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A principios del siglo XX, Jersey City, en el estado de Nueva Jersey, la ciudad donde nació y se crió Richard Kuklinski, era un animado centro de población polaca. Por sus muchas iglesias católicas polacas y la oferta de trabajo en la industria, los inmigrantes polacos acudían en gran número a Jersey City.
Las compañías ferroviarias Lackawanna, Eire, Pennsylvania y Central tenían sus bases en Jersey City. Los trenes llevaban todo tipo de productos a la Costa Este desde todas partes de los Estados Unidos, y aquella era la estación término. Había grandes depósitos de mercancías. Por muchas calles transcurrían vías de ferrocarril. Por el centro de la arteria principal de Jersey City, la avenida del Ferrocarril, entre las dos calzadas del tráfico, transcurría una vía elevada. Era corriente ver poderosas locomotoras negras que arrastraban largos trenes de color de óxido hasta el puerto. El traqueteo pesado y los pitidos agudos de las locomotoras de vapor se oían por todas partes, de día y de noche, todos los días de la semana.
Jersey City, en el extremo nororiental del Estado de Nueva Jersey, tenía una situación ideal, próxima a la animada metrópoli de Manhattan, y desde allí se despachaban en barco por toda la costa oriental productos de todo tipo. En el punto más próximo, frente al extremo sur del río Hudson, Jersey City estaba a poco más de un kilómetro de Manhattan, el centro del mundo, y los transbordadores llevaban constantemente mercancías a los muelles que cubrían la orilla de Manhattan. Los días despejados, Manhattan parecía tan próxima que daba la impresión de que se podía alcanzar de una pedrada desde Jersey City; de que estaba, como suele decirse, a tiro de piedra.
La verdad era que Jersey City era tan distinta de la ciudad de Nueva York como si fuera otro planeta. En Jersey City vivían los pobres de clase trabajadora, los que luchaban para salir adelante, para poner comida en la mesa. Era cierto que en Jersey City había mucho trabajo, pero se trataba de trabajo manual, agotador, con salarios bajísimos. En verano hacía un calor y una humedad insoportable. En las cercanías había marismas todavía no desecadas, y el aire nocturno de la ciudad se llenaba de nubes negras y ondulantes de mosquitos. En invierno, en Jersey City hacía un frío brutal; la ciudad sufría el azote constante de los fuertes vientos que bajaban por el río Hudson y subían del cercano océano Atlántico. En aquellos meses parecía un lugar de las regiones australes de Siberia.
Jersey City, situada junto a Hoboken, donde nació Frank Sinatra, era una población violenta, llena de obreros duros, con sus hijos, también obreros y también duros. Allí, los chicos tenían que aprender pronto a defenderse, so pena de convertirse en víctimas de los matones. Los fuertes salían adelante y se los respetaba. Los débiles quedaban marginados y despreciados.
La madre de Richard Kuklinski, Anna McNally, se crió en el orfanato del Sagrado Corazón, en la esquina de las calles Erie y Nueve. Sus padres habían emigrado de Dublín en 1904 y se habían instalado en Jersey City, que era por entonces la décima ciudad más grande de los Estados Unidos. Anna tenía dos hermanos mayores, Micky y Sean. Poco después de la llegada de la familia a Jersey City, el padre de Anna murió de pulmonía, y a su madre la atropello y la mató un camión en la calle Diez. Anna y sus hermanos fueron a parar al orfanato. Aunque Anna estaba delgaducha y mal alimentada, era una niña físicamente atractiva, con ojos oscuros de forma de almendra y piel perfecta de color crema.
En el orfanato del Sagrado Corazón se inculcaba a los niños la religión a la fuerza, y a Anna le metieron en el cuerpo a golpes el temor a Dios, el infierno y la condenación eterna unas monjas sádicas que trataban a los niños que estaban a su cargo como a criados y como a cabezas de turco que se llevaban todos los golpes. Antes de que Anna cumpliera los diez años, fue acosada sexualmente por un sacerdote que la despojó de su virginidad y de una tacada de su humanidad. Se convirtió en una mujer austera y fría que rara vez sonreía y que llegó a ver la vida con ojos duros e insensibles.
Cuando Anna tuvo que dejar el orfanato, a los dieciocho años, ingresó en un convento católico con intención de hacerse monja ella también. No tenía ningún oficio ni otro sitio adonde dirigirse. Pero Anna no tenía madera para la vida religiosa. No tardó en conocer a Stanley Kuklinski en un baile organizado por la parroquia, y su suerte quedó echada.
Stanley Kuklinski había nacido en Varsovia, Polonia, y había emigrado a Jersey City con su madre, su padre y dos hermanos. Cuando Stanley conoció a Anna, era un hombre apuesto que se parecía a Rodolfo Valentino. Iba peinado con raya en el centro, con el pelo muy engominado y pegado al cráneo, según la moda de la época. Stanley se quedó prendado de Anna y la cortejó incansablemente, hasta que ella accedió a casarse con él, unos tres meses después de haberlo conocido. Se casaron en julio de 1925, y en su foto de boda se ve a un novio y una novia muy bien parecidos y que hacían buena pareja: la unión era muy prometedora. Anna se había convertido en una mujer francamente hermosa. Se parecía a Olivia de Havilland en Lo que el viento se llevó.
Stanley tenía un trabajo aceptable, de guardafrenos en el ferrocarril de Lackawanna. El trabajo no era duro en sí mismo, aunque era siempre al aire libre, y Stanley padecía regularmente el calor del verano y los inviernos helados y brutales. Al principio, la unión precipitada de Stanley y Anna parecía buena. Alquilaron un apartamento sin agua caliente en una casa de tablas de dos pisos, en la calle Tres, a una manzana de la iglesia de Santa María. Pero a Stanley le gustaba beber, y cuando bebía tenía mal genio y mala intención, y Anna no tardó en enterarse de que se había casado con un tirano celoso y posesivo que era capaz de pegarle como si fuera un hombre, a la mínima provocación. Como Anna no era virgen en su noche de bodas (jamás fue capaz de decir a su marido que un cura la había violado una y otra vez), Stanley la acusaba de ser una perdida, una puta. Esto la hacía sufrir, pero ella soportaba con estoicidad estos insultos verbales, que con mucha frecuencia se convertían en violencia física. Stanley no era hombre corpulento, pero tenía la fuerza de un búfalo. Cuando había bebido, zarandeaba a Anna como si fuera una muñeca de trapo. Anna estaba tentada de contar aquellos malos tratos a su hermano Micky, pero no quería empeorar la situación, y en aquellos tiempos ni siquiera se pensaba en el divorcio. Anna seguía siendo muy religiosa, y los buenos católicos irlandeses no se divorciaban, y punto. Anna aprendió a aceptar su suerte en la vida.
En la primavera de 1929 Anna dio a luz a un niño, el primero de los cuatro que acabaría teniendo con Stanley antes de que el matrimonio se estropeara y terminara por fin. Lo llamaron Florian, en recuerdo del padre de Stanley. Anna no tenía muchos recuerdos de sus padres; de su infancia solo recordaba cosas malas, palizas y malos tratos.
Anna tenía la esperanza de que Stanley se ablandara al tener un niño en la casa, pero sucedió precisamente lo contrario. Cuando estaba bebido, empezó a acusar a Anna de infidelidad, diciendo incluso que Florian no era hijo suyo, que Anna se había acostado con otro hombre mientras él estaba trabajando.
Stanley era amable a veces con Florian, pero en general parecía indiferente hacia el pequeño y no tardó mucho tiempo en empezar a pegarle también a él. Si Florian lloraba, le pegaba; si manchaba la cama, le pegaba; y Anna no podía hacer nada. Su solución era irse a la iglesia de Santa María, a una manzana, poner velas y rezar. Anna no tenía otro lugar al que ir, y llegó a aborrecer a Stanley y a pensar muchas veces en abandonarlo, incluso en matarlo, aunque nada de eso llegó a suceder.
A pesar de todo, Stanley solía tener relaciones sexuales con Anna frecuentemente, quisiera ella o no. Se tenía a sí mismo por todo un galán, y solía caer encima de Anna sin previo aviso ni advertencia ni caricias previas: pim, pam, se acabó.
Anna se quedó embarazada por segunda vez y tuvo, el 11 de abril de 1935, un segundo hijo varón al que llamaron Richard. Pesó solo dos kilos doscientos y tenía una cabellera espesa de pelo reluciente, tan rubio que parecía blanco.
Al amontonarse las deudas, y con otra boca que alimentar, Stanley se volvió todavía más malintencionado y más distante. Cuando llegaba a casa los viernes por la noche, siempre estaba borracho y traía con frecuencia el olor de otras mujeres y carmín en el cuello de la camisa; pero era poco lo que Anna podía hacer al respecto, porque Stanley le pegaba por menos de nada. La consideraba como un objeto de su propiedad, que podía usar y del que podía abusar a su gusto. Lo peor era que se acostumbró a pegar a Florian y a Richard por faltas verdaderas o imaginarias, y los dos chicos llegaron a temer a su padre y a tenerle miedo, y se volvieron callados y taciturnos y muy tímidos. Stanley llevaba siempre un grueso cinturón militar negro, y en cuestión de un momento se lo quitaba y azotaba a sus hijos con él sin piedad. Si Anna intentaba intervenir, también ella recibía golpes. Parecía como si la violencia alimentara el apetito sexual de Stanley: después de pegar a su mujer y a los dos niños, solía tener ganas de sexo, y antes de que Anna se diera cuenta, ya la estaba penetrando a la fuerza.
A Richard ya le pegaba su padre en sus primeros recuerdos. Hace poco contó: Cuando mi padre (mi padre, qué risa) llegaba a casa y saludaba, su saludo consistía en darme una bofetada.
Stanley bebía güisqui con cerveza, submarinos. Cuando bebía, se volvía peor y su violencia se hacía más indiscriminada. Le dio por envolverse el puño con el cinturón militar y dar puñetazos con él a sus hijos. Eran como garrotazos. Tenía la costumbre de golpearlos en la cabeza con el puño forrado por el cinturón, y muchas veces dejaba sin sentido a Florian y a Richard. Richard le tomó tanto terror a su padre que se orinaba en los pantalones con solo verlo o con oír su voz, cosa que enfadaba todavía más a Stanley, que pegaba entonces al chico por haberse orinado encima. En la práctica, Stanley estaba despojando a golpes a su hijo segundo, poco a poco, de los elementos humanos indispensables de compasión y de solidaridad, trazando con gran claridad el camino que habría de seguir la vida de Richard.
Por último, Stanley Kuklinski hizo lo impensable: asesinó a su hijo Florian en una de sus palizas. Dio al frágil muchacho un golpe demasiado fuerte en la nuca, derribándolo al suelo, y Florian no se volvió a levantar. Stanley obligó a Anna a decir a su familia, a sus amigos y a las autoridades que Florian se había caído por las escaleras y se había matado dándose un golpe en la cabeza. Nadie puso en tela de juicio sus explicaciones, y se montó el velatorio de Florian en el cuarto de estar de los Kuklinski, a una manzana de la iglesia de Santa María, donde se había casado aquella pareja desafortunada.
Richard tenía solo cinco anos cuando Stanley mató a su hermano. Anna dijo a Richard que a Florian lo había atropellado un coche y «se había muerto». Richard no tenía una idea clara de lo que era la muerte. Solo sabía que Florian estaba en el cuarto de estar, metido en un ataúd de madera barato que olía a pino, como si estuviera dormido, pero no se despertaba. Su madre y otros familiares estaban allí llorando, rezando, poniendo velas, pasando las cuentas negras y brillantes del rosario; pero, a pesar de todo, Florian no se despertaba. Richard, con sus cinco años, miraba con atención a su hermano muerto, de palidez espectral, el único amigo que había tenido, y se preguntaba por qué no se levantaba. Hasta entonces siempre se había levantado…
Despierta, Florian, despierta, suplicaba en silencio. No… por favor, no me dejes aquí solo. Florian… Florian, despierta, por favor. Florian no se despertó.
Después de matar a Florian, Stanley aflojó un poco la mano con Richard, pero no tardó mucho en volver a comportarse como de costumbre. Las palizas se volvieron incluso más brutales y frecuentes. Parecía que Stanley culpaba a Richard de todas las injusticias que le pasaban, de todos sus tropiezos en la vida, y pegaba a su hijo con regularidad y sin motivo. El recurso de Anna seguía siendo irse a la iglesia y pedir en silencio ayuda a Dios, incluso después de que Stanley matara a Florian. Adoptó la costumbre de ponerse a rezar con fervor de cara a una pared mientras Stanley pegaba al pequeño Richard. Richard solía irse a acostar lleno de cardenales, magulladuras y dolores; a veces estaba tan magullado, lleno de cardenales color berenjena, que no podía salir a la calle ni ir a la escuela.
Como era de esperar, Richard se convirtió en un niño muy tímido y torpe, con poca confianza en sí mismo. El mundo le parecía brutal, violento, lleno de dolor y de agitación. Solía preguntarse dónde estaba su hermano Florian, pero no era capaz de averiguarlo. Su madre le decía que estaba «en el cielo», pero él no tenía idea de cómo se iba allí. Richard había estado muy unido a Florian, se abrazaba con él mientras su padre pegaba a su madre y destrozaba los modestos objetos de la familia, y ahora Florian había desaparecido y Richard tenía que plantar cara a su padre a solas. Era un chico delgado y frágil, y los matones del barrio no tardaron en empezar a meterse con él, lo que no hizo más que agudizar el aislamiento y el resentimiento que sentía Richard. Su angustia se multiplicó.
Había dos hermanos irlandeses que vivían en la misma manzana y que acosaban a Richard con regularidad. Un sábado por la mañana le dieron una paliza especialmente dura. Richard consiguió echar a correr y huir de ellos. Aquel día, Stanley estaba en casa y vio lo que pasaba por la ventana del cuarto de estar. Cuando Richard llegó al piso, Stanley se quitó el cinturón y se encaró con el chico, exigiéndole que volviera a bajar y luchara con los hermanos.
– ¡Ningún hijo mío va a ser un gallina de mierda! -vociferó, azotando a Richard en la cara con el cinturón.
Richard, con la cara ardiendo, con la huella roja del golpe en el rostro, volvió a bajar a toda prisa.
– ¡A por ellos! -le ordenó Stanley desde la ventana; y Richard hizo exactamente lo que le mandaban. Hallando dentro de sí una nueva ferocidad y una hostilidad reprimida, atacó a los hermanos, los encontró desprevenidos y dio una paliza terrible a los dos. El padre de estos, un irlandés alto y larguirucho llamado O'Brian, salió entonces de la casa y apartó a Richard de un empujón brusco.
Richard vio entonces con sorpresa que Stanley bajaba de un salto de la ventana del segundo piso, caía de pie, cruzaba la calle Tercera como una exhalación y daba una bofetada a O'Brian, al que dijo:
– Cuando tus chicos pegaban a mi chico, te quedabas mirando sin hacer nada. Ahora que mi chico se defiende, intervienes.
Acto seguido, Stanley dio a O'Brian un golpe tan fuerte que le hizo perder el sentido allí mismo, en la acera, delante de todo el mundo, a una manzana de la iglesia de Santa María.
A Richard le dieron ganas de correr hasta su padre, de abrazarlo y darle las gracias por haberse puesto de su lado, por haberlo arreglado todo; pero sabía que no podía hacer una cosa así de ninguna manera. Las muestras de afecto hacia su padre estaban prohibidas. Aquella tarde de sábado, Richard aprendió la ley del más fuerte. Richard se preguntaba muchas veces por qué su padre y su madre no lo querían, qué habría hecho él para merecer su indiferencia y su violencia. Se cerró más y más en sí mismo, estaba siempre solo, parecía que no era capaz de tener amigos, y dentro del niño se iba acumulando una rabia hirviente, ardiente.
Como Stanley se gastaba la mayor parte de lo que ganaba en beber e ir con mujeres los fines de semana en los bares de Jersey City y de Hoboken, la familia tenía que salir adelante con poco, y siempre estaban escasos de comida y de ropa de abrigo. Toda la ropa de Richard estaba sucia y andrajosa, y sus compañeros de la escuela empezaron a ponerle motes: tonto polaco, flacucho, espantapájaros, porque tenía delgados los brazos y las piernas. Richard adquirió en poco tiempo un complejo de inferioridad que llevaría encima durante el resto de su vida. Entre los chicos polacos, italianos e irlandeses había enfrentamientos constantes, y Richard se convirtió en blanco de las burlas, las provocaciones y los desprecios de los chicos irlandeses e italianos. Se burlaban de los agujeros que llevaba en la ropa, de sus zapatos rotos y descosidos. Parecía que a Anna no le preocupaba en absoluto el aspecto de Richard; su único interés era la iglesia, las oraciones, poner velas a los santos y rezar el rosario, cosas que de nada servían a su hijo.
Anna se quedó embarazada otra vez al poco tiempo y dio a luz prematuramente a una niña a la que llamaron Roberta. Se quedó embarazada una vez más, y los Kuklinski tuvieron un cuarto hijo al que llamaron Joseph, y que, como su hermano mayor, Richard, llegaría a convertirse en un asesino sin conciencia, en un psicópata.
Al tener que alimentar y vestir a tres hijos, Stanley se volvió todavía peor. Empezó a llevar a su casa a mujeres de vida alegre que encontraba en los bares, y con las que fornicaba a su gusto. Cuando Anna protestaba, él le pegaba con el cinturón, con los puños y con los pies. Era el rey de la casa y hacía lo que le daba la gana. Una vez, Richard intentó defender a su madre, y Stanley le dio en la cabeza un golpe tan fuerte que dejó al chico sin sentido durante la mitad de la noche. Cuando Richard volvió en sí, tenía en la sien un chichón del tamaño de un limón, y pasó varias horas sin recordar siquiera cómo se llamaba. Richard llegó a odiar a su padre y solía fantasear con matarlo.
Por fin, Stanley se enredó con otra mujer polaca y empezó a ir menos a casa, lo cual era de agradecer. Anna tenía por entonces dos trabajos, uno en la empresa Armond, de envasado de carne, y otro fregando suelos en la iglesia de Santa María, por las noches.
Anna, que había caído en el fanatismo religioso, intentaba inculcar el temor de Dios a sus hijos, sobre todo a Richard (se empeñó en que asistiera a una escuela católica), pero este había llegado a aborrecer a la Iglesia y sus enseñanzas restrictivas e hipócritas. Esto se debía en buena parte a la brutalidad de las monjas y los curas de Santa María, de la facilidad con que recurrían a los castigos corporales; llegó a creer que parecían todavía más malos y malintencionados que su padre, lo que ya era difícil, según dijo el propio Richard. Richard padecía una dislexia aguda, le costaba mucho trabajo leer, y cuando intentaba guiarse la vista al leer siguiendo el texto con el dedo, la monja le pegaba sin falta en la mano con una regla de metal.
Richard se acostumbró a hacer tonterías en clase. Le gustaba hacer reír a los demás, lo que siempre le valía un bofetón. A veces, las monjas de cara austera y amargada le tiraban de las orejas, que tenía demasiado grandes. Richard creía que les gustaba pegar y dar bofetadas a sus pequeños discípulos.
A instancias de Anna, Richard se hizo monaguillo. Todos los domingos madrugaba, iba a Santa María y ayudaba al cura a decir misa. Cuando los curas subían al púlpito, parecían bastante buenos y hablaban con efusión de la caridad y de la bondad y de huir del pecado; se hacían los compasivos, como si les importara aquello. Pero Richard creía que eran hombres de espíritu mezquino, que bebían alcohol, que condenaban los actos de los demás con facilidad y que reñían e incluso daban bofetadas a los chicos que no cumplían a su gusto con sus tareas de monaguillo. Uno de los curas abordó a Richard hablándole de manera indecente del sexo, de las virtudes de la masturbación, y Richard procuró no volver a quedarse a solas con aquel cura. Richard no sabía gran cosa del sexo, pero sabía que lo que latía tras los ojos de aquel cura, tras su cara, estaba mal, era pecado.
También las monjas recurrían con facilidad a la violencia repentina e irracional contra los niños que tenían a su cuidado. Cierta monja tenía la costumbre de usar el borde afilado de una regla de metal, y daba con ella tan fuerte a Richard en los nudillos que le hacía sangrar. Después de que esto se repitiera varias veces, Richard se hartó y dijo:
– Si me vuelves a pegar, so zorra, te parto la puta cabeza, ¡perra!
La monja, aturdida por las palabras de Richard, por el fuego que veía de pronto en sus ojos, huyó del aula y regresó al poco rato con un cura iracundo, de rostro enrojecido, que dio a Richard una bofetada tan fuerte que la cara le escoció y se le formó al poco rato una contusión enorme de color de fresa. Veía puntos blandos que giraban ante sus ojos. El cura asió a Richard de la oreja y lo arrastró hasta su despacho, donde se puso a pegar al chico con un libro. Richard advirtió más tarde que el libro era una Biblia. Aquella misma noche, Richard recibió una segunda paliza a manos de su madre.
