos y los armarios, Richard perdió los estribos y llegó a arrancar de la pared los armarios de cocina, además de sacar de su sitio el fregadero y arrojarlo por una de las ventanas de la cocina.

Después, siempre se sentía muy mal, hasta le repugnaba lo que había hecho. Se enfadaba tanto consigo mismo que no era capaz ni de mirarse al espejo. Cuando estaba así, en uno de sus arrebatos, lo único que podían hacer Barbara y sus hijas era apartarse de su camino, y eso era lo que hacían, en la medida de lo posible.

Además, cuando Richard estaba enfadado con Barbara, no dudaba en maltratarla delante de sus hijas. Era como si ni siquiera se diera cuenta de que estaban delante. Le daba bofetadas, empujones, golpes. Sus hijas, horrorizadas, contemplaban aquel espectáculo suplicándole que lo dejara, llorando, chillando y pidiéndole que no siguiera. Si no hubiera sido por la intervención de sus hijas, por sus súplicas, muy bien podría haber matado a Barbara en un ataque de rabia. Si la hubiera matado en uno de sus arrebatos, habría matado también a sus hijas.

– Si mamá muere, Merrick -llegó a decir a su hija mayor-, tendré que mataros a tu hermana y a ti, ¿sabes? No puedo dejar testigos… ¿lo entiendes?

– Sí, papá -dijo Merrick.

Barbara se sentía atrapada, según dijo. No podía acudir a ninguna parte. Si iba a la Policía y enseñaba sus lesiones, los ojos morados y las contusiones, quizá lo detuvieran; pero ella sabría que no tardaría en salir bajo fianza, y entonces saldría para matarla. Se lo había dicho así de claro en muchas ocasiones.

Y ella lo creía.

Barbara estaba convencida íntimamente, según explicó, de que Richard la destruiría si acudía a las autoridades o si hacía cualquier cosa por la que él pudiera perder a su familia. Antes que eso, los mataría a todos.

Pero, por extraño que pueda parecer, Barbara no estaba amedrentada ante Richard. Le plantaba cara, lo desafiaba, lo señalaba con el dedo retándolo a que volviera a pegarle… cosa que él solía hacer.

– Tío grande, te crees muy duro porque pegas a una mujer… ¡No eres duro! ¡No tienes nada de duro! -le decía ella a la cara.

Las cosas no habrían estado tan mal si mi madre se hubiera callado -explicó hace poco su hija Merrick-. Ella empeoraba las cosas… hacía peor todavía una situación que ya era mala de por sí. Era como si quisiera provocarlo. Yo le decía que se callara, «calla, mamá», que no le replicase, que no le plantara cara, «no digas nada, mamá», pero ella no se callaba.

La única manera que tenía Barbara de defenderse, de no perder su propia identidad, su propia personalidad, era plantar cara a su marido; y lo hacía, y sufría a menudo las consecuencias.

Así lo explicaba su hija Chris: Mi padre se cuso con la mujer que no debía. Yo diría que si mamá hubiera sido más mansa, quiero decir, si no hubiera tenido la lengua tan suelta, los arrebatos habrían terminado mucho antes. Pero ella no cerraba la boca, y la verdad es que empeoraba las cosas. Hasta cuando él le estaba pegando, cuando le estaba dando golpes, mi madre seguía provocando a mi padre, insultándolo y despreciándolo. Mi madre… mi madre incitaba aquello.

Pero Barbara no es de la misma opinión: Yo no iba a consentir de ninguna manera que me pisoteara, callándome y dejando que me maltratara. No podía acudir a ninguna parte, no podía recurrir a nadie, y por eso le decía a él… le decía lo que sentía. Es posible, o sea, ahora, volviendo la vista atrás, me parece que es posible que lo estuviera incitando, provocando; pero yo no estaba dispuesta a dejarme pisotear como una estera sin decir esta boca es mía; ni pensarlo.

Después, Richard siempre se sentía enfadado consigo mismo por haber aterrorizado a sus hijas. Pero nunca dijo que lo sentía ni que no volvería a pasar. Se portaba como si no hubiera pasado nada; todo iba bien y todo estaba arreglado. Era como si hubiera pasado una tormenta terrible, como si los daños no fueran más que las consecuencias naturales de la tormenta. Nada más. Aquello no había tenido nada que ver con él. La culpa había sido de la tormenta.

Su hija Chris tomó por costumbre llamar a la operadora telefónica tras los arrebatos de su padre y colgar cuando oía la voz de la operadora; la consolaba y la tranquilizaba de alguna manera saber que había alguien al otro lado del teléfono, alguien que podría ayudarla. Chris y su hermana empezaron a preparar una «bolsa de fuga», como la llamaban. Guardaban en ella algo de ropa, un par de juguetes queridos, un par de zapatos de repuesto para cada una. Pensaban que solo era cuestión de tiempo hasta que su padre matara a su madre de verdad, y querían tener un equipo de fuga preparado para poder salir corriendo por la puerta cuando llegara el momento.

Barbara repitió a Richard con toda claridad que si llegaba a poner la mano encima a sus hijas, ella le cortaría el cuello cuando estuviera dormido. Le dijo esto con tal sinceridad fría y tranquila que él lo creyó. Por otra parte, él mismo habría preferido cortarse las manos a llegar a hacer hecho daño físico a cualquiera de sus dos hijas.

Pero Barbara… Barbara era una cuestión muy distinta.

A veces, cuando Richard estaba perdiendo el control, cuando contraía los labios y se ponía pálido y producía aquel chasquido terrible con los labios, él mismo se daba de puñetazos, con tal fuerza que se dejaba sin sentido a sí mismo. Según reconoció hace poco, aquel era el único medio que tenía para evitar hacer daño a Barbara y aterrorizar a sus niñas: dejarse sin sentido a sí mismo; y así lo hacía.

El espectáculo de Richard dejándose sin sentido a sí mismo a golpes era terrible, espeluznante, pavoroso. No solo se daba puñetazos, sino que se daba de cabezadas contra la pared hasta caer sin sentido. Después, al cabo de un rato, volvía en sí y se marchaba de la casa en silencio, como un tornado que se alejaba y se perdía de vista calladamente por el horizonte.

Es verdad que Richard no pegaba a sus hijas ni las maltrataba físicamente de ninguna manera, pero les estaba produciendo una angustia y un dolor interior muy grandes… cosa que, al parecer, Barbara no tenía en cuenta. Ambas niñas parecían equilibradas y felices exteriormente, pero dentro tenían una gran agitación. No obstante, hacían amigos con facilidad, eran animadas y sociables, y obtenían resultados escolares relativamente buenos.

Pero Merrick seguía sufriendo problemas de riñón y de vejiga, fiebres altas, infecciones y convulsiones; pasaba mucho tiempo ingresada en el hospital y, en consecuencia, faltaba mucho a la escuela, varios meses al año.

Cuando Merrick estaba hospitalizada, su padre estaba siempre a su lado, llevándole lo que le hacía falta y asegurándose de que estaba cómoda y de que recibía buenos cuidados médicos. No solo se ocupaba de su hija, sino de todos los demás niños de la planta donde estaba ingresada. Siempre llevaba muñecas, juguetes y caramelos a los niños de la planta. Sentía una compasión tremenda hacia aquellos niños enfermos y estaba dispuesto a hacer de buena gana cualquier cosa por ellos, hasta a pagarles tratamientos y medicación que los padres no podían permitirse. Una niña de siete años que estaba en la habitación contigua a la de Merrick se estaba muriendo de cáncer, solo le quedaban unos días de vida. Sus padres no podían permitirse pagar el televisor del hospital, y se lo desconectaron. Cuando Richard fue a visitar a Merrick y se enteró de lo sucedido, se indignó porque hubieran desconectado la televisión de la niña, fue a buscar al técnico, le pagó y le hizo conectar inmediatamente el televisor. Richard era un verdadero doctor Jekyll y míster Hyde. Pero hiciera lo que hiciera, por muchos arrebatos que tuviera, por mucho miedo que le tuviera ella, Merrick perdonaba siempre a su padre, nunca le guardaba ningún rencor. Richard y Merrick estaban unidos por unos lazos especiales que no tenían Barbara ni Chris con Richard.

Tanto Chris como Barbara guardaban rencor a Richard por sus arrebatos, no le perdonaban ni olvidaban lo que hacía. Pero Merrick no. Hasta ahora, después de todo lo sucedido, Merrick no tiene una sola mala palabra para su padre, no le guarda el menor rencor. Es su sol y su luna, y ella estará a su lado hasta el final, pase lo que pase, donde sea, contra viento y marea.

Barbara se quedó embarazada otra vez, y este quinto embarazo fue relativamente fácil. Barbara quería y anhelaba tener un chico. Richard quería otra niña. Prefería a las niñas.

Contó en confianza que no quería tener un chico porque sentía muy dentro de sí que este le disputaría la atención de Barbara, e incluso la de sus hijas. A Richard le producían grandes celos todos los varones. Al fin, Barbara dio a luz un niño sano de tres kilos y medio al que llamaron Dwayne, en recuerdo de un cantante de música country del que Richard era aficionado.

30

Asesino a sueldo

– ¿puedes venir a verme a la casa de comidas que está junto al puente Tappan Zee, de mi lado del puente? -le preguntó DeMeo.

– Claro, estaré allí dentro de una hora -dijo Richard, y no tardó en ponerse en camino en su nuevo y ostentoso Cadillac El Dorado blanco, para reunirse con Roy. Roy y Richard habían desarrollado y perfeccionado aquella manera clandestina sencilla de ponerse al habla. Roy llamaba a Richard por su «busca» y le marcaba el número de una cabina de teléfonos de Brooklyn. Richard salía a una cabina próxima a su casa para devolverle la llamada, y así conseguían hablar sin miedo a los teléfonos intervenidos por el FBI, un temor constante y muy realista entre la gente de la Mafia. Estaban cayendo mafiosos como moscas por culpa de la ley de Organizaciones Corruptas e Influidas por el Crimen Organizado (OCICO), de reciente creación y que se aplicaba con habilidad. Para ser condenados bajo la ley OCICO e ir a la cárcel bastaba con hablar de cometer un delito, conspirar, como lo definía el texto de la ley; no era preciso haber llegado a cometer ningún delito.

Camino de su reunión con Roy, Richard se preguntaba qué trabajo tendría este entre manos. Desde el día que Richard había volado la cabeza al hombre que paseaba con el perro en el Village, había sufrido una metamorfosis radical. Se había comprometido por entero al asesinato, a matar por dinero.

Frío, desapegado y muy calculador, y ya abstemio, Richard se disponía a embarcarse en un viaje violento que dejaría a docenas de personas muertas, destrozadas, torturadas, enterradas y quemadas vivas, arrojadas a pozos sin fondo, arrojadas estando todavía vivas a ratas hambrientas, arrojadas a los cangrejos de los muelles abandonados del West Side de Manhattan.

Fueran los que fueran los asesinatos que estuviera cometiendo Roy DeMeo con su cuadrilla de asesinos en serie, guardaba su promesa y no complicaba nunca a Richard en ninguno. No; DeMeo utilizaría a Richard para los «encargos especiales», como los consideraba él. DeMeo se había convertido en el asesino principal al servicio de la familia Gambino. Realizaba encargos a diestro y siniestro, para esta familia y para otras, varios por semana. Su reputación de asesino eficiente y brutal había adquirido proporciones monumentales. Hasta los célebres hermanos Gene y John Gotti evitaban a DeMeo y a sus asesinos en serie. Su bar, el Gemini Lounge, había adquirido el sobrenombre bien merecido de «el matadero».

Richard y Roy se reunieron en el aparcamiento de una casa de comidas muy frecuentada, junto al puente Tappan Zee, en la orilla de Westchester. Se saludaron dándose un abrazo y besándose en la mejilla, según la costumbre italiana. Roy había elegido aquel lugar porque la mayoría de la gente que se pasaba por una casa de comidas de carretera iba camino de alguna parte y probablemente no volvería allí, y aquel lugar estaba fuera del terreno habitual de la gente de la Mafia; era muy poco probable que los viera juntos alguien de «la vida». Su negocio era el negocio del asesinato, una empresa seria en la que estaba en juego la vida y la muerte de todos los que participaban. No había lugar para los errores ni para los descuidos, para los tropiezos ni para los deslices.

– Tengo un trabajo para ti -le dijo DeMeo-. Nada extraordinario; pero procura que se haga deprisa y que nadie se entere… ¿entendido?

– Entendido.

DeMeo entregó a Richard una fotografía que llevaba escrita al dorso una dirección en Queens.

– Es este. Siempre va armado; ten cuidado.

– Me encargaré de ello -dijo Richard. Roy le entregó un sobre. El sobre contenía veinte mil dólares en billetes. No había nada más que decir. Cuanto menos se dijera, mejor. Se despidieron con un abrazo y un beso y se fueron cada uno por su lado.

Pero Richard seguía recordando en lo más hondo de su mente la paliza que le había dado Roy.

Al día siguiente, Richard estaba aparcado en una calle residencial de Queens, a dos manzanas del cementerio Calvary. La víctima vivía en una casa de ladrillo de dos viviendas, en el piso bajo. Advirtió enseguida que tenía una esposa bonita y dos niños pequeños. Que la víctima tuviera familia no importaba a Richard, no tenía nada que ver con el encargo que tenía entre manos; pero no quiso matarlo delante de su familia. Al cabo de cierto tiempo, la víctima salió de su casa, se subió a su coche y se puso en camino. Richard lo siguió hasta un aparcamiento urbano de cuatro pisos en el Queens Boulevard, y aparcó su coche en la plaza contigua al coche de la víctima. En primer lugar, pinchó la rueda delantera izquierda del coche de la víctima; después, dejó abierta la cerradura del maletero de su Cadillac, se sentó en su coche y se puso a esperar tranquilamente a que regresara la víctima. Richard tenía una paciencia fuera de lo común en aquellas situaciones. Era capaz de pasarse horas y horas sentado, dando vueltas a muchas cosas en la cabeza pero sin dejar de prestar atención a su tarea. En esta ocasión, la víctima volvió al poco rato, con unos paquetes. Cuando vio la rueda pinchada, torció el gesto y abrió el maletero de su coche. Era el momento ideal. Richard reaccionó rápidamente, salió de su coche en silencio.

– ¿Tiene un pinchazo? -preguntó Richard a la víctima, deteniéndose y haciendo ver que aquello le importaba, como si fuera un buen samaritano dispuesto a ayudar.

– Sí -dijo la víctima; y cuando quiso darse cuenta, Richard ya le había apoyado una pistola en la cabeza y le había obligado a meterse en el maletero del Cadillac, tumbado sobre el vientre. Acto seguido, lo esposó, lo amordazó con cinta adhesiva y le advirtió que estuviera callado. Cerró el maletero, puso el coche en marcha y salió del aparcamiento. Llevaba una pistola bajo el asiento y otra en el bolsillo. Si un policía le hacía parar, lo mataría… así de sencillo.

Richard tomó el camino de los pozos de mina sin fondo de Pensilvania, escuchando música country. Cuando llegó allí, a una zona desierta que él conocía bien, sacó al hombre del coche, lo obligó a caminar hasta un pozo de mina, le pegó un tiro en la cabeza y lo dejó caer por la honda sima, que pareció tragarse al desventurado. Richard lo había tirado con toda tranquilidad, como quien tira una bolsa de basura. Se volvió a su coche y regresó a su casa, con su mujer y sus hijos… como cualquier hombre que volvía a su casa después de un día de trabajo.

La gente del crimen organizado no tardó mucho tiempo en enterarse de que Richard estaba disponible para hacer trabajos, de que funcionaba bien y era de fiar. El hecho de que no era italiano y, por lo tanto, no podía ingresar en la Mafia como «hombre hecho», era un punto más a su favor que le permitía trabajar para cualquiera de las siete familias del crimen organizado de la Costa Este: los Ponti y los de Cavalcante de Nueva Jersey y los Gambino, Lucchese, Colombo, Genovese y Bonanno de Nueva York, sin conflictos, sin problemas y sin tener que dar explicaciones a nadie. No tenía que pedir permiso a nadie para llevar a cabo un contrato. Trabajaba por libre, y no tardó en recibir contratos de los «capitanes» afiliados a diversas familias.

Richard llevaba a cabo cada golpe con gran cuidado, con paciencia y astucia, sin prisas. No decía a nadie lo que hacía, ni cuándo, ni dónde ni cómo; aquello era asunto suyo, y no hablaba de sus asuntos. No andaba con gente de la Mafia, y siempre se volvía a su casa, con su famlia.

Barbara no tenía idea de dónde iba Richard cuando salía de casa. Había aprendido a no hacer preguntas a su marido, con su humor tan variable. Barbara había aprendido a vivir con Richard, a aceptarlo como era, a sobrellevar estoicamente sus cambios de humor, su mal genio, hasta sus malos tratos. En realidad, no le quedaba otra opción. Aceptaba los malos tratos, con tal de que no pegara a sus hijos. A Barbara ya le saltaba a la vista que Richard estaba resentido contra Dwayne; no era tan afectuoso con él, ni mucho menos, como lo había sido con Merrick y Chris cuando eran pequeñas, y esto preocupaba mucho a Barbara. Sabía que Richard era muy capaz de hacer daño a Dwayne en uno de sus ataques de rabia… partirle el cuello accidentalmente.

Para Richard, el asesinato de encargo se convirtió en una especie de juego del gato y el ratón a vida y muerte, en una partida de ajedrez mortal que él estaba decidido a ganar. Sabía que si lo atrapaban y lo descubrían perdería a su familia, la única cosa del mundo que le importaba. Pero Richard seguía aceptando encargos y cumpliéndolos. Estba dispuesto a ir a hablar con quien fuera, como cuenta él. Pensaba que si trabajaba con cuidado y con meticulosidad y no bebía podría ganar lo suficiente para retirarse, para comprarse una casa suntuosa en alguna parte, en la playa, y vivir bien, ofrecer a su familia todo lo que necesitara. No les faltaría de nada.

Naturalmente, las cosas no salieron así.

Por medio de su nuevo amigo, socio y cómplice Roy DeMeo, Richard conseguía todo tipo de armas de fuego cortas, escopetas y rifles Magnum semiautomáticos del 22, que Richard recortaba (tanto el cañón como la culata) para producir un arma perfecta para matar seres humanos a corta distancia. Roy tenía existencias inagotables de armamentos, que procedían de los robos regulares en el aeropuerto Kennedy, situado a solo diez minutos del Gemini Lounge.

DeMeo tenía El Matadero lleno de armas. Solía tomarlas en las manos, manosearlas y acariciarlas como si fueran los pechos de una mujer, como si fueran ositos de peluche cálidos y tiernos, y no instrumentos para matar violentamente. En mános de DeMeo, un arma de fuego era un medio para conseguir un fin: muertos.

Un día que Richard fue al Gemini Lounge para dejar un dinero de Roy, su parte de los beneficios con la pornografía, este lo recibió con grandes sonrisas, abrazos y muestras de alegría por verlo. Estaba reunido el grupo habitual de asesinos en serie: Anthony y Joey, Chris y Freddie DiNome, y el primo de Roy, Drácula. Sentados alrededor de la gran mesa redonda, comían bistecs con patatas y bebían vino tinto hecho en casa. En un rincón, a la izquierda, había unas pesas y una bolsa pesada.

A Richard no le caía bien ninguno de aquellos tipos, pero se sentó con ellos como uno más, a comer entre bromas y risas. Roy comía sin modales, hablaba con la boca llena, era un verdadero gavone (un grosero).

Al final de la comida, a Roy le cambió de pronto el humor (lo tenía más variable todavía que el propio Richard) y tomó una metralleta Uzi que llevaba montado un silenciador largo de aspecto temible. Era un arma capaz de disparar quince balas del calibre nueve parabellum en un segundo

– Una buena pieza, joder -dijo, apuntando de pronto con el arma a Richard y montándola con un ruido metálico espeluznante: clic-clic.

Todos los que estaban sentados a la mesa retrocedieron repentinamente, como obedeciendo a una señal. Ya nadie sonreía ni reía ni estaba alegre. Richard sabía que podía encontrarse en un abrir y cerrar de ojos con el pecho lleno de grandes orificios de bala. Miró a Roy con curiosidad.

– ¿Por qué me amenazas de este modo, Roy? ¿Qué coño pasa? -le dijo.

– Me han contado que andas diciendo porquerías de mí le dijo Roy.

– Eso es mentira. Si tengo que decir algo de ti, te lo digo a la cara. Que me pongan delante al cabrón que ha dicho eso: quiero oírselo decir yo mismo. ¡Es mentira! -dijo Richard, acalorándose. Roy lo miró fijamente con sus ojos negros de tiburón blanco, sin dejar de apuntarle al pecho con la Uzi. Richard parecía duro y desafiante exteriorménte, pero estaba muy tenso por dentro. Sabía bien que Roy era un asesino psicótico; que la Uzi podía destrozarlo, literalmente, en cuestión de segundos. Veía que Roy tenía el dedo en el gatillo. El silencio en la sala (en El Matadero) se hizo denso y pesado. A Richard le vinieron a la cabeza imágenes vividas del cadáver que había visto puesto a desangrar sobre la bañera.

– Sí, serías capaz -dijo Roy por fin, bajando la Uzi-. Tienes huevos, grandullón. Sé que tienes huevos -añadió, y se rió con esa risa suya desagradable de hiena; y todos volvieron a acercarse a la mesa. El momento había pasado tan aprisa como había llegado. Roy dejó la Uzi como si no hubiera pasado nada. Al poco rato, Roy y Richard salieron juntos. Roy se disculpó, a su manera. Richard le aseguró su amistad. Los dos se dieron un abrazo. Al rato, Richard salió de vuelta a Nueva Jersey. Por el camino iba maldiciendo a DeMeo entre dientes. DeMeo le había amenazado dos veces con un arma de fuego; lo había querido intimidar… lo había puesto en evidencia. Richard pasó todo el camino de vuelta a Dumond jurando que mataría a aquel desgraciado.

Cuando Richard llegó a su casa, Barbara advirtió inmediatamente que estaba de mal humor, y tanto ella como las chicas procuraron quitarse de en medio. Barbara se encargó de que Dwayne no saliera de su cuarto. Richard encendió el televisor y vio una película del Oeste (sus favoritas) mientras bufaba de rabia pensando en Roy DeMeo. Sí: mataría a Roy. Pero esperaría, tendría paciencia; lo haría cuando llegara el momento oportuno. Hasta entonces, se aprovecharía de él.

Tal como había temido Richard, Barbara se ocupaba constantemente del hijo de ambos. No se cansaba de prestarle atención, y Richard, en efecto, daba muestras externas de su resentimiento contra el pequeño Dwayne. Jamás había sentido aquello con sus hijas, pero sí que lo sentía con Dwayne. Barbara intentó quitar importancia a los celos de Richard, pero por dentro temía que Richard llegara a hacer daño a Dwayne; temía que Richard estallara por cualquier tontería y que descargara su ira sobre el pequeño Dwayne.

– Si haces daño a mi hijo, date por muerto -dijo a Richard en muchas ocasiones.

Según dice Barbara ahora, si ella hubiera sabido con quién estaba hablando, habría hecho las maletas y habría puesto pies en polvorosa con sus hijos. Pero ella sabía que, se escondiera donde se escondiera, él la encontraría, jamás la dejaría marchar. Se inquietó tanto por Dwayne, que empezó a dejarlo en casa de su madre durante los fines de semana, para que «no corriera peligro», como decía ella.

El distribuidor de pornografía Paul Rothenberg, socio de Tony Argrila, estaba dando problemas. Rothenberg era un tipo descarado, insolente, pendenciero y cortante; era un hombre rechoncho con una nariz como una patata. Lo habían detenido en muchas ocasiones por hacer y distribuir pornografía. Esto no era ilegal de por sí, pero Rothenberg forzaba los límites y vendía películas de zoofilia, películas en las que intervenían menores, películas de sadismo fuerte en las que corría la sangre, películas de «lluvias doradas», y lo detenían por distribuir este tipo de productos.

– Yo no las podría vender si la gente no quisiera verlas -solía decir; y seguía vendiendo estas producciones de hardeore extremo, perversas, que generaban grandes beneficios. Cuanto más perversas y aberrantes eran, más vendían; de hecho, se vendían como rosquillas en las tiendas a lo largo y ancho de los Estados Unidos.

Richard sentía resquemor hacia Rothenberg: lo culpaba de sus primeros problemas DeMeo, y esperaba el momento de vengarse. Richard creía en la venganza, con firmeza, con obsesión. Era incapaz de poner la otra mejilla. Esta idea no tenía nada que ver con él. Si alguien lo trataba mal, él no se sentía íntegro hasta haber hecho daño a esa persona.

El Departamento de Policía de Nueva York hizo una redada en el laboratorio cinematográfico y confiscó camiones enteros de pornografía, que el ahogado de Rothenberg valoró en un cuarto de millón de dólares. El Departamento de Policía sabía bien que el crimen organizado se había apoderado del negocio de la pornografía, y tanto la Policía como el fiscal del distrito, Robert Morgenthau, estaban decididos a desmontar aquel negocio insidioso. Estaban seguros de que la familia Gambino estaba muy metida en el negocio (era cosa que sabía todo el Mundo en la calle), pero necesitaban pruebas, pruebas tangibles que pudieran presentar ante un tribunal. Era tarea difícil, pues sería preciso que alguien se atreviera a declarar en calidad de testigo.

La Policía confiscó también los libros de contabilidad de Argrila y de Rothenberg, y encontraron cheques a nombre de Roy DeMeo, que los habría cobrado por medio del banco Credit Union de Brooklyn: se trataba de la primera vinculación directa con la familia Gambino.

La Policía sospechaba que Roy tenía relaciones con el crimen organizado, pero no tenían pruebas. Los detectives empezaron a seguir a DeMeo por todas partes, aunque él solía conseguir darles esquinazo, << era astuto como un zorro el primer día de la temporada de caza», según contó hace poco un detective del Departamento de Policía de Nueva York.

Evidentemente, Roy sabía que si Argrila y Rothenberg colaboraban con la Policía, él tendría problemas; y no solo él, sino también Nino Gaggi: Gaggi había estado presente el día en que Roy había impuesto su voluntad a Rothenberg. Roy sabía que tenía que proteger a Gaggi a todo trance: si a Gaggi lo detenían por aquel asunto, Roy se encontraría hundido en la mierda, era muy fácil que tuvieran que matarlo. Nino Gaggi había asesinado a gente por mucho menos.

DeMeo no creía que Tony Argrila hablara, pero no se fiaba de Rothenberg. Se puso en contacto con Rothenberg y lo invitó a una buena cena en un restaurante italiano en Flatbush, para sondearlo, y la impresión que se llevó no le gustó. Roy, como mucha gente que había salido de la calle y se había criado en ella, tenía muy desarrollado el sentido del peligro, y percibía que Paul Rothenberg no era de fiar, que estaba resentido por el dinero que Roy le había estado sacando; que le parecía que sus problemas con la justicia se estaban agravando de manera desproporcionada por sus tratos con Roy DeMeo. Roy, como amigo dispuesto a echar una mano, dio a Rothenberg unos cuantos miles de dólaes al contado para ayudarle a pagar a sus abogados y le dijo que, si le hacía falta más dinero, podría contar con él. Para Rothenberg, no se trataba de una cuestión de dinero. Siempre había guardado a Roy el resentimiento por la paliza que le había dado y no sentía la menor amistad ni vinculación hacia DeMeo.

– Es un puto desgraciado, y yo no voy a correr ningún riesgo por él -dijo a una de las chicas que trabajaban en el laboratorio. Cuando le preguntaron si sentía que corría peligro, dijo: «Sé demasiado como para que alguien me haga daño».

Fue un grave error de juicio por su parte. Estas palabras no tardaron mucho en llegar a oídos de DeMeo.

La fiscalía del distrito de Rothenberg pidió al abogado de este que convenciera a su cliente para que contara cómo lo estaba extorsionando la Mafia. A la fiscalía del distrito le importaba un pito la pornografía que hacían y distribuían Rothenberg y Argrila; lo que les interesaba era la Mafia; allí era de donde salían los titulares de prensa, y a todos los fiscales de todas partes les gustan los titulares. Un claro ejemplo de ello sería el de Rudolph Giuliani, que fue fiscal general. Los periodistas que cubrían su guerra al crimen organizado, de la que se hizo tanta publicidad, solían comentar que «jamás veía una cámara que no le gustara».

Se celebraron varias reuniones entre el abogado de Rothenberg, Herb Kassner y fiscales adjuntos. DeMeo, que tenía muchos contactos en el Departamento de Policía de Nueva York (policías corruptos que le vendían información) no tardó en enterarse de lo que se estaba cociendo. Convocó inmediatamente a Richard a una reunión en Brooklyn.

Cuando llegó Richard, estaba allí Nino Gaggi en persona. Llevaba una camisa amarilla de mangas cortas y gafas grandes de aviador. Se hicieron las presentaciones. Lo que quería Roy, el asesinato de Rothenberg, no podía confiárselo a sus hombres. Rothenberg los conocía a todos, y Roy quería poner aquel encargo en manos de un profesional. Sus hombres eran muy hábiles a la hora de matar y descuartizar en la trastienda del Gemini, pero Roy sabía que no podía confiarles un encargo que requería delicadeza, una planificación cuidadosa… discreción.

Roy fue directamente al grano, como de costumbre.

– Este puto judío de Rothenberg está dando problemas -dijo-. ¿Te has enterado de lo que dijo, que sabía demasiado como para que pudiésemos hacerle daño? -preguntó con incredulidad.

– Me había enterado -dijo Richard.

– Nuestro amigo aquí presente está preocupado. Si podemos ganar algo, es gracias a él; si no nos molesta nadie, es gracias a él.

Richard asintió con la cabeza respetuosamente. lo había entendido.

Gaggi tomó la palabra por primera vez.

– Cometí el error de dejar que me viera aquel kike <strong>[5]</strong>. Sabe quién soy. Es un problema. Ese mamón es capaz de meterme a la sombra.

Nino Gaggi tenía un miedo atroz a ir a la cárcel. El se consideraba a sí mismo un hombre de negocios, en cuyo negocio había que robar y matar, pero la cárcel no entraba nunca en sus cálculos. La mayoría de los mafiosos saben y no olvidan nunca que la cárcel forma parte inseparable de su terreno de actividad; pero Nino Gaggi no. Él estaba por encima de aquello. La cárcel no era para él.

– Yo me haré cargo de este problema -se ofreció Richard. Ya sabía para qué lo habían llamado a Brooklyn, y se daba cuenta de que era una buena oportunidad para entablar buenas relaciones con Gaggi y los Gambino-. Tendré mucho gusto en ir a verlo -añadió Richard.

– Bien -dijo Roy; e informó a Richard de dónde vivía Paul Rothenberg, el coche que llevaba, hasta el número de la matrícula. No hacía falta decir nada más. Ahora, ya todo era cuestión de tiempo.

Cuando Richard salía a hacer «un trabajo» solía llevarse su furgoneta de vidrios oscurecidos. Se llevaba una provisión de gaseosa y un recipiente de plástico que le servía de orinal.

Para ser un asesino a sueldo eficaz lo fundamental era la planificación y la paciencia, ser capaz de sentarse a vigilar y a esperar el momento oportuno para dar el golpe. Aquella era la parte del trabajo que a Richard más le gustaba, la que dominaba a la perfección: la planificación y el acecho.

El domingo 29 de julio hacía un día caluroso y húmedo. Richard aparcó discretamente su furgoneta a una manzana de la casa de Rothenberg y se sentó allí a esperar. Roy había dicho a Richard que Rothenberg estaba casado y que solía llevar a su mujer de compras. Además, Rothenberg tenía una amante negra. Richard la había visto varias veces. Aquel día, Richard llevaba una 38 con silenciador. Con calma y paciencia se puso a esperar a Rothenberg allí sentado, aguantando el calor de julio, oyendo música country.

Cuando Rolhenberg salió por Fin de la casa, sacó un trapo del maletero y se puso a limpiar los cristales del coche. Roy había pedido a Richard que le llamara cuando viera a Rothenberg, y Richard así lo hizo desde una cabina de teléfonos que había en la esquina. Marcó el número por el «busca». Roy le devolvió la llamada inmediatamente.

– ¿Qué hay? -le preguntó Roy.

– Lo estoy viendo ahora mismo. Está delante de su casa, limpiando los cristales de su coche -dijo Richard-. Parece que va a alguna parte.

– Llámame y dime dónde ha ido. Quiero ver yo mismo cómo acaba esto, si es posible.

– Roy, eso lo complicaría todo…

– Tú llámame, Rich -insistió Roy, siempre en su papel de jefe, de mandamás.

Richard colgó el teléfono. No le gustaba la idea de que Roy supiera cuándo se iba a producir el golpe; pero haría lo que le había dicho Roy.

La mujer de Rothenberg salió de la casa al poco rato. Los dos subieron al coche y se pusieron en marcha seguidos por Richard. Richard no conocía bien la zona, pero consiguió seguir a Rothenberg hasta que llegaron a un centro comercial. Como era fin de semana, había mucha gente de compras. Rothenberg aparcó, y su mujer salió del coche y entró en una tienda. Rothenberg se puso a leer la sección de deportes del Daily News. Richard llamó a Roy y le dijo dónde estaba, que pensaba acabar con él allí mismo. Gracias al silenciador, podría hacer el trabajo si se presentaba el momento adecuado.

– Voy para allá -dijo Roy-. ¡Espérame! -añadió.

– ¿Estás loco? -replicó Richard; pero Roy colgó. Enfadado, Richard se volvió a su furgoneta. Se quedó allí sentado, sacudiendo la cabeza con desagrado, mientras veía a Rothenberg leer el periódico. Sabía que cuando volviera a salir de la tienda la mujer de Rothenberg, habría pasado el momento. Él no pensaba matarlo delante de su mujer. Rothenberg estaba aparcado hacia el extremo izquierdo del gran aparcamiento, cerca de un callejón entre dos edificios de bloques de cemento donde se descargaban mercancías de los camiones.

En efecto, Richard vio que el Lincoln blanco de DeMeo entraba en el aparcamiento a toda velocidad, con chirrido de neumáticas. Richard levantó los ojos al cielo en gesto de consternación. En el coche venían tres tipos, Freddie, Drácula y Chris. Richard vio que Freddie se fijaba en su furgoneta y la señalaba con el dedo. Se dirigieron hacia donde estaba Richard. Roy se bajó del coche y se acercó a la furgoneta.

– ¿Dónde está? -preguntó Roy.

– Allí; pero, no entiendo… ¿a qué viene todo esto? ¿Para qué te has traído a tu ejército?

Antes de que Roy hubiera tenido tiempo de responder, Richard vio que Rothenberg se bajaba de su coche y se dirigía al callejón, moviéndose aprisa, mirando atrás, con cara de susto.

– Os ha visto -dijo Richard, fastidiado. Se metió el 38 en los pantalones, se bajó de la furgoneta y siguió a Rothenberg, que echó a correr por el callejón. Cuando Richard llegó al callejón, sacó la 38, apuntó con cuidado, disparó dos veces y abatió a Rothenberg. Ocultó la pistola y se volvió hacia la furgoneta.