A partir de aquel día Richard tuvo poco interés por la religión, y llegó a creer que las monjas y los curas eran un montón de canallas sadicos que aprovechaban la religión y el espectro omnipresente de Dios para asustar a la gente y para manipularla, obligándola a hacer lo que ellos querían, cuando ellos querían y como ellos querían. La religión no era más que una gran estafa, pensó, y no tardó en abandonar la Iglesia católica, sus enseñanzas, sus preceptos y su disciplina. Pero no dejaba de encontrar solaz sentándose en la iglesia cuando estaba vacía. Miraba el rostro dolorido de Cristo en la cruz y le preguntaba cosas: dónde estaba Florian; por qué era tan cruel la gente; por qué le pega han su padre y su madre. No recibía ninguna respuesta. Llegó a crin que si Dios existiera, jamás consentiría esa violencia con la que trataban a los niños los padres, los curas y las monjas.
Los animales… no es de extrañar que Richard no tardara en volcar su furia contra ellos.
Los perros y los gatos callejeros se convirtieron en blanco de su ira. Richard inventaba tormentos terribles, más sádicos de lo normal para un niño. Atrapaba a dos gatos, los ataba por la cola, los colgaba en un tendedero y contemplaba con deleite cómo se hacían trizas uno al otro. Tiraba gatos callejeros al incinerador, lo prendía, y disfrutaba de. los chillidos de los gatos, que intentaban en vano trepar por el conducto. Cazaba perros, les prendía fuego con gasolina y los veía correr envueltos en llamas. Mataba a los perros a golpes con porras, con trozos de cañería y con martillos.
Mató a tantos animales callejeros (que le servirían de entrenamiento para el asesinato indiscriminado de seres humanos) que limpió de ellos el barrio. Dentro del joven Richard Kuklinski había algo que marchaba muy mal; pero nadie se ocupó de sus problemas, de los demonios que ya tenía dentro, y estos adquirieron unas proporciones monumentales.
Richard empezó a robar para comer. Con todo lo religiosa que era Anna Kuklinski, no era buena madre. Parecía que no era consciente de que sus hijos tenían que comer, y con regularidad. Cuando Stanley terminó por abandonar a la familia, Anna se convirtió en cabeza de familia solitaria y agobiada, trabajando en la empresa de envasado de carne y fregando los suelos de Santa María por las noches. Pero teniendo cuatro bocas que alimentar, además de pagar el alquiler y los demás gastos de la casa, siempre faltaba de todo, y Richard empezó a robar comida. Se levantaba temprano y hurtaba bollos y galletas de la furgoneta de Drake, que hacía el reparto diario a las tiendas y a las casas particulares de Jersey City. Aunque Richard era tímido y vergonzoso, tenía un valor especial cuando se trataba de robar.
Acechaba como un gato la furgoneta de Drake, y cuando el repartidor salía a hacer una entrega, Richard se colaba en la furgoneta, se apoderaba de bollos y de leche y se largaba. Lo hacía varias veces por semana, y gracias a ello su hermana Roberta y su hermano Joseph podían comer algo más que las gachas baratas que les daba Anna con desgana.
También Anna creía firmemente en los castigos corporales. En el orfanato del Sagrado Corazón le habían inculcado a golpes un ramalazo de maldad, y Richard creía a veces que su madre era más mala todavía que su padre, lo que ya era difícil. Anna intentaba obligar a Richard a que dejara de robar; le pegaba con casi todo lo que encontraba en la casa: zapatos, palos de escoba, cepillos, cucharones de madera, cazos y cazuelas. Hasta le pegaba en la cabeza (incluso después de que Florian hubiera muerto de esa manera) y lo dejaba sin sentido. Se acercaba por detrás y le pegaba cuando no lo esperaba. Una vez que Anna pegó a Richard con un palo de escoba, Richard se lo arrancó de las manos. Como su padre, Richard tenía muy mal genio. Anna tomó una sartén, y Richard huyó de la casa.
Solía preguntarse por qué lo odiaba tanto su madre, por qué era tan cruel. ¿Qué había hecho él para que lo tratara con tanto odio?
Otra buena fuente de comida eran los vagones de mercancías que se alineaban en los enormes depósitos de Jersey City. Los vagones estaban llenos de alimentos de todas clases, procedentes de todo el país, y Richard tomó la costumbre de colarse en ellos y robar piñas, naranjas y pedazos enormes de carne congelada de los vagones frigoríficos. Anna aprendió a aceptar las cosas buenas que traía a casa Richard. Ella no podía permitirse nunca esos alimentos, y pronto dejó de castigar a Richard por sus hurtos. Al fin y al cabo, él ya era el hombre de la casa, y desempeñaba el papel de su padre sin darse cuenta de ello. Había pasado a ocupar, en la práctica, el lugar de Stanley, y Anna, Roberta y Joseph veían en el joven Richard al sostén de la familia. A Richard le agradaba este papel. Le hacía sentirse importante, adulto, maduro para su edad. Llegó a robar tanto, que se llevaba a casa cualquier cosa que pudiera moverse.
Anna consiguió de alguna manera un piso federal protegido en una nueva urbanización de casas de ladrillo de cuatro pisos, en la avenida de Nueva Jersey y la calle Quince. Era una gran mejora para la familia. Las casas tenían calefacción, buen aislamiento, todos los servicios modernos. Todo estaba limpio y nuevecito. A Richard le encantaba la casa nueva, los suelos de tarima nuevos, cómo entraba el sol a raudales por las ventanas, lo limpio y reluciente y hermoso que estaba todo.
Las viviendas estaban llenas de familias obreras de renta baja, y Richard encontró allí muchos posibles amigos y compañeros de juegos. Se había convertido en un muchacho alto, flaco, muy tímido, de pelo rubio y reluciente, ojos castaños claros con forma de almendra y orejas demasiado salientes. Los chicos de la urbanización empezaron pronto a burlarse de Richard; se reían de su aspecto, de su ropa, de su delgadez, de su pelo rubio y revuelto, de sus orejas.
– Eh, polaco tonto -solían decirle a modo de insulto.
Los chicos de la urbanización, una banda de cinco o seis que iban siempre juntos, no solo se burlaban de Richard, sino que tomaron la costumbre de maltratarlo físicamente; le daban empujones, bofetadas, le tiraban la gorra de béisbol, le exigían que les diera dinero. Richard tenía poco dinero, por lo que se ganaba más malos tratos, bofetadas y patadas en el culo cuando pasaba andando. Los malos tratos que sufría Richard a manos de los chicos de la urbanización echaban más leña al fuego del descontento que ardía ya en su interior.
El cabecilla de este grupo de golfillos era un chico grandullón, de pelo negro, llamado Charley Lañe. Tenía algunos años más que Richard, le sacaba una cabeza y era mucho más robusto. Parecía que su entretenimíento favorito era amargar la vida a Richard.
Richard no tenía amigos. Era un solitario. No tenía a nadie en quien confiar, con quién hablar, con quien jugar a la pelota. Quería tener amigos, tener algún aliado, un camarada que se pusiera de su parte, pero lodos los chicos que vivían en la urbanización no querían más que burlarse de él y provocarlo, despreciarlo e insultarlo:
– ¡Eh, polaco tonto! ¡Eh, cabeza cuadrada!
El hermano de Richard, Joseph, era demasiado pequeño para ser su amigo, y su hermana Roberta tenía su vida propia y poco en común con su hermano mayor.
Richard encontró solaz en las revistas policiacas. Las había descubierto en una tienda de chucherías del barrio, y con sus manos hábiles y largas conseguía hurtar ejemplares nuevos, emocionantes y reveladores, cada pocas semanas. Richard se había convertido en un ladrón habilísimo y lleno de arrojo. Más tarde diría, en confianza, que era ladrón nato. Ya sabía que su destino en la vida sería el delito, estar fuera de la ley, a espaldas de la sociedad, y aprendió a aceptarlo, incluso a celebrarlo.
En general, a Richard no le gustaba leer, pero aquellas revistas policiacas las devoraba. Leía despacio, guiándose con el dedo largo y delgado; solía tener que leer varias veces algunas frases para comprender las palabras, sus significados secretos y ocultos. Como el tema del delito lo atraía tanto, se preocupó de entender aquellas palabras, de darles vueltas en su mente joven, de imaginarse los robos, los atracos y los asesinatos que describían con vividez a base de frases cortas y sencillas. Cuando hacía buen tiempo, a Richard le gustaba bajar hasta el río Hudson y ponerse allí a leer, junto al agua callada de rápida corriente. Allí había silencio y nadie lo acosaba ni lo molestaba. Veía frente a Jersey City el bajo Manhattan, un lugar animado y bullicioso lleno de edificios altos y grandiosos y de gente rica que comía todos los días bistec y platos delicados, todo lo que querían, tanto como querían: a Richard no le cabía duda de ello.
Lo que más interesaba a Richard era cómo se resolvían los crímenes, sobre todo los asesinatos. Se pasaba horas enteras absorto en esas revistas policiacas, que le aportaban unas nociones de la conducta criminal que no podía encontrar en ninguna otra parte, unas nociones que él aprovecharía bien más tarde. Las palabras de esas revistas impresas en papel barato, con portadas de colores chillones, llenas de violencia a rebosar, como si fueran nubes siniestras de gas venenoso, llenaban la cabeza de Richard con fantasías de violencia, de asesinatos, de devolver el golpe a los que lo maltrataban, lo provocaban, lo insultaban. Empezó a pensar en hacer daño a la gente… en matar a la gente. En desquitarse. En vengarse.
Como todos los adolescentes, Richard quería hacer cosas de adultos. Anhelaba tener un coche, ir al volante y demostrar al mundo que tenía medios para poseer un coche, para ir donde quisiera, hasta Manhattan, «la ciudad», si le apetecía. En la calle Dieciséis, cerca de su casa, había un aparcamiento, y Richard empezó a robar coches para salir a darse paseos cortos y emocionantes por Jersey City y luego dejarlos de nuevo en el aparcamiento. Ya era alto para su edad, y aprendió enseguida los trucos de volante, freno y acelerador. A Richard le encantaban esos paseítos. Había decidido que algún día tendría un coche de capricho, un Cadillac, o quizá un Lincoln Continental. Le gustaría cruzar en coche el túnel de Holland, ir a visitar la ciudad, pero temía que alguno de los encargados de las cabinas de peaje lo detuviera, le hiciera preguntas. Richard hacía todo esto en solitario y le hacía sentirse mayor y más independiente. Solo tenía trece años y estaba orgulloso de tener huevos para hacer esas cosas.
Aquel invierno la situación con los chicos de la urbanización se volvió insoportable. No lo dejaban en paz. Las burlas y las provocaciones se volvían más frecuentes, más violentas, más malignas. Un día había intentado pelear y le habían dado una paliza terrible: entre cuatro le habían dado de patadas y puñetazos cuando estaba tendido en el suelo, al tiempo que le escupían. La paliza había sido tan dura que Richard se había tenido que quedar una semana en casa sin poder salir. Anna Kuklinski quería denunciar a los chicos a la Policía para que los detuvieran, pero Richard se negaba.
– ¡No soy un chivato! -repetía-. Voy a arreglar esto a mi manera.
Richard conocía ya las reglas estrictas de la calle, y la principal era no acudir nunca a los polis. En la localidad vecina de Hoboken había un contingente importante de la Mafia; de hecho, aquel era un centro de la Mafia, sede de la célebre familia De Cavalcante (que más tarde inspiraría la serie de éxito del canal HBO, Los Sopranos), y el joven Richard ya sabía bien que a la Policía solo acudían los chivatos.
No, él mismo se encargaría de aquello a su manera, a su modo. El muchacho llamado Charley Lane, jefe de los chicos de la urbanización, era el que le había hecho más daño, y la ira y la sed de venganza de Richard se centraban en aquel matón corpulento que caminaba contoneándose como un simio. Durante la convalecencia de Richard, los planes de venganza le dieron vueltas en la cabeza, día y noche, días enteros. Pensó en apuñalar a Charley, en golpearlo con una llave inglesa, en dejarle caer en la cabeza un bloque de hormigón cuando se estuviera paseando por las aceras estrechas que recorrían la urbanización. Decidió acechar a Charley en plena noche y atacarlo.
Aquello sucedió una noche helada, un viernes. Richard desmontó el travesaño del armario empotrado del vestíbulo, un madero grueso de sesenta centímetros de largo. Era ligero y mortal, perfecto para lo que tenía pensado. Junto al armario del vestíbulo había una foto de Florian que Anna besaba siempre que salía. Anna seguía sintiéndose muy culpable de lo que había pasado a su hijo mayor, de que Stanley lo hubiera matado impunemente, de haberse avenido a ocultar aquel asesinato, y llevó encima durante el resto de sus días aquel peso inmenso, agobiante. Este peso la iba aplastando poco a poco, le hundía los hombros, hasta la hacía parecer más pequeña, de menor estatura. El peso acabaría por adelantar su muerte. Junto al retrato de Florian había también imágenes de un Jesús dolorido y de una María virtuosa con túnica azul, que la religiosísima Anna besaba también cuando salía. En la casa solo había otra fotografía, un retrato de Micky, hermano de Anna. Micky vivía con su esposa, Julia, en un pueblo del Estado de Nueva York. Era un hombre amable y de buen trato que daba a su hermana lo que podía. Era la única persona que había sido buena con Richard; le había regalado un reloj de pulsera cuando terminó la escuela primaria. Un verano, Richard había pasado unas semanas en casa del tío Micky, una experiencia que había sido como un sueño que recordaría con deleite durante el resto de su vida.
Mi tío Micky fue la única persona mayor que me trató bien, explicó Richard. Era un buen tipo, y no lo olvidaré jamás.
En casa del tío Micky todo estaba limpio y reluciente y toda la comida era de primera, y Richard vio por primera vez que la gente vivía de otra manera, de una manera mejor, y eso tampoco lo olvidaría nunca. Siempre desearía tener eso mismo él también.
Los fuertes vientos de aquella noche de enero aullaban en las calles de la urbanización, agitando los árboles y haciendo temblar las ventanas. Aquella semana había nevado y las aceras estaban cubiertas de placas de hielo relucientes. Richard solo tenía una prenda de abrigo, un chaquetón de marinero tan raído que le asomaban los codos. Se puso varios jerseys andrajosos, se metió el travesaño del armario en la manga del chaquetón, y salió en busca de Charley Lañe con un ansia de venganza que lo consumía como unas fiebres. Se situó ante la entrada de la urbanización que daba a la avenida de Nueva Jersey, dando la espalda al edificio en que vivía la familia Kuklinski. Sabía que era más que probable que Charley volviese a su casa por aquella entrada. Él lo había visto pasar por allí muchas veces. En el muro al que Richard daba la espalda estaba la salida de humos del incinerador del edificio, y el calor le sentaba bien, pero el verdadero fuego que lo alimentaba era el que ardía en su interior. Veía que los hombres que vivían en la urbanización iban saliendo del bar de la acera de enfrente, adonde iba a veces su padre, Stanley. Allí de pie, en la fría noche de Jersey City, Richard pensó en su padre. El odio que sentía hacia él le había crecido dentro como un absceso, y Richard pensaba a veces en hacerse con una pistola e ir a matar a Stanley. Ya no lo consideraba su padre. Para él ya solo era «Stanley», y durante el resto de su vida solo lo llamaría «Stanley», jamás «mi padre» o «papá».
Richard no tenía idea de cuánto tiempo llevaba allí de pie, y ya estaba a punto de abandonar y volver a subirse a su casa cuando vio venir a Charley, que salía de la avenida de Nueva Jersey y se dirigía hacia la urbanización. Estaba solo. Richard sintió una tensión en el estómago. El corazón se le aceleró. Salió de su escondrijo en el momento oportuno. Cuando Charley vio aparecer a Richard ante él, le dijo con desprecio:
– ¿Qué coño quieres, polaco?
Richard no despegó los labios. Se limitó a mirarlo con un odio tranquilo y frío.
– ¡Quítate de en medio, o te doy otra paliza, puto polaco tonto!
– Sí, inténtalo -dijo Richard, y Charley se lanzó rápidamente sobre Richard; pero este sacó el arma que llevaba escondida y, sin dudarlo un momento, la blandió con todas sus fuerzas y golpeó a Charley en plena sien, justo encima de la oreja. Charley, aturdido, se llevó las manos a la cabeza y retrocedió, mientras los ojos se le llenaban de rabia, de sorpresa y de indignación.
Richard, lleno de una mezcla de miedo y de animosidad acumulada, siguió a Charley, le golpeó en la cabeza y lo derribó. Y siguió pegándole y pegándole. No quería matar al chico; solo pretendía enseñarle una lección que no olvidara nunca, solo quería que lo dejara en paz. Pero toda la rabia que tenía Richard acumulada dentro, todo un mundo de rabia, salió a la superficie, y Richard siguió golpeando con todas sus fuerzas al muchacho caído. Cuando hubo terminado por fin, Charley no se movía. Richard le dio de patadas, una y otra vez, llorando de rabia. Pero Charley Lañe seguía sin moverse. Richard le exigió que se levantara, que peleara. «Vamos, vamos», le dijo con rabia, con los dientes apretados. Charley seguía inmóvil como un tronco. Richard le dio unas bofetadas, lo tendió de espaldas y le tocó el cuello buscándole el pulso, como había leído en las revistas policiacas. Nada.
El joven Richard, atónito, horrorizado, comprendió que Charley Lañe estaba muerto y que él lo había matado. Las consecuencias terribles de aquel acto le dieron vueltas en la cabeza. Lo meterían en la cárcel, a la casa grande temida, durante el resto de su vida. Se puso de pie y se tambaleó. A pesar de lo mucho que odiaba a Charley, solo había pretendido hacerle daño, no matarlo. Había querido hacer sufrir a Charley, provocarle dolor y angustia. Pero esto, no. ¿Qué hacer, adonde acudir? Aquello no podía contárselo a nadie… ni a su madre, ni a su tío Micky, ni a nadie. Richard se forzó a sí mismo a respirar despacio y hondo, a pensar, a trazar un plan, mientras las ideas le corrían por la cabeza con velocidad furiosa.
Richard sabía por instinto que la única manera de salir de aquello era librarse del cadáver. Pero ¿cómo? ¿Dónde?
Tenía un coche robado en el aparcamiento de la calle Dieciséis, un Pontiac azul oscuro que había encontrado dos días antes delante de una tienda en el Hudson Boulevard con las llaves puestas. Se apresuró a ir por él, lo llevó hasta la avenida de Nueva Jersey y lo aparcó junto a la entrada de la urbanización. Charley pesaba mucho… un peso muerto. Richard lo asió del abrigo, comprobó que no había moros en la costa y arrastró con decisión el cadáver hacia el Pontiac, aprovechando el hielo para hacerlo resbalar más fácilmente. Abrió el maletero y consiguió levantar el cuerpo del muchacho muerto y meterlo dentro. Cuando cerraba el maletero, vio que había allí una herramienta vieja: era hacha por un lado y martillo por el otro. Antes de subirse al coche miró a un lado y a otro y se cercioró que no lo miraba nadie desde alguna ventana de la urbanización. Parecía que todo estaba despejado. Subió al coche, llegó hasta la cercana carretera Pulaski y se dirigió hacia el sur. No estaba seguro de lo que iba a hacer ni de cómo lo haría, pero estaba decidido a no dejarse atrapar. Encendió la calefacción del coche y se tranquilizó, sabiendo que si la Policía le hacía parar se encontraría metido en la mierda hasta las orejas; por lo tanto, siguió circulando por debajo del límite de velocidad y, mientras llevaba el coche, lo fue invadiendo poco a poco una sensación distinta, una sensación de poder y de omnipotencia. Una especie de invencibilidad. Recordaba todos los malos tratos que había sufrido durante años por culpa de Charley, las burlas y los desprecios, los puñetazos, bofetadas y patadas sin causa, y de pronto se alegró de haberlo matado. Llevaba muchísimo tiempo albergando fantasías de matar a gente, casi desde siempre, que él recordara, y ahora que ya lo había hecho, le gustaba la sensación que le producía.
En el interior silencioso del coche en movimiento, dijo en voz alta:
– Nunca, jamás consentiré que nadie me vuelva a maltratar, joder.
Y lo cumplió.
Después de dos horas al volante dando vueltas en la cabeza a lo que haría, Richard llegó a South Jersey, una zona de marismas desoladas y pinares. Se detuvo en un puentecillo sobre un estanque helado, rodeado de juncos altos de color amarillento que veía a la luz de los faros del coche. Por allí no había nadie. El viento aullaba. Se bajó del Pontiac y abrió el maletero. Charley Lañe era mucho más pesado que antes. Todavía no le había comenzado el rigor mortis, y se le podían doblar las articulaciones. Richard lo sacó trabajosamente del coche, lo tendió sobre el suelo helado y volvió con el hacha-martillo. Sabía que se podría identificar a Charley por los dientes, con lo que acabarían por echarle encima a él el asesinato, de modo que utilizó el martillo para sacar todos los dientes a Charley. Después extendió sus manos sin vida y le cortó las puntas de los dedos. Recogió las puntas de los dedos y los dientes con idea de quitárselos de encima en otra parte. Por último, se aseguró de que Charley no llevaba encima ningún documento de identificación, le encontró algún dinero en billetes, se lo quedó, levantó el cuerpo y lo tiró desde el puentecillo. El cuerpo rompió el hielo y lo atravesó. Richard volvió al coche y se dirigió de nuevo hacia Jersey City, pisando bien el acelerador. Por el camino fue tirando los restos de Charley que se había guardado, sabiendo que los pájaros y otros animales se los comerían tarde o temprano. Todo esto lo había aprendido como ávido lector de las revistas policiacas. De este modo, el camino de Richard en la vida quedó marcado de manera fija e irrevocable.