Roy se acercó a él.

– Un tiro estupendo, Rich -dijo, sonriendo.

– Ya -dijo Richard, subiendo a su furgoneta, conteniendo la ira.

– ¿Estás enfadado, Rich?

– Venga, Roy; acabo de cargarme a un tipo, quiero largarme de aquí echando leches -dijo Richard; y se puso en marcha.

Richard se perdió, pero pudo llegar al rato a la carretera Belt Parkway y se dirigió a su casa, pensando que Roy DeMeo estaba majareta, que había visto demasiadas películas de gánsteres. Y tampoco le gustaba que otros tres tipos hubieran visto el golpe: era una cosa más que tenía en contra de Roy DeMeo. La lista se alargaba.

Cuando Richard volvía para reunirse con su familia, un hombre que llevaba un Mustang rojo le cortó el paso. Richard se puso junto al Mustang rojo y empezó a insultar al tipo, le amenazó con el puño. El conductor del Mustang hizo a Richard la seña de levantar el dedo medio. Richard, irritado, lo siguió hasta que salió de la carretera y lo alcanzó en un semáforo. Estaban los dos solos. El tipo saltó de su coche. Richard lo mató de un tiro, cambió de sentido y lo dejó ahí tirado, junto a su coche, un nuevo asesinato sin resolver cuyo autor era Richard. Sin testigos y sin motivos apreciables, la Policía no podía hacer nada. Al poco rato, Richard tiró la 38 en un arroyo, pero conservó el silenciador. Había utilizado aquella pistola para matar a dos personas en un plazo de cuarenta minutos.

Richard llegó a su casa, se comió un emparedado de pavo con pan de centeno, se sentó en el cuarto de estar y se puso a ver la televisión con Barbara. Los niños estaban dormidos.

Unos detectives muy serios y enfadados fueron inmediatamente a buscar a Roy DeMeo y lo interrogaron sobre el asesinato de Paul Rothenberg. Él no quiso decirles nada más que su nombre y su dirección. Anthony Argrila, para suerte suya, estaba de excursión en barca cuando Richard había asesinado a su socio. Juró que no sabía nada de Roy DeMeo, nada de nada, dijo que su socio tenía «muchos tratos con gente de la que yo no sé nada».

– La verdad -dijo a los detectives incrédulos- es que tenía tratos con gente que yo ni conocía. La verdad es que creo… no creo, estoy seguro de que me estaba robando, ¿saben? -dijo.

Pero la Policía vigiló a Tony Argrila, y lo vieron reunirse varias veces con DeMeo, con lo que demostraron que mentía como un bellaco; pero tampoco podían hacer gran cosa al respecto de momento.

Roy DeMeo deseaba, más que nada en el mundo, ingresar en la Mafia como «hombre hecho», y tenía la esperanza de que aquel asesinato le sirviera para ello. Con una gran sonrisa en su cara regordeta, de ojos oscuros, Roy fue a visitar a Nino Gaggi en casa de este, en la avenida Cropsy, en Bensonhurst, y contó orgullosamente a su jefe (que esperaba que fuese su patrocinador, que lo hiciera ingresar en la familia Gambino) que Rothenberg había muerto y que él lo había visto caer. Gaggi quiso conocer todos los detalles, y Roy se los refirió con mucho gusto.

– ¡Buen trabajo, muy buen trabajo! -dijo Nino a Roy, orgulloso de él y de cómo se había quitado de encima aquel problema que podía haber sido grave. Abrazó y besó a Roy, según la costumbre. Poco se figuraba Nino Gaggi que Roy DeMeo no tardaría en hacer que el mundo se le viniera encima de la cabeza calva.

Richard no pidió ni recibió pago alguno por este golpe. Era un favor. Pero Roy le dijo más tarde: «Tú y yo estamos en paz», perdonando a Richard cincuenta mil dólares que le debía por entregas de pornografía. Parecía que todo estaba arreglado, limpio y en orden.

31

Lady y Puilly-Fuissé

Barbara Kuklinski esperaba los fines de semana con ilusión y, al mismo tiempo, los temía. Aunque nunca sabía cuándo estaría en casa Richard (solía salir de casa sin previo aviso, por menos de nada, a cualquier hora del día o de la noche), ella procuraba hacer planes contando con él. A Barbara le gustaba vestirse e ir a restaurantes buenos; le gustaba la buena comida, la buena compañía, la buena conversación. A diferencia de su madre, Genevieve, Barbara era una persona abierta y sociable y le gustaba salir con amigos y con otros matrimonios los viernes y los sábados por la noche. En esto era igual que su padre.

Cuando salían, Richard pedía siempre lo mejor de lo mejor, costara lo que costara. Por lo que a él respectaba, el dinero servía para gastarlo, y lo gastaba como si tuviera en el jardín de su casa un árbol que diera billetes de cien dólares nuevecitos cada vez que se regaba. Chateaubriand, langosta, botellas de vino de trescientos dólares: eso era lo habitual. También a Richard le gustaba ponerse trajes hechos a la medida, corbatas de seda, zapatos italianos caros. Barbara le elegía casi toda la ropa. Él confiaba en su buen gusto; tenía confianza en su elegancia y en su buen hacer social. Si salían con otro matrimonio, como solía suceder, Richard se hacía cargo de la cuenta. No consentía que pagara nadie más. Barbara intentaba explicarle que no era indispensable que pagara él todas las cuentas, que bien podían pagar a medias o dejar que pagaran los otros. Pero él no lo veía así, y hacía oídos sordos.

Barbara no sabía de dónde salía todo ese dinero. Se figuraba que Richard había salido adelante por fin en los negocios, y no le hacía preguntas. Si le hubiera preguntado algo, la respuesta habría sido una mirada inexpresiva, una cara de piedra, como si él no la hubiera oído.

Barbara aprendió a aceptar como una cosa más los labios cerrados de su marido… y su generosidad. Cuando Barbara y Richard salían de noche por el centro, él solía estar callado, no hablaba mucho. Se quedaba allí sentado escuchándolo todo. Pero Barbara hablaba por los dos, cosa que a él le parecía bien. Hasta respondía las preguntas que le hacían a él. Richard ya no bebía más que un poco de vino. Sabía que los licores fuertes lo volvían violento, y tenía el buen sentido de evitarlos. Ya era lo bastante maligno de por sí.

Richard no solo era generoso, sino que podría ser increíblemente atento, un romántico incorregible. Por ejemplo, había dado a Barbara el nombre de Lady, y solía llamarla así, y encargaba que estuvieran tocando la canción de Kenny Rogers Lady cuando entraban en sus restaurantes favoritos: el Palosadium, el Archer's, el Over Rose's Dead Body, el Le Chateau y el Danny's Steakhouse, y encargaba también que ya estuvieran preparados los vinos favoritos de Barbara, Montrachet y Pouilly-Fuissé, enfriándose en cubos de hielo elegantes junto a su mesa. Hasta encargaba que adornaran la mesa con rosas rojas de tallo largo.

Todo era poco para Lady.

Barbara amaba a su manera, en silencio, a este Richard, al Richard bueno. Pero había llegado a odiar al otro Richard, y los malos sentimientos que albergaba hacia este pesaban con frecuencia mucho más que los buenos. Los sentimientos de Barbara oscilaban como un péndulo: amor, odio; amor, odio.

Cuando se vestían y salían, Richard solía ser amable, se portaba como un caballero. Pero tenía unos celos obsesivos. Si un camarero o cualquier otro hombre prestaba demasiada atención a Barbara o la miraba mucho, a Richard se le congelaba la cara y no tenía el menor reparo en volverse grosero, agresivo, violento incluso. Veía a Barbara, más que nunca, como una posesión personal, como un juguete favorito, y prestarle demasiada atención era peligroso.

Un sábado por la noche fueron al cine a Dumont. Cuando salían, Richard se apartó bruscamente de Barbara, se acercó a un tipo en el que esta no se había fijado siquiera y le preguntó bruscamente por qué miraba así a Barbara. El hombre dijo a Richard que estaba loco; que no la estaba mirando; que lo dejara en paz. Richard dio un puñetazo al hombre y lo dejó sin sentido.

– ¿Por qué, Richard? -le preguntó Barbara cuando salieron a la calle.

– Vi que te estaba mirando de manera irrespetuosa.

– ¿A mí?

– Sí.

– Yo ni lo había visto. -Era una cosa entre él y yo -dijo él.

Barbara aborrecía ir en el coche con Richard, pues este solía discutir con los demás conductores, y las discusiones, inevitablemente, le hacían perder los estribos, bajarse del coche, insultar a la gente, romper parabrisas con sus puños inmensos. Barbara sabía que cuando Richard estaba así, ella no podía hacer nada para hacerle entrar en razón. Ni ella, ni nadie. Ni siquiera un policía con una pistola en la mano. Era mejor quedarse callada, porque la furia de Richard podía volverse de pronto contra ella. Richard era una bomba de relojería andante. Cuando estaba furioso, casi se podía oír el tictac. Podía estallar en cualquier momento. Esta era la realidad. Esto era con lo que tenía que convivir ella. Hasta cuando iba en el coche con sus hijas, se enzarzaba en esas discusiones tontas, sin sentido, violentas, con otros conductores y conductoras. Una vez hasta lo detuvieron por romper el parabrisas del coche de una mujer mientras iban con él sus hijas. Pero la mujer no quiso presentar denuncia. Tenía un miedo mortal a Richard, y con razón. Verlo en uno de sus arrebatos de rabia era una experiencia temible. Nadie que lo veía lo olvidaba fácilmente. Dwayne era todavía demasiado pequeño para comprender del todo lo loco que podía volverse su padre; pero tanto Merrick como Chris conocían su carácter variable y violento, y ambas le tenían terror, estaban asustadas hasta lo más hondo de sus pequeños seres. Merrick solía temblar cuando Richard perdía los estribos. Pero Richard no puso jamás la mano encima a ninguna de las niñas. Aún hoy, después de tantos años, tanto Merrick como Chris palidecen y tiemblan con solo oír la voz de su padre.

Pero cuando Merrick tenía que ingresar en el hospital, cosa frecuente, Richard era atento y cariñoso a más no poder. ¡Cómo quería Merrick a ese papá, y cuánto temía al otro papá! En esos ratos tranquilos en el hospital, cuando Richard y Merrick estaban solos a última hora de la noche o de madrugada, Richard empezó a contar a su primogénita la historia de su infancia. Cómo su madre, su hermano Florian y él habían tenido que sufrir la brutalidad de Stanley; lo pobres que eran; cómo les faltaba siempre de todo; cómo robaba él para comer.

Nunca habló así a Chris; ni siquiera a Barbara: solo a Merrick. Ella lo miraba con sus ojos enormes de cervatilla, de color de miel, y lo escuchaba en silencio, comprendiendo más que lo propio de sus años. No es que Richard intentara explicar ni excusar de ninguna manera sus arrebatos de mal genio y su violencia contra Barbara. Solo pretendía que ella conociera la verdad. Que supiera cómo habían sido las cosas. Pero después de escuchar esas cosas, Merrick quería a su padre más todavía.

Había veces, en casa, en que Richard tenía uno de sus arrebatos y rompía cosas y, después, se encerraba en su despacho. Merrick iba a hablarle, le pedía que se tranquilizara, «relájate, por favor, papá». En esos episodios, Richard le explicaba como cosa normal: «Ya sabes que si… si mato a mamá, si pasa algo y se muere, tendré que mataros a todos. No puedo dejar testigos».

– Sí, papá. Ya lo sé, papá -decía ella.

Con todo lo extraño y terrible que era decir una cosa así a una niña, Richard intentaba hacer saber a Merrick por adelantado, por consideración hacia ella, lo que podía suceder. Quería que entendiera que si hacía una cosa así sería… por amor. Solo por amor.

Quería demasiado a Barbara.

Quería demasiado a sus hijos.

Aquel era el problema. La única manera en que podría superar su pérdida si mataba a Barbara sin querer, era matarlos. En esencia, aquel era el modo en el que Richard había resuelto todos sus problemas desde niño. Matando, problema resuelto. Richard tenía gran capacidad para confinar su dolor y su agitación emocional. Era como dos personas distintas que no se conocieran la una a la otra, como dos desconocidos en un mismo cuerpo.

– Pero a ti, Merrick… A ti será a la que más me costará matar, ¿lo entiendes?

– Sí, papá -decía ella, y lo entendía y lo aceptaba de buena gana. Sabía que era su favorita, y aquello valía mucho para ella.

Aquel mes de agosto, Richard y Barbara, junto con el primo de ella, Carl, y su esposa, Nancy, alquilaron una bonita casa en la playa, en el cabo Cod, durante dos semanas. Barbara seguía estando muy unida a Carl. Richard había llegado a aceptar a Carl, e incluso a apreciarlo, aunque, como era hombre, no toleraba que Barbara lo saludara con un beso, ni siquiera que lo abrazara. Solo podía darle un apretón de manos. Carl y Nancy tenían dos hijos, y a los chicos de ambos les encantaba jugar en la playa, hacer castillos de arena y divertirse en el agua. A Richard le gustaba jugar con los niños. Les ayudaba a hacer sus castillos y sus presas, les cavaba hoyos hondos, se dejaba enterrar en la arena, todo ello a pesar de que tenía la piel muy blanca y siempre acababa con quemaduras. Barbara le advertía que tuviera cuidado con el sol, como si fuera un niño, recordándole lo sensible que era; pero Richard disfrutaba tanto jugando con los niños que acababa siempre quemado, rojo como una langosta hervida.

Hacían barbacoas y asados en la playa, todos contentos, sonrientes y pasándolo bien. Al ver a Richard allí en la playa con los niños se le habría tomado por el mejor padre del mundo. Un padre de familia maravilloso y entregado, incapaz de matar a una mosca.

Aquel verano, la familia bajó también a Florida para visitar al padre de Barbara. El pequeño Dwayne no podía volar, porque la presión del avión le producía problemas de oído, y por eso la familia fue en coche. Se levantaron temprano, los chicos se subieron al coche emocionados por el viaje, por la visita a Disney World, por ver a su abuelo, y pusieron rumbo al sur por la autopista de peaje de Nueva Jersey. En todo este viaje a Florida, Richard no se enfadó ni una sola vez con otro conductor. Pararon a comer en un restaurante y siguieron adelante. Barbara y los niños cantaban y jugaban al póquer con las matrículas, a ver quién encontraba más números iguales en una matrícula, y a buscar nubes con formas de animales. Pasaron la noche en un hotel bueno donde los chicos jugaron en la piscina, y siguieron camino al día siguiente. Richard hasta cantaba con el resto de la familia por el camino.

Con todo lo bonito y divertido que estaba siendo el viaje, Chris y Merrick estaban recelosas y en guardia; no sabían nunca cuándo podía estallar su padre, cuándo podía decir Barbara algo que le molestara. Barbara tenía la lengua muy larga, y se servía de ella para herir a Richard si le apetecía. En cierto modo, era la manera que tenía de desquitarse de él por maltratarla.

En Florida se alojaron con el padre de Barbara. Este tenía ahora una casa junto al canal intercostero, y tenía una barca de pesca Chris-Craft de siete metros de eslora. Sacaba a los chicos de pesca con mucho gusto (Barbara no iba con ellos porque se mareaba) y pescaban con deleite pargos, jurel azul y peces globo que él mismo limpiaba y asaba por la noche. El padre de Hachara era un cocinero excelente, y siempre era un deleite comer cualquier cosa que hubiera preparado él. Según observó Chris hace poco: En aquellas excursiones de pesca mi padre no se enfadaba nunca, porque mi madre no estaba delante para alterarlo.

A veces veían tiburones en el mar, algo espectacular. Una vez, un tiburón tigre pequeño se apoderó de un pargo que estaba recogiendo Richard con el sedal. Los niños se quedaron horrorizados y fascinados. Los tiburones inspiraban a Richard ideas macabras.

A Barbara le gustaba mucho ir a buenos restaurantes de Naples, con terrazas al aire libre, cerca del mar, donde tomaban comidas exquisitas. Como a la mayoría de las mujeres casadas con tres hijos, le gustaba que le sirvieran. Los niños se comportaban maravillosamente, como tres personitas mayores, sin llamar la atención ni quejarse para nada. Richard se empeñaba siempre en encargarse de la cuenta. No consentía que Al se llevara la mano al bolsillo siquiera. Richard pagaba al contado, nunca con tarjetas de crédito. Llevaba encima un fajo de billetes de cien dólares que parecía un puñado de forraje. Por entonces ganaba su dinero de manera ilegal (no tenía ningún trabajo fijo normal) y no podía quedar ningún registro del dinero que gastaba con tanta alegría. Había un restaurante de lujo, el Phillipe's, que le gustaba más que otros a Barbara. Todos los camareros llevaban camisas blancas almidonadas, corbatas de pajarita y chalecos. Al conseguía que los niños dejaran de comportarse bien haciéndoles reír: se colgaba aros de cebolla en las orejas, les hacía cosquillas, les tiraba de los pies. Al Pedrici quería muchísimo a sus nietos y no se cansaba de su compañía.

Después de pasar unos días en casa de Al, los Kuklinski fueron en coche a Disney World y se alojaron en el hotel Contemporary, el mejor del complejo de Disney. Era caro, pero desde allí se podía tomar el monorrail que llevaba directamente a las atracciones, donde estaba lo más interesante. La familia madrugaba para poder disfrutar al máximo antes de que hiciera demasiado calor. Con todo lo que a Barbara le gustaba Florida (los largos baños de mar, ver a los niños jugar en la playa), no le gustaba aquel calor y aquella humedad. La dejaba cansada e irritable, y cuando Barbara estaba irritable, Richard y ella chocaban. A pesar de todo, aquellas vacaciones en Florida fueron muy divertidas.

Fueron de los mejores momentos de mi infancia -contaba Merrick-; pero no se sabía nunca cuándo podía estallar papá; de modo que era siempre… había siempre como una tensión al acecho.

32

El precio de la sangre

Para Richard Kuklinski, el dinero tenía importancia. Si tenías dinero, eras un triunfador; si no lo tenías, eras un fracasado, un don nadie muerto de hambre que tenía que privarse de las cosas buenas de la vida.

Después de matar a Paul Rothenberg, Richard estaba en buenas relaciones con DeMeo, pero, lo que era más importante, gozaba del favor de Nino Gaggi y, por mediación suya, de la familia Gambino. Roy invitó a Richard a cenar en un restaurante italiano llamado Villa, en Bensonhurst. Estaba en la Avenida Veintiséis, en una casa de estilo antiguo con grandes columnas en la entrada principal. En aquel restaurante servían cocina napolitana casera de primera categoría, la favorita de Nino. Allí todos sabían quién era Nino, y le servían como si fuera de la familia real italiana: ponían a su disposición inmediatamente lo mejor de lo mejor, comida, vino, servicio. Richard estaba impresionado. Habría sido difícil no estarlo. Saltaba a la vista que Nino estaba encantado de que Richard hubiera quitado de en medio a Paul Rothenberg, y había prometido que Richard «ganaría con nosotros».

DeMeo se comportaba como si él hubiera sido el creador y el artífice de Richard… como si este fuera una especie de monstruo de Frankenstein creado para matar, dispuesto a llevara cabo cualquier contrato sin hacer preguntas y sin que ninguna tarea fuera demasiado peligrosa para él.

Gracias a DeMeo, Richard pasaría a formar parte integral del brazo asesino de la familia Gambino del crimen organizado. El hecho de que Richard no fuera italiano y no se relacionara con otros mafiosos resultó muy beneficioso para él, y gracias a ello acabaría participando en las ejecuciones de los jefes de dos familias diferentes del crimen organizado, cosa de la que nadie más puede jactarse.

Después de la suntuosa cena con Gaggi y DeMeo en el Villa, Richard se volvió a Dumont con su familia. De Dumont a Bensonhurst había una diferencia como del día a la noche. En Dumont, Richard podía envolverse en un manto de respetabilidad: era un buen vecino, era el tipo que llevaba a todas partes a los amigos de sus hijas, que hacía de sacristán fiel y sufrido en la misa de los domingos. A Richard no le interesaba nada la Iglesia ni sus enseñanzas hipócritas, pero Barbara se empeñaba en que todos sus hijos asistieran a escuelas parroquiales privadas, bastante caras, y en que la familia asistiese en pleno a misa todos los domingos. En esas cuestiones, Barbara mandaba. Richard no tenía nada que decir al respecto. Asentía a todas sus exigencias e instrucciones en lo que se relacionaba con los niños: a qué escuelas iban, cómo vestían, qué amigos tenían, cómo se comportaban en la mesa.

La semana siguiente, DeMeo avisó a Richard por el «busca», y este fue a reunirse con él en la casa de comidas próxima al puente Tappan Zee.

– Hola, Rich -le saludó DeMeo; y los dos asesinos de piedra se abrazaron y se besaron efusivamente y empezaron a pasearse por el aparcamiento.

– Tengo un trabajo especial para ti. Un mamón cubano, allá en Miami, pegó y violó a la hija de catorce años de un socio nuestro. Ella no pudo reconocerlo en una rueda de reconocimiento porque el cabrón llevaba un pañuelo en la cara, pero sabemos quién es. Trabajaba de encargado de mantenimiento en el complejo residencial donde tienen ellos la casa. Se llama el Castaway, en el mismo Miami, en la avenida Collins. Richie, vete a verlo y asegúrate de que sufre, joder… ¡de que sufre de verdad! ¿Entendido?

– Será un placer -dijo Richard; y lo decía de verdad.

– Esto es de nuestro socio -dijo Roy, y dio discretamente a Richard un sobre que contenía veinte mil dólares. Los mafiosos ganan el dinero a espuertas, y veinte mil dólares era una menudencia, pero fue suficiente para que Richard saliera al día siguiente camino de Miami. En esta ocasión no se detuvo a comer ni a pasar la noche en un buen hotel. Hizo todo el viaje de un tirón. La gasolina y el aceite los pagaba al contado. Aunque tenía tarjeta de crédito, no quería usarla, porque no quería que quedase ningún rastro de aquel viaje. No había loto de la víctima, pero DeMeo le había dicho cómo era su coche y que lo aparcaba en las plazas reservadas para empleados del hotel adjunto; hasta le había dado el número de la matrícula.

Solo había unas personas a las que Richard odiaba más que a los matones, y eran los violadores. Por el camino iba pensando cómo se sentiría si una de sus hijas sufriera un ataque así… la rabia y el odio que lo invadirían. A pesar de lo frío e indiferente que podía ser Richard ante el sufrimiento, una joven violada le producía una gran compasión. Aquella ejecución la haría con gusto. Era un trabajo que no le habría importado nada hacer gratis.

Como siempre, Richard procuró cuidadosamente no superar los límites de velocidad, a pesar de que tenía prisa, impaciencia incluso, por hacer aquel trabajo. Llevaba una 38 cargada con balas de cabeza hueca y un cuchillo de caza muy afilado, de hoja curva y mango de madera dura. En el mango había cuatro muescas: a Richard le gustaba hacer muescas a sus cuchillos cuando los había utilizado para matar a alguien. No sé cómo tomé la costumbre -contaba-, pero siempre me gustó hacer muescas en mis cuchillos. Como las que hacían los pistoleros del Oeste. Con el paso de los años tenía docenas de cuchillos que había usado para matar. En algunos había de diez a quince muescas. Después, me deshacía de ellos sin más.

Richard pensaba hacer este encargo concreto con un cuchillo. Según dice, le gustaba mucho matar con cuchillo porque era muy personal; había que estar muy cerca de la víctima. Le gustaba ver cómo se apagaba la vida en los ojos de los que mataba. Sobre todo si se trataba de un violador. Aquello sería… divertido.

El Castaway era un gran complejo residencial de tres pisos en la avenida Collins, cerca de la calle 170, que daba a la avenida por un lado y al mar por el otro. Richard tomó una habitación en el hotel próximo, almorzó bien y llevó su coche al aparcamiento, buscando el coche de la víctima. No estaba. Richard se enteró al poco rato de que había dos turnos de trabajo, de las ocho de la mañana a las cuatro de la tarde, y desde esta hora hasta medianoche. Estaban en pleno invierno de 1974 y el aparcamiento estaba lleno. Sabía que tendría que tener cuidado para que no lo vieran llevarse a la víctima.

Se marchó, volvió a las tres y media y se puso a esperar. No tuvo que esperar mucho tiempo, pues la víctima no tardó en llegar con su coche al aparcamiento, tan tranquilo, cantando solo. Llevaba un Chevrolet rojo destartalado. El número de matrícula coincidía. Richard sonrió al ver al tipo, un latino alto y flaco, con cabellera negra espesa y grasienta, peinada hacia atrás. Richard vio rápidamente cómo debía hacerse el trabajo, y se marcho al poco rato.

Ya solo era cuestión de tiempo.

Richard volvió aquella noche, a las once y media, al aparcamiento del Castaway. En la acera de enfrente había un bar para jóvenes llamado Nebas, y había multitud de chicos rondando por allí. Richard aparcó su furgoneta lo más cerca que pudo del coche de la víctima. Se bajó, se acercó al Chevrolet rojo, le pinchó una rueda y se volvió tranquilamente a la furgoneta. Era un método seguro y bien probado, que Richard utilizaría muchas veces. Ya sabía dónde llevaría a la víctima cuando la tuviera en su poder, a un bosquecillo de palmeras aislado, junto al mar, a cosa de media hora del hotel, hacia el norte.

La víctima apareció hacia la medianoche, caminando hacia su coche con garbo. Vio la rueda pinchada, soltó una maldición en voz alta y abrió el maletero. Cuando se agachaba para sacar la rueda de repuesto, Richard se le plantó detrás sigilosamente y le apoyó la 38 en la baja espalda.

– Amigo, necesito que vengas conmigo -dijo con voz distante y neutra, como si saliera de una máquina, de una grabación telefónica. Richard enseñó al otro la pistola, lo asió del brazo flaco y lo condujo a la furgoneta, lo echó dentro, lo esposó, le metió un calcetín en la boca y lo amordazó con cinta adhesiva industrial gris. Richard se puso tranquilamente al volante y salió del aparcamiento. Todo se había hecho en menos de dos minutos. Mientras Richard se dirigía hacia el norte por la avenida Collins, dijo a la víctima:

– Amigo -dijo-, quiero que sepas que me envían amigos de la chica a la que pegaste y violaste.

Al oír esto, el hombre empezó a gemir y a agitarse como un pez fuera del agua.

– Si no dejas de alborotar, te voy a hacer daño.

El hombre se quedó quieto, en silencio. Lo más inquietante de lo que había dicho Richard no era tanto las palabras, sino el modo frío y distante con el que las había dicho. Cada palabra era cortante como un cuchillo de sierra.

– Así que, amigo mío, quiero que sepas que lienes que sufrir antes de que te mate. Me han pagado bien por ello; pero la verdad es que yo haría esto gratis de buena gana. Quiero que lo sepas.

– ¡Mmm! ¡Mmm! -murmuró el hombre, aterrorizado.

– Si crees en Dios, amigo, será mejor que te pongas a rezar, porque has llegado al final de la carrera. El tren se va a detener y es hora de bajarse.

Richard atormentaba intencionadamente a la víctima, haciendo que aquellas palabras cáusticas fuesen las últimas que oyera en su vida.

– ¿Es que te habías creído que podías hacer una cosa así y seguir a lo tuyo como si no hubiera pasado nada? Bueno, amigo, esta vez elegiste a la chica equivocada.

Richard giró a la derecha, apagó las luces y entró por una pista de tierra que llegaba hasta la playa. Había una luna casi llena, sobre un cielo de terciopelo negro. La luz de la Luna, blanca, límpida y agradable, se reflejaba en el mar tranquilo, trazando un camino lunar reluciente sobre la superficie quieta del agua. Richard se detuvo, se sentó y se puso a escuchar. Todo estaba callado y en silencio. No había más sonido que el suave rumor de las ondas sobre la arena fina y blanca de la playa.

Richard se puso los guantes de plástico, sacó al violador de la furgoneta, lo arrastró hasta una palmera gruesa y muy inclinada y lo ató al árbol con cuerda amarilla de nailon. El hombre ya era víctima de un pánico frenético. Richard le enseñó el cuchillo de hoja curva reluciente. La luna se reflejaba de manera siniestra en el acero, afilado como una navaja de afeitar.

– Así que, amigo, vamos a empezar.

Y, dicho esto, Richard bajó bruscamente los pantalones a la víctima, le agarró con fuerza los dos testículos y tiró de ellos con tal fuerza que literalmente se los arrancó. A la víctima le estalló un dolor ardiente como el hierro al rojo vivo donde había tenido los testículos. Los ojos se le salían de las órbitas. Richard le enseñó sus testículos.

– ¿Qué tal? -le preguntó, sonriente-. Amigo.

Richard le dio tiempo para que se le pasara la conmoción y para que el dolor se asentara.

– Bonita noche, ¿verdad? -le preguntó-. Mira qué hermosa está la luna.

Acto seguido, tomó el cuchillo. Asió el pene de la víctima.

Esta fue la causa de todos tus problemas. Ya no te hará falta -le dijo, y se lo amputó con facilidad. Se lo enseñó al violador, mientras manaba la sangre del muñón carnoso que Richard había creado en un instante. Volvió a la furgoneta y guardó el miembro amputado en una bolsa de plástico de cierre hermético que había traído con ese fin.

Volvió con la víctima, le arrancó toda la ropa y empezó a cortarle poco a poco filetes de carne, como las tiras de un kebab, enseñándole las tiras que le iba quitando metódicamente, sin dejar de sonreír mientras trabajaba.

Al cabo de un rato, la víctima tenía un aspecto monstruoso, era un espectáculo terrible a la luz pálida y plateada de la luna de Miami. Richard volvió de nuevo a la camioneta. Se había traído un recipiente grande con sal gruesa, y procedió a cubrir de sal toda la carne que estaba al descubierto. Richard sabía que la sal produciría una nueva sinfonía de dolor. Esperó un rato a que la sal hiciera su efecto.

Después, Richard clavó la hoja del cuchillo en el bajo vientre de la víctima y tiró de ella despacio hacia arriba con su fuerza sobrehumana. A la víctima se le salieron las tripas, que quedaron colgando como un racimo nervioso de serpientes rojas azuladas.

Richard le cortó las ataduras, le puso un chaleco salvavidas, lo asió del tobillo y lo arrastró hasta el borde del agua, diciéndole por el camino:

– Amigo, sé que ahora va a bajar la marea, lo he consultado, y tú te vas a ir con ella. Te he puesto el chaleco salvavidas porque no quiero que te ahogues. Me apostaría hasta mi último dólar a que los tiburones te van a encontrar en menos de nada. He oído decir que por aquí hay unos tiburones tigre muy grandes y muy malos.

Y, dicho esto, Richard lo levantó, lo hizo girar y lo arrojó al agua, y se quedó mirando cómo se lo llevaba la marea. Después se volvió hacia la furgoneta, recogió todo lo que había cortado a la víctima, lo tiró al agua y se volvió a su hotel, donde se comió un buen emparedado (su favorito, de pan de centeno con pavo y mayonesa) y durmió como un niño de pecho. Richard siempre dormía especialmente bien después de haber hecho un buen trabajo.

Por la mañana, después de desayunar tranquilamente y de darse un buen paseo, emprendió el camino de vuelta a su casa, tranquilo, relajado, oyendo música country por el camino. Había disfrutado con aquel encargo, y se preguntó cuánto tiempo habían tardado en encontrar los tiburones al violador. Sabía que rondaban por la orilla de noche, y estaba seguro de que no habían tardado mucho.

Cuando Richard atravesaba Carolina del Sur, se puso a su altura una furgoneta que llevaba en la ventanilla la bandera de los confederados. Iban en ella tres tipos. Empezaron a provocar a Richard, a llamarle «amiguito de los negros», a hacerle la seña de levantar el dedo medio. Con toda la gente del mundo que tenían para elegir, habían ido a meterse con el menos oportuno. Richard los mandó a la mierda, les dijo que se largaran. Volvieron a hacerle la seña de levantar el dedo medio, muy serios todos, como si tuvieran malas intenciones, como si quisieran hacerle daño. El se adelantó, vio un área de descanso cerca de la carretera y se detuvo allí. Los otros también se detuvieron y se bajaron de su furgoneta. Uno llevaba una porra o algo parecido. Richard se bajó de su furgoneta y, sin mediar palabra, los mató a tiros a los tres, volvió a subirse a la furgoneta y se marchó. En menos de diez horas había matado a cuatro personas sin pensar más en ello, aparte de sus dudas sobre cuánto habrían tardado los tiburones en encontrar al violador. Estaba satisfecho de su trabajo, de su ingenio e imaginación, de su labor justiciera. Cuando la Policía encontró a los tres hombres muertos en el área de descanso, no pudieron hacer gran cosa, al no contar con ninguna relación tangible (testigos, pistas, huellas de neumáticos) entre los cadáveres y la persona responsable de los tres homicidios.

De vuelta en Brooklyn, Richard fue a ver a DeMeo. Se reunió con él en el Gemini Lounge, le contó lo que había hecho y le entregó el miembro amputado.

Roy sonrió. Aquello le gustaba.

– ¡Bien, estupendo! -exclamó-. Se lo enseñaré a nuestro amigo. Se quedará encantado. Un trabajo excelente. Precioso, joder. Eres el mejor… ¿has comido ya, grandullón?

– No, ¿y tú?

– Vamos a tomar un bocado -dijo Roy, y fueron a comer a gusto a un restaurante de Coney Island que a Roy le gustaba, llamado Carolina. Ante una fuente grande y vistosa de antipasti, Richard le dio más detalles del fin que había tenido el violador. A Roy le encantaba; sonreía, se reía, y el respeto que sentía hacia Richard iba en aumento.

– ¡Eres uno entre un millón, joder! -exclamó alegremente.

Richard sonreía con Roy, comía con deleite, pero no había olvidado la paliza que le había dado Roy ni cómo le había apuntado este con una metralleta Uzi cargada. Richard sabía que su venganza llegaría tarde o temprano. De momento se esperaría, aguardaría el momento, sonreiría, se llevaría bien con Roy y ganaría dinero con él. Le sacaría un beneficio. De hecho, Richard era un gran actor; no le costaba el menor trabajo sentarse a comer, a beber y a reír con un hombre al que sabía que iba a matar. Pero no se sentiría íntegro del todo mientras no hubiera matado a DeMeo. Así lo veía él, y así eran las cosas.

Gracias a DeMeo, la noticia del talento de Richard para los homicidios se difundió rápidamente en los círculos que frecuentaban todos los hombres de la Mafia. Los «hombres hechos» constituyen una sociedad cerrada y unida, y hablan constantemente unos con otros; son unos chismosos incorregibles, como lavanderas viejas.