Cuando Richard llegó otra vez a Jersey City, ya estaba asomando rápidamente una helada aurora pálida. Vio que el cielo, por el este, adquiría un color anaranjado pardo, invernal. Supuso que ya habría llegado el momento de librarse del coche, de manera que lo dejó en un aparcamiento de Hoboken y se volvió andando a su casa, cambiado para siempre.
Orgulloso de sí mismo, de lo sereno que había estado bajo presión, de lo inteligentes que habían sido sus actos, se metió en la cama, pero no podía dormir. Sentía, por primera vez en toda su vida, que era alguien, una persona que merecía respeto. Podía controlar quién vivía y quién moría, cuándo, dónde y cómo. Lo último que pensó Richard antes de quedarse dormido por fin fue: Si me jodes…, te mato… ¡te mato!
En los días siguientes, Richard veía a los chicos de la urbanización, pero como no tenían a Charley para dirigirlos, para animarlos y mandarlos, dejaron en paz a Richard. Sin embargo, Richard no los dejó en paz a ellos. Habían pasado varios años atormentándolo, y él no lo había olvidado. Con un garrote que había encontrado, los fue atacando uno a uno y dándoles palizas sin compasión, y a partir de entonces no volvieron a molestar a Richard. De hecho, cuando lo veían venir se apartaban, ni siquiera lo miraban a los ojos.
Fue entonces cuando aprendí que es mejor dar que recibir, explicaba Richard hace poco.
Hubo muchas preguntas sobre lo que habría pasado a Charley, pero nadie vinculó jamás su desaparición repentina con Richard, el palo del armario, el Pontiac robado. Richard creyó que había cometido el crimen perfecto, llegó a considerarse a sí mismo un criminal astuto y peligroso, un elemento digno de ser tenido en cuenta. En cuestión de pocos días pasó de ser un chico asustadizo a convertirse en un hombre peligroso. Empezó a llevar consigo un bate de béisbol, que no dudaba en utilizar contra cualquiera que lo molestara, hombre adulto o chico. Tenía muchas cuentas pendientes que ajustar, y recorrió metódicamente Jersey City buscando, encontrando y pegando a todos los que lo habían maltratado o habían abusado de él. Era muy alto para su edad y tenía una fuerza membruda, nervuda, impropia de su edad. Se ganó en poco tiempo fama de tipo duro, de persona a la que no era cuestión de joder, y eso le gustaba… y mucho.
Pero el bate era demasiado grande y llamaba la atención, por lo que Richard optó por llevar un cuchillo de caza barato, que usaba sin reparo y con muy malas intenciones.
Richard no pensaba nunca en Charley Lane. Había muerto, y que se fuera al infierno. Ya fuera por la brutalidad de Stanley, por las palizas que le daba su madre, por los muchos traumatismos que había sufrido Richard en la cabeza, o por haber nacido con algún gen desfavorable, el caso era que Richard no sentía ninguna preocupación, ningún remordimiento, ningún reparo a la hora de cortar la cara a alguien, incluso de quitarle la vida.
La idea del asesinato era consecuencia natural de vivir en una selva, y Richard había conocido el mundo como una selva brutal, y había tomado la resolución de no ser presa sino depredador. Ya entonces saltaba a la vista que Richard era matador por naturaleza.
A Richard no le servía de gran cosa la escuela, y apenas volvió por allí. Empezó a frecuentar los billares cargados de humo, y los bares donde había mesas de billar. Le gustaba mucho el juego del billar americano, su fina precisión, sus reglas, su coordinación y su estrategia. Practicaba constantemente, horas enteras, perfeccionando su habilidad, su coordinación manual y visual, el golpe justo, necesario, para acertar los golpes más difíciles. Con su cuerpo alto y delgado y sus brazos de una longitud fuera de lo común, era capaz de inclinarse para dar con comodidad los golpes más complicados. No tardó en descubrir que el que sabía jugar bien al billar podía ganar dinero, y se imaginaba a sí mismo convertido en un vividor del billar célebre, en un jugador astuto y de palabra suave capaz de ganar hasta la camisa a cualquier adversario.
Richard tenía una extraña habilidad para moverse en silencio. Caminaba con naturalidad sobre las puntas de sus pies enormes y era capaz de acercarse a las personas sin que estas lo advirtieran. Una tarde volvió a su casa de manera inesperada. Al entrar en la casa oyó un ruido raro, suspiros fuertes, quejidos rítmicos. Avanzó despacio y se asomó al cuarto de estar, y vio allí a su madre, que estaba manteniendo relaciones sexuales en el sofá con un hombre, un hombre casado y con tres hijos que vivía en la casa de al lado. Su madre tenía las piernas abiertas y levantadas a ambos lados del hombre que le hacía el amor enseñando el culo gordo, blanco y peludo. A Richard le dieron ganas de clavar su cuchillo en la espalda a aquel hombre, pero se volvió en silencio y se marchó, asqueado, lleno de odio hacia su madre. Ella que siempre le decía lo sucio que era el sexo, no hagas esto, no hagas lo otro, y allí estaba a pleno día, follando con el tipo casado de la casa de al lado. Que hipócrita, qué golfa, qué puta, pensó; y se marchó a los billares de Jake, en Hoboken, y se puso a practicar…
Richard fue mejorando más y más en la práctica del billar americano, y empezó a ganar dinero, en efecto. Con su aire tímido y su cara de niño inocente, la mayoría de sus rivales se creían capaces de ganarlo, pero perdían siempre. Tenía discusiones y peleas con tipos en los billares y en los bares, y no dudaba en pegar con un taco de billar a cualquiera que se le enfrentara o que se negara a pagarle una apuesta. Descubrió enseguida que dando el primer golpe y con mucha fuerza, se ganaba, la pelea había terminado, la discusión quedaba zanjada. Y se acabó. La verdadera ley era siempre la del más fuerte.
Su reputación se extendió rápidamente por toda Jersey City y por Hoboken, y eran pocos los que estaban dispuestos a tener roces con Richard Kuklinski. Richard tuvo a veces enfrentamientos con tipos que estaban acompañados de otros amigos, y ni siquiera entonces retrocedió. Era intrépido hasta la temeridad. En cierta ocasión se peleó con dos hermanos que, acompañados de un tercer amigo, lo vencieron. Pero Richard esperó a que los tres tipos se marcharan del bar, los siguió hasta su casa, se enteró de dónde vivían y volvió una noche, pocos días más tarde. Esperó entre las sombras el momento oportuno y apuñaló por la espalda a uno de los hermanos. Después siguió al amigo y le clavó el cuchillo en el vientre cuando subía las escaleras de su casa. Buscó al tercer hermano, pero este se había largado de Jersey City. Richard se ganó fama de tipo verdaderamente peligroso. Otros duros de su edad se reunieron a su alrededor rápidamente. Él tenía dotes de jefe, poseía un ingenio vivo y ácido, y cortaba un cuello con la misma tranquilidad con que escupía en una acera sucia.
Al poco tiempo, Richard tenía ya una especie de banda propia. Eran cinco, tres polacos (contando al propio Richard), un chico irlandés y un italiano. Se llamaban los Rosas Nacientes, y todos se hicieron en la mano izquierda sendos tatuajes que representaban un pergamino con las palabras Rosas Nacientes. Para ellos significaban que tenían por delante cosas brillantes, y que cualquiera que los jodierá acabaría hecho abono para plantas. Hicieron un juramento de lealtad, y al poco tiempo empezaron a planear asaltos y atracos a mano armada juntos.
Richard compró su primera arma de fuego a un tipo con el que jugaba al billar. Era un viejo revólver del 38 con cañón de seis pulgadas. Se fue con su banda a una zona desierta del puerto de Jersey City para practicar el tiro al blanco. Todos eran hijos de obreros de puños duros y bebedores; todos ellos habían dejado los estudios secundarios, eran unos matones asociales, sin miedo, temerarios. Dispuestos a meterse en líos.
La segunda persona a la que mató Richard era un hombre llamado Doyle, un irlandés de cara roja que hablaba por un lado de su boca de labios estrechos. Frecuentaba un bar con billares de Hoboken, el local de Danny. Bebía mucho, y cuando bebía se volvía un bocazas, malintencionado y agresivo. Richard estaba jugando al billar con Doyle, con apuestas de por medio, y le ganaba una partida tras otra, y Doyle empezó a insultar a Richard, a llamarlo «polaco tonto» y «tramposo».
Todo el mundo sabía que Doyle era un poli de Jersey City, y ni siquiera Richard, con su tendencia homicida capaz de saltar a la mínima, era capaz de atacarlo en público. Pero cuanto más insultaba Doyle a Richard, más furioso se ponía este. Doyle recordaba mucho a Richard a su padre… un parecido que fue mortal para él. En vez de enzarzarse con Doyle a la vista de todos, Richard dejó tranquilamente el taco de billar, salió del bar y se puso a esperar a Doyle. Al cabo de un rato, también Doyle salió de bar, se subió a su coche, que tenía aparcado ante la misma manzana, encendió un cigarillo y se quedó allí sin hacer nada más. Richard no tardó en advertir que Doyle se había quedado dormido. Richard llevaba encima un cuchillo, como de costumbre. Pero Doyle era policía, y si Richard lo apuñalaba, tendría que matarlo, y sería el primero en la lista de sospechosos, cosa que quería evitar a todo trance. Se alejó, fue a una estación de servicio próxima, compró un litro de gasolina y volvió rápidamente junto a Doyle, que seguía dormido. La ventanilla del conductor estaba abierta. Sin pensárselo dos veces, Richard vertió la gasolina rápidamente y en silencio en el interior del coche, por encima de Doyle, encendió una cerilla y la arrojó al vehículo. Explotó una bola de fuego, y las vivas llamas y el calor intenso consumieron y mataron rápidamente a Doyle. Richard se quedó allí cerca, y llegó a disfrutar de los gritos de Doyle, del olor de su carne quemada, que le llevaba la fuerte brisa que subía del río Hudson.
Richard se volvió a su casa, satisfecho, sonriendo incluso, y jamás dijo una palabra a nadie de lo que había hecho, ni siquiera a sus compinches de los Rosas Nacientes.
Richard se había convertido en un joven muy alto y apuesto. Tenía el cabello rubio claro, ojos de forma de almendra y color de miel, pómulos marcados de eslavo y labios en forma de corazón. Se parecía a James Stewart de joven, y tenía unos modales tímidos engañosos, que atraían a las mujeres. En casi todos los bares y billares por donde andaba Richard había mujeres mayores, como las consideraba él, y estas no tardaron en intimar con Richard e invitarlo a acompañarlas a sus casas; y así perdió la virginidad Richard. No tardó mucho tiempo en darse cuenta de que las mujeres lo consideraban atractivo, cosa que a él le agradaba mucho, y empezó a vestirse de la manera que gustaba más a las mujeres; pero seguía siendo muy tímido, y le costaba mucho trabajo entablar conversación a no ser que lo abordara una mujer.
Sin embargo, era frecuente que lo abordaran las mujeres.
Una de estas mujeres, Linda, de veinticinco años, se llevó a Richard a su casa cuando él tenía dieciséis años y él se quedó a vivir con ella. Ella siempre quería sexo, y él siempre estaba dispuesto a darle ese gusto. Linda era bajita, de pelo negro, atractiva a su manera sencilla. Pero siempre estaba «con ganas», al parecer, y Richard le daba lo que ella quería, cuando lo quería, donde y como lo quería. Richard tenía el miembro viril especialmente grande, y al parecer ella no se cansaba de él.
Por entonces Richard había llegado a odiar a su madre y la visitaba cada vez menos. Su hermana Roberta se había ganado fama de muchacha perdida y fácil, y eso a Richard no le gustaba. Le advirtió varias veces que «no se bajara las bragas», sin resultado. Su hermano menor, Joseph, era como él, alto y delgado con una espesa cabellera rubia. Joseph iba mal en la escuela, tenía peleas constantes, había derribado a un profesor de un puñetazo. A instancias de Anna, Richard habló con Joe, intentó hacer que se portara bien, pero era como hablar con una pared.
Joseph, como Richard, tenía una personalidad antisocial; estaba claro que se trataba de un psicópata en ciernes. Para él, cortar la cara a alguien con una botella rota era algo sin importancia. El padre de Richard, Stanley, era un hombre de poca talla, de un metro sesenta más o menos, a pesar de lo cual tanto Richard como Joseph ya habían superado el metro ochenta y seguían creciendo. Esto hacía que Richard se preguntase si Stanley sería su verdadero padre. Richard había llegado a considerar a su madre una puta desaliñada y arrastrada, y no le tenía gran aprecio. Pero cuando se enteró de que Stanley iba por la casa y gritaba a Anna y le daba bofetadas, fue a ver a su padre, le apoyó en la cabeza un revólver del 38, levantó el percutor y, apretando los dientes y frunciendo los labios, le advirtió de que si volvía a acercarse a su familia, lo mataría y lo tiraría al río. Richard no volvió a hablar con su padre en muchos años, y Stanley no molestó a Anna nunca más. La verdad era que Richard sentía de corazón no haber matado a Stanley y solía pensar en volver a terminar el trabajo.
Aun ahora, después de tantos años, Richard lamenta no haber pegado un tiro a Stanley. Según confesó: Stanley era un cabrón de primera, un sádico. No le deberían haber dejado tener hijos. Me he preguntado mil veces, por lo menos, por qué no lo maté. Si tuviera que volver a hacerlo, habría rematado bien el trabajo, seguro que sí.
La banda de los Rosas Nacientes, dirigida por Richard, cometió más y más delitos: robos en almacenes, atracos a mano armada en tiendas de licores y en farmacias, robos en las bonitas casas de los ricos de Jersey City Heights y de Lincoln Park, los barrios más exclusivos de Jersey City. Gracias a la prudencia de Richard, que planificaba cuidadosamente todos los golpes y los meditaba desde muchos puntos de vista, tenían éxito. En su corta vida Richard había llegado a brillar en tres cosas: el juego del billar americano, la violencia brusca y la delincuencia.
Richard empezó a ganar bastante dinero y solía llevar encima un buen fajo de billetes. Pronto se aficionó al juego, a los naipes y las apuestas en las carreras de caballos, y el dinero se le iba de las manos. Era como un nuevo rico ignorante; no tenía un concepto claro de lo que era el dinero, de cómo gestionarlo, ahorrarlo e invertirlo para que produjera más. Para él, el dinero solo servía para gastarlo, cuándo, dónde y como le diera la gana. Fácil de ganar, fácil de gastar.
Le gustaba ir elegante, hecho un pincel, como dice él, y se compraba trajes de aspecto llamativo, amarillos chillones y rosados. Richard y los Rosas Nacientes frecuentaban todos los bares de Hoboken ataviados de esta manera. Había literalmente dos o tres bares por manzana; era la población con más bares por habitante de todo el país. Iban también a los salones de baile. Los hombres hacían comentarios a veces sobre la manera de vestir de Richard, y él los agredía de manera rápida y violenta. Sacaba el cuchillo y lo usaba por menos de nada, hasta que cesaron los comentarios sobre sus atuendos estrambóticos. Con todo, era digno de verse con un traje de color rosa y de solapas anchas, alto, delgado y larguirucho, muy ancho de hombros, con su pelo rubio claro peinado hacia atrás y sus ojos de color miel y de mirada intensa. Ya entonces resultaba perturbador recibir la mirada fija de Richard Kuklinski, con su cara pálida y seria.
Richard se acostumbró a beber más de la cuenta, y cuando bebía se volvía malintencionado y pendenciero, como le había pasado a su padre y, muy probablemente, a su abuelo. Los de la banda de los Rosas Nacientes y él solían enzarzarse en riñas en los bares, y casi nunca o nunca perdían una pelea, pues todos eran extremadamente violentos, y enviaban constantemente a gente al hospital con graves heridas de arma blanca, descalabraduras, huesos rotos. Richard y sus amigos llamaron la atención, cosa difícil en las duras poblaciones obreras de Hoboken y de Jersey City, llenas ambas de gente que llamaba la atención por el mismo concepto. No pasó mucho tiempo sin que los miembros de la familia del crimen organizado De Cavalcante se fijaran en la banda de los Rosas Nacientes.
Se llamaba Carmine Genovese; no era pariente del tristemente célebre Vito Genovese. Carmine era un «hombre hecho», un individuo astuto que metía los dedos, gordos como salchichas, en muchos platos apetitosos. Era bajito y redondo como una albóndiga, con la cabeza grande y también redonda como una albóndiga. De hecho, su mote era Albóndiga. Carmine había oído hablar muchas veces a lo largo de los años de los Rosas Nacientes, había oído decir que eran muy violentos, atrevidos e intrépidos, y que eran chicos de barrio que habían salido adelante penosamente, con ganas de prosperar. Una tarde los invitó a su casa y los hizo sentarse en la cocina mientras él preparaba una salsa de carne para acompañar a la pasta. Con su acento de tipo duro, hablando por el lado izquierdo de la boca, les dijo:
– Oigo hablar de vosotros constantemente, y lo que oigo me parece bien. Tengo un encargo para vosotros. Si cumplís, me encargaré de que se os pague bien.
Echó unos embutidos picantes a la cazuela de la salsa de carne. -Hay un tipo que vive en Lincoln Park. Aquí tenéis su dirección y su foto. Da problemas. Piensa con el culo. Debe desaparecer. Si lo hacéis bien, me encargaré de que se os pague como es debido, capisce? Yo ya os lo he preparado todo… vosotros solo tenéis que rematar la tarea. Tiene que desaparecer, ¿entendido?
Dicho esto, entregó a Richard una foto en blanco y negro de un hombre que se subía a su coche, un Lincoln negro. Richard la pasó a los demás. Todos la miraron. Richard sabía que aquella podía ser una oportunidad de oro para su equipo, que se les abría la puerta para ganarse buena fama entre el crimen organizado, lo que siempre habían deseado. Como cuatro de ellos no eran italianos, no podrían ser nunca «hombres hechos», ingresados en la Mafia, pero podrían convertirse en «contratistas independientes».
Todos sabían que la Mafia controlaba el comercio de Nueva York, que tenía completamente en un puño los sindicatos, los muelles, todos los vicios, los asaltos a camiones, los atracos, la usura y el asesinato.
Carmine añadió a la salsa de carne un montón de albóndigas bien redondas.
– ¿Os interesa el trabajo? -preguntó, mirándolos de reojo con sus ojos de reptil.
– Sí, desde luego -dijo Richard.
– Bien. Esto tiene que pasar pronto, ¿entendido? Si sale algo mal, me llamáis. Aquí somos dueños de la Policía, ¿vale?
– Vale -respondió Richard, mientras los otros asentían solemnemente con la cabeza.
– No os vayáis todavía, chicos. Quedaos a comer conmigo – pidió Carmine, y al poco rato todos compartieron una comida sencilla, aunque abundante, de espaguetis con salsa de carne y ensalada con grandes aceitunas verdes sicilianas que había adobado el mismo Carmine. Era uno de sus pasatiempos, según les explicó.
Cuando los Rosas Nacientes se despidieron de Carmine, fueron a un bar de Hoboken llamado La Última Ronda, cerca de los muelles. Se sentaron allí a debatir aquella oportunidad, todos nerviosos e inseguros salvo Richard. Una cosa eran las riñas en los bares, pero un asesinato a sangre fría era harina de otro costal. El peor del grupo era un tipo alto, robusto como un toro, llamado John Wheeler. Era boxeador aficionado del peso pesado, duro como una piedra. A pesar de su inquietud, dijo:
– Lo haré yo. Apretaré el gatillo yo. Sin problemas.
Bien, de acuerdo, arreglado, dijo Richard.
– Vamos a hacer esto pronto y bien. Chicos, es una gran oportunidad para nosotros, ¿vale? No vamos a cagarla.
Vale dijeron lodos. Entraron, apretados, en el coche de John, y fueron hasta Lincoln Park. Richard iba al volante. John llevaba el anna, un revolver del 32, muy poca cosa. Aquel era un buen barrio. Allí vivían los ricos. Los Rosas Nacientes habían robado en muchas casas de allí. Encontraron la casa: era una casa suntuosa, de madera, con aparatosas columnas y pórticos y con un jardín hermoso y bien cuidado. Era al principio de la primavera, y el jardín ya estaba salpicado de flores jóvenes. Aquello era bien distinto de los barrios donde se habían criado aquellos tipos; era eso que suele llamarse «la parte alta». Mientras estaban allí sentados, debatiendo cómo hacer el trabajo, la víctima salió por la puerta principal como si los hubiera estado esperando, con toda la tranquilidad del mundo al parecer. Todos los miembros de la banda de los Rosas Nacientes estaban nerviosos, tenían un hormigueo en el estómago.
– Allí está. Venga, John, hazlo -dijo Richard.
Pero John no se movió. Se quedó paralizado, pálido. La víctima se subió a su Lincoln de lujo y se puso en marcha.
– ¿Qué pasa? -preguntó Richard, molesto.
– No sé, es que, es que… no sé -dijo el duro y grandullón de Wheeler.