Richard empezó a tomar nota de las ideas que se le iban ocurriendo sobre las maneras de torturar y matar a la gente; las apuntaba en un pequeño bloc de espiral. Sentado en su casa, viendo la televisión, veía algo y tomaba nota. La idea de echar sal al violador la había tomado de una película de piratas; la de utilizar tiras mojadas de piel sin curtir y la de echar agua caliente por la nariz también procedía de una película. Richard también se inspiraba en los dibujos animados, sobre todo los del Coyote y el Correcaminos: el empleo de grandes pesos, de fuegos, de trampas, el tirar a la gente por las ventanas, todo ello procedía de los dibujos animados del Correcaminos. También encontraba inspiración en las escenas de caos y violencia de los dibujos animados de Popeye.

Mientras tanto, el negocio de la pornografía de Richard florecía. Dejaba en depósito casi todo lo que producía o lo que le pasaba Roy al día o dos de recibirlo. Ahora que ya no estaba Paul Rothenberg, Richard y Roy estaban llenando el vacío que había dejado su fallecimiento repentino. Lo único que lamentaba Richard era no haber matado antes a Rothenberg.

El trabajo siguiente que hizo Richard para los Gambino fue en Los Ángeles. Viajó en primera clase, como de costumbre. Lo animaba mucho el hecho de ser un asesino profesional, allí sentado como todos los demás hombres y mujeres de negocios, con la única diferencia de que

su negocio consistía en quitar la vida, deprisa o despacio, como quisiera el cliente.

Por medio de contactos de la familia Gambino en Los Angeles, Ricard consiguió una 22 con silenciador, alquiló una furgoneta y fue a llevar a cabo el contrato. Tenía una foto del tipo y su dirección, y sabía que este hablaba todos los días a la misma hora desde una misma cabina telefónica. La víctima era un «hombre hecho», y el golpe estaba aprobado. Estaba pasando información a los federales, y tenía que desaparecer.

La víctima, que era un italiano grueso, barrigudo, salió de su apartamento, puntual como un reloj, fue a la cabina y empezó a hablar animadamente, gesticulando con la mano libre como si estuviera diririgiendo una orquesta. Richard tenía instrucciones de llamar a Roy cuando viera al tipo, y así lo hizo. Como de costumbre, Richard buscó una cabina telefónica, envió a Roy el número por el «busca», y Roy lo llamó.

– ¿Lo has encontrado? -preguntó Roy.

– Lo estoy viendo ahora mismo. Está al teléfono. Le encanta hablar.

– Está hablando con un tipo que está conmigo ahora mismo.

– ¿Quieres que actúe?

– Espera. Antes tenemos que enterarnos de una cosa -le dijo Roy.

Y así todos los días durante casi una semana, Richard estaba en su puesto, llamaba a Brooklyn mientras el tipo hablaba por los codos y le decían que «todavía no». A Richard no le gustaban nada tantas dilaciones, pero estaba dispuesto a ceñirse a los requisitos del trabajo. Llamaba a su casa varias veces al día, se aseguraba de que todo marchaba bien, como buen padre y marido atento.

Por fin, a Richard le dieron luz verde. Aquel día estaba lloviendo. Aparcó la furgoneta en un lugar por donde sabía que pasaría a pie la victima, entreabrió la puerta lateral un par de dedos y se puso a esperar. Richard sabía que la víctima había transgredido la regla de oro: estaba repitiendo unos mismos movimientos todos los días, facilitando mucho la tarea de Richard. En efecto, vio venir al hombre hacia la furgoneta, distraído.

Richard tomó la 22 y esperó a que la víctima estuviera en posición; y cuando estuvo justo a tiro, apretó el gatillo. Una leve detonación, y la bala alcanzó a la víctima en la cabeza, un poco a la izquierda de la sien. Cayó allí mismo, con muerte cerebral antes de haber llegado al suelo mojado. Richard habla utilizado un proyectil calibre 22Magnum de cabeza hueca, que había entrado en el cráneo de la víctima y había rebotado de un lado a otro, haciéndole papilla el cerebro al instante.

Richard se puso al volante y se dirigió al aeropuerto de Los Angeles, contento por haber rematado de una vez aquella tarea. No le había gustado tener que rondar por ahí durante varios días. Pero él era cazador y sabía que en la caza siempre era indispensable la paciencia.

Como siempre, Richard se deshizo del arma homicida camino del aeropuerto, y no tardó en embarcar en un vuelo de vuelta a Newark. Tomó un taxi hasta su casa y entró de buen humor. Le habían pagado treinta de los grandes por aquel trabajo. La Policía de Los Angeles no sabía nada de Richard y aquel asesinato no se relacionó con él.

Barbara estaba en la cocina preparando la cena; las niñas estaban poniendo la mesa; Dwayne leía un libro. Richard saludó a todos con sendos besos; sus hijos lo abrazaron y lo besaron.

– ¿Qué tal el viaje? -preguntó Barbara, que no tenía idea de lo que acababa de hacer Richard; solo sabía que había ido a Los Ángeles por «un asunto de negocios».

– Bien -dijo él. Nada más.

Al rato, la familia se sentó a cenar, rosbif con patatas, uno de los platos favoritos de Richard. Trinchó la carne con cuidado, en lonchas bien medidas, ni demasiado finas ni demasiado gruesas. Las chicas hablaban de la escuela, Dwayne sobre el libro que estaba leyendo, y Richard, como de costumbre, simplemente escuchaba.

Merrick estudiaba en la prestigiosa Academia Devonshire, una escuela privada carísima. Chris estudiaba en la Holy Angel, escuela parroquial también cara. Así lo quería Barbara, y así tenía que ser. En general, Barbara no reparaba en gastos, y desde luego que no sabía los riesgos que corría Richard para ganar el dinero necesario para pagar las escuelas privadas y todos los demás gastos y accesorios necesarios para asistir a ellas.

Barbara había descubierto pronto que el pequeño Dwayne era un niño superdotado, y ella no podía estar más orgullosa de él. Tenía un cociente intelectual de 170 y le encantaba leer; prefería con mucho leer un libro a ver dibujos animados o a jugar con sus juguetes. Le encantaba la serie de los Libros de Oro; los terminó enseguida y pasó a los clásicos: El libro de la selva, La isla del tesoro, Historia de dos ciudades, Moby Dick, Oliver Twist. Los libros le fascinaban. Barbara solía encontrárselo escondido bajo las sábanas, en la cama, leyendo un libro con una linterna. La madre trataba a Dwayne como si fuera un príncipe, y no dejaba de repetir a Richard lo listo que era Dwayne, sin la menor malicia. No era más que una madre orgullosa que se expresaba con efusión. Pero Richard no lo entendía así. Sí, Dwayne era hijo suyo; sí, estaba encantado de que el chico fuera listo… pero no dejaba de ser un varón, y a Richard no le gustaba que otros varones le robaran la atención de Barbara. Inevitablemente, Richard se puso celoso de Dwayne, y él mismo reconoce que trataba a su hijo menor, en general, con cierto desapego y distanciamiento.

Barbara no quería tener más hijos con Richard. Ya le producía bastante aprensión haber tenido tres hijos con él. Se hizo una ligadura de trompas para asegurarse de no volver a quedarse embarazada. Richard era un hombre muy sexual. Cuanto mayor se hacía, con más frecuencia quería hacer el amor con Barbara; todos los días… incluso dos veces al día y más. Ella no siempre atendía a sus propósitos, cosa que a él lo irritaba inmediatamente, y se acostaba con ella lo quisiera o no. Así era él por naturaleza. Así se portaba él. Aquella era una fuente frecuente de roces entre ellos, porque Richard no estaba dispuesto a aceptar un «No tengo ganas». Si ella le decía «Me duele la cabeza», él respondía: «A lo que quiero hacer el amor no es a tu cabeza».

Hasta se ponía violento con Barbara si ella decía que no. Lo tomaba como un rechazo, cosa que él no toleraba a ningún nivel y por ningún motivo. A él no le importaba siquiera que ella tuviera la regla. Era irrelevante para él. Richard guardaba a Barbara una lealtad obsesiva, no iba nunca con otra mujer, ni pensaba en ello siquiera, según dice, y por eso pensaba que tenía el derecho divino a poseer a su esposa siempre que le diera la gana. En general solía ser un amante delicado y considerado; no le hacía nunca daño al hacer el amor, ni quería atarla ni dominarla ni nada así. En cuestiones de sexo era convencional, hasta algo puritano. Pero era ardoroso como un latín lover, y solía querer hacer el amor con Barbara.

Barbara había aprendido a aceptar esto como todo lo demás, a verlo de la mejor manera posible. Pero Richard se preocupaba siempre de que también ella quedara satisfecha. En ese sentido era «muy considerado», según reveló ella recientemente.

Por las presiones econóimicas a las que estaba sometido Richard, siempre estaba buscando modos nuevos de ganar más dinero. Nunca tenían suficiente. Pero al correr la voz de la dedicación de Richard, de su habilidad y su eficacia, fueron poniéndose en contacto con él más personas para encargarle golpes, y el dinero de sangre llegaba con regularidad. Aceptaba encargos por todo el país; de hecho, por todo el mundo. Allí donde la Mafia tenía intereses, allí donde hacía negocios, había conflictos, desacuerdos, traiciones, faltas de respeto a las esposas, a las novias, a las hijas, y había personas que tenían que morir. Richard se encargaba de ello. Viajó a Wisconsin, Florida, las islas Hawái, Maryland, Carolina del Norte y del Sur, Georgia, Las Vegas, Misisipi, Chicago, Arizona, Los Angeles, San Francisco, Wyoming, Indiana… y mató a gente en todas partes. A algunos los dejaba en el sitio. Otros desaparecían para siempre… enterrados, aplastados en el maletero de un coche, arrojados a pozos sin fondo en Pensilvania, pasto de las ratas en el condado de Bucks.

Un hombre de Brooklyn debía a la familia Bonano 140.000 dólares. En vez de pagar, prefirió ir a hablar con los federales para que detuvieran a la gente a la que debía el dinero. Tenía un garaje. Convocaron allí a Richard. La gente a la que se debía el dinero ya estaba allí, esperándole. Querían ver cómo se hacía el trabajo; eran un capitán y cuatro asociados. Indicaron a Richard que podía actuar. Este derribó al tipo de un golpe y, con una pistola con silenciador, le disparó en los brazos, en los codos y en las rodillas, y después en los genitales, alargando la muerte delante de sus clientes, para que estos lo vieran, lo supieran y lo disfrutaran. Después de dispararle siete veces, Richard lo torturó con un cuchillo y, por fin, lo degolló. Todos quedaron satisfechos. Richard recibió veinticinco mil dólares. Le gustaba dejar satisfechos a sus clientes.

Un tipo de Tennessee debía dinero y no quería pagar. Los Gambino le habían entregado pornografía y él se burlaba de ellos, decía a sus amigos: «No pienso pagar; que los jodan». Enviaron a Richard a que le hiciera una visi ta. El hombre dio a Richard unos cheques que resultaron ser sin fondos. Richard lo tiró por una ventana, desde un octavo piso.

Un tipo grande y pesado, del que se creía que estaba hablando con la Policía, se subió a su coche y se puso en marcha, oyendo música por el camino. Richard lo siguió en una moto. Llevaba una escopeta de caza recortada de dos cañones, oculta en la chaqueta de cuero. La víctima se detuvo en un semáforo. Se puso a encender un grueso puro; echó una mirada al motorista corpulento que se había detenido a su lado.

No le dio mayor importancia. Al cabo de un momento, Richard sacó la escopeta y disparó con los dos cañones, sujetándola con su mano enorme y volando la cabeza por completo a la víctima. El semáforo se puso verde. La moto se alejó despacio, sin prisas. No había testigos; ninguna relación con Richard.

Un hombre de origen asiático, en Honolulú, también debía dinero, No pagaba. Ponía excusas. Se creía fuera del alcance de posibles represalias. Mandaron para allá a Richard. Sus instrucciones eran: «Que suelte el dinero, o lo matas». Richard se reunió con él en su habitación de un hotel muy caro de cinco estrellas. No había dinero. Muchas excusas flojas. Richard estaba educado y servicial. Salieron a la terraza.

– Qué vista tan bonita

– dijo Richard, contemplando el panorama maravilloso.

Sí, sí, es preciosa -asintió el asiático; y cuando quiso darse cuenta, caía a plomo hacia el suelo. Un gran golpe sordo, sangriento, huesos rotos un cuerpo destrozado, irreconocible e irreparable. Richard se volvió tranquilamente y se marchó. Cuando había matado, nunca corría.

Richard dijo hace poco: Me parecía que no tenía amigos porque creía que todo el mundo estaba contra mí, siempre contra mí, que no tenía ningún vínculo verdadero con nadie. Rabia, odio, eso era lo que llevaba yo encima. Eso era lo que aportaba yo al trabajo. Utilizaba bates de béisbol, desmontables de neumáticos, cuerdas, alambre, cuchillos, armas de fuego, arcos y flechas, picos para hielo, destornilladores veneno, explosivos, mis manos, por citar solo unos pocos.

Es interesante que cuando Richard cumplía un contrato no sentía ninguna animadversión hacia las víctimas. A excepción de los violadodores. Para él, matar a la gente era tan fácil como soltar una ventosidad. No sentía ninguna empatia, ni simpatía, ni nada así. Stanley Kuklinski había conseguido despojar a Richard de esos sentimientos, a golpes, hacía muchos años… hacía vidas enteras.

Richard se consideraba a sí mismo un gran gladiador en la palestra de la muerte, porque hacía, sencillamente, lo que era su vocación en la vida. Había aceptado, hasta había llegado a apreciar, el hecho de que formaba parte de una sociedad clandestina de élite: la de los que mataban por diversión; la de los que mataban por un beneficio. Pero lo que hacía único a Richard era que él hacía ambas cosas: mataba tanto para su disfrute personal como por un beneficio, y a una escala sin precedentes, sin que la Policía tuviera idea siquiera de su existencia.

Richard era capaz de trabajar en equipo con otros asesinos. Algunas veces el encargo lo requería, y él estaba dispuesto a hacerlo; pero siempre prefería trabajar en solitario. Uno de estos trabajos en equipo se realizó en Detroit, y consistió en abatir a un sindicalista que tenía relaciones con la Mafia. El tipo era un bocazas, repetía que no tenía miedo a la Mafia, que no tenía miedo a nadie, que si intentaban meterse con él haría tal cosa y tal otra. Era un individuo francamente duro, de labios estrechos y pómulos marcados, pelo ralo y peinado hacia atrás con gomina. Además de ser un bocazas, tenía verdaderos delirios de grandeza.

La orden de ejecución fue dictada por Tony P, «hombre hecho» de la familia Genovese que ejercía en Union City, Nueva Jersey. Russi Bufalino, jefe en funciones de la familia Genovese, encargó a Tony P. que se librara de aquel sindicalista.

Tony P. conocía a Richard desde que era un muchacho en Jersey City. Sabía que era de fiar y que no abriría la boca; por eso lo invitó a formar parte de un equipo de cuatro hombres, en el que participaban, además, dos hermanos, Gabe y Sal, y un tipo llamado Tommy. Richard era el único de los cuatro que era asesino profesional con todas las de la ley, doctorado en asesinatos. Richard no sabia quién era el que tenía que morir, y tampoco le importaba especialmente. Me importaba una mierda, explicó hace poco. El quién y el por qué no son nunca asunto mío.

Era el 29 de junio de 1975. Richard fue en su coche a Union City cuando todavía no era de día y se reunió con los demás. Salieron a la Ruta 80 Oeste y se dirigieron a Detroit, sin superar nunca los límites de velocidad. Richard iba en el asiento trasero. Tony P. iba con ellos. El se encargaría de atraer al sindicalista, invitándolo a comer. Richard llevaba una automática del 22 con silenciador y un cuchillo de caza afilado como una navaja de afeitar. Llevaba ambas armas atadas a las enormes pantorrillas. También llevaba un rompecabezas. El plan consistía en apoderarse rápidamente de la víctima. Richard se encargaría de que esto se realizara bien y sin alboroto, y de matar a la víctima, que después debería desaparecer «para siempre». Esto era indispensable.

El viaje hasta Detroit duró casi diez horas. Todos pasaron casi todo el viaje durmiendo, salvo el conductor. Richard no condujo. Llegaron a Detroit casi a media mañana; hacía un día caluroso y húmedo. Callados, serios e impasibles, cruzando pocas palabras, reservaron habitaciones en un hotel, se refrescaron, tomaron un desayuno ligero. Llevaban walkie-talkies que emplearían en la operación de apoderarse de la víctima. Richard habría preferido hacer aquello a solas, pero aceptó que tuviera que ser así. Él sabía que el asesinato podía llegar a ser un asunto muy complicado y comprometido.

Llegó una llamada de teléfono. Salieron y fueron al aparcamiento del restaurante Machus Red Fox, en Bloomfield Hills, un barrio residencial acomodado de las afueras de Detroit. Cuando entraron en el aparcamiento del restaurante, les estaba esperando allí de pie un hombre que a Richard le resultaba vagamente familiar. Tony R se bajó del coche. Los dos se dieron la mano y estuvieron hablando un minuto, y la víctima subió al coche con Tony R El hombre se sentó en el asiento delantero. No parecía ir demasiado a gusto. Se pusieron en camino. Richard iba a usar un cuchillo de una manera especial. Solo esperaba una señal de Tony R Cuando llevaban unos cuantos kilómetros, Richard recibió la señal. Empezó por dejar inconsciente a la víctima de un golpe con el rompecabezas. Así habría poca sangre, menos que limpiar. Richard sacó el cuchillo de caza, se inclinó hacia delante, asió la ancha barbilla del hombre y tiró de él hacia arriba para tener a su alcance la nuca. Acto seguido, apoyó el cuchillo en la base del cráneo, lo inclinó hacia arriba y, con su fuerza fuera de lo común, lo clavó hasta llegar al cerebro de la víctima.

El hombre dio una fuerte sacudida, se quedó inmóvil. Su último suspiro sonó como un estertor. A causa del ángulo del cuchillo, que llegaba directamente al cerebro, y de que Richard no retiró el cuchillo de la herida, hubo poca sangre. Se detuvieron al poco rato en un área de descanso, metieron el cuerpo de la víctima en una bolsa para cadáveres y lo guardaron en el maletero. Richard accedió a llevarse el cadáver hasta Nueva Jersey. Él habría preferido deshacerse de él allí, pero en Nueva Jersey lo querían. Los otros iban a volverse en autobús. Richard los dejó en una estación de autobuses y salió camino de Nueva Jersey. Ahora que el trabajo ya estaba hecho, estaba relajado y cantaba por el camino las canciones de la radio.

Cuando Richard llegó a Nueva Jersey, fue directamente a un desguace de automóviles junto a la carretera Pulanski, en Kearny, camino de Newark. El desguace era propiedad de un asociado de la Mafia. Allí echaron a la víctima en un bidón negro de doscientos litros. Cubrieron el cadáver de gasolina, le prendieron fuego y lo dejaron quemarse durante cosa de media hora. El aire se llenó de olor fétido de su carne, de sus órganos y de sus huesos ardientes. El perro del desguace aullaba; el olor a carne asada le abría el apetito. Después, sellaron cuidadosamente el bidón, lo soldaron y lo enterraron allí, en el desguace.

El encargo estaba cumplido, de momento. Pagaron a Richard muy bien, cuarenta mil dólares. Antes de marcharse del desguace se aseguró de limpiar todas las huellas dactilares que hubiera podido dejar en el coche. Todo cuidado era poco. Aunque nadie del equipo, salvo Tony P., sabía quién era Richard ni dónde vivía, él los conocía a todos. A él solo lo conocían por «el grandullón».

Cansado pero contento de cómo había ido el trabajo, Richard regresó a Dumont con su familia. Dwayne tenía una cometa nueva y Richard le enseñó a hacerla volar. Barbara estaba en la piscina con Chris y Merrick y con algunas amigas de las niñas. Hacía un día de mucho calor y se agradecía el alivio que representaba el agua fresca de la piscina. La familia hizo una barbacoa. Richard se encargó de asarlo todo, sirvió alegremente hamburguesas y salchichas a los chicos, bistecs a los mayores. «¿Poco hecho, o bien pasado?» preguntaba siempre Richard. Le gustaba mucho servir la carne tal como le gustaba a la gente, incluso a los niños. Cuando la carne se asaba, se acordó de cuando quemaron el cadáver del sindicalista.

Más tarde, uno de los hermanos, Sal, empezó a hablar con los federales; y como se temía que se sirviera de aquel asesinato para librarse de problemas en otro asunto en que estaba metido, sin relación con aquel, desenterraron rápidamente el bidón y lo metieron en el maletero de un coche que pusieron, a su vez, en una máquina compresora gigante que lo redujo a un bloque de metal de un metro veinte por sesenta centímetros. Junto con otros centenares de coches comprimidos, se vendió a los japoneses como chatarra que se reciclaría para construir coches nuevos que harían la competencia a los producidos en Detroit.

Y así terminó, según Richard, el jefe del sindicato del transporte Jimmy Hoffa.

Ahora forma parte de un coche, en alguna parte de Japón, dijo en confianza Richard hace poco, con una leve sonrisa burlona en su cara de grandes pómulos.

33

El Grandullón

Los tipos de la Mafia, sus asociados, sus aliados, sus afiliados y sus amigos son, en su mayoría, gente rencorosa y vengativa. No son partidarios de echar pelillos a la mar. Por ello, el negocio de Richard como asesino florecía. Cuanto más trabajaba, cuanto mayores eran sus éxitos, más contratos recibía de todo el país, y más tarde, incluso del extranjero: Richard asesinó por dinero en Sudamérica y en Europa.

Lo más corriente era que el encargo requiriera un asesinato rápido, nada muy complicado. Pero Richard estaba matando a tanta gente que recibía, inevitablemente, «peticiones especiales», como las llama él.

Un «hombre hecho» de Nueva Jersey tenía una hija encantadora, inocente, de grandes ojos, una preciosidad. Tenía diecinueve años. Había empezado a verse con un hombre mayor, un sujeto muy bien parecido. El padre quiso impedir que su hija se viera con aquel hombre mayor, que era evidentemente un galán mujeriego, de grandes dientes blancos y ojos negros relucientes, con un pendiente en la oreja izquierda, demasiado guapo para su propio bien.

El padre, impotente, llevó aparte al amigo y le preguntó educadamente:

– ¿Qué intenciones tiene usted para con mi hija?

– ¿Intenciones? -repitió el galán, perplejo. No tenía la menor idea de que el padre era de la Mafia.

– Sí… su madre y yo quisiéramos saberlo.

– Pues, simplemente… pasarlo bien, ¿sabe?

– ¿Pasarlo bien? -repitió el padre.

– Sí; ya sabe, divertirnos. ¡Pasarlo bien! -explicó el galán, con su gran sonrisa seductora y luciendo los dientes.

El pudre, que era siciliano, se puso rojo como una remolacha, pero no dijo una palabra más.

Este siciliano se puso en contacto con Richard por mediación de unos amigos; le dijo que quería que aquel tipo desapareciera, pero que antes «¡tenía que sufrir!».

– Será un placer -dijo Richard con toda sinceridad.

A los dos días, Richard se apoderó del galán y lo llevó a las cuevas del condado de Bucks, donde sabía que vivían las ratas. Richard tenía preparadas unas tiras delgadas de piel sin curtir. Quería probar una cosa nueva. Desnudó al galán, mojó las tiras de piel, le envolvió con una los testículos y le puso otra alrededor de cada brazo y otra en la frente. Era un día templado de septiembre. Richard contempló los sufrimientos del galán cuando se fue tensando la piel, divertido, desapegado, explicando al hombre por qué le estaba pasando aquello. Hizo algunas fotos Polaroid de los sufrimientos del galán, de sus huevos, ahora rojos como tomates. Se quedó allí un rato con el galán, viéndolo sufrir, oyendo sus súplicas. Richard, impasible, estudiaba los sufrimientos del hombre como un científico que observara una bacteria infecciosa al microscopio. Para Richard era una experiencia didáctica ver cómo se le clavaba en la carne la piel sin curtir, cómo empezaban a acercarse las ratas a la víctima. Aparecieron tantas ratas que Richard tuvo que marcharse por fin, aunque tomó más fotos Polaroid del galán antes de irse.

Volvió dos días más tarde. Del hombre no quedaban más que algunos restos del esqueleto mordisqueado. Las ratas se habían comido hasta las tiras de piel sin curtir. El aire estaba cargado del olor apestoso de las ratas y de sus excrementos desagradables. Richard arrojó los pocos restos por el pozo de una mina.

Cuando Richard enseñó al padre siciliano las fotos, este se quedó encantado, tenía una sonrisa de oreja a oreja y, viendo al Grandullón con nuevo respeto, le dio diez mil dólares más de lo acordado. Otro cliente satisfecho.

Richard empezó a preguntarse por qué no le inquietaba en absoluto ver y hacer esas cosas, cometer tales actos de barbarie. Pensó mucho en esto. La cuestión lo inquietaba y, hasta cierto punto, lo desconcertaba.

Se preguntaba cómo podía ser tan frío, tan indiferente hacia los sufrimientos de la gente. Aquello le hizo creer durante cierto tiempo que no estaba bien de la cabeza. Según explicó: Desde que era niño, siempre me sentí como un extraño, como relegado, y ahora, por las cosas que hacía, volvía a sentirme de nuevo así. Pero desde otro punto de vista, en general aquello no me molestaba… me acostumbré. Pero ¿por qué?, ¿por qué era así?, me preguntaba. Quiero decir, por qué era tan frío, tan indiferente ante los sentimientos de las personas. Ante su dolor. ¿Había nacido así, o me habían hecho de esa manera? Hasta con mi propio familia… lo malo que podía ser con ellos, con las únicas personas que me habían importado en la vida. Esto no me gustaba; no quería ser así, quiero decir, ser así con mi familia.

Pensé ir a consultar a un psiquiatra, por si podía darme, ya sabe, ayuda, alguna medicación quizá; pero, claro, no podía hacer eso. ¿ Cómo iba a decir al psiquiatra: mire usted, mato y torturo a la gente por dinero, y me gusta mi trabajo? Imposible.

Este «Richard introspectivo» contrastaba mucho con el asesino frío como una piedra que se había labrado una reputación como superestrella del homicidio entre los círculos mafiosos de todo el país. Richard, al que llamaban el Grandullón, se estaba convirtiendo en un asesino muy solicitado. Era eficaz y discreto, y no tenía tratos personales con gente de la Mafia. Era un verdadero padre de familia que se daba la circunstancia de que trabajaba de asesino a sueldo. Gracias a esto, Richard pasó muchísimo tiempo sin que se fijara en él la Policía ni el FBI. Muy poca gente sabía siquiera su nombre verdadero. No hacía vida social con gente de la Mafia. No asistía a sus bodas, a sus funerales ni a sus fiestas familiares.

Hasta el propio Roy DeMeo solo tenía su número de «busca». Era la única manera de ponerse en contacto con él, y así lo prefería. Nunca llevaba a gente de la Mafia a su casa ni les decía dónde vivía. Mantenía a su familia apartada de todo aquello.

Una de las pocas personas con las que Richard mantenía un trato personal era con Phil Solimene, de Patterson. Richard tenía a Solimene por amigo suyo; no tenía intención de matarlo, cosa rara en él, y hacía muchos tratos con Solimene: le vendía pornografía, le compraba y le vendía artículos procedentes de asaltos, asesinaba a gente a la que Solimene atraía con ofertas de falsos tratos y negocios. Hasta salían juntos Barbara y Richard y Solimene y su mujer. Esta relación, esta única amistad, acabaría por convertirse en el único punto vulnerable de Richard. Era un resquicio en aquella armadura que se había forjado con tanto cuidado.

Era el talón de Aquiles de su pie de la talla 48.

Mientras tanto, Roy DeMeo estaba descontrolado, era como un tren sin frenos que se dirigía al desastre. Había llegado a considerarse invencible, por encima de la ley, con derucho a hacer lo que le diera la gana, donde y cuando le diera la gana. DeMeo había convertido la pequeña trastienda del Gemini Lounge en un verdadero matadero. Con su cuadrilla de asesinos en serie mataban, descuartizaban y despedazaban a docenas de personas. Varias por semana. A veces, dos en un día. Todos aquellos asesinatos se le estaban subiendo a la cabeza a Roy. Empezó a considerarse intocable, un dios entre los mortales. Tenía a sueldo a varios detectives del Departamento de Policía de Nueva York, y así llegaba a sus manos regularmente la información que le servía para librarse de problemas, para evitar que lo detuvieran. Uno de estos policías corruptos era un detective de ojos saltones de la unidad de vehículos robados de Brooklyn. Tenía el pelo oscuro con entradas, ojos negros y velados y labios carnosos; tenía unos treinta y cinco años, por lo que era bastante joven para ser detective.

Peter Calabro estaba muy comprometido con Roy DeMeo. Cuando Calabro había querido librarse de su mujer, de la que estaba separado, Roy se encargó del trabajo, la raptó en Brighton Beach, Brooklyn, la ahogó y la echó al mar. Pero por puro azar la Guardia Costera encontró su cuerpo flotando cerca del cabo Sandy de Nueva Jersey. La madre de Carmella estaba convencida de que Calabro había sido responsable de aquello, y dijo a todos los policías que le prestaron atención que Peter Calabro había matado a su hija, que era un vil asesino, un «bellaco», según decía ella. El caso llegó a presentarse ante un gran jurado de Brooklyn, pero Calabro tenía una coartada a prueba de bombas y no había pruebas suficientes para sustentar una acusación. No se podía establecer con claridad si la muerte de Carmella había sido un homicidio o un suicidio.

Richard no había tenido nada que ver con el asesinato de Carmella Calabro, pero DeMeo se había ocupado en persona de ahogarla y de dejar su cuerpo en el mar. A diferencia de Richard, DeMeo no tenía ningún reparo en matar a una mujer.

DeMeo sabía que esta muerte forjaría un vínculo inseparable entre Calabro y él, y gracias a ello DeMeo gozaba de información constante sobre la mayor parte de las investigaciones que se realizaban sobre sus actividades de negocios enormemente delictivas, sobre todo sobre su lucrativo negocio de coches robados. DeMeo era como un pulpo codicioso; sus tentáculos llegaban a todas partes. Además, pagaba muy bien a Calabro su colaboración. Uno de los muchos «favores» que hacía el detective Calabro a DeMeo y a otros miembros de la familia Gambino era proporcionarle números de identificación VIN limpios para los coches robados.

Los negocios que tenía Richard con el polifacético Roy DeMeo eran de dos tipos, el asesinato y la pornografía, y en ambos ganaba dinero a espuertas. Cuando DeMeo tenía un «trabajo especial», llamaba a Richard, el Grandullón. A Richard también lo llamaban el Polaco, un nombre que a él no le gustaba demasiado [6], aunque sabía que cualquier mote sería mejor que su nombre verdadero. No es casualidad que todos los mafiosos tengan apodos.

Con la colaboración mortal de Richard, DeMeo se convirtió en el aparato bien engrasado de ejecuciones de la familia Gambino; y como DeMeo no era todavía «hombre hecho», aceptaba encargos de asesinato para casi cualquier persona que quería que se matara a otra.

Nino Gaggi, el mentor de Roy, repetía a este que se controlara un poco, que fuera más discreto, que dejara de matar a tanta gente; pero las cantidades enormes de dinero que estaba dando DeMeo a Gaggi servían para despejar casi todas las inquietudes de este. Gaggi tenía una verdadera ansia de dinero, era avaricioso a más no poder, y Roy DeMeo le entregaba con regularidad bolsas de papel de estraza llenas de billetes de banco; y en las fiestas DeMeo seguía presentándose en casa de los Gaggi con camiones cargados de regalos (literalmente), joyas costosas para Rose, la esposa de Nino, juguetes para todos los niños. Una especie de Papá Noel italiano salido del infierno.

En los meses que siguieron a la ejecución de Hoffa, Richard se reunió con DeMeo una docena de veces en la casa de comidas junto al puente Tappan Zee, y llevó a cabo con éxito todos los encargos que le hizo DeMeo, sin problemas ni repercusiones, sin complicaciones ni contratiempos.

Fue en esta época cuando Richard empezó a llevar a más víctimas a las cuevas para que las devoraran las ratas, mientras él filmaba sus muertes. hasta tomó la costumbre de sentarse en su casa a ver esos vídeos espantosos, cuando ya se habían acostado todos los demás. Mientras los veía, se tomaba un tentempié de medianoche, un emparedado de pavo con pan de centeno, con algo de mayonesa. Más que por divertirse, veía las películas intentando comprender las reacciones que le producían… por qué aquellas cosas no lo inquietaban en lo más mínimo, dice él; por qué no le importaban, según explicó hace poco.

Hasta llegó a enseñar una de las películas a DeMeo, que era un psicópata con todas las de la ley; y ni siquiera DeMeo fue capaz de soportar el espectáculo. Por las películas, DeMeo comprendió que Richard era un personaje fuera de lo común, que era, según creía él, un hombre sin alma.

– Es de hielo, joder -decía a los de su cuadrilla-. De hielo de verdad.

Y aquellas películas establecieron también unos lazos perversos de «amistad» entre Roy y Richard, que llegaron a disfrutar mutuamente de la compañía del otro… eran tal para cual.

Con todo, Richard seguía esperando la oportunidad de matar a Roy, de darle una paliza, humillarlo y quitarle la vida. Para Richard, este tratamiento era el remedio definitivo de todos los males. Richard se servía del asesinato para librarse de sus problemas del mismo modo que la gente se sirve de la aspirina para librarse de los dolores de cabeza.

Además de los asesinatos por contrato, Richard asesinaba a gente con la que mantenía tratos de negocios, a hombres a los que había dejado pornografía a cuenta y que habían decidido que no pensaban pagarle. Uno de estos tipos tenía una tienda de pornografía en el centro de Los Angeles. Era un hombretón como un oso, que se jactaba de ser duro, independiente, de no tener miedo a nadie. Debía a Richard diez mil dólares y, arrogante, hasta dejó de atender las llamadas de Richard.

Richard, enfadado, tomó un avión y fue a ver a aquel tipo. Se había traído en su equipaje dos granadas de mano de fragmentación que había conseguido por medio de DeMeo. Richard entró en la tienda del tipo sin haber anunciado su visita. Llevaba una granada de mano en cada bolsillo. El tipo estaba detrás del mostrador, que llegaba a la altura del pecho. Estaba sentado en un taburete alto, con un cojín; era un tipo grande, pesado y con cara de pocos amigos, de estar reñido con el mundo y con todos sus habitantes.

– Hola, amigo -dijo Richard, dirigiéndose hacia él, caminando sobre las puntas de los pies, torciendo la boca hacia la izquierda, emitiendo ese leve chasquido suyo.

– Hola, Grandullón, dijo el tipo, nada contento de ver aparecer de pronto a Richard en su tienda.

– He estado intentando ponerme en contacto contigo, amigo -dijo Richard.

– Sí; bueno… he estado muy liado; ya sabes cómo son las cosas.

– Tienes una cuenta pendiente conmigo, amigo.

– Sí, bueno… de momento, no tengo todo el dinero.

– ¿Y cuánto tienes? -le preguntó Richard.

– Nada.

– ¿Nada?