– Vale, sin problema, lo seguiremos, lo arreglaremos en su coche, en un semáforo -dijo Richard.
– Sí… sí, vale -dijo Wheeler. Richard puso el coche en marcha y todo el equipo de asesinos a sueldo improvisados se puso en camino.
Alcanzaron al Lincoln en un semáforo de la avenida West Side.
– Prepárate -dijo Richard, deteniendo el coche suavemente junto al Lincoln. Pero a Wheeler le temblaban tanto las manos que ni siquiera era capaz de apuntar.
– ¿Qué pasa? -preguntó Richard; y los demás preguntaron lo mismo.
– No lo sé, joder. No puedo.
El semáforo se puso verde. La víctima arrancó.
– Tenemos que hacer esto -dijo Richard-. Ya no nos queda otra opción.
Siguieron a la víctima hasta un bar de Hoboken, lo vieron instalarse ante la barra, pedir una copa y charlar con el barman.
– Lo haré yo -dijo Richard, y tomó el revólver de manos de Wheeler. Se quedaron sentados allí en silencio, meditabundos. No tardó en caer la noche. Empezó a llover. La víctima salió del bar y se encaminó hacia su Lincoln. Ahora parecía que se tambaleaba un poco al andar. No había moros en la costa. Sin decir palabra, Richard se bajó del coche, se dirigió rápidamente al Lincoln, con pasos firmes y decididos, se aseguró de que no miraba nadie, acercó el revólver a la cabeza de la víctima y tiró del gatillo, pum, un tiro en la sien izquierda, por encima de la oreja. Estaba hecho.
Richard volvió al coche, tranquilo, frío, en calma, se subió, y se pusieron en marcha. ¡Caray! sentían todos los demás, aunque ninguno dijo nada. Todos miraban a Richard con un nuevo respeto.
Por fin, tras varias manzanas, el grandullón, el malo de Wheeler, dijo:
– Rich, tío, eres frío como el hielo.
– Fresco como una puta lechuga -dijo otro.
Aquellas alabanzas agradaban a Richard. No sentía remordimientos, ni emociones, ni la menor sensación de culpabilidad. De hecho, no sentía nada. Había matado a la víctima con la misma tranquilidad con la que soltaba un eructo, sin darle vueltas en la cabeza después.
Al día siguiente, hacia mediodía, los Rosas Nacientes volvieron a la casa de Carmine. Richard llamó a la puerta. Carmine salió a abrir.
– ¿Qué pasa? -dijo-. Os había dicho que no volvieseis hasta que hubierais hecho aquello.
– ¿Has visto los periódicos? -le preguntó Richard.
– No… ¿por qué? -preguntó Carmine a su vez.
La única respuesta de Richard fue una leve sonrisa de satisfacción.
– Ah, que hijos de puta, lo habéis hecho, bravo. Qué hijos de puta -exclamó Carmine, y los invitó a pasar, les sirvió unas copas con mucha hospitalidad, les dio quinientos dólares a cada uno. Se les había abierto de par en par la puerta de acceso al crimen organizado.
Carmine cumplió su palabra y dio muchos encargos a Richard y a su equipo. De pronto empezaron a ganar dinero a espuertas. Demostraron sin ningún género de dudas que eran de confianza, que eran inflexibles y que cumplían con el trabajo, fuera el que fuera. Carmine sabía que la mejor manera de poner a prueba a socios en potencia era hacer que cometieran un asesinato. Una vez hecho aquello, ya se podía fiar uno de ellos, al menos en teoría, pues se habían implicado en un crimen grave. En aquellos tiempos eran pocos los hombres relacionados con la Cosa Nostra que se hicieran chivatos, y la manera mejor de garantizar la lealtad de una persona era hacer que cometiera un asesinato; y eso era precisamente lo que había hecho Carmine con los Rosas Nacientes. De hecho, el primer paso para entrar en cualquier familia de la Mafia era llevar a cabo un asesinato, lo que se llamaba hacerse «los huesos». Así se establecía ese vínculo vitalicio que tan buenos resultados había dado durante tantos años, en Italia primero, después por todo el mundo: la Mafia italiana era, y sigue siendo, la empresa criminal de mayor éxito de todos los tiempos, y Richard Kuklinski llegaría a convertirse en uno de sus ejecutores más destacados, en una superestrella del homicidio.
Carmine Genovese tenía unas fuentes de información increíbles en toda Nueva Jersey. Sabía qué camiones se debían asaltar, cuándo, dónde y qué transportaban; hasta tenía las matrículas de los camiones, que facilitaba al equipo de Richard. Carmine recibía la mitad de los beneficios delictivos, y los cinco de la banda se repartían la otra mitad. Asaltaban camiones llenos de electrodomésticos, joyas, ropa, álbumes, hojas de afeitar, muebles, máquinas y herramientas, e incluso alimentos de lujo tales como la carne y el caviar: cualquier cosa que se pudiera convertir rápidamente en dinero contante y sonante.
Por mucho que fuera lo que ganaban los del equipo de Richard, se lo gastaban todo en el juego y viviendo a lo grande. Richard no era demasiado aficionado a las carreras de caballos, pero le encantaba Las Vegas, e iba allí él solo o con Linda (la mujer mayor que él con la que seguía viviendo) y jugaba con desenfreno. También le gustaban mucho los espectáculos extravagantes y chillones de Las Vegas. Su músico favorito era Liberace [1], nada menos. Le encantaba jugar al bacarrá, y ganó mucho, pero perdió mucho más. Explicaba hace poco: No tenía ni idea de lo que era el dinero, y se me iba entre las manos como el agua. Debí invertirlo, comprar propiedades, pero lo derroché todo.
A Richard también le gustaba ver a las atractivas chicas de los espectáculos. Le solían hacer proposiciones las prostitutas de Las Vegas. Era difícil pasarlo por alto, con lo enorme que era, ataviado con un traje amarillo, pero él no se fue nunca con ninguna de las hermosas prostitutas que se le acercaban. Para él, las prostitutas eran putas, y no lo excitaban. Una chica que se ha tirado a ocho ese mismo día no me dice nada, explicó.
El golpe más importante que dieron Richard y su banda gracias a Genovese fue el asalto a una empresa de furgones blindados de North Bergen, Nueva Jersey. Genovese les había facilitado la combinación del sistema de cierre y de alarma, y tras pulsar unos cuantos botones pudieron entrar en el pequeño almacén de ladrillo donde estaban aparcados en fila los furgones blindados. Había una caja fuerte enorme llena de cajas de dinero y de oro. Carmine les dijo que no podía parecer que estaba complicado en el golpe uno de la empresa, por lo que lo primero que hicieron fue perforar la pared. Después, hicieron saltar la caja fuerte con explosivos y llenaron a rebosar uno de los furgones blindados de oro, billetes y monedas.
Por desgracia, habían cargado demasiado el furgón, y cuando salieron del garaje y bajaron a la calzada las cuatro ruedas traseras reventaron con fuertes explosiones. Intentaron seguir camino hasta un almacén que habían alquilado al efecto en las proximidades, pero el furgón blindado no avanzaba, y los de la banda tuvieron que volver atrás y tomar dos furgones más. Trabajando a marchas forzadas, descargaron el contenido del primero en los otros dos furgones, allí mismo, al borde de la carretera, no lejos de la entrada de la carretera de peaje, y se pusieron en marcha por fin. Si hubiera aparecido un coche de Policía, los habrían pillado, con toda seguridad, pero tuvieron suerte y llegaron a su refugio cuando empezaba a aclarar el día.
Habían robado en total dos millones de dólares en dinero y en oro. Camine se quedó con la mitad, y Richard y su grupo se repartieron un millón; tocaron a doscientos mil cada uno. Un gran golpe para aquellos jóvenes delincuentes, todavía verdes. La banda de los Rosas Nacientes se dio entonces la gran vida. Todos derrocharon sus partes y, cuando se quisieron dar cuenta, ya lo habían perdido todo, principalmente en las carreras de caballos, en las mesas de póquer y en mujeres.
Richard hizo varios viajes a Las Vegas, volando en primera clase, y se las arregló para perder todas sus turbias ganancias.
Yo era un chico tonto. No sabía nada. Pero ¡cómo lo pase! cuenta, sonriendo aún al recordarlo.
Con todos aquellos éxitos, la banda se volvió más atrevida, y sus miembros empezaron a creerse invencibles.
A dos de los Rosas Nacientes, John Wheeler y Jack Dubrowski, se les ocurrió que no estaría mal dar un atraco en una partida de cartas patrocinada por un «hombre hecho» de la familia De Cavalcante. Lo hicieron sin pedir permiso a Richard ni consultarlo, con lo que cometieron un error de juicio fatal para ellos. Una de las víctimas reconoció a John, a pesar de que los dos atracadores llevaban el rostro cubierto por pañuelos. La noticia llegó a oídos de un «soldado» de los De Cavalcante. Como sabía que Richard era el jefe de los Rosas Nacientes, y que estos trabajaban con Genovese, este soldado (se llamaba Albert Parenti) localizó a Richard y le hizo sentarse con él solemnemente en un rincón de un bar llamado bar de Phil. Parenti era un italoamericano de origen siciliano, de ancho pecho, calvicie incipiente, cara de comadreja, con las piernas tan arqueadas que caminaba como si se acabara de bajar de un caballo. Dijo a Richard:
– Sé que dos de tus chicos atracaron mi partida de la calle Washington. También sé que tú no tuviste nada que ver con ello; si no, no te estaría hablando con tantas contemplaciones. He venido a verte aquí por cortesía, ¿te das cuenta? Todos sabemos que eres un sujeto cabal; solo oímos decir cosas buenas de ti. Por eso te estoy hablando bien, ¿entendido? Esos tipos tuyos tienen que desaparecer. No hay otra manera.
Richard, furioso pero controlándose, no cometió el error de intentar negar la participación de sus hombres, ni de ponerse pendenciero en ningún sentido. Lo que hizo fue pedir clemencia.
– Permita que le diga, en primer lugar, que le agradezco que haya hablado conmigo de esta manera -dijo-. No tenía ni idea de esto. Lo siento mucho. Me encargaré de que se devuelva hasta el último puto centavo, todo…
– No se trata del dinero; es una cuestión de principios.
– Ya lo sé, solo digo que…
– Mira, voy a ir al grano: esos tipos tienen que desaparecer. Y te tienes que encargar tú, ¿te das cuenta? Son responsabilidad tuya, ¿entendido?
Richard recibió aquello como un puñetazo en la cara. A su manera callada, apreciaba a John y a Jack; eran los primeros y únicos amigos que había tenido. ¿Cómo iba a matarlos? Pero Richard conocía lo suficiente la marcha y la lógica de la justicia de la calle para saber que si no hacía lo que Parenti le pedía (¡lo que le exigía!), bien podría suceder que él mismo se convirtiera en objetivo eliminable.
Lo intentó otra vez.
– Déjeme que hable con ellos; déjeme que me encargue de que se marchan de la ciudad y no vuelven nunca, nunca jamás.
– Tienen que desaparecer. Eso es todo. Si no lo haces tú, lo haremos nosotros, capisce?
– Capisce -respondió Richard, viendo claramente el destino escrito con letras de sangre. Estaba escrito con la sangre de John y de Jack, y, si no se andaba con cuidado, con la suya también.
– Bueno, me alegro de que hayamos quedado de acuerdo -dijo Parenti con aplomo solemne. Se levantó y se marchó, seguido de cerca por los dos guardaespaldas que lo acompañaban. Richard, sintiendo de pronto un grave peso sobre sus hombros, un peso de vida o muerte, se quedó allí, quieto como la lápida de una tumba, sabiendo que su pequeña banda y él jamás podrían hacer frente a los De Cavalcante. Estos eran muchos, conocidos por su violencia, y hacerles frente o luchar contra ellos significaría una muerte segura para todos. Richard sabía también que John y Jack la habían cagado a base de bien, que habían transgredido las normas básicas de la calle y el principio fundamental que les había impuesto él mismo de no robar a nadie de la Mafia. Sabía que habían sellado su propio destino. Richard se levantó despacio, salió del bar, localizó primero a Jack, le pegó un tiro en la cabeza antes de que este se enterara de nada y lo dejó donde había caído. Encontró después a John, que salía del apartamento de su novia, lo mató de un tiro y lo dejó en la calle para que los De Cavalcante se enteraran de que el trabajo estaba hecho de verdad. Ambos habían muerto sin dolor, sin enterarse de lo que se les venía encima.
A pesar de todo, Richard se sentía terriblemente mal. Acababa de matar a dos de las personas con las que estaba más unido, a dos amigos a los que quería más que a hermanos. Habían hecho muchas cosas juntos. Y ahora habían muerto, habían muerto a sus manos.
Era ellos o yo, se decía una y otra vez. Pero aquello no le servía de gran cosa, contó más tarde en confianza.
Los De Cavalcante se enteraron enseguida de lo que había hecho Richard, claro está, y no tardaron mucho en darse cuenta de que Richard Kuklinski podía resultarles de gran valor: un asesino de encargo que sabía lo que tenía que hacer y cómo hacerlo y que tenía la boca cerrada… el tipo de persona que siempre están buscando todas las familias de la Mafia en todas partes. Era cierto que Richard no podría ser nunca un «hombre hecho», pero sí que podría trabajar como «contratista independiente» si demostraba que entendía bien que el silencio es oro. Antes de proponerle cualquier otra cosa, esperarían a ver si se podía confiar en él.
La Policía de Jersey City no encontró ningún testigo… ninguna relación con Richard; nadie sabía nada de los asesinatos de John y de Jack y no tardaron en olvidarse. Un simple ajuste de cuentas entre maleantes.
Era la primavera de 1954. Richard tenía solo diecinueve años, pero se comportaba con una seriedad propia de un hombre mucho mayor. Tenía una seriedad estoica impropia de sus años. Quizá fuera por la brutalidad de sus padres; quizá porque siempre había sido un inadaptado, una víctima de los malos tratos de los demás; quizá porque no había tenido infancia de ninguna clase. Quizá porque acababa de matar a sus dos mejores amigos. Fuera por lo que fuera, Richard ya no era un chico. Era un hombre que se disponía a dejar huella en el mundo.
Como muchos polacos, Richard era aficionado a caminar y le gustaba salir al campo y el aire libre. Solía darse paseos de varios kilómetros. No era partidario del ejercicio, de hacer pesas, de la gimnasia ni de salir a correr, pero le encantaba dar caminatas, que aprovechaba para pensar. Aunque Richard no hacía ejercicio, estaba dotado de una fuerza fuera de lo común. Cuando estaba mal de dinero hacía trabajos duros, no cualificados, cargando y descargando camiones sin perder de vista cualquier cosa que pudiera robar para convertirla en dinero contante y sonante. Pero parecía que aquella fuerza suya era innata, que le venía de los genes. Los naturales del norte de Polonia, de donde había venido su padre, eran gente dura y fuerte, y parecía que en Richard se manifestaban los mejores rasgos físicos de la estirpe. Recientemente, cuando se le preguntó si de joven había hecho ejercicio, si iba a un gimnasio o hacía pesas, dijo: El único ejercicio que hacía era el de acarrear cadáveres.
Richard sentía la curiosidad de conocer mejor Nueva York y tomó el transbordador hasta Manhattan, admirando desde el barco la silueta rica y multicolor de la ciudad, tan distinta de Jersey City y de Hoboken. Ya había estado varias veces en la ciudad con los otros de los Rosas Nacientes, pero nunca había ido solo. Los Rosas Nacientes ya eran cosa del pasado, formaban parte de su juventud. Por la calle corría el rumor de que Richard había matado a John y a Jack, y los otros miembros de la banda se apartaron de él. Al poco tiempo empezaron a ponerse heroína, y Richard, a su vez, se apartó de ellos. No le gustaban las drogas ni los que las tomaban. Los que tomaban drogas le parecían personas débiles e inseguras, gente de la que uno no se podía fiar. Richard se había convertido en una especie de solemne lobo solitario, de movimientos lentos y muy peligroso, virtudes de las que obtendría gran partido durante muchos años. Le gustaba estar solo. Evitaba tener amigos.
Cuando Richard se bajó del transbordador, cerca de la calle Cuarenta, dobló a la derecha y empezó a pasear hacia la parte baja, a lo largo de la orilla del río, por debajo de la carretera elevada del West Side. Era un lugar oscuro, húmedo y desolado. La mayor parte de los grandes muelles que se habían extendido antes a lo largo de la calle Oeste, un hervidero de comercio, de barcos y de gente opulenta, se pudrían y se morían, simples esqueletos de lo que habían sido. Había algunas farolas aquí y allá, y las calles eran de adoquines bastos, resbaladizos cuando estaban mojados. Por entonces, Richard ya llevaba siempre encima un cuchillo o una pistola. No se sentía vestido del todo si no iba armado, rasgo que le perduraría durante toda su vida profesional. Según dice, en aquella primera salida a Manhattan en solitario no tenía intención de hacer daño a nadie; pero se le acercó a pedirle dinero un vagabundo desagradable y arrogante. Richard no le hizo caso. El vagabundo lo siguió, exigiéndole que le diera dinero, y Richard siguió caminando. El vagabundo, un hombretón como un oso, grande, sucio y barbudo, asió a Richard del hombro y lo zarandeó.
– Eh, hijoputa, ¿estás sordo? -le dijo.
Richard, sonriendo, se volvió rápidamente y, antes de que el vagabundo se diera cuenta de lo que pasaba, ya había sacado el cuchillo y se lo había clavado en el pecho con dos movimientos rápidos.
– ¡Vete a joder a otra parte! -gruñó Richard mientras el vagabundo caía de rodillas y se desplomaba pesadamente al suelo. Todo había terminado en una fracción de segundo. Richard vio cómo se le apagaban los ojos, limpió la hoja del cuchillo en el mismo vagabundo y siguió su camino, sabiendo que había matado al hombre, contento de haberlo hecho.
Me gusta ver cómo se les apaga la mirada. Me gusta matar de cerca, de manera personal. Siempre quería que la última imagen que vieran fuera de mi cara, explicó.
Richard había llegado a disfrutar de poseer el control de quién vivía y de quién moría. Le hacía sentirse omnipotente. Consideraba que el hombre que acababa de matar no era más que una sabandija, y siguió buscando otras sabandijas. Siguió andando hasta llegar al túnel Battery y contempló Jersey City, al otro lado del agua, recordando cómo leía allí revistas policiacas cuando era niño, recordando a su hermano Florian, recordando la brutalidad de su padre, recordando a los amigos a los que había matado. Casi veía desde allí el lugar donde había matado de un tiro a John Wheeler. Qué mal trago, pensó.
Richard se volvió, con su rostro apuesto hecho una máscara de granito insensible, y caminó de nuevo hacia la parte alta, pasando por el camino cerca del vagabundo que había matado, que seguía tendido en el sitio, aunque ya no era más que una forma clara espectral a la luz amarilla melancólica de una farola.
Richard sabía que aquel asesinato no lo relacionarían con él, que la Policía de Nueva York no se pondría en contacto con la de Jersey de ninguna manera.
A lo largo de las semanas y de los meses siguientes volvió a Manhattan en muchas ocasiones y mataba a gente, siempre a hombres, nunca a una mujer, dice él, siempre a personas que tenían algún roce con él, que lo ofendían de alguna manera, verdadera o imaginaria. Mataba a hombres a tiros, a puñaladas y a garrotazos. A algunos los dejaba en el sitio. A otros los arrojaba al cercano río Hudson.
Para Richard, el asesinato se convirtió en un deporte.
La Policía de Nueva York llegó a creer que los vagabundos habían empezado a atacarse y a matarse entre sí, sin sospechar que un verdadero asesino en serie venía de Jersey City al West Side de Manhattan con el fin de matar gente, para practicar y perfeccionarse en el arte del asesinato.
Richard hizo del West Side de Manhattan una especie de laboratorio del asesinato, una escuela, como dice él. Aprendió los puntos más delicados y sutiles; dónde aplicar el cuchillo para conseguir el máximo efecto: en la nuca, hacia arriba, clavándolo en el cerebro; un tajo invertido a la garganta, cortando a la vez la tráquea y la arteria carótida. También era muy efectivo clavarlo directamente en el corazón.
Pero descubrió que la manera más rápida, y mucho menos sangrienta, era clavarlo en la nuca hasta llegar al cerebro. El asunto de la sangre era una preocupación constante, pues Richard no quería mancharse de sangre él mismo ni su ropa. En lo que respecta al arma de luego, un tiro en la cabeza, por encima de la oreja, por debajo de la mandíbula, resultaba ser lo más eficaz. Una vez ahorcó a un hombre: le echó al cuello una soga de cáñamo, levantó al hombre en vilo tirando de la soga, que se echó al hombro. Hice de árbol, explicó. También usaba un pico para hielo, que resultó ser un buen instrumento para malar, fácil de ocultar, si se aplicaba en el punto adecuado: era mortal si se clavaba directamente en el oído o en el ojo.
Ya en aquellos tiempos, las adoquinadas calles oscuras de la zona más apartada del West Side de Manhattan eran lugar de reunión de gais. Había muchos bares oscuros que acogían discretamente a una clientela homosexual. Uno de aquellos era el Scottish Annie, santuario de hombres a los que les gustaba ponerse faldas y vestirse de mujer. Esos bares oscuros de aquellas oscuras y apartadas calles eran el lugar ideal para los hombres que hacían lo que era en muchos casos una doble vida secreta.
Richard no tenía nada en contra de los homosexuales, según dice, y no los perseguía, aunque con su aspecto de James Stewart con ojos acerados atraía invariablemente a los gais; y si se ponían demasiado pesados, les hacía daño y hasta los mataba. Dice que esos asesinatos no tenían nada que ver con el sexo, que solo tenían que ver con que alguien se había puesto demasiado pesado.
Una noche, Richard estaba bebiendo en un bar próximo a la calle Grove y un hombre se le insinuaba una y otra vez.
– Mire, a mí eso no me va, ¿vale? -le dijo Richard por fin-. Búsquese otro, ¿de acuerdo?
Pero el tipo, un caballero alto con flequillo de corte militar, no estaba dispuesto a aceptar una negativa. Le insistía tanto que Richard tuvo que marcharse del bar. El tipo salió detrás de él y le hizo proposiciones, diciéndole:
– Sé que quieres. Vamos, vamos, grandullón.
Por fin, después de aguantar aquello a lo largo de dos manzanas, Richard vio un adoquín suelto, lo recogió y dio al tipo un golpe en la cabeza con tanta fuerza que parte del cerebro le salpicó en un escaparate.
– Te dije que me dejases en paz, joder -dijo Richard al muerto, y siguió caminando.
Richard llegó a darse cuenta de que cuando bebía se volvía francamente malo, y en casi todas aquellas salidas homicidas a Manhattan bebía, no hasta emborracharse, desde luego, pero sí hasta estar francamente achispado. Se dijo a sí mismo que debía beber menos, y beber cerveza en vez de güisqui. Richard también viajaba a otros lugares para matar a gente: a Newark, a Rhode Island, y también a Hoboken. Pero eran zonas menos pobladas, la gente parecía más atenta, más fisgona, por lo que Richard siguió volviendo a Manhattan, gozando del bullicio de su propio coto privado de caza.
Como Richard asesinaba casi siempre a «gente sin valor», vagabundos y mendigos, además de a algún que otro gay, la Policía de Nueva York hacía poco o nada por resolver aquella oleada repentina de asesinatos al azar.
A nadie le importó.
– Que se maten entre ellos -dijo un capitán de Policía a sus detectives en la comisaría del Distrito Diez. No se organizó ninguna vigilancia especial, ni salió ningún detective a hacer preguntas, cuaderno en mano, y Richard lo advirtió enseguida, pues no vio por ninguna parte mayor presencia de policías.
Tampoco mataba a alguien todas las veces que iba a Nueva York. En algunas ocasiones se limitaba a pasearse, bebía algo, daba vueltas en la cabeza a diversos planes suyos. Ahora que los Rosas Nacientes eran cosa del pasado, y que Carmine Genovese estaba en la cárcel por asuntos de juego ilegal, Richard ganaba mucho menos y se había visto obligado a trabajar descargando camiones, cosa que no le gustaba; pero siempre estaba atento por si podía robar algo que pudiera vender. Tenía en el Sindicato del Transporte un amigo llamado Tony Pro, gracias al cual Richard podía trabajar siempre que quería. También seguía jugando mucho al billar. Lo malo era que casi todo el mundo sabía ya que era un buen jugador, por lo que le resultaba muy difícil encontrar a alguien dispuesto a jugar con él apostando dinero.
Entonces, Linda se quedó embarazada. La noticia no produjo ninguna impresión a Richard. No amaba a Linda, no pensaba que fuera una buena ama de casa. No era más que un cuerpo caliente en la cama en las noches mas frías de Jersey City, una manera cómoda de desahogarse. Le dijo que abortara. Ella no quería. No era partidaria del aborto. La amenazó. Ella seguía sin querer abortar. Richard no tenía reparo en pegar a Linda. Él se había criado en una casa donde pegar a las mujeres era la norma, y golpeaba a Linda sin pensárselo dos veces cuando ella lo molestaba, cosa que cada vez hacía con más y más frecuencia: ella quería que se casaran, él no; ella quería que se buscara un trabajo honrado y lo conservara, él no; ella quería que se quedara en casa por las noches, él quería salir. La mayoría de sus discrepancias se resolvían mando Richard le daba una bofetada, diciéndole «¡cállate!» por un lado de la boca de labios estrechos. Hasta intentó hacerle perder el niño dándole puñetazos en el vientre; pero no dio resultado. El vientre le necia más cada semana que pasaba.
Con todo lo cruel que solía ser Richard con Linda, también podía ser dulce y delicado, atento hasta la exageración. Le compraba muñecos de peluche, flores frescas, dulces de lujo y ropa. Pero la verdad era que Linda no sabía qué le esperaba cuando Richard entraba por la puerta, un regalo o una bofetada. Al final, Richard acabó casándose con Linda en el ayuntamiento. No dijo a nadie que se casaba. Según dijo, lo hacía «por el bien del niño».
Richard se había convertido en un joven de humor muy variable; tenía subidas y bajadas de ánimo radicales. Cuando estaba de mal humor (como casi siempre), su presencia era francamente peligrosa para cualquier hombre o animal. Por entonces, casi todo el mundo de Jersey City y de Hoboken conocía a Richard Kuklinski, sabían lo peligroso que era, y lo evitaban de buena gana; pero él seguía teniendo altercados con hombres, altercados en los que Richard casi siempre terminaba matando al otro.
Para Richard, el asesinato se había convertido en parte integral de la vida cotidiana… en un proceso tan natural como el ciclo de las noches y los días, o el de las mareas en el próximo río Hudson. Al parecer, Richard tenía la disposición perfecta para matar a la gente sin reservas ni remordimientos; de hecho, sin volver a pensar en ello. Richard era cuidadoso siempre: si se le metía en la cabeza matar a alguien, o «hacerle daño», como dice él, procuraba elegir el momento y el lugar adecuados. Lo extraño era que Richard era más peligroso cuando estaba callado.
Si alguien hacía algo que lo ofendía, y él se callaba, era momento de poner tierra de por medio. Cuando se enfadaba, cuando los ojos se le llenaban de instinto asesino, emitía siempre una especie de leve chasquido por el lado izquierdo de la boca, un rasgo que lo acompañaría durante el resto de su vida.
Si iba a hacer daño a alguien, no se lo decía nunca. ¿Para qué darle a conocer tus intenciones?, dijo recientemente.
Mediados de febrero de 1956. Las temperaturas rondaban los diez bajo cero desde finales de enero. Unos vientos fríos terribles bajaban por el río Hudson desde el interior del Estado de Nueva York, y otros subían del Atlántico. El agua del río estaba revuelta y agitada, llena de pedazos de hielo grandes, de bordes agudos, del color de dedos manchados de nicotina. Richard estaba en un bar llamado el Bar de Rosie, en Hoboken, jugando al billar de ocho bolas con un camionero grande, de hombros cuadrados, de calva reluciente y manos grandes como paletillas de jamón. En el local había unas cuantas mesas de billar americano, una barra larga, algunas mesas y sillas destartaladas. Era un viernes por la noche. Había mucha gente en el local, teniendo en cuenta el tiempo que hacía; el aire estaba cargado de humo de tabaco como una nube baja y espesa. En la máquina de discos sonaba música country. Richard ganaba sin cesar. Parecía que acertaba todos los tiros. El camionero calvo se iba enfadando cada vez más y empezó a hacer comentarios desagradables a sus dos amigos, que estaban en la barra intentando ligarse a unas chicas.
Richard, sin decir nada, seguía metiendo todas las bolas sin fallar un solo tiro. El camionero empezó a llamar a Richard «polaco».
– Eh, polaco, ¿es que tienes una pata de conejo en el culo?
– Eh, polaco, ¿cuándo me vas a dejar tirar a mí?
– Eh, polaco, ¿de dónde has sacado ese puto traje de mariquita?
Richard dejó de jugar de pronto, se acercó en silencio al camionero y, sin decir palabra, le dio un golpe en la cabeza con el taco de billar, que saltó hecho pedazos. El camionero cayó allí mismo. Sus amigos que estaban en la barra se quedaron en el sitio. Richard se dirigió hacia la puerta.
– Que te jodan -dijo por el camino. Pero cuando menos lo esperaba, el camionero se había levantado y le tiraba puñetazos rápidos y furiosos, combinaciones bien dirigidas, como un buen boxeador. Tenía una fuerza enorme y estaba aporreando a Richard. La pelea se trasladó a una mesa de billar. El camionero consiguió dejar tendido a Richard sobre la mesa y empezó a asestarle puñetazos. Richard pudo apoderarse de una bola de billar y golpeó con todas sus fuerzas al tipo en la cabeza calva. El camionero cayó otra vez.
Richard no quería seguir en aquella situación, una pelea a vida o muerte en un bar por una verdadera tontería. Salió del bar de Hoboken, se subió a un Chevrolet azul que tenía y se dirigió a Jersey City, resintiéndose de sus heridas. El camionero calvo era el tipo más duro y fuerte con el que se había enfrentado en su vida, y todo por nada. Richard, pensando que debía aprender a controlar los impulsos que lo arrastraban a beber y a cometer homicidios, se disponía a pasar bajo un puente de ferrocarril entre las calles Quince y Dieciséis cuando un coche le cortó el paso y le hizo detenerse con chirrido de frenos. El camionero saltó del coche, furioso y con la cara enrojecida, seguido de sus amigos; llevaban trozos de cañería y se abalanzaban hacia Richard.
Richard tenía bajo el asiento un 38 de cañón corto. Lo tomó rápidamente y, cuando el camionero llegó hasta él, maldiciendo y levantando el trozo de cañería que llevaba, Richard le dio un tiro en plena frente. El camionero cayó, esta vez para no levantarse más, con una fuente de sangre como un dedo que le manaba a borbotones del agujero que le había salido de pronto en la cabeza, del tamaño de una moneda de diez centavos. Richard se bajó del coche y mató a tiros a los otros dos. Las detonaciones eran ensordecedoras bajo el puente de ferrocarril. Richard, sacudiendo la cabeza con incredulidad, comprendió que tenía que hacer algo, y deprisa, si no quería ir a la cárcel. Las ideas le acudían en tropel a la cabeza. Metió rápidamente los tres cadáveres en la parte trasera del coche del tipo calvo y lo llevó hasta la orilla del río, fría y desolada, que estaba a pocas manzanas de allí. Recogió su propio coche, lo aparcó junto al que contenía los cadáveres, metió los tres en el maletero y se puso en marcha, camino del condado de Bucks, en Pensilvania. Sabía que tenía que librarse de los cadáveres, que no podían encontrarlos nunca. Si los encontraban, sería evidente que los había matado él. Pensó en tirar el coche al río sin más, pero le preocupaba que lo localizaran y que encontraran los cadáveres, que relacionarían con él, naturalmente.
El año anterior, Richard había estado cazando ciervos en el condado de Bucks y había encontrado unas cuevas interesantes en las que había simas sin fondo. Había tomado buena nota de la existencia de aquellos hoyos interminables, que podían ser un buen lugar para librarse de un cadáver, aunque no se había imaginado que tendría que quitarse de encima tres de una vez. Richard tenía un sentido de la orientación extraordinario y consiguió encontrar las cuevas sin gran dificultad. Llevó hasta allí los cadáveres, uno a uno, y los arrojó a una gran sima siniestra. Los oyó caer rebotando en las paredes de la sima, pero sin oír el golpe contra el fondo. Repitió el proceso una y otra vez, aprisa, jadeando y resoplando, entre las nubes de vapor que producía su aliento en el frío de febrero, arrojando sucesivamente cada cadáver, sorprendiéndose de lo que pesaba un cuerpo cuando lo abandonaba la vida.
Peso muerto. Eso que dicen del peso muerto es verdad, explicó.
Una vez rematada con éxito la tarea, Richard se volvió en su coche a Jersey City, escuchando música country, decidido a dejar de meterse en riñas de bar, en peleas por naderías. Pero eso no llegó a suceder nunca. Si alguien, quien fuera, insultaba a Richard, le hablaba mal o le faltaba al respeto, Richard quería matarlo, y solía hacerlo. Era un tema recurrente que se repetía con frecuencia y trágicamente en la vida increíblemente violenta de Richard.
Cuando Richard llegó a Jersey City, limpió cuidadosamente sus huellas del coche, quitó las matrículas, lo llevó al borde de un muelle a orillas del Hudson donde él sabía que el agua era profunda, y lo echó al fondo del río gélido, servicial y que sabía guardar un secreto. El coche desapareció rápidamente. Si alguna vez encontraban el coche, sin ningún cadáver dentro, él no tendría ningún problema. El cielo seguía oscuro, pero ya apuntaba una aurora plomiza. El viento soplaba con fuerza. Richard caminó hasta su coche y se volvió a su casa, orgulloso de su capacidad de reacción, orgulloso de haber plantado cara al enemigo y de haber vencido.
Tenía la sensación de que se habían llevado su merecido, y al final se alegraba de haberlos matado. Lo último que pensó antes de quedarse dormido, mientras silbaban los vientos de febrero que sacudían las ventanas, era eso: se han llevado su merecido.
Cosa extraña, a Richard ni siquiera lo interrogaron acerca de la desaparición de los tres hombres. Al parecer, había tenido una suerte increíble. Los había matado en una calle tranquila, desierta, con pocas casas próximas. Bien podía haber pasado un coche por ahí, pero no había pasado ninguno. Aquella suerte seguiría a Richard durante muchos años. Era casi como si velara por el algún arcángel oscuro, demoníaco, que lo mantenía a salvo… fuera de los radares de la Policía.
Corrió el rumor de que Richard había terminado con los tres tipos, pero nadie se lo preguntó nunca, ningún policía lo interrogó, y desde luego que Richard no estaba dispuesto a contar a nadie lo que había hecho. Era reservado en grado sumo, otro aspecto de su personalidad que le resultaría útil durante muchos años.
Carmine Genovese había salido de la cárcel y necesitaba que matasen a otro hombre, aunque esta vez dijo a Richard que la víctima «tenía que sufrir», y que el cuerpo «tenía que desaparecer».
– Este tipo faltó a la mujer de un amigo mío -explicó Carmine-; le faltó mucho al respeto. Asegúrate de que sufre, ¿entendido? Si lo haces bien, te pagaré el doble… ¿vale?
– Vale, de acuerdo -dijo Richard. No preguntó qué había hecho aquel hombre, por qué tenía que sufrir. Aquello era irrelevante. No era asunto suyo.
También en esta ocasión, Carmine entregó a Richard una fotografía de la víctima y la dirección donde trabajaba, un establecimiento de venta de coches usados en el bulevar Raymond, en Newark. En la foto, la víctima estaba en el establecimiento, de pie junto a una mujer que se le parecía un poco.
– Si haces esto como es debido, te pagaré bien, capisce?
– Capisce -dijo Richard.
– A lo mejor podrías traerme un pedacito de él para que yo lo vea y pueda decir a mi amigo cuánto sufrió.
– ¿Un pedacito de él? -repitió Richard, un poco confundido.
– Sí, para que yo pueda contárselo a mi amigo.
– ¿Cómo de grande el pedacito? -preguntó Richard.
– No muy grande… quizá su mano… unos dedos del pie, ¿vale?
– Sí… claro, vale -dijo Richard-. Sin problema. Lo que quiero es dejar contento al cliente.
– Bien -dijo Genovese. Se dieron la mano. El contrato estaba sellado.
Richard, contento de que Carmine le hubiera dado un nuevo «encargo», salió de casa de este con la mente absorta de pronto en la tarea que tenía por delante. Como revelaría más tarde, aquella era la parte que más le gustaba, el acecho de la víctima. Richard comprendió inmediatamente la manera de hacerlo, y la esperó con impaciencia. Estaba claro que Richard se había convertido en un sádico psicótico que había descubierto el modo de hacer daño a las personas y matarlas y que encima le pagaran por ello. Qué buena era la vida.
El depósito de coches usados era amplio. Estaba adornado con banderines colgados a lo largo y a lo ancho, en todos los sentidos. Richard encontró enseguida a la víctima. Era alto y delgado y solía vérsele recorriendo el depósito con clientes. Hasta salía con ellos a probar algún coche. Antes de hacer nada, Richard pasó dos días observando el lugar, se enteró de cuándo había allí más gente, de a qué hora llegaba la víctima y de cuándo se marchaba. Cuando Richard tuvo en la cabeza un plan claro, aparcó su coche a varias manzanas de distancia, en una calle tranquila de almacenes abandonados. Cuando aparecían menos clientes a ver coches usados era hacia las once de la mañana, justo antes del almuerzo, y fue a esa hora cuando Richard entró en el depósito y se encaminó directamente a la víctima, con una sonrisa amistosa en la cara de pómulos marcados. Era a finales de marzo. El tiempo había empezado a templarse. Richard llevaba una cazadora amplia. En un bolsillo llevaba una Derringer del 38, en el otro un rompecabezas, una especie de porra con una pieza de plomo macizo del tamaño de un paquete de cigarrillos, forrada de cuero negro, con mango corto y delgado, ideal para dejar inconsciente a una persona de un solo golpe. Richard, sonriente, dijo a la víctima que necesitaba enseguida un coche barato, que el suyo se lo habían robado y que le hacía falta un vehículo para su trabajo.
– Que sea fiable -dijo-. No tengo maña con los motores, y no quiero quedarme tirado en alguna parte por la noche -explicó, adoptando de pronto una expresión seria. Richard era, de hecho, un actor consumado. Tenía el don natural, adquirido sin duda en la calle, de mirar fijamente a los ojos a una persona mientras le mentía descaradamente.
– Tengo el coche perfecto para usted -dijo la víctima, y lo condujo hasta un Ford de dos puertas. Richard lo inspeccionó cuidadosamente, dio patadas a las ruedas.
– ¿puedo salir a probarlo? -preguntó Richard.
– Claro -dijo la víctima-. Voy a por las llaves.
Pasó a la pequeña oficina que estaba a la izquierda. Richard ya había tendido la trampa; pronto la haría saltar. Subieron al coche. Se pusieron en marcha. Richard recorrió varias manzanas con el coche, comentando lo bien que se manejaba, y acto seguido se dirigió hacia su coche. La víctima, absolutamente inconsciente de lo que estaba a punto de paar, seguramente iría calculando mentalmente la comisión que se iba a llevar. Richard aparcó junto a su propio coche y dijo que quería mirar el motor.
– ¿Le importa? -preguntó educadamente, con una sonrisa.
– Claro, sin problema. No hay nada que ocultar. Está limpio como los chorros del oro.
La víctima estaba completamente metida en la situación, y no tenía ni idea de que en el maletero del coche de Richard había un hacha, una cuerda y una pala. Richard se bajó del Ford y abrió el capó. La víctima lo i siguió, claro está. Richard le señaló una cosa y, cuando la víctima se acercó a mirar, Richard le golpeó con el rompecabezas en la sien. Cayó allí mismo, como una piedra. En cuestión de segundos, Richard lo metió en el maletero de su coche, lo amordazó con cinta adhesiva industrial, le ató los pies y las manos a la espalda. Tranquilo y sereno, Richard salió a la carretera de peaje y se dirigió al sur, a los pinares de Jersey, unos bosques desiertos que eran perfectos para lo que tenía pensado. Era el mismo lugar donde se había quitado de encima a Charley Lañe, el matón de la urbanización, hacía tantos años. Richard ya tenía localizado un buen lugar, donde ocultó su coche tras una densa cortina de pinos muy oportunos. Allí abrió el maletero, sacó del coche al hombre aterrorizado y lo ató a uno de los árboles, de espaldas al árbol. Richard tomó un pedazo de cuerda, la metió a la fuerza en la boca de la víctima y ató el otro extremo al áspero pino, de manera que la lengua de la víctima le presionaba con fuerza la garganta, que se le contraía rápidamente. La víctima lloraba, intentaba hablar, pedir, suplicar, pero no profería más que gruñidos apagados, ininteligibles. Parecía que sabía por qué le estaba pasando aquello, como si lo hubiera estado esperando en cierto modo. Richard le dijo entonces claramente que terna que sufrir antes de morir, y volvió a su coche y sacó el hacha y la pala, disfrutando mucho con aquello.
Se aseguró de que la víctima veía el hacha y la pala, de que entendía bien lo que significaban en las enormes manos de Richard. La víctima se puso a chillar, intentó liberarse, pero era imposible. Se orinó en cima, cosa que Richard vería muchas veces en los años venideros. Richard empezó entonces a destrozar los tobillos y las rodillas de la víctima con el hacha. Después le cortó los dedos, de uno en uno. Richard retrocedió para apreciar el grado de dolor que estaba sufriendo la víctima. Había pensado llevar a Genovese los dedos en prueba de su sufrimiento, pero de pronto se le ocurrió una idea mejor, como dijo él…
Cuando Richard mató por fin a la víctima, excavó un hoyo en el terreno cubierto de agujas de pino, arrojó al hoyo lo que quedaba de la desventurada víctima, tomó la prueba que le había pedido Genovese y se volvió a Hoboken, llevándola en una bolsa de plástico que se había traído, y escuchando música country por el camino.
Encontró a Genovese en su casa.
– ¿Has hecho el trabajo? -le preguntó Genovese.
– Sí, está hecho -dijo Richard.
– ¿Me has traído algo bueno? -le preguntó Genovese.