– Eso es; cero -dijo el tipo, sonriendo, mostrando unos dientes torcidos y manchados de nicotina, como si acabara de decir un chiste. Pero Richard no le vio la gracia.

– Qué gracioso -dijo Richard.

– Soy el rey de la comedia. Trabajaba de humorista antes de dedicarme a esto -dijo, indicando la tienda con un amplio gesto, como si fuera un logro notable y digno de admiración.

– Y ¿qué pasa con mi dinero? Lo necesito -dijo Richard.

– ¿Qué te parece si vuelves a pasarte por aquí dentro de… un mes, digamos?

– Eso no fue lo que acordamos.

– Sí, bueno, pues ahora sí lo es.

– ¿Porque tú lo dices?

– Porque yo lo digo.

Richard sonrió. Su sonrisa no era agradable de ver. Le salió de los labios aquel chasquido suyo, ti-ti-ti.

Richard sacó una granada de mano y le extrajo la anilla, aunque el propietario de la tienda no lo vio porque se la ocultaba el alto mostrador. Richard entregó la anilla de la granada al tipo que estaba detrás del mostrador.

– ¿Qué es esto? -le preguntó el tipo.

– Una sorpresa -dijo Richard, caminando hacia la puerta de la tienda.

– ¿Qué sorpresa?

– Esta -dijo, y arrojó la granada de mano detrás del mostrador, junto al tipo. Richard salió de la tienda. La granada estalló e hizo pedazos a aquel bravucón.

Este incidente, como tantos otros en los que participó Richard, no estuvo motivado principalmente por el dinero, sino por una cuestión de principios. Si consientes que un tipo de la calle te tome el pelo, al cabo de poco tiempo todos estarían haciendo lo mismo. Richard perdió diez mil dólares al matar a aquel hombre, pero tenía en cuenta que ganaría mucho más a la larga, porque la gente le pagaría lo que le debía. Tal como había aprendido Richard hacía muchos años en Jersey City, la ley que imperaba en la calle era la ley del más fuerte.

A mí me importaba un pito el dinero -explicó Richard-. Pero lo que no estaba dispuesto a consentir era que aquel pájaro me hiciera quedar por tonto, y lo eliminé para dejar las cosas claras. Y bien claras que las dejé, desde luego.

La Policía tampoco relacionó a Richard con este homicidio con granada de mano, como lo cuenta Richard.

Richard se aficionó a Los Ángeles, con su clima agradable, su forma de vida relajada, sus palmeras. La pornografía era muy popular en el sur de California, y Richard ganaba allí más dinero con su distribución que en la Costa Este. Le gustaba ir a las «convenciones del porno»; le parecían divertidas, según cuenta. Tenía allí mucho negocio, y le gustaba pasar temporadas en Los Ángeles. Le gustaba tanto la ciudad que acabó por alquilar un apartamento en Hollywood Oeste, cerca del Sunset Boulevard. Le gustaba sentarse en las terrazas de los cafés, con el buen tiempo, y ver pasar a la gente, ese circo abigarrado que es siempre Los Ángeles, los coches de lujo, las mujeres de lujo, la ropa de lujo. Barbara no conocía la existencia de ese apartamento. Ni siquiera sabía dónde estaba Richard cuando iba a «viajes de negocios». La única preocupación de Barbara, lo que llenaba toda su vida, eran sus hijos, sobre todo Dwayne. Concentraba en ellos toda su energía. Cuando Richard no estaba, la casa estaba en paz, en calma… normal. Solo Merrick echaba de menos a Richard cuando este estaba de viaje, aunque se veía forzada a callarse esos sentimientos.

Cuando Richard volvió de Los Ángeles, recibió de la familia Gigante un contrato que tenía que llevarse a cabo en un hotel de la cadena Howard Johnson, al pie de la ruta 46. Sin problemas. La víctima iba a acudir a la hora de desayunar a una reunión en ese Hotel Howard Johnson; era una trampa. Richard eligió el rifle Roger del 22, recortado hasta dejarlo en solo cuarenta centímetros y dotado de un silenciador pavonado. Estaba en el aparcamiento a primera hora de la mañana cuando llegó la víctima para reunirse con un teniente de la familia Gigante. Richard observó a los dos mientras desayunaban juntos, comían tortitas, se daban la mano y se despedían como amigos en el aparcamiento. Richard levantó el arma y disparó a la víctima una ráfaga de nueve tiros en tres segundos. El hombre se desplomó muerto al suelo. Richard se puso en marcha tranquilamente en su coche. Podía parecer a primera vista que la víctima había sufrido un ataque al corazón, hasta que se veía la sangre que le manaba de los orificios que le habían salido repentinamente. Otro trabajo bien hecho. Otro asesinato que la Policía no relacionó nunca con Richard.

Richard no tardó en recibir muchos contratos más de la gente de la familia Gigante, que él llevaba a cabo con mucho gusto. Aceptaba cualquier contrato, salvo los que consistieran en matar a una mujer o a un niño. Aquello era tabú para Richard; era una línea que no estaba dispuesto a atravesar.

Existían, no obstante, asesinas a sueldo femeninas, mujeres fatales mortales, que se aproximaban a la víctima, le ofrecían cálidos abrazos, sexo ardiente, una felación bien hecha, pero le servían la muerte repentina. Richard tenía la impresión de que esas mujeres eran presa legítima, y él estaba dispuesto a matar a alguna de ellas como si de un hombre se tratara. Pero aquello no le había pasado nunca, de momento.

Cuando Carlo Gambino murió de causas naturales en otoño de 1976, todo cambió de pronto y empezó a desencadenarse el terremoto que sacudiría los cimientos mismos del reino de la Mafia.

34

Revolviéndose en su tumba

Como Carlo Gambino creía fervientemente en los vínculos familiares, en la fidelidad y en la lealtad, designó a su cuñado Paul Castellano como sucesor suyo al frente de la familia, que ya era la más grande y de mayor éxito de toda la historia del crimen organizado. El tiempo haría ver que esta decisión fue un error de juicio monumental.

Paul Castellano no tenía condiciones para el cargo. Carecía del instinto innato, de la astucia y de la mundología necesarias para dominar los negocios heterogéneos de que tuvo que hacerse cargo de pronto. Castellano era un buen hombre de negocios, sí; pero como jefe de una familia del crimen organizado no servía.

Cometió una serie de errores graves. El primero fue exigir que los veinte capitanes de la familia Gambino acudieran a verlo una vez por semana en un club social llamado Club de Veteranos y Amigos que abrió en la calle Ochenta y seis, cerca de la Avenida Quince. Este sistema permitió al FBI obtener una amplia documentación de fotos y vídeos de los que iban y venían; y, de este modo, el Gobierno supo de pronto quiénes eran todos los capos de los Gambino, lo que resultó ser el principio del fin. Aquello equivalió a desvelar, de manera completamente innecesaria, la identidad de los miembros principales de la familia, del círculo íntimo, de los motores que impulsaban a la familia.

El segundo error fatal que cometió Castellano fue el de no detectar los equipos de escucha que instaló el FBI en su casa de Staten Island, que era como una fortaleza. Gracias a estos micrófonos, el FBI tuvo por primera vez una visión general del funcionamiento interno de un jefe mafioso, de quién hacía qué, y de cuándo, dónde, e incluso cómo lo hacía.

El tercer error fatal que cometió Castellano fue tener relaciones car nales con el ama de llaves dominicana a la que había contratado su esposa, la hermana de Carlo, incluso mientras su esposa estaba en la casa; una acto nefando que seguramente hizo que Carlo Gambino se revolviera en su tumba. Para un siciliano, aquello era el colmo de la infamia, una falta imperdonable, una blasfemia.

Y gracias a los excelentes aparatos de escucha que habían instalado en la cocina de los Castellano, el FBI oyó todas las conversaciones, de un acaramelamiento ridículo, que mantuvo Castellano con su amante estando su esposa en la casa. Estas conversaciones llegarían a hacerse públicas, aparecerían publicadas en un libro del que se reprodujeron pasajes en la revista New York, con lo que Paul Castellano se convirtió en el hazmerreír de todos los miembros hechos de todas las familias del crimen organizado en todas partes, hasta en Sicilia. Esto terminó de sellar el destino final de Castellano. Lo interesante para nosotros es que Richard Kuklinski desempeñaría un papel importante en dicho destino.

El único capo que estaba satisfecho con el nombramiento de Castellano era Nino Gaggi. Gaggi era amigo íntimo y confidente de Castellano desde hacía treinta años, y con la ascensión de este, Gaggi se encontró en una situación excelente; y, por medio de Gaggi, también Roy DeMeo.

DeMeo seguía deseando más que nada en el mundo llegar a ser «hombre hecho», ingresar en la familia, y ahora que esta tenía por jefe a Castellano, la posibilidad parecía muy real y próxima.

Al igual que Gaggi, Castellano era un hombre notablemente codicioso: nunca le bastaba con lo que tenía. DeMeo era una máquina de ganar dinero, y Castellano estaba impresionado por la cantidad de dinero que recibía de DeMeo a través de Gaggi. Gaggi pedía una y otra vez a Castellano que «hiciera» a DeMeo, pero Castellano dudaba: DeMeo le parecía demasiado escandaloso, demasiado temerario; era un psicópata que acabaría por llamar la atención de la Policía. Castellano se negó a aceptarlo.

Después, DeMeo agitó un verdadero avispero cuando acogió en el seno de los Gambino a los tristemente célebres Westies. Aquello fue otro gran error.

Los Westies eran un grupo de irlandeses, poco cohesionado, que funcionaban en la Hell's Kitchen de Manhattan, en el West Side. Sus especialidades eran la extorsión a los comercios del barrio, las apuestas, la usura, la lotería clandestina… y el asesinato.

Los jefes de la banda eran James Coonan y Micky Featherstone, dos asesinos fríos. Featherestone era un tipo de aspecto más bien frágil, de unos 65 kilos de peso, con manos pequeñas de niño y cara de crío, pero que estaba dispuesto a pegar un tiro en la cabeza a cualquiera como si tal cosa. Coonan era lodo lo contrario: ancho de hombros, huesudo, de mandíbula fuerte, con la cara roja y nariz gruesa; tenía el pelo rubio blanquecino, que llevaba cortado a flequillo al estilo militar.

DeMeo apreciaba a esos tipos porque eran absolutamente despiadados. Por consejo de DeMeo, empezaron a descuartizar a sus víctimas y a enterrar los cuerpos desmembrados en los depósitos abandonados del ferrocarril, en lo más apartado del West Side de Manhattan.

Una tarde que Richard fue a dejar dinero en el Gemini Lounge, DeMeo le pidió que se pasara por Harlem acompañando a Freddie DiNome, que iba a hacer una visita a un tipo negro que tenía allí un bar. El tipo debía mucho dinero a DeMeo y no lo estaba devolviendo según lo acordado.

– Grandullón, quiero que vayas a verlo y le digas que está en la jodida cuerda floja, ¿vale?

– Sin problema -dijo Richard-. Claro.

– Ve a recoger a Eddie Mack. El conoce al moreno, y tiene unos huevos de bronce, ¿vale?

– Claro, Roy -dijo Richard, y salió hacia la ciudad acompañado de Freddie DiNome, un sujeto feo, de cabello castaño ensortijado y una nariz que parecía una patata gigante. DiNome era un experto en automóviles que ayudaba a Roy a camuflar los coches robados dándoles documentaciones limpias. Tenía como mascota un chimpancé que un día le dio un puñetazo y lo dejó sin sentido. Richard no tenía ningún interés económico en aquel asunto; iba simplemente por hacer el favor a DeMeo.

DeMeo estaba muy crecido últimamente. Se figuraba que no tardaría en ser «hombre hecho», lo que había ansiado desde que era un chico gordito, blanco de las burlas de los matones del barrio. Para él, en cierto modo, ingresar como «hombre hecho» era como encontrar el santo Grial y ganar el premio gordo de la lotería, todo junto.

Eddie Mack era miembro de la banda de los Westies. Era un irlandés duro, y también él era asesino frío. Richard apreciaba a los Westies, le parecía que tenían huevos. Pero también le parecía que estaban descontrolados, que deberían estar atados en corto, o incluso enjaulados. En todo caso, llegó con DiNome a la ciudad y allí recogieron a Mack, un tipo regordete de pelo rubio largo, y los tres fueron a Harlem. El bar estaba en la Tercera Avenida. Eddie dijo que entraría él a hablar con el propietario, que los dos se conocían de la cárcel.

– Te acompaño -se ofreció Richard.

– No, no hace falta -dijo Mack, y bajó del coche y entró.

Richard iba armado, como siempre. Se quedó sentado en el coche preguntándose por qué demonios le habían pedido que fuera, si Mack no quería que entrase con él. Pero al cabo de unos minutos se produjo un estruendo dentro del local, ruido de objetos que se rompían, un tiro. Richard saltó del coche y entró a toda prisa. En cuanto entró en el local le dieron un golpe en la frente con un bate de béisbol. Retrocedió, vacilante, pero no llegó a caer. Veía pajaritos que cantaban. La acera le daba vueltas. Sacó una derringer del 38 y volvió a entrar, muy enfadado. Eddie Mack salió con las manos en el vientre.

– El jodio negro me ha pegado un tiro -dijo.

– Vamos por él -dijo Richard.

– Déjalo. Hay una jodida tribu -dijo Mack, subiéndose otra vez al coche-. Qué cabrones.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Freddie.

– Se quiso pasar de listo, fui a por él, y uno de esos me pegó un tiro en el costado. Allí dentro está oscuro, y yo no veía más que dientes y ojos. Esto no va a quedar así. Llevadme a casa. Tengo buenas armas. Voy a por ellas y volvemos enseguida.

– Vámonos -dijo Richard. Volvieron a Hell's Kitchen. Freddie llamó a Roy y le contó lo sucedido, dijo que querían armarse y volver allí. DeMeo, entre maldiciones, les dio luz verde. Eddie Mack tenía un baúl viejo lleno de armas, armamento de guerra que había conseguido por medio de DeMeo. Richard eligió una «barrecalles», una escopeta del doce con un peine de municiones redondo, como las metralletas de estilo antiguo. DiNome y Mack tomaron sendos Mac-10, pistolas ametralladoras que disparaban a razón de treinta y nueve proyectiles de nueve milímetros por segundo. Richard ayudó a Mack a vendarse el orificio de la bala, que le atravesaba un costado a la altura del ombligo, y se pusieron en camino. Volvieron directamente al bar y aparcaron delante, en la acera de enfrente. Richard, con la frente muy hinchada, saltó del coche, fue el primero en entrar y se puso a disparar con la escopeta. Freddie y Mack lo siguieron enseguida, ametrallando con las Mac-10, y entre los tres hicieron añicos el local y abatieron a todos los presentes.

Satisfechos, se marcharon y se volvieron a Brooklyn, haciendo bromas por el camino sobre el tema de que en aquel bar a oscuras no se veía a los negros. Cuando estuvieron en el Gemini, DeMeo hizo venir a un médico que conocía para que tratara la herida de Mack. Al parecer, la bala le había atravesado limpiamente el costado. Freddie contó a todos que Richard había entrado el primero con la escopeta y se había puesto a disparar.

– El Grandullón tiene huevos de elefante -dijo DeMeo con orgullo.

Richard tenía en la frente un chichón del tamaño de una naranja. Tenía un dolor de cabeza tremendo. DeMeo le dio las gracias una docena de veces, le regaló una cesta grande llena de alimentos italianos exquisitos.

– Esto le gustará a tu mujer -le dijo; y Richard se volvió a su casa, enfadado porque hubiera pasado aquello. Sabía que podían haberlo matado, por nada, por un asunto en el que él no tenía ninguna participación. Ya tenía una cosa más en contra de DeMeo.

Barbara se quedó atónita cuando vio cómo tenía Richard la cabeza.

– ¿Qué te ha pasado? -le preguntó, preocupada.

– Me he caído -dijo él, sin dar más detalles. Barbara le preparó una bolsa de hielo. Richard se tomó unas cuantas aspirinas, se sentó en su sillón del cuarto de estar y se puso a ver una película de Clint Eastwood mientras bufaba de rabia para sus adentros. Como cabría esperar, sus actores favoritos eran Clint Eastwood y Charles Bronson.

Por los círculos mafiosos corrió rápidamente la voz de que el Grandullón había ido a Harlem y había hecho trizas a una pandilla de «negros engreídos» que estaban pidiendo a gritos que los pusieran en su sitio, que los mataran; y Richard empezó a recibir todavía más encargos, más que nunca. Sus hazañas como asesino adquirían proporciones legendarias; sin embargo, todavía eran pocos los que conocían siquiera su nombre verdadero.

También corría el rumor de que echaba a sus víctimas a las ratas para que se las comieran vivas, y estos relatos divertían e impresionaban a la vez a los que los oían.

El Grandullón era muy solicitado.

Aquello empezó por una tontería, en la calle Ochenla y Seis de Bensonhurst. Nino Gaggi estaba sentado en su coche, aparcado en doble fila ante el Hy Tulip, que era una conocida tienda de alimentos judíos de la avenida Veinte, bajo el tren elevado del West End. Gaggi estaba esperando a Marie Gaggi, la esposa de su hermano Roy. Marie era una belleza de cabello oscuro y ojos azules. Casi todos los hombres se volvían al verla pasar por la calle. Aquel día, el 14 de febrero de 1975, cuando Marie salió de la tienda de alimentación algunos jóvenes del barrio hicieron comentarios groseros, soltaron silbidos. Nino Gaggi, al verlo, saltó de su coche con un martillo y empezó a lanzar golpes con él a los jóvenes, dispuesto a romper la cabeza a alguno. Era de la vieja escuela y no estaba dispuesto a tolerar esa falta de respeto. Uno de los adolescentes se llamaba Vincent Governara. No sabía quién era Nino, que era capo de la familia Gambino, ni tampoco sabía Nino quién era Governara, un boxeador excelente, campeón de boxeo. Governara, joven, ágil y musculoso, esquivó el martillo y dio a Nino un gancho de izquierda con el que lo noqueó y le rompió la nariz.

Nino no podía tolerar aquel insulto y juró matar a Governara.

Pronto corrió por todo Bensonhurst la voz de que Gaggi quería acabar con Governara, de que quería su sangre. A Vinnie Governara lo llamaban Vinnie el Lelo porque no tenía una gran capacidad mental, pero era un atleta de primera, gran jugador de frontón y de béisbol, además de campeón de boxeo. Parecía un Jerry Lewis a la italiana, con la boca grande. Vinne el Lelo era, además, un bailarín excelente. Las noches de música latina iba a la sala Hollywood Terrace, en la avenida Dieciocho, y daba todo un recital. Era tan buen bailarín que la gente le hacía sitio en la pista de baile para verlo actuar. Vinnie también era un luchador lleno de saña, golpeaba a la gente con combinaciones rapidísimas. Jamás había perdido una pelea callejera. Cuando Vinnie se enteró de quién era el hombre al que había pegado, se marchó de Brooklyn y se fue a Florida. Vinnie había nacido y se había criado en Bensonhurst y sabía bien el precio de derribar de un puñetazo a un «hombre hecho»: la muerte.

Vinnie el Lelo acabaría por tener gran importancia para el ingreso definitivo de Roy DeMeo.

Governara volvió al barrio algunos meses después de haber roto la nariz a Gaggi, y vieron su coche aparcado en la avenida Bath, unas pocas manzanas al sur de la calle Ochenta y Seis. Nino Gaggi encargó a su sobrino Dominick, veterano de la guerra de Vietnam que se había entrenado para operaciones especiales, que dispusiera una granada de mano para que estallara cuando Governara abriera la puerta del coche. La granada la proporcionó con mucho gusto Roy DeMeo.

Pero cuando Governara abrió la puerta del coche, haciendo saltar la anilla de la granada de mano, no cerró la puerta enseguida, y cuando estalló la granada, la mayor parte de la fuerza expansiva se escapó por la puerta abierta. A pesar de ello, la explosión rompió una pierna a Governara y lo arrojó hasta la otra acera de la avenida Bath, una arteria principal que atraviesa el corazón del territorio mafioso.

Huelga decir que Governara volvió a desaparecer de Bensonhurst. Se volvió a Florida y, prudentemente, pasó una temporada sin aparecer por allí… pero no tanto como debía; y cuando regresó a Bensonhurst, vieron su coche en la esquina de la avenida Veinte y la calle Ochenta y Cinco; casualmente a solo dos manzanas del Hy Tulip, donde había comenzado todo aquello.

Era el 12 de junio de 1976, el cumpleaños de Denise Montiglio, la esposa de Dominick. En casa de los Gaggi se celebraban siempre los cumpleaños por todo lo alto. Roy DeMeo estaba por allí, y regaló a Denise (una hermosa chica de barrio de origen italiano, de larga cabellera negra y una gran sonrisa encantadora) un reloj de pulsera con diamantes. Denise era sobrina política de Nino, y Roy estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta por agradar a Nino, por congraciarse con Nino.

Cuando Nino se enteró de que habían visto el coche de Vinnie Governara en la avenida Veinte, salió enseguida de la casa con su sobrino y con Roy DeMeo, abandonando la fiesta de cumpleaños, para ir a matar a Vinnie Governara por una ofensa, por una nariz rota, que este había cometido hacía ya quince meses. El sobrino de Nino, Dominick, tenía el pelo negro, ojos oscuros, pómulos marcados. Había intervenido en muchos combates en Vietnam, y tras volver de la guerra estaba callado y taciturno, parecía como si se cerniera sobre su cabeza un nubarrón de tormenta.

Nino se puso un bigote postizo ridículo, y los tres, Dominick, Roy y él, fueron hasta la avenida Veinte en el coche de Roy y se pusieron a esperar a Vinnie Governara. Era un sábado a media tarde. Había mucha gente por la calle, de compras. Nada de aquello impediría a Nino Gaggi vengarse. Matar a un hombre a plena luz del día, cerca de la calle Ochenta y Seis, era, en realidad, una empresa absurda y muy arriesgada; pero aquello no bastaba para disuadir a Nino. Estaba dispuesto a sacrificar todo lo que tenía con tal de desquitarse de Vinnie Governara, que no era más que un joven que luchaba por abrirse camino en la vida con un buen par de puños.

Nino Gaggi no tuvo que esperar mucho. Vieron llegar a Governara, que se dirigía tan tranquilo a su coche, un viejo Plymouth. Nino y Roy se pusieron a su espalda. Governara los vio y echó a correr. Allí mismo, a plena luz del día, Roy y Nino apuntaron a Governara, que huía, y lo abatieron con una ráfaga de balas del 38. Dominick no disparó con la 22 que llevaba. Cuando corrían otra vez hacia el coche de Roy, algunos transeúntes empezaron a perseguirlos. Gaggi levantó su 38. Todos se tiraron al suelo. Los asesinos subieron rápidamente al coche de DeMeo, se pusieron en camino y consiguieron huir. Governara murió a consecuencia de sus heridas a los pocos días, en el hospital de Coney Island.

Desde entonces, DeMeo pidió con mayor insistencia a Gaggi que hablara con Paul Castellano para que lo hicieran «hombre hecho». Gaggi prometió a Roy hablar con él; se encargaría de que a DeMeo lo «arreglaran» por fin, como decían ellos.

Aquel incidente entre Governara y Nino Gaggi solo afectó a Richard Kuklinski en el sentido de que conduciría por fin a que Roy DeMeo se convirtiera en «hombre hecho», lo que significaría que Richard ganaría más dinero con él y que DeMeo pasaría más contratos de asesinato a Richard.

El golpe siguiente que llevó a cabo Richard para DeMeo fue también en Los Angeles. La víctima debía dinero a los mafiosos, no pagaba, parecía como si estuviera retando a los mafiosos a que hicieran algo. DeMeo avisó a Richard por el busca, se reunió con él en la casa de comidas próxima al puente Tappan Zee, encomendó el contrato a Richard, y este volvió a viajar a Los Ángeles al día siguiente.

La víctima era muy desconfiada. Sabía que lo buscaban, y se movía con cautela. Richard pasó días enteros acechando ante su casa. El hombre vivía en un edificio de pisos de color rosa, en Sherman Oaks. Richard lo vio dos veces, pero no pudo hacer nada. Había testigos. A Richard no le gustaba rondar tanto tiempo para hacer un trabajo. Las probabilidades de que algo saliera mal aumentaba a cada hora que pasaba. Frustrado, intentó una cosa que había visto en unos dibujos animados de Bugs Bunny. Fue directamente a la puerta de la casa de la víctima y llamó. Veía luz por la mirilla y acercó un ojo. Cuando vio que la silueta oscura de la víctima se acercaba y llegaba a la puerta, apoyó en la mirilla el cañón de una 38, esperó el momento y disparó, matando a la víctima al instante de un tiro en un ojo.

Después de un nuevo trabajo bien hecho, Richard fue a hacer una buena comida en Hollywood Oeste, se dio un largo paseo, durmió bien aquella noche, y al día siguiente se volvió a reunirse con su familia.

El dinero seguía llegando en cantidad; pero, por mucho que ganara Richard, nunca parecía suficiente. Salía más deprisa que entraba, según contó hace poco.

Richard ya estaba llevando a cabo de cuatro a seis contratos al mes por término medio. Era un hombre muy ocupado y aplicado; siempre trabajaba con un cuidado escrupuloso; siempre tenía éxito. Hasta empezó a utilizar veneno para matar. También volvió a darse otra vez al juego, cosa que no le sentaba nada bien. Es difícil romper con los viejos hábitos.

35

Mamada doble

Era la primavera de 1977, una estación de renacimiento y de renovación; había terminado el crudo invierno de la Costa Este. Las hojas verdes y la hierba volvían a las calles tranquilas y arboladas de Bensonhurst, aquel barrio discreto donde se daba la mayor concentración mundial de asesinos en serie. Los pájaros cantaban. Se abrían las flores. Brillaba el sol. Los chicos volvían a las calles y organizaban partidos bulliciosos de stickball con palos de escoba recortados, de «churro, media manga y manga entera» y de pídola. Las niñas jugaban a la comba. A excepción de los enfrentamientos que se producían a veces entre gentes de la Mafia, Bensonhurst era un barrio seguro, un buen lugar para criar a los niños, por donde se podían pasear sin inquietud las mujeres y las muchachas.

Gracias a la insistencia de Nino Gaggi, al flujo inagotable de hermosos fajos de billetes de cien dólares que enviaba DeMeo a Gaggi y a Castellano y al asesinato de Vinnie el Lelo, Paul Castellano cedió por fin y accedió a «hacer» a DeMeo. Aquella primavera, Castellano estaba «abriendo los libros» y permitiendo el acceso a nuevos miembros, entre los que se contaba Roy DeMeo.

Para DeMeo, aquello era como recibir un doctorado después de una vida dedicada al estudio. Era la culminación de su vida, lo que siempre había deseado, un sueño hecho realidad. Según la costumbre establecida, se comunicó a todos los «hombres hechos» de todas las fámilias la noticia de que a Roy DeMeo lo iban a arreglar, y si alguien conocía algún impedimento para que a DeMeo lo «hicieran», debía decirlo, hacérselo saber a los Gambino. Nadie dijo nada en contra del ingreso de DeMeo.

La ceremonia, sencilla aunque muy seria, se celebró en el sótano acondicionado de un teniente de los Gambino que vivía en la calle Diecisiete Bay, en Bensonhurst. Estuvieron presentes Castellano y Gaggi, DeMeo y el veterano Jimmy Esposito. Gaggi hacía de patrocinador de DeMeo, naturalmente. Se celebró la ceremonia; se hizo un pequeño corte a DeMeo en el dedo hasta extraerle sangre, se pronunció el juramento, todo con una solemnidad cómica. Gaggi y Castellano besaron a DeMeo en las dos mejillas y le dieron un gran abrazo de oso, y DeMeo se convirtió oficialmente, formalmente, en miembro «hecho» de la familia Gambino del crimen organizado… en sgarrista.

Después tomaron una larga cena de cuatro platos en el Tomasos, en la calle Ochenta y Seis. Tras la cena hubo brindis y más abrazos y besos, y Roy DeMeo se marchó camino del Gemini, en la carretera Belt Parkway, convertido ya en «hombre hecho».

Sabía que a partir de entonces se le abrirían muchas puertas. Recibiría por fin el respeto y el temor que había anhelado siempre. Ahora podía ir ascendiendo por el escalafón. DeMeo tenía planes grandes y optimistas: tener su propia cuadrilla, llegar a capo y, quizá, hasta llegar con el tiempo a jefe de la familia. ¿Por qué no? DeMeo se consideraba más hábil que cualquier otro miembro de la familia Gambino, o incluso que cualquiera de cualquier otra familia. Y además, él era implacable, un asesino frío, lo que constituía un atributo muy necesario para ascender en el crimen organizado en Nueva York.

La reputación de DeMeo como asesino ya se había extendido por todas partes. Se le consideraba el ejecutor oficial de la familia Gambino, su mano mortal. Ninguna otra cuadrilla de los Gambino (había veinte en total) podía compararse siquiera con la banda de asesinos en serie de Roy DeMeo. Y Richard Kuklinski siempre estaba allí dispuesto, en un segundo plano, como un espíritu sobrenatural y malévolo dispuesto a salir de las sombras y a sembrar la confusión cuando lo convocaba DeMeo.

Richard Kuklinski era el Luca Brasi [7] de Roy DeMeo.

Aquella noche hubo otra fiesta en el Gemini Lounge. Acudieron todos los hombres de DeMeo. Se abrieron botellas de champán caro y se pronunciaron muchos brindis. En la mesa de la cocina había montones relucientes de cocaína para que se sirviera quien quisiera. Se había hecho venir a varias mujeres de vida alegre para animar la velada, para que hicieran un espectáculo lésbico y practicaran felaciones maestras. Por entonces no existía todavía el problema del sida y las mujeres se lo tragaban todo tranquilamente.

Roy se consideraba todo un galán; no se llevaba bien con su mujer, era muy lascivo y aquella noche le hicieron un trabajo doble: dos mujeres le chuparon y le lamieron el pene y los testículos a la vez. «Una mamada doble», como lo llamaba su cuadrilla.

Qué bella era la vida. Roy DeMeo esperaba mucho de la vida y era un hombre muy feliz. Era «hombre hecho». Estaba en la cumbre del Everest. Llegó, vio y venció.

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Las drogas eran uno más entre los múltiples problemas que empezaban a acosar a la cuadrilla del Gemini. Henry Borelli, Chris Goldberg, Joey Testa y Anthony Senter tomaban mucha cocaína. Anthony Senter se estaba quedando escuálido, paranoico, y ya no era de fiar. La cuadrilla del Gemini, por sus éxitos anteriores, había llegado a creerse que nada podría hacerles daño, ni la Policía, ni el FBI, ni mucho menos otra cuadrilla mañosa u otra familia del crimen organizado. Eran invencibles. Eran como Asesinato, S. A., y la Banda Roja, todo en uno, los reyes de una montaña cubierta de cadáveres descuartizados.

Roy DeMeo ya caminaba contoneándose como si midiera tres metros, como si fuera el rey de Brooklyn, con su cabeza de huevo, del tamaño de una sandía, llena a rebosar del gran concepto que tenía de sí mismo. Mataba o había matado con despreocupación a todo el que se interponía en su camino, a todos los que él consideraba que podían darle problemas, a todos los que le faltaban al respeto, a todos los que consideraba una amenaza, una fuente de disgustos. No corría riesgos.

– Los muertos no hablan -decía. Cuando tenía el menor conflicto con alguien, su solución era matarlo. Como Richard, se comportaba como si tuviera el derecho divino de matar a los seres humanos. Pero, a diferencia de Richard, Roy DeMeo se había rodeado de un puñado de asesinos en serie psicóticos y llenos de cocaína, lo que acabaría por resultar un grave error de juicio.

Richard salió de su casa con una bolsa de papel de estraza arrugada llena de dinero para DeMeo; era la parte que correspondía a este del negocio de la pornografía. Ya eran socios en toda regla.

También Richard sabía que DeMeo era ya hombre hecho, que ya no era un picciotto sino todo un sgarrista. Sabía también que DeMeo tenía planes grandiosos. Richard creía que DeMeo ascendería rápidamente dentro de la familia Gambino, que al cabo de unos cuantos años tendría su propia cuadrilla aprobada por la familia. Pero Richard creía firmemente que DeMeo era demasiado temperamental, que era un maníaco descontrolado, que tenía un genio demasiado vivo como para durar y llegar hasta donde podría llegar por sus dotes. Creía también que, tarde o temprano, la cuadrilla de locos de DeMeo (como los consideraba él) acabarían por quemar el puente que se estaba construyendo DeMeo.

Richard seguía pensando en matar a DeMeo cuando llegara el momento oportuno. Que DeMeo fuera «hombre hecho» no se lo impediría. De hecho, nada se lo impediría. Era cuestión de tiempo; tenían que cumplirse todas las circunstancias oportunas. Richard había llegado a descubrir que no importaba quitarse de en medio a un «hombre hecho», con tal de que nadie se enterara. Asesinar a un «hombre hecho» sin que el golpe estuviera aprobado, y permitir que alguien se enterara, era un billete de ida a la tumba, una muerte segura.

Richard abrazó y besó a DeMeo en el club, le felicitó con efusión, representando el papel de amigo leal, de buen socio: hizo una actuación digna de un Oscar. Richard entregó a Roy su parte del dinero. Se portaba con DeMeo con honradez escrupulosa. Se aseguraba de pagarle hasta el último dólar que le correspondía.

Para sorpresa de Richard, Roy le invitó a ir de pesca en su barca, un nuevo juguete del que DeMeo estaba orgulloso. Hacía buen día, a Richard le gustaba la pesca, y accedió a ir. Tomaron el Cadillac de DeMeo y fueron al puerto deportivo próximo de la Bahía de Sheepshead. Los asesinos en serie Chris Goldberg, Joeh Testa y Anthony Senter ya estaban esperando a Roy en el puerto. Iba con ellos un cuarto tipo, un tal Bob, al que Richard no conocía. Se hicieron las presentaciones. Subieron al barco, una barco de motor blanco y reluciente de diez metros de eslora, provisto de algunas cañas de pescar, y zarparon. DeMeo se había llevado una caja grande de emparedados italianos gigantes, trozos de provolone y de mozarela, y gruesas lonchas de pepperoni. Saltaba a la vista que a DeMeo le encantaba su barco y que estaba orgulloso de él: era como un chico con una bicicleta nueva, con la mejor bicicleta del barrio, la envidia de todos. El cielo estaba despejado y muy azul. Hacía un calor poco común para la estación y el mar estaba en calma y acogedor. Cuando se hubieron hecho a la mar, DeMeo puso el motor a las máximas revoluciones y salieron directamente hacia alta mar. Richard se sentó a disfrutar del paseo, del aire fresco. Aunque los tipos de Roy todavía no habían llegado a apreciar a Richard, ni él a ellos, habían aprendido a aceptarlo; pero lo miraban con desconfianza.

A Richard le encantaba el mar desde su infancia en Jersey City, y le gustaba ir en barco, recibir el aire limpio y fresco del Atlántico. Joey y Anthony iban hablando con el tal Bob, contándole chistes, contándole la mamada doble que habían hecho esas dos chicas tan estupendas a Roy.

Cuando estuvieron lejos de la costa, Roy desaceleró el motor, lo apagó y anunció que aquel era buen lugar para pescar, pero que antes debían echar algo de cebo al agua.

– ¿Que vamos a pescar? -preguntó Bob.

– Tiburones -le dijo Roy.

Bob era un tipo bajito, cuadrado, con cara de bulldog. Tenía un leve acento que Richard no situaba. Puede que fuera canadiense. Después de bajar al agua con una red una cesta de cebo y de cebar un par de anzuelos grandes, Roy sacó los emparedados y almorzaron, tomando cerveza y vino blanco y contando chistes verdes. No se veía ningún otro barco. Richard sentía curiosidad por ver tiburones de cerca, a tan corta distancia, aunque en realidad no creía que hubiera tiburones en aquellas aguas. Sin embargo, no lo descartaba, y la idea lo animaba. Pero Roy estaba seguro de que allí había tiburones, decía que había pescado muchos en ese mismo lugar.

Richard percibía algo en el ambiente, peligro, pero no sabía por qué. Todo parecía en orden. Iba armado, como siempre; llevaba encima una pistola y un cuchillo. DeMeo estaba de muy buen humor. Cuando estaban terminando de almorzar, Chris vio un tiburón. Su aleta dorsal azul cobalto cortaba la superficie del agua. Todos se levantaron para verlo acercarse.

– ¿Lo veis? ¡Os lo dije! -anunció DeMeo. Al poco aparecieron otros tiburones; de pronto, parecía que estaban en todas partes. DeMeo se acercó a donde estaba de pie Bob. Su actitud cambió de pronto.

– Ya sé que eres un puto chivato. Calabro me ha contado lo que has estado haciendo -dijo a Bob; y sacó una pistola y le pegó un tiro en la cara. El desventurado soltó un grito y cayó. Los demás se apoderaron de él y lo echaron al agua.

Gritando, con los ojos desorbitados, el hombre intentaba mantenerse a flote, pero le costaba trabajo. Chris quería dispararle, pero Roy no se lo permitió.

– Deja que terminen con él los tiburones -dijo Roy. Bob sangraba profusamente. Sin duda, el corazón le latía con furia, y la sangre le brotaba por el orificio de la cara como un torrente rojo palpitante; y los tiburones no tardaron en rodearlo, en flotar a su alrededor, mientras Bob gritaba y azotaba desenfrenadamente el agua con las manos. Richard contemplaba aquello con interés, divertido, disfrutándolo. Los tiburones, que habrían percibido sin duda el olor de la sangre, no tardaron en dar pequeños mordiscos primero, después grandes bocados, a Bob, que chillaba, pedía, suplicaba; y este no tardó en hundirse para no volver a aparecer. A DeMeo y a los demás les pareció un espectáculo entretenido, muy divertido, mejor que un musical de Broadway; se daban palmadas, riendo y sonriendo. También a Richard le había parecido entretenido, apreciaba su originalidad.

– Ese puto chivato se ha llevado su merecido -dijo DeMeo-. Lo único que siento es que haya durado tan poco.

Todos le dieron la razón. Atraparon unos cuantos tiburones a los que disparaban en la cabeza cuando estaban cerca del barco, y después pusieron rumbo de nuevo al puerto deportivo. Por el camino, el cielo cambió de pronto, se puso gris y oscuro. Empezó a llover. Con la lluvia se levantó viento, empezaron a caer rayos y truenos. El agua se agitó. El mar, encrespado de pronto, se llenó de crestas blancas. Richard empezaba a sentirse mareado y estaba impaciente por volver a pisar tierra firme. Llegaron sin novedad al puerto, y Richard agradeció a Roy «aquella tarde tan entretenida».

– Estás lleno de sorpresas -dijo Richard.

– Tengo un millón -dijo Roy.

Cuando Richard iba por la avenida Flatbush (ya había oscurecido) se puso a su lado un coche lleno de negros que llevaban pañuelos rojos en la cabeza y que, sin motivo alguno, se pusieron a provocarlo, a llamarlo cracker y «blanquito». Llegaron a un semáforo en rojo.

– ¡Eh, cabrón! -dijo uno de ellos, ya a solo un par de metros de Richard-. ¡Lárgate de este barrio, joder!

– A mis siete amigos no les gusta que les hablen así -dijo Richard.

– ¿Qué siete amigos? -dijo el conductor, mirando a Richard como si estuviera loco.

– Estos siete amigos -dijo Richard, enseñándoles su pistola, que contenía siete balas. El tipo se saltó la luz roja, con chirrido de neumáticos, quemando goma. Richard llegó a la carretera Belt Parkway y se dirigió al Oeste para volver a Dumont con su mujer y sus hijos, dando vueltas en la cabeza a los sucesos del día. Le había gustado aquella idea de echar una persona a los tiburones; le pareció una manera novedosa de deshacerse de un cadáver.

Empezó a pensar nuevas maneras de matar, ampliando su repertorio. Los venenos le interesaban. Sabía que los asesinos llevaban muchos años utilizando con éxito los venenos. Llegó a la conclusión de que debería estudiar aquello mientras empezaba a cruzar el amplio puente Verazzano, admirando la vista, la multitud de luces de colores que rielaban en el agua como teclas de piano gigantes. Recordaba cómo admiraba el juego de las luces de Manhattan sobre el río Hudson cuando era niño en Jersey City.

El único amigo de Richard, Phil Solimene, era capaz de conseguir cualquier cosa si se lo proponía. Richard seguía acudiendo a la tienda de Solimene los viernes por la noche para participar en la partida de póquer en la que se jugaba suerte, y solía pasarse por allí varias veces por semana para charlar, enterarse de lo que se decía por ahí, tomar café. Richard volvía a jugar, cada vez más.

Si en Nueva Jersey había un Fagan, este era Philip Solimene. Parecía que todos los ladrones y descuideros conocían a Phil. Richard preguntó a Phil, como al descuido, si sabía dónde podía conseguir algo de veneno.

– ¿De qué clase? -le preguntó Phil.

– Para matar ratas… ratas grandes, ja, ja. Cianuro, estricnina, arsénico…

– Preguntaré por ahí-dijo Phil. Era lo que decía siempre Solimene cuando le pedían diversos artículos. Solimene no decía nunca que no, y lo más corriente era que consiguiera lo que se le había pedido.

Solimene sabía de primera mano lo mortal que era Richard. Él se había encargado de tender trampas a personas para que Richard las matara para robarles. Les ofrecía diversas mercancías en venta: perfumes, drogas, cintas vírgenes, pornografía, armas de fuego; y cuando se presentaba el comprador con el dinero, Solimene llamaba a Richard, que llegaba allí, contaba un cuento al comprador, lo llevaba a solas con él, lo mataba y se repartía el dinero con Solimene. Solimene había llegado a ver a Richard matar a gente.

Solimene apreciaba a Richard, le parecía que era un tipo legal que siempre cumplía su palabra, callado, firme y con huevos. Si Solimene tuviera que elegir a alguien entre todas las personas del mundo para encontrarse con él en un aprieto, elegiría a Richard sin dudarlo.

Solimene llamó a Richard cuatro días más tarde y le pidió que se pasara por allí aquella noche. Richard acudió a la tienda, y Solimene le dijo que tenía un amigo, farmacéutico de Union City y «negociante», que le vendería todo el veneno que quisiera. Así entró Paul Hoffman en la vida de Richard Kuklinski, durante un tiempo relativamente corto.

Hoffman era un hombre de talla media, gordo; era un individuo especialmente codicioso. Siempre estaba buscando el negocio, la manera de ganar más de lo que le correspondía en derecho y en justicia. Tenía una buena profesión, la farmacia prosperaba, pero no le bastaba: siempre quería más. Llevaba años comprando a Solimene cargamentos de medicamentos procedentes de asaltos. Le compraba de todo: aspirinas, barbitúricos, pastillas para adelgazar, antibióticos, medicamentos para las úlceras, perfumes, hojas de afeitar, a una fracción de su precio, y las vendía al precio de venta al público normal, obteniendo grandes beneficios. Cuando Richard conoció a Hoffman en la tienda de Phil, no le cayó bien. Aunque es verdad que a Richard le caía bien muy poca gente.

Hoffman no solo estaba dispuesto a vender a Richard todo el veneno que quisiera, sino que le enseñó a administrar la dosis adecuada para obtener el efecto deseado, el efecto máximo. Llegó a sentarse con Richard para darle instrucciones detalladas, ideas y consejos farmacológicos sobre el modo adecuado de aplicar y emplear las toxinas más peligrosas conocidas por el hombre, advirtiéndole que si utilizaba demasiado, la Policía podría determinar la causa de la muerte; si demasiado poco, no surtiría efecto. Hasta dio a Richard una cucharilla mi núscula para medir las dosis adecuadas. Richard empezó comprando cianuro. Venía en un grueso frasco de cristal que llevaba el símbolo de la calavera y las dos tibias. Cuando Richard tuvo en la mano el frasquito mortal, este le produjo una impresión muy extraña. Le daba, como quizá fuera de esperar, una impresión de poder y de omnipotencia.

Se trataba, en efecto, de un combinado muy peligroso. Richard Kuklinski y cianuro.

La víctima designada era un teniente de la familia Bonanno, un personaje paranoico, astuto; difícil de matar, porque sabía que andaban detrás de él y siempre iba acompañado de dos guardaespaldas de aspecto fiero. Se llamaba Tony Scavelli. Lo llamaban el Elegante, porque siempre iba vestido de punta en blanco. Era todo un galán, tenía una novia muy hermosa a la que le gustaba ir a cenar a los mejores restaurantes y después a algún club selecto, al Regine's, en Park Avenue, o al Xenón, en la calle Cuarenta y Cinco Oeste. Richard pasó diez días vigilando al Elegante, pero sin poder acercarse lo suficiente para pasar a la acción.

Richard decidió hacerlo en uno de los clubes, con veneno. Paul Hoffman le enseñó a mezclar el cianuro con un líquido especial y a meterlo en una jeringuilla.

«Un pinchazo mortal», lo llamaba.

Utilizando una jeringuilla con la aguja más fina e indetectable que pudo conseguir, Richard mezcló cuidadosamente el líquido y el cianuro hasta que todo el veneno quedó disuelto en el líquido por completo.

Llegó a la conclusión del que el club Regine's era demasiado pequeño, no había la multitud suficiente para que él pudiera acercarse a la víctima sin llamar la atención. Pero el Xenón era otra cosa. Era perfecto: lleno de gente, ruidoso, con luces de discoteca que se encendían y se apagaban. Para integrarse en el ambiente, Richard se puso un traje llamativo que él creía que le daba aspecto de gay.

Era un sábado por la noche. La víctima, su novia y sus guardaespaldas cenaron en un restaurante francés muy popular llamado Un, Deux, Trois, y se dirigieron después al Xenón. Richard, con un sombrero puntiagudo rojo, pantalones rosa, camiseta amarilla, un collar al cuello y zapatos con alzas, consiguió que lo dejaran entrar en el club, lo que ya era de suyo una hazaña. El local estaba lleno de público que bailaba, gente elegante y de categoría. La música era estruendosa, los altavoces retumbaban, las luces de discoteca giraban locamente. Aquellas luces confundían a Richard. A él no le gustaban. Veía que la gente se metía cocaína sin recato. Richard consiguió encontrar al objetivo. Estaba bailando al borde de la pista, a la derecha.

Llevando el ritmo de la música, sacudiendo por el camino su cuerpo enorme, Richard pasó junto a la víctima bailando, rozándolo, y al pasar le clavó la jeringuilla mientras se dirigía a la salida. La víctima se derrumbó al cabo de un minuto y no tardó en morir. Todos creyeron que había sufrido un ataque al corazón. En la autopsia realizada por el forense no se detectó siquiera el veneno.

Según Richard, uno de los tipos del equipo que había participado en la muerte de Jimmy Hoffa, llamado Sal Briguglio, se metió en algunos problemas con la ley, y corrió la voz de que intentaba aprovechar lo que sabía del asesinato de Hoffa para librarse de problemas. Por ello se desenterraron los restos de Hoffa, se metieron en el maletero de un coche que se redujo a chatarra compacta y se exportó a Japón. Richard recibió el encargo de matar a Briguglio. Con otro asesino de Nueva Jersey, Paulie Salerno, siguió a Sal hasta Little Italy. Cuando la víctima caminaba por las cercanías de la calle Mott, Richard lo golpeó desde detrás con un rompecabezas, lo derribó y le disparó muchos tiros con una 38 provista de silenciador, y después se alejó a pie rápidamente. Se llamó a la Policía. Los detectives interrogaron a la gente del barrio. Nadie había visto nada. Un nuevo asesinato relacionado con la Mafia en Little Italy… nada nuevo.

El veneno y Richard Kuklinski hacían tan buena pareja como la mantequilla de cacahuete y la gelatina: por primera vez en su vida, Richard compró libros y los estudió con cuidado, tratados de medicina sobre los venenos. Pasó varias semanas leyendo y tomando apuntes, aprendiendo por su cuenta las sutilezas y los detalles del arte de matar a la gente con veneno. Aprendió acerca del cianuro, el ácido prúsico, el ácido hidrocianhídrico, el cianuro de hidrógeno, la anilina y el ácido cianhídrico y sus aplicaciones. Siempre que veía a Paul Hoffman le preguntaba cosas, y Hoffman respondía con mucho gusto a las preguntas de Richard y proporcionaba a este los venenos en cuestión. Naturaímente, cobraba a Richard precios exorbitantes, pero a Richard no le importaba; aquello no era más que los costes de su negocio.

Richard era como un niño con un juguete nuevo; estaba deseoso por probar estos nuevos instrumentos de muerte. Dice que le encantaba la sutileza del veneno: no había violencia, ni tiros, ni sangre, ni huesos rotos; que era incoloro e inodoro, pero tan mortal como un tiro en la cabeza, o puede que incluso más.

Richard salió al mundo con frascos de veneno en el bolsillo para cumplir encargos de asesinatos. En muchos casos, Richard podía acercarse a la víctima, invitarla a comer, a beber algo… y utilizar sus nuevos amigos, como llamaba a los venenos.

Se llamaba Billy Mana. Era un «hombre hecho» de la familia Genovese. Su jefe quería que lo mataran. Richard se puso en contacto con Mana, lo invitó a tomar una copa diciéndole que tenía un cargamento de abrigos de piel que quería vender. «Baratísimos. Tengo prisa por dar salida a la mercancía», le dijo.

Mana, como todos los mafiosos, tenía hambre de dinero, y se reunió a tomar una copa con Richard en un bar de Union City. Richard llevaba encima un frasco de cianuro del tamaño de un dedo meñique. Cuando Mana fue al servicio, Richard vertió el veneno en su bebida, rápida y discretamente, como si fuera un truco de magia. Mana volvió al poco rato y apuró su vaso. Richard, generoso, pidió otra ronda. Pero antes de que la hubieran servido, Mana se atragantó, se llevó las manos a la garganta mientras se le hinchaban los ojos, y a los pocos momentos se derrumbó.

– ¡Un infarto! ¡Llamen a un médico! -dijo en voz alta Richard; y al poco desapareció, como si no hubiera estado allí nunca.

Richard, satisfecho, se volvió a su casa, con su familia, como Drácula cuando regresaba a su guarida. A lo largo de los meses siguientes, Richard utilizó el veneno para matar siempre que fue posible, en la comida, en las bebidas, en una pizza. Llegó a convertirse en un verdadero experto en la aplicación de sustancias mortales.

Naturalmente, aquello tuvo el efecto de fomentar todavía más su reputación como asesino a sueldo, y siguieron llegándole todavía más contratos. Ya viajaba por todo el país para asesinar a personas que la Mafia quería quitarse de en medio. Estaba dispuesto a ir a cualquier parte para hacer un trabajo. Estaba muy ocupado; demasiado ocupado. Sabía que aquello no podía durar siempre, pero le agradaba mucho el trabajo, el desafío, el rematar con éxito un encargo. Aquello lo hacía sentirse como un dios, como una verdadera fuerza mortal. Richard se convirtió en la estrella más brillante de la constelación de los asesinos fríos. Al difundirse la fama de Richard, la gente del hampa no quería tratarse con él, lo miraban con desconfianza y de reojo. Hasta el propio Roy DeMeo temía a Richard. DeMeo era una de las pocas personas del mundo que sabían lo peligroso y lo diabólico que era Richard de verdad. Cuando DeMeo tuvo una trifulca con John Gotti y su hermano Gene, pidió a Richard que asistiera a una reunión con ellos para servirle de guardaespaldas.

Los hermanos Gotti y su cuadrilla también tenían su fama de peligrosos y despiadados, dispuestos a matar primero y hacer las preguntas después. Pero ni siquiera ellos querían tener nada que ver con DeMeo y la banda del Gemini. Es verdad que DeMeo y John Gotti pertenecían a una misma familia, pero había tensiones entre ellos. Sin embargo, y como estaban en una misma familia, al menos en teoría, debían resolver las disputas y los desacuerdos hablando amistosamente, y no por medio del asesinato. Cuando DeMeo y John Gotti, dos hombres despiadados y soberbios, tuvieron un desacuerdo sobre el modo de repartir las mercancías robadas en el aeropuerto Kennedy, sobre quién se quedaba con qué, se hizo preciso que celebraran una «sentada»; así se llama en la Mafia el modo de resolver las disputas a base de razonar y conversar, en vez de por la violencia.

John Gotti, como DeMeo, tenía fama de hombre peligroso, arrojado, de buenos puños y de genio vivo. Hacía poco que había salido de la cárcel, donde había cumplido condena por su participación en un asesinato: Gotti había matado a Jimmy McBratney, el hombre del que se rumoreaba que había sido responsable del secuestro y asesinato del sobrino de Carlo Gambino. Gotti contrató al célebre Roy Cohn, que le consiguió un acuerdo de amigo: cuatro años por intento de asesinato, una ganga.

Gotti había cumplido la condena, estaba en la calle y producía agitación en la familia Gambino. Como otros muchos del clan Gambino, odiaba a Paul Castellano por muchos motivos: por la avaricia de Paul; por el empeño de este en que todos los capitanes acudieran a rendirle homenaje una vez por semana en el Club de Veteranos y Amigos; por el hecho de que lo hubieran nombrado por una relación de parentesco; porque no había impedido que el FBI le pusiera micrófonos en su casa; porque su relación con el ama de llaves se había convertido en un escándalo público muy comentado en el mundillo de la Mafia.

DeMeo no apreciaba a John Gotti ni confiaba en él; y cuando se celebró la «sentada», se llevó a Richard como guardaespaldas. Camino de la reunión, que se celebraría en casa de otro capitán de la familia Gambino, Roy dijo:

– Grandullón, no podemos fiarnos del puto Gotti. Vigílalo, y no me pierdas de vista a mí, ¿entendido?

– Entendido -dijo Richard.

Richard llevaba encima tres pistolas, y un cuchillo atado a la pantorrilla.

A Richard le gustaba que DeMeo hubiera tenido aquella confianza en él. Entre todos los asesinos de su equipo, DeMeo había elegido a Richard para que le guardase las espaldas. DeMeo sabía que Richard era el asesino más frío y más peligroso que se había encontrado en su vida, y confiaba en él. A lo largo de los años que habían pasado haciendo negocios juntos, Richard siempre se había portado con él con honradez escrupulosa, siempre había sido fiel a su palabra. DeMeo seguía sin tener idea que Richard esperaba la oportunidad de matarlo, que no había olvidado la paliza que le había dado, ni cómo le había apuntado con la Uzi cargada y se había reído. Por una parte, Richard apreciaba a Roy, le gustaba su carácter sociable y generoso cuando estaba de buen humor. Por otra parte, despreciaba su comportamiento escandaloso y agresivo, cómo pasaba del calor al frío en un abrir y cerrar de ojos.

Roy y yo nos parecíamos en muchos modos. Cuando yo estaba de buenas, era un tipo encantador, estaba dispuesto a dar hasta la camisa por un amigo. Pero cuando estaba de malas… me daba miedo a mí mismo, explica con toda sinceridad.

La reunión se celebraba en una casa de ladrillo de dos viviendas en el Mili Basin de Brooklyn. Era una casa sencilla, sin pretensiones. En el jardín delantero había una estatua de un metro de la Virgen María, vestida de blanco y azul, como si estuviera puesta para observar con ojos críticos a los visitantes. Richard estaba contento, orgulloso a su manera de que DeMeo confiara en él de ese modo, de que contase con Richard para que le guardase las espaldas. Richard sabía bien que podían encontrarse en una situación a vida o muerte, y DeMeo había querido que Richard estuviera presente para protegerlo.

Sentía que era como un honor, ¿sabe?, explicó Richard.

Richard llevaba, como tenía por costumbre, una camisa grande, holgada, de mangas cortas, con los faldones por fuera. La camisa ocultaba las pistolas que llevaba bajo el cinturón. Llevaba cargadores de repuesto en el bolsillo de los pantalones.

Ya estaban allí John y Gene Gotti, así como algunos soldados de su cuadrilla, y Aniello Dellacroce, jefe de la familia Gambino y mentor de John, que era un hombre diplomático, de la vieja escuela. Todos en la Cosa Nostra habían creído que Aniello se haría cargo de la familia Gambino a la muerte de Carlo. Era el candidato más cualificado. Se merecía el cargo, pero no lo había recibido. Sin embargo, para muchos de los capitanes, Aniello Dellacroce era el verdadero jefe de la familia; había conseguido mantener una paz inestable dentro de la familia tras la muerte de Carlo. Dellacroce parecía frágil y enfermizo, como si fuera a derrumbarse en cualquier momento. Tenía grandes círculos de color de berenjena bajo los ojos azules tristes, el pelo gris y ralo, la nariz achatada. Pero era una persona de carácter, un siciliano duro con espinazo de acero que creía que era mejor ganar dinero que hacer la guerra, pero que estaba dispuesto a matar en un abrir y cerrar de ojos cuándo y dónde fuera necesario. Aquella reunión era un encuentro informal. No era una «sentada» formal como tal. Se intercambiaron saludos, apretones de manos, abrazos reservados y respetuosos y besos en ambas mejillas, según la vieja costumbre. Flotaba en el aire el olor a colonia Oíd Spice y Canoe. Se presentó a Richard. Este saludó con un gesto respetuoso de la cabeza, dio apretones de manos; a él no le dieron abrazos ni besos. Todo el mundo sabía quién era: era el arma secreta de Roy, una verdadera máquina de matar… y les molestaba que DeMeo lo hubiera llevado. Era una afrenta. Pero si DeMeo había llevado consigo a Richard era precisamente por este motivo. Quería dejar las cosas claras, y lo había conseguido sin decir una sola palabra.

Todo aquello sucedía antes de que John Gotti se convirtiera en una superestrella de la Mafia, en una figura de leyenda según su propia apreciación y según la del público; pero ya por entonces era enormemente ambicioso y francamente mortal, y todos lo sabían. Pero Roy DeMeo tenía una amplia reputación de hombre peligroso que superaba con mucho la de John Gotti.

Cuando empezó la reunión, Richard se quedó de pie, tenso, en el cuarto de estar, mientras los demás pasaban a una mesa grande de comedor, de madera oscura. DeMeo se sentó dando la espalda a Richard, que observaba cuidadosamente lo que sucedía, como un juez de silla observa un partido en un torneo. No oía bien lo que se decía. John Gotti expuso con volubilidad su postura, Roy la suya, Dellacroce manifestó su opinión, y al poco todos se dieron la mano. Habían llegado a un acuerdo. Richard se daba cuenta de que los Gotti desconfiaban de DeMeo. ¿Acaso no tenían motivos? No era ningún secreto que Roy había convertido la trastienda del Gemini Lounge en un verdadero matadero; que DeMeo y su cuadrilla asesinaban a docenas de personas, las descuartizaban y se deshacían de los trozos de los cadáveres por todo Brooklyn. Gotti consideraba que DeMeo era un monstruo descontrolado que acabaría acarreando problemas a toda la familia con todos aquellos asesinatos.

Fuera cual fuera el tema de la disputa, Richard veía con claridad que se había resuelto en paz. La reunión no tardó en terminar. DeMeo y Richard se marcharon. En el coche, volviendo de nuevo al Gemini, DeMeo dijo:

– No se puede fiar uno de ese jodido de Gotti. Fíjate en lo que te digo: va a dar problemas. No me gusta. Se cree que es la leche, y no es nadie. Ni siquiera sería hombre hecho, si no hubiera sido por Dellacroce.

Richard se limitaba a escuchar. Cuando llegaron al Gemini, no entró en el club. Sabía que estaban dentro los hombres de DeMeo, y no quería tratarse con ellos. DeMeo agradeció a Richard que le hubiera acompañado, lo abrazó y lo besó, y acto seguido Richard se puso en camino hacia la casa, con la sensación visceral de que algún día habría problemas, en efecto, por causa de John Gotti. Aquello se veía con claridad en los ojos de Gotti, en su manera de moverse, en sus posturas, hasta en su manera de gesticular con las manos. Richard pensó que era como una tormenta dispuesta a desencadenarse.

Por entonces Richard ya no volvía nunca a su casa directamente. Siempre daba rodeos, salía a veces de repente de la carretera y se esperaba a que lo adelantaran los demás coches. No quería que lo siguiera nadie. No quería que nadie supiera dónde vivía. Richard quería, por encima de todo, proteger a su familia, mantenerla apartada del mundo de la calle y de sus actividades.

Barbara seguía sin tener idea de a qué se dedicaba Richard, de que era uno de los asesinos más eficientes que se habían conocido jamás en el crimen organizado. Pero una vez encontró en el garaje una pistola envuelta en un trapo, en un estante alto. La dejó donde estaba sin decirle nada siquiera; no sabía bien cómo iba a reaccionar.

36

La oficina

Richard seguía teniendo arrebatos de mal humor y maltratando a Barbara. Solía llegar a casa de mal humor y entablar una discusión con Barbara por cualquier tontería sin importancia; ella le replicaba, él perdía los estribos y provocaba daños: le daba bofetadas, soltaba maldiciones, rompía cosas con su fuerza sobrehumana.

Barbara había comprado una mesa de comedor preciosa. Era de grueso mármol italiano, con patas macizas también de mármol. Había costado una fortuna, pero ella la quería, y la compraron. A Barbara se le concedían todos los caprichos. La mesa era tan pesada que tuvieron que meterla en la casa e instalarla donde la quería Barbara entre cuatro hombres fuertes. Una tarde, Richard llegó a casa de mal humor. Barbara y él se enzarzaron y se pusieron a discutir. El empezó a perder los estribos. Quería abofetearla, retorcerle el cuello, estamparla contra la pared. Pero en vez de hacerle daño, levantó en vilo la hermosa mesa de comedor de mármol y la arrojó a través del hermoso ventanal que daba a la calle.

Barbara, atónita, lo increpó, sin tener idea de lo peligroso que era en realidad, sin saber con quién estaba discutiendo.

Fíjese, estamos hablando de una mesa que tuvieron que meter en casa entre cuatro hombres. El la levantó como si nada y la tiró por la ventana, contó ella más tarde, sacudiendo la cabeza al evocar el recuerdo, fumando.

Por desgracia, estos estallidos se producían delante de Merrick y de Chris, aunque no de Dwayne. Era Merrick la que solía tranquilizar a su padre. Ejercía sobre él un efecto calmante. Le hablaba con voz suave, lo convencía de que saliera de la casa, de que la llevara a echar de comer a los patos.

En la población de Demarest (donde nació y se crio Pat Kane), a diez minutos en coche, había un estanque pequeño en el centro de un parque. Se llamaba estanque de Harworth. Allí se reunían siempre bandadas de patos silvestres. A Richard le gustaba ir a aquel estanque tranquilo a echar de comer a los patos. Compraba pan en una tienda de allí cerca, se sentaba en un banco verde del parque, cerca de la orilla del agua tranquila, y daba de comer a los patos. Solía llevarse a Merrick, y entre los dos echaban a los patos trocitos de pan, que las aves se tragaban rápidamente; y, allí sentados, Merrick tranquilizaba a su padre, le hablaba de su infancia, le hacía olvidar su ira contra Barbara, su ira contra el mundo. Por algún motivo insondable, Merrick ejercía sobre su padre un efecto muy tranquilizador y calmante. Chris no solía hacer esto con su padre, pero Barbara sí que solía ir también allí acompañando a Richard. A ambos les gustaba sentarse en el banco, cerca del estanque tranquilo, echando de comer a los diversos patos, hablando en voz baja… en paz. El estanque tranquilizaba verdaderamente a Richard. Los patos ya lo conocían y se acercaban a él en cuanto lo veían.

Chris, hija de Richard, se fue retrayendo más y más dentro de sí misma, apartándose de su padre, apartándose de la familia. A Chris la trastornaban y la debilitaban mucho las discusiones y la violencia.

Chris era ya una niña de doce años muy atractiva. Tenía el cuerpo largo y esbelto; el pelo rubio largo y espeso, y una cara dulce, en forma de corazón, con grandes ojos azules. Una tarde de verano, Barbara y Richard discutían después de la cena y él empezó a romper cosas. Chris se levantó en silencio y se marchó de la casa. No soportaba la violencia, los gritos, el mal genio de su padre, la «bocaza» de su madre, como la consideraba ella; y fue a sentarse en un banco de madera cerca de la parada del autobús, intentando pensar qué hacer, con quién hablar, dónde encontrar ayuda, dónde dirigirse.

Chris había creído al principio que todos los padres discutían, que sin duda todos los padres hacían trizas la casa; pero ahora sabía que no era así en absoluto, que su padre era singular y que también su madre lo era. Seguía allí sentada mientras anochecía por momentos y empezaban a aparecer las luciérnagas. Un hombre que iba en una furgoneta roja se detuvo, la saludó, se ofreció a llevarla a donde fuera.

– No voy a ninguna parte -dijo Chris a media voz, sabiendo que no debería hablar con desconocidos. Barbara le había advertido muchas veces que no debía hablar con desconocidos.

– ¿Quieres venir a dar un paseo? -le preguntó el hombre. Tenía treinta y tantos años, pelo rubio, era atractivo, parecía agradable; parecía… interesarse por ella.

– Sí, vale -dijo ella; y se subió a la furgoneta con el desconocido, sabiendo que no debía hacerlo, sabiendo que sus padres se enfadarían, que la castigarían con severidad por haber hecho una cosa así; pero no le importaba. Estaba asumiendo el control; era dueña de sus actos, y se acabó.

Chris no tardó mucho rato en descubrir qué era lo que interesaba exactamente al hombre rubio. Este le preguntó si quería ir con él a un lugar apartado que conocía, para «hacer cositas».

– Vale -dijo ella, aun antes de darse cuenta de que lo había dicho. El hombre la llevó a un pequeño claro de un bosque cercano y se puso a besarla. Ella se lo permitió sin presentar resistencia. El hombre la llevó a la parte trasera de la furgoneta, la desvistió y mantuvo con ella relaciones de todo tipo, incluso el coito, mientras ella se lo permitía de buena gana. Aquel era el modo que tenía Chris de asumir el control de su vida. Su cuerpo era suyo y solo suyo; nadie se lo podía quitar, y ella estaba dispuesta a usarlo, a dejar que lo usaran, como ella quisiera. No disfrutó ni mucho menos con lo que estaba haciendo, con lo que el hombre la obligaba a hacer. Lo hacía para reafirmarse en su propia individualidad, para rebelarse. Chris sabía que si su padre veía una cosa así, lo más probable es que la matara, y al hombre lo haría pedazos, literalmente. Pero no le importaba.

Cuando terminó aquello, cuando el hombre hubo terminado, llevó otra vez a Chris, lleno de agradecimiento, a la parada del autobús, al banco donde la había encontrado, y ella se bajó de la furgoneta dándole las gracias con toda dulzura y educación, sin sentirse traumatizada en absoluto. Él no le pidió que volvieran a verse; ella no le dio ningún dato. No quería volver a ver a aquel hombre. Lo dos sabían que lo que había pasado estaba mal… muy mal, tan mal que era pecado, que era un delito.

Chris caminó despacio hacia su casa, habiendo perdido su virginidad. Barbara le preguntó dónde había estado.

– En casa de una amiga -dijo ella.

Richard sabía que sus arrebatos violentos estaban mal, y se odiaba a sí mismo por tenerlos. Sabía que no debía ser violento con Barbara, pero no podía controlar sus cambios de humor. Era como si estallara una bomba dentro de él. Richard decidió alquilar una oficina, un lugar donde poder meterse cuando estuviera de buen humor, un lugar donde pudiera prepararse para los golpes, tranquilizarse después de haber dado un golpe. Había llegado a comprender que no debía estar con su familia en momentos como aquellos. No era justo para con ellas. También sabía que era francamente peligroso.

Richard oyó decir a Argrila, el productor de pornografía, que había despachos disponibles en un edificio comercial de Spring, cerca de Lafayette, ideal para lo que tenía pensado él, y estaba en la ciudad. Richard solía ir a la ciudad por cuestiones de negocios, y aquella oficina pequeña le haría un buen servicio. La alquiló, y compró algunos muebles de oficina, una cama, un escritorio grande, una caja fuerte, un frigorífico. Hizo instalar teléfonos y, de pronto, Richard Kuklinski tenía una oficina, un lugar desde el que podía dirigir sus negocios, sus tratos criminales, sus contratos de asesinato. En la caja fuerte guardaba muchas armas, granadas de mano, esposas y parte de su creciente colección de venenos.

A partir de entonces, cuando sabía que tenía que hacer un encargo a primera hora de la mañana, un contrato que tenía que realizarse en la ciudad, dormía en la oficina, en su puesto de mando, como lo consideraba. Había hasta baño con ducha. No dijo nada de la oficina a Barbara. Le decía muy pocas cosas.

A Richard se le presentó otro trabajo, matar a un soldado de la familia Genovese. Tomaba drogas; cometía errores; comprometía a la familia. Tenía que desaparecer. Richard sabía que el hombre, Henry Marino, era cocainómano, y decidió aprovechar esta circunstancia para matarlo. Richard compró unos gramos de cocaína pura y la extendió cuidadosamente sobre un espejo en su nuevo despacho. Richard no tomaba cocaína ni ninguna otra droga. Pero entendía de drogas, conocía sus aplicaciones y sus efectos. Después de picar la cocaína con una hoja de afeitar, se puso unos guantes de plástico blancos y mezcló con la cocaína el cianuro suficiente para matar a un hombre. Hecho esto, guardó la cocaína en un frasco y, al rato, ya estaba en un avión rumbo a Las Vegas. A Richard le había gustado siempre Las Vegas, desde que era joven, y ahora iba allí a hacer un trabajo y se lo pagaría bien. Por lo que a él respectaba, ya lo tenía todo preparado.

Richard sabía que la víctima se alojaba en un hotel de lujo en el Strip. Tomó una habitación en el hotel, bajó al bar hacia las nueve de la noche y se tomó una cerveza. Richard no solía beber casi nunca o nunca cuando estaba haciendo un trabajo; pero sabía que Henry Marino solía recibir a la gente en el bar, alternaba allí con las chicas, y Richard no quería parecer fuera de lugar, quería que pareciera que su encuentro había sido por pura casualidad.