– Desde luego -dijo Richard, divertido, dejando la bolsa en la mesa de la cocina. Genovese miró en su interior con curiosidad y vio que contenía la cabeza de la víctima. Una gran sonrisa llenó el rostro grande y redondo de Genovese.
– Qué hijo de puta… precioso… lo has hecho bien, hijo de puta -dijo Genovese, comprendiendo que en aquel polaco gigante había encontrado a un hombre poco común-. ¡Muy bien! Molto bravo… molto bravo! -añadió.
– ¿Quieres que me deshaga de esto? -preguntó Richard.
– No… déjalo aquí. Quiero enseñárselo a mi amigo. ¿Sufrió? -preguntó Genovese.
– Sí, ya lo creo que sufrió -dijo Richard; y Genovese le pagó allí mismo diez mil dólares al contado, por «un trabajo bien hecho».
Richard salió de casa de Genovese con un bulto agradable de dinero en el bolsillo, y sabiendo que se había terminado de labrar una reputación como asesino a sueldo eficiente.
Richard solía pensar frecuentemente en matar a su padre, Stanley.
Se ponía a pensar en él, recordaba la brutalidad y la insensibilidad que había sufrido, se ponía furioso por dentro y le daban ganas de matarlo a golpes. En varias ocasiones llegó a ir a un bar que frecuentaba Stanley, cerca de la urbanización, con idea de meterle una bala en la cabeza; pero Stanley no estaba.
Era como una idea repentina, explicaba Richard. El tenía suerte, porque cuando iba a buscarlo no estaba. Hasta ahora mismo, quiero decir aquí sentado, hablando de él, lamento mucho no haber acabado con él… ¡el muy cabrón!, ¡el muy cabrón sádico!
Stanley no llegó nunca a saber lo cerca que había estado de que lo matara su hijo segundo. Joseph, el hermano menor de Richard, era extremadamente violento. Tenía dificultades frecuentes en la escuela, se metía constantemente en líos, robaba, bebía más de la cuenta. Richard quería tenderle una mano, darle consejos, pasarle algo de dinero, pero por entonces aborrecía tanto a su madre que ni siquiera quería acercarse más a su apartamento.
Tras recibir la cabeza del vendedor de coches usados, Carmine Genovese cobró aprecio a Richard. Carmine tenía mucho dinero en la calle, y desde entonces se sirvió de Richard como cobrador y esbirro principal. Si Richard hubiera sido italiano, Genovese lo habría recomendado, sin duda, para que entrara en la familia, pero como era polaco no podía ser. A pesar de todo, Carmine le daba mucho trabajo. Richard cobraba dinero en su nombre a gente de toda la Costa Este. Era de fiar, honrado, y muy violento cuando hacía falta, demasiado violento a veces. Richard siempre estaba llamando a la puerta de Carmine llevando en la mano bolsas de papel de estraza llenas de dinero. Jamás robó a Carmine ni diez centavos; ni siquiera se le ocurrió nunca, por lo que Carmine llegó a apreciarlo mucho más. Casi todo el mundo que pedía prestado dinero a Carmine Genovese conocía bien las reglas y pagaba rápidamente, según lo acordado. Todos sabían también que no pagar podría ser mortal.
A Richard le gustaba trabajar para Genovese, en general. Ganaba dinero, aunque lo derrochaba casi todo; la gente lo respetaba y lo trataba con deferencia, y su reputación de «tipo relacionado con la Mafia» corrió por todo Jersey. Nadie se metía con él. Hasta otros tipos de la Mafia evitaban enfrentarse con Richard Kuklinski. Empezaron a llamarlo el polaco. Este sería su mote en la calle.
Richard se acostumbró a llevar dos pistolas y un cuchillo siempre que salía. Se sentía desnudo si no iba armado hasta los dientes. Le gustaban las derringer del 38 de dos cañones. Eran tan pequeñas que cabían fácilmente en la palma de la mano, y a corta distancia eran mortales. A Richard le gustaba matar de cerca, de manera personal, y para matar a alguien con una derringer tenías que estar encima de él. Por eso también le gustaba matar con cuchillo, dice.
Es una cosa íntima. Sientes entrar la hoja, romperse los huesos; ves el susto en la cara del tipo, ves cómo se le apaga la mirada.
Cuando se le preguntó si creía en Dios, si creía que matar a un ser humano era pecado, dijo:
El único Dios en el que creo es una pistola cargada, con gatillo sensible. Tiene gracia: muchos tipos, antes de matarlos, me llamaban Dios. «¡Ay, Dios, no! ¡Ay, Dios, no!», dice, sonriente, divertido por sus recuerdos.
La esposa de Richard, Linda, dio a luz un niño al que llamaron Richard. Richard no sentía amor ni apego emocional hacia su hijo. El niño era la consecuencia natural de un acto sexual, nada más. Richard ni siquiera fue al hospital a ver a Linda cuando esta dio a luz, ni tampoco la ayudó a volver a casa. Se portaba como si fuera el hijo de otro, no el suyo; pero Linda no tardó mucho tiempo en volver a quedarse embarazada.
Linda veía todas las armas de Richard pero no le preguntaba nunca para qué las tenía. Sabía lo violento y psicótico que podía ser Richard, y se hacía la ciega. También sabía que si lo interrogaba, si le pedía información, si le preguntaba cosas, él bien podía estallar y pegarle. En este sentido, Richard era una fotocopia de su padre, del hombre al que el más odiaba en el mundo; pero no pegó nunca a su hijo, ni pegaría jamás a ninguno de los cinco hijos que acabó teniendo.
En general, Richard apreciaba a los niños, veía en ellos a seres inocentes maltratados, y se enfurecía cuando veía a un adulto que pegaba a un niño. En una ocasión dio una paliza a un hombre al que vio pegar a sus hijos en un aparcamiento. Años más tarde, mataría a un amigo suyo porque este le pidió que asesinara a su esposa y a su hijo de ocho años.
No mato a mujeres, y no mato a niños. Y el que haga tal cosa, no merece vivir, explicó Richard. Con todo lo frío y absolutamente indiferente que era Richard hacia el sufrimiento de los hombres, no soportaba ver que hacían daño a un niño. También odiaba a los violadores (a los que se tiran del árbol, como los llama él), y siempre estaba acechando la presencia de predadores sexuales. Los consideraba sabandijas que se debían eliminar inmediatamente.
Richard seguía haciendo excursiones al West Side de Manhattan, donde mataba a cualquiera que lo estorbara, que fuera grosero o desconsiderado con él. Le gustaba mucho matar a los mendigos agresivos, con tal rapidez que ni siquiera se daban cuenta de lo que les había pasado hasta que caían al suelo.
Una noche Richard encontró a dos hombres gruesos, vestidos con ropa de cuero, que estaban violando a un niño detrás de un tráiler que estaba estacionado cerca del río Hudson. Iba paseándose, admirando los reflejos de las luces sobre el río en el lado de Jersey, que formaban como teclas de piano gigantes, cuando oyó un lamento quejumbroso, unos suspiros, unos golpes carnosos. Pasó despacio tras el camión, y presenció allí la violación: un hombre obligaba al chico a hacerle una felación, mientras el otro lo sodomizaba. Se reían. Estaban borrachos. Y ahora se habían metido en un buen lío. Richard sacó una derringer del 38 y, sin decir palabra, mató a los dos violadores de sendos tiros.
– ¡Gracias, señor, gracias! -exclamó el chico, subiéndose los pantalones, limpiándose la sangre de la nariz.
– Lárgate de aquí echando leches -dijo Richard; y con su cuchillo abrió el vientre a los dos hombres de la ropa de cuero, maldicióndolos para sus adentros, y los arrojó al río. Richard sabía que con el vientre abierto no se les podrían acumular los gases, y así los cadáveres se hundirían y se quedarían en el fondo.
Le gustó matar a esos dos violadores.
Richard se había hecho adicto a matar gente. Después de haber cometido un asesinato se sentía relajado, íntegro y bien, en paz consigo mismo y con el mundo. Richard se parecía mucho a un drogadicto que necesita su dosis para aliviar las punzadas de la adicción. Para Richard Kuklinski, el asesinato pasó a ser como una inyección de heroína pura, el mejor colocón posible. Y el Departamento de Policía de Nueva York no sospechó nunca que un hombre enorme de origen polaco, procedente de Jersey City, fuera quien estaba matando a todos aquellos hombres que encontraban. No había testigos ni pistas; nadie sabía nada.
Ken Roe, capitán de detectives jubilado del Departamento de Policía de Nueva York, recordaba hace poco: «Por entonces no había registros centralizados de homicidios de toda la ciudad como los hay ahora. Cada comisaría tenía su fichero, pero nada más, y como casi todas esas muertes eran de vagabundos, de gente que en realidad no importaba a nadie, no había ningún incentivo para trabajar el caso como es debido. Verá, como mataba de muchas maneras diferentes, la Policía no creía que fuera todo obra de un solo tipo. En cierto sentido, en un sentido muy real, le estaban dando, sin saberlo, licencia para matar. Muy mal asunto».
El protector de Richard, Carmine Genovese, le encomendó otro trabajo especial. Un hombre de Chicago llamado Anthony de Peti debía a Carmine setenta mil dólares, no le pagaba según lo acordado, le venía con cuentos en vez de darle el dinero. Cuando Carmine le puso las cosas bien claritas, De Peti le prometió que le daría el dinero al cabo de dos días, «el miércoles».
– De acuerdo, enviaré a Richie para que vaya a recogerlo -le dijo Carmine; y llamó a Kuklinski.
– Vete a Chicago. Un tipo se va a reunir contigo en la sala de espera de la terminal de Pan Am, te va a dar el dinero que debe, setenta de los grandes, te vuelves directamente con el dinero, ¿vale?
– Vale.
Ten cuidado; es resbaladizo como una puta anguila mojada -le dijo Carmine.
A Richard le gustó ir al aeropuerto de Newark y tomar un vuelo a Chicago. Le hacía sentirse como un hombre de negocios de éxito. En aquella época, Richard lucía bigote de Fu Manchú y largas patillas que le terminaban en punta a la altura de la mandíbula. Ya era de por sí un hombre severo e imponente, y resultaba todavía más temible e intranquilizador con aquel bigote curvo y las largas patillas como dagas. Ya empezaba a perder el pelo, y la calvicie incipiente le recalcaba la frente, alta y ancha, y los planos severos de sus pómulos eslavos. Naturalmente, llevaba encima un cuchillo, además de una de sus queridas pistolas derringer. En aquellos tiempos uno podía tomar un avión sin problemas llevando armas encima.
Richard llegó al aeropuerto O'Haré de Chicago, inmenso y con mucho tráfico, fue directamente a la sala de espera, se sentó y esperó a que De Peti se diera a conocer, sin esperar ningún derramamiento de sangre. Pensaba que se trataba de una simple recogida. Desde su asiento miraba de un lado a otro, preguntándose dónde diablos se habría metido De Peti, sintiéndose un poco molesto ya. Por fin, se levantó y se paseó por toda la sala de espera, asegurándose de que lo veían bien todos los hombres presentes. Con su metro noventa y seis y sus ciento quince kilos de peso era difícil pasarlo por alto. Nada. Nadie daba señales de reconocerlo. Se disponía a llamar a Carmine cuando un hombre que había estado sentado todo el rato a menos de tres metros de él se levantó y dijo:
– ¿Rich?
– Sí.
– Soy Anthony De Peti.
– ¿Por qué coño no me dijo nada cuando me vio aquí sentado?
– Quería cerciorarme de que venía solo -dijo De Peti. A Richard no le gustó está respuesta. Despertó sus sospechas inmediatamente. Miró a De Peti con ojos torvos.
– ¿Tiene el dinero? -le preguntó.
– Sí; aquí mismo -dijo De Peti. Richard le sacaba la cabeza en altura, aunque De Peti también era ancho de hombros, con cara larga estrecha y aguileña y dientes salientes. De la estrecha nariz le asomaban pelos como las antenas de un insecto. Entregó a Richard un maletín negro.
– Pero no está todo -dijo.
– ¿Cuánto hay? -preguntó Richard.
– Treinta y cinco, la mitad.
– Esto no le va a gustar.
– Tendré el resto dentro de un día o dos.
– Escucha, amiguito, ahora estoy aquí yo y se suponía que debías tenerlo todo aquí, ahora. Tengo que volverme a Jersey en avión dentro de poco. Esto no le va a gustar.
– Le juro que lo tendré todo dentro de un día o dos.
– Sí, bueno; tengo que llamarlo. Vamos -dijo Richard, y condujo a De Peti a una fila de cabinas de teléfonos. Richard se puso al habla con Genovese.
– ¿Lo has encontrado? -le preguntó este.
– Sí; está aquí conmigo, pero no lo tiene todo.
– Qué hijo de puta, ¿cuánto tiene?
– La mitad… treinta y cinco, dice. Dice que tendrá el resto de aquí a un día o dos. ¿Qué quieres que haga.
– ¡Que se ponga!
Richard pasó el teléfono a De Peti. Este, sonriente, explicó que tendría el dinero pronto, «de aquí a un día, como mucho, lo juro», proclamó, procurando que Richard viera su cara sonriente, como dando a entender que todo estaba en orden, que no había ningún problema; que Carmine era amigo suyo, qué diablos. Devolvió el teléfono a Richard mientras en un altavoz próximo sonaba el anuncio de un vuelo.
– Sí -dijo Richard, al que no le gustaba De Peti. Richard tenía el don especial de conocer a la gente, como si fuera una especie de animal de la selva, y aquel tipo no le gustaba, no se fiaba de él.
– Rich, no te apartes de él, no lo pierdas de vista. Dice que hay gente que le debe dinero, que tendrá el dinero sin falta muy pronto.
– Está bien. ¿Qué quieres que haga con lo que me ha dado?
– ¡No lo sueltes! No lo pierdas de vista, ¿entendido?
– Sí -dijo Richard, y colgó.
– ¿Lo ves? Ya te lo había dicho -dijo De Peti-. Todo está arreglado.
– Estará arreglado cuando me des el resto del dinero -dijo Richard.
Dejaron el aeropuerto, y De Peti llevó a Richard de bar en bar, buscando a diversas personas, pero al parecer no encontraba a nadie. Al cabo de diez horas de aquello, de recorrer bares, Richard ya pensaba que aquel tipo intentaba darle esquinazo, ganar un tiempo al que no tenía derecho. Acabaron en un local abarrotado del South Side que se llamaba Say Hi Inn. La clientela era ruda. Pidieron unas copas. De Peti quiso llamar por teléfono; Richard lo vigilaba con ojos de águila, y vio que hablaba con un tipo grande y corpulento que tenía la cara tan picada de viruelas que parecía de gravilla. Richard vio con claridad en los ojos del grandullón algo que no le gustaba. Empuñaba en la mano derecha, dentro del bolsillo, su pistola derringer cromada, de cachas blancas, del calibre 38. La pistola iba cargada con dos proyectiles de los llamados dumdum que se expanden al contacto, produciendo heridas terribles. De Peti volvió a la barra, tomó un trago de su copa.
– Vendrá enseguida -dijo a Richard.
– ¿El tipo que tiene el dinero? -preguntó Richard.
– Sí; garantizado.
Pero al poco rato Cara de Gravilla se dirigió a la barra. Dio a propósito a Richard un empujón con el hombro, y este comprendió instintivamente que pretendía enzarzarlo en una pelea a puñetazos para que De Peti pudiera darle esquinazo. Richard se volvió hacia él despacio.
– ¿Aprecias tus cojones? -le preguntó.
– ¿Qué? ¿Qué coño…? -dijo el tipo.
– Si quieres conservar los huevos, lárgate de aquí echando leches -dijo Richard, enseñándole la pequeña y maligna derringer que le apuntaba directamente a la ingle-. O los mando a la mierda ahora mismo.
Cara de Gravilla se volvió y se marchó. Richard se dirigió a De Peti:
– ¿Así que te gustan los jueguecitos?
– Nada de jueguecitos… ¿de qué me hablas?
– Si empiezo yo con mis jueguecitos, te vas a hacer mucho daño. Estoy perdiendo la paciencia. ¿Me tomas por tonto? -le preguntó Richard.
– Va a venir con la pasta -dijo De Peti.
Pero no apareció nadie. El bar iba a cerrar. Por fin, De Peti dijo que debían tomar una habitación en un hotel cercano, que tendría el dinero sin falta «mañana por la mañana».
1 Dum-dum: proyectiles de plomo sin revestimiento. Su nombre procede del de un depósito de municiones británico en la India, en el siglo XIX. Las pistolas llamadas derringer, de solo uno o dos disparos, son armas de muy pequeño tamaño pero de calibre grande, y solo son efectivas a distancias muy cortas. Su inventor se llamaba Deringer (sic). (N. delT.)
– ¿Mañana por la mañana?
– Lo juro.
Richard llamó a disgusto a Genovese, y este le dijo que podía esperar. Tomaron una habitación en un hotel cercano. Richard se lavó y, cansado, se echó en una de las dos camas, y De Peti hizo otro tanto. Pero Richard desconfiaba, y no se durmió con facilidad. No sabía cuánto tiempo llevaba acostado, pero en su estado de duermevela notó un movimiento próximo. Abrió los ojos. Cuando se le acostumbraron a la oscuridad, atisbo apenas a De Peti, que se movía sigilosamente por la habitación, hacia él, le pasaba por delante y llegaba a la ventana. De Peti abrió la ventana y empezó a salir por ella, deslizándose como una serpiente, con intención de llegar a la escalera de incendios. Con dos movimientos rápidos, Richard se levantó, lo sujetó y lo volvió a meter en la habitación, donde le dio de puñetazos. Su rapidez de movimientos era impresionante para lo grande que era, y a muchos los pillaba desprevenidos. Richard encendió la luz.
– Baboso, hijo de perra, me has estado tomando el pelo todo el rato -le dijo, dándole una patada tan fuerte que lo hizo deslizarse por el suelo. Se moría de ganas de matarlo, de pegarle un tiro en la cabeza, de tirarlo por la ventana; pero sabía que no podía permitirse ese lujo. Aquel tipo debía mucho dinero a Carmine, y Richard no podía matarlo así sin más. En lugar de ello, llamó por teléfono a Carmine, en Hoboken.
– El puto gilipollas ha intentado escaparse -le dijo-. Lo he atrapado cuando salía por la escalera de incendios.
– ¡Hijo de puta! ¡Que se ponga!
De Peti, sangrando por la boca, dijo a Carmine que solo había querido tomar un poco el aire, no escaparse… desde luego que no había intentado huir.
– Lo juro, lo juro por mi madre -exclamó, llevándose dramáticamente las manos al corazón para dar más efecto.
– ¿Dónde está el dinero? -le preguntó Carmine.
– ¡Mañana, mañana, lo juro! -suplicó De Peti.
Richard volvió a tomar el teléfono.
– Dale hasta mañana -le dijo Carmine-. Si no suelta el dinero, lo tiras por una ventana que no tenga una puta escalera de incendios, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -dijo Richard-. Será un placer.
Al día siguiente se repitió la misma historia de recorrer diversos bares y salones en busca de las personas que tenían el dinero. Richard pensaba que era como si De Peti quisiera jugar a trile con él. De Peti lúe a llamar por teléfono otra vez. Cerca del teléfono había una puerta, y Richard advirtió que De Peti la miraba. Colgó, volvió, dijo que tenían que ir a una pizzería. Pasaron allí esperando una hora, y después fueron a otros dos bares.
Richard estaba harto de los cuentos de De Peti.
– Vendrá, vendrá -repetía este; pero no aparecía nadie.
Richard, hastiado, volvió a llevar a De Peti al hotel y, sin decirle una palabra más, lo sacó por la ventana. De Peti, suplicante, le dijo entonces que le daría «todo el dinero», que lo tenía en un local suyo en el South Side.
– ¡Si me estás mintiendo, te mato allí mismo! -le prometió Richard.
– ¡No miento! ¡No miento! -insistía él, mientras los coches, los camiones y los autobuses circulaban por la ancha avenida, diez pisos más abajo.
Richard volvió a meterlo.
– Vamos.
Era una especie de bar con espectáculo erótico. Chicas semidesnudas que habían conocido tiempos mejores bailaban sacudiendo las tetas y moviendo los grandes culos, iluminadas por luces rojas fosforescentes. De Peti llevó directamente a Richard a un despacho, al fondo, abrió una caja fuerte que estaba oculta en una pared de un armario empotrado, sacó un fajo de billetes y le dio los treinta y cinco mil dólares.
– Dios, si tenías el dinero desde el principio, ¿por qué no me lo diste sin más? -le preguntó Richard, ya verdaderamente molesto, llenándose de ira.
– Porque no quería pagar -reconoció De Peti tímidamente.
Richard, al oír esto, empezó a verlo todo rojo. Ya tenía las pelotas retorcidas, como dice él, y aquello fue la gota que colmó el vaso.
– No me digas -dijo con una leve sonrisa, emitiendo aquel suave chasquido suyo por un lado de la boca.
– Voy llamar a una de las chicas para que te arregle los bajos -le ofreció De Peti.
– No, no hace falta -dijo Richard.
Después de contar el dinero, Richard apoyó bruscamente y con fuerza la pequeña derringer del 38 en el pecho de De Peti y apretó el gatillo. Pum. La detonación del arma quedó ahogada por el pecho de De Peti y por el ruido de la música del club.
De Peti, con un orificio terrible en el pecho, cayó al suelo de golpe, y al poco tiempo estaba muerto como una piedra.
Richard salió tranquilamente del club, paró un taxi a una manzana de allí, fue al aeropuerto y tomó un vuelo de vuelta a Newark. En cuanto aterrizó, fue a ver a Carmine Genovese.
– Y ¿qué ha pasado? -le preguntó Carmine en cuanto le abrió la puerta.
– Tengo que contarte dos cosas.
– ¿Qué cosas?
– En primer lugar, tengo el dinero. Todo. En segundo lugar, lo he matado. No había hecho más que tomarme el pelo -dijo Richard, sin saber si Carmine se iba a enfadar. Al fin y al cabo, había matado a un cliente suyo después de que este le pagara todo lo que le debía.
– Bien, bravo -dijo Carmine-. No podemos consentir que estos putos gilipollas nos tomen por tontos. Si corre la voz por la calle, adiós negocio. Has hecho lo que debías -añadió, dando unas palmaditas en la espalda enorme de Richard-. Eres un buen tipo, Richie. Mamma mia, ojalá fueras italiano. Te apadrinaría al momento, joder, al momento, joder -dijo, y pagó bien a Richard.
Carmine, que era un hombre muy rico, tendía a ser avaro y codicioso, como la mayoría de los mafiosos. Eran hombres que nunca tenían bastante.
Richard, satisfecho, se marchó al poco rato.
En Chicago una de las bailarinas de De Peti descubrió su cadáver. Llamaron a la Policía. Interrogaron a todos los presentes en el club, consiguieron una descripción imprecisa de un hombre grande al que habían visto salir del despacho.
Otro homicidio sin resolver.
SE llamaba Jim O'Brian. Era un irlandés grande, corpulento, de cara roja; había sido capitán de Policía y procedía de Hoboken. Era más corrupto que un cadáver; trabajaba en relación estrecha con la familia De Cavalcante del crimen organizado. Hacía cualquier cosa por ganarse un dólar: traficar con mujeres, con drogas, vender artículos robados. Como casi todo el mundo de los círculos delictivos de Nueva Jersey, había oído hablar de Richard Kuklinski, sabía lo fiable que era, que era el mejor cobrador de Jersey; sabía lo despiadado que podía ser cuando el trabajo exigía recurrir a la violencia. O'Brian abordó a Richard en un bar de Hoboken y le preguntó si estaría dispuesto a recogerle un maletín en Los Ángeles.
– ¿Te interesa? -le preguntó O'Brian.
– Claro, si la paga lo merece -dijo Richard. En general no le gustaban los polis, corruptos o por corromper. Tenía la impresión de que no se podía fiar uno de ellos, de que eran unos matones provistos de insignias y de pistolas; pero sabía que O'Brian trabajaba con la misma familia con la que trataba él.
– Solo te llevará un día, y te pagaré cinco de los grandes y todos los gastos.
– Claro; lo haré -dijo Richard; y a la mañana siguiente estaba en un asiento de primera clase de un vuelo de American Airlines a I os Angeles. A Richard le gustaba mucho viajar en primera clase. Eso le hacía sentirse una persona de éxito, que había subido mucho en el mundo.
Conlempló, divertido, a los demás viajeros que iban en el departamento. Sabía que todos eran gente honrada; se figuraba como se sorprenderían de enterarse a qué se dedicaba él en realidad; de que solía matar a gente y le gustaba hacerlo. Las azafatas sonrientes le sirvieron un buen almuerzo y unas copas, y no tardó en quedarse dormido.
Richard tomó un taxi que lo llevó directamente del aeropuerto de Los Angeles a un hotel de lujo en el célebre Sunset Boulevard. Se registró con nombre falso, subió a su habitación y, cuando estaba admirando la gran vista de Los Angeles que se dominaba desde la ventana, llamaron suavemente a la puerta. Abrió. Eran dos hombres, de lo más poco de fiar por su aspecto que había visto en su vida; uno parecía una rata, el otro una comadreja.
– ¿Eres Rich? -le preguntó Cara de Rata.
– Soy yo. Pasen.
Entraron a la habitación. Cara de Comadreja llevaba una maleta.
– ¿Eso es para mí? -preguntó Richard, con bastante amabilidad, aunque sin fiarse para nada de ninguno de los dos.
– Sí, es para ti -dijo Cara de Comadreja-. ¿Tienes algún documento de identificación?
– ¿Y tú? ¿Tienes algún documento de identificación? -repuso Richard.
– No.
– Entonces, ¿por qué he de tenerlo yo? -preguntó Richard.
Se quedaron mirándose mutuamente. Transcurrieron unos momentos incómodos. Richard metió la mano en la chaqueta y sacó una pistola de cañón corto.
– Este es mi documento de identificación -dijo-. Se llama 357. Y en este bolsillo tengo otro documento de identificación. Se llama 38 -añadió, enseñándoles las dos pistolas con toda seriedad, mirándolos fijamente.
– Vale -dijo Cara de Rata; tomó la maleta negra de manos de Cara de Comadreja y se la entregó a Richard, y los dos se marcharon enseguida. Richard se alegró de perderlos de vista, y ni siquiera intentó ver lo que había en la maleta. No era asunto suyo. Su trabajo consistía en llevárselo a O'Brian, en Hoboken, sin problemas. Comió bien en el restaurante del hotel, le pareció ver a John Wayne acompañado de unas mujeres hermosas que llevaban vestidos muy cortos, y no tardó en volverse al aeropuerto de Los Angeles.
En aquellos tiempos no se controlaba el acceso de drogas ni de armas a los aviones, y Richard pudo embarcar sin que nadie le dijera nada ni le hiciera ninguna pregunta. Llegó a Hoboken sin ningún incidente, entregó la maleta, le pagaron y, por lo que a Richard respectaba, el trato quedó cerrado.
Pero algunas semanas más tarde se enteró de que en aquella maleta había un kilo de heroína. Se puso furioso. Si lo hubieran detenido con la maleta, habría ido a parar a la cárcel, por mucho tiempo, sin duda. Se guardó su ira, pero cuando llegó el momento adecuado se desquitó de O'Brian: lo mató de un tiro en la cabeza y se libró del cadáver en South Jersey, no lejos del lugar donde había enterrado el del vendedor de coches cuya cabeza había llevado a Genovese; y nadie tuvo la menor idea de que O'Brian había acabado mal por haber manipulado a Richard Kuklinski, por haber puesto a este en peligro sin haber tenido la cortesía de decírselo siquiera. Naturalmente, Richard no dijo una palabra de lo que había hecho… ni siquiera a su protector y tutor, Carmine Genovese. Según lo veía Richard, un poli corrupto se había llevado su merecido, y él se alegraba de haberse encargado de ello.
A Richard le encargaron por entonces un trabajo poco corriente. Un jefe mafioso llamado Arthur De Gillio tenía que desaparecer. Estaba robando a su jefe, al jefe de la familia, y se emitió una condena de muerte. Carmine eligió a Richard para que hiciera el trabajo, lo hizo venir a su casa, lo invitó a sentarse con solemnidad y le dijo:
– Este va a ser el encargo más importante que te he dado en mi vida. Este tipo es un jefe. Tiene que morir. Te vas a encargar tú del trabajo. Este trabajo tiene un requisito especial. Debes quitarle las tapetas de crédito, me entiendes, y cuando lo hayas matado, le metes las tarjetas de crédito por el culo.
– Estás de broma -dijo Richard.
– No. Tiene que hacerse así. Así lo quiere el patrón. Y antes de matarlo, haz que sufra y que se entere de por qué muere y de lo que vas a hacerle -dijo Carmine, con la cara de albóndiga muy seria.
– Estás de broma -repitió Richard.
– ¿Tengo cara de estar de broma?
– No.
– ¿Y bien?
– Vale, sin problemas -dijo Richard, pensando que esos italianos estaban todos locos, llenos de reglas y reglamentos extraños; pero no era tarea suya poner en tela de juicio las costumbres de la Mafia; su tarea era llevar a cabo las órdenes, y se acabó.
– Será complicado… y peligroso. Siempre está rodeado de guardaespaldas -dijo Genovese, y dio a Richard la dirección de la casa de la víctima y de su oficina-. Si lo haces bien, ganarás muchos puntos, ¿entendido?
– Entendido.
– No te precipites. Hazlo bien. Tómate el tiempo necesario. Asegúrate de que no te reconoce nadie. Si te reconocieran, lo relacionarían conmigo, ¿entiendes?
– Entiendo.
– Cárgate a cualquiera que se te ponga por delante… sea quien sea.
– Vale -dijo Richard; y se marchó poco después.
Sabía que aquel era un encargo muy importante, y se sentía muy honrado por haberlo recibido: iba subiendo en la vida. Aquello lo llevaría hasta la primera fila. Era como un actor al que hubieran ofrecido el papel de su vida, un papel que lo convertiría sin duda en estrella, en luminaria dentro de la galaxia del crimen organizado.
Richard pasó diez días planificando meticulosamente este asesinato. Tal como había dicho Carmine, De Gillio siempre estaba rodeado de guardaespaldas, pero tenía una novia en un barrio residencial de Nutley y, cuando iba allí, cada pocos días, solo lo acompañaba un chófer-ordenanza, un chico delgaducho que era sobrino suyo. La novia vivía en un edificio amarillo de dos pisos, tranquilo y apartado, con un aparcamiento a la izquierda. El sobrino esperaba fuera, en un rincón discreto del aparcamiento, cerca de una valla de madera, mientras De Gillio, un hombre corpulento de grueso vientre y piernas cortas y arqueadas, entraba, hacía con su novia lo que tenía que hacer y volvía a salir. No tardaba más de una hora en salir: un polvete rápido a la hora de la siesta. El día que Richard pensaba actuar siguió a De Gillio hasta el apartamento de Nutley. De Gillio se bajó del coche y subió al apartamento con su andar contoneante. Richard esperó un cuarto de hora, se acercó al sobrino y, sin mediar palabra, le pegó un tiro en la sien con una pistola del 22 que llevaba acoplado un silenciador. La bala de pequeño calibre hizo papilla al instante el cerebro del chófer, que murió sin haberse enterado siquiera de que le habían pegado un tiro.
Despacio, tranquilamente, Richard se volvió a su coche, se subió, lo dejó cerca del de De Gillio, abrió el maletero y se puso a cambiar una rueda, con movimientos lentos, sin prisas, sin llamar la atención. Era un tipo cualquiera con un pinchazo, en un aparcamiento casi vacío. De Gillio salió de la casa casi con la puntualidad de un reloj suizo, contoneándose como un simio, sin prestar atención especial al tipo del pinchazo. Pero cuando llegó a su coche hizo una mueca de ira, creyendo que su sobrino se había quedado dormido. Richard empezó a andar entonces hacia De Gillio, sacando a la vez la pistola del 22 con el silenciador, un arma de ejecutor que hizo que De Gillio se detuviera al momento.
– ¡¿Es que me estás tomando el pelo, joder?! -exclamó De Gillio-. ¿Es que no sabes quién coño soy yo?
– Sí, sé quién eres. Eres un tipo que se va a venir conmigo -dijo Richard, mientras presionaba discretamente, aunque con firmeza, con la pistola del 22 en el vientre de De Gillio, lo asía del brazo y lo conducía hacia su coche-. Una persona quiere hablar contigo -le dijo.
– ¿Ah, sí? ¿Quién?
– Un amigo.
– Un amigo… ¡estáis muertos, joder! ¡Tu amigo y tú estáis muertos!
La respuesta de Richard fue apretar con fuerza el 22 contra el pecho de De Gillio. Levantó el percutor. De Gillio palideció. Richard lo llevo hasta detrás de su coche. El maletero ya estaba abierto. Antes de que De Gillio quisiera darse cuenta, Richard lo metió en el maletero de un empujón. Allí, De Gillio intentó resistirse. Richard le dio un golpe en la cabeza con su rompecabezas y lo dejó sin sentido. Le esposó las manos a la espalda, lo amordazó con cinta adhesiva, cerró el maletero y se dirigió a una zona desierta de Jersey City, junto a la orilla.
Una vez allí, Richard se bajó tranquilamente del coche, sacó a De Gillio del maletero y lo tendió en el suelo. Extrajo del maletero un bate de béisbol y, sin más preámbulo, empezó a golpear a De Gil Lio en las piernas, rompiéndole huesos a cada golpe, diciéndole:
– Esto te pasa por haber robado a tu jefe. Esto te pasa por ser un puto cerdo avaricioso -y seguía golpeando a De Gillio con fuerza terrible, en los brazos, en los codos, en los hombros, en las clavículas. Después, Richard se puso a trabajarle el pecho y le rompió todas las costillas.
Acto seguido, Richard se puso un par de guantes de goma azules, quitó a De Gillio su cartera, se guardó el dinero que llevaba, sacó las taijetas de crédito, le dijo:
– Me han encargado que te meta estas por el culo. ¿Te lo crees? Yo mismo no me lo creo todavía. Los jodidos italianos estáis locos.
A De Gillio se le salían los ojos de las órbitas de miedo y de dolor; intentó suplicar a Richard, ofrecerle dinero, todo el dinero que tenía; pero la cinta adhesiva aguantaba. Richard hizo oídos sordos a sus súplicas ahogadas.
– Despídete del mundo -dijo Richard, y golpeó a De Gillio en plena cabeza, aplastándole el cráneo, destrozándole el cerebro… matándolo.
Le bajó violentamente los pantalones y los calzoncillos, y le metió las tarjetas de crédito por el trasero. Envolvió a De Gillio en una lona de plástico, se lo llevó a Bayonne y lo dejó en un solar junto al agua, donde lo pudiera ver todo el mundo.
Cuando hubo terminado, Richard fue a ver a Carmine y le contó con detalle todo lo que había hecho.
– ¡Eres un buen hombre, el mejor! -exclamó Genovese, dando palmaditas efusivas a Richard, y le pagó con generosidad el trabajo bien hecho. Cuando encontraron a De Gillio, se llamó a la Policía, pero no había testigos ni pistas que apuntaran a Richard. Otro ajuste de cuentas entre mafiosos; nada nuevo en Jersey City, Hoboken o Bayonne.
La reputación de Richard como asesino eficaz y de sangre fría se extendió. Empezó a aceptar encargos de hombres de diversas familias de la Mafia, no solo de las familias Ponti y De Cavalcante de Nueva Jersey, sino también de las familias de Nueva York. Como no era «hombre hecho», podía trabajar sin problemas en calidad de giovane d'honore, contratista independiente. Planificaba con cuidado cada golpe y se ceñía escrupulosamente a las instrucciones.
Si querían que torturara a un tipo, yo lo hacía, explicó recientemente. Si querían que la víctima desapareciera, lo hacía. Llegué a disfrutar de verdad con la planificación y con la caza. Era algo así como… una ciencia.
Con todo, Richard perdía en el juego casi todo el dinero que ganaba. Se encontraba con los bolsillos llenos de billetes de cien dólares; se metía en unas cuantas partidas de cartas en las que se jugaba fuerte, y lo perdía todo. Fácil de ganar, fácil de gastar. Esta era su actitud. Una vez, en una partida de cartas en Hoboken, no solo perdió todo el dinero que llevaba sino que perdió también su coche y tuvo que volverse a su casa en autobús.
Linda dio a luz un segundo hijo varón al que llamaron David. Richard trataba a sus hijos con una indiferencia absoluta. Los veía como si fueran hijos de otro. La relación con Linda se había vuelto cada vez más tirante, y ya ni siquiera mantenían relaciones íntimas. Richard le daba algo de dinero de vez en cuando, pero nada más.
Sin embargo, mantenía una actitud extremadamente protectora hacia Linda y los chicos. Los consideraba como bienes de su propiedad, sobre todo a ella, y se enfurecía si alguien abusaba de Linda o de sus hijos o se aprovechaba de ellos.
En los bloques de apartamentos modestos donde vivían Linda y los chicos había un administrador que trataba a Linda con lisonjas y le hacía proposiciones cada vez más atrevidas. Ella no le hacía caso. Al cabo de cierto tiempo se volvió insultante, descarado, grosero. Linda quería decírselo a Richard, pero no quería problemas. Sabía que Richard tenía un mal genio explosivo y que saltaba a la mínima, que podía ser violentísimo, que tenía armas de fuego, cuchillos y armas terribles de todas clases, por lo que no le dijo nada del administrador insultante.
Pero un día el administrador dio unas bofetadas a los dos hijos de Linda, diciendo que hacían demasiado ruido. Aquello fue demasiado para Linda, que llamó a Richard a un bar que solía frecuentar, La Última Ronda, en una localidad próxima de Hoboken. Cuando Richard se enteró de que el administrador había abofeteado a sus hijos, colgó el teléfono con violencia, saltó a su coche y se dirigió a la casa a toda velocidad. Sus hijos le confirmaron que el administrador les había pegado por jugar en el pasillo. Richard salió a buscarlo, lleno de ideas violentas, con intención de matarlo y de tirar su cadáver donde nadie lo encontrara. Esto, deshacerse de los cadáveres, sería una de las especialidades más notables de Richard.
No tardó en enterarse de que el administrador estaba en un bar de enfrente donde también iba a veces Richard. Eran casi las cuatro y media de la tarde, y el bar estaba abarrotado de hombres que se tomaban una copa a la salida del trabajo antes de volver a casa con sus familias o a la soledad de sus apartamentos vacíos. Richard torció los labios hacia la izquierda y profirió ese suave chasquido suyo entre los dientes apretados. Abrió la puerta y entró. Lo recibió el olor del güisqui, del tabaco y de los trabajadores que bebían licores. Localizó al administrador, que estaba de pie ante la barra. Era un hombre grande y pendenciero, un matón, el tipo de hombre que más odiaba Richard.
Richard se acercó a él caminando con calma.
– ¿Con qué derecho ha pegado a mis hijos?
– No querían callarse… -dijo el administrador; pero antes de que hubiera tenido tiempo de terminar de hablar, Richard le golpeó con tal fuerza que pareció como si atravesara la sala volando, como en los dibujos animados. Richard lo siguió y le siguió pegando hasta dejarlo hecho un amasijo sanguinolento. Sabía que el barman era un policía pluriempleado, pero no le importaba. Cuando Richard se dirigía a la puerta, el barman le enseñó la placa y le pidió la documentación. La respuesta de Richard fue un gancho de derecha salvaje que lo dejó sin sentido. Richard habría matado al administrador allí mismo sin dudarlo si no hubiera habido tantos testigos.
No tardaron en aparecer unos detectives con cara de enfado, buscando a Richard por haber pegado al barman-poli. Richard fue a hablar con Carmine Genovese y le contó lo sucedido. Genovese se puso en contacto con algunos amigos suyos del Departamento de Policía, y Richard tuvo que pagar tres mil dólares para que se echara tierra al asunto. El administrador pasó tres semanas en el hospital; tenía roto un pómulo y la mandíbula. Cuando le dieron de alta, dejó el empleo y se largó de Jersey City con viento fresco. Hizo bien. Richard tenía pensado matarlo.
Algunos meses más tarde, Richard salía del bar La Última Ronda y su hermano Joe le llamó desde la acera de enfrente.
Joe, como Richard, medía ya casi un metro noventa y cinco y era rubio y apuesto.
– ¡Eh, Rich!
– ¿Cómo te va, Joe?
– Tirando, como siempre.
– ¿Qué hay?
– Rich… tengo… tengo que contarte una cosa.
– ¿De mamá?
– No… de Linda.
– ¿De Linda? ¿Qué pasa?
Joe miró fijamente a su hermano. Como todo el mundo en Jersey, sabía que Richard iba siempre armado, que era siempre peligroso.
– No sé cómo decírtelo… -empezó a decir Joe.
– ¿Decirme qué?
– Richard… he visto a Linda y a Sammy James meterse en una habitación en el Hotel Hudson.
– ¿Qué? -exclamó Richard alzando la voz, con el rostro de color rojo vivo.
– No te vayas a enfadar conmigo, Rich… pensé que debías enterarte, nada más.
– ¿Sabes en qué habitación?
– Sí; en la número 16, en la planta baja, junto a la máquina de coca-cola.
– Gracias, Joe -dijo Richard; y saltó a su coche y se dirigió al Hotel Hudson a toda velocidad.
Es cierto que Richard y Linda estaban prácticamente separados por entonces, pero Richard seguía considerándola su mujer, de su propiedad. Dejó el coche en el aparcamiento del hotel, que estaba en una zona discreta, cerca del río. Era un hotel donde se iba sobre todo a tener citas amorosas. Richard conocía a Sammy James. Habían jugado al billar formando pareja. Richard llegó hecho una furia a la habitación 16 y abrió la puerta de una patada de su enorme pie derecho.
Estaban los dos en la cama desnudos; de hecho, en ese momento estaban haciendo el amor. A Linda casi le saltaron los ojos de las órbitas con el susto. Richard asió a James, un tipo alto y musculoso de pelo negro ensortijado, y le dio de puñetazos. Linda contemplaba la escena, aterrada.
– ¡Desgraciado, traidor! -dijo Richard a James-. Te voy a romper todos los huesos del cuerpo menos uno: y si te vuelves a acercar a ella, te buscaré y te romperé el que falta.