No tuvo que esperar mucho tiempo. Henry Marino entró al poco rato caminando con tranquilidad. Era un hombre alto y delgado, de pelo ralo. Richard lo invitó a una copa antes de que tuviera tiempo de rechazarla. Empezaron a pegar la hebra. Al cabo de un rato, Richard comentó como de pasada que acababa de dar un palo a un traficante colombiano de cocaína y que quería quitarse de encima unos cuantos kilos de cocaína de primera clase.

– ¿Conoces a alguien? -preguntó Richard con algo de misterio. Aquello despertó inmediatamente el interés de Henry.

– ¿Buen material? -preguntó, con el mismo aire de misterio.

– Pura, directamente de Medellín -dijo Richard.

– ¿Sí?

– Sí.

– ¿Qué ha sido de los colombianos?

– Se fueron a hacer compañía a los peces.

– Bien. Podría interesarme a mí… si es verdaderamente buena, y a buen, precio.

– Llevo una muestra encima; ¿quieres probar? -preguntó Richard con aire de inocencia, tendiendo la trampa.

– Claro -dijo Henry.

Richard le pasó discretamente el frasco. Henry sonrió, le guiñó un ojo y se dirigió al baño, caminando esta vez con prisa y decisión. Richard pagó las copas y se marchó.

A Henry Marino lo encontraron muerto en el baño con un frasco de cocaína en el suelo, y su fallecimiento se atribuyó a un ataque al corazón y no a un homicidio.

Aquella misma noche, Richard salió a jugar. Empezaba a jugar de nuevo grandes cantidades de dinero. Tenía dinero, ganaba mucho… ¿por qué no? razonaba él. Gozaba mucho con la emoción del juego, con el desafío que representaba. Cuanto más alta era la apuesta, más disfrutaba. Ganaba a veces, pero en general solía perder. Su problema, en pocas palabras, era que no sabía cuándo retirarse. De hecho, perdió lodo el dinero que había ganado matando a Henry Marino. Aquella pérdida lo hacía sentirse doblemente mal porque ahora tenía familia, una esposa a la que quería y exigía cosas buenas: que sus hijos fueran a las mejores escuelas privadas; que todo fuera lo mejor de lo mejor, la ropa, los coches, los restaurantes a los que iban, los vinos que bebían. Enfadado consigo mismo por haber perdido cuarenta mil dólares en pocas horas, Richard se volvió a Nueva Jersey con un humor de perros.

A Richard llegó a gustarle de verdad matar con veneno. Ahora utilizaba el veneno siempre que podía. La mayoría de estas muertes se dictaminaban como suicidios o como muertes naturales, principalmente porque Richard ponía un cuidado escrupuloso en las dosis: las justas para matar, pero no tan altas como para que se detectaran fácilmente. Sin embargo, en un caso interesante no fue posible que se dictaminara una muerte natural.

Richard seguía interviniendo en asaltos a camiones y en robos en casas y locales. Estaba dispuesto a hacer prácticamente cualquier cosa para ganar un dólar. Su vida estaba dedicada al crimen, y no había nada que no fuera capaz de hacer, salvo matar a mujeres o a niños. En aquel trabajo concreto participaron seis personas. Un equipo de cuatro ladrones de casas (cinco, contando a Richard) y el tipo de la compañía de seguros que les pasó el aviso, el «infiltrado».

Un rico hombre de negocios que vivía en Montclair, Nueva Jersey, tenía una valiosa colección de monedas y de sellos. Los guardaba en una caja fuerte en su casa. La caja fuerte era alta y estrecha y estaba dentro de un elegante armario empotrado de cedro. El tipo de los seguros sabía lo de los sellos y las monedas porque estaban asegurados por su compañía. Sabía, además, la combinación de la caja fuerte.

Richard conocía a aquellos ladrones de casas desde sus tiempos salvajes de Jersey City. Existía la posibilidad de que el propietario se presentara inesperadamente, y Richard se encargaría de quitárselo de en medio de manera rápida y silenciosa. La banda se reunió en Kansas City. Entraron en la casa sin problema, abrieron la caja fuerte sin incidentes, encontraron las monedas y los sellos y se marcharon sin problemas. El golpe había sido perfecto hasta allí; todo había marchado como un reloj.

Reunidos en casa de un miembro de la banda, Ralphie, el Serpiente, contemplaron su botín, las monedas antiguas, los sellos valiosos. AnIcs habían acordado repartirlo todo en seis partes. Pero se pusieron a discutir entre los seis sobre lo que debía llevarse cada uno. Aquello era precisamente lo que menos gustaba a Richard de trabajar con otros, esas liñas ridiculas, esas mezquindades… esa avaricia.

Richard, perdiendo la paciencia, dijo:

– Eh, mirad, tíos… todo ha ido a la perfección, ha sido una ganga; no vamos a echarlo a perder discutiendo entre nosotros. Habíamos quedado en repartirlo todo en seis partes, ¿no es así? Vamos a ello, entonces.

Pero seguían discutiendo quién se llevaba la mejor parte, cómo se debía hacer el reparto. Richard estaba cada vez más molesto.

Uno de los tipos dijo que tenía hambre; otro dijo que Harry seguía abierto. Harry era un establecimiento pequeño de comidas para llevar de Jersey City, poco más que un tugurio, pero hacían buenos emparedados con una «salsa especial» que tenía fama. Richard dijo generosamente que se encargaría él de ir por unos emparedados; anotó cuidadosamente lo que querían los demás y se puso en camino. Por entonces, Richard había tomado la costumbre de llevar encima un frasco de cianuro, sobre todo cuando salía a hacer un encargo. Lo llevaba encima en esos momentos. Como contó hace poco:

Así que la idea me vino a la cabeza cuando iba en el coche por los emparedados. O sea, al principio pensaba jugar limpio con aquellos tipos, pero después… después me dio por pensar que no son más que una pandilla de codiciosos, y que el reparto iba a ser de solo una parte: de mi parte. Yo les iba a enseñar lo que es la codicia de verdad.

Richard pidió tranquilamente los emparedados, unos refrescos y café.

Después de salir de la tienda, tranquilo y a solas en su coche, separó su emparedado y se puso unos guantes de plástico (llevaba siempre en el coche una caja tamaño gigante de guantes de plástico), abrió cada uno de los otros cuatro emparedados y, con sumo cuidado, los espolvoreó de cianuro de tal manera que la persona que se comiera el emparedado recibiría la dosis completa. Cada dosis venía a equivaler a la cantidad de sal que viene en cada sobrecito del McDonald's. Volvió a guardar los emparedados en la bolsa, dejando el suyo encima de los demás; se quitó los guantes y volvió a la casa para reunirse de nuevo con la banda, que seguía discutiendo. Richard sacó su emparedado, comentó que estaba muerto de hambre, se retiró a un rincón y se puso a comer con delectación; tenía hambre de verdad, y mientras comía vio cómo se comían los demás los deliciosos emparedados del Harry con salsa especial, sin dejar de reñir. El veneno surtió efecto a los pocos minutos. Súbitamente, todos se quedaron paralizados en el sitio, con los ojos desencajados, babeando por las bocas relajadas de pronto, abiertas como si se les hubieran salido las mandíbulas. Richard los observaba cuidadosamente mientras se comía su emparedado; se levantó y los contempló de cerca, estudiando los efectos del veneno como si fuera un científico que observara a unos monos en un laboratorio. Uno intentó ponerse de pie, pero era imposible. Habían perdido el movimiento motriz. Richard guardó cuidadosamente en la bolsa todo lo que quedaba de los emparedados, los refrescos y el café. Limpió después todas sus huellas dactilares, trabajando despacio y con método. Cuando se dio por satisfecho, tomó el botín y la bolsa de los restos y se marchó, cerrando la puerta con delicadeza.

Al día siguiente fue a verse con el perito de seguros que les había dado el soplo de aquel trabajo. Se reunieron en un bar de Teaneck, lleno de público. Cuando el tipo de los seguros no miraba, Richard le echó en la bebida un lingotazo, como lo llama él. El hombre cayó al suelo a los pocos minutos: un nuevo ataque al corazón en un bar de Nueva Jersey, qué desgracia. Un nuevo asesinato que no se relacionó con Richard Kuklinski.

Richard acabó vendiendo lo robado a un perista de Hoboken que conocía. Ganó en total cuatrocientos mil dólares. Guardó el dinero en una de las dos cajas de seguridad que tenía alquiladas en sendos bancos de Nueva Jersey.

Pero la mayor parte de ese dinero se esfumó al poco tiempo; Richard lo perdió en el juego. Por lo que a él respectaba, el dinero era fácil de ganar y fácil de gastar.

Si Barbara se hubiera enterado de que estaba derrochando de esa manera tales cantidades de dinero, se habría puesto como una fiera. El no le habló nunca de ello, ni de las cajas de seguridad que tenía. Eran secretos suyos, como una buena parte de la vida de Richard fuera de su casa, eran un secreto suyo. Eran asunto suyo.

Aquel domingo, Richard veía un documental sobre los animales salvajes, que eran de sus programas favoritos. A Richard le gustaban los animales mucho más que las personas. Cuando vio cómo inmovilizaban a un león macho adulto utilizando un rifle de dardos tranquilizantes, se le ocurrió una idea. ¿Por qué no usar un rifle como ese con los seres humanos?, pensó. Razonó que sería un medio ideal para apoderarse de una persona que debía morir. El domingo por la mañana, Richard fue a ver a su amigo Phil Solimene y le preguntó si podría conseguirle un rifle de dardos tranquilizantes, con los dardos y el tranquilizante.

– Claro, preguntaré por ahí -dijo Solimene; y al cabo de dos días Richard ya tenía el rifle, treinta y cinco dardos, y tranquilizante suficiente para dejar dormido a un equipo entero de fútbol americano.

37

El heladero

Richard recibió el contrato de matar a otro tipo de la Mafia. En esa ocasión, el contrato provenía de la célebre familia De Cavalcante, de Nueva Jersey. El encargo era con tortura. La víctima tenía que sufrir terriblemente; así estaba estipulado en el encargo.

Este encargo resultaba especialmente difícil porque el hombre en cuestión sabía que estaba condenado a muerte y se movía con unas precauciones paranoicas, con la desconfianza de un gato doméstico que tiene que sortear a un perro callejero enloquecido. La victima solía cambiar de sentido sin motivo cuando iba en su coche, o se detenía para que lo adelantaran los demás coches. Richard pasó once días siguiéndolo sin encontrar la oportunidad que buscaba. Después descubrió que el hombre se reunía en un hotel de la familia Marriott con una mujer, que debía de ser enfermera o esteticista porque llevaba uniforme blanco. Se pasaban tardes y veladas enteras en una de las habitaciones de lujo. Richard empezó a rondar por el hotel, buscando una buena ocasión para raptar a la víctima, esperando el momento oportuno.

Richard se topó por primera vez con aquel tipo en el ascensor, bajando del piso donde el hombre tenía su encuentro amoroso. Era un hombre pequeño, de pelo negro y ojos huidizos, boca de labios delgados y malignos y cejas espesas. A Richard le pareció claro que aquel tipo andaba metido en malos pasos. Se saludaron con sendas sonrisas. Richard sabía que el tipo era del hampa. Se abrió la puerta del ascensor y cada uno se fue por su camino. A las pocas horas, Richard fue a los servicios del hotel (había tomado allí una habitación) y, cuando estaba de pie ante un urinario, entró el tipo de ojos huidizos y se puso a usar el urinario contiguo. Richard pensó que aquel tipo lo andaba acechando y se dispuso a sacar la pistola, a luchar, a matarlo allí mismo.

– ¿Cómo le va? -preguntó Richard, mirándolo desde su altura mayor, con una sonrisa tensa.

– Ah, bien.

– Ya hemos coincidido antes.

– Ya lo sé.

– ¿Me está siguiendo? -preguntó Richard al hombre, volviéndose hacia él.

– No, ¿y usted a mí? -le preguntó el tipo.

– No. Estoy haciendo un trabajo, eso es todo. Usted no tiene nada que ver.

– Lo mismo hago yo.

– ¿Está seguro de que su asunto no tiene nada que ver conmigo?

– Segurísimo. ¿Y el suyo conmigo?

– De ninguna manera.

Los dos se miraron fijamente.

– De acuerdo.

– De acuerdo.

Los dos terminaron de orinar y se lavaron las manos. Richard tendió su mano a aquel tipo y se saludaron con un apretón de manos.

– De acuerdo -dijo-. Buena suerte.

– Lo mismo le deseo -dijo el otro, y se separaron.

Richard tenía la extraña capacidad de detectar inmediatamente a otros asesinos a sueldo. Conocía a fondo sus movimientos, su aspecto, sus ojos, sus gestos, y era capaz de detectar a otro asesino a un kilómetro, con un ojo cerrado y sin dudarlo; y estaba seguro de que aquel tipo pequeño estaba acechando a alguien para matarlo. Hasta llegó a ponerse en contacto con la gente que le había dado aquel encargo para preguntar si se lo habían encargado también a alguien más. Le aseguraron que no.

Hum.

Varios días más tarde, Richard estaba sentado en su furgoneta (por entonces solía usar sobre todo la furgoneta para acechar a las víctimas). Llevaba el rifle para dardos y cuatro dardos cargados de tranquilizante para animales. Si la víctima era fiel a sus costumbres, no tardaría en presentarse en el hotel. Richard pensaba apoderarse de él en el mismo aparcamiento, si las circunstancias lo permitían. Aquel día hacía calor. Richard tenía sed. Ya se había bebido los refrescos que había traído de su casa, y se había comido un emparedado de pavo con pan de centeno que le había preparado Barbara. Oyó la conocida musiquilla con la que anuncian su llegada las furgonetas de venta de helados y refrescos de la marca Mister Softee. Vio por el retrovisor que la furgoneta blanca venía despacio hacia él. Se bajó de su furgoneta e hizo señas al heladero, con la ancha frente llena de sudor. Se acercó al mostrador y se quedó atónito al ver que en la furgoneta de helados de Mister Softee iba el tipo del cuarto de baño.

– Otra vez usted -dijo Richard, divertido, aunque desconfiado y en guardia.

– Otra vez usted -dijo el tipo.

– ¿A qué se dedica? -le preguntó Richard.

– Me dedico a esto. Soy el heladero de Mister Softee. Utilizo la furgoneta para hacer, ya sabe, vigilancia; para seguir a la gente -dijo.

– ¿De verdad? ¡Muy listo, joder! -dijo Richard, impresionado, admirado de la originalidad de la idea. ¿Quién iba a sospechar de un heladero de Mister Softee? Genial.

– ¿Sigue trabajando? -le preguntó aquel heladero.

– Así es.

– ¿Quería alguna cosa?

– Sí, ¿me da una coca-cola?

– Claro -dijo el otro, y dio al Richard un bote frío de coca-cola. Richard hizo ademán de pagar.

– Es por cuenta de la casa.

– Esto me gusta -dijo Richard-. Gran idea. Esto sí que es camuflarse.

– Me llamo Robert, Robert Pronge -dijo el hombre, tendiéndole la mano.

– ¿Cómo te va? Yo soy Richard -respondió este; y se dieron la mano de nuevo.

– Es curioso cómo nos topamos el uno con el otro -dijo Richard.

– Yo guardo la furgoneta en un garaje aquí cerca. Así que, ¿estás haciendo un trabajo?

– Sí. El tipo es muy difícil de alcanzar.

– ¿Va en coche?

– Sí.

– Pues usa el coche…

– No puede ser así… el encargo tiene requisitos especiales.

– Entendido. Mira, si te puedes pasar por el garaje, te enseñaré unas cosas interesantes.

Voy ahora mismo. Te sigo -dijo Richard, y se subió a su furgoneta y, lleno de curiosidad, aunque en guardia, siguió a Pronge hasta un garaje de un barrio tranquilo de North Bergen.

Pronge dejó la furgoneta en el garaje y abrió un armario gris destartalado que estaba en un rincón del fondo del mismo garaje. Estaba lleno de armas: rifles, pistolas, granadas de mano, cajas de munición. Richard se quedó impresionado. No había oído hablar nunca de un heladero que se dedicara a matar gente. ¿Qué mejor disfraz que aquel? El hombre enseñó a Richard una granada de mano que tenía preparada para detonarla por control remoto. Resultaba que Robert Pronge también era asesino a sueldo.

– Lo que hago -le explicó Pronge- es poner la granada bajo el asiento del conductor del coche, y detonarla en el momento oportuno. El mando a distancia un radio de acción de unas dos manzanas.

– Muy listo -dijo Richard. Vio allí una botella de veneno.

– Veo que utilizas veneno.

– Desde luego. Lo uso siempre que es posible. He preparado un espray, pero hay que tener mucho cuidado con el viento al usarlo.

– ¿Cómo que un espray?

– He mezclado cianuro con DMSO [dimetil sulfóxido, un disolvente que se absorbe fácilmente por la piel] y lo he metido aquí explicó, enseñando a Richard un bote de espray blanco muy resistente.

– ¿Funciona?

– Desde luego que sí, joder. Mira esto -dijo el otro, claramente orgulloso de su invento.

Había por ahí un gato callejero rondando por los botes de basura. Pronge se acercó al gato haciendo como que le iba a dar algo de comer. Cuando estuvo lo bastante cerca, comprobó la dirección del viento, contuvo la respiración, echó espray al gato en la cara y retrocedió rápidamente. El gato cayó inmediatamente, moribundo.

– ¡Increíble, joder! -dijo Richard-. No sabía que existiera una cosa así. ¿Funciona con un ser humano?

– Desde luego que sí, coño -dijo Pronge. Y los dos se pusieron a compartir anécdotas y experiencias sobre cómo mataban a la gente. Que Richard Kuklinski y Robert Pronge se hubieran conocido era una coincidencia entre un millón. Aquello parecía una especie de plan diabólico en el que hubiera intervenido Satanás.

Robert Pronge había sido militar de Operaciones Especiales. Tenía una pasión en la vida: matar a gente. Tenía treinta y seis años. Era un tipo con una mente extremadamente diabólica; un hombre aparentemente normal que llevaba una furgoneta de helados, pero que en realidad era un psicópata desequilibrado. Richard diría más tarde de él: Los dos hombres más peligrosos que he conocido en mi vida eran Roy DeMeo y Mob Pronge. Pronge estaba completamente loco. Roy, al menos, tenía alguna apariencia de normalidad; pero Pronge estaba ido, ido… era increíblemente peligroso. Mucho más peligroso que Roy.

Robert Pronge era un asesino obseso. Odiaba al mundo, a todos sus habitantes, y casi todas las horas que pasaba despierto las dedicaba a diseñar maneras nuevas y originales de asesinar a la gente. Tenía en su garaje montones de revistas sobre Operaciones Especiales y sobre supervivencia; cajas de libros sobre cómo matar a la gente… sobre el empleo de los explosi vos, los venenos, las trampas, las pistolas, los rifles de visión nocturna.

Pronge, como Richard, llevaba a cabo contratos para la Mafia, y los dos se entendieron como si fueran parientes que llevaran mucho tiempo sin verse. A Richard le cayó bien Pronge enseguida, y a este le cayó bien Richard. Después de pasar algún rato intercambiando experiencias, Richard dijo que tenía que volver al trabajo, y se marchó después de haber quedado en volver a verse pronto con Pronge.

La tarde siguiente, Richard consiguió aparcar su furgoneta cerca del Lincoln de la víctima. Tenía a mano el rifle con dardos tranquilizantes. Había practicado con el rifle y estaba seguro de dar en el blanco a poca distancia. Algo después de la medianoche, la víctima salió del hotel y se dirigió a su coche. Cuando llegaba al vehículo, Richard le disparó el dardo, que se le clavó en la nalga izquierda. El hombre, sobresaltado, se volvió, buscó su arma, pero no llegó a alcanzarla. Cayó redondo. Richard lo recogió, lo echó a la furgoneta, le esposó las manos y los pies, lo amordazó con cinta adhesiva y partió camino de las cuevas del condado de Bucks, en Pensilvania.

El encargo exigía tortura, y Richard iba a echar al hombre a las ratas. Le agradaba mucho el buen resultado que había dado el rifle tranquilizante y se propuso volver a usarlo. Cuando llegó al condado de Bucks eran casi las cuatro de la madrugada. Richard detuvo la furgoneta, sacó a la víctima, le liberó los pies y lo llevó hasta la cueva. El tipo ya estaba histérico, lloraba como un niño, pero como estaba amordazado no podía emitir más que gruñidos y suspiros. Richard no quería oír nada de lo que pudiera decirle. Ya lo había oído todo otras veces y no quería volver a oírlo.

Richard cuenta que aquello no le producía ninguna emoción especial. Dice que se trataba de un trabajo, nada más. En la cueva, alumbrándose con una linterna potente, Richard obligó a la víctima a echarse y volvió a esposarle los tobillos. Hizo unos cortes al hombre en los brazos para que sangrara. Sabía que la sangre atraería rápidamente a las ratas. Richard instaló la cámara y el foco y se marchó.

Cuando Richard regresó, dos días más tarde, la víctima había desaparecido por completo. Solo había quedado una mancha en el suelo donde había estado.

Richard recogió la cámara, y aquella noche vio el vídeo en su puesto de mando de la calle Spring; y, en efecto, allí estaba grabado todo otra vez: cómo empezaban a aproximarse las ratas, cómo empezaban a morder a la víctima con precaución, cómo la cubrían por completo al poco rato. Richard se llevó el vídeo a Hoboken y se lo enseñó al capitán de la familia De Cavalcante que le había encomendado el trabajo. Le encantó. Aplaudía, daba palmaditas en la espalda a Richard.

– ¡Eres el mejor, joder! -exclamó; y pagó encantado a Richard cuarenta mil dólares.

Después de un nuevo encargo bien cumplido, de dejar satisfecho a un nuevo cliente, Richard se dirigió a su casa, mirando por el retrovisor, apartándose de pronto de la carretera para asegurarse de que no lo seguían. A Richard le gustaban las canciones antiguas, además de la música country, y se puso a escuchar Blue Moon. Dice ahora que esas canciones antiguas lo relajaban.

Richard sabía dentro de sí que aquello no podía durar eternamente; que si no dejaba aquello tendría problemas, tarde o temprano. No se preocupaba por sí mismo, sino por su familia, por sus hijos. Si salían a la luz sus actividades, sería un golpe terrible para ellos. Sacudía la cabeza al pensar en la vergüenza y la humillación que tendrían que sufrir si él quedaba al descubierto. Esta idea lo conmovía hasta lo más hondo de su corazón. Tomó la resolución de ganar el dinero suficiente para retirarse y después dejar aquella vida e ir por el buen camino.

Todavía soñaba despierto con tener una casa en la playa, en el sur de California. Se lo había dicho a Barbara muchas veces, pero ella no quería marcharse de Nueva Jersey. Le gustaba Nueva Jersey. Ella había nacido y se había criado allí; allí vivía la mayor parte de su familia; allí estudiaban sus hijos y tenían allí a sus amigos.

– No me voy a ir a vivir a California. Olvídate de eso -decía ella, con tono decisivo y tajante. Pero Richard seguía albergando aquella esperanza… aquel sueño.

Lo que quería hacer era dejar atrás todo aquello, irme a Los Angeles para no dedicarme más que a la pornografía (allí es un negocio grande); pero Barbara no quería, y no había más que hablar. Barbara tomaba todas las decisiones en esos asuntos… sobre la familia y demás.

El hijo de Richard y Barbara, Dwayne, era un chico verdaderamente superdotado. Siempre era el primero de su clase, y eso que iba al prestigioso colegio del Sagrado Corazón/Elizabeth Marrow. Dwayne se había convertido en un niño de pelo negro intenso, con ojos de curiosidad, de una inteligencia impropia de su edad. No parecían los ojos de un niño, sino los de un hombre maduro que ya había visto algo de mundo.

Barbara, Chris y Merrick seguían haciendo todo lo que podían por proteger a Dwayne de los furores y los arrebatos de Richard. Lo enviaban a pasar casi todos los fines de semana con la madre de Barbara. Richard intentaba controlarse algo más cuando estaba delante Dwayne. Parecía como si supiera instintivamente que si Dwayne lo veía tratar con violencia a Barbara, como lo veían las niñas, tarde o temprano Dwayne acabaría atacándolo, y él tendría que hacer daño a su hijo.

Dwayne era timidísimo con las personas que no conocía; pero era abierto y sociable con la gente que ya conocía. Tenía una curiosidad inagotable; seguía leyendo constantemente y era un niño educado y que se portaba muy bien, del que estaría orgulloso cualquier padre. Barbara y las chicas creían que habían protegido bien a Dwayne de Richard, y que este había sufrido pocos daños o ninguno en su desarrollo, en su manera de ver el mundo y de concebir la vida, en su psique.

Pero la verdad era que Dwayne sabía lo que pasaba. Era una personilla muy penetrante. Veía las señales en el cuerpo de su madre, los ojos morados y las contusiones, los muebles rotos, y sabía bien que su padre era responsable de ello.

Ese niño tan listo y curioso aceptaba al principio lo que veía, creyendo que esas cosas eran normales. Pero Dwayne no tardó mucho tiempo en hacerse cargo de la realidad de los actos de su padre, y aquello lo enfureció terriblemente. Dwayne quería mucho a su madre y a sus hermanas, y pensar que su padre hacía daño a su madre, que aterrorizaba a sus hermanas, le helaba el alma y lo llenaba de ira. Dwayne empezó a planear el modo de defenderse de su padre, lo que haría si Richard pretendía hacerle daño o incluso matarlo. Empezó a dejar en lugares estratégicos de su cuarto cuchillos y espadas que le había regalado Richard. Cuando Richard dio a Dwayne una pistola de aire comprimido, Dwayne se puso a trazar el modo de utilizarla para dejar ciego a su padre. Si dejaba ciego a su padre como había hecho Ulises con el cíclope, Dwayne podría defenderse de él, sin duda, acabar con él si hacía falta. Richard regaló a Dwayne un arco con flechas, y Dwayne lo sumó a su arsenal. Practicó con el arco para ser capaz de dar a su padre si era preciso.

Barbara estaba orgullosa de Dwayne con efusión y vehemencia, y no perdía ocasión de decir a Richard lo listo que era su hijo, dando a entender que Richard no llegaba a su hijo ni a la altura de los talones. Esto, naturalmente, suscitaba el resentimiento de Richard contra Dwayne, y a veces, cuando estaba enfadado, miraba fijamente a su hijo con un brillo terrible en los ojos. De hecho, en cierta ocasión, cuando acaban de cenar, Richard agarró a Barbara, la maltrató delante de Dwayne, y el chico se levantó inmediatamente y se interpuso entre Richard y Barbara.

Pareció por un momento que Richard iba a pegarle, pero se apartó, diciendo:

– Ya sabía yo que llegaría este momento.

– No… no hagas eso -advirtió Barbara a Dwayne-. ¡No lo hagas nunca!

El chico no respondió; pero, pasara lo que pasara, no estaba dispuesto a permitir que Richard hiciera daño a su madre. Así se iba forjando una tragedia terrible, con consecuencias dignas de un drama de Shakespeare.

En poco tiempo, Richard y Robert Pronge se hicieron… amigos. Cuanto más sabía Richard de Pronge, más lo apreciaba… al principio. Además, Richard había estado buscando un garaje que pudiera alquilar en algún lugar discreto; le hacía falta un lugar donde guardar artículos robados, y donde matar a alguien de vez en cuando; y acabó alquilando un garaje cerca de aquel donde guardaba Pronge su furgoneta.

Pronge dijo a Richard que tenía un trabajo pendiente en Connecticut, e invitó a Richard a acompañarlo. Pronge quería mostrar a Richard

el buen resultado que daba el espray de cianuro. Le explicó que era un invento desarrollado personalmente por él, y saltaba a la vista que estaba muy orgulloso de ello.

La víctima vivía en una bonita casa de piedra, en una calle tranquila. Salía a trabajar a una misma hora todos los días y volvía a su casa a una misma hora todas las noches. Una pauta de este tipo facilitaba bastante el trabajo de un asesino a sueldo. Pronge aparcó a unos treinta metros de la casa de la víctima. Richard y él se quedaron allí sentados, esperando a que la víctima regresara a su casa. Pronge comentó que no había viento.

– Esto no se puede usar nunca con viento… no lo olvides.

Cuando la víctima apareció con su coche por la esquina, Pronge se puso unos guantes y salió del coche con decisión, diciendo:

– Ahora vuelvo.

Cuando la víctima aparcó, Pronge había llegado casi a su coche. La víctima abrió la puerta del coche y se bajó, y en ese mismo momento Pronge le aplicó el espray a la cara. Pronge se volvió tranquilamente hacia su coche. No había dado diez pasos cuando la víctima cayó al suelo. No tardó en morir.

Richard se quedó maravillado e impresionado, cosa rara en él. Pronge llegó al coche y se pusieron en camino.

– Caray -dijo Richard-. Entonces, ¿está muerto?

– Ahora ya lo está.

– Bonito. Muy bonito. Me gusta.

– Pero no se debe usar nunca con viento si se está al aire libre.

– Claro -dijo Richard, sintiendo gran simpatía hacia aquel nuevo amigo, Robert Pronge. Este, antes de salir, había puesto sobre las matrículas de su coche otras, sujetas con imanes. Retiró entonces las matrículas falsas.

Richard quiso tener un espray de cianuro como aquel, y cuando llegaron otra vez al garaje donde Pronge guardaba su furgoneta de helados de Mister Softee, enseñó a Richard a preparar la mezcla y a meterla en la botella especial de espray que tenía. Richard no veía el momento de usarlo; era como un niño con un juguete nuevo.

Pero el encargo siguiente que le llegó no podría servirse de aquel instrumento de muerte único. Era un encargo que habría que hacer a la manera tradicional, con armas de fuego y balas a quemarropa. Sería el asesinato por encargo más importante que había llevado a cabo Richard hasta la fecha: matar al jefe de una familia de la Mafia. Todo un hito en su carrera sangrienta.

38

El restaurante de Joe y Mary

La familia Gambino intervino en el asesinato del célebre Carmine Galante tras una historia larga y complicada, llena de peripecias, de traiciones y de personajes pintorescos.

Carmine Galante era «un mamón duro», en palabras de un jefe rival. Había nacido en Riva del Gotta, en Sicilia. De joven tenía el pelo negro, espeso y ondulado, y ojos oscuros y negros de depredador. Galante ascendió por el escalafón de la Mafia por las malas, rompiendo cabezas y matando a gente alegremente por el camino. Había empezado a relacionarse con la Mafia tratándose con Vito Genovese, quien, según creen muchos, inspiró a Mario Puzo su personaje inmortal, don Vito Corleone.

El joven Galante había sido asesino a sueldo de Genovese. Cuando alguien tenía que morir, Genovese enviaba a Galante. Genovese era un fascista convencido, admirador ardiente de Benito Mussolini, y mandó a Galante que matara a un periodista italiano, Carlo Tresca, que escribía en Il Progresso y criticaba abiertamente a Mussolini. Galante le pegó cuatro tiros, dos en la cabeza y dos en el pecho.

Pero, con el tiempo, Galante ingresó en la familia Bonanno del crimen organizado, y no en la de Genovese. Joe Bonanno era un hombre mucho menos inestable y violento que Genovese, pero también se servía de Galante para que llevara a cabo asesinatos cuando era necesario. A principios de la década de los cincuenta, Joe Bonanno envió a Galante a Montreal. Aunque Bonanno condenaba abiertamente el tráfico de drogas, puso a Galante al frente de los negocios de la familia Bonanno en Montreal (extorsión, usura…), y Galante hizo de Montreal (con el beneplácito tácito de Bonanno) el puerto principal de llegada a Norteamérica de la heroína procedente de Marsella, fomentando y potenciando la llamada French Connection. Así fue ascendiendo Galante en la familia Bonanno, y en 1962 ya era jefe de la familia. Galante se creía por encima de la ley, de manera muy semejante a Roy DeMeo; pero tuvo tropiezos con la justicia, lo detuvieron en Brooklyn por tráfico de drogas y lo mandaron a la sombra veinte años. Cuando estaba en la cárcel, un psiquiatra dictaminó que Galante era un psicópata (menudo descubrimiento), y, desde la cárcel, Galante preparó y planificó su ascensión hasta el puesto más alto de La Cosa Nostra: capi crimini/capo di tutti capi, el jefe de todos los jefes.

En la cárcel, Galante, que era duro como las piedras, provocaba a los presos negros corpulentos, se ponía por delante de ellos en la cola de la comida diciéndoles: «Quítate de en medio, puto negro». Desde allí hizo saber abiertamente que pensaba tomar el mando de la familia Bonanno, que pensaba hacerse capo di tutti capi. Por entonces, Carlo Gambino era el jefe de todos los jefes, y Galante solía decir a todos los que le prestaban atención que pensaba quitarse de en medio a Gambino, que Gambino tenía miedo hasta de su sombra, que Carlo Gambino era «un gilipollas sin carácter».

Nadie esperaba con ilusión la puesta en libertad de Galante, y menos que nadie su propia familia del crimen organizado; pero el caso fue que salió de la cárcel en otoño de 1974, tras doce años de reclusión. Jamás declaró en contra de nadie. Jamás había intentado llegar a un trato con la justicia. Tuvo la boca cerrada y aguantó su condena. Nada que ver con los mafiosos de hoy en día.

Ahora Galante se estaba quedando calvo, llevaba grandes gafas de sol negras de plástico; tenía un gesto constante de desagrado en la cara severa, como si se hubiera pasado todos los años de reclusión chupando limones. Amargado, iracundo y muy peligroso, Carmine Galante consiguió en poco tiempo tomar el mando de la familia Bonanno. Por entonces, Joe Bonanno estaba prácticamente retirado y vivía en Tucson, y Galante consiguió arrebatar el liderazgo de la familia a Rusty Rastelli.

Galante puso a trabajar inmediatamente a la familia en la distribución de heroína. Él creía que era allí donde había más dinero, y concentró allí los recursos, la energía y la fuerza de la familia. Aquello fue el principio del fin: Galante estaba llevando a la familia a la ruina sin darse cuenta. También empezó a ordenar los asesinatos de otros miembros de la Mafia que, según le parecía a él, le hacían la competencia en sus intereses. Hizo matar en un año a nueve miembros de la familia Genovese (todos ellos «hombres hechos») que traficaban con drogas. A todos los que veían aquello les parecía dolorosamente claro que Carmine Galante seguiría matando hasta que llegase a dominar y controlar el lucrativo tráfico de drogas y toda la Mafia de América. Era cierto que su familia y él ganaban dinero a espuertas, pero también estaba escribiendo su propia sentencia de muerte.

Galante estaba tan descontrolado, tan codicioso, tan violento, que los jefes de las otras cuatro familias, junto con el poderoso jefe de Nueva Orleans, Santo Trafficante, mantuvieron una reunión secreta en Boca Ratón, en Florida, y llegaron a la conclusión de que Galante tenía que desaparecer, o acabaría por destruir él solo toda la Cosa Nostra.