Y Richard se puso a romper a golpes metódicamente casi todos los huesos del cuerpo de James, salvo el fémur de su pierna izquierda, subiendo repetidamente a la cama, saltándole encima, dándole patadas, pisotones, puñetazos.
Cuando hubo terminado con James, Richard dirigió su ira contra Linda. Sacó un cuchillo.
– Si no fueras la madre de mis hijos, te mataría -dijo-. Pero me limitaré a darte una lección que no olvidarás nunca.
Le asió el pecho izquierdo. Ella intentó resistirse. La dejó inconsciente de una bofetada, volvió a asirle el pecho izquierdo y le arrancó el pezón con el cuchillo. Hizo después lo mismo con el otro pecho y salió de la habitación como un huracán, dejándola así.
A partir de aquel día, Richard tuvo poco trato con Linda. Veía a sus hijos de vez en cuando; nada más. James se marchó de la ciudad y no volvió nunca a Jersey City.
Philip Marable era capitán en la familia Genovese del crimen organizado. Tenía un restaurante italiano popular en Hoboken y vivía en Bloomfield, allí cerca. El restaurante se llamaba Bella Luna. Servían buena comida del sur de Italia a precios razonables. En las mesas había manteles de hule amarillos y velas en botellas vacías de vino cubiertas de goterones de cera de varios colores.
Marable era un hombre que sabía vestir, siempre iba muy bien peinado, con pelo negro y espeso y ojos oscuros y amenazadores… todo un dandi. Hizo llamar a Richard y lo citó en el restaurante. Lo recibió calurosamente, lo invitó a sentarse, se empeñó en invitarlo a una buena comida. Richard se preguntaba qué querría de él. Cuando hubieron comido y se hubieron tomado un café exprés con anís, Marable dijo:
– Conoces a George West, ¿verdad?
– Claro -dijo Richard.
– Ese tipo nos está dando problemas. Ha estado atracando a mis corredores [los encargados de recoger las apuestas de la lotería clandestina], y quiero que desaparezca de la circulación -le explicó Marable.
– Se puede arreglar -dijo Richard.
– Asegúrate de que queda bien claro, ¿me entiendes?, que no se pueden consentir esas porquerías, ¿de acuerdo?
– Entendido -dijo Richard, satisfecho, viendo que se le abrían nuevos horizontes profesionales.
Dicho esto, Marable hizo deslizarse sobre la mesa un sobre blanco, con gran habilidad, como si fuera un truco que tuviera practicado. El sobre estaba lleno de dinero. Richard se lo guardó. La cena había terminado. Richard sabía que aquel encargo por parte de Marable era una gran oportunidad, y se puso a buscarlo inmediatamente. Buscó a West por todas partes, pero no lo encontraba. Vigiló su casa, los bares que frecuentaba, pero sin dar con él. Pero Richard estaba empeñado en cumplir el contrato pronto y bien, y siguió buscando a West como un tiburón que sigue el rastro de la sangre. Llevaba bajo el asiento delantero de su coche un rifle Magnum recortado del 22 con silenciador y cargador de treinta disparos. Era un arma pequeña y temible, una herramienta de asesino a sueldo, fácil de llevar, fácil de ocultar. Richard tenía una fuente cómoda e inagotable de armas. Conocía a un tipo llamado Robert, al que llamaban La Motora porque las orejas le asomaban demasiado, que vendía todo tipo de armas desde el maletero de su coche, armas de fuego nuevas, todavía en sus cajas de origen. Richard no mataba nunca a dos personas con una misma arma. En cuanto utilizaba una para un asesinato, se libraba de ella. Esta costumbre le daría muy buen resultado en los años venideros, pues así la Policía no llegó a detectar nunca sus actividades. También solía matar a la gente a tiros con dos armas de distinto calibre, a propósito, para que pareciera que los asesinos eran dos. La Motora, el vendedor de armas de fuego, tenía un Lincoln Continental grande y viejo lleno de pistolas, revólveres, rifles y silenciadores. Era un tipo alto y delgado con gafas gruesas de color rosado. También era mecánico y fabricaba silenciadores para casi todas las armas de fuego que vendía. Cuando a Richard le hacía falta algo, le bastaba con llamar a La Motora, y este aparecía con su amplio Lincoln. Richard compró hasta granadas de mano a este vendedor. El rifle recortado del 22 que iba usar con George West se lo había comprado a La Motora.
Richard pasó nueve días sin encontrar a West por mucho que lo buscaba; pero sabía que West estaba en la ciudad porque la gente lo veía. Era a finales de abril de 1958 y llovía casi todos los días.
Una vez que Richard volvía en coche de un bar de Bayonne donde había cobrado un dinero de Carmine Genovese, pasó por delante de una casa de comidas de estilo antiguo, de las de color plateado y distribuídas como un vagón de ferrocarril, y allí estaba bien visible George West, comiéndose un emparedado. Richard, sin creer en su buena suerte, se quedó mirando a West con tal intensidad que estuvo a punto de chocar con el coche que tenía delante. Volvió atrás y entró en un aparcamiento junto a la casa de comidas, localizó el coche de West y aparcó el suyo de manera que lo tuviera bien a tiro. A Richard le gustaba matar con lluvia. Había menos gente. Todo el mundo iba con prisas y no atendía más que a su camino.
West salió de la casa de comidas al poco rato y se dirigió a su coche mientras se limpiaba los dientes con un mondadientes. Richard lo puso tranquilamente en el punto de mira, apretó el gatillo del rifle semiautomático del 22 y disparó varios tiros a West en un par de segundos. Gracias al silenciador, el arma producía solo una leve detonación, como la de un petardo de los pequeños, según explicó Richard. Para asegurarse de que West había muerto, Richard se bajó tranquilamente del coche y se acercó a él. Nadie se fijó en Richard. A nadie le importaba. West seguía vivo. Le manaba la sangre de un orificio de bala que tenía en el cuello. Richard se cercioró de que no lo miraba nadie y metió dos balas de revólver en la cabeza de West, se volvió a su coche y regresó a Jersey City. Le habría gustado torturar un poco a West, era lo que le habían encargado, pero las circunstancias no habían permitido esos lujos. Había tardado nueve días en encontrar a West, y no había querido darle ocasión de escapar. Richard no contó a Marable el golpe ni cómo había sido; sabía que ya se enteraría él bien pronto; de hecho, estaba mal visto hablar de un asesinato después de que se encargara y se cumpüera.
A Marable le gustó el trabajo de Richard y le dio varios contratos más a lo largo del año siguiente. Uno fue el de un hombre que debía a Marable más de cincuenta mil dólares por deudas de juego pero se negaba a pagarle y se jactaba por toda Jersey, que no pensaba pagar, que no le daba miedo Marable: «¡Que lo jodan!». Richard pinchó un neumático del coche del tipo y, cuando estaba cambiando la rueda, se acercó sigilosamente y le dio en la cabeza con un desmontable de neumático en forma de L, con tal fuerza que le abrió el cráneo y el cerebro de la víctima se esparció sobre el coche y en los pantalones de Richard. Vaya lata.
Richard empezó a llevar siempre ropa de repuesto, pues había llegado a descubrir que asesinar a gente podía ser un asunto sucio. El encargo siguiente para Philip Marable fue el de un hombre que tenía un yate en Edgewater. Richard no sabía por qué tenía que morir aquel tipo; no le importaba; no era asunto suyo. Pero ya conocía a la víctima desde hacía años y no le caía nada bien, le parecía un fanfarrón bocazas. Richard fue a verlo a mediados de julio, una noche de calor húmedo. El barco estaba amarrado en un puerto deportivo tranquilo, y Richard aparcó en el aparcamiento de tierra del puerto y encontró el barco al final de un embarcadero. Era un barco de motor pequeño, azul y blanco, con camarote. Eran las once de la noche. Richard se pudo asomar por los ventanucos del barco y vio a la víctima, que estaba haciendo el amor con una joven que, según sabía Richard, no era su esposa. Podría haberlos sorprendido fácilmente, pero no quería hacer daño a la chica, de modo que se volvió a su coche y esperó a que la víctima terminara. Pasó tres horas esperando, pensando: Más te vale pasarlo bien, porque va a ser la última vez que toques carne.
A las dos de la madrugada, Richard empezaba a creer que la chica se quedaba a dormir allí, pero a las dos y media se bajó del barco, se subió a un monovolumen rojo y se marchó. Richard bajó inmediatamente de su coche y se dirigió al barco, llevando en el bolsillo una 38 con silenciador que había comprado a La Motora. En silencio, con movimientos felinos, tan mortal como una bocanada de gas cianhídrico, subió al barco, llegó a la cabina y entró, empuñando la pistola. Cuando la víctima lo vio, tan grande, tan malo y tan serio, se quedó tan aturdido que estuvo a punto de caerse.
– ¿Qué coño pasa? -preguntó.
– Te has ganado enemigos -le dijo Richard-. ¿Cómo lo quieres: rápido, o lento? -preguntó a su víctima, atormentándolo sutilmente.
– Por favor, hombre, tengo hijos, mujer…
– ¿Esa que se acaba de ir es tu mujer? -le preguntó Richard.
– No, es la querida. Por favor, Rich… tengo dinero, te lo daré todo, por favor, Richie, por favor… tú me conoces, yo…
– Amigo mío -le dijo Richard con calma-, cuando me ves a mí, se acabó. Soy la parca, amigo mío -añadió, con una sonrisa sardónica en la cara fría como la piedra.
– Por favor, no, por favor -suplicó la víctima, poniéndose de rodillas, retorciendo las manos como si rezara con fervor.
– Te voy a hacer un favor -dijo Richard.
– ¿Cuál?
– Te mataré deprisa.
Y, dicho esto, le pegó un tiro en la frente, por encima de la nariz. Un dedo de sangre brotó del agujero repentino. Richard esperó a que la sangre dejara de manar, a que el corazón se le detuviera. Entonces, arrastró a la víctima hasta la cubierta, procurando no pisar la sangre, y arrojó el cadáver al agua, maldiciéndolo en silencio. Después se volvió a su coche.
A lo lejos, en alta mar, se desencadenó una tormenta eléctrica, y Richard pasó un rato sentado en su coche, contemplando la loca danza de los relámpagos sobre un cielo negro de terciopelo, amenazador, mientras deseaba que los peces y los cangrejos se comieran a la víctima pedazo a pedazo.
Tuvo suerte de que no lo torturara… Supongo que… me pilló de buen humor.
Corría el año 1959. Richard tenía veinticuatro y había empezado a tener graves problemas con la bebida. Solía emborracharse, y entonces se volvía desagradable y pendenciero (igual que su padre) y se enzarzaba inevitablemente en peleas que terminaban en muchos casos en un asesinato improvisado.
Estaba en un bar llamado Pelican Lounge, en Union City, bebiendo submarinos (güisqui puro seguido de un vaso de cerveza). Riñó con otro hombre que estaba en la barra, y el tipo asestó un puñetazo a Richard. Pero antes de que este hubiera tenido tiempo de hacer nada, el barman, al que Richard conocía, le pidió que «siguieran fuera».
– Vamos -dijo Richard para animar al otro. Mientras salían, Richard tomó su cuchillo de caza, que llevaba en el bolsillo del abrigo, y cuando llegaron a la acera se volvió rápidamente y con un solo movimiento veloz, como el ataque de una serpiente de cascabel, clavó la hoja en la garganta del hombre, hacia arriba, llegándole inmediatamente hasta el cerebro.
El hombre cayó muerto.
Richard se marchó andando tranquilamente. Cuando llegó la Policía y se puso a hacer preguntas, nadie sabía nada.
Richard estaba en el bar Orchid, en Union City, bebido y algo alborotado. Un portero enorme, corpulento, lo obligó a marcharse, lo echó a la calle, cosa que Richard aceptó; pero, cuando salía, el portero le dio una fuerte patada en el trasero. Esto indignó a Richard.
Pero sabía que estaba demasiado borracho para defenderse como es debido, y juró que volvería. El portero le escupió: este fue su segundo error. A Richard no le gustaban los porteros de los locales. Le parecía que eran unos matones, y Richard despreciaba a los matones. De hecho, era un matador de matones.
Richard volvió a los dos días, sobrio, mortal, dispuesto a matar. Esperó en su coche a que cerrara el bar, a que saliera el portero. Cuando lo vio salir, Richard se bajó de su coche con un martillo en la mano. Siguió al portero, que se subió a su coche y encendió el motor. Richard se le acercó.
– Eh, grandullón, ¿te acuerdas de mí? -le preguntó.
– ¿Qué coño quieres? -gruñó el portero.
En un abrir y cerrar de ojos, Richard blandió el martillo y le golpeó en la sien con tal fuerza que el martillo se le hundió en el cráneo. Volvió a golpearle una y otra vez. Cuando hubo terminado, el portero estaba muerto, destrozado, irreconocible. Richard le escupió y se marchó.
Por mucho dinero que ganara Richard, solía estar arruinado, pues tenía el vicio del juego y perdía casi siempre. También tenía la costumbre de jugar cuando estaba bebido, lo que solo le servía para perder más y agravar sus problemas…
No estaba satisfecho de su vida, del rumbo que llevaba. En esencia, Richard había llegado a odiar el mundo y a casi todos sus habitantes. Veía el mundo como una selva maligna, hostil, poblada de criaturas peligrosas, de depredadores, lleno de iniquidades brutales. Pero sí se daba cuenta de que la bebida y el juego se estaban convirtiendo en un problema, aunque no sabía cómo dejarlos. En los círculos en los que se movía Richard, todo el mundo bebía y todo el mundo jugaba, todo el mundo se empujaba, todo el mundo mentía, engañaba y robaba. No se fiaba de nadie. Por menos de nada, mataba. Para él, la ecuación era sencilla: o matas o te matan. O comes o te comen.
Corrían rumores inquietantes acerca de Joseph, el hermano menor de Richard. Este oía decir que Joseph tomaba drogas, que Joseph era gay… y aquello lo inquietó. Richard consideraba que las drogas eran un billete de ida a ninguna parte, a una tumba temprana.
Richard oyó decir que Joseph frecuentaba un bar gay llamado Otra Manera, en Guttenberg, Nueva Jersey.
¿Cómo era posible?, se preguntaba. Había visto a Joseph con chicas en muchas ocasiones. La idea de que su hermano fuera gay, un marica, le resultaba perturbadora. No se lo creía, y lo quiso ver con sus propios ojos. Fue al bar en cuestión un viernes por la noche. El local estaba abarrotado de hombres y de chicos que se daban abiertamente muestras de afecto entre sí, y alh estaba Joseph, besando a un hombre vestido de mujer. Richard enrojeció al ver tal cosa.
Pidió una cerveza sin vaso, pues en aquel lugar ni siquiera quería beber de un vaso. En aquellos tiempos -contó Richard más tarde-, lo de ser, ya sabe, homosexual, se consideraba una mancha muy grave, y yo no estaba nada cómodo en aquel local en que los hombres se besaban y se daban la mano abiertamente. Es muy posible que fuera por culpa mía, pero no podía evitarlo; no conocía otra cosa. O sea, sé que en realidad la gente apenas puede elegir eso, su propia sexualidad; pero, aun así…
Cuando Richard levantó la vista, su hermano y el amigo de este habían desaparecido de pronto. ¿Dónde se podrían haber metido en tan poco tiempo? Richard buscó por todas partes pero no encontraba a Joseph. Quería hablar con él, decirle que estaba obrando mal. Fue al baño, y vio por debajo de la puerta del retrete que dentro estaban dos personas. Oyó la voz de su hermano. Se le revolvió el estómago de pensar lo que estaba haciendo. Lo invadió una rabia extraña. Abrió de una patada la puerta cerrada con pestillo y se encontró allí a su hermano, haciendo una felación al otro tipo, aquella infamia ante sus propios ojos.
Joseph, asustado, se puso de pie. Pero antes de que hubiera tenido tiempo de decir nada, Richard le dio un golpe y lo derribó al suelo sin sentido. Dio otro golpe al travestí, al que dejó también sin sentido. Ay, qué tentación sentía de cometer más violencia, de romper huesos, de hacer correr la sangre. Pero, en vez de ello, Richard se volvió y se marchó, enfurecido, mientras las consecuencias de todo aquello le daban vueltas en la cabeza.
Como un animal herido, se volvió a Hoboken, al Ringside Inn, con un humor de perros. Se instaló ante la barra y se puso a beber. Seguía la regla de no emborracharse nunca allí. Aquella era su base, su local habitual, y temía hacer daño a alguien, matar a alguien incluso, y no poder volver por allí, como le había pasado en muchos otros establecimientos de bebidas.
El Ringside Inn era propiedad de una mujer ruda, gruñona, fea como un pecado, según lo cuenta Richard. Se llamaba Sylvia, y parecía un chimpancé al que hubieran dado unos cuantos garrotazos en la cara para dejarlo más feo. Tenía un ojo más grande que el otro; la nariz, chata como una torta con dos agujeros; la cara, rodeada de mechas de pelo rubio teñido, como alambres. Sylvia apreciaba a Richard porque era bien parecido y jugaba en su local al billar americano con apuestas fuertes, con lo que atraía a la clientela. Acudían hombres, y algunas mujeres, de toda la Costa Este para jugar al billar contra Richard, apostando hasta doscientos dólares la bola.
Richard no quiso tener problemas allí, por lo que se marchó y acabó en el West Side de Manhattan, donde asesinó a un hombre por haberle pedido fuego con tono desafiante.
Después del incidente del bar gay, Richard y Joseph no volvieron a hablarse durante varios años.
Richard tuvo una racha larga de mala suerte; perdía la mayoría de las partidas de billar; perdía en las apuestas de todo tipo que hacía, sobre los resultados del fútbol americano o del béisbol, sobre qué cucaracha sería la primera que subiría por la pared del bar de Sylvia. Y seguía bebiendo cada vez más.
Richard, lleno de ira, hizo más viajes a Nueva York, volvió al West Side de Manhattan, donde sacaba su rabia, donde siguió matando a gente para dar rienda suelta a su odio al mundo. Hace poco se le preguntó a cuántos hombres había matado en la zona extrema del West Side de Manhattan. Richard respondió con toda la seriedad del mundo: Tantos como los dedos de sus dos manos cinco veces.
Le juro que si alguien me miraba mal, yo lo mataba, explicó.
Y el Departamento de Policía de Nueva York no hacía gran cosa por averiguar quién estaba cometiendo todos esos asesinatos bajo la carretera elevada del West Side, oxidada, ruidosa y anticuada. Como Richard mataba en la sombra de tantas maneras diferentes, con armas de fuego de distintos calibres, con porras, ladrillos y bates de béisbol, cuchillos, cuerdas y picos para hielo, el Departamento de Policía no pensó nunca que se tratara de un mismo hombre, que Richard Kuklinski, de Jersey City, había establecido alh su cazadero personal; que acechaba y mataba a seres humanos como si el West Side fuera su coto privado de caza. Claro está que Richard mataba de muchas maneras distintas a propósito, creyendo que así confundiría y despistaría a la Policía; y tenía razón.
Toda la razón del mundo.
Espoleado por los demonios interiores que lo acosaban, por la psicosis creciente, furiosa, que tenía dentro, Richard se estaba terminando de hundir. Seguía esperando el momento de dar un buen golpe, de que le encomendaran un buen contrato de asesinato, un robo lucrativo; pero el negocio marchaba mal.
A Carmine Genovese lo habían asesinado, le habían pegado un tiro en la cabeza cuando estaba guisando en la cocina de su casa: otro ajuste de cuentas entre mafiosos sin resolver. Richard apreciaba a Carmine, en la medida en que era capaz de apreciar a alguien. No fue al funeral de Carmine. Sabía que los polis estarían vigilando, y por eso no se acercó por alh.
La vida tenía poco que ofrecer a Richard.
Un amigo de Richard, un tipo llamado Tony Pro que dirigía el Local 560 del sindicato del Transporte consiguió para Richard un buen trabajo en la empresa de camiones Swiftline, en North Bergen. Los jornales eran buenos y el trabajo no muy difícil. Pero a Richard tampoco le gustaba. De hecho, le desagradaba mucho. Era un trabajo honrado, lo que él siempre había querido evitar. El era jugador, buscavidas, asesino a sueldo. ¿Qué coño pintaba él allí? Pero se resignó a mantener el trabajo mientras tenía los ojos abiertos en busca de algún buen cargamento que pudiera robar: aparatos de televisión, pantalones vaqueros, cualquier cosa que pudiera vender rápidamente para convertirla en un dinero que, sin duda, perdería enseguida en el juego. El pensaba aprovechar aquel trabajo honrado para dar buenos golpes, localizando los camiones que convendría asaltar.
Era la primavera de 1961. Richard Kuklinski tenía veintiséis años y no iba a ninguna parte. Según su propia cuenta, había matado a más de sesenta y cinco hombres. Fue entonces cuando conoció a Barbara Pedrici y todo cambió de pronto. El mundo que había conocido se convirtió en un lugar muy diferente.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Pianista y cantante de raíces polaco-italianas, de gran popularidad en las décadas de los 60, 70 y 80, durante las cuales se convirtió en un símbolo de Las Vegas, además de alternar con apariciones en programas de televisión y películas, sus trajes estrafalarios eran su sello de identidad.