Así, con la aprobación de toda la comisión, se aprobó el encargo de matar a Galante. Era un ocasión histórica, la primera vez que una comisión plenaria ordenaba la muerte del jefe de una familia. Era el verano de 1979.

Se establecieron contactos con los capitanes de la familia Bonanno y con la gente de confianza de Galante y se les informó de lo que iba a pasar, y ellos accedieron a no hacer nada. En realidad, no les quedaba otra opción. Hasta estuvieron dispuestos a colaborar con el golpe.

Se decidió que participarían hombres de varias familias. Se habló con los ejecutores de la familia Genovese. Paul Castellano había comprometido a la familia Gambino y envió a Nino Gaggi a que hablara con Roy DeMeo, y Gaggi contó a DeMeo lo que se estaba cociendo. DeMeo propuso inmediatamente a su asesino número uno para que se hiciera cargo del trabajo.

– Es el mejor que tenemos, con diferencia, y nadie sospechará de él. No es uno de los nuestros. No figura en el mapa. O sea, podemos plantarlo ahí mismo, al lado mismo de Galante.

Nino accedió y se lo dijo a Paul Castellano, y este asintió, dio luz verde como suele decirse, y la cosa quedó acordada.

DeMeo llamó en seguida a Richard. Se reunieron cerca del puente Tappan Zee, y DeMeo contó a Richard que querían que abatiera al jefe de una familia: había que matar a Carmine Galante.

– Tiene que morir -dijo DeMeo.

– Sin problema -dijo Richard. El sabía muy bien quién era Galante, lo consideraba un matón y un fanfarrón, y tendría mucho gusto en quitarlo de la circulación-. Será un placer.

– El propio Paul dio el visto bueno para que lo hicieras tú.

– Es un honor, de verdad.

– Esto será muy importante para ti, Grandullón. Te deberán mucho después de esto.

– Ya he dicho que será un placer -dijo Richard. Galante era bien conocido como matón, y Richard se dedicaba a matar matones desde el día que mató a Charley Lañe, de chico. Odiaba a los matones; disfrutaba de verdad matándolos. También sabía que aquel trabajo lo pondría en buena situación ante las familias, que era un golpe aprobado por la comisión misma. Para Richard, se trataba del encargo más importante de su vida, de un hito en su carrera de homicida.

Era a finales de junio. La maquinaria del asesinato de Carmine Galante estaba bien engrasada y avanzaba inexorablemente. Pero Galante no era hombre fácil de quitar de en medio. Era astuto y muy peligroso, y sabía que mucha gente quería su muerte. También él era asesino profesional y sabía lo que había que hacer y lo que no había que hacer. Nunca seguía ninguna rutina fija. Siempre iba armado. Siempre iba acompañado de dos guardaespaldas con cara de piedra. Caesar Bonventre y Nino Coppola.

Pero Galante no tenía idea de que su muerte había sido aprobada por la comisión de la Mafia en pleno; de que los jefes de todo el país, en Filadelfia, en California, en Detroit, hasta el propio Joe Bonanno, habían dado luz verde a su desaparición.

También se había contactado con uno de los guardaespaldas de Galante, y este había accedido de buena gana a colaborar a tender una trampa a su jete. En realidad, no le quedaba ninguna otra opción: si no hubiera asentido, sus días habrían estado contados. Al colaborar, se aseguraba el ascenso en la familia. No tardaría mucho en tener cuadrilla propia.

El golpe se iba a dar en un restaurante de la avenida Knickerbocker, en el barrio de Ridgewood de Brooklyn, una zona de mucha presencia de sicilianos. El local se llamaba Restaurante Italoamericano de Joe y Mary. Servían auténtica comida casera siciliana. Era propiedad de una prima de Galante, Mary. Por ese motivo, Galante se sentía allí a salvo, y solía comer y cenar allí muchos días.

El 8 de julio de 1979, Richard se reunió con DeMeo en el Gemini y los dos fueron juntos a almorzar en Ridgewood. DeMeo quería que aquel trabajo fuera impecable. También para él era el encargo más importante de su vida, y le garantizaría una ascensión rápida en la familia Gambino. Estaban en juego tanto su reputación como su vida. Iba a ser un trabajo hecho desde dentro, y DeMeo quería que Richard viera la distribución del local, que «conociera el terreno», como dijo a Richard aquella mañana.

El restaurante era un pequeño negocio familiar. Sobre la puerta principal había un letrero barato que decía:

RESTAURANTE ITALOAMERICANO DE JOE Y MARY SE SIRVE COMIDA PARA LLEVAR

El local tenía un ventanal grande a la calle que cubría todo el ancho del restaurante, sus buenos seis metros, cubierto de visillos baratos y delgados. DeMeo y Richard entraron, ocuparon una mesa y pidieron de comer. La comida era buena y barata. Los dos hombres comieron en silencio, empezando por un entrante; después compartieron un plato de pasta pensando en el asesinato, en la muerte violenta de aquella tarde. Richard tomó después ternera con pimientos y Roy un plato de gambas con salsa marinera picante. A Richard no le gustaba la distribución en absoluto. Era un local pequeño, largo y estrecho, con solo una entrada y una salida. Al fondo había un patio descubierto con varias mesas, rodeado de edificios de tres pisos. DeMeo dijo que a Galante le gustaba sentarse allí; allí se sentía seguro porque veía venir a cualquiera con tiempo para reaccionar: para llegar al patio había que recorrer todo el restaurante a lo largo.

– Esto es una ratonera -dijo Richard, casi en un susurro-. No me gusta.

– Así están las cosas -dijo Roy-. A ver qué te parece. Estudia esto con amplitud de miras. Cuando llegue aquí y mientras come, estará acompañado de los suyos. Dos tipos. Uno de ellos está con nosotros. Cuando hayan terminado de comer, el que está con nosotros se disculpará y dirá que tiene que hacer unas llamadas. Tú vas a trabajar desde dentro. Cuando entren ellos, estarás comiendo. No sospechará de ti. Salta a la vista que no eres italiano, ¿te das cuenta? Así que tú te sientas todo lo cerca del fondo que puedas, mirando hacia la calle, y pides de comer. Los otros llegarán con su coche hasta la puerta, aparcarán en doble fila y se bajarán. Podrás verlos a través de los visillos.

Como es un local largo y estrecho, él los verá desde el primer momento, y es un tipo que dispara primero y pregunta después. Por eso tiene que haber uno de los nuestros dentro, en posición… y ese serás tú.

Richard miró hacia la calle. Veía claramente a través de los visillos la acera y la avenida Knickerbocker. Oía el ruido de los camiones, las bocinas.

– Así que -prosiguió Roy-, en cuanto los veas, actúas. Te levantas tranquilo, muy tranquilo, caminas hacia el patio y le das lo suyo. No le des ocasión de sacar un arma. Los otros estarán a tu espalda con escopetas. Ese mamón no puede vivir. No puede salir vivo de esta… ¿qué te parece?

– Es una ratonera -repitió Richard-. Pero se puede hacer.

– ¿Estás a gusto con el plan?

– Estoy a gusto. Pero tú asegúrate de que los tipos que entren sepan que yo soy del equipo.

– Lo sabrán. Cuando te vean, ya estarás disparando al cabrón. Cuando termines, te vuelves y sales andando. No corras. Yo te estaré esperando en un coche, ¿vale?

– Vale. ¿Cuándo?

– El jueves, día doce. Esa mañana iré a recogerte. Digamos a las diez y media. Tienes que estar aquí, tienes que estar dentro, aquí sentado, a las doce y cuarto. Usa algo que no falle… un 357, quizá.

– Vale -dijo Richard, tranquilo, frío, despejado. Tomó un trago de agua mientras pensaba que la comida era buena.

El 11 de julio Richard llamó a Barbara desde su «puesto de mando» y le dijo que no volvería a casa aquella noche, que tenía cosas que hacer. Ella le dijo que muy bien, como siempre. Barbara no hacía nunca preguntas a Richard. El hacía lo que tenía que hacer. Barbara ya había terminado por darse cuenta de que Richard andaba metido en «negocios turbios» y aceptaba sin rechistar lo que le decía. Richard comió algo en el barrio chino, cerca de su despacho, vio la televisión en su puesto de mando, llamó a Barbara para darle las buenas noches, hablaron de los niños, de un viaje que tenían pensado hacer en familia a Disney World. Después de ver el telediario y el monólogo de Johnny Carson se acostó.

El 12 de julio era un día despejado, con el calor y la humedad propios de la estación. Richard se duchó y se vistió con la ropa adecuada para el trabajo de aquel día. Se puso unos pantalones verdes corrientes y una camisa muy holgada, de manga corta, que cubriría fácilmente las tres pistolas que se llevaría al almuerzo. Salió a tomarse una tortilla en una cafetería griega de allí cerca, se compró los tres periódicos de Nueva York, se dio un paseo, se volvió a su puesto de mando y abrió la caja fuerte. Los periódicos le iban a servir en su trabajo. En la caja fuerte guardaba una amplia colección de armas. Eligió dos pistolas del 357 de seis tiros y una del 38 con cañón de cuatro pulgadas. Una de las 357 tenía el gatillo sensible. Richard había limado el mecanismo de disparo de modo que la pistola se disparaba con solo rozar el gatillo. Metió las pistolas en una bolsa de deportes negra y bajó a la calle con la bolsa y los periódicos. Tal como habían acordado, DeMeo lo recogió en la esquina de las calles Spring y Lafayette. Apenas cruzaron palabra durante el viaje hasta Brooklyn. Como de costumbre antes de un golpe, Richard tenía una calma extraña. Sabía que muy bien podían matarlo aquel día, que había muchas cosas que podían salir mal, y entonces todo habría terminado para él. Pero aquello no le preocupaba demasiado. Richard Kuklinski tenía en cierto modo extraño un deseo de muerte que se le iría agudizando cada año que pasaba. Por el camino iban oyendo canciones antiguas. A Roy también le gustaban las canciones antiguas.

Richard esperaba el momento de enfrentarse a Galante. Sabría que aquello tendría que hacerlo de cerca, de manera íntima: así era como más le gustaba. También sabía que Galante intentaría defenderse, sin duda alguna, que tenía un instinto y unas dotes de asesino muy desarrolladas. En cierto modo, Richard consideraba que aquello era su Solo ante el peligro, que iba a plantar cara al peor forajido del pueblo, a un canalla de corazón negro que tenía que morir, al que había que matar como hay que matar a un perro rabioso.

No, Richard no estaba nervioso en absoluto. Cuando estaban cerca de la avenida Knickerbocker, sacó las tres pistolas de la bolsa y se las metió cuidadosamente bajo el cinturón de los pantalones, en la posición donde debían estar para tenerlas a mano. Roy dijo que estaría allí delante cuando él saliera, por delante del coche que traería a los otros pistoleros, cuya labor consistiría en rematar a la víctima.

– Asegúrate de que no me encuentre colgado al salir de allí.

– ¡Estaré! -le prometió DeMeo. Se dieron la mano, se besaron en las mejillas. DeMeo le deseó suerte. Richard salió del coche al sol implacable de mediados de julio. Llevaba un ejemplar del Daily News, un accesorio muy útil. Se levantaban del suelo ondas sinuosas y flexibles de calor. Richard caminó despacio hacia el restaurante, pasando por delante de cafés italianos, pizerías italianas, tiendas de alimentación italianas con salamis y grandes trozos de provolone colgados en los escaparates. El aire estaba impregnado del olor a pan recién hecho. Abrió la puerta y entró. Se sentó en una mesa hacia el fondo, pero no demasiado al fondo porque tampoco quería llamar mucho la atención. Saludó al camarero de manera amistosa, pidió algo de almorzar, un emparedado de albóndigas, algo que pudiera comer sin cubiertos. No quería dejar huellas dactilares en ninguna parte. Abrió el periódico y se puso a leerlo con atención, bajando la vista, haciendo como que leía algo muy interesante. Le sirvieron el bocadillo. Tenía un aspecto y un olor deliciosos. Pero él no lo tocó. Esperaría.

Al poco rato apareció en la puerta Carmine Galante, hosco y ruidoso. Entró con sus dos tipos y se dirigieron directamente al patio del fondo. Yá tenían preparada una mesa larga, cubierta de un mantel nuevo e impecable. El patio estaba a la sombra de los edificios que lo rodeaban. Los camareros acudieron a atender a Galante con gran deferencia. Todo el mundo sabía quién era, y lo trataban como si fuera el Papa en persona. Le llevaron a la mesa agua mineral, vino y comida. Richard, que seguía leyendo el Daily News, empezó entonces a comerse su bocadillo distraídamente. En un momento dado dejó caer el periódico y, al agacharse para recogerlo, se volvió un breve instante y vio dónde estaba sentado Galante. Se lo grabó en la mente. Desde ese momento, no perdió de vista la calle. El coche donde venían los demás ejecutores podía llegar en cualquier momento. Richard se comió despacio el bocadillo de albóndigas mientras leía el periódico, sin perder de vista la calle. DeMeo le había dicho que uno de los guardaespaldas dejaría a Galante en un momento dado y que sería entonces cuando se presentaría el equipo de pistoleros, pero él se temía que se presentaran antes. Richard esperaba, tranquilo y relajado, sin sentir ninguna angustia (estaba en su elemento), comiendo despacio, leyendo el periódico después de cada bocado.

Después, en efecto, uno de los guardaespaldas se levantó y salió del restaurante. Era Caesar Bonventre.

La cosa empezaría en cualquier momento. Richard se preparó. Movió los pies para ponerse en posición, para poder levantarse rápido. Richard era un hombre enorme, pero tenía la rapidez de movimientos de un felino ágil, era una pantera gigante de color pálido.

El coche se detuvo ante la puerta. Richard vio que se bajaban los ejecutores. Llevaban gafas oscuras. Ya estaba. Era el momento de hacerlo. Richard se levantó enseguida y, sin prisas, caminó directamente hacia el patio, directamente hacia Galante, con los ojos clavados en su objetivo. A Richard se le habían potenciado todos los sentidos. Oyó que se abría la puerta de entrada. Galante vio venir a Richard; se miraron a los ojos. Galante comprendió inmediatamente lo que pasaba, vio claramente que se le venía encima la muerte. Conocía el percal; conocía esa mirada, ese ritmo, esos pasos, esos gestos. Intentó ponerse de pie. Richard sacó dos pistolas, las 357, apuntó y disparó repetidamente, vaciando los dos cargadores en cuestión de segundos. Alcanzó a Galante y a Coppola. Se volvió, y los del equipo dispararon inmediatamente a Galante, uno de ellos con una escopeta. En aquel lugar cerrado, el ruido era ensordecedor. Richard tomó su periódico y salió el restaurante, con el ruido de los disparos zumbándole en los oídos. El coche estaba allí. Llegó hasta él y se subió, y se pusieron en camino despacio.

– ¿Cómo ha ido? -le preguntó Roy, con la cara contraída por la curiosidad.

– Como un reloj, joder -dijo Richard.

– rEres el mejor, Grandullón.

Richard se volvió directamente a la ciudad. Estaba contento con lo bien que había ido todo; en efecto, había funcionado como un reloj, perfectamente. Roy y él se sentaron en la terraza de un café de Little Italy y Richard le contó todos los detalles; cómo Galante lo había visto venir y había entendido inmediatamente de qué se trataba. Roy le dio la mano varias veces. Estaba tan contento como un niño en la mañana de Navidad. Los dos fueron a pie a la oficina de Richard. Roy lo abrazó y lo besó, y acordaron volver a verse pronto. Richard subió al puesto de mando. Estaba contento de sí mismo, como si acabara de correr una dura maratón y hubiera llegado el primero. Pensaba quedarse unos días en la oficina, en la ciudad. No volvería hasta estar seguro de que todo había terminado de una vez por todas. No sabía si se presentaría entonces alguien para matarlo, para reducirlo al silencio, para que no quedara rastro de lo sucedido. Los italianos, la gente de la Mafia, tenían sus costumbres extrañas en cuestión de asesinatos. Nada era sencillo. Había muchos protocolos y traiciones. Cargó una escopeta de caza que tenía, la dejó sobre su escritorio y se puso a esperar, tenso… inseguro. No se fiaba de nadie, y de DeMeo menos todavía.

Se preguntó si DeMeo querría matarlo, si enviaría a gente para que lo mataran. Para hacerlo callar. Que lo intenten, pensó.

Llamó a Barbara. Esta estaba preparando emparedados para ella y para los niños, que estaban jugando en la piscina. Le dijo que volvería a casa «dentro de unos días». Volvieron a hablar del viaje que querían hacer a Disney World, y colgaron. Richard encendió el televisor y vio un boletín de noticias sobre el asesinato, mientras se preguntaba si habría alguna persona mayor vigilando a los niños que jugaban en la piscina.

Un fotógrafo de prensa consiguió de alguna manera acceder a la azotea de uno de los edificios que rodeaban el patio donde habían matado a Galante, y sacó fotos de su cadáver. Cosa rara: Galante tenía todavía en la boca el puro; se le había quedado alojado en la boca, que ahora tenía abierta como si tuviera desencajada la mandíbula. Tenía las gafas torcidas. Lo rodeaba un charco de sangre rojo y brillante que atraía a las moscas. El aire estaba cargado del hedor de un cadáver sometido al calor de julio. Era un olor extraño al mezclarse con el aroma agradable del pan recién hecho. Cuando los detectives que estaban en el patio vieron al fotógrafo, le gritaron que se largara. «¡Vete al infierno!», le dijo uno.

Pero al día siguiente, como era de esperar, una de sus fotos apareció en la primera plana de todos los periódicos de Nueva York, en los periódicos de todo el país: allí estaba el terrible Carmine Galante, más muerto que una piedra, con aquel puro ridículo metido en la bocaza. Las familias de la Mafia de todas partes lo celebraron. Se habían quitado de encima una espina, un cáncer. Había pasado a la historia, adiós muy buenas.

Carmine Galante no había mostrado a nadie el respeto debido; ni el debido ni ninguno, de hecho, y no solo había recibido su merecido, sino que todo el mundo lo vería en esa postura desairada, vergonzosa, como si fuera una mierda de perro en la acera.

Se pronunciaron brindis en todo el mundillo de la Mafia. Los «hombres hechos» se daban la mano, se felicitaban mutuamente, se daban palmaditas en la espalda como si aquello hubiera sido una boda, como si uno de sus hijos hubiera terminado la carrera con premio extraordinario.

– El gilipollas se ha llevado lo que se merecía, joder -anunció Paul Castellano en su Club de Veteranos y Amigos de la calle Ochenta y Seis. Cuando Richard vio la foto extraordinaria de Galante con el puro en la boca, sonrió, pensando: Cuanto más grandes son, más dura es su caída. Días más tarde, Richard fue a ver a DeMeo, y Roy volvía a ser todo abrazos, besos y sonrisas. Richard había aumentado su reputación en el mundo del crimen organizado. DeMeo merecía un nuevo respeto gracias a Richard. Por fin se reconocía su talento fuera de lo común. Estaba seguro de que lo ascenderían pronto. No cabía duda de que Paul Castellano le recompensaría con generosidad. ¿Cómo no iba a recompensarlo? Richard y DeMeo salieron a comer juntos, como solían hacer con frecuencia. Fueron al restaurante Rao, en Manhattan, y Richard volvió a contar a DeMeo con profusión de detalles lo perfectamente que había salido el golpe. Richard no había visto nunca a DeMeo tan contento. Parecía como si fuera a ponerse a bailar encima de la mesa en cualquier momento.

– ¡Grandullón, estamos en deuda contigo! -dijo DeMeo-. ¡Me voy a encargar de que salgas ganando verdaderamente!

Entonces entró otro capitán de la familia Gambino, Sammy Gravano, de Bensonhurst, al que llamaban Sammy, el Toro. Iba con una rubia atractiva y con otra pareja. DeMeo y él se saludaron con un gesto de la cabeza. Gravano ocupó una mesa al fondo del pequeño local. Richard sabía quién era Gravano y se preguntó si estaría allí solo por casualidad. La verdad era que Gravano solo había ido allí a comer y a pasarlo bien. Pero en años posteriores acabaría jugando un papel importante en la vida de Richard. También él intervendría de manera importante en el asesinato de un capo di tutti capi.

DeMeo pasó discretamente a Richard un sobre cerrado lleno de dinero.

– Por un trabajo bien hecho -dijo DeMeo.

– Roy, yo no quiero nada -dijo Richard-. Esto lo he hecho como un favor. Dile al tipo grande [Castellano] y a los demás que… ¡la verdad, ha sido un placer! -añadió, muy diplomático. Era un gesto muy hábil por su parte.

– ¡Eres el mejor! ¡Eres el mejor, joder! -dijo DeMeo, casi en un susurro.

Después de darse un buen banquete (en aquel restaurante servían excelente comida casera italiana, napolitana) y de tomar café y copas, DeMeo se brindó a llevar a Richard a un burdel especial para que lo atendieran cuatro mu jeres a la vez.

– ¡Todas unas nenas preciosas, guapas como modelos, te lo juro! -exclamó DeMeo.

Richard rechazó la propuesta.

– Solo me acuesto con mi mujer -dijo. Y al cabo de poco rato salió camino de su casa. Richard se sentía en lo más alto, como si tuviera al mundo cogido por los huevos. Sabía que ahora empezaría a ganar a base de bien.

Como de costumbre, Richard no volvió a su casa directamente. Hacía cambios de sentido, giros, salía de la carretera y esperaba para asegurarse de que no lo seguían. Todavía no estaba seguro de en qué acabaría todo aquello. Suponía que todavía corría peligro si había por allí algún tipo de traición a la italiana. Seguía sospechando que DeMeo podía hacerlo matar. No se fiaba de DeMeo; no lo tenía por amigo. Richard consideró que no tenía más amigos que a Barbara y sus armas. No mentían nunca. No traicionaban nunca. Siempre estaban allí cuando a él le hacían falta, dispuestas a cumplir sus órdenes.

Richard no era consciente del resentimiento que había ido acumulando Barbara contra él. Después de cada uno de sus arrebatos, ella hacía todo lo posible por aparentar que todo había pasado, pero no era así. Cuando Richard llegó a su casa, tomó a Barbara en sus brazos poderosos y le hizo el amor.

Al día siguiente, la familia Kuklinski salió camino de Florida. Como siempre, se detuvieron por el camino para hacer un buen almuerzo. El hombre que acababa de quitar de la circulación a Carmine Galante iba en su coche con su familia, camino de Florida, cantando con sus hijos una canción de los Beatles, I Want to Hold Your Hand, sin la menor inquietud.

Se detuvieron en un buen hotel, los chicos jugaron en la piscina, cenaron bien y tranquilamente, y a la mañana siguiente reemprendieron la marcha hacia Florida. Por el camino compraron fuegos artificiales en puesto de carretera: bengalas, cohetes y petardos para divertir a los ñiños. Parecía que Richard estaba de buen humor, y Barbara estaba contenta, como también lo estaban Chris y Merrick.

Ni Richard ni Barbara se habían enterado para nada de lo que había hecho Chris con aquel hombre en la furgoneta. Después de aquello, y durante algún tiempo, Chris se había sentido mala, sucia; lo que había hecho la desazonaba. Pero todo aquello había pasado ya. Ahora, aquello le hacía sentirse más fuerte. Había reafirmado su propia individualidad de la manera más potente que había tenido a su alcance, y se alegraba de haberlo hecho.

Cuando la familia llegó a Florida, fueron directamente a la casa de Al Pedrici. Como siempre, Al se alegró mucho de ver a Barbara y a sus nietos.

Naturalmente, los chicos querían salir a pescar en la barca de Al, y él accedió con mucho gusto. Ya tenía preparada la barca, con gasolina, cebos para la pesca y refrescos a bordo. Como de costumbre, Barbara no quiso ir, y Richard y los chicos subieron a bordo y zarparon. Al comentó a Richard la foto de Galante que había visto en la primera plana de todos los periódicos de Florida. Richard aparentó que la noticia lo había sorprendido como al que más.

Siguiendo las instrucciones de Barbara, Richard se puso la crema solar y se la aplicó a Chris y a Merrick. Dwayne no necesitaba protector solar. Tenía la piel oscura de un chico del Mediterráneo y no se quemaba con el sol como su padre y sus hermanas. Empezaron a pescar pargos y peces globo enseguida. También picó el anzuelo un marrajo pequeño, que Al dejó libre. Al ver el pequeño tiburón Richard se acordó por un instante de aquel violador al que había torturado y matado en Miami. Richard no solía pensar casi nunca en las personas a las que asesinaba. Era casi como si aquellas cosas las hubiera hecho otra persona. En un sentido muy real, existían dos Richard. Aún ahora, después de tantos años, cuando Richard habla de las cosas que hizo, suele decir «Nosotros», habla de sí mismo en plural. No suele decir «Yo».

Después de pasar varios días en casa de Al, cenando todas las noches en los mejores restaurantes, en los que Richard dejaba los billetes de cien dólares como si fueran servilletas de papel usadas, la familia fue a Disney World, y los chicos lo pasaron en grande. Allí era más bien como un niño grande. Era como si estuviera recuperando la infancia que no había tenido. Se montaba en todas las atracciones, con una sonrisa más grande que las de los propios niños. La familia pasó seis días en Disney World, y se volvieron después a Nueva Jersey, alojándose en hoteles por el camino. Fueron unas buenas vacaciones. Richard no había tenido ni un solo ataque de mal humor. Todos lo habían pasado de maravilla. Pero, a pesar de todo, daba gusto estar otra vez en casa. Hogar, dulce hogar.

El día siguiente era domingo y la familia fue a la iglesia. Barbara lo exigía. Richard ejercía de sacristán en la iglesia, ayudando a hacer la colecta. No creía en absoluto en la Iglesia católica ni en sus enseñanzas. Si iba y hacía de sacristán era para dar gusto a Barbara. Según explicó hace poco: La Iglesia estaba llena de mierda. Un puñado de hijos de perra mentirosos, avariciosos, hipócritas. Yo me encontraba a sacerdotes que conocía en los espectáculos eróticos de la Quinta Avenida, en las tiendas donde vendía yo la pornografía.

Cuando el verano iba tocando a su fin y se acercaba el otoño, Richard empezó a frecuentar más a Robert Pronge. Le fascinaban aquellos métodos únicos que había inventado, desarrollado y perfeccionado Pronge para matar personas. Pero cuanto más conocía Richard a Pronge, más creía que era un cabrón retorcido, como dice él. Algo debía de tener para que él mismo lo llamara así.

Pronge tenía que hacer un trabajo en Queens. Utilizó su furgoneta de helados de Mister Softee para observar la casa de la víctima. Richard, interesado, fue con él a ver aquello. Pronge se detuvo delante mismo de la casa de la víctima, e incluso llegó a vender helados a sus hijos. Aquella misma noche, Pronge (todavía acompañado de Richard) volvió a la casa de la víctima, abrió su coche con una llave maestra que tenía y puso una granada de fragmentación bajo el asiento del conductor.

A la mañana siguiente, desde el coche de Pronge esta vez, Pronge y Richard vieron que la víctima subía a su coche y se ponía en camino. Lo siguieron. Pronge llevaba en la mano el mando a distancia. Tuvo muchas oportunidades adecuadas para activarlo, pero esperaba. Estaba claro que disfrutaba jugando con la vida de la víctima, cosa que inquietaba a Richard. Parecía que le gustaba demasiado controlar cuándo y cómo moría el hombre. Richard le repetía que lo hiciera de una vez; él ño pretendía más que ver cómo funcionaba la granada y acabar con aquel asunto; pero Pronge seguía alargándolo, como si aquello fuera un buen acto sexual que debía durar lo más posible. Richard empezó a dudar de la cordura de Pronge.

Por fin, después de seguir a la víctima de un lado a otro durante dos horas, Pronge activó la granada de mano, y vaya si funcionó. No solo malo a la víctima, sino que le voló la mitad inferior del cuerpo. Richard se quedó impresionado. Compró a Pronge cuatro granadas con mando a distancia.

La Policía no tenía la menor idea de quién había puesto la bomba a aquel hombre ni por qué. Naturalmente, Pronge no tenía ninguna relación con la víctima.

Richard, a su vez, invitó a Pronge a que lo acompañara a hacer un trabajo. Juntos secuestraron a la víctima en un aparcamiento utilizando el rifle de dardos tranquilizantes de Richard. En aquella ocasión se había encargado que la víctima sufriera, que fuera torturada, y Richard se llevó al hombre a las cuevas del condado de Bucks, y Pronge vio cómo preparaba Richard a la víctima para las ratas, cómo montaba la cámara, las luces, el sensor de movimiento.

A Pronge aquello le parecía estupendo, la idea más genial desde la invención de la rueda.

– ¡Excelente, joder! -exclamaba.

Cuando Pronge y Richard regresaron al día siguiente, Pronge puso unos ojos como platos, y no dejaba de alabar la «idea genial» de Richard, como la llamaba él: las ratas se habían comido vivo al hombre, y Richard lo había grabado en cinta. Pronge vio la cinta con admiración, sin dejar de felicitar a Richard por su gran idea.

En otro encargo de Pronge, la víctima no salía nunca de su apartamento. Pronge preguntó a Richard qué haría él en su lugar. Richard le sugirió que llamara a la puerta del hombre y le pegara un tiro con una 357 cuando lo viera acercarse por la mirilla. Pronge lo probó, y funcionó como un reloj.

Era una de las pocas veces en la vida de Richard que este tenía un amigo, aparte de Phil Solimene, un amigo con quien tenía muchas cosas en común. Pero esto no había de durar.

Chris, la hija de Richard, tenía problemas. Después de ver los arrebatos de mal genio de su padre y sus episodios de violencia repentina contra Barbara y contra las cosas de la casa, Chris había perdido una parte de su individualidad, de su identidad; y para recuperarla, para volver a sentirse íntegra, para sentirse persona entera que tiene su propia vida en sus manos, dejaba que los chicos se aprovecharan de ella. Según dice ella, la verdad es que ella se servía de ellos. Había llegado a pensar que si hacía lo que quería de esa manera, de manera amorosa, estaba reafirmando su individualidad, estaba tomando las riendas de su vida, controlando su destino. Se hizo muy popular en el instituto, la eligieron chica más popular de la clase dos años seguidos, y todo porque tenía relaciones con casi todos los chicos del instituto, según explicó ella hace poco, divertida por aquellos recuerdos, que ahora le hacen reír.

Es interesante observar que la que daba más impresión de hacer cosas así era Merrick, y no Chris. Merrick se ponía ropa estrambótica. Merrick tenía amigos que no gustaban a su madre ni a su padre. Merrick tenía un carácter muy entregado, era muy partidaria de la paz y del amor. Pero Merrick era mojigata en lo que respectaba al sexo. Ni siquiera dejaba que los chicos la tocaran. Para Chris, aquello se había convertido en un juego peligroso que jugaba consigo misma. Consentía que los chicos vinieran a casa e «hicieran cosas» con ella en su dormitorio de la planta baja, ¡mientras Richard estaba en la casa!

Si Richard se hubiera enterado de lo que hacía Chris, se habría vuelto completamente loco. Era muy conservador para las cosas del sexo, y eso a pesar de que ya lo consideraban el rey del porno en Nueva York, y si hubiera sabido que su hija estaba teniendo relaciones allí mismo, en la casa, habría estallado.

Chris no disfrutaba con ninguno de aquellos amoríos. Si hacía aquellas cosas eras solo por desquitarse de su padre de la única manera que sabía ella: con su cuerpo. Con el paso del tiempo, cuando Chris empezó a salir con chicos que tenían coche, llegó a tener relaciones en coches y en furgonetas aparcadas delante mismo de la casa.

Naturalmente, Richard no se daba cuenta de lo que pasaba, porque no habría sospechado ni en un millón de años que su hija Chris, tan buenecita, estaba cometiendo aquel flagrante delito junto a la casa, o incluso dentro de ella. Paradójicamente, Richard pensaba que Merrick quizá estuviera haciendo tonterías y llegó a seguirla, acudía a las fiestas y a los bailes adonde iba ella.

Según contó recientemente Merrick: Mi padre aparecía de repente. Yo estaba en una fiesta, ¿sabe?, y me lo encontraba allí de pronto, mirándome. Se escondía detrás de los árboles y de los arbustos para vigilarme. Yo solo lo veía cuando él se dejaba ver. Tenía una… una capacidad sorprendente para camuflarse, para que no lo vieran si él no quería. Era como un fantasma. Yo no hacía nunca nada que no debiera, porque no sabía nunca dónde estaba mi padre.

Naturalmente, Merrick no podía saber que su padre acechaba constantemente a la gente, que su profesión era acechar. Teniendo en cuenta el enorme tamaño de Richard, sí que era sorprendente su capacidad de no dejarse ver si él no quería.

Pero no llegó a enterarse de que si a su hija Chris la habían elegido chica más popular del instituto era porque la mayoría de los chicos habían tenido relaciones con ella.

39

De manera extraoficial

SE trataba de un asunto muy delicado y peligroso por muchos motivos.

Nino Gaggi y Roy DeMeo habían encontrado un gran contacto para el tráfico de cocaína: dos hermanos brasileños que estaban procesando las hojas de coca procedentes de Bolivia para producir cocaína de alta pureza. Al parecer, los hermanos habían encontrado a un científico alemán que sabía extraer de las hojas de coca un producto muy deseable al que llamaban «madreperla» por su tono sin igual, un rosa azulado luminoso.

El problema era que el tráfico de drogas era tabú para los «hombres hechos», estaba prohibido por la comisión de la Mafia. Habían matado por ello a Carmine Galante. Sin embargo, la mayoría de los capitanes intervenían en el tráfico de una manera u otra, de manera extraoficial, como decían ellos. Había mucho dinero que ganar con ello, y los integrantes de todas las familias del país metían los dedos codiciosos en aquel negocio tan próspero.

Estaba concluyendo la década de los setenta y la cocaína era la droga de moda, la droga más popular de todos los tiempos. La ofrecían en las fiestas elegantes, desde Bel Air hasta Park Avenue. La tomaban todos, en todas partes. Y la Mafia no era capaz de resistirse a la tentación de captar aquellos beneficios que se le ofrecían en bandeja.

De modo que DeMeo se comunicó con Richard para proponerle una reunión con Gaggi. Volvieron a reunirse en el Villa, en la avenida Veintiséis, comieron bien, y cuando hubieron terminado, Gaggi entró en materia.

– Sabemos que eres de confianza -dijo con su habitual tono grave y formal-. Lo has demostrado muchas veces. Tenemos una simación en la que queremos que intervengas. Si no quieres intervenir, no hay problema. Pero si dices que quieres entrar, debes seguir hasta eI final… ¿entiendes?

– Entiendo.

– Hay dos hermanos, los Mediro. Viven en Río de Janeiro. Procesan! babagna [cocaína] allí en el Brasil y la traen en barcos, en contenedores de esos. Según me cuenta Roy, tienen el mejor material del mercado. Queremos que vayas tú allí, que te veas con ellos, que veas como funciona su negocio y que cierres el trato si te parece que está bien. Ellos nos harán la entrega aquí, en un almacén que tenemos en el sur de Brooklyn. Tú lo recibirás y lo vigilarás hasta que lo recojan los nuestros. Eso es todo, en resumidas cuentas. Ganarás un quince por ciento de los beneficios. ¿Quieres entrar?

– Sí, claro, sin dudarlo -dijo Richard, contento de que se lo hubieran ofrecido. Pensó que aquel era el pago por haber matado a Galante.

– Sea así, entonces -dijo Gaggi, apretando la mano enorme de Richard; y el trato quedó cerrado.

Días más tarde, Richard iba a bordo de un avión rumbo a Río de Janeiro. El viaje era largo y pesado, pero él iba en primera clase y consiguió dormir durante la mayor parte del vuelo de once horas. No había estado nunca en América del Sur. Richard siempre estuvo dotado de curiosidad y le gustaba ver lugares, gentes y culturas nuevas. Cuando hubo pasado la aduana, lo recibió un hombre que trabajaba para los hermanos Mediro. Lo llevaron a un hotel del centro de Río llamado Copacabana Palace, ante la célebre playa de Copacabana, en la Avenida Atlántica. Contempló con admiración la amplia y hermosa playa de arena blanca: Lima, Copacabana e Ipanema se extendían ante él trazando una suave y elegante curva desde un extremo a otro de aquella ciudad rutilante al borde del Atlántico.

Se acordó que pasarían a recogerlo al cabo de unas horas. Se refrescó un poco en su habitación y salió a darse un paseo por la Avenida Atlántica, contemplando maravillado la belleza de Río, la costa, el Pan de Azúcar, la enorme figura de Cristo que custodiaba, al parecer, toda la ciudad. Las mujeres brasileñas iban por la calle, según la costumbre, con tangas, esos bikinis minúsculos, exhibiendo por entero las nalgas, y Richard estaba apabullado al ver sus cuerpos hermosos y llenos de curvas, con sus bronceados de color café con leche. No había visto nunca unas mujeres tan hermosas. Si me quedo aquí demasiado tiempo, voy a meterme en un lío, pensó.

Fueron a recogerlo según lo acordado, y lo llevaron a la residencia de los Mediro, una amplia casa blanca rodeada de un jardín precioso, lleno de flores olorosas. Estaba en la zona donde estaba el Cristo, en una montaña que dominaba la ciudad.

Los hermanos Mediro eran dos brasileños apasionados y muy corteses. Richard conoció primero a Eduardo, un hombre apuesto, moreno, de dientes blancos y relucientes, ojos oscuros de depredador, con el pelo negro como el azabache, peinado hacia atrás con fijador. Richard y Eduardo salieron a un porche, tomaron bebidas frías y se pusieron a hablar. Estaban hablando cuando se presentó John Carlo, el hermano de Eduardo.

John Carlo era muy moreno. Richard pensó que parecía un hombre de color. Se sentó, y empezaron a debatir el trato, el precio, la entrega. Richard se estaba portando muy bien. Cuando quería, podía tener una cortesía sorprendente, podía portarse como el perfecto caballero. Parecía que había caído bien a los hermanos. Eduardo tenía una niña preciosa de dos o tres años, que salió corriendo al porche, se quedó absolutamente fascinada por Richard, por lo grande y lo blanco que era. Se llamaba Yada. A Richard le gustaban los niños, y se puso a jugar con Yada enseguida, la levantó en vilo y le hizo cosquillas, mientras la niña se reía, encantada. Salió una niñera a recogerla y se la llevó para ponerla a dormir la siesta.

– La gente le fascina -le explicó Eduardo, al que había agradado mucho la acogida que había hecho Richard a su hija. Ahora que ya habían quedado cerrados los detalles del negocio, Eduardo dijo que quería enseñar a Richard el laboratorio; después, irían a comer.

– Bien -dijo Richard. Se subieron a un Mercedes amarillo que tenían los hermanos e hicieron un viaje de dos horas. Cruzaron un puente muy largo y llegaron a una región de colinas llenas de vegetación. El laboratorio estaba en un almacén enorme, construido con bloques de hormigón. Ante el almacén había unos guardias armados sentados en sillas. Cuando vieron el coche amarillo de los hermanos se levantaron de un salto y se pusieron firmes.

En el interior del almacén, Richard se quedó atónito al ver tanta cocaína. Había grandes bloques cuadrados de la droga, envueltos en gruesos embalajes de plástico y apilados ordenadamente del suelo hasta el techo. Cubas enormes de hojas de coca se convertían en un polvo blanco casi puro. Eduardo ofreció a Richard catar la mercancía, pero Richard se negó, dijo que nunca tomaba drogas. También aquello agradó a a Eduardo.

Richard vio todas las instalaciones, impresionado, pensando que sin duda ganaría una fortuna. Sabía que estaba corriendo grandes riesgos al intervenir en una operación con tanta cocaína de por medio, pero no creía que lo llegaran a atrapar. Parecía que el riesgo valía la pena, según cuenta él.

Se volvieron del almacén a Río y fueron a un restaurante barbacoa de lujo en Ipanema, donde se asaba carne de todo tipo en asadores de meal sobre una lumbre de leña en el centro del restaurante, y Richard se comió el bistec más grande y mejor de su vida, según contaría más tarde. Después de aquella cena maravillosa, los hermanos se ofrecieron a llevar a Richard al día siguiente a hacer una visita turística y a montar a caballo, pero Richard rechazó la oferta educadamente, dijo que tenía que volverse a su casa. Echaba de menos a su familia.

– Como usted quiera-dijo Eduardo, y lo llevaron a su hotel. Richard llamó a DeMeo y le dijo que todo iba bien, le dijo el vuelo en el que pensaba volver. DeMeo dijo que iría a recogerlo. Aquella misma noche llevaron al aeropuerto a Richard, que consiguió tomar un vuelo de Río a Nueva York, con una breve escala en Lima, Perú.

Richard se sorprendió al ver en el aeropuerto a Gaggi con Roy. Camiino de un restaurante allí cerca, en Bensonhurst, Richard les contó todo lo que había visto.

Gaggi dijo que ya había hablado con los hermanos Mediro y que a estos les había caído muy bien Richard… hasta le habían comentado lo cariñoso que había estado con la pequeña Yada.

– Lo has hecho bien -dijo Gaggi. Después cenaron, y ultimaron los planes para la recogida del primer cargamento de cocaína, al mes siguiente.

George Malliband era un hombre corpulento, alborotador; un buscávidas de tres al cuarto, un tahúr empedernido, que pesaba ciento treinta kilos. Richard había conocido a Malliband en la tienda de Phil Solimene. Hicieron algunos negocios juntos, llegaron a tratarse un poco. George vivía en una granja en Pensilvania, y Richard iba allí de caza con él de vez en cuando. En cierta ocasión, Malliband, acosado por las deudas del juego, tuvo que pedir dinero prestado a los usureros y se vio en un aprieto, en un aprieto especialmente peligroso. Como otras muchas personas, Malliband había oído decir lo peligroso que podía llegar a ser Richard, y recurrió a él. Richard, a su manera, había llegado a apreciar a Malliband, a Georgie-boy, como lo llamaba él, y le ayudó, aunque de mala gana. Acordó unos días de plazo con los usureros y presentó a Malliband a DeMeo, que acabó prestándole treinta y cinco mil dólares a «un interés de amigo».

Malliband pagó a los usureros de Nueva Jersey y a gente de Las Vegas a las que debía dinero también. Había prometido que pagaría a DeMeo a tiempo, lo había jurado por su madre, por su padre y por todo el mundo; pero al cabo de poco tiempo dejó de hacer los pagos a DeMeo, y Roy le apretó las tuercas. Malliband volvió a acudir a pedir ayuda a Richard.

– Mira, no te puedo ayudar -le dijo Richard-. Diste tu palabra de honor, juraste por toda tu familia que harías lo que debías con esto, y ahora estás obligado. DeMeo… con ese tipo no se juega, ¿sabes? Es peligroso, joder.

– Sí; bueno, Rich, tú me lo puedes arreglar. Sé que tú puedes -dijo Malliband-. Lo único que necesito es un poco más de tiempo, eso es todo.

– ¿Cuánto tiempo más?

– Una semana, pongamos una semana.

Richard volvió a hacer un esfuerzo. Fue a ver a DeMeo, y consiguió que a Malliband le dieran una semana más.

Pero al cabo de una semana George Malliband se presentó con cuentos en vez de con el dinero, y Richard volvió a hablarle de hombre a hombre, le explicó que DeMeo estaba enfadado, que DeMeo hablaba de hacerle daño. Iban en la furgoneta de Richard, por la carretera.

– Grandullón… yo sé demasiado acerca de a qué te dedicas -dijo Malliband-. Creo que tú no vas a consentir que DeMeo me haga daño. La verdad es que sé que no lo consentirás. Recuerda, Grandullón, que sé dónde vives, que sé donde vive tu familia. No vas a consentir que me pase nada a mí -concluyó, creyéndose muy astuto.

Aquello encolerizó a Richard. Se puso pálido. Torció los labios hacia la izquierda. Profirió aquel leve chasquido suyo. Una amenaza a su familia, Dios bendito, era una cosa que no podía tolerar. Estaba casi ciego de rabia ardiente.

Te equivocas, Georgie-boy, ¿sabes?-dijo Richard, mientras detenía la furgoneta junto a la acera. Y, sin decir una palabra más, sacó una pistola del 38 y disparó cinco tiros a Malliband, matándolo.

Veía cómo le rasgaban la ropa las balas, contó más tarde.

Richard se llevó el cadáver de Malliband al garaje grande que tenia alquilado en North Bergen y que usaba de almacén y como lugar para matar a gente, y que estaba cerca del otro garaje donde Pronge guardaba su furgoneta de helados de Mister Softee. Richard intentó meter el cuerpo enorme de Malliband en un bidón de doscientos litros. Pero Malliband era tan corpulento que Richard no lo podía encajar en el bidón, por mucho que empujaba y apretaba, sin dejar de hablarle, diciendole: «¿Lo ves, Georgie? ¿Has visto lo que me has obligado a hacer? Yo no quería hacerte esto. ¿Has visto lo que me has obligado a hacer?».

Al final, Richard tuvo que tomar una sierra y cortar una pierna a Malliband para poder encajarla en el bidón negro de metal, que selló y echó a su furgoneta. Aunque pesaba más de ciento treinta kilos, Richard lo levantó con facilidad. Fue en la furgoneta hasta Jersey City, su antiguo territorio. En la calle Hope había una fábrica de productos químicos grande llamada Chemtex. Al fondo había una especie de vertedero. Estaban en febrero; hacía un frío terrible y nevaba un poco. Todo estaba helado y quebradizo. Llegaban vientos polares del atlántico. Richard metió su furgoneta marcha atrás en aquel vertedero improvisado, sacó el bidón de la furgoneta, lo tiró rodando por un terraplén que daba a un viejo depósito de ferrocarril, volvió a subirse a la furgoneta y se marchó. La gente llevaba años utilizando aquel solar para tirar cosas, y Richard creía que a Malliband no lo encontrarían en mucho tiempo, quizá nunca.

Se equivocaba. El bidón chocó con una piedra al pie del terraplén, y la tapa saltó.

El propietario de la fábrica de productos químicos abrió la puerta trasera, salió a fumarse un pitillo y vio algo raro: algo que parecía la pierna de un hombre, que asomaba de un bidón grande. Se acercó a investigar, y estuvo a punto de caer redondo cuando vio lo que había en el bidón, un hombre muy grande, muerto, con las piernas cortadas, el fémur bien visible. El hombre corrió a avisar a la Policía.

No tardó en establecerse la identidad del muerto. Se pusieron en contacto con su familia. El hermano de Malliband dijo que, el día de su desaparición, George había ido a ver a Richard Kuklinski, vecino de Dumont. La Policía interrogó a Richard. Este, naturalmente, dijo que no sabía nada del asesinato. Pero era la primera vez que lo relacionaban con un homicidio que había cometido, aunque la cosa no siguió adelante. De momento, no pasó de allí.

Richard estaba furioso consigo mismo. Debería haber enterrado a Malliband, haberlo arrojado por alguna sima de las cuevas, haberlo echado a las ratas. Debo tener más cuidado, se dijo a sí mismo.

Con todo lo que a Richard le gustaba la vida del hogar, hacer de padre de familia, llegó a la conclusión de que estar casado, tener hijos, lo estaba volviendo… blando, como explicó él, le estaba embotando la agudeza que debe tener un asesino profesional. Se prometió a sí mismo que pondría mas cuidado. Volvería a recuperar la agudeza. Estaba de mal humor, y en su casa tuvo un arrebato de furia y se puso a romper cosas.

La cocaína de Brasil llegó y se entregó en un almacén que habían encontrado Gaggi y DeMeo en el sur de Brooklyn, junto al puerto, cerca del antiguo arsenal.

Richard, armado hasta los dientes, estaba allí para recibir el envío. Era mucho más de lo que pensaba. La cocaína venía sobre dos palés de madera. Todo estaba muy bien envuelto en plástico. Richard se preparó un catre, sembró el suelo de vidrios rotos, hasta instaló dos alarmas electrónicas en la puerta para que nadie pudiera colarse. Tenía que vigilar la coca hasta que la fueran a recoger. Aquellas eran sus instrucciones. Aquella noche se presentaron algunos hombres de DeMeo y se llevaron la carga. El trabajo de Richard estaba cumplido. Al poco tiempo recibió una buena cantidad de dinero de DeMeo, del que se le descontó, naturalmente, lo que había debido Malliband. Pero DeMeo no le cobró ningún interés.

El proceso siguió repitiéndose de manera impecable durante meses. Llegaban los cargamentos; Richard los recibía y los custodiaba hasta que los recogían; poco más tarde, recibía una bolsa llena de billees de cien dólares. Richard estaba contento. Todo estaba saliendo bien. Todo el mundo ganaba dinero. No había problemas.

Las cosas cambiaron.

DeMeo avisó a Richard por el «busca». Se reunieron cerca del puente Tappan Zee.

Tenemos problemas con los brasileños -dijo DeMeo.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Richard, inquieto.

DeMeo explicó que Gaggi y él habían encontrado a unos proveedores de cocaína mejores, unos colombianos de Medellín, que vendían la coca por mucho menos que los hermanos Mediro, y DeMeo no había pagado a los brasileños el último cargamento; además, según dijo, no pensaba pagarles.

– ¿De cuánto se trata? -preguntó Richard, pensando que aquello era una estupidez por parte de DeMeo y de Gaggi. ¿Por qué tenían que ser siempre tan avariciosos esos italianos?, pensó.

– Poco más de medio millón. Y ellos… bueno, ellos nos han amenazado.

– Claro. Roy, esos tipos van en serio. Yo en vuestro lugar no andaría jodiendo con ellos. Dadles…

– No se lo daremos -le interrumpió Roy.

– Y ¿qué queréis que haga yo?

– Que vayas allí con algunos de los otros y mates a los mamones -dijo DeMeo.

– ¿En Brasil? -Sí.

– Roy, Río es una ciudad grande; yo no sé moverme por allí.

– Te mandaré con tres de los otros.

Richard se lo pensó. El sabía bien que la propuesta era arriesgada… pero le gustaba el desafío, hasta el peligro que suponía.

– Si voy, quiero hacerlo yo solo -dijo.

– Como a ti te parezca mejor. Ganarás sesenta de los grandes.

– De acuerdo -dijo Richard, atraído por el desafío, por aquel trabajo en que tenía todo en su contra. Su deseo de muerte volvía a entrar en juego.

– ¿Cuándo puedes ir? Cuanto antes, mejor -dijo DeMeo.

– Saldré mañana -dijo Richard-. ¿Te vale con eso?

– Muy bien -dijo DeMeo, y abrazó a Richard y lo besó. Los dos volvieron a subirse a sus coches y partieron en direcciones opuestas.

Richard daba vueltas en la mente a lo que haría, a cómo lo haría, como si estuviera estudiando una partida de ajedrez gigante en la que estuviera en juego la vida y la muerte.

Por entonces, lo que más me gustaba era la caza, ¿sabe? El desafío que representaba aquello, explicó hace poco. Para mí, el acto de matar era secundario. En general, no solía producirme ninguna emoción. Pero los preparativos, el desafío, el acecho y el hacerlo bien, con éxito… eso me excitaba mucho. Cuanto mayor era la dificultad, más emoción le sacaba yo.

El juego… supongo que era como el juego, ¿sabe?, un juego en que ponía sobre el tapete mi vida, todo lo que tenía: esa era la apuesta. Yo solo, contra ellos… no me refiero necesariamente a aquellos tipos, a los hermanos brasileños, sino a cualquiera que se hubiera convertido en mi objetivo. En aquello participaba yo, solo yo… mi familia no corría el menor peligro. Eso sí que no lo haré nunca. Jugar con ellos. Con sus vidas. Con su bienestar.

Al parecer, Richard no se daba cuenta de que sí que estaba poniendo en peligro a su familia. En grave peligro. Los sudamericanos suelen atacar sin reparos a las familias de sus enemigos como cosa habitual. Para ellos era una cosa normal. Para Richard, era anatema. Para los sudamericanos, el primer objetivo lógico era matar a la familia del enemigo, y sabían que esto producía un efecto mucho más doloroso y duradero que matar, incluso, al enemigo mismo.

Por otra parte, tampoco parece que Richard estuviera relacionando lo que hacía con la amplia gama de calamidades que podían caer y que caerían sobre su familia si a él lo descubrieran. Eran cosas tan dolorosas para él, que ni siquiera quería pensarlas. Quizá no fuera capaz de pensar en ellas. Las echaba a un rincón oscuro de la mente y las dejaba allí.

Richard sabía que el primer paso sería conseguir llevar armas a Río.

Aquella noche desmontó dos pistolas automáticas italianas con silenciador y las metió en una caja de madera rellena de trozos de poliespán. A la mañana siguiente se la envió a sí mismo por correo, con una caja de balas de nueve milímetros, al Copacabana Palace. (Usaba un nombre falso.)

Como de costumbre, no dijo a Barbara ni una palabra acerca de adonde iba ni de lo que hacía. Se despidió de ella con un beso, fue en su propio coche al aeropuerto Kennedy, dejó el coche en el aparcamiento y tomó sin más un vuelo de la Pan Am que iba directamente a Río de Janeiro. Fue en primera clase, naturalmente.

El avión encontró una tormenta violenta, y Richard sufrió en su asiento las sacudidas. Era supersticioso, y esperó que la tormenta no fuea una especie de mal presagio. Richard apreciaba a los hermanos Mediro, en la medida en que era capaz de apreciar a alguien; le había caido muy bien Yada, la hijita de Eduardo. Aquello representó un peso sobre sus hombros durante algún tiempo, pero no tardó en olvidarse de ella. Richard dominaba muy bien el arte de guardar sus sentimientos en compartimentos estancos, y centró sus pensamientos, su energía, en asesinar a los hermanos y poder salir ileso de allí. Aquel era el trabajo que tenía por delante.

Tomó en el aeropuerto un taxi que lo llevó directamente al hermoso Hotel Copacabana Palace; se registró en el hotel con su nombre falso y subió a la lujosa habitación. Tenía una gran vista de la playa y Richard se quedó un rato en el balcón admirando la playa de color claro y las hermosas mujeres casi desnudas que estaban por todas partes.

Las pistolas debían llegar aquel mismo día, pero no llegaron. Sin duda las habría robado algún aduanero, y Richard se encontraba en Río sin armas, sintiéndose como un músico de una orquesta sin su instrumento.

Aquello era un dilema, claro está. Richard no conocía allí a nadie; no sabía una palabra de portugués; ni siquiera sabía ir a la casa de los Mediro. Salió a la playa de Copacabana, llegó hasta el borde del agua, se volvió y contempló la ciudad animada y bulliciosa. Tomando como punto de referencia el Cristo gigante, Richard tenía idea de dónde se encontraba la casa, pero no tenía coche.

Perplejo, preocupado, caminó hasta llegar a Ipanema y se volvió. Se sentó en una terraza a la sombra, pidió un té helado y se puso a ver pasar a las gentes brasileñas, que vivían sus vidas aceleradas y ardorosas. Allí hacía un tiempo veraniego, y la temperatura rondaba los treinta grados. Tan cerca del ecuador, el sol brillaba con mucha más fuerza que en los Estados Unidos. Richard veía las ondas sensuales de calor que subían de la acera blanca y negra de mosaico. Allí sentado, viendo pasara la gente, a las bellas mujeres, daba vueltas a la cuestión.

Richard no tardó mucho tiempo en detectar la presencia de pílletes que vendían drogas por la acera del lado de la playa de aquella ancha avenida, al otro lado de la calle. Eran unos chiquillos duros, y cuando empezaba a ponerse el sol por detrás del Pan de Azúcar, Richard abordó a un chico alto, delgado, de color de café capuchino. El chico lo vio venir desde el otro lado de la calle y pensó que sería un gringo que querría chuparle la polla. Muchos como él lo abordaban, pues era un chico guapo. Tendría unos quince años. Sonrió a Richard, dispuesto a dejar que le chupara la polla a gusto cualquiera que le pagara.

Richard, usando la mímica y su ciencia de la calle, consiguió rápidamente comunicar al chico que quería comprar un arma de fuego, una pistola del 38. El chico, que era de la calle, del hampa, comprendió enseguida y con exactitud lo que quería Richard y, sirviéndose de los dedos, le indicó cuánto costaría una pistola así. Venían a ser unos cien dólares. Richard accedió. Acordaron reunirse en aquel mismo lugar a las doce del mediodía siguiente. El chico pidió el dinero por adelantado; Richard le dijo que no: le pagaría cuando le diera la pistola.

Sin estar seguro de que el chico le cumpliera el encargo, Richard se volvió al café y pasó otro rato contemplando el paseo animado. Cuando se hizo la oscuridad en la ciudad, se volvió a su habitación y llamó a Barbara. Hablaron de los chicos. Él no dijo nada de dónde estaba. Ella no se lo preguntó. Volvió a bajar, cenó, fue a darse otro largo paseo y se acostó temprano.

Al día siguiente, a mediodía, Richard cruzó el paseo, y allí estaba el chico, con una bolsa de papel en la mano. Richard miró lo que había dentro. En efecto, se trataba de una Smith & Wesson del 38. Richard pagó al chico, se dieron la mano y se despidieron. De nuevo en su habitación, Richard desmontó la pistola. Estaba vieja y algo maltratada, pero todas las piezas funcionaban. La limpió y la engrasó.

Ya con la pistola encima, Richard volvió a salir y se alejó de la playa, adentrándose en la capital. Localizó una ferretería; se compró un martillo, unas tenazas y un destornillador y siguió caminando. Encontró una calle tranquila y consiguió robar rápidamente una furgoneta, utilizando las herramientas que acababa de comprar. Ya motorizado, se dirigió a las colinas que dominan Río; y, sirviéndose del Cristo gigante como punto de referencia, acabó por conseguir localizar la casa de los Mediro al cabo de varias horas. Sonrió; aparcó en la misma calle y se puso a esperar, sin estar seguro de lo que haría ni de cómo lo haría. No llevaba allí una hora cuando se abrió de pronto el portón electrónico y salió el Mercedes amarillo. Iban en el coche los dos hermanos y otros dos hombres. Richard los siguió hasta la zona de la playa y por la Avenida Atlántica. Los hombres aparcaron y entraron en un restaurante discreto, en una calle tranquila de Ipanema. Richard tenía seis balas. Sabía que debía aprovechar todos los los disparos, que los hombres irían armados sin duda alguna y que tendría que moverse deprisa. Consiguió aparcar cerca del Mercedes. Sacó el aire de la rueda delantera izquierda del coche, se volvió a la furgoneta y se puso a esperar, tenso como un muelle comprimido, como un felino gigante que acecha a su víctima, pero tranquilo por dentro; frío como el hielo por dentro… un Hombre de Hielo. Richard estaba en su elemento. Aquel era su oficio. Acechar para matar. Los hombres salieron al cabo de dos horas. Saltaba a la vista que habían bebido. Se reían, iban relajados. Cuando se acercaron al Mercedes, Eduardo fue el primero que vio la rueda sin aire. Después de soltar las maldiciones de rigor, uno de los otros tipos abrió el maletero del Mercedes y sacó la rueda de repuesto. Los otros esperaron. Encendieron cigarrillos. Richard salió de la furgoneta y caminó directamente hacia ellos, sin salir de las sombras. John Carlo fue el primero que lo vio, pero no llegó a asimilar del todo que pudiera tratarse de Richard de verdad. Richard sacó la pistola y disparó cuatro veces en pocos segundos, los abatió a lodos. Pero tuvo que disparar un segundo tiro para rematar a Eduardo.

Una vez hecho el trabajo, Richard se subió a la furgoneta y se marchó. Los clientes del restaurante y los camareros salían en tropel, asustados. Richard llegó al otro extremo de la ciudad, a Lemi, y dejó allí la furgoneta después de haber limpiado cuidadosamente todas sus huellas. Arrojó la pistola al mar y se volvió al hotel. Al día siguiente, Richard se marchó de Río en el primer vuelo.

Richard estaba muy orgulloso de aquel trabajo. Era de aquellos logros que le daban ganas de contárselos a la gente, de presumir de ellos. Pero, naturalmente, no podía hacer aquello.

Se subió a su coche y se volvió a Nueva Jersey, mirando por el retrovisor y haciendo cambios de sentido por el camino. Cuando estuvo cerca de su casa, avisó a DeMeo por el busca desde una cabina telefónica. Roy lo llamó a los pocos minutos. Richard le comunicó que los hermanos ya no darían problemas.

– ¡Grandullón, eres el mejor! ¡Eres el mejor, joder!, ¿me oyes? -dijo DeMeo.

Richard le dio las gracias, colgó y se volvió a su casa, satisfecho y orgulloso de sí mismo, aunque pensando que DeMeo y Gaggi eran unos hijos de perra avariciosos.

Algunos días más tarde, Richard se reunió con DeMeo en la casa de comidas próxima al puente Tappan Zee, y DeMeo le entregó, según lo prometido, una bolsa de papel que contenía sesenta mil dólares en billetes de cien dólares. Se abrazaron, se besaron en la mejilla y se fueron cada uno por su lado.

40

Sammy Gravano, el Toro

Sammy Gravano había nacido y se había criado en el corazón del territorio mafioso, Bensonhurst, en Brooklyn. Gravano había sido de joven un chico duro, miembro de la célebre banda callejera llamada los Rambers. El jefe de la banda era Gerald lPappa, un luchador callejero durísimo y malintencionado, de pelo negro azabache y ojos azules claros, uno de los tipos más duros de Todo Brooklyn, que ya es decir. A Gerald Pappa lo llamaban Pappa Oso por su fuerza fuera de lo común. Como Gravano, acabaría por ingresar en una de las cinco familias del crimen Organizado de Nueva York, en el clan Gigante, mientras que Sammy fue «hecho» por los Gambino. Sammy Gravano y Pappa estuvieron muy unidos cuando eran adolescentes. Gravano acabaría por llamar a su único hijo Gerald, en homenaje a Pappa.

Gravano tenía la mala costumbre de matar a sus amigos y a sus socios; asesinó a su propio cuñado, Eddie Garofalo. Tenía fama de ser un canalla traidor y avaricioso, de corazón negro. Si Gravano te llamaba para invitarte a cenar, a tomar una copa tranquilamente, un café, más te valía poner tierra de por medio en seguida.

Más adelante, John Gotti llegó a apreciar a Gravano, y lo ascendería hasta hacerlo jefe de la familia Gambino (error fatal) después de que los dos conspiraran juntos y consiguieran hacer matar a Paul Castellano el 15 de diciembre de 1985 delante del asador de Sparks. Richard Kuklinski conocía a Gravano; se habían visto en restaurantes y en casa de Roy a lo largo de los años.

Según Richard, una vez que Gravano tenía «un encargo especial», matar a un policía, se puso en contacto con DeMeo, y DeMeo le recomendó a Richard, diciendo que respondía de él. DeMeo no quería saber nada de matar a un policía, aunque se tratara de un policía corrupto. Se mirara como se mirara, aquello no podía traer más que problemas, y DeMeo lo sabía. Se trataba de Peter Calabro.

DeMeo avisó a Richard de que Gravano lo llamaría, y se acordó una reunión en una casa de comidas junto al puente George Washington, en la orilla del lado de Nueva Jersey. Gravano llegó con un conductor. Mientras Richard y Gravano hablaban, paseando, el coche de Gravano los seguía despacio. Gravano fue al grano.

– Hace mucho tiempo que oigo decir cosas buenas de ti, Rich. Tengo un trabajo especial que quiero que hagas tú. Corre bastante prisa.

– Estoy disponible -dijo Richard.

– El tipo vive en Nueva Jersey. Tengo su dirección y una foto suya para dártelas; hasta el arma, una escopeta. ¿Te parece bien? -dijo Gravano, sin decir nada de que la víctima fuera policía.

– Claro. Son armas engorrosas, pero dan resultado.

– De acuerdo. Esto te valdrá veinticinco de los grandes.

– Me parece bien.

– ¿Dónde tienes el coche?

– Aquí mismo, al final de la cuesta.

– Te lo doy todo ahora mismo, ¿de acuerdo?

– Claro.

Richard lo acompañó hasta su coche aparcado. Gravano hizo que su conductor abriera el maletero del suyo. Dentro había una bolsa de lona verde, parecida a un macuto militar pequeño. Gravano la abrió. Dentro estaba la escopeta, un walkie-talkie y una foto de la víctima, que era un hombre de pelo negro, de buen aspecto, con cara ovalada. Gravano siguió sin decir nada de que se tratara de un detective de la división de vehículos robados de Brooklyn. Aquel policía llevaba años trabajando con la familia Gambrino, prestándoles diversos servicios que habían conducido a varios asesinatos. DeMeo había asesinado a la esposa misma de Calabro, Carmella, por encargo suyo. Calabro andaba metido en líos, y tanto Gravano como DeMeo temían que se volviera contra ellos. Tenía que desaparecer.

– Te pagaré cuando esté hecho el trabajo, ¿de acuerdo? -dijo Gravano.

– Claro. Ya nos conocemos, no hay problema -dijo Richard, y la cosa quedó acordada.

Peter Calabro vivía con su hija menor, Melissa, y con otro detective, John Dougherty, que también era viudo, en una casa sencilla, de una planta, en Saddle River, Nueva Jersey, en una zona apartada, de bosque. Richard observó la casa pero decidió no realizar allí el asesinato. Vio a la hija de Calabro con otras niñas y optó por ejecutar el golpe en la carretera donde estaba la casa, una vía estrecha y de poco tráfico donde había pocas casas.

El plan consistía en que a Calabro lo seguirían desde su trabajo, y cuando se estuviera acercando a su casa se lo comunicarían a Richard por el walkie-talkie. Calabro sabía que estaba marcado, había recibido amenazas de muerte, y aquella tarde, al volver a su casa desde Brooklyn, siguió una ruta alternativa por carreteras secundarias, en vez de viajar por la Ruta 17. Pero, a pesar de todo, lo siguieron, y Richard se enteró de cuándo y por dónde llegaba. Era el 14 de marzo de 1980, una noche fría en la que nevaba con fuerza.

Richard aparcó su furgoneta en la carretera cubierta de nieve, puso los intermitentes de emergencia, tomó la escopeta, se agazapó delante de la furgoneta y esperó el momento oportuno. Richard vio llegar el coche, con los faros encendidos, cuya luz se reflejaba en la nieve. Había aparcado la furgoneta de tal modo que Calabro tuvo que reducir la velocidad. Richard levantó el arma y, en el momento oportuno, cuando Calabro estaba a su altura, disparó con los dos cañones de la escopeta del doce de acero pavonado, acertando a Calabro en la cabeza con las descargas de postas.

Richard se volvió tranquilamente a su furgoneta y se marchó, sin saber todavía que acababa de matar a un policía.

Por el camino de vuelta a Dumont, Richard echó la escopeta a un río, cerca de su casa, y volvió con su familia. Era un viernes por la noche. Sus hijas, Chris y Merrick, estaban en el cuarto de estar con unos amigos. Barbara estaba dormida. Richard se hizo un emparedado de mantequilla de cacahuete con gelatina y se fue a acostar.

El sábado, a las 2.15 de la madrugada, un equipo de quitanieves que despejaba la carretera encontró el coche de Calabro. Aquella mañana, Richard tuvo la primera noticia de que el hombre que había matado era un detective del Departamento de Policía de Nueva York, con medallas. A Richard le daba igual haber matado a un poli, pero habría sido mejor que Gravano se lo hubiera advertido, eso hubiera sido lo correcto. En cualquier caso, Gravano llamó a Richard días más tarde y acordó el modo de entregar a Richard los veinticinco mil dólares.

Todo había terminado… de momento.

Pero en los años sucesivos, este asesinato cobraría vida propia y volvería a perseguir no solo a Sammy Gravano, sino al Departamento de Justicia de los Estados Unidos.

El accidente sucedió el 18 de marzo de aquel mismo año. El hijo menor de John Gotti, Frank, tomó prestado el ciclomotor de un amigo, salió a toda velocidad a la calle donde vivían los Gotti y lo atropello y lo mató un coche que conducía un tal John Favara.

Favara debería haberse marchado de la ciudad inmediatamente, desde luego, pero lo que hizo fue seguir moviéndose por el barrio con su coche, enfureciendo a la señora Gotti y a su marido John. También debería haber visitado a los Gotti para presentar sus disculpas a la familia y decirles cuánto lo sentía. Tampoco hizo esto. Tenía los días contados. Ya era bien sabido que Richard hacía «trabajos especiales», y aquel mes de julio Gravano le preguntó si le interesaría aplicar sus talentos especiales al hombre que había matado al hijo de John Gotti. Richard conocía todo lo sucedido.

– Claro, con mucho gusto -dijo.

El 28 de julio, Richard se reunió con otros hombres, uno de los cuales era Gene Gotti. Fueron en una furgoneta a donde trabajaba Favara y lo secuestraron cuando iba a subirse a su coche, el mismo coche con el que había atropellado al joven Frank Gotti. Lo llevaron a un desguace de automóviles en Nueva York Este. Allí, Gene Gotti y los demás golpearon a Favara hasta dejarlo hecho una masa sanguinolenta, le saltaron los dientes, le saltaron un ojo. Después, lo dejaron en manos de Richard, que lo ató, le arrancó la ropa y lo torturó con bengalas de emergencia, con las que le quemó los genitales. Después metió la bengala encendida a Favara por el ano. Todos los demás, en corro, contemplaban sus sufrimientos terribles, aunque no terminaba de morir. Después, Gene Gotti golpeó sin piedad a Favara con una cañería hasta matarlo. Acto seguido, metieron a Favara en un bidón de doscientos litros.


  1. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Kike (pronunciado kaik): despectivamente, judío. (TV. del T.)

  2. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> En inglés, un polaco es a Pole o a Polish man; pero a Richard lo llamaban Polack, que significa también «polaco», pero con matiz despectivo. (N. del T.)

  3. <a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Luca Brasi: Personaje de la novela El Padrino, de Mario Puzo, así como de la película del mismo título. (TV. del T.)